domingo, 23 de noviembre de 2025

El placer de morir


  

Sí, la casa de mis padres era el lugar de mi suicidio.

ANGÉLICA LIDDELL, Dicen que Nevers es más triste

 

1.

Osamu Dazai (o, para ser más exactos, aplicando el uso japonés de anteponer el apellido al nombre, Dazai Osamu) intentó suicidarse por primera vez el 10 de diciembre de 1929, a los veinte años, tomando pastillas. Para entonces estaba ya entregado a la mala vida desde el punto de vista de su adinerada familia: alcohol, prostitutas y marxismo. Esa misma familia no consintió su matrimonio con la geisha con la que convivía, aunque siguió financiándole sus (supuestos) estudios universitarios de literatura francesa en la muy selecta Universidad Imperial de Tokio, a cuyas clases se jactaba de no haber acudido una sola vez en cinco años.

 

2.

Para su segundo intento de suicidio, Dazai se hizo acompañar de una camarera de sólo 17 años, Shimeko Tanabe, en octubre de 1930. El método elegido fue el ahogamiento en el mar, tras haber ingerido una buena cantidad de somníferos. Shimeko sí que murió, pero Osamu fue rescatado y eludió posteriormente, gracias a su poderosa familia, cualquier responsabilidad penal por la muerte de la joven. Alejado finalmente de los estudios, comenzando una carrera literaria que tardó en cuajar, el suicida vocacional que era Dazai, lo intentó por tercera vez el 19 de marzo de 1935, ahorcándose, acaso recordando la Balada de su admirado François Villon. Tampoco funcionó. La cuerda se rompió.

 

3.

El éxito literario le llegó a Dazai. Para entonces ya era adicto a la morfina y otros medicamentos y alcohólico y había organizado un suicidio conjunto con su mujer por ingesta de somníferos, que tampoco resultó. Luego vino la guerra, y la derrota, y tras ellas Dazai escribió sus mejores obras, como Indigno de ser humano. No le quedaba ya mucho por vivir, su vocación suicida acabó imponiéndose. El 13 de junio de 1948, poco antes de que Dazai cumpliera los 39 años, se arrojó, junto con su compañera Tomei Yamazaki, viuda de guerra y peluquera, a un canal del río Tama, en los suburbios de Tokio, que llevaba mucho caudal en esa estación de las lluvias. Esta vez funcionó. Ambos murieron. El cadáver de Dazai no se recuperó hasta el 19 de junio, el día de su cumpleaños. La fama póstuma del escritor se hizo tremenda y los 19 de junio los fieles se agolpan en su tumba y le hacen ofrenda de alcohol y cigarrillos.

 

4.

Sobre esa tumba, en el templo de Zenrinji, en los alrededores de Tokio, se abrió las venas, tras haber ingerido somníferos y bebido mucho, el 3 de noviembre de 1949, Hidemitsu Tanaka, a los 36 años. Tanaka era discípulo de Dazai y compartía sus adicciones. La noticia del suicidio del maestro le golpeó y decidió arrojarse al mismo canal para perder la vida allí, pero fue rescatado. Un niño descubrió el cuerpo agonizante de Tanaka, cuyas últimas palabras a los médicos que intentaban en vano salvarle la vida fueron mátenme, perdónenme.

 

5.

Al igual que le ocurrió a Tanaka, en su día, a Dazai, el suicidio de un escritor al que admiraba también le afectó notablemente. Se trataba de Ryunosuku Akutagawa, quien, a los 35 años, el 24 de julio de 1927, se quitó la vida por sobredosis de barbitúricos en Tokio. Mucho mayor que todos estos escritores, que no alcanzaron la cuarentena, la gloria nacional, primer Premio Nobel de Literatura japonés, Yasunari Kawabata, murió el 16 de abril de 1972, a los 72 años, intoxicado por el gas mientras tomaba un baño, aunque hay quien afirma que tal muerte podría haber sido accidental. Y, por supuesto, Yukio Mishima, de quien ya hemos hablado aquí en alguna ocasión, se suicidó según el ritual del seppuku el 25 de noviembre de 1970 (el martes hará 55 años) tras su frustrado asalto, junto con sus compañeros del grupo paramilitar Sociedad del Escudo, al Cuartel General de las Fuerzas de Autodefensa en Tokio. Mishima tenía en el momento de su muerte 45 años.

 

6.

Dazai, Akutagawa, Kawabata, Mishima, cuatro de los mayores y más influyentes escritores del siglo XX japonés murieron, pues, por su propia mano. En una cultura que tiene una relación tan particular con la muerte, este hecho no puede dejar de ser significativo. Entrar aquí en reflexiones sobre los motivos profundos de esa tendencia, o en valoraciones sobre cada caso particular, está fuera de las pretensiones de esta entrada, pero al mismo tiempo es algo que no cabe ignorar. El suicidio es, podríamos decir haciendo una boutade, una enfermedad profesional de los escritores y las escritoras. Hubo un tiempo en que mi curiosidad (que tanta gente tildaría de morbosa, pero que tiene connotaciones muy profundas) me llevó a coleccionar nombres de suicidas y procedimientos de suicidio. Llegué a concebir incluso un proyecto literario que incluía un herbario de suicidas y que se centraba en París, lugar de muchas muertes. Y entonces llegó Angélica.

