Estoy
seguro de que en un pasado remoto presencié el resplandor de un crepúsculo
incomparablemente soberbio. ¿Es mi culpa que los crepúsculos que he visto
después siempre se me aparezcan más o menos descoloridos?
YUKIO
MISHIMA
1.
En la última entrada
de este blog afirmé que no parecía haber aniversarios de grandes
escritores para este 2025, y claramente me equivoqué, toda vez que mañana, 14
de enero, se celebra justamente el centenario de alguien que es
indiscutiblemente un gran escritor, el japonés Yukio Mishima. Es bien cierto
que en aquella entrada añadí de mi preferencia, y en ese sentido, yo no
diría que Mishima es de mis escritores favoritos, aunque sí respeto su
obra y mi historia con él es larga y compleja, como pretendo explicarles aquí.
En él, como en muy pocos otros casos, la intrincada cuestión de la relación
entre el autor, el personaje público y la persona real detrás de ambos se hace
especialmente compleja. Así, le he orbitado en diferentes periodos de mi
vida, nunca acabando de entrar en su mundo, pero indudablemente fascinado por
su figura, a la vez que repelido por algunas de sus actitudes, o poses,
pues si algo hay en él es, me parece, teatralidad.
2.
La primera vez que
oí hablar con cierto detalle de Mishima fue, si no me equivoco, en 1983, cuando
estaba por cumplir 19 años. Concretamente, el 31 de mayo (es maravilloso que
exista una Red en la que bucear para encontrar datos precisos, es maravilloso
para alguien como yo, que siempre se tuvo por un explorador de enciclopedias),
en el recién estrenado, benemérito y nunca bien ponderado programa del UHF o la
Segunda Cadena de TVE (too soon para La 2, todavía) La edad de oro,
conducido por la sin par Paloma Chamorro. Yo era un adolescente madrileño en
plena efervescencia cultural, en lo que se acabó llamando la Movida, pero eso
fue después y siempre fue un poco por todas partes, pero al margen, o yo por lo
menos era demasiado pasivo o estaba demasiado desorientado para acabar en el
meollo, mientras consumía ávidamente programas de radio, discos de vinilo, fanzines
con dibujos de Ceesepe o el Hortelano e iba empezando a saber, y de qué modo
(la boca abierta: no podía ser que eso estuviera pasando), quiénes eran Ouka
Lele o Almodóvar. Por supuesto, apenas empezó La edad de oro me convertí
en fan y no dejé de ver ningún programa.
3.
Así pues, el 31 de
mayo de 1983, en La edad de oro, se presentó un corto documental
a cargo de Koldo Artieda titulado Incidente Mishima. Puede encontrarse
en RTVE play el programa entero. Yo lo he revisado hace unas semanas,
después de no haberlo visto en más de cuarenta años y, la verdad, es obvio que
el documental me impactó, porque lo recordaba básicamente tal cual. Es
una pieza interesante, con toques muy de la época ochentera en que está hecha.
En ella, como suele ocurrir, la obra literaria de Mishima se toca más bien de
soslayo, se trata sobre todo del incidente, del modo en que puso fin a
su vida, lo que implica el morbo que inevitablemente acompaña al autor
japonés. Así fue como entró en mi vida, pues, como un lunático que con
su ejército privado (la Sociedad del Escudo) se encaminó al cuartel de
las Fuerzas Armadas Japonesas el 25 de noviembre de 1970 para dar un golpe
de estado, o, como mínimo, intentar que se sublevaran contra el estado
de las cosas en Japón. Un intento fracasado que desembocó entonces, en pura
aplicación de la lógica suicida que le animaba desde, probablemente, siempre,
en el seppuku.
4.
Pero estoy
desordenando el relato. En la pieza de Artieda se mostraba metraje de la acción
de Mishima y me pareció (es decir, ahora, cuarenta y tantos años después
interpreto lo que me pareció) que era extraño que algo tan relevante me fuera
desconocido, aunque el hecho hubiera ocurrido cuando yo tenía seis años.
