sábado, 27 de mayo de 2023

Cielo

 (Desde que los Talking Heads lo decidieron así, para mí, el Cielo es un bar, donde nunca pasa nada. He de decir, no obstante -no sé si ya he contado estas cosas aquí, es uno de mis temas recurrentes-, que la primera vez que escuché "Heaven" lo hice en la versión de mis veneradísimos Esclarecidos, esto es, en la voz de Cristina Lliso, que siempre cantaba con guantes. Allí, en castellano, el Cielo era igualmente un bar donde nunca pasaba nada, pero en ese bar, además, estaba la Arponera. Es a ese bar al que vuelvo una y otra vez en mis textos. En esta ocasión he partido de unas notas relativamente recientes para componer este relato-poema, dejándome llevar por las imágenes. Si os apetece, pues, vamos a tomar algo al bar del Cielo, a ver si llegamos a tiempo de oír al Nick Cave de "Der Himmel über Berlin", al lado de algún ángel.)




Te contaré cosas de los rincones más obscuros del cielo.
De los bajos fondos del cielo.
 
El cielo es una pasarela de madera sobre una playa llena de basura.
Debajo del cielo se oye el mar, un mar infestado de leviatanes que se deslizan moribundos, o quizá muertos ya, con la panza para arriba.
Sobre ese mar se cernía el espíritu en el Génesis: Dios, asomado a la barandilla, pensando en si arrojarse o no.
 
El cielo es un bar y Dios lo regenta.
Nos sale a recibir, avejentado, con grandes ojeras. Su aliento apesta a alcohol.
Lleva una camisa negra y tirantes. Nos conduce a la sala de la ruleta.
En la pista de baile, Marlene Dietrich, ángel azul, baila un tango amarrada a un ángel negro.
La noche apenas comienza.
Algo más tarde vendrá a cantar Nick Cave, o eso se dice.
No siempre se presenta.
 
Dios lleva gafas obscuras, dicen que porque su mirada nos fulminaría, pero es al contrario.
La luz le hiere, se arrepiente tanto de aquel fiat lux que le arrancó la desidia...
Es un Dios estrábico que nunca nos mira de frente, ni siquiera cuando nos sirve el agua de Leteo.
Lo único que le interesa es su colección de relojes, a los que da cuerda incesantemente.
Cuando, distraído u ocupado en atender al interminable flujo de parroquianos, olvida poner en hora alguno, se desencadenan los cataclismos, se extinguen las libélulas, se nos para el corazón en pleno beso.
 
Tú no puedes acordarte, pero cuando ya no quedaron más mensajes que enviar hubo que matar a las palomas.
Fue una masacre lentísima, concienzuda.
Yo sí recuerdo los hilos de sangre y el amasijo de plumas y cuerpos hediondos en los grandes contenedores del patio del bar del Cielo, donde se aburre, junto al aljibe, la tortuga borgiana a la que Aquiles no pudo derrotar.
Por eso, cuando llegó el momento, ya no hubo ni una paloma para representar al Espíritu Santo.
 
Mira: el serrín sobre el vino derramado, sobre la orina y los vómitos, que el ángel extiende con la escoba, en la esquina del bar recién cerrado.
Mira: los muchos hijos de Dios, que pululan por los rincones en busca de monedas perdidas, de chapas, de mondadientes.
Mira: las alas empapadas de ojos de los serafines, que nos vigilan.
Vámonos, corre, aún estamos a tiempo.
 