 

7.

Los lectores de este blog, que no son tantos, pero son muy selectos y fieles, recordarán sin duda mi relación tan particular con Angélica Liddell. No les extrañará, por tanto, que hiciera todo lo posible en su momento para garantizar mi presencia en el acontecimiento que tuvo lugar ayer, sábado 22 de noviembre, antes del alba en Salt, Girona, es decir, el estreno mundial de la última obra de la Gran Papesa, Seppuku, el funeral de Mishima, o el placer de morir. No fue fácil, nunca lo es. Tras meses de espera, el tensísimo momento en el que se ponen a la venta las entradas en la aplicación (no soporto el procedimiento, casi me gustaría volver a las colas de toda la noche junto a la taquilla de mi juventud) condujo a un breve instante de felicidad absoluta, que los dioses, la presteza de mis dedos y la inusitada fortaleza de mi conexión con la plataforma de venta, me concedieron. Fui un privilegiado. Cuatro minutos tardaron en agotarse las entradas para esa función y la del día siguiente, hoy.

 

8.

Es bien cierto que el Teatre de Salt es pequeño, y que una buena parte de las localidades estaba copada por prensa y programadores, por no hablar de que había habido una preventa para diversos mecenas y gente registrada. El resultado fue que cuando entré en la aplicación había disponibles apenas un par de filas arriba del todo. Y menos mal. Así pues, allí, en la fila 14, un número que es muy significativo para mí, pude ubicarme yo a las cinco y pico de la mañana del sábado, para la función que iba a empezar a las 5.45. A la salida nos esperaba la aurora. Pero teníamos que atravesar la noche.

 

9.

La logística, pues, no fue sencilla. Tren a Girona, que es uno de mis lugares favoritos del planeta, y que pude volver a recorrer fugazmente la tarde muy fría del viernes. Hotel en Salt, pero en uno de esos no lugares copados por grandes naves y Mercadonas de extrarradio. A quince minutos del teatro por grandes vías desiertas y rotondas. Recorrí ese camino la noche de antes, para comprobar distancias e itinerarios. Llegué a la plaza donde está el teatro, le hice una foto al cartel. Era al día siguiente, pero un día siguiente apenas comenzado, así que a esa vigilia nocturna le quedaban sólo algunas horas que intentaron ser de sueño. Volví a revisitar la película de Paul Schrader, no la terminé, me forcé a acostarme. A las cuatro de la mañana (las cuatro ya son de la mañana, las tres son todavía de la madrugada, me parece) sonaron, casi simultáneamente, el despertador de mi móvil y la llamada de la recepción que había pedido. Me desperté completamente despejado. Dispuesto. A lo que viniera.

 

10.

Curiosamente, hacía menos frío que la noche de antes. Anduve el kilómetro y algo. Llegué muy pronto al teatro, como llego siempre muy pronto a los sitios. No se podía entrar a la sala, pero sí a la cafetería, que ya estaba llena de gente entonces. Era un extraño ambiente de after hours invertido, un before hours. Me encontré con gente que conozco de otros akelarres anteriores, miembros de la familia angélica. Tenía muchas ganas. Entramos en la sala, es muy pequeña, verdaderamente. A pesar de estar arriba del todo estaba en realidad muy cerca del escenario, que mostraba una decoración mínima. Una pared dorada, una pasarela, una plataforma blanca, algunos pequeños elementos escénicos a mi derecha. Me senté, nos sentamos. Esperamos aún unos minutos más, los últimos de la gran espera. Teníamos muchas ganas.

 

11.

Ya he hablado por aquí de la fascinación que me lleva produciendo desde la juventud más lejana el suicidio ritual de Mishima, de la relación de admiración ambivalente que tengo con el escritor japonés. Un día, en una de esas cosas que me pasan con Angélica, en una firma en la librería Rafael Alberti de Madrid (no aquella en la que fui bautizado como Agustín Liddell, me parece, otra anterior, en la que se firmaba Kuxmmannsanta) escuché cómo Angelica le decía antes a Lola, de la librería, hablando de libros, que lo siguiente era Mishima, pero que de Mishima ya lo tenía todo, desde su juventud. Ahí tuve, en primicia, la primera noticia de Seppuku. Desde ahí estaba esperando. Tenía muchas ganas.

 

12.

