(Desde que los Talking Heads lo decidieron así, para mí, el Cielo es un bar, donde nunca pasa nada. He de decir, no obstante -no sé si ya he contado estas cosas aquí, es uno de mis temas recurrentes-, que la primera vez que escuché "Heaven" lo hice en la versión de mis veneradísimos Esclarecidos, esto es, en la voz de Cristina Lliso, que siempre cantaba con guantes. Allí, en castellano, el Cielo era igualmente un bar donde nunca pasaba nada, pero en ese bar, además, estaba la Arponera. Es a ese bar al que vuelvo una y otra vez en mis textos. En esta ocasión he partido de unas notas relativamente recientes para componer este relato-poema, dejándome llevar por las imágenes. Si os apetece, pues, vamos a tomar algo al bar del Cielo, a ver si llegamos a tiempo de oír al Nick Cave de "Der Himmel über Berlin", al lado de algún ángel.)
De los bajos fondos del cielo.
Debajo del cielo se oye el mar, un mar infestado de leviatanes que se deslizan moribundos, o quizá muertos ya, con la panza para arriba.
Sobre ese mar se cernía el espíritu en el Génesis: Dios, asomado a la barandilla, pensando en si arrojarse o no.
Nos sale a recibir, avejentado, con grandes ojeras. Su aliento apesta a alcohol.
Lleva una camisa negra y tirantes. Nos conduce a la sala de la ruleta.
En la pista de baile, Marlene Dietrich, ángel azul, baila un tango amarrada a un ángel negro.
La noche apenas comienza.
Algo más tarde vendrá a cantar Nick Cave, o eso se dice.
No siempre se presenta.
La luz le hiere, se arrepiente tanto de aquel fiat lux que le arrancó la desidia...
Es un Dios estrábico que nunca nos mira de frente, ni siquiera cuando nos sirve el agua de Leteo.
Lo único que le interesa es su colección de relojes, a los que da cuerda incesantemente.
Cuando, distraído u ocupado en atender al interminable flujo de parroquianos, olvida poner en hora alguno, se desencadenan los cataclismos, se extinguen las libélulas, se nos para el corazón en pleno beso.
Fue una masacre lentísima, concienzuda.
Yo sí recuerdo los hilos de sangre y el amasijo de plumas y cuerpos hediondos en los grandes contenedores del patio del bar del Cielo, donde se aburre, junto al aljibe, la tortuga borgiana a la que Aquiles no pudo derrotar.
Por eso, cuando llegó el momento, ya no hubo ni una paloma para representar al Espíritu Santo.
Mira: los muchos hijos de Dios, que pululan por los rincones en busca de monedas perdidas, de chapas, de mondadientes.
Mira: las alas empapadas de ojos de los serafines, que nos vigilan.
Vámonos, corre, aún estamos a tiempo.
Todo es inútil.
De la noche se pasa a la noche, sin concurso de día alguno (¿qué día sería posible en este antro?) y el bar reabre otra vez.
Y Dios, por una vez, se quita las gafas y nos mira a la cara con uno de sus ojos, mientras con el otro busca en vano la verja del Paraíso.