lunes, 13 de enero de 2025

El pabellón dorado

 

 

Estoy seguro de que en un pasado remoto presencié el resplandor de un crepúsculo incomparablemente soberbio. ¿Es mi culpa que los crepúsculos que he visto después siempre se me aparezcan más o menos descoloridos?

YUKIO MISHIMA

 

1.

En la última entrada de este blog afirmé que no parecía haber aniversarios de grandes escritores para este 2025, y claramente me equivoqué, toda vez que mañana, 14 de enero, se celebra justamente el centenario de alguien que es indiscutiblemente un gran escritor, el japonés Yukio Mishima. Es bien cierto que en aquella entrada añadí de mi preferencia, y en ese sentido, yo no diría que Mishima es de mis escritores favoritos, aunque sí respeto su obra y mi historia con él es larga y compleja, como pretendo explicarles aquí. En él, como en muy pocos otros casos, la intrincada cuestión de la relación entre el autor, el personaje público y la persona real detrás de ambos se hace especialmente compleja. Así, le he orbitado en diferentes periodos de mi vida, nunca acabando de entrar en su mundo, pero indudablemente fascinado por su figura, a la vez que repelido por algunas de sus actitudes, o poses, pues si algo hay en él es, me parece, teatralidad.

 

2.

La primera vez que oí hablar con cierto detalle de Mishima fue, si no me equivoco, en 1983, cuando estaba por cumplir 19 años. Concretamente, el 31 de mayo (es maravilloso que exista una Red en la que bucear para encontrar datos precisos, es maravilloso para alguien como yo, que siempre se tuvo por un explorador de enciclopedias), en el recién estrenado, benemérito y nunca bien ponderado programa del UHF o la Segunda Cadena de TVE (too soon para La 2, todavía) La edad de oro, conducido por la sin par Paloma Chamorro. Yo era un adolescente madrileño en plena efervescencia cultural, en lo que se acabó llamando la Movida, pero eso fue después y siempre fue un poco por todas partes, pero al margen, o yo por lo menos era demasiado pasivo o estaba demasiado desorientado para acabar en el meollo, mientras consumía ávidamente programas de radio, discos de vinilo, fanzines con dibujos de Ceesepe o el Hortelano e iba empezando a saber, y de qué modo (la boca abierta: no podía ser que eso estuviera pasando), quiénes eran Ouka Lele o Almodóvar. Por supuesto, apenas empezó La edad de oro me convertí en fan y no dejé de ver ningún programa.

 

3.

Así pues, el 31 de mayo de 1983, en La edad de oro, se presentó un corto documental a cargo de Koldo Artieda titulado Incidente Mishima. Puede encontrarse en RTVE play el programa entero. Yo lo he revisado hace unas semanas, después de no haberlo visto en más de cuarenta años y, la verdad, es obvio que el documental me impactó, porque lo recordaba básicamente tal cual. Es una pieza interesante, con toques muy de la época ochentera en que está hecha. En ella, como suele ocurrir, la obra literaria de Mishima se toca más bien de soslayo, se trata sobre todo del incidente, del modo en que puso fin a su vida, lo que implica el morbo que inevitablemente acompaña al autor japonés. Así fue como entró en mi vida, pues, como un lunático que con su ejército privado (la Sociedad del Escudo) se encaminó al cuartel de las Fuerzas Armadas Japonesas el 25 de noviembre de 1970 para dar un golpe de estado, o, como mínimo, intentar que se sublevaran contra el estado de las cosas en Japón. Un intento fracasado que desembocó entonces, en pura aplicación de la lógica suicida que le animaba desde, probablemente, siempre, en el seppuku.

 

4.