Cuando uno ha decidido, si es que uno decide esas cosas, formar parte de un culto, como yo decidí ingresar en esta especie de secta de la Gran Papesa, siempre corre el riesgo de perder toda capacidad crítica. Puesto que uno ha apostado por sus afinidades electivas, ha conectado a niveles profundos con una creadora, es fácil que eso le impida realmente apreciar en su justa medida la grandeza o miseria, si la hubiera, de la obra que esa creadora desarrolla. Mi acercamiento, por otro lado, a la literatura, y también a las artes en general, pivota, a veces en exceso, sobre mi parte más racional, ésa que me vino hipertrofiada de serie y que además cultivé hasta la extenuación durante mis largas décadas de desempeño como científico. Esa razón puede obnubilarse, puede trampear los juicios estéticos. Admitido. Soy un feligrés rendido a los pies de Angélica. No esperen de mí un análisis. Se trata de otra cosa, en realidad. Se trata de la emoción.

 

13.

Emoción es una palabra compleja para mí. No porque no sea una persona emotiva, acaso lo soy en exceso. Pero, por eso mismo, desde mi más remota infancia de niño nacido en los 60 y crecido y educado en los 70, en aquella España, me cuidé muy mucho de ocultar esas propensiones, consideradas tan poco masculinas. La "emoción" estética que produce una obra es una cosa que en mi caso va también, como todo lo demás, muy gobernada por la razón. Me cuesta la pura contemplación, una contemplación que se me lleve por delante, que me anule ante la belleza, siempre hay una cabeza que se resiste a quitarse de en medio, que se obstina en establecer asociaciones, jerarquías, en revestir de palabras todo (esas palabras que no cesan de salir de nuestras bocas, Angélica), en pensar por anticipado en cómo registraré eso en un cuaderno, cómo lo contaré a quien me quiera escuchar, cómo lo escribiré aquí en el blog. La emoción, la de verdad, la de la mayúscula, la que conmociona, destroza, parte en dos, se anuda a la garganta, se enseñorea del pecho y lo siembra de sollozos, es territorio vedado en general, no la dejo, no me dejo.

 

14.

Por eso, cuando ocurre, cuando inevitablemente ocurre, sin dique alguno que oponer, es algo devastador, extrañamente gozoso, intolerablemente perturbador, algo memorable, es decir, algo de lo que es preciso dejar memoria, almacenar en esos lugares privilegiados que dan cabida a algunos, pocos, instantes vividos que no se parecen a otros. Angélica Liddell, a la que admiro con mi parte racional, a la que le reconozco virtudes literarias y artísticas fuera de lo común, quien me produce emoción estética, quien me interesa, me interesa mucho, y eso hace que la siga por la geografía, sobre todo, además de todo eso, me destroza, entra como un bisturí en mi cerebro y en mis tripas, arrasa con todas mis defensas, me toca donde más me duele, donde más placer me produce, donde más miedo me da, donde soy más yo, donde soy más nada, dónde estoy sin recordar que estoy, donde no puedo presentar batalla. Y ahí, en esos momentos, que no siempre ocurren, que a lo largo de una representación pueden ir y venir, que en las lecturas comparecen o no, ahí, cuando estoy a su merced, todo encuentra su sentido, todo queda justificado, todo se comprende y escucho a Angélica. La escucho. No creas que nadie te escucha, Angélica. Yo, por lo menos, lo hago.

 

15.

Seppuku es un acontecimiento de gran relevancia, nadie dudaba de eso. En él hay todo lo que cabe esperar de una propuesta liddelliana. Todo está perfectamente orquestado, los actores de los que se rodea son absolutamente excelentes, deslumbrantes. Ella se arriesga, no ceja en su empeño de ir más lejos. Todo es de una belleza a ratos difícil de soportar. Ninguna de esas cosas, siendo tan raras, siendo tan difíciles de encontrar, nos sorprenden ya (y debería, deberíamos recordar siempre que todo esto es excepcional) a los habituados, a los adictos a Angélica. Cada una de esas cosas justificaría por sí misma el viaje o el madrugón, por supuesto. Pero, si sólo fuera eso, mi gobierno no se vería trastocado, no habría revolución en mi interior, el cerebro izquierdo, o el del lado que sea, se volvería sonriendo y diría: qué grande es, qué bien ha estado, y desgranaría sus razones. No, no es sólo eso. Por eso, en buena medida, en estas cosas de las que no se puede hablar es mejor callar, y lo que pueda escribir en los próximos párrafos (que no sé lo que es, nunca sé lo que es) es, de antemano, algo fallido.

 

16.

Cada uno lo siente a su manera, a cada uno le habrán pasado cosas diferentes, cada uno señalaría otros momentos, que los hubo, bellísimos, como el teatro , con su pluma roja, la danza del increíble Ishiro Sugae, la lectura y escenificación de Patriotismo, la extracción de sangre, tantos momentos que no quiero desgranar, pues es de esperar que el espectáculo se repita, que se pueda volver a ver de nuevo y lo mejor es ir lo más virgen posible, como yo fui la mañana del 22, antes del alba. Para mí, y seguro que para mucha gente más, fue el homenaje a los difuntos. Y yo sabía que eso estaría en la obra, porque había leído el documento en que la compañía solicitaba a quien quisiera prendas de vestir de algún ser querido que hubiera fallecido. Es decir, mi parte racional estaba preparada, pero ahí, fue ahí, cuando la Emoción tomó el control, cuando brotaron las lágrimas, como me brotan ahora, mientras escribo esto, en el tren de vuelta de Barcelona a Madrid.

