Sí, la casa de
mis padres era el lugar de mi suicidio.
ANGÉLICA
LIDDELL, Dicen que Nevers es más triste
1.
Osamu Dazai (o, para
ser más exactos, aplicando el uso japonés de anteponer el apellido al nombre,
Dazai Osamu) intentó suicidarse por primera vez el 10 de diciembre de 1929, a
los veinte años, tomando pastillas. Para entonces estaba ya entregado a la mala
vida desde el punto de vista de su adinerada familia: alcohol, prostitutas
y marxismo. Esa misma familia no consintió su matrimonio con la geisha con
la que convivía, aunque siguió financiándole sus (supuestos) estudios
universitarios de literatura francesa en la muy selecta Universidad Imperial de
Tokio, a cuyas clases se jactaba de no haber acudido una sola vez en cinco
años.
2.
Para su segundo
intento de suicidio, Dazai se hizo acompañar de una camarera de sólo 17 años,
Shimeko Tanabe, en octubre de 1930. El método elegido fue el ahogamiento en el
mar, tras haber ingerido una buena cantidad de somníferos. Shimeko sí que
murió, pero Osamu fue rescatado y eludió posteriormente, gracias a su poderosa
familia, cualquier responsabilidad penal por la muerte de la joven. Alejado
finalmente de los estudios, comenzando una carrera literaria que tardó en
cuajar, el suicida vocacional que era Dazai, lo intentó por tercera vez el 19
de marzo de 1935, ahorcándose, acaso recordando la Balada de su admirado
François Villon. Tampoco funcionó. La cuerda se rompió.
3.
El éxito literario
le llegó a Dazai. Para entonces ya era adicto a la morfina y otros medicamentos
y alcohólico y había organizado un suicidio conjunto con su mujer por ingesta
de somníferos, que tampoco resultó. Luego vino la guerra, y la derrota, y tras
ellas Dazai escribió sus mejores obras, como Indigno de ser humano. No
le quedaba ya mucho por vivir, su vocación suicida acabó imponiéndose. El 13 de
junio de 1948, poco antes de que Dazai cumpliera los 39 años, se arrojó, junto
con su compañera Tomei Yamazaki, viuda de guerra y peluquera, a un canal del
río Tama, en los suburbios de Tokio, que llevaba mucho caudal en esa estación
de las lluvias. Esta vez funcionó. Ambos murieron. El cadáver de Dazai no se
recuperó hasta el 19 de junio, el día de su cumpleaños. La fama póstuma del
escritor se hizo tremenda y los 19 de junio los fieles se agolpan en su tumba y
le hacen ofrenda de alcohol y cigarrillos.
4.
Sobre esa tumba, en
el templo de Zenrinji, en los alrededores de Tokio, se abrió las venas, tras
haber ingerido somníferos y bebido mucho, el 3 de noviembre de 1949, Hidemitsu
Tanaka, a los 36 años. Tanaka era discípulo de Dazai y compartía sus
adicciones. La noticia del suicidio del maestro le golpeó y decidió arrojarse
al mismo canal para perder la vida allí, pero fue rescatado. Un niño descubrió
el cuerpo agonizante de Tanaka, cuyas últimas palabras a los médicos que
intentaban en vano salvarle la vida fueron mátenme, perdónenme.
5.
Al igual que le
ocurrió a Tanaka, en su día, a Dazai, el suicidio de un escritor al que
admiraba también le afectó notablemente. Se trataba de Ryunosuku Akutagawa,
quien, a los 35 años, el 24 de julio de 1927, se quitó la vida por sobredosis
de barbitúricos en Tokio. Mucho mayor que todos estos escritores, que no
alcanzaron la cuarentena, la gloria nacional, primer Premio Nobel de
Literatura japonés, Yasunari Kawabata, murió el 16 de abril de 1972, a los 72
años, intoxicado por el gas mientras tomaba un baño, aunque hay quien afirma
que tal muerte podría haber sido accidental. Y, por supuesto, Yukio Mishima, de quien
ya hemos hablado aquí en alguna ocasión, se suicidó según el ritual del seppuku
el 25 de noviembre de 1970 (el martes hará 55 años) tras su frustrado
asalto, junto con sus compañeros del grupo paramilitar Sociedad del Escudo, al
Cuartel General de las Fuerzas de Autodefensa en Tokio. Mishima tenía en el
momento de su muerte 45 años.