Pero estoy desordenando el relato. En la pieza de Artieda se mostraba metraje de la acción de Mishima y me pareció (es decir, ahora, cuarenta y tantos años después interpreto lo que me pareció) que era extraño que algo tan relevante me fuera desconocido, aunque el hecho hubiera ocurrido cuando yo tenía seis años. Probablemente, a los casi 19 de 1983, y con toda la experiencia lectora que ya arrastraba, me habría topado con libros de Mishima en las estanterías de las librerías, pero, como he dicho, desconocía todo de su figura histórica. Ahí comienza, pues, la atracción, profundamente ambivalente. Un militarista de extrema derecha, que quiere recuperar el culto al Emperador en el Japón derrotado y controlado por los USA no es, como puede imaginarse, exactamente mi modelo ideal. Y, sin embargo, la ampulosidad de sus gestos, su evidente necesidad de ser el centro de las miradas y las discusiones, su obsesión por el cuerpo y su descarada pose gay (por más que mantuviera una familia formal, que siempre negó esas tendencias), lo convertían en alguien realmente interesante como creación pública. Esa dualidad sigue vigente hoy en día, y sólo el distanciamiento que van trayendo las décadas permiten pulir sus muy evidentes estridencias. El imposible éxito de su coup de opereta y el inconcebible gore de su muerte son aderezos irresistibles, por más que de sabor acre, que hacen que se vuelva una y otra vez sobre esa historia, sobre esa película.

 

5.

En adecuada resonancia, en 1985 se estrena una película titulada Mishima: A life in four chapters. El director es Paul Schrader, que poco antes había hecho una versión del clásico Cat people con mi adorada Nastassja Kinski. En tanto que director, la carrera de Paul Schrader estaba empezando, pero ya había sido guionista de películas tan importantes como Taxi Driver o Raging Bull. Fue American Zoetrope, la compañía fundada por Francis Coppola, quien produjo el film. Coppola y George Lucas figuran como productores ejecutivos. Es bien cierto que estamos hablando de los comienzos de los ochenta y toda esa gente es joven, pero el hecho me parece relevante, porque la película es bastante experimental, si puede usarse ese término, tanto en su apuesta narrativa como en su bello diseño visual, y por lo tanto no puede concebirse como un film mainstream, sino más bien como algo que estaba condenado desde el principio a ese estatus tan deseable en el fondo de película de culto. Schrader declaró muchas veces que era su obra favorita, y ahora la película todavía se deja ver bastante bien. La he revisado hace poco también, pensando en esta entrada, puede encontrarse en Filmin. Está estructurada, efectivamente, en cuatro capítulos, y mezcla la biografía y la obra del japonés, ofreciendo pequeñas adaptaciones de varias de sus novelas.

 

6.

Mishima: A life in four chapters empieza, como casi siempre pasa con Mishima, por el final. Así, vemos al Jefe de la Sociedad del Escudo, acompañado por sus soldados más fieles, dirigiéndose en un coche al Cuartel General, donde va a producirse el incidente. Vemos el desarrollo de ese incidente, de manera lineal a lo largo de la película. Entreverado con esas imágenes, el relato de algunos momentos de la biografía de Mishima se presenta en flashbacks en blanco y negro (algunos de ellos partiendo de obras como Confesiones de una máscara, con evidentes tintes autobiográficos). Y en paralelo a todo esto, en cada capítulo se trata de una de las novelas o ensayos del japonés, entre ellas El pabellón dorado o Caballos desbocados. Es, como se ve, una armazón ambiciosa, para una película que, desde luego, no carga las tintas en contra de Mishima, aunque tampoco se convierte en una hagiografía. Esa ambigüedad, que nos hace bailar en el hilo de la fascinación, favorece indefectiblemente a los fascistas, que no dejan de tener siempre claro que los aspectos estéticos juegan a su favor. Pero, en tanto que obra cinematográfica y en tanto que biopic, por muy sui generis que sea, la película funciona.

 

7.

Vi Mishima, como no podía ser menos, cuando se estrenó en el Alphaville, en aquella época de mi educación cinematográfica a la que ya me he referido varias veces en este blog, y, claramente, me gustó y me reafirmó en el interés sobre Mishima. Sin embargo, lo cierto es que ese interés no se tradujo en abundantes lecturas de él. Sí que leí, pero apenas lo recuerdo, El marinero que perdió la gracia del mar, en la edición de Bruguera. Luego pasó mucho tiempo hasta que me volviera a acercar a él, ya en el siglo XXI. Entonces una parte de su obra ya estaba editada en Alianza (ya veremos en qué condiciones) y lo retomé, y también me compré algunas biografías. Me seguía interesando sobre todo el incidente, y siempre desde esa ambivalencia, intentando mirarlo como una performance llevada al último extremo, el extremo de un escritor consagrado arrodillado clavándose el puñal en el estómago y girándolo, con el gesto del samurai, para desventrarse, mientras su discípulo predilecto, Morita, le cortaba el cuello de un tajo con su espada. Claro que ésa era la teoría, porque lo cierto es que Morita no acabó de acertar, y aquello devino en una escabechina, y fue otro de los miembros de la Sociedad del Escudo el que tuvo que rematar tanto a Mishima como a Morita. Eso, ese estúpido final gore de lo que se pretendía una ceremonia de la máxima solemnidad, casi me reconcilia con todo el sinsentido de la acción: es bueno que la chapuza acompañe a los gestos ostentosos y a la seriedad de los rituales, nos hace más humanos, permite la chanza y protege a la gente normal de los desvaríos de los iluminados.

