viernes, 24 de febrero de 2023

Nombres en un mantel

[Durante varios años, en la hoy llorada La Central de Callao, convocaron un concurso que siempre me pareció muy original, y en el que participé, sin éxito: se trataba de escribir un relato que luego sería impreso en los manteles de papel de la cafetería que había en la librería. Nunca gané, ya digo, y me hubiera hecho tanta ilusión que mi relato estuviera en La Central, leído o ignorado por la gente que tomaba (tomábamos) café allí por las tardes, quizá mientras llovía fuera, antes o después de comprar libros... 

Este relato que les pongo aquí fue, creo, mi último intento, y traté esa vez de convencer al jurado con un poco de metaliteratura, o meta-cualquier otra cosa, ya que es un relato que hablaba justamente de un mantel de papel en la cafetería de La Central sobre el que se garabateaba y se escribían cosas, sobre todo nombres, nombres de personas ausentes, en una de esas citas imperfectas en las que he participado tantas veces, hasta acabar por convertirlas en el modo de encuentro por excelencia en mi literatura.

Sirva, pues, como nuevo homenaje a las cosas idas, a los lugares perdidos, a las personas que no aparecieron (o fuimos nosotros quizá los que no aparecimos), a lo que nunca fue pero bien pudo haber sido y si hubiera sido quién sabe lo que hubiera luego ocurrido, aunque lo más probable es que hubiera ocurrido cualquier cosa igualmente imprevisible, igualmente inevitable, igualmente esplendente en su certeza, en la certeza de las cosas que fueron frente a las que imaginamos o deseamos.] 




O no, tal vez no nos encontremos, no me cojas nunca el teléfono, ni leas mis mensajes, y nos quedemos así, cada uno por su lado, en el centro, y más o menos a esa hora, que son espacios y tiempos borrosos, inhóspitos, que no hemos sabido hacer duros, cristalizar, con una voz que nos ordenase Callao y las siete y media, qué sencillo era, pero, ya sabes, no sé a qué hora terminaré, pero más o menos, y es más fácil si te llamo cuando acabe y vengo para el centro y tú, mientras, de tiendas, o dando una vuelta por tu amado Madrid, aprovechando este par de días de escapada, pero llueve tanto, no creo que hayas podido en realidad pasear, estarás, como yo, metida en algún sitio, pero en cuál, porque no me coges el móvil español, ni tampoco el otro, y te escribo estoy aquí dónde estás, tienes que estar por aquí, tan cerca, porque hemos quedado más o menos a esta hora y por el centro, pero dónde, y llueve tanto, y la tarde sigue pasando y mañana te vas, y lo mismo no, no somos capaces de encontrarnos, porque no oyes el móvil, o se te ha acabado la batería, o lo has perdido, y yo espero, aquí, tomándome esta cerveza y haciendo garabatos nerviosos en el mantel de papel y me digo que tranquilo, que estarás en un sitio sin cobertura o no podrás hablar, pero por qué no te dije en Callao a las siete y media y qué más daba si podía haber sido en Ópera y un poco antes, o un poco después, y te espero aquí, sin poder hacer otra cosa que garabatos y tú te refugias de la lluvia en algún lugar de un sitio enorme y al mismo tiempo diminuto que se llama Centro y más o menos a esta hora.

El camarero me trae otra cerveza y contempla de reojo el mantel lleno de tu nombre, en todas las perspectivas, en todas las caligrafías, tu nombre, el nombre de la pantalla del móvil que no se enciende, algo ha pasado, algo que puede ser trivial, o estúpido, o terrible, escribo tu nombre, y lo tacho, o lo circundo de espirales, y lo escribo al revés, y pienso en cómo será cuando nos encontremos, y entonces apareces, me traes la flor de tu no, me la entregas tímidamente, con una sonrisa triste, es una flor pequeña, lila, huele tenuemente a nada y yo la recibo, y te sonrío con mi sonrisa triste y aprieto la flor contra mi pecho y la flor se marchita en seguida y yo te la muestro, y sacas otra flor del bolso y me la das, una flor pequeña, lila, la flor de tu no, y esto ocurre incesantemente, y yo escribo en el mantel incesantemente, y dibujo pequeñas flores y tú no estás, cómo podrías estar, si no sabes dónde estoy, si no coges el teléfono.

Y entonces vienes y me has comprado el mar y lo traes en un paquetito precioso, envuelto en un papel naranja y dices toma, espero que te guste, y yo lo abro con cuidado, sin romper el papel, y veo el mar, y los ojos se me llenan de lágrimas y escribo en el mantel el mar, y rodeo la palabra con un rectángulo, que es un paquetito naranja, y tú eres el mar, y eres la lluvia que no cesa, y escribo tu nombre otra vez, muchas veces más, el mantel se llena, y pago las cervezas y me levanto, y llueve tanto, que voy a tener que correr hasta la boca de metro, porque ya no vas a venir y eres sólo un nombre en el mantel y yo soy el nombre que no he escrito en el mantel, que nadie escribe en ningún mantel, y esto me pasa siempre, pasa todas las tardes, porque tú estás muy lejos y de ningún modo estás por el centro ni mucho menos a esta hora ni a ninguna otra, y tampoco estás en el metro, que me aleja de Callao, que me lleva a mi casa, con la bolsa con los libros recién comprados, y le doy vueltas a este relato y pienso que estaría tan bien que apareciese tu nombre impreso en un mantel, y que ese mantel acogiese cafés y cervezas y libros recién comprados y sobre ese mantel la gente conversase y no necesitase garabatear en él y luego, sin más, ese mantel se tirase a la basura, porque sólo es un mantel de papel, pero hay otro mantel con tu nombre esperando para la siguiente conversación y las siguientes cervezas, hay muchos manteles, y entonces escribo esto que está lleno de tu nombre y sobre este mantel conversamos, en el país de las citas imperfectas y los cafés imposibles, que es el lugar donde siempre acabamos encontrándonos.


miércoles, 22 de febrero de 2023

Du mußt dein Leben ändern

[Un poema escrito la otra noche en Barcelona. Sigo sin mucho tiempo para la creación literaria, pero estoy trabajando muy seriamente en un proyecto ensayístico que tiene que ver con la conferencia del otro día. El encuentro del sábado con la gran Victoria Cirlot me ha resultado, como no podía ser de otro modo, muy estimulante. A ver si no aflojo y consigo que la cosa cristalice. Ya les iré contando.

Por cierto, el título del poema corresponde al de un verso muy conocido de Rilke, del poema "Torso de Apolo" y puede traducirse como "Has de cambiar tu vida". En cuanto a la ilustración, buscaba una imagen de una máquina de escribir antigua que tuviera algún texto y no he encontrado nada satisfactorio. Entonces, claro, me he acordado de "The shining". Y es verdad que mucho trabajo y nada de diversión no es algo bueno, como bien sabe Jack. Pero no se preocupen, no preveo por el momento hachas saliendo a pasear ni hectólitros de sangre escapándose de los ascensores. Eso, para otra entrada. ;-)] 




Las hojas de papel cebolla

en la carpeta de tapas grises 

sobre el mostrador:


la huella del pequeño martillo

de la máquina de escribir

en ocasiones

ha perforado la superficie.


Mira por esos ojos de cerradura

de las oes y las ges.


