[Un fragmento de un proyecto que estaba desarrollando en 2020. Tiene entidad como relato independiente. Me gusta la idea de un juego que se jugaría con las imágenes de cada uno, registradas en fotos físicas, repartidas entre desconocidos. Yo mismo desconozco la naturaleza de ese juego, que resulta así algo abierto. La lógica de la narración se hace, de ese modo, onírica.]
El Viajero entra en el bar y comienza a repartir entre los parroquianos allí congregados fotografías suyas, un gran montón. Hay imágenes muy alejadas en el tiempo, de un niño con rasgos dulces pero mirada durísima, o instantáneas de apenas ayer, en las que el rostro que aparece no se diferencia del suyo más que, si acaso, en un sombra menos obscura de la barba en las mejillas. En cualquier caso, en todas esas fotos el único protagonista es él, el Viajero. Cuida de repartir a todos los presentes, a cada uno le corresponde la foto que ha sido designada para él. Algunos las miran con detenimiento, otros ni siquiera las vuelven y se conforman con la contemplación del neutro reverso. El proceso es laborioso, pues hay mucha gente esa noche en el bar y el reparto no se hace de una manera sencilla, cada carta se lleva en mano a su destinatario en un orden aparentemente arbitrario, lo que obliga al Viajero a desplazarse una y otra vez de una punta a otra del bar, teniendo que abrirse paso a través de la multitud que, ya inquieta, le rodea, pero lo cierto es que el ritmo de la distribución se mantiene y las docenas de cartones rectangulares van pasando a las manos designadas con seguridad, en virtud de un plan no completamente explícito. Finalmente, la última foto coincide con el último receptor que aún tenía las manos vacías y, para satisfacción de todos, el reparto concluye. Entonces, el Viajero se coloca en el centro del local, ruega un momento de silencio y, con voz suave pero tono imperioso dice: bueno, señores, juguemos.
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