(Frecuentemente he utilizado los mitos, clásicos o cristianos, como punto de partida de relatos u otros proyectos literarios. La riqueza simbólica que contienen esos mitos, acendrados, perfectos en su concisión, pero abiertos a un abismo de interpretaciones y resonancias, me parece extremadamente sugerente. De entre ellos, la resurrección de Lázaro, como ya se ha visto en este blog en alguna ocasión, llegó a obsesionarme, sobre todo por la gratuidad infinita del gesto, ya que Lázaro, de todos modos, acabaría muriendo, en algún otro lugar, pasados algunos años, lejos ya del Maestro, que habría sido crucificado poco después. El poema de Cernuda, el relato de Andréiev y otras fuentes me inspiraron mi propio microrrelato sobre la resurrección, que ya he mostrado aquí, y todo un ciclo de textos que giraban en torno a esa especie de resurrección reversible y compulsiva, a la ruleta en la que Lázaro alternaba sus estados de vivo y muerto, protagonista involuntario de un plan que le excedía con mucho. La iconografía de la resurrección es muy abundante y también hay en ella aspectos que merecerían más comentario, pero que obviamente exceden las posibilidades del blog.
Todo esto que he dicho es verdad, y sin embargo sólo indica el substrato del relato, el punto de partida de la escenografía. Lo que constituye la verdadera extrañeza de la narración, que sería su principal valor, si lo tiene, es sin embargo una imagen. La imagen de un perro en un paisaje desértico que no puede ser otro que el de Goya, otro de los protagonistas de mi literatura, al menos hace unos años. Algo, o mucho, pues, hay de escritura automática en este texto, y al releerlo hoy me ha recorrido el mismo escalofrío que cuando lo escribí: el escalofrío de saber que hay Otro que escribe nuestras mejores páginas.
El relato es, no obstante, antiguo, y corresponde a una etapa, creo, superada en mi literatura. Compartirlo aquí es quizá compartir esa extrañeza, difundir ese escalofrío, complacer al Otro, generar, en suma, una hermandad entre los que sabemos que las cosas siempre son de otro modo.)
Y
salió el muerto, atados con vendas las manos y los pies, y la cara envuelta en
un sudario.
Jn.,
11, 44
Quise cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra
LUIS CERNUDA
Cuando finalmente llegamos junto al sepulcro, el taumaturgo se
plantó, rígido, ante él y no dijo nada. Cerró los ojos e hizo un gesto
brevísimo con la mano, una especie de movimiento lateral, como de apertura.
Aparentemente obedeciéndole, la piedra que cerraba la cueva cayó a un lado con
estrépito.
Entonces, corriendo de su interior, deslumbrado, desorientado,
salió de la tumba un perro. Un perro no muy grande, de color de arena, que
ninguno conocía. Sorprendidos, algunos se asomaron al interior de la cueva,
donde habíamos depositado a mi hermano Lázaro ya iba para cuatro días. Marta y
yo, agarradas la una a la otra, sin saber qué hacer o qué decir, esperábamos
que alguien nos diera razón del hermano, mientras el sanador, visiblemente
agotado, se había echado a un lado y también parecía esperar, con la cabeza en
las manos, sentado sobre la piedra que tapaba el sepulcro, algún desenlace.
Lo que nos dijeron los que habían entrado a la tumba fue lo
siguiente: “Marta, no hay restos de Lázaro por ningún lado. María: no se ven
las vendas que cubrían su cuerpo. Hermanas, no sabemos qué ha sido de vuestro
hermano.”
El perro, mientras, se había quedado también parado, un poco
alejado del grupo que formábamos, pero sin animarse a irse en ninguna dirección
concreta.
Miré al Maestro con estupor, y con miedo: “Señor, no comprendo tu milagro”, le grité, pero él no me respondió nada. Ni siquiera alzó la cabeza hacia mí.
Marta, entonces, corrió hacia el perro y lo agarró. Él se revolvía,
pero ella lo acariciaba y acabó por tranquilizarle. Los hombres le pidieron al
sanador que se levantara de la piedra del sepulcro, porque querían volver a
taparlo. Su boca abierta, sin ningún cuerpo dentro, les parecía nefanda.
Marta se acercó a mí. Había improvisado una correa para el perro
con su ceñidor y tironeaba de él, que no quería llegar tan cerca de la tumba.
“Hermana, el perro está bien, parece alimentado, no tiene parásitos, sólo está
un poco inquieto. De ningún modo ha podido estar en la tumba cuatro días.”
“Sí”, le contesté, sin saber muy bien lo que decía, “y si se hubiera comido a
Lázaro estarían por ahí esparcidos sus huesos, y las vendas…”. Entonces, el
Maestro pasó a mi lado, y sentí un escalofrío enorme en el mediodía ardiente en
que nos encontrábamos. El frío emanaba de él. No dijo nada, seguía sin decir
nada y le increpé otra vez.
“Señor, ¿quién es este perro? ¿Es el alma de mi hermano? ¿Es su
cuerpo resucitado?”. Él se detuvo un momento y me espetó, secamente: “¿No te he
dicho que si creías, verías la gloria de Dios?”, y se volvió, para no detenerse
ya más.
Marta me cogió del brazo y, arrastrando el perro, nos marchamos a
casa. Allí busqué un cuenco para dar de beber al pobre animal, que estaba
muerto de sed, y él bebió mucho rato, moviendo la cola, y se dejó acariciar por
mí, mientras mi hermana empezaba a preparar la comida.
“Nos cuidará la casa, ¿verdad, Marta? Es un buen perro. Tenemos que
pensar qué nombre le ponemos”, y ella sonrió y me dijo: “vamos, que ya está la
comida”, y yo cogí un poco de mi plato y se lo di al perro, que me miraba desde
el rincón con sus ojos de perro.
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