Éstos son los poemas que te escribo

en el sueño de enfrente

para que, dormida,

puedas acariciar su braille

moviendo apenas tus dedos

somnámbulos,


mientras el neón verde

que palpita en la ventana

se acompasa con el corazón

de la que eres cuando sueñas,


y la caricia eléata

se queda siempre

a la mitad de la distancia.

viernes, 17 de febrero de 2023

El fin del mundo

[En un proyecto, en realidad nunca abandonado, pero nunca abordado como se debe, aparece un paisaje desértico, el de un mar que ha perecido. En torno a ese desierto se agitan figuras y peregrinos. En un momento dado desgajé del maremágnum de notas escritas para esa supuesta novela -estamos hablando de antes de Morgana en Duino- éstas, que acabaron configurando un relato extraño, onírico -o profético, si se prefiere-, del tipo con el que más me identifico.

He estado estos días muy liado con la conferencia, que salió excelentemente bien y que disfruté mucho. Ahora es tarde y estoy cansado, llevo todo el día danzando por Barcelona, y los días en los que danzo por Barcelona son siempre felices y productivos, pero no me da para escribir una entrada desde cero. Me he puesto a mirar los archivos y me ha saltado éste, que casi no recordaba. Ahí lo dejo. En los próximos días volveré a una actividad "bloguera" más constante.]




Bartholomew (…) preached together with Peter in the oases of the Western Desert, and later among the Berbers, where he met with dog-headed cannibals.

OTTO F.A. MEINARDUS, Coptic Saints and Pilgrimages 

Tras muchos días de cabalgar en solitario por el Desierto, el jinete se encontró con un ermitaño. Era San Bartolomé.

Colgada de la rama de un arbusto, como si fuera una percha, la pelleja.

El ermitaño, sentado en una piedra a la entrada de la cabaña, levantó la vista y miró al jinete con sus ojos de un azul metálico. Ojos sin párpados, sin pestañas.

El otro rostro, arrugado en la pelleja, le miró también, con expresión igualmente indescifrable.

La carne de San Bartolomé era roja, brillante, húmeda. Todos los músculos aparecían dibujados en la tensión de sus fibras, como en un atlas vesaliano. Su gesto era, en todo caso, tranquilo, salvo en la boca sin labios, de rictus terrible.

Sin hablar, sin moverse del sitio, arrojó una cantimplora al jinete, quien se lo agradeció con un leve movimiento de cabeza. Él tampoco dijo nada, no sabía qué decir a ese cuerpo indeciblemente torturado.

Así, en silencio, estuvieron mucho rato. El jinete, sin desmontar, pues aquella parada no era sino un breve receso en un camino interminable y el santo sobre su piedra, mirando con sus ojos inapagables el horizonte calcinado, el mismo que veía a cada momento desde su mísera choza. Su respiración era dificultosa, el jinete podía ver muy elevarse y descender el tórax, trabajosamente. No era un espectáculo agradable, y, sin embargo, en todo momento era consciente del aire de santidad que desprendía la figura silenciosa del anacoreta.

“He visto a un perro”, dijo al fin el jinete. “Un perro enterrado en la arena. Luchaba incansablemente por no sumergirse del todo, alzaba la cabeza en un continuo crisparse de los músculos del cuello.”

“Sí, el perro. Llevo muchos años aquí, y él lleva tantos como yo, siempre en esa natación árida, siempre en su doloroso alzar la cabeza. No sé decirte más de él, hace tiempo que no cruzo por el lugar de su agonía. Le supongo infeliz, mas inalterable. Así me siento yo cuando el aire ardiente araña mi carne, tan íntimamente expuesta.” Volvió la mirada, que había estado fijada hasta entonces en la lejanía y clavó su flecha en el rostro polvoriento del jinete. “No sé,”, prosiguió, “puede que seamos el mismo. Puede que aquí, en el Desierto, todos seamos el mismo, que no exista otra forma posible de vida que este inagotable sufrimiento del sumergirse a medias.”

“Desde luego, os parecéis mucho”, contestó el jinete. “Vuestra mirada es la misma. Y los músculos del cuello.”

“Sí, los músculos. Ahí, donde el tajo del verdugo acertaría para la decapitación, si quedasen verdugos. Pero ya sólo quedan víctimas.”

Se quedaron de nuevo ambos en silencio, las dos miradas apuntando en la misma dirección, la del atardecer que nunca terminaba. Finalmente, el eremita dijo: “Debes tener en cuenta que no hay un solo perro, hay toda una raza de ellos, te los encontrarás a cada paso. Son los nadadores del mar ido, se agitan por pura inercia. No te alarmes por su boqueo, poseen branquias de arena, nada podría ocurrirles si se hunden del todo, pero ansían contemplar el sol, el sol agonizante del crepúsculo interminable. Odian el sol, desean con todas sus fuerzas verle morir, por eso alzan y alzan la cabeza. Como tú, como todos.”

Entonces, majestuosamente se alzó, los músculos de sus piernas mostrando la tensión del estar-de-pie, acarició levemente la cabeza del caballo y casi susurrando dijo: “Usa tus branquias, jinete. Están ahí, en tu garganta, en el lugar donde te mordió la pelirroja, en el lugar del vampiro. Ábrelas, son como dos párpados. Te van a hacer falta. Eres un anfibio, jinete, eres un superviviente. No lo olvides. No temas.”

Y, sin decir nada más, volvió la espalda y se introdujo en su cabaña. La pelleja oscilaba en la rama. El jinete, lentamente, reemprendió la marcha mientras el sol seguía detenido en el horizonte, incapaz de resolver el crepúsculo. A lo lejos, un perro aullaba interminablemente.

Su aullido sonaba a arena.





domingo, 12 de febrero de 2023

Una blanda geometría de acuarela

[En los últimos tiempos he generado una especie de "método de escritura", no muy sostenible económicamente, todo sea dicho, que consiste esencialmente en salir de mi casa, escaparme de mi ciudad, alojarme en hoteles elegantes y tranquilos y dedicarme unos días a no hacer otra cosa que leer y, sí, escribir, sin un plan definido, dejando que el estado de espíritu que, con suerte, alcanzo en esas circunstancias (que reúnen el extrañamiento y el refugio, y la ficción de un tiempo infinito a mi disposición) me dicte lo que tenga a bien dictarme. Lleno mis cuadernos entonces con material con el que, luego, no sé tampoco muy bien qué hacer, pero que, al releerlo, me produce siempre una cierta sensación de escalofrío, pues no suelo recordar muy bien el haberlo escrito, y siempre me complace hallar en esos textos esa "otra voz" que es también, claro, mía, pero que de algún modo corresponde igualmente a no se sabe qué sibila que acaso me habita, al menos en ciertos momentos propicios, y como resultado de ciertos conjuros que nunca he acabado de saber precisar o sistematizar. Les dejo aquí una muestra de esa "producción", un poema escrito en agosto de 2021 en un bello hotel de Castilla. Apenas la he editado mínimamente, pero no he añadido ni he quitado nada, está como salió, de ese tirón, salvo los versos finales. El título también es nuevo, porque la composición original carecía de título.]





Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo
JORGE LUIS BORGES

Permanecemos a la espera del milagro,

giramos la rueda del enorme aparato de radio

y el dial navega por su mar de nombres remotos

—Buenos Aires, Estambul, Casablanca, Oslo—

en busca de la emisora del milagro, de la radio de Dios.