 

8.

A pesar de la condición de superstar de la literatura japonesa (en un status, por otro lado, ambiguo, al menos en la Academia, pues claramente es una figura incómoda), lo cierto es que el destino editorial de la vasta obra de Mishima en Occidente no ha sido siempre el deseable. En la mayor parte de los casos, las ediciones que fueron apareciendo de sus libros correspondían a traducciones de segunda mano, generalmente realizadas a partir de la versión inglesa. Así, en España, aún hoy (y es algo que parece alucinante que aún ocurra), hay novelas de Mishima, como la tetralogía El mar de la fertilidad, su obra cumbre, que no están traducidas del japonés. Algunas otras van apareciendo ya en traducciones directas, por lo que hay que estar muy atentos, pues no es de recibo que la prosa de un autor que tiene una preocupación tan evidente por la forma sea malbaratada de ese modo, siendo además la opción de trabajar con las versiones originales en japonés una quimera. No creo que denunciarlo aquí sirva de mucho, pero ahí queda el comentario, y en el siguiente párrafo pongo un ejemplo sangrante de las cosas que pasan cuando no se tiene el mínimo cuidado exigible.

 

9.

Después de muchas vueltas y varios intentos fallidos, y motivado por la cuestión del centenario, hace unos días abro una vez más Nieve de primavera, la primera de las novelas de la tetralogía. Avanzo por sus breves capítulos. Me encuentro con sus personajes, Shigekuni Honda (que nos acompañará en las otras tres novelas de El mar de la fertilidad) y Kiyoaki Matsugae, que es un joven descendiente de una familia aristocrática que encarna la decadencia que implica pasar del estatus de nobleza guerrera samurai en la época del shogunato a la modernidad, bastante proustiana, de un joven preocupado por la estética y en general de ánimo melancólico. En la vasta finca de los Matsugae hay un estanque, lo suficientemente grande como para contener una isla en su centro, y poder ser recorrido en bote. Eso es lo que hacen un día los dos amigos, y entonces se nos explica que en la isla hay nada menos que tres grúas de hierro, dos con sus cuellos apuntando hacia arriba, y la tercera con la cabeza baja. ¿Grúas? ¿Grúas en un entorno de suma delicadeza, en un jardín japonés? ¿Cómo puede ser eso? Frunzo el ceño, pero sigo leyendo.

 

10.

Muy pocas páginas después, Honda se dispone a contar una historia, y nos dice que ocurrió en Tang China [sic]. Ahí es cuando me doy cuenta del desmán. Es una traducción del inglés. Nadie en su sano juicio escribiría Tang China, sino “en la China T’ang”, o “en China, en la época T’ang” (conocí muy joven los poemas chinos de esa época, en un libro publicado por Visor, delicioso). Miro el traductor: un tal Domingo Manfredi. El título original de la obra se presenta en japonés: Haru no yuki. Pero no puede ser de ningún modo una traducción directa, aunque se pretenda así. La novela fue publicada en los setenta por Caralt ya en esa traducción. Manfredi, sin duda, sería un traductor cuidadoso, pero del inglés: sólo aparece como traductor de obras originalmente en esa lengua. Nieve de primavera sería el único libro en japonés que habría traducido, lo cual no tiene sentido porque, como es obvio, no hay muchos traductores del japonés, y menos en esa época, y porque, como puede comprobarse, el resto de las obras de la tetralogía no son traducciones directas, sino que proceden de la versión inglesa, y lo lógico es que si se dispone de un traductor del japonés se emplee para las otras novelas.

 

11.

