domingo, 12 de febrero de 2023

Una blanda geometría de acuarela

[En los últimos tiempos he generado una especie de "método de escritura", no muy sostenible económicamente, todo sea dicho, que consiste esencialmente en salir de mi casa, escaparme de mi ciudad, alojarme en hoteles elegantes y tranquilos y dedicarme unos días a no hacer otra cosa que leer y, sí, escribir, sin un plan definido, dejando que el estado de espíritu que, con suerte, alcanzo en esas circunstancias (que reúnen el extrañamiento y el refugio, y la ficción de un tiempo infinito a mi disposición) me dicte lo que tenga a bien dictarme. Lleno mis cuadernos entonces con material con el que, luego, no sé tampoco muy bien qué hacer, pero que, al releerlo, me produce siempre una cierta sensación de escalofrío, pues no suelo recordar muy bien el haberlo escrito, y siempre me complace hallar en esos textos esa "otra voz" que es también, claro, mía, pero que de algún modo corresponde igualmente a no se sabe qué sibila que acaso me habita, al menos en ciertos momentos propicios, y como resultado de ciertos conjuros que nunca he acabado de saber precisar o sistematizar. Les dejo aquí una muestra de esa "producción", un poema escrito en agosto de 2021 en un bello hotel de Castilla. Apenas la he editado mínimamente, pero no he añadido ni he quitado nada, está como salió, de ese tirón, salvo los versos finales. El título también es nuevo, porque la composición original carecía de título.]





Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo
JORGE LUIS BORGES

Permanecemos a la espera del milagro,

giramos la rueda del enorme aparato de radio

y el dial navega por su mar de nombres remotos

—Buenos Aires, Estambul, Casablanca, Oslo—

en busca de la emisora del milagro, de la radio de Dios.

 

Hojeamos pesados tomos de enciclopedias, en busca

de la palabra milagro, pero nos distraemos

con las fotografías, o nos dejamos llevar

por entradas como Archiduque Francisco Fernando

o Expediciones a la Antártida.

 

Un día casi creemos encontrar la palabra: Abraxas,

hay un grabado con un extraño monstruo doble, y leemos

que de ahí proviene el conjuro abracadabra.

Lanzamos el ensalmo, pero nada ocurre:

los dioses gnósticos tienen poco interés

en los deseos humanos.

 

Buscamos el milagro largas horas en los atlas,

sobre todo en la lista de topónimos:

Tashkent nos gusta especialmente.

A veces, podemos anclarnos durante un tiempo

in-fi-ni-to

en Tierra de Fuego. Pasarán algunos años todavía

hasta que descubramos Tristan da Cunha.

 

Otras veces perseguimos el milagro por las calles

de Madrid, de Roma o Barcelona,

en general con poco éxito.

En alguna ocasión, el milagro es un pájaro

que se ha posado en unos hombros,

ésos.

 

Luego el pájaro vuela y se da cuenta de que,

no sabe cómo,

está encerrado en el Metro

y se golpea torpemente la cabeza en el techo:

una y otra vez,

agita las alas, asciende y se golpea en el techo

una

y

otra

vez.

 

Entonces vienen los policías para abatirlo

y acabar así con su sufrimiento. Los disparos

resuenan en las bóvedas del Metro.

Los andenes están a rebosar: algunos

bajamos la mirada, y el pájaro cae

a la misma velocidad que nuestros párpados.

 

Al parecer, hay un cuerpo especial de policía

encargado de acabar

con los pájaros extraviados en el Metro.

 

Salimos, y aún seguimos sin encontrar el milagro.

Nos lo figuramos como un faro que siempre se aleja,

o una sonrisa.

También, cuando estamos muy cansados,

pensamos en el milagro como en un monstruo enorme

que nos desgarra el pecho con sus uñas.

 

Entonces tenemos miedo del milagro,

pero no por eso dejamos de esperarlo,

acaso con inquietud, pero también con el anhelo

de que finalmente llegue y todo se resuelva,

y nos ponemos a escribir sobre la espera del milagro

y así matamos el tiempo mientras esperamos.

 

Escribimos y escribimos,

profusamente,

todo tipo de cosas,

como ésta

que no son el milagro

—aunque tal vez sí—,

seguimos escribiendo hasta el agotamiento,

conscientes de que, probablemente

cuando llegue el milagro

ya no habrá nada de lo que escribir

ni nadie que lo escriba.


Y entonces, quizá, el milagro llega

y tiene

ay,

los ojos

de Constance Dowling.


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