viernes, 17 de febrero de 2023

El fin del mundo

[En un proyecto, en realidad nunca abandonado, pero nunca abordado como se debe, aparece un paisaje desértico, el de un mar que ha perecido. En torno a ese desierto se agitan figuras y peregrinos. En un momento dado desgajé del maremágnum de notas escritas para esa supuesta novela -estamos hablando de antes de Morgana en Duino- éstas, que acabaron configurando un relato extraño, onírico -o profético, si se prefiere-, del tipo con el que más me identifico.

He estado estos días muy liado con la conferencia, que salió excelentemente bien y que disfruté mucho. Ahora es tarde y estoy cansado, llevo todo el día danzando por Barcelona, y los días en los que danzo por Barcelona son siempre felices y productivos, pero no me da para escribir una entrada desde cero. Me he puesto a mirar los archivos y me ha saltado éste, que casi no recordaba. Ahí lo dejo. En los próximos días volveré a una actividad "bloguera" más constante.]




Bartholomew (…) preached together with Peter in the oases of the Western Desert, and later among the Berbers, where he met with dog-headed cannibals.

OTTO F.A. MEINARDUS, Coptic Saints and Pilgrimages 

Tras muchos días de cabalgar en solitario por el Desierto, el jinete se encontró con un ermitaño. Era San Bartolomé.

Colgada de la rama de un arbusto, como si fuera una percha, la pelleja.

El ermitaño, sentado en una piedra a la entrada de la cabaña, levantó la vista y miró al jinete con sus ojos de un azul metálico. Ojos sin párpados, sin pestañas.

El otro rostro, arrugado en la pelleja, le miró también, con expresión igualmente indescifrable.

La carne de San Bartolomé era roja, brillante, húmeda. Todos los músculos aparecían dibujados en la tensión de sus fibras, como en un atlas vesaliano. Su gesto era, en todo caso, tranquilo, salvo en la boca sin labios, de rictus terrible.

Sin hablar, sin moverse del sitio, arrojó una cantimplora al jinete, quien se lo agradeció con un leve movimiento de cabeza. Él tampoco dijo nada, no sabía qué decir a ese cuerpo indeciblemente torturado.

Así, en silencio, estuvieron mucho rato. El jinete, sin desmontar, pues aquella parada no era sino un breve receso en un camino interminable y el santo sobre su piedra, mirando con sus ojos inapagables el horizonte calcinado, el mismo que veía a cada momento desde su mísera choza. Su respiración era dificultosa, el jinete podía ver muy elevarse y descender el tórax, trabajosamente. No era un espectáculo agradable, y, sin embargo, en todo momento era consciente del aire de santidad que desprendía la figura silenciosa del anacoreta.

“He visto a un perro”, dijo al fin el jinete. “Un perro enterrado en la arena. Luchaba incansablemente por no sumergirse del todo, alzaba la cabeza en un continuo crisparse de los músculos del cuello.”

“Sí, el perro. Llevo muchos años aquí, y él lleva tantos como yo, siempre en esa natación árida, siempre en su doloroso alzar la cabeza. No sé decirte más de él, hace tiempo que no cruzo por el lugar de su agonía. Le supongo infeliz, mas inalterable. Así me siento yo cuando el aire ardiente araña mi carne, tan íntimamente expuesta.” Volvió la mirada, que había estado fijada hasta entonces en la lejanía y clavó su flecha en el rostro polvoriento del jinete. “No sé,”, prosiguió, “puede que seamos el mismo. Puede que aquí, en el Desierto, todos seamos el mismo, que no exista otra forma posible de vida que este inagotable sufrimiento del sumergirse a medias.”

“Desde luego, os parecéis mucho”, contestó el jinete. “Vuestra mirada es la misma. Y los músculos del cuello.”

“Sí, los músculos. Ahí, donde el tajo del verdugo acertaría para la decapitación, si quedasen verdugos. Pero ya sólo quedan víctimas.”

Se quedaron de nuevo ambos en silencio, las dos miradas apuntando en la misma dirección, la del atardecer que nunca terminaba. Finalmente, el eremita dijo: “Debes tener en cuenta que no hay un solo perro, hay toda una raza de ellos, te los encontrarás a cada paso. Son los nadadores del mar ido, se agitan por pura inercia. No te alarmes por su boqueo, poseen branquias de arena, nada podría ocurrirles si se hunden del todo, pero ansían contemplar el sol, el sol agonizante del crepúsculo interminable. Odian el sol, desean con todas sus fuerzas verle morir, por eso alzan y alzan la cabeza. Como tú, como todos.”

Entonces, majestuosamente se alzó, los músculos de sus piernas mostrando la tensión del estar-de-pie, acarició levemente la cabeza del caballo y casi susurrando dijo: “Usa tus branquias, jinete. Están ahí, en tu garganta, en el lugar donde te mordió la pelirroja, en el lugar del vampiro. Ábrelas, son como dos párpados. Te van a hacer falta. Eres un anfibio, jinete, eres un superviviente. No lo olvides. No temas.”

Y, sin decir nada más, volvió la espalda y se introdujo en su cabaña. La pelleja oscilaba en la rama. El jinete, lentamente, reemprendió la marcha mientras el sol seguía detenido en el horizonte, incapaz de resolver el crepúsculo. A lo lejos, un perro aullaba interminablemente.

Su aullido sonaba a arena.





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