 

17.

Angélica, desnuda, recibe la ropa que respetuosamente le van entregando Ishiro y Kazan Tachimoto, y se la pone, leyendo los nombres de las personas de quienes procede, el modo en que murieron, la fecha, la edad. Entonces, Angélica recita un breve poema, un jisei, compuesto para cada uno. En una ocasión, para una pareja de personas mayores, mientras porta la chaqueta de él, una prenda interior de ella. Van viniendo más prendas, se repite el ritual, se recitan nuevos poemas, dedicados a la gente común, proporcionando un memorial que me hizo evocar a los retratos fúnebres de El Fayoum, otra de esas cosas que disparan mi Emoción. Esas prendas fueron la ropa de mis padres que guardé tantos años en el trastero, que seguramente contiene algunas cosas suyas todavía. Entre los nombres que iba desgranando la oficiante, en mi cabeza, ya definitivamente tomada por las fuerzas caóticas de la Emoción, bien podía escuchar los suyos, que murieron al mismo tiempo que los padres de Angélica, que entendería tan bien lo que sentí.

 

18.

Y entre los nombres pude escuchar también el mío, el que comparte apellidos con Angélica, la vi colocándose, no sé, alguna de mis camisetas, acaso ésta que llevo hoy debajo del jersey, que muestra la primera frase de la Recherche. Algo íntimo, pero no sórdido, algo que es entrañable, y es, como lo son las entrañas, orgánico, algo que no cabe mostrar, que bien se cuida la piel de no revelar, pero que está ahí, sabiendo de lo que se habla en verdad, escuchando, comprendiendo. El signo de la Emoción, el nudo en la garganta, un nudo que era también aquel del que hablaba Angélica al comenzar, ése que iba a ser el de su ahorcamiento, previsto y prefigurado en las fotos, iba apretándose.

 

19.

Cuando saltaron mis lágrimas, y también las de ella, fue ahí, al final de ese acto de hermanamiento entre los vivos y los muertos a través del amor y el recuerdo. Angélica se situó calladamente en la parte delantera del escenario, y prendió dos pequeños cuencos dorados que estaban ahí desde el principio, esperando el punto adecuado de la ceremonia. Entonces nos dijo que lo que había allí eran las cenizas de sus padres, que lo que estaba ardiendo eran los restos del cuerpo de sus padres, de esos padres que murieron al tiempo de los míos, y ese humo que se elevaba en cada esquina del escenario era una presencia, un espíritu que ella se afanaba en abrazar, en besar, rodeándolo con sus brazos en una danza amorosa y desoladora, durante unos minutos de una intensidad como yo he vivido pocas veces, y mucho menos en público. Me hicieron mucho, mucho bien, esas lágrimas, y eso es algo que nunca agradeceré lo bastante a Angélica.

 

20.

Cuando salí e intentaba comentar lo visto con los compañeros de la religión angélica (los que estábamos arriba, los que nos levantamos a aplaudir interminablemente), mi lado racional había tomado ya el control hacía tiempo, pero, cuando me refería a esa parte, se me quebraba la voz. Y hasta me entrevistó una reportera de Catalunya Radio que andaba por allí recogiendo testimonios. No lo he oído, pero es posible que mi voz tiemble. Ahora, callado, en el tren, temblaría igualmente, y mis ojos siguen húmedos. Eso es lo que puedo decir, y no se parece ni por asomo a lo que fue, porque lo que fue no se puede explicar, como no se puede explicar que justo ahora, justo en este preciso instante, en mis auriculares suene La yugular de Rosalía, y justamente sea esa parte exacta, esa parte del pintalabios que ocupa el cielo, que hace que se me salten las lágrimas cada vez que la oigo, y cuando estas cosas, que no pueden programarse ni prepararse, pasan, uno entiende que, a pesar de todo, hay alguna posibilidad, que en los años que me quedan, que van siendo menos, habrá otras aperturas, habrá otros vislumbres, habrá otros instantes vertiginosos de una felicidad paradójica, pues viene de la mano del dolor, como del dolor vienen, al cabo, todas las cosas.

 

y 21.

Pido el fin de la vida, repite Angélica en su letanía, y nos explica por qué es preciso el final de la vida. Y entonces, conmovedoramente, nos dice: os lo llevo diciendo mucho tiempo, os lo llevo diciendo desde siempre. Pero no me entendéis. No me escucháis. Yo te entiendo, yo te escucho, Angélica, ya lo ves. Yo lloro al mismo tiempo que tú. No sé si te servirá de algo, o si algún día leerás esto, pero, para lo que valga, aquí lo dejo, mientras avanza mi tren de vuelta a Madrid desde un Japón extraño, de este lado del alba ya, y con el vientre rajado en dos por tu espada.


jueves, 6 de noviembre de 2025

Cosas que no se ven

 


16 juillet. ― J’ai vu hier des choses qui m’ont beaucoup troublé.