Pero no, no.
Todo es inútil.
De la noche se pasa a la noche, sin concurso de día alguno (¿qué día sería posible en este antro?) y el bar reabre otra vez.
Y Dios, por una vez, se quita las gafas y nos mira a la cara con uno de sus ojos, mientras con el otro busca en vano la verja del Paraíso.

lunes, 22 de mayo de 2023

Un perro

(Frecuentemente he utilizado los mitos, clásicos o cristianos, como punto de partida de relatos u otros proyectos literarios. La riqueza simbólica que contienen esos mitos, acendrados, perfectos en su concisión, pero abiertos a un abismo de interpretaciones y resonancias, me parece extremadamente sugerente. De entre ellos, la resurrección de Lázaro, como ya se ha visto en este blog en alguna ocasión, llegó a obsesionarme, sobre todo por la gratuidad infinita del gesto, ya que Lázaro, de todos modos, acabaría muriendo, en algún otro lugar, pasados algunos años, lejos ya del Maestro, que habría sido crucificado poco después. El poema de Cernuda, el relato de Andréiev y otras fuentes me inspiraron mi propio microrrelato sobre la resurrección, que ya he mostrado aquí, y todo un ciclo de textos que giraban en torno a esa especie de resurrección reversible y compulsiva, a la ruleta en la que Lázaro alternaba sus estados de vivo y muerto, protagonista involuntario de un plan que le excedía con mucho. La iconografía de la resurrección es muy abundante y también hay en ella aspectos que merecerían más comentario, pero que obviamente exceden las posibilidades del blog.

Todo esto que he dicho es verdad, y sin embargo sólo indica el substrato del relato, el punto de partida de la escenografía. Lo que constituye la verdadera extrañeza de la narración, que sería su principal valor, si lo tiene, es sin embargo una imagen. La imagen de un perro en un paisaje desértico que no puede ser otro que el de Goya, otro de los protagonistas de mi literatura, al menos hace unos años. Algo, o mucho, pues, hay de escritura automática en este texto, y al releerlo hoy me ha recorrido el mismo escalofrío que cuando lo escribí: el escalofrío de saber que hay Otro que escribe nuestras mejores páginas.

El relato es, no obstante, antiguo, y corresponde a una etapa, creo, superada en mi literatura. Compartirlo aquí es quizá compartir esa extrañeza, difundir ese escalofrío, complacer al Otro, generar, en suma, una hermandad entre los que sabemos que las cosas siempre son de otro modo.)



 

Y salió el muerto, atados con vendas las manos y los pies, y la cara envuelta en un sudario.

Jn., 11, 44


Quise cerrar los ojos,

buscar la vasta sombra

LUIS CERNUDA

 

Cuando finalmente llegamos junto al sepulcro, el taumaturgo se plantó, rígido, ante él y no dijo nada. Cerró los ojos e hizo un gesto brevísimo con la mano, una especie de movimiento lateral, como de apertura. Aparentemente obedeciéndole, la piedra que cerraba la cueva cayó a un lado con estrépito.

Entonces, corriendo de su interior, deslumbrado, desorientado, salió de la tumba un perro. Un perro no muy grande, de color de arena, que ninguno conocía. Sorprendidos, algunos se asomaron al interior de la cueva, donde habíamos depositado a mi hermano Lázaro ya iba para cuatro días. Marta y yo, agarradas la una a la otra, sin saber qué hacer o qué decir, esperábamos que alguien nos diera razón del hermano, mientras el sanador, visiblemente agotado, se había echado a un lado y también parecía esperar, con la cabeza en las manos, sentado sobre la piedra que tapaba el sepulcro, algún desenlace.

Lo que nos dijeron los que habían entrado a la tumba fue lo siguiente: “Marta, no hay restos de Lázaro por ningún lado. María: no se ven las vendas que cubrían su cuerpo. Hermanas, no sabemos qué ha sido de vuestro hermano.”

El perro, mientras, se había quedado también parado, un poco alejado del grupo que formábamos, pero sin animarse a irse en ninguna dirección concreta.

Miré al Maestro con estupor, y con miedo: “Señor, no comprendo tu milagro”, le grité, pero él no me respondió nada. Ni siquiera alzó la cabeza hacia mí. 

Marta, entonces, corrió hacia el perro y lo agarró. Él se revolvía, pero ella lo acariciaba y acabó por tranquilizarle. Los hombres le pidieron al sanador que se levantara de la piedra del sepulcro, porque querían volver a taparlo. Su boca abierta, sin ningún cuerpo dentro, les parecía nefanda.

