(Hoy hace 65 años, el 9 de mayo de 1958, Vértigo se proyectó por primera vez. En San Francisco. Hitchcock, James Stewart y Kim Novak asistieron a la premiere. Para celebrar tan fausta efemérides he escrito este poema-relato en el que me paseo una vez más por ese laberinto de la película inagotable, de la mano de Judy, que un día fue Madeleine. O viceversa.)
El día que Judy Barton llegó a la ciudad fue a un cine,
era un cine de barrio, no había mucha gente,
era una sesión a primera hora de la tarde,
ella estaba cansada, un poco triste, algo asustada,
miraba a la pantalla, pero no acababa de comprender la trama,
se había metido con la película empezada, y los personajes
parecían oficiar no se sabe qué ceremonia circular, y sus rostros
eran como máscaras que se iban intercambiando, hasta los nombres
tenían ortografías falsas: en cada lápida una doble t delataba la impostura.
Poco a poco, no obstante, fue entendiendo que estaba contemplando un sueño,
un sueño, quizás, de alguien que se parecía a ella
y entonces buscó una mano a la que agarrarse,
pero no había nadie en la butaca de al lado, sólo un par de filas más atrás
dos enamorados muy jóvenes se besaban, y a la derecha
un caballero obeso entrado en años dormitaba y roncaba a ratos.
Judy pensó en levantarse, pero tuvo la absurda idea de que su marcha
habría supuesto el fin de la película, incapaces los personajes
de seguir representando la historia en su ausencia,
se sintió culpable, se sintió responsable de esos gritos y sonrisas
que se iban prodigando cada vez con más desorden,
pero que de algún modo iban encontrando su justificación
en la mera repetición de su ritornelo.
Buscó en su bolso, no sabía muy bien qué, no desde luego el pintalabios,
apartó la carta, las fotos, siguió revolviendo, entonces sacó el anillo
y volvió a ponérselo en el dedo. Eso le calmó un poco, le parecía
que ya no necesitaba la mano de nadie y volvió a mirar la pantalla, más confiada.
La película había terminado, sin que ella hubiera visto el final,
pero volvió a comenzar inmediatamente, era una sesión continua.
Se fijó en los títulos de crédito, pero no, no reconocía a nadie,
ningún nombre le era familiar, y sin embargo... La primera secuencia
le alarmó: todo le parecía insoportablemente peligroso, se preguntó
si aún podía hacer algo, si podía marcharse y acabar con esa zozobra,
acabar con la condena de una proyección cíclica e interminable.
No lo hizo, se dejó llevar, fue disciplinada. Cuando el suelo se abrió bajo sus pies
no tuvo miedo, se arrojó a los brazos de la gravitación como a los de un amante,
y cuando de nuevo, en su butaca, escuchó la fanfarria del comienzo
tampoco se resistió y aceptó esa mecánica de vaivén sin rechistar.
Entonces entré yo al cine, en la pantalla un bosque de árboles enormes,
me senté junto a ella, sin decir nada y la tomé de la mano,
de la mano en la que no tenía el anillo.
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