Y entonces se explica todo: hagamos traducción inversa. Grúa se dice en inglés crane (es el término que aparece, en efecto, en Spring snow, se puede comprobar en la Red). Pero crane es también… grulla (!). Eso sí cuadra: las grullas son adecuadas para el arte japonés. Lo que hay en la islita del estanque son estatuas de grullas, puede que efectivamente de hierro, aunque ya se podría dudar de eso también. Así que ya no puede uno seguir leyendo ese libro, si tiene un cierto respeto por la obra de su autor, porque a saber cuántas grúas más nos encontraremos más adelante. He encargado la traducción inglesa, qué remedio. Puestos a alejarnos de la versión original, al menos no lo hagamos mucho. Y vergüenza para Alianza, que es tan admirable en otros aspectos y que a no dudar tendrá lectores profesionales que dan el OK para las obras que publican, que sin embargo han aceptado que en un estanque de una casa señorial del Japón de principios del siglo XX los motivos decorativos sean grúas, como si estuviéramos en unas instalaciones portuarias, o en plena construcción de un edificio de viviendas. Ay.

 

12.

(Por cierto, que si nos ponemos etimológicos, la cosa es que el grúa del castellano viene justamente de la grulla, pues aparentemente el origen del término es precisamente crane, que en el inglés resulta metafórico, pues las grúas pueden asemejarse en cierto modo a las grullas, y es a partir, al parecer, de la palabra catalana grua, grulla, como se llega a la coexistencia en nuestro idioma de la industrial y metálica grúa y la grácil grulla. Muestra, una vez más, que entre las líneas de cada texto se abren microscópicos abismos en los cuales, si uno penetra, se enfrenta a una perspectiva en el fondo nada terrible de Tareas Interminables.)

 

13.

Esto de las traducciones también tuvo su importancia en otra de mis lecturas mishimianas. Cuando lo retomé, comencé mi recorrido, inevitablemente, con su primera novela, Confesiones de una máscara, que aparentemente sí está traducida directamente del japonés. Leí otras cosas también. En un momento dado me apeteció mucho leer El pabellón de oro (1956), que narra el incidente real de la quema de un templo de gran antigüedad, belleza y valor artístico por uno de los monjes que habitaban en él. Lo busco para comprarlo (la edición de Alianza no estaba disponible aún) y veo que hay una traducción publicada en los ochenta en Seix Barral. El traductor es… Juan Marsé. De nuevo, desde el respeto más profundo por el autor catalán, no me parecía muy plausible que entre sus muchas virtudes se encontrara el conocimiento del japonés. En efecto, se trataba de una traducción de la versión francesa. Entonces opté por leerlo en francés, en el libro que publicó Gallimard ya en 1961 (bueno, lo leí en una edición posterior, de 2016). El traductor al francés fue Marc Mécreant, él sí conocedor del japonés (pero sin embargo La mer de la fertilité en Gallimard es de nuevo una traducción indirecta, desde el inglés, algo increíble en el muy serio mercado editorial francés). Acompaña al libro una introducción por Mécreant, escrita en 1960. Es muy, pero muy, interesante leerla. Porque en 1960, Mishima no es de ningún modo el Mishima que ha acabado pasando a la posteridad. Uno no podía ni imaginarse que iba a montar el quilombo que acabó montando diez años después. Esta especie de vértigo temporal merece por sí mismo la compra del libro en francés y me daría para un rato más, pero lo cierto es que al final apareció una traducción al castellano en Alianza, a cargo de Carlos Rubio, que sí es un traductor del japonés, y ahí es donde me puse a leer el texto definitivamente.

 

14.

Cuenta la historia que Eróstrato, ávido de inmortalidad, deseoso de que su nombre no se perdiera en toda la eternidad, decidió realizar un acto que fuera definitivamente inolvidable, y optó por algo desmesurado, indefendible: quemar el templo de Ártemis en Éfeso, que era una de las maravillas del mundo. Para contrariar su pretensión, los gobernantes impusieron la damnatio memoriae, castigando al que osara pronunciar su nombre, condenándolo así a un olvido definitivo. Sin embargo, la estratagema de Eróstrato acabó funcionando, como lo prueba el que su nombre aparezca aquí, en este texto, milenios después de su acción incendiaria. Es por eso que se bautiza como erostratismo la idea de realizar actos criminales o simplemente absurdos con el único fin de perdurar. Hoy, con la pegajosa inmortalidad que alcanza cualquier suceso, replicado infinitamente por medios electrónicos, esa tentación de Eróstrato parece convertida en un signo de los tiempos. Se trataría de hacer cualquier barbaridad para salir en las noticias. Creo que les suena. No es necesario ser siquiera un don nadie. La política actual se basa en una continua quema de templos, en una continua realización de gestos imperdonables. El fascista esteticista y nostálgico que era Mishima se horrorizaría al ver la zafiedad de los Trumps de turno. Pero no vayamos por ahí, estamos hablando de literatura…

 

15.

