Tu connais cette maladie fiévreuse qui s’empare de nous dans les froides misères, cette nostalgie du pays qu’on ignore, cette angoisse de la curiosité?
CHARLES BAUDELAIRE, L’invitation au voyage
1.
En
unas horas finaliza el año Kafka. Este año Kafka, porque ha habido
otros, habrá otros, el tiempo de los aniversarios es a la vez lineal y cíclico,
pero ya no habrá para mí otro centenario de Kafka. Puede haber un sesquicentenario
cercano (en qué momento puede uno usar semejante belleza de palabra…), cuando en
el 2033, al borde de mi setentena, se celebren los 150 años del nacimiento del
praguense. Si no nos hacemos trampas en el solitario con cuartos de siglo, eso
es todo. Se ha pasado el año sin que, al final, cumpliera mis propósitos de
dedicar mi 2024 a los Altos Estudios Kafkianos. Ha sido un año muy atareado
para mí, ya lo saben Uds., que me han seguido. Y en todo caso, no me hacen
falta centenarios para dedicarme a Kafka.
2.
No
parece que haya grandes aniversarios de escritores para el 2025, o por lo menos
entre los de mi preferencia. Me parece que no habrá otro de semejante magnitud
hasta el año siguiente, el 2026, cuando se cumpla el centenario de la muerte de
otro praguense, Rainer Maria Rilke, que justamente hace un par de días, el 29
de diciembre, cumplió sus 98 años de muerto. La coetaneidad y la coincidencia
geográfica de dos gigantes como esos dos autores, que son tan divergentes en
muchos aspectos, por otro lado, es uno de esos misterios gozosos de la historia
de la literatura. Como ya saben, hace un tiempo les dediqué un ensayo,
inevitablemente inédito, a ambos, en torno a sus epistolarios amorosos.
3.
Hubo una tercera persona que se coló en ese ensayo, que di en llamar “Los
amores bidimensionales”, y lo hizo porque, de algún modo, apareció de forma sobrevenida,
reclamando su vértice del triángulo: la gran poeta rusa Marina Tsvietáieva.
También he hablado de eso por aquí: en el verano de 2015 (ya va a hacer una
década el tiempo pasa de una manera insoportablemente inclemente), mientras
luchaba por alumbrar Morgana en Duino, junto con su hermano mellizo, ese
ensayo sobre la imposibilidad, en una librería de Girona me topé con las Cartas
del verano de 1926 (que tendrán también su centenario, pues, en poco
tiempo), entre Marina, Rainer y el eslabón que les unió, Borís Pasternak. Un
libro difícilmente comparable a ningún otro, por el calibre de las
personalidades implicadas y por la historia de amor (de un amor que no
puede tener equivalente en el mundo físico, y por eso se refugia en el
mundo de la poesía y las correspondencias) entre dos poetas, alejados en el
espacio, también, de algún modo en el tiempo, pero capaces de definir (al menos
Marina, Rainer está ya tan cansado y quebrantado por la enfermedad por ese
entonces) un tercer ámbito, más allá del vivir o del estar muerto. Ése
es el reino de Marina, la tercera persona. Ése es el reino en el que cabría
cobijarse, especialmente en días como hoy, cuando se nota tanto el que los
engranajes no se detienen, y que estamos atrapados entre las ruedas dentadas de
esa maquinaria.
4.
También
les he contado (ésta no es, me parece, una entrada para ser original, tiene
otras finalidades) que, enterada Marina del fallecimiento de Rilke, pero no
teniendo aún todos los detalles a su disposición, compone un poema bellísimo que
se ha dado en llamar Poema del año nuevo, o Carta del año nuevo,
o simplemente Del año nuevo, y que está dedicado, claro, al poeta que
acaba de abandonar el siglo, que dirían los clásicos, es decir, que
acaba de trasladarse a ese otro emplazamiento, esa otra habitación del tiempo,
que tendrá que empezar a amueblar, a cartografiar con nuevos e inconcebibles
poemas en no se sabe qué lenguas angélicas, ese territorio que está al lado,
o incluso aquí mismo, como está el país de los ángeles, que pasan entre
nosotros sin siquiera percibirnos con su existir más potente, ese lugar a donde
Marina expide su misiva, que ha de ser entregada en propia mano.