 

Hojeamos pesados tomos de enciclopedias, en busca

de la palabra milagro, pero nos distraemos

con las fotografías, o nos dejamos llevar

por entradas como Archiduque Francisco Fernando

o Expediciones a la Antártida.

 

Un día casi creemos encontrar la palabra: Abraxas,

hay un grabado con un extraño monstruo doble, y leemos

que de ahí proviene el conjuro abracadabra.

Lanzamos el ensalmo, pero nada ocurre:

los dioses gnósticos tienen poco interés

en los deseos humanos.

 

Buscamos el milagro largas horas en los atlas,

sobre todo en la lista de topónimos:

Tashkent nos gusta especialmente.

A veces, podemos anclarnos durante un tiempo

in-fi-ni-to

en Tierra de Fuego. Pasarán algunos años todavía

hasta que descubramos Tristan da Cunha.

 

Otras veces perseguimos el milagro por las calles

de Madrid, de Roma o Barcelona,

en general con poco éxito.

En alguna ocasión, el milagro es un pájaro

que se ha posado en unos hombros,

ésos.

 

Luego el pájaro vuela y se da cuenta de que,

no sabe cómo,

está encerrado en el Metro

y se golpea torpemente la cabeza en el techo:

una y otra vez,

agita las alas, asciende y se golpea en el techo

una

y

otra

vez.

 

Entonces vienen los policías para abatirlo

y acabar así con su sufrimiento. Los disparos

resuenan en las bóvedas del Metro.

Los andenes están a rebosar: algunos

bajamos la mirada, y el pájaro cae

a la misma velocidad que nuestros párpados.

 

Al parecer, hay un cuerpo especial de policía

encargado de acabar

con los pájaros extraviados en el Metro.

 

Salimos, y aún seguimos sin encontrar el milagro.

Nos lo figuramos como un faro que siempre se aleja,

o una sonrisa.

También, cuando estamos muy cansados,

pensamos en el milagro como en un monstruo enorme

que nos desgarra el pecho con sus uñas.

 

Entonces tenemos miedo del milagro,

pero no por eso dejamos de esperarlo,

acaso con inquietud, pero también con el anhelo

de que finalmente llegue y todo se resuelva,

y nos ponemos a escribir sobre la espera del milagro

y así matamos el tiempo mientras esperamos.

 

Escribimos y escribimos,

profusamente,

todo tipo de cosas,

como ésta

que no son el milagro

—aunque tal vez sí—,

seguimos escribiendo hasta el agotamiento,

conscientes de que, probablemente

cuando llegue el milagro

ya no habrá nada de lo que escribir

ni nadie que lo escriba.


Y entonces, quizá, el milagro llega

y tiene

ay,

los ojos

de Constance Dowling.


sábado, 11 de febrero de 2023

Compañeros de viaje

[Hoy, una entrada triple, que llevo tres días sin poner ninguna... Por cierto, aniversario rilkiano: hoy, 11 de febrero, hace 101 años del final de las Duineser Elegien. Pero la entrada no va de Rilke, a él le dedicaremos otras, otros días...]


Álvaro Mutis


I.

En 2001 se le concedió el Premio Cervantes al escritor colombiano Álvaro Mutis. Extrañamente, dada la avidez lectora que me caracteriza desde la lejana infancia, y mi preferencia, especialmente entonces, por los escritores latinoamericanos, no había leído ni una página aún de Mutis. Sí lo conocía de nombre, claro, y me había llamado siempre la atención la figura de Maqroll, que me imaginaba de un modo muy diferente, y me gustaba que hubiera un libro cuyo título comenzase por "Summa". También (eso sí lo recuerdo) me parecía ya entonces difícilmente superable, por eufónico y evocador, el título de una de las aventuras maqrollianas, "Ilona llega con la lluvia". Pero lo cierto es que, como digo, nunca me había comprado un libro de Mutis, y no lo haría hasta un poco después. ¿Qué me llevó finalmente a adentrarme ("a sumergirme" es un modo sin duda más apropiado de decirlo) en la magistral obra del colombiano? Les cuento...

En ese mismo 2001, y a raíz justamente de la entrega del Cervantes, elmundo.es, una edición electrónica que fue de las primeras en desarrollarse de entre los periódicos españoles, y que en ese momento era de bastante interés (luego, pues, qué quieren que les diga), convocó, un concurso rápido de microrrelatos. "Rápido" significaba que, en un momento dado, se daba una palabra clave que debería figurar en el cuerpo del relato y uno tenía, no sé, como dos horas para enviar relatos en formato electrónico (algo bastante novedoso entonces, también). La palabra fue "mutis". 

Yo he escrito desde siempre, ya lo saben Uds., pero la verdad es que en esa época mi relación con la literatura estaba en uno de sus puntos mínimos. Estaba muy centrado en mi trabajo (a la fuerza ahorcan, tenía que ir consiguiendo plazas en la Uni, y estaba muy volcado con la investigación, algo fundamental para lo anterior) y mi vida estaba orientada de un modo muy diferente al de ahora. La idea, no obstante, de algo que tenía que hacer rápidamente y que podía enviar desde el ordenador del curro en un momento me atrajo. Escribí dos microrrelatos. Para entonces, también, el concepto de "microrrelato" era novedoso y yo, desde luego, no había escrito nunca ninguno, al menos de manera consciente. Los dos relatos que envié juegan con temas bíblicos dándoles la vuelta, era una temática que estaba manejando bastante por aquel tiempo en mi literatura. Los lancé al hiperespacio, y, contra toda lógica, y para mi absoluta sorpresa, unas horas después gané el premio. Aquí les pongo la reseña publicada ese día en elmundo.es, que incluye mis datos de entonces, y algunas palabras mías, resultado de una entrevista telefónica que me hicieron. 


El personaje de Lázaro en esos años era crucial para mí, y estaba en pleno desarrollo de un proyecto, "El zoótropo de Lázaro", que, si bien no llegó a cristalizar, sí que me permitió generar conceptos y producir material aún vigente hoy en día, como se ha podido comprobar aquí mismo en el blog, sin ir más lejos. Pongo el texto del relato aquí, por si no se ve bien en la imagen, y también el del otro relato, el no premiado, por si tienen curiosidad. Ambos son representativos del tipo de escritura que estaba yo intentando a comienzos de siglo.


Resurrección de Lázaro

Al fin y al cabo, lo que más dolía no era la luz cegadora o el ruido insoportable. Lo peor, en este parto inverso, en este absurdo mutis de la muerte al que la destemplada voz me obligaba, era el sabor a tierra de la boca.


Juicio Final

Protegido por sus tropas (ángeles ancianos con las alas sucias), Dios huye a toda prisa en un mutis innoble, mientras por todo el valle de Josafat se acumulan los cadáveres desordenados de justos y réprobos, que ha sido incapaz de reanimar.


Seguí participando en concursos de microrrelatos y en otras iniciativas semejantes de elmundo.es y gané varios. Eso fue decisivo para mi "salida del armario" literario, me ayudó a abandonar mi tendencia a la clandestinidad absoluta y me enseñó las posibilidades de la publicación electrónica. Ese Lázaro que se levantaba, con sabor a tierra en la boca, me señaló el camino, y a partir de ahí vino todo lo demás, los blogs, los premios, la novela, esto...