Probablemente, a los casi 19 de 1983, y con toda la experiencia lectora que ya
arrastraba, me habría topado con libros de Mishima en las estanterías de las
librerías, pero, como he dicho, desconocía todo de su figura histórica. Ahí
comienza, pues, la atracción, profundamente ambivalente. Un militarista de
extrema derecha, que quiere recuperar el culto al Emperador en el Japón
derrotado y controlado por los USA no es, como puede imaginarse, exactamente mi
modelo ideal. Y, sin embargo, la ampulosidad de sus gestos, su evidente
necesidad de ser el centro de las miradas y las discusiones, su obsesión por el
cuerpo y su descarada pose gay (por más que mantuviera una familia formal,
que siempre negó esas tendencias), lo convertían en alguien realmente
interesante como creación pública. Esa dualidad sigue vigente hoy en
día, y sólo el distanciamiento que van trayendo las décadas permiten pulir sus
muy evidentes estridencias. El imposible éxito de su coup de opereta y
el inconcebible gore de su muerte son aderezos irresistibles, por más
que de sabor acre, que hacen que se vuelva una y otra vez sobre esa historia,
sobre esa película.
5.
En adecuada
resonancia, en 1985 se estrena una película titulada Mishima: A life in four
chapters. El director es Paul Schrader, que poco antes había hecho una
versión del clásico Cat people con mi adorada Nastassja Kinski. En tanto
que director, la carrera de Paul Schrader estaba empezando, pero ya había sido
guionista de películas tan importantes como Taxi Driver o Raging Bull.
Fue American Zoetrope, la compañía fundada por Francis Coppola, quien
produjo el film. Coppola y George Lucas figuran como productores ejecutivos. Es
bien cierto que estamos hablando de los comienzos de los ochenta y toda esa gente
es joven, pero el hecho me parece relevante, porque la película es
bastante experimental, si puede usarse ese término, tanto en su apuesta
narrativa como en su bello diseño visual, y por lo tanto no puede concebirse
como un film mainstream, sino más bien como algo que estaba condenado
desde el principio a ese estatus tan deseable en el fondo de película de
culto. Schrader declaró muchas veces que era su obra favorita, y ahora la
película todavía se deja ver bastante bien. La he revisado hace poco también,
pensando en esta entrada, puede encontrarse en Filmin. Está estructurada,
efectivamente, en cuatro capítulos, y mezcla la biografía y la obra del japonés,
ofreciendo pequeñas adaptaciones de varias de sus novelas.
6.
Mishima: A life
in four chapters
empieza, como casi siempre pasa con Mishima, por el final. Así, vemos al Jefe
de la Sociedad del Escudo, acompañado por sus soldados más fieles, dirigiéndose
en un coche al Cuartel General, donde va a producirse el incidente.
Vemos el desarrollo de ese incidente, de manera lineal a lo largo de la
película. Entreverado con esas imágenes, el relato de algunos momentos de la
biografía de Mishima se presenta en flashbacks en blanco y negro
(algunos de ellos partiendo de obras como Confesiones de una máscara,
con evidentes tintes autobiográficos). Y en paralelo a todo esto, en cada
capítulo se trata de una de las novelas o ensayos del japonés, entre ellas El
pabellón dorado o Caballos desbocados. Es, como se ve, una armazón
ambiciosa, para una película que, desde luego, no carga las tintas en contra de
Mishima, aunque tampoco se convierte en una hagiografía. Esa ambigüedad, que
nos hace bailar en el hilo de la fascinación, favorece indefectiblemente a los
fascistas, que no dejan de tener siempre claro que los aspectos estéticos
juegan a su favor. Pero, en tanto que obra cinematográfica y en tanto que biopic,
por muy sui generis que sea, la película funciona.
7.
Vi Mishima,
como no podía ser menos, cuando se estrenó en el Alphaville, en aquella época
de mi educación cinematográfica a la que ya me he referido varias veces
en este blog, y, claramente, me gustó y me reafirmó en el interés sobre
Mishima. Sin embargo, lo cierto es que ese interés no se tradujo en abundantes
lecturas de él. Sí que leí, pero apenas lo recuerdo, El marinero que perdió
la gracia del mar, en la edición de Bruguera. Luego pasó mucho tiempo hasta que me volviera a acercar a él, ya en el siglo XXI. Entonces una parte de su
obra ya estaba editada en Alianza (ya veremos en qué condiciones) y lo retomé,
y también me compré algunas biografías. Me seguía interesando sobre todo el incidente,
y siempre desde esa ambivalencia, intentando mirarlo como una performance
llevada al último extremo, el extremo de un escritor consagrado arrodillado
clavándose el puñal en el estómago y girándolo, con el gesto del samurai,
para desventrarse, mientras su discípulo predilecto, Morita, le cortaba el
cuello de un tajo con su espada. Claro que ésa era la teoría, porque lo cierto
es que Morita no acabó de acertar, y aquello devino en una escabechina, y fue
otro de los miembros de la Sociedad del Escudo el que tuvo que rematar tanto
a Mishima como a Morita. Eso, ese estúpido final gore de lo que se
pretendía una ceremonia de la máxima solemnidad, casi me reconcilia con todo el
sinsentido de la acción: es bueno que la chapuza acompañe a los gestos
ostentosos y a la seriedad de los rituales, nos hace más humanos, permite la
chanza y protege a la gente normal de los desvaríos de los iluminados.