6.
Dazai, Akutagawa,
Kawabata, Mishima, cuatro de los mayores y más influyentes escritores del siglo
XX japonés murieron, pues, por su propia mano. En una cultura que tiene una
relación tan particular con la muerte, este hecho no puede dejar de ser
significativo. Entrar aquí en reflexiones sobre los motivos profundos de esa
tendencia, o en valoraciones sobre cada caso particular, está fuera de las
pretensiones de esta entrada, pero al mismo tiempo es algo que no cabe ignorar.
El suicidio es, podríamos decir haciendo una boutade, una enfermedad
profesional de los escritores y las escritoras. Hubo un tiempo en que mi curiosidad
(que tanta gente tildaría de morbosa, pero que tiene connotaciones muy
profundas) me llevó a coleccionar nombres de suicidas y procedimientos
de suicidio. Llegué a concebir incluso un proyecto literario que incluía un herbario
de suicidas y que se centraba en París, lugar de muchas muertes. Y entonces
llegó Angélica.
7.
Los lectores de este
blog, que no son tantos, pero son muy selectos y fieles, recordarán sin
duda mi relación tan particular con Angélica
Liddell. No les extrañará, por tanto, que hiciera todo lo posible en su
momento para garantizar mi presencia en el acontecimiento que tuvo lugar ayer,
sábado 22 de noviembre, antes del alba en Salt, Girona, es decir, el
estreno mundial de la última obra de la Gran Papesa, Seppuku, el funeral de
Mishima, o el placer de morir. No fue fácil, nunca lo es. Tras meses de
espera, el tensísimo momento en el que se ponen a la venta las entradas en la aplicación (no
soporto el procedimiento, casi me gustaría volver a las colas de toda la noche
junto a la taquilla de mi juventud) condujo a un breve instante de felicidad
absoluta, que los dioses, la presteza de mis dedos y la inusitada fortaleza de
mi conexión con la plataforma de venta, me concedieron. Fui un privilegiado.
Cuatro minutos tardaron en agotarse las entradas para esa función y la del día
siguiente, hoy.
8.
Es bien cierto que
el Teatre de Salt es pequeño, y que una buena parte de las localidades estaba
copada por prensa y programadores, por no hablar de que había habido una preventa para
diversos mecenas y gente registrada. El resultado fue que cuando entré en la aplicación
había disponibles apenas un par de filas arriba del todo. Y menos mal. Así
pues, allí, en la fila 14, un número que es muy significativo para mí, pude
ubicarme yo a las cinco y pico de la mañana del sábado, para la función que iba
a empezar a las 5.45. A la salida nos esperaba la aurora. Pero teníamos que
atravesar la noche.
9.
La logística, pues,
no fue sencilla. Tren a Girona, que es uno de mis lugares favoritos del planeta,
y que pude volver a recorrer fugazmente la tarde muy fría del viernes. Hotel en
Salt, pero en uno de esos no lugares copados por grandes naves y Mercadonas de
extrarradio. A quince minutos del teatro por grandes vías desiertas y rotondas.
Recorrí ese camino la noche de antes, para comprobar distancias e itinerarios.
Llegué a la plaza donde está el teatro, le hice una foto al cartel. Era al día
siguiente, pero un día siguiente apenas comenzado, así que a esa vigilia
nocturna le quedaban sólo algunas horas que intentaron ser de sueño. Volví a
revisitar la película de Paul Schrader, no la terminé, me forcé a acostarme. A
las cuatro de la mañana (las cuatro ya son de la mañana, las tres son todavía
de la madrugada, me parece) sonaron, casi simultáneamente, el despertador de mi
móvil y la llamada de la recepción que había pedido. Me desperté completamente
despejado. Dispuesto. A lo que viniera.
10.
