lunes, 24 de julio de 2023

La semana de Morel

Introducción a la teoría del bucle



Aún veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal vez este parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.

ADOLFO BIOY CASARES, La invención de Morel

 

Esta noche estoy en Barcelona. Mañana me voy a París, en tren. Estaré allí cinco noches y luego volveré en tren aquí, a este mismo hotel, para estar dos noches más antes de retornar a Madrid de nuevo. En tren.

Éstas son mis vacaciones del verano de 2023. Son un calco de mis vacaciones de las navidades de 2022. Los mismos días en las mismas ciudades. Coinciden los hoteles y hasta los trenes. Podríamos pensarlas como una repetición, o como la segunda mitad de un periplo que no pude hacer entonces tan largo como hubiera querido.

Mis intenciones son las mismas que en el viaje anterior: pasearme por el Barrio Latino, asaltar las librerías, recorrer algunos lugares que me resultan sugerentes, o que parecen ya formar parte de mi vida, de una extraña forma de vida en la que cada cierto tiempo soy un habitante de París. O de Barcelona. Me tomaré cafés en terrazas que ya conozco. En diciembre no pude hacerlo, hacía frío, llovía. Visitaré a la Europea en el Louvre para decirle las mismas cosas de siempre, para apuntar en mi libreta las mismas notas, para hacer inevitablemente las mismas fotos.

En diciembre no pude hacerlo, porque hacía frío. Hoy ha hecho un calor húmedo insoportable aquí en Barcelona. He cumplido con el ceremonial sofocado, incómodo en la ropa que se pegaba al cuerpo, agradeciendo el aire acondicionado de cada librería. En el tren, esta mañana, he tenido que ponerme una chaqueta. Era todo mentira: en cuanto he empezado a caminar por el andén de Sants he sentido el agobio.

Es, por lo tanto, todo muy simple. Mi viaje de verano no puede ser un clon de mi viaje de invierno. Algo ha cambiado: media órbita, media traslación de la Tierra en torno al Sol. Siete meses más de edad. Otro cumpleaños. Algunas páginas más escritas, algunas entradas en este blog. Conversaciones retomadas, abandonadas, retomadas de nuevo. Mensajes en botellas, no siempre legibles. Algunas muertes, inevitablemente. Acontecimientos con los que elaborar una crónica. Poca cosa. Suficiente.

Mi viaje de verano a París no puede ser como mi viaje de invierno a París. Tampoco puede ser como mi viaje de verano a París de 2016, o de 2017, que se quisieron también clónicos entre ellos. No puede serlo porque en aquellos relatos todavía aparecían mis padres, acababa de ganar un premio, intentaba adelgazar y no me permitía ningún desliz, estaba inquieto y triste, tenía pesadillas con máquinas que ruedan y ruedan. No pueden ser iguales porque en este viaje de 2023 ya sé lo que ocurrió en aquellos otros viajes, sé qué notas escribía, puedo releerlas, con mayor o menor benevolencia, sé de un proyecto de novela que acabó enfangado en su propio magma, sé de ciertas culpabilidades y zozobras, de cosas que no iban a ocurrir y ocurrieron, de cosas que aún están por ocurrir.

Eso es todo, esencialmente. En el pequeño Scalextric que mi padre montaba en el cuarto que compartíamos mi hermano y yo en la casa de Aluche, por las navidades, o al comienzo del verano, los coches recorrían incesantemente el circuito. Eran dignos herederos del tren eléctrico que existía previamente a ellos, y que fue cayendo en desuso. La repetición incluía, claro está, aparatosas salidas en las curvas, triunfos de las fuerzas centrífugas, que corríamos a corregir para no perder comba en la carrera infinita. Había tiempo: teníamos, mi hermano y yo, ocho, nueve años. Acababan de empezar las vacaciones. Podíamos hacer que los coches corrieran interminablemente hasta que el cuentavueltas se quedara sin dígitos y el 99 volviera a ser el 00. Porque había un cuentavueltas y esa dinámica cíclica a la que le obligaba la propia limitación de su mecánica era tan tramposa como el artificio del circuito de carreras. Lo sé, porque un día tuvimos diez años, y luego once. Y otro día el Scalextric dejó de montarse, aunque fueran esas Navidades que volvían con la misma terquedad con la que se sucedían las estaciones y los aniversarios. Y luego dejé, dejamos de vivir allí. No sé qué fue del Scalextric: acabaría en algún vertedero, como los enormes trozos de hormigón que constituían el Scalextric de Atocha, junto a la estación de la que he salido esta mañana, ese monstruo por el que nos encantaba pasar a mi hermano y a mí cuando íbamos a ver a los abuelos, que vivían en Delicias, donde habíamos vivido antes nosotros, donde vivo yo ahora.