5.
Y
por último, igualmente saben que uno de mis rituales de capodanno es
releer el poema de Marina, introduciéndome así en la intimidad de esa
correspondencia privada, aceptando así el regalo de la poeta, que contestaba de
ese modo al otro regalo que Rilke le hizo poco antes, cuando escribió para ella
nada menos que una Elegía, la undécima de las de Duino (o eso
decide ella que sea, y no sin justicia). Es algo que haré, con detenimiento y
delectación, apenas termine de escribir esto, que es mi regalo, mi carta de Año
Nuevo para Uds., y que les entrego, como debe ser, en propia mano.
6.
¿Por
qué les cuento, por lo tanto, todo esto, si de algún modo ya se lo he contado,
y además es algo que gira sobre mis mismos temas, mis mismos intereses, mis
mismas obsesiones? ¿Lo hago porque me veo en la obligación de solemnizar
el hecho de que el astro en que hemos sido depositados ha cumplido, con rigor
funcionarial, su trabajo y ha concluido una nueva órbita, topándose así con el
hito o mojón que de manera tan profundamente arbitraria colocamos aquí, un poco
a la izquierda del solsticio, ese punto indiscernible de la sucesión de puntos
indiscernibles de la trayectoria que hemos dado en llamar treinta y uno,
como si fuéramos jugadores de un mus cósmico peligrosamente regado con el
pacharán del hacernos viejos? ¿Lo hago para que me lean justamente hoy y se
acuerden de mí en este passage? No, bueno, sí, también, pero no lo hago
por eso, lo hago para invitarles al viaje.
7.
Fue
en 2012 cuando me fui a Duino, eso también lo saben Uds. porque lo he repetido hasta
la saciedad, a celebrar mi propio centenario privado, el de la voz del
ángel que escuchó Rilke allí dándole el primer verso de las Elegien.
Cuando se cerraba 2011 mi vida era objetivamente muy complicada. El viaje ya
estaba, claro, programado, e incluyó Venecia y Trieste, la ciudad de la que me
hice hijo adoptivo desde entonces. Así que propiamente no puede decirse que ese
periplo, tan sumamente importante para mí, para mi vida en general, y
desde luego para mi vida en tanto que escritor, pudiera definirse como un propósito
de fin de año, pero sí recuerdo que poco antes la idea me asaltó con
una poderosa fuerza redentora. Era eso, eso lo que era preciso hacer en
ese momento, era inexcusable, y sería decisivo. Y acerté, lo fue. Lo sigue
siendo. Así que, en el Fin de Año del 2011, que fue algo más bien pesadillesco
por motivos que no relataré, seguramente no formulé propósito alguno, pero lo
cierto es que unos días después yo bajé del autobús en Duino y vi el árbol
retorcido dibujándose contra el Mar Gris y todo comenzó. Acepté la invitación
al viaje.
8.
Un
viaje me llevó a Girona a esa librería en 2015. Otros viajes igualmente fundamentales
me han trasladado a ciudades que forman parte de mi mitología personal. Pero no
se trata exactamente de desplazarse, no se trata de trenes o aviones o
distancias o ciudades, ni siquiera de hoteles (aunque, bueno, un poco de
hoteles, sí), el viaje es otra cosa, otra cosa que no seré capaz de explicar en
estas líneas, sobre todo porque no puede explicarse, o no, al menos, en
términos racionales. Tendría que ver, me parece, con un gesto de rebeldía, un
gesto de rebeldía que lo es tanto más en tanto en cuanto se parte de un
convencimiento absoluto de que en el fondo no hay nada que hacer, que
las cartas están repartidas, los destinos fijados, por la biología, la suerte,
la historia, que apenas tenemos margen de maniobra para doblar el fuerte brazo
del Sino, que, por otro lado, no es más que un personaje que ha perdido
completamente la cabeza desde siempre. Es decir, que las cosas ni siquiera nos
ocurren, que nosotros ocurrimos, y que toda estrategia, todo plan, todo
relato, son siempre posteriores, o falsarios, o marginales, o ineficientes. Y
sin embargo… O no, no sin embargo: por eso mismo.