Marta se acercó a mí. Había improvisado una correa para el perro con su ceñidor y tironeaba de él, que no quería llegar tan cerca de la tumba. “Hermana, el perro está bien, parece alimentado, no tiene parásitos, sólo está un poco inquieto. De ningún modo ha podido estar en la tumba cuatro días.” “Sí”, le contesté, sin saber muy bien lo que decía, “y si se hubiera comido a Lázaro estarían por ahí esparcidos sus huesos, y las vendas…”. Entonces, el Maestro pasó a mi lado, y sentí un escalofrío enorme en el mediodía ardiente en que nos encontrábamos. El frío emanaba de él. No dijo nada, seguía sin decir nada y le increpé otra vez.

“Señor, ¿quién es este perro? ¿Es el alma de mi hermano? ¿Es su cuerpo resucitado?”. Él se detuvo un momento y me espetó, secamente: “¿No te he dicho que si creías, verías la gloria de Dios?”, y se volvió, para no detenerse ya más.

Marta me cogió del brazo y, arrastrando el perro, nos marchamos a casa. Allí busqué un cuenco para dar de beber al pobre animal, que estaba muerto de sed, y él bebió mucho rato, moviendo la cola, y se dejó acariciar por mí, mientras mi hermana empezaba a preparar la comida.

“Nos cuidará la casa, ¿verdad, Marta? Es un buen perro. Tenemos que pensar qué nombre le ponemos”, y ella sonrió y me dijo: “vamos, que ya está la comida”, y yo cogí un poco de mi plato y se lo di al perro, que me miraba desde el rincón con sus ojos de perro.


viernes, 19 de mayo de 2023

Tokyo

(Escribo en un hotel en Barcelona. Me sale esto. Lo transcribo. Es un viaje muy rápido, no me he traído el portátil. Escribir con el móvil me resulta muy pesado. Es un texto breve, no obstante. Sirve para dejar testimonio.)


Entonces yo solía pensar aún que nuestros cuerpos eran avenidas,

avenidas perpendiculares que se extendían por la Ciudad

y sólo se cruzaban una vez.

La multitud que pasaba por encima de nuestros cuerpos abrazados,

de nuestros cuerpos coincidentes en el espaciotiempo,

se apresuraba,

pues todos sabían que inevitablemente nos separaríamos

y ya no habría cruce,

habría a lo sumo un puente, o un túnel,

y luego nada,

y por eso llegaba cada vez más gente al cruce y sus pasos

se confundían con nuestras caricias,

y sus murmullos rimaban con nuestros besos.

Esas noches éramos Tokyo, amor,

esas noches volvíamos a ser Tokyo.

lunes, 15 de mayo de 2023

Nuit

(Este blog nació, o ése era el pretexto, con una doble misión: la de recuperar viejos textos breves que duermen en mis muchos cuadernos, y la de propiciar una creación en tiempo real de cara al público, actividad ésta que produjo buenos resultados en el pasado, con esa mezcla entre privacidad y exhibicionismo que obligatoriamente tiene todo lo que se produce sin más preparación y sin otro objetivo que el mantener el pulso al paso del tiempo. 

Lo cierto, no obstante, es que no siempre tengo la posibilidad de trabajar en el blog como debería, o como me gustaría. Esta noche, tras un día tranquilo que corona un fin de semana largo, me he obligado a enfrentarme a la página en blanco, la página electrónica en blanco del blog. Cuando hacía eso en el pasado me gustaba generar esa especie de falsos poemas, híbridos entre narrativa y lírica, que no tienen grandes pretensiones literarias, y mucho menos estilísticas, pero que acaecen con más facilidad cuando la herramienta de escritura es el teclado y no la pluma. 