8.
A pesar de la
condición de superstar de la literatura japonesa (en un status,
por otro lado, ambiguo, al menos en la Academia, pues claramente es una figura incómoda),
lo cierto es que el destino editorial de la vasta obra de Mishima en Occidente
no ha sido siempre el deseable. En la mayor parte de los casos, las ediciones
que fueron apareciendo de sus libros correspondían a traducciones de segunda
mano, generalmente realizadas a partir de la versión inglesa. Así, en España, aún
hoy (y es algo que parece alucinante que aún ocurra), hay novelas de
Mishima, como la tetralogía El mar de la fertilidad, su obra cumbre, que
no están traducidas del japonés. Algunas otras van apareciendo ya en traducciones
directas, por lo que hay que estar muy atentos, pues no es de recibo que la
prosa de un autor que tiene una preocupación tan evidente por la forma sea malbaratada
de ese modo, siendo además la opción de trabajar con las versiones originales
en japonés una quimera. No creo que denunciarlo aquí sirva de mucho, pero ahí queda
el comentario, y en el siguiente párrafo pongo un ejemplo sangrante de las
cosas que pasan cuando no se tiene el mínimo cuidado exigible.
9.
Después de muchas
vueltas y varios intentos fallidos, y motivado por la cuestión del centenario,
hace unos días abro una vez más Nieve de primavera, la primera de las
novelas de la tetralogía. Avanzo por sus breves capítulos. Me encuentro con sus
personajes, Shigekuni Honda (que nos acompañará en las otras tres novelas de El
mar de la fertilidad) y Kiyoaki Matsugae, que es un joven descendiente de
una familia aristocrática que encarna la decadencia que implica pasar del
estatus de nobleza guerrera samurai en la época del shogunato a
la modernidad, bastante proustiana, de un joven preocupado por la
estética y en general de ánimo melancólico. En la vasta finca de los Matsugae
hay un estanque, lo suficientemente grande como para contener una isla en su
centro, y poder ser recorrido en bote. Eso es lo que hacen un día los dos
amigos, y entonces se nos explica que en la isla hay nada menos que tres grúas
de hierro, dos con sus cuellos apuntando hacia arriba, y la tercera
con la cabeza baja. ¿Grúas? ¿Grúas en un entorno de suma delicadeza, en
un jardín japonés? ¿Cómo puede ser eso? Frunzo el ceño, pero sigo leyendo.
10.
Muy pocas páginas
después, Honda se dispone a contar una historia, y nos dice que ocurrió en Tang
China [sic]. Ahí es cuando me doy cuenta del desmán. Es una
traducción del inglés. Nadie en su sano juicio escribiría Tang China,
sino “en la China T’ang”, o “en China, en la época T’ang” (conocí muy joven los
poemas chinos de esa época, en un libro publicado por Visor, delicioso). Miro
el traductor: un tal Domingo Manfredi. El título original de la obra se
presenta en japonés: Haru no yuki. Pero no puede ser de ningún modo una
traducción directa, aunque se pretenda así. La novela fue publicada en los
setenta por Caralt ya en esa traducción. Manfredi, sin duda, sería un traductor
cuidadoso, pero del inglés: sólo aparece como traductor de obras
originalmente en esa lengua. Nieve de primavera sería el único libro en
japonés que habría traducido, lo cual no tiene sentido porque, como es obvio,
no hay muchos traductores del japonés, y menos en esa época, y porque, como
puede comprobarse, el resto de las obras de la tetralogía no son traducciones
directas, sino que proceden de la versión inglesa, y lo lógico es que si se
dispone de un traductor del japonés se emplee para las otras novelas.
11.