Por un elemental deber de gratitud, me decidí finalmente a leer a Mutis y mi deslumbramiento fue absoluto. Si bien descubro cada día autores que me impresionan o que simplemente me interesan, porque me aportan ángulos nuevos que aún no había explorado, es difícil que un autor que empecé a leer ya avanzada la treintena se cuele tan rápidamente y tan por derecho en mi Olimpo sentimental particular, que está habitado sobre todo por autores que conocí y devoré en la adolescencia (Kafka, Borges, Cortázar, Poe, pocos más, circunscribiéndome a los narradores). Se me ocurriría, quizá, sólo, un caso semejante al de Mutis en esa inmediata ascensión a mi cielo literario, y es el de Sebald, del que habrá que hablar un día de estos... Bueno, y Nabokov, por supuesto, aunque a ése si le leí tempranamente, pero sólo es ahora cuando realmente me he dado cuenta de la magnitud de su obra y su figura. Ésa es otra historia, en todo caso. 

No es aquí el lugar de explicar el por qué (si es que eso se puede explicar) tanto la prosa como la personalísima y maravillosa poesía de Mutis me apasionan. Sólo diré una cosa, para terminar esta especie de trecho introductorio que ya es demasiado largo y prolijo: no sé si existen los adjetivos "mutisiano" o "maqrolliano", pero, como decía aquel soneto de Lope de Vega, quien lo probó (a Mutis), lo sabe, sabe qué significarían. Es un sonido de fondo, que es el mar, claro, y una sensación permanente de zozobra extrañamente combinada con un impulso irrefrenable de seguir adelante. Maqroll es el melancólico más perfecto de la literatura moderna, y yo, ya lo saben Uds., me defino orgullosa y militantemente como melancólico a la antigua usanza, la de los grabados durerianos y la bilis negra de los hijos de Saturno. 

No dejen de dejarse llevar a sus travesías por Maqroll. Háganme caso, es una recomendación desde el corazón. Los poemas de Mutis me acompañan casi en cada viaje, y en los días que, como hoy, mi particular frecuencia se sintoniza con aquellas en la que resuena lo maqrolliano, estoy contento y tengo ganas de seguir explorando.

Lean a Mutis. Así conocerán a Ilona, y sus lágrimas cuando Ilona ya no esté se mezclarán con la lluvia que ella trajo con su llegada. 


II.

Mutis es una referencia fundamental para "Morgana en Duino", como lo son, claro, Rilke o Kafka o Magris o Gil de Biedma. Cuando entendí que el nombre de la protagonista de la novela no podía ser sino Ilona (colocándome así bajo la protección mutisiana) ya garanticé de alguna manera que la novela acabaría siendo escrita. Cuando me di cuenta, del modo más peculiar posible (he tenido muchos encuentros mutisianos en mis viajes como ése, ya les contaré alguno), a partir de una entrevista a Mutis incluida en la edición italiana de la obra, "Ilona arriva con la pioggia", que estaba hojeando en Roma, que Ilona es el mismo nombre que Helena, todo cuadró milagrosamente. 

En la novela hay, como es fácil de ver, poemas en verso o prosa incorporados dentro del cuerpo de texto, que es esencialmente fragmentario. Muchos de esos poemas tienen (o aspiran a tener) un aliento mutisiano, se escriben sobre la plantilla de los largos versículos en los que Mutis nos cuenta las andanzas de Maqroll. Selecciono uno aquí que me parece especialmente logrado. Si les apetece, y aún no han leído "Morgana en Duino", pueden recorrerla para encontrar algunos más.


ODISEA

Los continuos esfuerzos de aprovisionamiento de naves cada vez en peor estado y la irremediable indecisión a la hora de trazar el rumbo en cartas de navegación que se han roto por los pliegues han hecho que Odiseo sea remiso a una nueva travesía y que cada vez prolongue más sus estancias en tierra, frecuentemente en hoteles de mala nota en los barrios portuarios de ciudades situadas en rutas comerciales de segundo orden.

No es que no pueda volver a Ítaca, de donde ―seguramente― sigue siendo rey, o que no desee abrazar de nuevo a Penélope, si es que aún vive.

No son asuntos metafísicos los que le lastran, ni temores. Es sólo el cansancio, el cansancio de lo práctico, de lo que inevitablemente ha de suceder para que luego puedan acaecer los hechos decisivos.

Agotado por el trajinar de los cargadores, la deshonestidad de las autoridades portuarias, la banalidad de las empresas que se le encomiendan, la tiranía de una rutina que inclemente le sojuzga hace tanto, se consuela por las noches en los brazos de alguna prostituta de origen y lengua desconocidos, a la que relata, tras hacer el amor ―con la indiferente precisión de tantos años de ruta y burdeles―, tendidos en el calor sofocante del lecho sudado, la historia de Calipso, que le prometió un día hacerle inmortal.

Y, para su mal, lo cumplió. Sin que él siquiera lo advirtiera.

“Ah, sí, recuerdo el abrazo de Calipso”, dice. “Largo, un abrazo de vida eterna, pesado como una losa. Echo de menos las uñas de la ninfa recorriendo mi espalda, y sus rizos, sobre todo al caer la tarde, cuando la luz nos muestra la belleza del morir y la gloria del desvanecerse.”

Eso le dice y la puta le escucha con sus grandes ojos entrecerrados, hasta que se duerme, con el nombre, incomprensible para ella, de Calipso en sus oídos.

Odiseo, entonces, fuma un rato más, se levanta, y se marcha.


y III.

La sensación "mutisiana" siempre tiene un punto de exaltación, de esa exaltación que conocemos tan bien los melancólicos clásicos, que no somos depresivos en realidad, sino que estamos aquejados de una permanente sensación de nostalgia, de una nostalgia que se remite a algo, no ya perdido, no ya inencontrable, sino tal vez ni siquiera vivido, una nostalgia prenatal e irresoluble. Por eso los melancólicos somos activos, creadores, porque para nosotros, la vida, simplemente, no es suficiente. Los días más "mutisianos" suelen ser propicios a la creación literaria: ésta fluye sin dificultad, aparecen los paisajes, las imágenes se hacen marinas, llenas de olores y de brisas, hay una permanente invitación al viaje. Esos días aparecen o no, no sirve buscarlos, aunque uno haya desarrollado ciertos ritos propiciatorios, como el tren, como algunas ciudades (Barcelona, París, Trieste...), como ciertos lugares o puestas de sol. En uno de esos días, antes de empezar siquiera a escribirse la novela, compuse de un tirón, casi de un trazo, este poema, que acabó siendo luego, en Morgana en Duino, el canto de las Sirenas en el momento de la apoteosis, el Seven year blues. Aquí se lo dejo.

Más que nunca, here's looking at you, kid.


SEVEN YEAR BLUES

Nunca nos encontraremos en el regreso, porque somos compañeros de viaje.

Nunca nos recibiremos en casa vestidos para ir a dormir, ni nos daremos un beso en la mejilla, un beso cansado como nosotros, que no venimos de ningún sitio.

No dormiremos juntos hasta que el calor nos separe, sudorosos, ni leeremos en silencio cada uno su libro las tardes de tormenta, junto al ventanal del salón.

No. Nunca descansaremos juntos, ni siquiera cuando hayamos muerto.

Apenas nos encontraremos de vez en cuando en puertos distantes, y nos haremos una seña con los ojos.

Y, muy de tarde en tarde, nos abrazaremos en el estrecho camarote de un mercante que abandonaremos sin pesar al arribo, como tantas otras veces.