Curiosamente, hacía
menos frío que la noche de antes. Anduve el kilómetro y algo. Llegué muy pronto
al teatro, como llego siempre muy pronto a los sitios. No se podía entrar a la
sala, pero sí a la cafetería, que ya estaba llena de gente entonces. Era un
extraño ambiente de after hours invertido, un before hours. Me
encontré con gente que conozco de otros akelarres anteriores, miembros
de la familia angélica. Tenía muchas ganas. Entramos en la sala, es muy
pequeña, verdaderamente. A pesar de estar arriba del todo estaba en realidad
muy cerca del escenario, que mostraba una decoración mínima. Una pared dorada,
una pasarela, una plataforma blanca, algunos pequeños elementos escénicos a mi derecha.
Me senté, nos sentamos. Esperamos aún unos minutos más, los últimos de la gran
espera. Teníamos muchas ganas.
11.
Ya he hablado por aquí
de la fascinación que me lleva produciendo desde la juventud más lejana el
suicidio ritual de Mishima, de la relación de admiración ambivalente que tengo
con el escritor japonés. Un día, en una de esas cosas que me pasan con
Angélica, en una firma en la librería Rafael Alberti de Madrid (no aquella en la que fui
bautizado como Agustín Liddell, me parece, otra anterior, en la que se
firmaba Kuxmmannsanta) escuché cómo Angelica le decía antes a Lola, de la
librería, hablando de libros, que lo siguiente era Mishima, pero que de Mishima
ya lo tenía todo, desde su juventud. Ahí tuve, en primicia, la primera
noticia de Seppuku. Desde ahí estaba esperando. Tenía muchas ganas.
12.
Cuando uno ha
decidido, si es que uno decide esas cosas, formar parte de un culto,
como yo decidí ingresar en esta especie de secta de la Gran Papesa, siempre
corre el riesgo de perder toda capacidad crítica. Puesto que uno ha apostado
por sus afinidades electivas, ha conectado a niveles profundos con una
creadora, es fácil que eso le impida realmente apreciar en su justa medida la
grandeza o miseria, si la hubiera, de la obra que esa creadora desarrolla. Mi
acercamiento, por otro lado, a la literatura, y también a las artes en general,
pivota, a veces en exceso, sobre mi parte más racional, ésa que me vino
hipertrofiada de serie y que además cultivé hasta la extenuación durante mis
largas décadas de desempeño como científico. Esa razón puede obnubilarse, puede
trampear los juicios estéticos. Admitido. Soy un feligrés rendido a los pies de
Angélica. No esperen de mí un análisis. Se trata de otra cosa, en realidad. Se
trata de la emoción.
13.
Emoción es una palabra compleja para mí.
No porque no sea una persona emotiva, acaso lo soy en exceso. Pero, por eso
mismo, desde mi más remota infancia de niño nacido en los 60 y crecido y
educado en los 70, en aquella España, me cuidé muy mucho de ocultar esas propensiones,
consideradas tan poco masculinas. La "emoción" estética que produce una
obra es una cosa que en mi caso va también, como todo lo demás, muy gobernada
por la razón. Me cuesta la pura contemplación, una contemplación que se me
lleve por delante, que me anule ante la belleza, siempre hay una cabeza que se
resiste a quitarse de en medio, que se obstina en establecer asociaciones,
jerarquías, en revestir de palabras todo (esas palabras que no cesan de salir
de nuestras bocas, Angélica), en pensar por anticipado en cómo registraré eso
en un cuaderno, cómo lo contaré a quien me quiera escuchar, cómo lo escribiré
aquí en el blog. La emoción, la de verdad, la de la mayúscula, la que conmociona, destroza,
parte en dos, se anuda a la garganta, se enseñorea del pecho y lo
siembra de sollozos, es territorio vedado en general, no la dejo, no me dejo.
14.