Mizoguchi, el joven monje de El pabellón de oro es tartamudo y poco agraciado físicamente. Desde niño vive en la perpetua fascinación por el Templo del Pabellón Dorado (Kinkaku-ji), en Kioto, del que le habla su padre, monje budista también. Al principio, el pabellón es una imagen, una imagen suscitada por las palabras. Cuando lo acabe por conocer, la sensación será de desilusión (aquí, como otra veces, Mishima es tan proustiano), pero luego el verdadero templo, que contiene, para agrandar aún más la mise-en-abyme, su propia maqueta en el interior, se acabará fundiendo con esa imagen platónica, para erigirse en la manifestación absoluta de la Belleza, tan sublime como esclavizadora, pues se postula a sí misma como la única unidad de medida del resto de las cosas del mundo, que incluye, claro, el amor carnal, en el que Mizoguchi no dejará de fracasar una y otra vez. La idea de la belleza y la de la muerte, como en toda la obra de Mishima, se cruzan, y en el Japón de la Segunda Guerra Mundial, el que los bombardeos aliados acaben con el Pabellón Dorado parece algo esperable, pero no, los americanos respetaron Kioto (no respetaron muchas otras ciudades, claro: seguimos teniendo pendiente aquí hablar de Hiroshima y Nagasaki, pero acabaré haciéndolo). Así, y resumiendo absurdamente una novela de gran penetración psicológica y extrema belleza formal, Mizoguchi tendrá que encargarse él mismo de prender fuego al templo para acabar con la tiranía de su belleza, que le mantiene aherrojado.

 

16.

De entre los muchos apuntes de Fernando Pessoa que, aún a día de hoy, siguen siendo clasificados y publicados, hay una serie que editó en su día (2000) Richard Zenith bajo el nombre de Heróstrato e a busca da imortalidade. En el primero de los trechos recogidos por Zenith, Pessoa esboza la idea de la obra que pretende hacer y que nunca pasó, por supuesto, del estado fragmentario tan propio de los trabajos del portugués: Proponho-me esaminar o problema da celebridade, tanto ocasional como permanente. El problema de la celebridad. El modo en que uno, alguien, algún hecho, algún acontecimiento se instala en la memoria de la humanidad, y permanece allí como una especie de virus residente, que condiciona inevitablemente (a menudo deformándolos) la visión de las cosas y el relato de lo ocurrido. Pessoa está en esa posteridad que parecía improbable para él, cuando no dejaba de ser una figura menor de la literatura lisboeta: son sus textos, inagotables, frondosos, gozosos en su alcance, su ambición, su humanidad, los que sostienen su fama. Mishima, que siempre quiso estar en la posteridad, que fue tan consciente de su lugar en el mundo, que dibujó tan detalladamente su personaje a lo largo de su vida, está también, sí, en esa posteridad, pero lo está, sobre todo, por su seppuku, por su última performance. No sé si esto es lo que él hubiera querido, no sé si no fue todo una absurdamente desproporcionada campaña de marketing para que su obra también fuera inmortal, pero lo cierto es que la infamia de sus acciones le confirió, como a Eróstrato, la eternidad.

 

17.