GUY DE MAUPASSANT, Le Horla (seconde version)

 

1.

El test del espejo puede arrojar, en principio, sólo dos resultados. En el primero, lo que vemos si miramos a esa agua dura es la imagen consabida. Esa imagen que identificamos como propia, a salvo de algunas menudencias, como el hecho de que envejece con nosotros, lo que nos lleva a uno de los varios pozos sin fondo que encontraríamos en nuestra travesía por el jardín de los abismos, si nos diera por ir por ahí. La contemplación de esa imagen es un hecho cotidiano, pero que resulta de la máxima transcendencia, más allá de que nuestra mano derecha, o izquierda, dependiendo de nuestras limitaciones de lateralidad, se ponga en marcha automáticamente para corregir con un movimiento muchas veces microscópico la disposición de un mechón de pelo, la posible deficiencia geométrica en la colocación de un cuello de camisa o de una solapa de chaqueta, o la indeseada presencia de algún cabello definitivamente difunto que altera el pretendido carácter inmaculado de nuestro atuendo.

 

2.

Hasta aquí, todo es banal. Transcendente y banal: esos dos adjetivos pueden, por supuesto que pueden, ser predicados simultáneamente. Y complejo y banal. Lo banal es también algo que puede ser muy complejo. Como tal, lo dicho hasta aquí nos podría llevar a una larga entrada sobre Catóptrica, que es esa parte de la Óptica que trata de los espejos, y que tiene ramificaciones casi en cualquier campo del saber, desde la filosofía hasta el arte pasando por la religión o la literatura. Pero no es de eso de lo que vamos a hablar. Es de lo Otro. Es justo de lo otro, del otro resultado. El que se produce cuando uno, acaso recién levantado, acaso para afeitarse o peinarse, acaso al pasar, distraídamente, por un escaparate o entrando en un ascensor de esos que tienen un espejo al fondo para que parezca que el espacio es el doble de grande, en definitiva, cuando uno se enfrenta al espejo, no se ve.

 

3.

Este segundo valor, esta opción B, puede a su vez generar sus propias bifurcaciones. Ninguna de ellas nos lleva a territorios que se considerarían dentro del recinto de lo que se llama, acaso abusivamente, una adecuada salud mental. Pero explorémoslas, aunque sea teóricamente. En el caso de que alguno de Uds. hayan experimentado alguno de los síntomas que se enumeran a continuación, sería conveniente que se hicieran tratar por un psiquiatra, un optometrista o un brujo, según sus preferencias. La primera opción, o sub-opción en este diagrama de flujo que estamos recorriendo (no se olvide que ya nos hemos cargado la rama principal de los-espejos-que-funcionan, ahora estamos en el otro lado del if… then…) es que uno no se vea a sí mismo en el espejo, pero vea algo, otra cosa, u otra persona. Es decir, que alguien aparezca del otro lado, como convocado a ese peep-show o locutorio del espejo, alguien avance por los obscuros corredores de detrás del azogue y no sea el esperado. Un error en la entrega, una mala dosis que nos ha colocado un dealer de imágenes poco fiable.

 

4.

Hay muchas historias en las que el espejito, espejito sirve para videollamadas con entidades frecuentemente malignas, representaciones del futuro o de partes secretas del pasado, manifestaciones de versiones nuestras en general poco agraciadas o, en última instancia, en las que el espejo no es más que una puerta, un dispositivo practicable para el acceso a dimensiones más o menos aparatosas, desde Wonderland hasta la lóbrega Zone del Orphée de Cocteau. De nuevo, si Ud. experimenta o ha experimentado estos síntomas, póngase en manos de especialistas. No cuenta ese momento de la verdad, esa cumbre de la metafísica, en la que uno, ya bastante borracho, va al baño proverbialmente infecto del garito proverbialmente sórdido y se enfrenta al rostro de alguien muy borracho que se le parece bastante y le dice: joder, qué pedo llevas. O eso me han contado.

 

5.

Hasta aquí, seguimos bien. Algo menos bien, pero el índice de banalidad sigue dentro de los límites aceptables. Es decir, hay tantos relatos y novelas y poemas y películas y cuadros y leyendas, urbanas o rurales, que hablan de lo que hay al otro lado del espejo, que todo el mundo podría elaborar su propio catálogo para comprobar que, al rato, todo se repite bastante y que para ese viaje especular no hacían falta tantas alforjas simétricas. No, vayamos más lejos, vayamos a la sub-opción B.2 (si se pierden, no olviden el diagrama de flujo). Es decir, uno se mira, no se ve, pero además no ve a ningún otro, simplemente uno se mira y no está. No ha sido substituido por otro yo, o por alguna operadora interdimensional. Simplemente, el espejo se ha negado a reflejarle. A Ud., concretamente. Bueno, a Ud. porque era el que se estaba mirando, se entiende que no es nada personal, a mí me pasaría lo mismo.

 

6.