Y entonces se explica
todo: hagamos traducción inversa. Grúa se dice en inglés crane
(es el término que aparece, en efecto, en Spring snow, se puede comprobar
en la Red). Pero crane es también… grulla (!). Eso sí cuadra: las
grullas son adecuadas para el arte japonés. Lo que hay en la islita del
estanque son estatuas de grullas, puede que efectivamente de hierro, aunque ya se
podría dudar de eso también. Así que ya no puede uno seguir leyendo ese
libro, si tiene un cierto respeto por la obra de su autor, porque a saber
cuántas grúas más nos encontraremos más adelante. He encargado la traducción
inglesa, qué remedio. Puestos a alejarnos de la versión original, al menos no
lo hagamos mucho. Y vergüenza para Alianza, que es tan admirable en otros aspectos
y que a no dudar tendrá lectores profesionales que dan el OK para las obras que
publican, que sin embargo han aceptado que en un estanque de una casa señorial
del Japón de principios del siglo XX los motivos decorativos sean grúas,
como si estuviéramos en unas instalaciones portuarias, o en plena construcción
de un edificio de viviendas. Ay.
12.
(Por cierto, que si
nos ponemos etimológicos, la cosa es que el grúa del castellano viene
justamente de la grulla, pues aparentemente el origen del término es precisamente
crane, que en el inglés resulta metafórico, pues las grúas pueden
asemejarse en cierto modo a las grullas, y es a partir, al parecer, de la
palabra catalana grua, grulla, como se llega a la coexistencia en
nuestro idioma de la industrial y metálica grúa y la grácil grulla. Muestra,
una vez más, que entre las líneas de cada texto se abren microscópicos abismos
en los cuales, si uno penetra, se enfrenta a una perspectiva en el fondo nada
terrible de Tareas Interminables.)
13.
Esto de las
traducciones también tuvo su importancia en otra de mis lecturas mishimianas.
Cuando lo retomé, comencé mi recorrido, inevitablemente, con su primera novela,
Confesiones de una máscara, que aparentemente sí está traducida directamente
del japonés. Leí otras cosas también. En un momento dado me apeteció mucho leer
El pabellón de oro (1956), que narra el incidente real de la quema de un
templo de gran antigüedad, belleza y valor artístico por uno de los monjes que habitaban
en él. Lo busco para comprarlo (la edición de Alianza no estaba disponible aún)
y veo que hay una traducción publicada en los ochenta en Seix Barral. El
traductor es… Juan Marsé. De nuevo, desde el respeto más profundo por el
autor catalán, no me parecía muy plausible que entre sus muchas virtudes se
encontrara el conocimiento del japonés. En efecto, se trataba de una traducción
de la versión francesa. Entonces opté por leerlo en francés, en el libro que
publicó Gallimard ya en 1961 (bueno, lo leí en una edición posterior, de 2016).
El traductor al francés fue Marc Mécreant, él sí conocedor del japonés (pero
sin embargo La mer de la fertilité en Gallimard es de nuevo una
traducción indirecta, desde el inglés, algo increíble en el muy serio mercado editorial
francés). Acompaña al libro una introducción por Mécreant, escrita en 1960. Es
muy, pero muy, interesante leerla. Porque en 1960, Mishima no es de ningún modo
el Mishima que ha acabado pasando a la posteridad. Uno no podía ni
imaginarse que iba a montar el quilombo que acabó montando diez años
después. Esta especie de vértigo temporal merece por sí mismo la compra del
libro en francés y me daría para un rato más, pero lo cierto es que al final
apareció una traducción al castellano en Alianza, a cargo de Carlos Rubio, que
sí es un traductor del japonés, y ahí es donde me puse a leer el texto
definitivamente.
14.
Cuenta la historia
que Eróstrato, ávido de inmortalidad, deseoso de que su nombre no se perdiera en
toda la eternidad, decidió realizar un acto que fuera definitivamente
inolvidable, y optó por algo desmesurado, indefendible: quemar el templo de Ártemis
en Éfeso, que era una de las maravillas del mundo. Para contrariar su
pretensión, los gobernantes impusieron la damnatio memoriae, castigando
al que osara pronunciar su nombre, condenándolo así a un olvido definitivo. Sin
embargo, la estratagema de Eróstrato acabó funcionando, como lo prueba el que
su nombre aparezca aquí, en este texto, milenios después de su acción
incendiaria. Es por eso que se bautiza como erostratismo la idea de realizar
actos criminales o simplemente absurdos con el único fin de perdurar. Hoy, con
la pegajosa inmortalidad que alcanza cualquier suceso, replicado infinitamente
por medios electrónicos, esa tentación de Eróstrato parece convertida en un
signo de los tiempos. Se trataría de hacer cualquier barbaridad para salir en
las noticias. Creo que les suena. No es necesario ser siquiera un don nadie. La
política actual se basa en una continua quema de templos, en una continua
realización de gestos imperdonables. El fascista esteticista y nostálgico que
era Mishima se horrorizaría al ver la zafiedad de los Trumps de turno. Pero no
vayamos por ahí, estamos hablando de literatura…
15.