Hayashi Yōken se llamaba el incendiario del Templo del Pabellón de Oro. A las 2.30 de la madrugada del 2 de julio de 1950 lo prendió fuego, pero no acabó con su vida, como era su idea inicial. Apresado, fue diagnosticado con un trastorno psiquiátrico, y fue liberado unos años después, muriendo, aún muy joven, en 1956. Mishima estuvo en contacto con él (como Truman Capote hizo para escribir In cold blood, diríamos) y no le encontró especialmente interesante, ni le pareció que sus ideas fueran demasiado elaboradas. Las reflexiones filosóficas de Mizoguchi sobre el problema de la existencia de la belleza son cosecha de Mishima, pues. Y son muy relevantes, porque de algún modo, como en otras de sus obras, uno puede encontrar ahí, leyéndolo al revés (ésa es la trampa, eso es lo que no había podido hacer Mécréant en 1960), trazas y avisos de lo que iba a venir. La muerte, siempre, desde el primer instante de la vida de ese niño arrancado a la madre por su dominante y asfixiante abuela, de ese militarista obsesionado que sin embargo exageró sus síntomas de tuberculosis para escapar del alistamiento, de esa vedette que ejercía de cantante, actor, director de teatro, modelo fotográfico. La muerte, viniera de donde viniera, y de dónde mejor puede venir que de una tradición como la de los samuráis que glorificaba la muerte por el Emperador, especialmente cuando ya no tenía ningún sentido, porque el Emperador era una figura patética, derrotada, humillada por el poderoso ejército de Estados Unidos, que había llenado la isla de soldados que mascaban chicle y bailaban música rock. Si uno ha de morir, hay que hacerlo a lo grande…

 

18.

Quemar un templo, abrirse el vientre para que las vísceras se esparzan por el suelo: el gesto es equivalente. Mishima, que quería ganar el Premio Nobel y fue candidato muchos años, y entonces se lo dieron a Kawabata, y ya no iba a ser para él, y podía entregarse por fin a su delirio final, es un gran Eróstrato, y no podemos despreciarlo sin más. La idea de la permanencia, de la inmortalidad es algo que opera siempre, es algo que ronda siempre. Uno normalmente (y menos mal) no quiere sobrevivir en los pensamientos de los que vendrán como alguien infame, pero la perduranza está detrás de muchas de nuestras motivaciones, aunque no hayamos reparado en ello. La insistencia en arrojar otros ejemplares de pequeños seres humanos a un mundo crecientemente más demencial es una de esas manifestaciones. La vanidad implícita (y explícita) en escribir textos como éste, y lanzarlos al espacio incorpóreo de la electrónica, donde, salvo por apagones, cambios de sistemas operativos o pura extinción de la tecnología, tienen muy buenas chances de vivir para siempre, no es menos erostratiana.

 

19.

Nada temo más que al fuego, y nada me parece más terrible que el que un templo centenario arda. Recuerdo mi desolación al ver por televisión las llamas apoderándose de Notre Dame aquel aciago día. No tomaría la vida de un semejante para que los siglos maldigan mi nombre y me hagan así inolvidable. No formaría un escuadrón de batalla con otros iluminados como yo ni me lanzaría a organizar un coup d’état ready-made para lucir nuestros recién diseñados uniformes de gala. No quemaría ninguna construcción, no destruiría ninguna obra de arte, no haría ningún mal. Todo eso me es profundamente ajeno, me sitúo justo en el otro extremo del especto, soy completamente anti-Mishima. Pero soy un escritor, como él. Y tengo un problema con la belleza. Y entiendo bien lo que Mishima dice cuando lo dice Mizoguchi. Y por eso la fascinación sigue sin agotarse, desde aquella noche en la que vi a Mishima arengando a los soldados que se mofaban de él, encaramado al balcón del Cuartel General de las Fuerzas Armadas japonesas, infinitamente reducidas e inoperantes por las condiciones impuestas por los aliados en la rendición.

 

20.

Todo esto es muy peligroso. El creer en el futuro, el proyectarse a un porvenir indefinido, el quererse imperecedero es muy peligroso. No sólo porque vacía, deshabita, desvaloriza el presente, sino porque subordina al Gran Relato todos nuestros actos, porque nos substituye por nuestro Gran Personaje, con sus charreteras de guardarropía. Escribir es también investirse de unos ropajes que se pretenden sacerdotales, ejecutar unas maniobras de resucitación sobre nuestro presumible muerto inminente. Escribir es también quemar templos para verlos arder y contarlo con las palabras más bellas posibles. Escribir es también no acordarse de que ahora, aquí, en este momento impostergable, irrepetible, estamos acariciando, y pensar en mitad de la caricia en el poema que escribiremos después, cuando todo esté ya perdido. Escribir es obstinarse en una tarea sin rédito posible, en una agotadora sucesión de fracasos, en un tour de force en el que uno lucha contra todos los habitantes de todos los infiernos que coexisten en su interior. A pesar de todo eso, o, en realidad, por todo eso, escribir es algo maravilloso.

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