Algo así, por tanto: ciclos, bucles, órbitas, tiovivos, retornos. Cosas que vuelven a pasar: el carrusel en el que a cada vuelta repetimos el mismo gesto de saludo a la madre que espera el final del viaje, sólo para tener que volver a esperar el nuevo viaje: por favor, uno más, el último. Toda la tarde. Movimiento circular uniforme, tema 4 del programa de Física General. Velocidad angular, aceleración centrípeta, periodo.

Pero había un cuentavueltas, siempre hay uno. Y los números avanzan, ninguna rotación queda impune. El zoótropo se desgasta y cada vez hacer girar las pelotas sobre su cabeza le cuesta más esfuerzo al malabarista. Edad, se llamaría, pero eso es también una consecuencia: como de verdad se llama es entropía, y va impresa en el devenir desde cualquier fiat lux que fuera pronunciado. Hay apenas cosas que parecen durar más, trompos que resisten heroicamente, soberbios monumentos incorruptibles, que admirarán quién sabe qué estudiosos cuando sean ruinas. Pero al final el círculo se agota y hay una nueva geometría de espirales y vórtices.

¿Y entonces? Entonces nada, ésa era la condición de la partida. Los coches pierden las escobillas que les mantenían en el carril, los caballos del tiovivo se descascarillan, nos sale la barba, y luego las canas, cambiamos la voz, y luego ya somos pura carraspera. Ubi sunt, y las coplas de Jorge Manrique, qué novedad. Ninguna originalidad, no sé para qué escribes entradas como ésta, me dicen, y tienen razón: todo el rato es lo mismo. Todo el rato es la repetición de lo irrepetible.

¿Y entonces? Entonces nada. Arribar, náufragos, ateridos de frío y agotados de una natación desesperada, fugitivos, prófugos, a una isla en medio del Pacífico (o de cualquier otro océano, incluso de papel), y encontrarnos con la Semana. Con los bailes de la Semana, las conversaciones de la Semana, los cócteles, los amaneceres, los atardeceres, los besos de la Semana. Esa Semana que se nos niega, convexa, hasta que conseguimos inscribirnos en ella, hasta que nos recogemos en el bucle, en compañia de Faustine. A cambio de morir, por supuesto: ésa era la condición de la partida. Y en esa pervivencia del año pasado en Marienbad nos garantizamos el año que viene en Marienbad, y es hermoso naufragar en esos mares.

¿Funciona ese ingenio, esa fábrica, esa industria, esa máquina (todas esas palabras son anteriores a esta pesadilla de la producción masiva y la polución)? Este ingenio, esta máquina sirve para producir fantasmagorías en una novela, que es una fantasmagoría. Funciona porque existen las mareas, periódicas, también en la Isla de Morel, también en el libro que habla de la Isla de Morel, de igual modo que funcionan en el mundo en el que habitaba quien escribió la historia, Adolfo Bioy Casares.

¿Se acabarán las mareas? Se acabarán, sin duda (la entropía) pero durarán más que nosotros. Nuestras imágenes durarán más que nosotros. En compañía de Faustine, en compañía de Delphine Seyrig, en Marienbad: simulacros, abrazados. Algún otro fugitivo llegará a la playa para contemplarnos. O quizás no. Tampoco importa.

Borges, famosamente, dejó escritas en el prólogo de la obra de su amigo estas palabras: he discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta. Borges sabía de bucles: debo a la conjunción, no de un espejo y una enciclopedia (aunque tal vez), sino de mi temprano conocimiento de su Historia de la eternidad y mi vertiginosa pasión adolescente por Nietzsche el vislumbre, cegador, del Ewige Wiederkunft, al que, por supuesto, vuelvo siempre. Pero eso ya no cabe en esta entrada, aquí apenas esbozo una introducción a la teoría del bucle, y el bucle lo es todo.