No hay otro hogar para nosotros que la travesía.

Nunca supimos de la partida. Siempre estuvimos en curso. No nos reuniremos en el regreso.

Somos compañeros de viaje.

miércoles, 8 de febrero de 2023

Ruleta

[Un experimento literario, en tiempo real. Parto de una frase extraída al azar de uno de mis cuadernos y trato de componer sobre la marcha, improvisando (casi en un ejercicio de escritura automática, ahora que ando a vueltas con los surrealistas), una historia, en el ámbito simbólico en el que suelen desarrollarse mis historias. Lo hice el otro día y hasta lo colgué durante unos minutos aquí, pero no me convencía el resultado y lo borré. Hoy lo he vuelto a leer y apenas lo he pulido un poco, sigue siendo básicamente lo que me salió sin pensar. A ver qué os parece.]




A los pequeños dioses les encantan los zoótropos. Nosotros somos sus zoótropos,

dice, y me clava sus ojos verdes. En el otro extremo de la barra, que me imagino vagamente elíptica, estás tú, o al menos alguno de tus reflejos. La luz es indecisa.

Nosotros somos sus zoótropos. Una foca que hace bailar la pelota sobre su nariz. Otra foca que la contempla. La pelota pasa de una nariz a otra, y luego vuelve a la primera.

El caballo salta el obstáculo, pero siempre hay un obstáculo que seguir saltando. El caballo no se agota. Es un dibujo en una tira de papel.

Somos criaturas de zoótropo. Hemos aprendido que "meta" sólo es otro modo de decir "salida".

Quietos, cada uno de un lado de la barra. La Tabernera, con sus ojos verdes, nos sirve la misma copa una y otra vez. La alzamos. Here's looking at you, kid.

Hay cosas que no olvidaremos nunca: una de ellas es el sabor del champagne cocktail del bar del fin del mundo.

A los grandes dioses sólo le gustan los diluvios, dice, y ya no nos mira más, ni a ti ni a mí, y entonces nos miramos el uno al otro. 

Es el cumpleaños del Apocalipsis. Tanti auguri, cara.

Una vez fuimos pequeños dioses, y nos dejamos la vista en las ranuras del zoótropo. Y ni siquiera teníamos una pelota en la nariz con la que jugar, ni podíamos cabalgar o saltar vallas. Sólo mirábamos, muertos de frío.

Una vez fuimos grandes dioses y nadie nos envió cuervos ni palomas. Nuestra única ofrenda fue el maderamen podrido de una nave encallada, absurdamente enorme. Y estábamos empapados.

Ahora sólo somos esto: animales de zoótropo. En nuestra tira nos acercamos, bailamos y luego nos alejamos. Ahora estamos separados, uno de cada lado de la barra, pero sabemos que habrá un momento en que volveremos a bailar. Y luego nos separaremos de nuevo.

Es preciso imaginarse a Sísifo feliz, me dices. Y la barra comienza a girar y ya estamos en la pendiente. En la Wurlitzer comienza a sonar una vez más Heaven. Empieza el baile en el bar del Cielo.

Vivimos en el palacio de cristal del Eterno Retorno. Ésta es la fiesta de los supervivientes. Y, por noches como ésta, los dioses no podrán nunca con nosotros.


Talking Heads, "Heaven"

(Mientras transcribo la entrada escucho un podcast de uno de mis programas de referencia, "Cuando los elefantes sueñan con la música", de Carlos Galilea, en Radio 3, por supuesto. Suena una versión de una de mis canciones favoritas, "Clube da esquina 2". Pongo aquí un enlace a la versión de su intérprete original, el inigualable Milton Nascimento. Si Dios tuviera voz, cantaría como Milton. Clube da esquina 2)



Mi zoótropo, que me acompaña desde hace tantos años...

 


Conferencia

Como ya sabéis, el próximo miércoles 15 de febrero imparto una conferencia a las 18 h. en la Universidad Popular Miguel Delibes, Avda. de la Magia, Alcobendas. La entrada es libre hasta completar aforo. Estáis invitadísimxs a asistir. Luego habrá cervezas... ;-)



Estoy un poco liado con este tema, dando los últimos toques, lo que ha hecho que no haya entradas en el blog desde hace unos días. Intentaré retomarlo cuanto antes. Abrazos.

domingo, 5 de febrero de 2023

La Playa del Eco


[Éste es un texto muy importante para mí y para mi obra. Intentaré explicar por qué.

El primero de los blogs literarios que empecé a escribir se titulaba Persecución del faro. Estamos, creo, en el año 2007. Era un experimento privado. Luego tuvo una sola lectora (espero que ande por aquí). Mucho tiempo después, cuando el caos y la locura se habían apoderado de todos mis otros blogs acabé recurriendo al primero, que aún estaba allí, casi virgen, y lo abrí a mi entonces ya escasa y escogida cohorte de lectoras (varones hubo pocos siempre y ya no quedaba ninguno). Así, fue también mi último blog.

En Persecución del faro empecé a escribir, sin premeditarlo, y para mi sorpresa y satisfacción, una especie de poemas homéricos, cortados en largos versículos. En esos poemas nace, de hecho, ese Odiseo que luego se coló con rango de protagonista en Morgana en Duino. Ya saben, la Odisea nos alcanza. Odiseo hablaba, oracular, y yo transcribía esos versos tersos y marinos, y la obscura noche del alma se alumbraba con más y más luces, y la persecución del faro se hacía, al menos los mejores días, con vientos propicios.

Uno de esos poemas de Persecución era éste: La Playa del Eco. En principio, el nombre provenía de una canción ya olvidada (siempre fue de poca monta, me temo) de lo que se dio en llamar New Wave, a cargo de un grupo denominado nada menos que Martha & the Muffins. Por edad, en esos finales setenta y primeros ochenta, yo estaba entusiasmado con esas bandas que oía en una recién nacida Radio 3. Conocía, pues, esa canción desde mucho antes. Y me sigue pareciendo un gran tema, y muy evocador. Al final tienen un enlace al vídeo: no tengan demasiado en cuenta el estilismo, y escuchen la letra. En general no es precisamente Leonard Cohen (hablamos de una canción pop, y la New Wave tendía a la ligereza), pero tiene dos cosas que me resultaban fascinantes: la idea de refugiarse en la contemplación del mar (ese anhelo tan antiguo como mi vida, e irrealizado todos estos años, pero siempre presente) y el nombre de la Playa: la Playa del Eco.

Hay, si uno busca en Google, alguna playa del Eco en sitios como Australia, si no recuerdo mal, pero no parece que la canción se base en ningún emplazamiento geográfico en concreto, así que hay que asumir que la entonces neófita Martha y sus Molletes habían inventado ese lugar-de-sueño, al que desde entones he vuelto una y otra vez. Por que, como se dice interminablemente al final de la canción, esa playa está

far away in time.

Sí, Echo Beach, far away in time. Es, por lo tanto, un lugar del tiempo, no del espacio (hay un verso de Gimferrer que me parece igualmente inolvidable: Esas calles no están lejos, están en el pasado). Es un lugar prenatal, ancestral, arquetípico, mi (¿nuestra?) playa, y allí acudimos cada tarde a contemplar el ocaso.