Mizoguchi, el joven
monje de El pabellón de oro es tartamudo y poco agraciado físicamente.
Desde niño vive en la perpetua fascinación por el Templo del Pabellón Dorado (Kinkaku-ji),
en Kioto, del que le habla su padre, monje budista también. Al principio, el
pabellón es una imagen, una imagen suscitada por las palabras. Cuando lo acabe
por conocer, la sensación será de desilusión (aquí, como otra veces, Mishima es
tan proustiano), pero luego el verdadero templo, que contiene, para
agrandar aún más la mise-en-abyme, su propia maqueta en el interior, se
acabará fundiendo con esa imagen platónica, para erigirse en la manifestación
absoluta de la Belleza, tan sublime como esclavizadora, pues se postula a sí
misma como la única unidad de medida del resto de las cosas del mundo, que
incluye, claro, el amor carnal, en el que Mizoguchi no dejará de fracasar una y
otra vez. La idea de la belleza y la de la muerte, como en toda la obra de
Mishima, se cruzan, y en el Japón de la Segunda Guerra Mundial, el que los
bombardeos aliados acaben con el Pabellón Dorado parece algo esperable, pero
no, los americanos respetaron Kioto (no respetaron muchas otras
ciudades, claro: seguimos teniendo pendiente aquí hablar de Hiroshima y
Nagasaki, pero acabaré haciéndolo). Así, y resumiendo absurdamente una novela
de gran penetración psicológica y extrema belleza formal, Mizoguchi tendrá
que encargarse él mismo de prender fuego al templo para acabar con la tiranía
de su belleza, que le mantiene aherrojado.
16.
De entre los muchos
apuntes de Fernando Pessoa que, aún a día de hoy, siguen siendo clasificados y
publicados, hay una serie que editó en su día (2000) Richard Zenith bajo el
nombre de Heróstrato e a busca da imortalidade. En el primero de los
trechos recogidos por Zenith, Pessoa esboza la idea de la obra que pretende
hacer y que nunca pasó, por supuesto, del estado fragmentario tan propio de los
trabajos del portugués: Proponho-me esaminar o problema da celebridade,
tanto ocasional como permanente. El problema de la celebridad. El
modo en que uno, alguien, algún hecho, algún acontecimiento se instala en
la memoria de la humanidad, y permanece allí como una especie de virus residente,
que condiciona inevitablemente (a menudo deformándolos) la visión de las cosas
y el relato de lo ocurrido. Pessoa está en esa posteridad que parecía
improbable para él, cuando no dejaba de ser una figura menor de la literatura lisboeta:
son sus textos, inagotables, frondosos, gozosos en su alcance, su ambición, su
humanidad, los que sostienen su fama. Mishima, que siempre quiso estar
en la posteridad, que fue tan consciente de su lugar en el mundo, que dibujó
tan detalladamente su personaje a lo largo de su vida, está también, sí, en
esa posteridad, pero lo está, sobre todo, por su seppuku, por su última performance.
No sé si esto es lo que él hubiera querido, no sé si no fue todo una
absurdamente desproporcionada campaña de marketing para que su obra también
fuera inmortal, pero lo cierto es que la infamia de sus acciones le
confirió, como a Eróstrato, la eternidad.
17.