Por eso, cuando
ocurre, cuando inevitablemente ocurre, sin dique alguno que oponer, es algo
devastador, extrañamente gozoso, intolerablemente perturbador, algo memorable,
es decir, algo de lo que es preciso dejar memoria, almacenar en esos lugares
privilegiados que dan cabida a algunos, pocos, instantes vividos que no se
parecen a otros. Angélica Liddell, a la que admiro con mi parte racional, a
la que le reconozco virtudes literarias y artísticas fuera de lo común, quien
me produce emoción estética, quien me interesa, me interesa mucho, y eso hace que la
siga por la geografía, sobre todo, además de todo eso, me destroza, entra
como un bisturí en mi cerebro y en mis tripas, arrasa con todas mis defensas,
me toca donde más me duele, donde más placer me produce, donde más miedo me da,
donde soy más yo, donde soy más nada, dónde estoy sin recordar que
estoy, donde no puedo presentar batalla. Y ahí, en esos momentos, que no
siempre ocurren, que a lo largo de una representación pueden ir y venir, que en
las lecturas comparecen o no, ahí, cuando estoy a su merced, todo encuentra su
sentido, todo queda justificado, todo se comprende y escucho a
Angélica. La escucho. No creas que nadie te escucha, Angélica. Yo, por lo
menos, lo hago.
15.
Seppuku es un acontecimiento de gran
relevancia, nadie dudaba de eso. En él hay todo lo que cabe esperar de una
propuesta liddelliana. Todo está perfectamente orquestado, los actores
de los que se rodea son absolutamente excelentes, deslumbrantes. Ella se
arriesga, no ceja en su empeño de ir más lejos. Todo es de una belleza a ratos
difícil de soportar. Ninguna de esas cosas, siendo tan raras, siendo tan
difíciles de encontrar, nos sorprenden ya (y debería, deberíamos recordar
siempre que todo esto es excepcional) a los habituados, a los adictos a
Angélica. Cada una de esas cosas justificaría por sí misma el viaje o el
madrugón, por supuesto. Pero, si sólo fuera eso, mi gobierno no se vería
trastocado, no habría revolución en mi interior, el cerebro izquierdo, o el del
lado que sea, se volvería sonriendo y diría: qué grande es, qué bien ha estado,
y desgranaría sus razones. No, no es sólo eso. Por eso, en buena medida, en
estas cosas de las que no se puede hablar es mejor callar, y lo que pueda
escribir en los próximos párrafos (que no sé lo que es, nunca sé lo que es) es,
de antemano, algo fallido.
16.
Cada uno lo siente a
su manera, a cada uno le habrán pasado cosas diferentes, cada uno señalaría
otros momentos, que los hubo, bellísimos, como el teatro Nô, con su
pluma roja, la danza del increíble Ishiro Sugae, la lectura y escenificación de
Patriotismo, la extracción de sangre, tantos momentos que no quiero
desgranar, pues es de esperar que el espectáculo se repita, que se pueda volver
a ver de nuevo y lo mejor es ir lo más virgen posible, como yo fui la mañana
del 22, antes del alba. Para mí, y seguro que para mucha gente más, fue el
homenaje a los difuntos. Y yo sabía que eso estaría en la obra, porque había
leído el documento en que la compañía solicitaba a quien quisiera prendas de
vestir de algún ser querido que hubiera fallecido. Es decir, mi parte racional
estaba preparada, pero ahí, fue ahí, cuando la Emoción tomó el control, cuando
brotaron las lágrimas, como me brotan ahora, mientras escribo esto, en el tren
de vuelta de Barcelona a Madrid.
17.
Angélica, desnuda,
recibe la ropa que respetuosamente le van entregando Ishiro y Kazan
Tachimoto, y se la pone, leyendo los nombres de las personas de quienes
procede, el modo en que murieron, la fecha, la edad. Entonces, Angélica recita
un breve poema, un jisei, compuesto para cada uno. En una ocasión, para
una pareja de personas mayores, mientras porta la chaqueta de él, una prenda
interior de ella. Van viniendo más prendas, se repite el ritual, se recitan
nuevos poemas, dedicados a la gente común, proporcionando un memorial
que me hizo evocar a los retratos fúnebres de El Fayoum, otra de esas cosas que
disparan mi Emoción. Esas prendas fueron la ropa de mis padres que guardé
tantos años en el trastero, que seguramente contiene algunas cosas suyas todavía.