Los textos de Persecución del faro surgían en una especie de trance, y cuando leí éste me di cuenta de que era algo muy especial. Tanto fue así que no dudé en incluirlo como parte fundamental de un relato en el que también se partía de otro texto del mismo blog, La noche de los lotófagos, que además le dio título al cuento. Con él concurrí al Premio NH de relatos "Vargas Llosa", un concurso realmente muy importante al que concurrían cientos de textos. Ese año, según la web de NH, casi 2000 (!!). Contra todo pronóstico y ante mi absoluta incredulidad, resulté finalista (los finalistas eran tres y tenían también premio). El ganador ese año fue Luisgé Martín. Nos entregaron el premio en un acto solemne al que asistió en carne mortal el creador de Pichula Cuéllar. Eso me da para otro relato, ya se lo contaré con calma. Es el año 2012, y mi vida está realmente en un punto muy complicado. Que un escrito de la índole de La noche de los lotófagos, tan rabiosamente personal, tan lleno de toda mi simbología poética privada, pudiera tener un éxito semejante, fue algo casi milagroso. Y fue, sin duda, un punto de inflexión para mí, para mi literatura, el momento en el que decidí que había que perseverar de verdad en ella, que había que agarrarse a ella (que era tan mía, pero que estaba ya a esas alturas tan abandonada en el fondo, tan ninguneada por mí) y tirar para adelante contra viento y marea. Como Odiseo.

La noche de los lotófagos es, probablemente, lo mejor que he escrito nunca. Iban a publicarlo los de NH en un librito para repartir por los hoteles, como venían haciendo (mi premio fue el decimoquinto), pero no lo hicieron. De hecho, nunca más se convocó ese premio. El texto es demasiado largo para ponerlo aquí, así que me lo pueden pedir. Algunxs de Uds. ya lo han leído.

Pero las olas de la Playa del Eco no murieron ahí, ni mucho menos. Cuando empecé a enarbolar la mitología de Morgana en Duino, en donde el mar juega un papel tan decisivo, como saben los que han leído la novela, volví a recurrir a ese lugar-de-sueño, que acabó convirtiéndose en el destino último de la aventura, el lugar donde todo es, finalmente, consumado. No aparecieron estos versos, pero aparecieron otros, compañeros de estos. 

Así pues, como es inevitable, uno vuelve siempre al Eco, uno vuelve siempre a la Playa. Aquí se la traigo a Uds. para que paseemos juntos por ella. Con un  poco de suerte una embarcación, quizá una falúa, quizá tripulada por Odiseo, nos conducirá a la Playa de la Voz y ya se sabe que, como dice la frase favorita de todas cuantas he escrito, que está también en La noche de los lotófagos,

dicen que en la Playa de la Voz la voz que suena es la de Cristina Lliso, que siempre cantaba con guantes.

Que la Arponera nos traiga, pues, el ambar gris de un cachalote. Se les quiere.]


En la Playa del Eco hay un espejo que refleja el mar y las olas se pelean con las olas de enfrente. A veces se besan y sus espumas se mezclan y borran lo que hemos escrito en la arena asediada, y el doble reloj se acompasa, y nos mece doblemente: un oleaje para cada párpado, una lengua para cada oído.

En la Playa del Eco hay un acantilado enfrente del otro, y entre los dos forman una caja, una cajita de música en el aparador de una vida anterior. En el interior de esa caja nos movemos como las figuras de un teatrillo con el que juega el niño que fuimos.

En la Playa del Eco ninguna palabra queda impune, todas son respondidas por otra, que viene del otro lado del mundo. En la Playa del Eco esas palabras se baten en duelo y en esos duelos somos nosotros los cadáveres.

La Playa del Eco está llena de objetos, que intentamos en vano ordenar o clasificar. La Playa del Eco está llena de estanterías vacías. En la Playa del Eco el tiempo que pasa desgasta las estanterías y revuelve los objetos.

En la Playa del Eco no hay descanso para nosotros.

En la Playa del Eco nunca estuvimos juntos, pero siempre estuvimos. Yo hablaba con tu eco y tú hablabas con el mío, y los dos eran húmedos y salados.

Un día, si Poseidón es propicio, volveremos el rostro y nos marcharemos a la playa de enfrente, la Playa de la Voz, y nos encontraremos con lo que éramos y nos intercambiaremos las caracolas donde suena el mar de la Playa del Eco.


Vídeos:

Echo beach, Martha & the Muffins, aquí

Arponera, Esclarecidos, aquí


sábado, 4 de febrero de 2023

parasiempre


La incomparable Maggie Cheung en Days of being wild


[En el comienzo de Days of being wild, del gran Wong Kar Wai, un personaje (varón) le dice a una chica que acaba de conocer, una camarera que está atendiendo la cantina desierta de un estadio vacío, y que, por lo tanto, no puede escapar de él: Me verás en sueños. Al revisar estos días el film y escuchar esa frase me recorrió un escalofrío, que además resonaba con otros escalofríos parecidos ocasionados por frases parecidas, notablemente la que constituye el estribillo de una canción de Rosendo, pero que yo escuché por primera vez (por extraño que parezca) a Los Enemigos. Esa canción es Entonces, duerme, y en la voz chulesca y sin concesiones de Josele Santiago suena aún más rotunda e inquietante: quiero que sueñes conmigo. 

Este texto nació a partir de ahí, de esa frase, en la época de los blogs, hace pues ya más de una década, y en una especie de colaboración con una de mis lectoras, a la que le propuse, a partir de un texto suyo (ella también era bloguera) un desarrollo del tema de las relaciones tóxicas (o directamente basadas en el maltrato) tomando como pivote el tema del soñar-con-el-otro. Al final escribí yo el relato, como un ejercicio literario, atípico para mí, porque lo hice en un estilo muy poco habitual y tomando un punto de vista diferente al que tomo normalmente. Ese relato es el que aquí les presento. Soy muy consciente de sus limitaciones, de sus imperfecciones, y hasta, si se quiere, de mi imprudencia al escribirlo. Ruego, pues, su indulgencia y su comprensión como lectorxs, más que nunca. Si lo traigo aquí es porque, a pesar de todo, me parece que sigue teniendo gran fuerza, y es válido como lo que acabó siendo, un cuento de terror absoluto, el más, sí, escalofriante, que he escrito nunca. 

Las historias de amor (las historias que llamamos de amor) pueden ser un infierno, y soñar con el otro puede ser una pesadilla. Y también, claro, las historias de amor pueden ser un paraíso (algunos ratos, efímeros, es decir, eternos) y soñar con el otro puede ser un modo de encontrarnos con quien ya no está, y hacer las cosas que no nos dio tiempo a hacer. 