9.
¿En
qué consiste la rebeldía, pues, en qué consiste el viaje? En decirnos de
otro modo, en decirnos otras cosas, en hacernos ficticios, en hacernos
poema. Nada de lo que me alteraba en 2011 tenía que ver con Duino o Rilke, ni
siquiera Rilke es un poeta consolador, ni siquiera es fácil, ni siquiera es un
poeta que me llevara acompañando desde la infancia, como tantos otros. No había
ningún heroismo particular en partir para Duino, no era un viaje
complicado, ni habría en él ningún tono de aventura caballeresca. No me
esperaba ningún corazón de las tinieblas. Se trataba de tomar un
desvío, pergeñar una bifurcación que no existía, cambiar el letrero junto a
la carretera, como le hacía el Coyote al Correcaminos para llevarlo a la
trampa. Exactamente así: sabiendo que es mentira, que no servirá, que el Correcaminos
no caerá en la trampa, que seremos nosotros los que nos despeñaremos por el abismo.
Precisamente por eso.
10.
Lo
intento un poco más. En la breve posesión del futuro hipotético, en el trazado
del esquema sobre la página de nuestra mente, en el anhelo, se esconde el
único juego de manos que podemos hacerle al tiempo, el que lo consigue
estancar, o desviar para que riegue con su río las plantaciones de los poemas,
que de otro modo se agostarían, como nos ha pasado tanto tan desde siempre. No
es que sea verdad, el tiempo sigue, y, si no, vean Uds. como, en breves horas,
inauguraremos el segundo cuarto del siglo XXI, y pasaremos a estar más
cerca del 2050 que de ese 2000 que nos parecía tan remoto cuando éramos niños y
veíamos películas de ciencia-ficción. El tiempo sigue, pero arrojamos a él una
materia densa, un fuerte engrudo que lo espesa, que lo congela incluso, aunque el
deshielo llegue tan pronto: esa ilusión de permanencia, esa tentativa de
fuga, ese brotar de poemas, es el viaje. El que lo probó, lo sabe.
11.
Por
eso es preciso ir a Duino, o a Raron, donde la bella tumba de Rilke domina el
valle del Ródano, que es a donde se desplaza, por la magia de la poesía,
Marina, condenada a su Bellevue de exiliada y próximamente a un retorno letal a
la Unión Soviética. Son esas inesperadas rutas postales las que hay que explorar
cuando se cambia de año, son esos pasaportes escritos en lengua angélica los
que hay que echarse al bolsillo cuando vienen mal dadas, es decir,
siempre. El que fue a Duino en los primeros días de 2012, el que sabía ya que
iría en los últimos días de 2011, cuando Rainer tenía apenas 85 años de
muerto (cómo pasa el tiempo…) no es ya, claro, el que escribe estas líneas,
porque justamente aquel se mudó, aquel aceptó la invitación al viaje, y
nos dejó su crónica, y ahora podemos leerla. Otros no hicieron más que lo
que les tocaba: ya se sabe, las cosas serias. Levantarse por la mañana, ir
a trabajar, contemplar las palomas de Levrero en el edificio de enfrente,
envejecer con la mínima dignidad exigible, en suma, enmohecerse. También tengo
crónicas de todos ellos, todos somos el mismo. Pero las leo muy de tarde en
tarde. En cambio, los viajes… Esos viajes en los que a uno le pierden el
equipaje y ha de improvisar y sacarse de la manga, o de donde estuvieran, sus
mejores versos. Esos viajes en los que uno puede verdaderamente perderse,
y no volver a aparecer, como esos johatsu japoneses. Esos viajes. Y
muchos de ellos los he emprendido (los emprendo) desde esta misma mesa, frente
a esta misma pantalla, arropado por estos mismos libros, acompañado de ustedes.