Hayashi Yōken se
llamaba el incendiario del Templo del Pabellón de Oro. A las 2.30 de la
madrugada del 2 de julio de 1950 lo prendió fuego, pero no acabó con su vida,
como era su idea inicial. Apresado, fue diagnosticado con un trastorno
psiquiátrico, y fue liberado unos años después, muriendo, aún muy joven, en
1956. Mishima estuvo en contacto con él (como Truman Capote hizo para escribir In
cold blood, diríamos) y no le encontró especialmente interesante, ni le pareció
que sus ideas fueran demasiado elaboradas. Las reflexiones filosóficas de
Mizoguchi sobre el problema de la existencia de la belleza son cosecha
de Mishima, pues. Y son muy relevantes, porque de algún modo, como en otras de
sus obras, uno puede encontrar ahí, leyéndolo al revés (ésa es la
trampa, eso es lo que no había podido hacer Mécréant en 1960), trazas y avisos
de lo que iba a venir. La muerte, siempre, desde el primer instante de la vida
de ese niño arrancado a la madre por su dominante y asfixiante abuela, de ese militarista
obsesionado que sin embargo exageró sus síntomas de tuberculosis para escapar
del alistamiento, de esa vedette que ejercía de cantante, actor,
director de teatro, modelo fotográfico. La muerte, viniera de donde viniera, y de
dónde mejor puede venir que de una tradición como la de los samuráis que glorificaba
la muerte por el Emperador, especialmente cuando ya no tenía ningún sentido,
porque el Emperador era una figura patética, derrotada, humillada por el
poderoso ejército de Estados Unidos, que había llenado la isla de soldados que
mascaban chicle y bailaban música rock. Si uno ha de morir, hay que
hacerlo a lo grande…
18.
Quemar un templo,
abrirse el vientre para que las vísceras se esparzan por el suelo: el gesto es
equivalente. Mishima, que quería ganar el Premio Nobel y fue candidato muchos
años, y entonces se lo dieron a Kawabata, y ya no iba a ser para él, y podía
entregarse por fin a su delirio final, es un gran Eróstrato, y no podemos
despreciarlo sin más. La idea de la permanencia, de la inmortalidad es algo que
opera siempre, es algo que ronda siempre. Uno normalmente (y menos mal) no
quiere sobrevivir en los pensamientos de los que vendrán como alguien infame,
pero la perduranza está detrás de muchas de nuestras motivaciones, aunque no
hayamos reparado en ello. La insistencia en arrojar otros ejemplares de
pequeños seres humanos a un mundo crecientemente más demencial es una de esas
manifestaciones. La vanidad implícita (y explícita) en escribir textos como
éste, y lanzarlos al espacio incorpóreo de la electrónica, donde, salvo por
apagones, cambios de sistemas operativos o pura extinción de la tecnología,
tienen muy buenas chances de vivir para siempre, no es menos erostratiana.
19.
Nada temo más que al
fuego, y nada me parece más terrible que el que un templo centenario arda.
Recuerdo mi desolación al ver por televisión las llamas apoderándose de Notre
Dame aquel aciago día. No tomaría la vida de un semejante para que los siglos
maldigan mi nombre y me hagan así inolvidable. No formaría un escuadrón de
batalla con otros iluminados como yo ni me lanzaría a organizar un coup d’état
ready-made para lucir nuestros recién diseñados uniformes de gala. No quemaría
ninguna construcción, no destruiría ninguna obra de arte, no haría ningún mal. Todo
eso me es profundamente ajeno, me sitúo justo en el otro extremo del especto,
soy completamente anti-Mishima. Pero soy un escritor, como él. Y tengo un problema
con la belleza. Y entiendo bien lo que Mishima dice cuando lo dice
Mizoguchi. Y por eso la fascinación sigue sin agotarse, desde aquella noche en
la que vi a Mishima arengando a los soldados que se mofaban de él, encaramado al
balcón del Cuartel General de las Fuerzas Armadas japonesas, infinitamente
reducidas e inoperantes por las condiciones impuestas por los aliados en la rendición.
20.
Todo esto es muy
peligroso. El creer en el futuro, el proyectarse a un porvenir indefinido,
el quererse imperecedero es muy peligroso. No sólo porque vacía,
deshabita, desvaloriza el presente, sino porque subordina al Gran Relato todos
nuestros actos, porque nos substituye por nuestro Gran Personaje, con sus
charreteras de guardarropía. Escribir es también investirse de unos ropajes que
se pretenden sacerdotales, ejecutar unas maniobras de resucitación sobre
nuestro presumible muerto inminente. Escribir es también quemar templos para
verlos arder y contarlo con las palabras más bellas posibles. Escribir
es también no acordarse de que ahora, aquí, en este momento impostergable,
irrepetible, estamos acariciando, y pensar en mitad de la caricia en el poema
que escribiremos después, cuando todo esté ya perdido. Escribir es
obstinarse en una tarea sin rédito posible, en una agotadora sucesión de
fracasos, en un tour de force en el que uno lucha contra todos los
habitantes de todos los infiernos que coexisten en su interior. A pesar de todo
eso, o, en realidad, por todo eso, escribir es algo maravilloso.
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