Les deseo sólo amores del segundo tipo, y sólo sueños del segundo tipo. Y si nos vemos en sueños, ojalá que nos despertemos, ambos, con una sonrisa en los labios.]


se duerme tan mal en el hospital, sólo hay un sillón junto a la cama, que se puede reclinar un poco, pero es lo mismo, una no sabe cómo ponerse, porque además una ya lleva todo el santo día en la habitación, junto a la cama, mucho rato sentada en el mismo sillón, al que le hemos puesto una sábana para no sudar tanto con la piel falsa del respaldo, pero al final da igual, porque la sábana acaba dándonos el mismo calor, a Anita también le pasa, pero ella duerme mejor, a mí las noches se me hacen eternas, y también los días, que se van acumulando con la misma rutina, con apenas un par de escapadas rápidas a casa, a intentar poner una lavadora, a coger algo de ropa limpia y dar de comer a los peces, y entonces las vecinas preguntan, y una se tiene que quedar, claro, un rato con ellas, que son tan buenas y no preguntan sólo por preguntar, ellas saben lo mucho que pasamos, son ya tantos meses así, y ahora, al menos en el hospital, todo se hace un poco más llevadero, tengo ayuda de las enfermeras, que son tan amables, y son ellas las que lo lavan y le dan la medicación, y además él ahora ya está como atontado todo el día de la cantidad de sedantes que le ponen para el dolor, pero aún así hay que ver qué carácter y cómo las trata a las pobres ángeles, que no son como yo, que estoy acostumbrada, y, por mucho que vean en su trabajo, nunca es agradable que alguien al que estás intentando ayudar se te saque todo el día la vía, y te tire la bandeja de la comida, que hasta le han tenido que atar alguna vez, y le van subiendo los calmantes, y ahora por eso ya está casi todo el tiempo dormido, y entonces da hasta ternura mirarle, y parece mentira cómo se pone, aunque, claro, debe de ser horrible con esos dolores tanto tiempo, y saber que uno se va a morir, que ya se muere, que puede ser cuestión de días, según me ha dicho el doctor, y más con la sedación, y, la verdad, a mí me da mucha pena, claro, porque es mi marido al fin y al cabo, pero creo que así por fin descansará y descansaré yo, descansaremos todos, que ha sido mucho bregar, mucho, toda la vida, y estas cosas son las que le cuento a las vecinas, y me da coraje porque me noto que cada vez me cuesta más despedirme, que soy yo la que toco a su puerta y me convencen para que pase y me tome un café, y se agradece tanto ese café, porque es tan malo el de la máquina de aquí, del hospital, pero me da coraje, porque me quedo escuchando tanto rato lo que me cuentan, que no tiene que ver con hospitales, ni con enfermedades ni con muertes, sino que son cosas de los hijos o de los nietos o tonterías de la tele, y yo ahí como embobada, que se me va el santo al cielo, y parece que hasta me voy quedando traspuesta en el silloncito que resulta tan cómodo, mucho más cómodo que éste en el que llevo tantas noches mal durmiendo, y entonces me da como un vuelco el corazón y miro la hora que es, y me siento fatal, porque él está solo, y seguro que se habrá despertado y habrá preguntado por mí y no está bien que yo me haga la remolona de ese modo, por muy cansada que esté, y me despido a toda prisa y me cojo el autobús, con la bolsita, mirando que llevo todo en la bolsita que paseo de un lado para otro todo el rato, y llego bien tarde al hospital, porque el autobús da mucha vuelta y tiene un montón de paradas y, es verdad, Anita me dice que ha preguntado por mí, pero ahora está otra vez dormido, y yo le pregunto a Anita por su marido, que está más o menos igual, y no hablamos mucho, porque ya qué nos vamos a decir, después de tantos días, y Anita, que es un sol, me dice para animarme “¿ponemos la tele? Deja, que ya tengo suelto yo” y echa la moneda y vemos un rato la tele y van viniendo las chicas a cambiar los sueros y tomar la temperatura y la tensión y traer la merienda al marido de Anita y va cayendo la tarde y se va retirando el sol de la habitación recalentada y una se pone nerviosa sólo de pensar en otra noche más allí, en el sillón, con las idas y venidas de las enfermeras, y sus quejidos, toda la noche, y el duermevela lleno de sueños tan confusos, lleno de sueños con él, cuando éramos jóvenes, y yo le veía tan grande, tan fuerte, siempre ha sido un hombre enorme, y más ahora, ahí en la cama, como un fardo, que las chicas se las ven y se las desean para asearlo y parece mentira que me haya hecho cargo yo sola todos estos meses, sola, sola, si acaso con la ayuda de alguna vecina cuando peor se ponía, y mi pobre hermana, que tuvo que pedir permiso en el trabajo para estar un par de semanas conmigo, y los sobrinos algún día, pero un ratito, de visita nada más, y al hospital ni se han acercado, aunque Manolito llama todos los días, y de la familia de él ni hablamos, que es que ni señales de vida, aunque, la verdad sea dicha, también es lógico, con lo mal que se ha portado él siempre con ellos, con ese carácter que tiene, y a ver ahora cuando se muera qué pasa con la herencia, y la casa del pueblo, y venga a darle vueltas a esas cosas, hasta que me voy quedando dormida, y entonces siempre aparece él, tan joven, tan fuerte, y yo también soy joven, y él me abraza, de esa forma que me abrazaba, tan brusco, que me quitaba la respiración, y me acaricia con esas manazas, como antes, como hace tanto tiempo, que parece mentira que aún lo recuerde, que aún lo tenga ahí perdido en algún sitio de la cabeza y me salga en los sueños, aquellos tiempos en que yo creo que éramos felices, antes de que a él se le agriara tanto el carácter con lo de sus hermanos y lo de la empresa, y pienso que todo podría haber sido de otra manera, si hubiésemos tenido hijos, y él hubiera cogido aquel trabajo, y en el sueño, que pasa al mismo tiempo que pienso esto, porque sólo estoy medio dormida, él me acaricia y estamos desnudos en la cama, y huele bien, no como ahora, y no tengo que hacerle curas, ni me grita, ni se va a morir, y me acaricia, y yo, que estoy medio dormida sólo, me doy cuenta que me estoy removiendo en la silla y me muero de la vergüenza, porque a ver si Anita se va a dar cuenta, pero no, porque la oigo roncar, allí en su silla, detrás de la cortina, ella que sí consigue dormir tan bien junto a la cama de su marido, que es un encanto el hombre, y que me da mucha pena verlo tan malito, pero no se queja, no se queja nunca el bendito de él, y mira que le hacen perrerías, y en cambio este hombre, que menos mal ahora con los calmantes, porque lo que he pasado ya con él, las noches y noches sin dormir, venga a llamarme, venga a quejarse, y la medicación a sus horas, o como ahora, que una duerme pero no descansa, saltando de la pesadilla del sueño a la pesadilla de la vida, pero ya se acaba, ya se acaba, ya no va a dar más guerra, con esa soberbia que tiene, ya me ha dicho el doctor esta tarde que puede ocurrir en cualquier momento, que está terminal, y es verdad, porque le miro a la cara y se la veo igual que la que tenía mi madre cuando iba a morirse, que también pasamos lo nuestro mi hermana y yo, pero ella era una santa, y no como éste, que me ha hecho sufrir lo que no está en los escritos, siempre a lo suyo, siempre en el bar, volviendo borracho de estar a saber con qué gentuza, pero volviendo siempre al final a casa, conmigo, porque yo, tonta que soy, bien que le cuidaba y le tenía la camisa limpia, y él me cogía con esas manazas y me las metía por el pecho y yo intentaba apartárselas, porque estaba enfadada, pero no había manera, y así año tras año hasta que cayó enfermo y se le acabó la chulería y ahí estaba una para cuidarlo, claro, y él se fue poniendo cada vez peor con los dolores y el médico me decía “señora, pero es que no se puede hacer nada más”, y yo le decía “ay, doctor, pero cuánto le queda, porque esto es muy duro, muy duro” y le quedaban meses y luego fueron semanas y ahora ya es en cualquier momento, y ahora que lo pienso me tendría que haber traído de casa la agenda con los teléfonos, porque habrá que llamar a todo el mundo, y también a ellos, claro, y a las tías, y preparar el entierro, que ya me ha dicho Manolito que no me preocupe, que él me ayuda, que es muy fácil con el seguro que tenemos, pero, no sé, será un lío, vendrá el velatorio, y tendré que atender a todo el mundo, y a ver si se presentan ésos, y con qué cara, y vendrá mi hermana, la pobre, y yo sé que lo voy a pasar mal, porque en el fondo me da mucha pena, qué narices, porque es mi marido, toda la vida juntos, una vida muy difícil, con muchos sinsabores, pero, bueno, ahora ya va a descansar, y descansaremos todos, descansaré yo, que tendré que ver qué hago con su ropa y con sus cosas y me va a dar mucha lástima, seguro, pero al final podré por lo menos adecentar la casa, que está hecha un asco, y yo creo que voy a pintar la habitación ahora en el veranito, y a lo mejor me voy unos días con mi hermana a la playa, para recuperarme, y así podré dormir, dormir de verdad, las noches enteras, y levantarme tarde, dormir todo lo que quiera sin que me despierten las enfermeras o sus gritos o sus manoseos o sus empujones o el ruido de la puerta cuando venía borracho a las tantas, dormir sola en mi cama, sin ese corpachón, sin ese olor, sin ese sudor, con mi camisoncito limpio, no a medio vestir como aquí, en esta silla, y me voy durmiendo otra vez, poco a poco, me voy durmiendo sin sueños, sin él, plácidamente, cayendo en la absoluta negrura, suave, suave, y entonces noto una sacudida en la cama de él y me levanto sobresaltada y él me coge del brazo, muy fuerte, todo su cuerpo está tenso y farfulla algo, como si de repente se hubiese despertado del todo, después de todos estos días, se ha incorporado, tiene los ojos muy abiertos, pero mira hacia adelante, como ido, y sigue diciendo cosas que no entiendo, y le digo “¿qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Llamo a la enfermera?” y él me mira, pero no sé si me ve, y parece querer decirme algo a mí, pero no le entiendo, y acerco el oído a su boca, que apesta, como todo él, que se ha cagado, que suda como una bestia, una bestia enorme, una bestia moribunda que me agarra por el brazo y me hace mucho daño y me dice algo, y yo sigo sin entenderlo, ni siquiera parece su voz, parece que el sonido viene directamente de la lengua junto con el olor, es imposible saber lo que dice o a quién se lo dice, ahora que es evidente que se muere, que se muere del todo, que se muere por fin, y yo me siento fatal por ese por fin en el que pienso, pero lo pienso, sí, lo pienso, estoy tan cansada que no puedo dejar de pensar en que nunca más le limpiaré el culo, que nunca más me insultará, ciego de dolor y rabia, mientras le hago las curas, que nunca más dormiré en este sillón de hospital, sino en mi cama, en mi cama, sola, tranquila, muchas noches, todas las noches y entonces él consigue por fin articular lo que intentaba decir, con una voz estentórea, con su vozarrón de siempre y lo entiendo, vaya que si lo entiendo, como lo entiende todo el mundo, como lo entienden Anita y su marido, que se han despertado y están mirándonos asustados, y la enfermera que justo entra por la puerta, todos pueden escuchar a mi marido, al cerdo de mi marido, al hombre de mi vida, decirme, mientras me mira con esos ojos de loco, con esa mirada de odio quiero que sueñes conmigo, escuchar cómo lo repite, lo repite, quiero que sueñes conmigo, quiero que sueñes conmigo, hasta que por fin se calla y se muere, y yo sé que estoy perdida sin remedio, que no hay salida para mí de esta habitación de hospital, que nunca habrá una cama vacía, sin él, ni una alcoba recién pintada, ni unos días en la playa, ni un sueño tranquilo, porque él siempre estará allí, porque estaremos siempre juntos, infinitamente unidos, y así se habrá cumplido mi deseo de jovencita, se habrá cumplido la promesa, la promesa del Amor Eterno que yo le arrancaba, a regañadientes, cuando éramos novios y le repetía tantas veces júrame que siempre estarás conmigo