12.
Invitación
al viaje es,
por supuesto, el título de uno de los poemas más conocidos de Charles Baudelaire,
incluido en Les fleurs du mal. También tiene ese título un pequeño
poema en prosa del francés que forma parte de su Le Spleen de Paris.
En esa invitación, al tú del poema se le convida a un viaje que llevará
a un lugar maravilloso, a un oriente de belleza y lujo, a un paisaje incomparable,
a ese país que es justamente tú, el país que es ella. Es ahí donde el
poeta quiere mudarse, es ahí, en esa tierra del encuentro infinito,
donde se desea pasar el fin de un año que ya no tiene fin. Hay muchos viajes en
la literatura, hay odiseas que nos vienen alcanzando desde siempre, hay remotos
continentes por descubrir y luego, ay, descubiertos, hay galaxias innumerables
en el espacio insondable, pero no se necesita ir a ninguna parte para encontrar
ese país de Jauja que nos muestra Baudelaire, nuestro guía.
13.
Invitación
al viaje es
también un bello y triste relato de Julio Ramón Ribeyro, una pieza que seguía
inédita después de la muerte del peruano, que no había sido incluida en su voluminosa
colección de relatos completos, y que ha aparecido hace poco. Es un cuento de
iniciación, en el que un niño transita por esos alrededores de la ciudad
inmensa que son ya otro lugar, habitado por otra gente. Hay mucho
de las noches nervalianas en él. Lo leí con extremo placer, me abrió la puerta
a un autor que llevaba demasiado tiempo haciendo esperar en mi inabarcable
lista de lecturas. Y fue, inevitablemente, el título. Fue el título lo
que era imposible de soslayar: cómo va uno a negarse, nunca, bajo ningún concepto,
a una invitación al viaje. Aunque sea el viaje de Dante. Especialmente
si es el viaje de Dante.
14.
Hay
un cuadro (hay muchos cuadros) que no puede reproducirse. Si uno busca
entre los libros, si uno fatiga Google, aparece una y mil veces, y cada
vez es distinto, cada vez es peor, cada vez es menos. Se trata del Mönch
am Meer de Caspar David Friedrich. Esa combinación de grises y negros y
azules plomizos no fotografía. Compruébenlo Uds. mismos. Ya lo conocen, ya
les he hablado de él (les advertí que no habría novedades, para este fin de año
me rodeo, como no podía ser menos, de mis fetiches). Lo vi en otro viaje
fundamental, a Berlín, una ciudad a la que había ido realmente mucho, por
motivos de trabajo, durante un tiempo, pero que no había podido apreciar
adecuadamente y, sobre todo, un lugar lleno de museos que no había podido
visitar. Ahí, en 2010, antes de todo aquello, pero después de tantas
otras cosas, me quedé atónito al contemplar un cuadro que no conocía, pero que
resonaba tan profundamente con algo que sólo puedo haber visto en otros viajes,
en esos viajes de los que no tenemos crónicas, más allá de las deslavazadas
ristras de imágenes inconexas del despertar. No he vuelto a verlo desde entonces.
Es decir, lo he visto mucho, lo veo todo el rato, pero no es él, porque
ese cuadro no se puede ver si no se ve, y no se ve si uno no va a verlo. Por
eso tengo que volver a Berlín. Igual que no se puede ver a Rothko si no se le
ve, y por eso le he perseguido tanto, y lo he atrapado en Viena aquella vez decisiva,
y París hace poco, y Basel varias veces, y Zürich aquel día de todos los demonios.