Descartemos las sub-sub-opciones menos interesantes. Si Ud., por ejemplo, declara aquí con toda rotundidad que no es un vampiro, y no sabe Ud. el alivio que me produce esa declaración, puede ignorar la B.2.a. Si no hay un objeto que se interponga entre su cara y el espejo (no olvide que la ley de la reflexión, para activarse, debe tener algún rayo de luz que llevarse a la ecuación y que si Ud. se mira a una piedra, en general no se va a ver, y si se viera, eso ya nos da para la opción C, o X, pero eso es para otro día), cosa que haría bastante estúpida esta discusión (solución: quite el objeto de en medio y podrá corregirse el maquillaje), no nos queda más remedio que pasar al ámbito de lo sobrenatural o extrafísico o patafísico, puesto que bien podría tratarse de una excepción, que es el territorio de la Patafísica. Excepcional, desde luego, sí parece.

 

7.

Ahí, justamente ahí, era donde queríamos llegar, mientras nos descolgábamos con nuestros dedos prensiles por el ramaje. Ésa es la experiencia primordial de la que parte Guy de Maupassant, el cual, como es sabido, acabó experimentando a su vez no pocos trastornos mentales, al parecer asociados a la fase neurológica de la sífilis, algo bastante común en aquella época. El genial Alberto Savinio, del cual Giorgio de Chirico era el hermano, y al revés, escribió un ensayo muy recomendable al respecto, que tituló Maupassant e l’“altro”. De igual manera que Miguel de Unamuno partió de lo que parece una experiencia personal en sus devaneos catóptricos, que describe, entre otros muchos lugares de su obra, en su Diario íntimo, provocándose a sí mismo un terror mortal frente a un espejo-que-funciona y que le muestra su rostro, simplemente llamándose a sí mismo muy bajito (Miguel… Miguel…, pruébenlo para producirse un buen escalofrío), Maupassant acaso tuvo alguna experiencia rara con el espejo, porque lo usó en varios relatos, o, por mejor decir, en una sucesión de relatos que fue encadenando hasta llegar a su cumbre en Le Horla.

 

8.

No verse en el espejo es un caso de lo que se llama agnosia especular, y es algo que evidencia, por lo general, problemas neurológicos. No me consta, ni a mí ni a nadie en realidad, que realmente Maupassant haya tenido ese tipo de episodios, o que los haya tenido antes de comenzar a escribir sobre ello, pero lo cierto es que, ya desde Lettre d’un fou, publicado el 17 de febrero de 1885 en Gil Blas, plantea una situación narrativa ciertamente original, que va complicando, y extendiendo, en la primera versión de Le Horla, que aparece en la misma publicación el 26 de octubre de 1886, hasta llegar a la versión definitiva, ya una nouvelle, que aparece en libro, en 1887, dando nombre a esa colección de relatos. En alguno de sus otros muchísimos cuentos uno se topa con tramas conectadas, en ámbitos que nos llevan a lo que se podría considerar el terror, o lo fantástico.

 

9.

El planteamiento de partida es el siguiente (formulado en tono más o menos científico, confesado por un loco que lo ha experimentado como una alucinación, o concluido por un personaje que diseña todo un protocolo para acabar de saber qué demonios le ocurre): nuestros sentidos son limitados. Nuestra vista, por ejemplo, es incapaz de apreciar detalles que estén fuera de sus capacidades. Así, tanto la vida microscópica como las estrellas más lejanas no pueden discernirse a simple vista. El doble infinito de Pascal, vamos. Los instrumentos ópticos como el microscopio o el telescopio han demostrado, más allá de toda duda, esas existencias un poco paradojales, pues nadie en su sano juicio podría quitarles un ápice de legitimidad ontológica, al mismo tiempo que, por lo general, uno no sólo las ignora, sino que la humanidad en su conjunto las ha ignorado por completo durante siglos y siglos, definiendo así un campo fenomenológico bien estrecho en el que se han desarrollado nuestros sistemas de creencias y el llamado sentido común.

 

10.

Pero a Horatio ya le habían dicho que there are more things… y lo que nuestro narrador hace, ese fou que nos escribe una carta en la que analiza su propia locura, es simplemente proceder por elevación. Si nunca sospechamos de la vivacidad de los paramecios y si desconocimos sistemas planetarios abrumadoramente enormes, cuántas otras cosas no nos habrán pasado desapercibidas, cuántos otros seres no andarán por aquí, entre nosotros, sin que hayamos desarrollado ni las capacidades sensoriales ni las instrumentales que denunciarían su presencia. Cabría objetar, si uno es científico, y uno sí que es científico en este caso, que la Ciencia también sirve para definir lo que de ninguna manera hay, por lo que, tristemente quizás, el número de sorpresas esperables o meramente admisibles se va reduciendo y reduciendo, pero, vaya, estamos en un relato y encima lo ha escrito un loco.

 

11.