Hoy todo ha partido de una frase que me ha servido para un tweet: "¡Ah, el placer de volver a ser ficticios!". Un día fuimos héroes, y la vergüenza estaba del otro lado del Muro. Aquello, lo sabemos, no fue verdad, o fue verdad de otro modo distinto al que recordamos. Enfundémonos nuestra gabardina de viejos detectives de film noir y desplacémonos por la noche lotófaga con nuestros patines de hielo. Cuando el crimen se produzca que nos encuentre dormidos en la playa. En la Playa del Eco.)




Supe entonces que había vuelto a convertirme en ficticio,

y traté de que el tiempo del relato se hiciera más lento,

para avanzar majestuosamente hacia una despedida que acaso

no fuera esa vez la última.


(Estábamos tan cansados del fin del mundo

y de su funesta manía de repetirse.)


Tú, me parece, también lo sabías, y te holgabas

en tu recuperada transparencia, y entre los dos

componíamos una uncial en la que nos abrazábamos

al comienzo de un capítulo lleno de minúsculas.


(En qué calle se produciría el crimen

no era algo aún decidido, y lo sabíamos.)


Éramos ficticios de nuevo, y yo sabía

que después de esa noche

volvería a escribir con la velocidad 

de un delantero centro.


(Eso dijo de Joseph Roth su amigo Hermann Kesten

en el prefacio a la selección de sus cartas.)


Luego lo olvidamos, y la noche volvió a ser

noche de lotófagos, como lo son todas,

y al amanecer nos creció otra vez el cuerpo

y fuimos pesadamente reales, y constantes.


(Y sin embargo, quien se cruza con nosotros

advierte que nuestros pies se deslizan.)

martes, 9 de mayo de 2023

Sempervirens

(Hoy hace 65 años, el 9 de mayo de 1958, Vértigo se proyectó por primera vez. En San Francisco. Hitchcock, James Stewart y Kim Novak asistieron a la premiere. Para celebrar tan fausta efemérides he escrito este poema-relato en el que me paseo una vez más por ese laberinto de la película inagotable, de la mano de Judy, que un día fue Madeleine. O viceversa.)


El día que Judy Barton llegó a la ciudad fue a un cine,

era un cine de barrio, no había mucha gente, 

era una sesión a primera hora de la tarde,

ella estaba cansada, un poco triste, algo asustada,

miraba a la pantalla, pero no acababa de comprender la trama,

se había metido con la película empezada, y los personajes

parecían oficiar no se sabe qué ceremonia circular, y sus rostros

eran como máscaras que se iban intercambiando, hasta los nombres

tenían ortografías falsas: en cada lápida una doble t delataba la impostura.


Poco a poco, no obstante, fue entendiendo que estaba contemplando un sueño,

un sueño, quizás, de alguien que se parecía a ella

y entonces buscó una mano a la que agarrarse,

pero no había nadie en la butaca de al lado, sólo un par de filas más atrás

dos enamorados muy jóvenes se besaban, y a la derecha

un caballero obeso entrado en años dormitaba y roncaba a ratos.

Judy pensó en levantarse, pero tuvo la absurda idea de que su marcha

habría supuesto el fin de la película, incapaces los personajes

de seguir representando la historia en su ausencia,

se sintió culpable, se sintió responsable de esos gritos y sonrisas

que se iban prodigando cada vez con más desorden,

pero que de algún modo iban encontrando su justificación

en la mera repetición de su ritornelo.


Buscó en su bolso, no sabía muy bien qué, no desde luego el pintalabios,

apartó la carta, las fotos, siguió revolviendo, entonces sacó el anillo

y volvió a ponérselo en el dedo. Eso le calmó un poco, le parecía

que ya no necesitaba la mano de nadie y volvió a mirar la pantalla, más confiada.

La película había terminado, sin que ella hubiera visto el final,

pero volvió a comenzar inmediatamente, era una sesión continua.