Así pues, asentados en la cobardía de la órbita, que es sólo un retrasar el impacto, una procrastinación de la Física, que sabe que todo acaba en conflagración o desistimiento, nos permitimos (otra más, por favor, la última) una vuelta más en el carrusel, mientras la madre espera. La madre que un día entró en su propio carrusel y empezó a repetir la misma pregunta interminablemente, cada vez más lejos de sí misma y cada vez más lejos, por tanto, del tiempo. Así funciona: la Biblioteca es infinita, y periódica. Sólo en la repetición nos hacemos eternos. Ay.

Mañana me cogeré el tren a París y llegaré a mi hotel en el Barrio Latino y, aunque ya será algo tarde, es verano, y habrá luz, y seguramente no resistiré la tentación de ir a L'écume des pages, probablemente mi librería favorita del mundo, como hago siempre. Ese siempre quiere decir cuando voy, que quiere decir las veces que he ido, que no son tantas, que quiere decir lo que haré algunas veces más, si puedo, que quiere decir es mi semana de Morel, quiero dejarme llevar por la ilusión de la permanencia, olvidar la edad, darle un mazazo al cuentavueltas. En el invierno no lo pude hacer cuando llegué: hacía frío, llovía, ya era de noche, bajé a cenar algo al restaurante del hotel. Fui a la mañana siguiente. First thing in the morning.

¿Eso sirve, pues, para algo? Sirve para todo. Es mi semana de Morel, la he diseñado con cuidado, he colocado todas las casitas del pueblo que recorren las vías del tren eléctrico, he escrito los nombres adecuados en la toponimia de sus paisajes. Es mi vida, me ha costado toda una vida construirla.

Revel in your time, le dice Tyrell a Roy Batty. Vive. Y entonces muere. Recoge tus vivencias, ordénalas en tu palacio de la memoria, recorre esas estancias con calma, ése es tu hotel de Marienbad: así han sido las cosas, ofréndalas a la entropía. I've seen things. Quién no, quién no tiene sus propios rayos C danzando rutilantes en la puerta de la habitación en la que escribe cosas como ésta.

El jueves, a primera hora, estaré en el Louvre. Habrá la misma cola de siempre, junto a la pirámide. Seré de los primeros, pero se irán acumulando los turistas. Habrá muchos japoneses. O a lo mejor no, ya no. Entraré, e iré corriendo al sótano, donde se muestran los retratos funerarios de El Fayum. No habrá casi nadie allí, no lo habrá durante todo el día, estaré solo. Podré sentarme, podré apuntar en la libreta las mismas notas de siempre, podré tomar las mismas fotografías. Podré hablar con la Europea. Y ella no me mirará, nunca lo hace, sus ojos se dirigen a algún otro lugar, un poco hacia abajo, un poco a su derecha. Me insertaré así otra vez en su semana de Morel, que dura ya milenios, porque ella estaba hecha para durar, es un retrato que acompaña a una difunta en su viaje a la eternidad. En las fotos, las mismas cada año, aparezco, un año más viejo, en el reflejo de la lámina de metacrilato que protege el retrato. Formo parte de esa historia de simulacros, también. Formo parte de tu historia.

Y, así, todo volverá a ser lo mismo, y por nada del mundo quisiera que esos ojos dejaran de nomirarme, por nada del mundo los arrancaría como hace el iracundo Batty con los de Tyrell. Porque sé que un día, cuando me miren, cuando finalmente me miren, ya todo estará bien. O no importará. O ya no habrá nada que decir.

Y todo, así, habrá acabado bien. Todo acaba bien, repetía, extática, Juliana de Norwich.

Mientras tanto, acumulo recuerdos, repito visitas, escribo entradas del blog, tomo trenes. Para que, si llega el olvido y la órbita de las preguntas repetidas, las cosas que ya no pueda recordar hayan sido, por lo menos, gloriosas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Siempre muy interesantes tus entradas, como Siempre, muy interesantes tus reflexiones. Cosas que muchos pensamos pero somos incapaces de componer... y poner en palabras. Un gusto leerte como siempre.
Ana

AGCano dijo...

Muchas gracias, Ana!

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