[Vídeo de la canción de Los Enemigos: Entonces, duerme]


jueves, 2 de febrero de 2023

Zona

[Un poema que me salió en una especie de borbotón en ese extraño y decisivo viaje que hice a Suiza en el 2018, tras la muerte de mi padre. Fui de Barcelona a Lausanne en tren y observé muchas veces esa especie de fractalidad de las ciudades, esa extensión leprosa que hace que se repitan los mismos elementos en una sucesión desorientadora que se parece mucho a esos sueños en los que estamos a punto de recordar algo profundamente necesario, pues el sueño tiene pasado, pero de algún modo siempre se escapa, siempre nos distraemos y cuando queremos darnos cuenta el nombre de la estación es otro, el paisaje no es exactamente el mismo, pero seguimos en la Zona, la Zona de Apollinaire, la Zona en la que nos guía el Stalker, la Zona de Cocteau por donde nos conduce la Segunda Persona. En trenes como éste he viajado mucho y volveré a viajar una y otra vez, pues sólo en las regiones a las que nos conducen estas líneas de ferrocarril puede rehacerse un destino, puede volver ella, vestida de blanco, puede uno reencontrarse con unos padres que todavía no están enfermos.] 


Tu ressembles au Lazare affolé par le jour

GUILLAUME APOLLINAIRE, Zone


En esos territorios del ferrocarril por los que los rieles se entrecruzan como serpientes,

o como escaleras curvas por las que toda ascensión es un lento reptar hasta un paraíso de guijarros.

En esas estaciones breves donde el tren no para, cuyo nombre aprendo

para olvidarlo tan pronto desciende mi mirada de nuevo al cuaderno,

donde viven acaso versos como estos.

En esas largas extensiones de naves industriales que ostentan el platónico nombre de polígono,

donde se desarrollan actividades que me son profundamente ajenas y un poco aterradoras.

En esas fronteras anchas, difusas, donde una ciudad ya se ha terminado y no ha empezado la siguiente,

pero tampoco sobrevive el campo, o la naturaleza, o lo que quiera que sea ese substrato inicial,

ese estado cero de la no ocupación, donde no estamos,

donde no somos.

En esos paisajes indecisos en los que cabría encontrar un pueblo de frigoríficos habitado por nuestros muertos recientes,

o un bosque de reclinatorios en los que escuchar el sempiterno silencio de largas generaciones de dioses impotentes.

En el umbral, en suma, de la casa de los abrazos, donde, ya lo sabemos, no somos bien recibidos,

y en el balcón de los deseos, desde donde la niebla hace ya muchas tardes que no nos deja ver nada.

En el puente de fuego, en la palestra, en el ruedo, en el destartalado escenario de la comedia, en la columnata derruida.

En todos esos lugares me espera el ángel y en todos esos lugares me encuentro con el ángel cada noche

para que me destroce.

Todos esos lugares son el mismo. Todos esos lugares son la Zona.

Todos esos lugares son el sueño y son la muerte.

Y yo soy el sueño y soy la muerte y soy todos esos lugares y la Zona,

y soy el ángel que me destroza cada noche,

y soy sobre todo el tren que avanza en la noche, el tren que comparece ruidosamente,

como viniendo de la nada, y sólo un momento después se pierde en la lejanía,

a través de ese laberinto en el que las serpientes de los raíles

se abrazan un momento y entonces

se separan para siempre.





Jean Cocteau, Orphée