Se fijó en los títulos de crédito, pero no, no reconocía a nadie,

ningún nombre le era familiar, y sin embargo... La primera secuencia

le alarmó: todo le parecía insoportablemente peligroso, se preguntó

si aún podía hacer algo, si podía marcharse y acabar con esa zozobra,

acabar con la condena de una proyección cíclica e interminable.


No lo hizo, se dejó llevar, fue disciplinada. Cuando el suelo se abrió bajo sus pies

no tuvo miedo, se arrojó a los brazos de la gravitación como a los de un amante,

y cuando de nuevo, en su butaca, escuchó la fanfarria del comienzo

tampoco se resistió y aceptó esa mecánica de vaivén sin rechistar.

Entonces entré yo al cine, en la pantalla un bosque de árboles enormes,

me senté junto a ella, sin decir nada y la tomé de la mano,

de la mano en la que no tenía el anillo.

sábado, 6 de mayo de 2023

Tierra (en tanto que no mar)

(Un texto, entre el relato y el poema, que compuse hace un par de años y recupero aquí. En las recurrencias del flâneur, el espacio, y no siempre, puede jugar a nuestro favor, pero el tiempo, y su madre la entropía, nos impiden el verdadero regreso. Lápiz aquel de niño que repasaba, calcando, las líneas del dibujo subyacente: ahora ya sabemos que no, que el grafito se dispersa, la lámina se arruga, se pierde en las mudanzas, se olvida en algún altillo. Así, acaso, lo que cabe es nadar, nadar el río que somos, donde las estaciones del trayecto se señalan con boyas, y así, al final, naufragar nos será dulce.)


Molo Audace, Trieste, diciembre de 2019. Transeúntes hacia el crepúsculo


Antes nadadores, ahora paseantes, y estamos perdidos.

FRANZ KAFKA

 

Se escribieron con tiza en el pavimento los números que identificaban ese viacrucis que se extendía por toda la ciudad, y que él recorría con trancos desiguales, topándose con los lugares en los que la liturgia prescribía los movimientos discontinuos y algo espasmódicos de ese ballet de la rememoración.

No ya besos, o manos que se entrelazan, acaso tan sólo un ángulo particular de visión, el callejón en que les asaltó, fugaz y simultáneamente, un pensamiento desalentado, o el fotomatón aquel que se tragó las monedas, condenándoles así a una aniconia ya irreparable.

El tiempo, las lluvias que algunos se huelgan en llamar pertinaces, el paso de tantos tacones por ese pavimento desgastado, han ido borrando los números, que ahora ya no hilan trayecto alguno, sino que de improviso se ofrecen, demediados e incongruentes, en esquinas inconexas.

Él, no obstante, sigue recogiendo las miguitas restantes, que le conducen a un extravío que juzga más cálido, por más que tan ineficiente como la pura deriva. De ese extravío se sabe ya habitante, no transeúnte, y se figura a salvo en él, mucho más a salvo, ay, que en el encuentro.

En las horas de más tristeza, una tristeza que siente físicamente posada sobre sus hombros, como una bandada de pájaros negros ominosamente silenciosos, él imagina que esos números se han grabado en placas que no se sabe qué servicios municipales de la memoria han distribuido diligentemente en las estaciones de su tránsito, sin que él lo advirtiera, entusiasmado como está en sus evocaciones.

Pero, aunque ese hecho imposible tuviera lugar, el itinerario ya no podría volver a realizarse nunca más del modo apropiado, y el ritual no volvería a ser operativo. No porque se haya producido la muerte de los protagonistas —en tal caso, el sendero conduciría certeramente a sus sepulcros—, sino porque, habiendo muerto ya una vez, resucitaron, y se calzaron un cuerpo que ya no guardaba ningún recuerdo de abrazos, y con sus nuevas bocas se limitaron desde entonces a declamar largas tiradas de versos que lo único que hacen es quitarle sitio a los besos.

Por eso, un día, él se detiene de pronto, mira a su alrededor, pensativo, comienza a desnudarse con parsimonia, y se arroja.