Pues bien, más allá de las variantes de cada uno de los sucesivos estadios de progreso de esa crónica alucinada, más allá de los efectos físicos que produce en quienes conviven con él o ella o ello o cualquier pronombre nuevo que tendríamos que acuñar, más allá de peripecias que incluyen viajes para alejarse de la mala influencia, recaídas como de adicto, disquisiciones sobre el magnetismo, es decir, la hipnosis, más allá de todas esas cosas interesantísimas que uno, simplemente, no puede obviar, porque constituyen propiamente la materia de los relatos y que urjo al auditorio a chequear por su cuenta, la cosa es que, resumiendo al máximo, sí, en efecto, there are more things, concretamente hay un ser de cuyo origen no se sabe nada y que ha aparecido en nuestro dormitorio.

 

12.

De nuevo, parece que esta enésima bifurcación no nos lleva más que a los territorios conocidos. Un monstruo de otras dimensiones, un extraterrestre, una criatura suscitada por un ritual mágico, un Primordial lovecraftiano… todo eso aparece en nuestros dormitorios a menudo, además de otra fauna quizás incluso menos recomendable. Pero hay dos datos, dos características relevantes que me fascinan y siempre me han fascinado del Horla (nombre de etimología complicada y polémica, que a lo mejor simplemente remite a hors là, algo así como más allá de allá). El primero, es que es un monstruo recién nacido. El segundo es que es, simultáneamente, transparente y opaco.

 

13.

Vamos con lo primero (obsérvese cómo estoy haciendo un ejercicio de autocontención notable, no apartándome ni por un momento del organigrama). El prestigio de gente como Cthulhu radica en su insondable antigüedad. Great Old Ones, que anteceden con mucho al género humano y, en un malabarismo paradójico, al propio Cosmos, representantes como son de intentos anteriores, universos extinguidos u otros barrios del acontecer. En algunos casos, notablemente en el Mr Hyde del que nos ocupamos aquí hace poco, sí somos testigos de un nacimiento, producido por el manejo descuidado de los principios ocultos de la química o por rituales satánicos o mediopensionistas. Esos son monstruos nuevos, monstruos generados. ¿Es así el Horla? No exactamente. También es verdad que, bien, bien, no podemos saber ni lo que es ni de donde viene. Nuestro narrador es extremadamente no fiable. O es loco de saque o sus intercambios con el visitante han acabado por desquiciarle.

 

14.

La hipótesis dominante parecería ser que, si no recién nacido, sí ha sido advertido por primera vez poco antes del inicio del diario de nuestro protagonista. En el Brasil, concretamente, donde ha provocado una especie de epidemia, pues su comportamiento es esencialmente vampírico. Un barco que pasa justo por delante de la casa de nuestro narrador (con bandera brasileña, o sea exótica para un francés de entonces, y de ahora) habría sido el vector. Los síntomas son claros: una consunción repentina y aguda y potencialmente letal, que remite o desaparece con el simple alejamiento del foco de infección. Pero ¿y el agente patógeno? ¿Dónde anda? ¿Podrá ser capturado por la lente del microscopio? No. El recién venido es invisible. Y ahí llegamos a la característica óptica que me subyuga de nuestro Horla y que paso a tratar a continuación.

 

15.

Retomemos el planteamiento inicial: nuestros sentidos son imperfectos. Es decir, no es tanto que el Horla sea invisible como que nuestros ojos no pueden verlo. No es exactamente lo mismo. Cabría pensar que podría haber otros seres, para empezar, se supone, su propia familia de Horlas, si tal cosa existe, que sí podrían verlo, o que podrían percibirlo con otro sentido cuyo nombre no se ha elegido aún y por lo tanto el verbo que identificaría esa visión está por inventarse. Cabría pensar que instrumentos científicos suficientemente sofisticados que aún no hemos sido capaces de manufacturar podrían valerse de algún tipo de emisión o radiación o composición química o whatever para emitir su positivo, decir esto está aquí, es decir, ahí, ahí mismo, là-bas. En todo caso, lo que de ningún modo está en juego es la materialidad del Horla: es un cuerpo y, aparentemente, su invisibilidad no es transitoria, sino constitutiva.

 

16.

Lo que es transparente deja pasar la luz. Hasta aquí bien. Si somos precisos tendríamos que establecer una función de transmitancia espectral, porque un medio puede ser transparente para unas longitudes de onda y no para otras, pero, vaya, pensemos en las cosas que son transparentes para frecuencias ópticas y nos bastará. El vidrio, el agua, el aire. Todos esos medios vienen caracterizados por su índice de refracción, y el índice de refracción, hablando mal (bastante mal) y pronto, nos da su capacidad para doblar los rayos de luz. Así, la luz que atraviesa el agua y llega a nosotros se ha ralentizado al pasar por el medio acuoso y eso acaba haciendo que, por ejemplo, el fondo de la piscina nos parezca más cerca de lo que está. Es decir, el agua es transparente, pero, si no estamos en el agua, nos damos cuenta de que hay agua ahí. Somos capaces de distinguir si una piscina está llena o no. Si no somos capaces, ya se sabe, go to step 1, y no se suba al balcón de su apartamento ibicenco.