Entre los nombres que iba desgranando la oficiante, en mi cabeza, ya
definitivamente tomada por las fuerzas caóticas de la Emoción, bien podía escuchar los
suyos, que murieron al mismo tiempo que los padres de Angélica, que entendería
tan bien lo que sentí.
18.
Y entre los nombres
pude escuchar también el mío, el que comparte apellidos con Angélica, la vi
colocándose, no sé, alguna de mis camisetas, acaso ésta que llevo hoy debajo
del jersey, que muestra la primera frase de la Recherche. Algo íntimo,
pero no sórdido, algo que es entrañable, y es, como lo son las entrañas,
orgánico, algo que no cabe mostrar, que bien se cuida la piel de no revelar,
pero que está ahí, sabiendo de lo que se habla en verdad, escuchando,
comprendiendo. El signo de la Emoción, el nudo en la garganta, un nudo que
era también aquel del que hablaba Angélica al comenzar, ése que iba a ser el de
su ahorcamiento, previsto y prefigurado en las fotos, iba apretándose.
19.
Cuando saltaron mis
lágrimas, y también las de ella, fue ahí, al final de ese acto de
hermanamiento entre los vivos y los muertos a través del amor y el recuerdo.
Angélica se situó calladamente en la parte delantera del escenario, y prendió
dos pequeños cuencos dorados que estaban ahí desde el principio, esperando el
punto adecuado de la ceremonia. Entonces nos dijo que lo que había allí eran
las cenizas de sus padres, que lo que estaba ardiendo eran los restos del
cuerpo de sus padres, de esos padres que murieron al tiempo de los míos, y ese
humo que se elevaba en cada esquina del escenario era una presencia, un
espíritu que ella se afanaba en abrazar, en besar, rodeándolo con sus brazos en
una danza amorosa y desoladora, durante unos minutos de una intensidad como yo
he vivido pocas veces, y mucho menos en público. Me hicieron mucho, mucho bien,
esas lágrimas, y eso es algo que nunca agradeceré lo bastante a Angélica.
20.
Cuando salí e
intentaba comentar lo visto con los compañeros de la religión angélica
(los que estábamos arriba, los que nos levantamos a aplaudir
interminablemente), mi lado racional había tomado ya el control hacía tiempo,
pero, cuando me refería a esa parte, se me quebraba la voz. Y hasta me
entrevistó una reportera de Catalunya Radio que andaba por allí
recogiendo testimonios. No lo he oído, pero es posible que mi voz tiemble.
Ahora, callado, en el tren, temblaría igualmente, y mis ojos siguen húmedos.
Eso es lo que puedo decir, y no se parece ni por asomo a lo que fue, porque lo
que fue no se puede explicar, como no se puede explicar que justo ahora, justo
en este preciso instante, en mis auriculares suene La yugular de
Rosalía, y justamente sea esa parte exacta, esa parte del pintalabios
que ocupa el cielo, que hace que se me salten las lágrimas cada vez que la
oigo, y cuando estas cosas, que no pueden programarse ni prepararse, pasan, uno
entiende que, a pesar de todo, hay alguna posibilidad, que en los años que me
quedan, que van siendo menos, habrá otras aperturas, habrá otros
vislumbres, habrá otros instantes vertiginosos de una felicidad paradójica,
pues viene de la mano del dolor, como del dolor vienen, al cabo, todas las
cosas.
y 21.
Pido el fin de
la vida, repite
Angélica en su letanía, y nos explica por qué es preciso el final de la vida. Y
entonces, conmovedoramente, nos dice: os lo llevo diciendo mucho tiempo, os lo
llevo diciendo desde siempre. Pero no me entendéis. No me escucháis. Yo te
entiendo, yo te escucho, Angélica, ya lo ves. Yo lloro al mismo tiempo que tú.
No sé si te servirá de algo, o si algún día leerás esto, pero, para lo que
valga, aquí lo dejo, mientras avanza mi tren de vuelta a Madrid desde un Japón
extraño, de este lado del alba ya, y con el vientre rajado en dos por tu
espada.