[En los últimos tiempos he generado una especie de "método de escritura", no muy sostenible económicamente, todo sea dicho, que consiste esencialmente en salir de mi casa, escaparme de mi ciudad, alojarme en hoteles elegantes y tranquilos y dedicarme unos días a no hacer otra cosa que leer y, sí, escribir, sin un plan definido, dejando que el estado de espíritu que, con suerte, alcanzo en esas circunstancias (que reúnen el extrañamiento y el refugio, y la ficción de un tiempo infinito a mi disposición) me dicte lo que tenga a bien dictarme. Lleno mis cuadernos entonces con material con el que, luego, no sé tampoco muy bien qué hacer, pero que, al releerlo, me produce siempre una cierta sensación de escalofrío, pues no suelo recordar muy bien el haberlo escrito, y siempre me complace hallar en esos textos esa "otra voz" que es también, claro, mía, pero que de algún modo corresponde igualmente a no se sabe qué sibila que acaso me habita, al menos en ciertos momentos propicios, y como resultado de ciertos conjuros que nunca he acabado de saber precisar o sistematizar. Les dejo aquí una muestra de esa "producción", un poema escrito en agosto de 2021 en un bello hotel de Castilla. Apenas la he editado mínimamente, pero no he añadido ni he quitado nada, está como salió, de ese tirón, salvo los versos finales. El título también es nuevo, porque la composición original carecía de título.]
Permanecemos a la espera del milagro,
giramos
la rueda del enorme aparato de radio
y
el dial navega por su mar de nombres remotos
—Buenos
Aires, Estambul, Casablanca, Oslo—
en
busca de la emisora del milagro, de la radio de Dios.
Hojeamos
pesados tomos de enciclopedias, en busca
de
la palabra milagro, pero nos distraemos
con
las fotografías, o nos dejamos llevar
por
entradas como Archiduque Francisco
Fernando
o
Expediciones a la Antártida.
Un
día casi creemos encontrar la palabra: Abraxas,
hay
un grabado con un extraño monstruo doble, y leemos
que
de ahí proviene el conjuro abracadabra.
Lanzamos el ensalmo, pero nada ocurre:
los
dioses gnósticos tienen poco interés
en
los deseos humanos.
Buscamos
el milagro largas horas en los atlas,
sobre
todo en la lista de topónimos:
Tashkent
nos gusta especialmente.
A veces, podemos anclarnos durante un tiempo
in-fi-ni-to
en Tierra de Fuego. Pasarán algunos años todavía
hasta
que descubramos Tristan da Cunha.
Otras
veces perseguimos el milagro por las calles
de
Madrid, de Roma o Barcelona,
en general con poco éxito.
En
alguna ocasión, el milagro es un pájaro
que
se ha posado en unos hombros,
ésos.
Luego
el pájaro vuela y se da cuenta de que,
no
sabe cómo,
está
encerrado en el Metro
y
se golpea torpemente la cabeza en el techo:
una
y otra vez,
agita
las alas, asciende y se golpea en el techo
una
y
otra
vez.
Entonces
vienen los policías para abatirlo
y
acabar así con su sufrimiento. Los disparos
resuenan
en las bóvedas del Metro.
Los
andenes están a rebosar: algunos
bajamos
la mirada, y el pájaro cae
a
la misma velocidad que nuestros párpados.
Al
parecer, hay un cuerpo especial de policía
encargado
de acabar
con
los pájaros extraviados en el Metro.
Salimos,
y aún seguimos sin encontrar el milagro.
Nos
lo figuramos como un faro que siempre se aleja,
o
una sonrisa.
También,
cuando estamos muy cansados,
pensamos
en el milagro como en un monstruo enorme
que
nos desgarra el pecho con sus uñas.
Entonces
tenemos miedo del milagro,
pero
no por eso dejamos de esperarlo,
acaso
con inquietud, pero también con el anhelo
de
que finalmente llegue y todo se resuelva,
y
nos ponemos a escribir sobre la espera del milagro
y
así matamos el tiempo mientras esperamos.
Escribimos y escribimos,
profusamente,
todo tipo de cosas,
como ésta
que
no son el milagro
—aunque
tal vez sí—,
seguimos escribiendo hasta el agotamiento,
conscientes de que, probablemente
cuando
llegue el milagro
ya
no habrá nada de lo que escribir
ni
nadie que lo escriba.
Y entonces, quizá, el milagro llega
y tiene
ay,
los ojos
de Constance Dowling.
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