 

17.

Con el aire es más difícil. El aire nos rodea y no lo percibimos. Es decir, tenemos que hacer un ejercicio mental para entender que el aire (que tiene un índice de refracción prácticamente igual a 1, por lo que la velocidad de la luz en él es básicamente la misma que la velocidad de la luz en el vacío y la desviación producida en la refracción es esencialmente nula) está ahí, aunque no lo veamos. Lo vemos, por ejemplo, en la consabida carretera muy caliente, cuando el gradiente de temperatura induce variaciones de índice de refracción locales y eso se traduce en esa sensación tan curiosa de reblandecimiento o de aguas. En última instancia, eso es lo que acaba produciendo espejismos y fatamorganas. Pero, sí, el aire es transparente y no se ve. Y es material. Lo que pasa es que es muy rarefacto, es un gas, nos movemos por él o él se mueve alrededor nuestro. Otra cosa sería algo más consistente, un bloque de vidrio. Un bloque de vidrio es transparente y material y tiene un índice de refracción más alto y los rayos se desvían, y lo vemos, lo percibimos.

 

18.

Nuestro Horla es fantástico y por ello se puede permitir el ser contradictorio. En un momento dado, el narrador contempla las flores del jardín. Entonces, el tallo de una parece curvarse, pero no hay mano alguna que lo curve. A continuación, la flor es arrancada y parece elevarse en el aire, hasta la inconcebible nariz de nuestro monstruo. Los dedos, u otros apéndices equiparables, de la criatura están ahí, cogen cosas, arrancan flores y no los vemos, sólo vemos las flores. El narrador está, justificadamente, perplejo, pero es un hombre de recursos. Decidido como está a identificar el origen de su malestar, acaba diseñando experimentos que demuestran que el Horla bebe agua, bebe ese líquido transparente que está en la garrafa transparente de la mesilla, y tampoco le hace ascos a la leche, pero no parece que tenga otras preferencias nutritivas. Está ahí, vive, no se le oye, no parece respirar perceptiblemente, no se escuchan sus pasos, pero está ahí. Siempre. Todo esto nos ha convencido.

 

19.

Y entonces, llega la epifanía. El narrador deja de verse en el espejo. Es decir, se está mirando en el espejo, ve su cara, algo demacrada por lo mal que lo está pasando, claro, el espejo funciona y… deja de verse. Algo se interpone entre el espejo y él, algo opaco pero transparente, algo invisible pero que tiene la capacidad de impedir que los rayos de luz que salen de nuestro rostro alcancen la superficie pulida. Ese algo es, definitivamente, el Horla, el visitante, contemplado como negación de la contemplación, negativo, apofático. Parece tener unos límites no muy bien definidos, quizá sea algo ameboide, pero, si está delante, ni nos refleja, ni refracta la luz, no dejándonos ver lo que hay detrás (nuestra cara reflejada), como sí haría un bloque de vidrio, ni tiene un color determinado. Está, es. No podemos verlo. Es la causa de nuestra agnosia especular, es el substituto de nuestro rostro, es el Sucesor, la forma de vida que viene a reemplazarnos. No es agresivo, en realidad, simplemente nos está aniquilando con su existir más potente. Cuando se aparte volveremos a ver nuestra cara, sin duda ya desencajada por el horror, pero él o ella o ello seguirá por aquí. A menos que quememos la casa, claro, que es el último gesto científico de nuestro narrador, pero quién sabe si ni así…

 

20.

La posteridad no ha tratado especialmente bien a Maupassant, demasiado prolífico acaso, ligeramente anacrónico para su día, compositor de relatos, que es un género literario más bien despreciado, especialmente en Francia. Sin embargo, me parece que Le Horla, quizás aún más su primera versión, mucho más breve y directa, es uno de los cuentos fantásticos más destacables que se hayan escrito. Una buena pareja para el The Strange Case…, un ítem obligado en antologías de dobles, por más que el Horla no sea el doble de nadie, sea más bien una criatura única, el futuro de la especie. No nace de nuestro vientre en medio del banquete post-hibernación en la nave Nostromo, más bien simplemente viene en un barco del Brasil, como venían las cosas en los barcos de La Habana que venían cargados de. Es un glorioso oxímoron hiperespacial. Y es una de las muestras más curiosas de la aparición en la literatura de eso, tan sutil y tan poético en el fondo, que es la transparencia. Si mis otras “obligaciones” literarias (las comillas son necesarias y aun debieran duplicarse) me lo van permitiendo, habrá otras entradas que se dedicarán al tema, que da para mucho. Aquí, por el momento, termina la disertación, el diagrama de flujo ha llegado al límite y sus posibilidades empiezan a desecarse. En cuanto a Uds., vigilen el nivel de los vasos de agua que llevan a sus mesillas, y comprueben bien que en el espejo sale algo, cualquier cosa, porque, si no, tienen un Horla en casa y no hay, por el momento, empresas que se dediquen a su exterminio. Es broma, no se me asusten.