Y no es casual que Rothko y Friedrich salgan en el mismo párrafo, ya se lo
pueden Uds. imaginar. Pero habría muchos otros: durante un tiempo fui un
avezado cazador de caravaggios. Motivos para el viaje, en este caso, sí,
el viaje de aviones y hoteles y museos. Pero ya no insisto más, ya me
entienden.
15.
Sí,
porque uno tendría que hablar de las librerías de París, o de los capuccini
en Roma, o de las galerías y soportales de Torino. O de tardes y tardes en
Barcelona, repitiendo itinerarios semejantes, en busca del otro que también
fui, y soy, en esa ciudad que es el reflejo en la obsidiana (¿o es al revés?)
de mi ciudad. Esa ciudad que tiene mar, aunque a mí me baste con saber
que lo tiene, y jamás vaya a verlo, porque el mar es en sí mismo la
purísima invitación al viaje, y en este caso uno puede ver el mar sin verlo, y yo
lo hago todo el rato, y estar en el mar es justamente lo que hago cuando
escribo, y ahí no soy el monje abrumado ante la inmensidad, sino esos otros paseantes
de Friedrich que miran los barcos.
16.
Por
poco que me conozcan a estas alturas ya saben que no soy lo que podría decirse convencional.
Y no es que no lo sea por puro esnobismo o por llamar la atención, no, es
que me dibujaron así. Por lo tanto, no cabe ya que esperen de mí una simple
felicitación. Lo cual no quiere decir que no desee su felicidad, antes
al contrario, para mí es extremadamente importante que sean felices, o no, ya
saben que no, que la felicidad es algo que me parece siempre muy sospechoso:
que estén contentos, y contentas, y alegres, que tiene esa e que
nos incluye a todes. Es muy importante para mí porque justamente sé que la vida
es triste y compleja y llena de pozos y llena de fango y llena de angustia y
llena de cosas que para qué mencionar, cuando todos somos ya mayorcitos y
sabemos de lo que hablamos. Pero por eso mismo no se trata de simplemente
añadir una fórmula más, repetir las palabras gastadas por el uso. De lo que se
trata es de invitar al viaje, de ofrecerme como guía, o de ofrecerles
mis guías (Friedrich nos espera en el muelle), de ofrecerles mi compañía, de
invocar juntos a la sagrada divinidad del Encuentro, de no aplazarnos más,
de no seguir jugando a ese peligroso juego de vivir que es justamente el
peor modo de estar vivo, se trata de embarcarnos, de bucear a pleno pulmón,
como los pescadores de perlas, de esbozar con los brazos el gesto del vuelo por
si cuela, por si salimos de repente volando por el balcón y nos vamos a
visitar a las palomas de Levrero, mientras Levrero sigue escribiendo
incesantemente que no puede escribir.
17.
Marina
empieza como corresponde, ¡Feliz año nuevo! Pero luego sigue en esa primera
carta al nuevo domicilio póstumo y eterno de Rilke: ¡Feliz mundo,
limbo, morada! O mundo y luz – borde y hogar – puerto. O mundo –
faro – amparo nuevo. O bord nouveau – monde – abri (sí, también la tengo
en francés…). Dice todo eso porque cada traducción dice una cosa, y eso ocurre
porque ciertamente el ruso de Tsvietáieva es tan complejo y tan compacto y tan
lleno de resonancias que no hay forma de verterlo unívocamente. Y ahí, ahí, ya
tan ahí, apenas en la primera línea del poema, está el viaje. Ahí se abre una
biblioteca infinita, un scriptorium en el que alojarse durante milenios,
un paisaje inagotable. Y luego sigue otro verso. Y luego se acaba el poema. Y
hay muchos otros poemas. Y hay otros poetas. Y hay otra literatura. Y hay cine.
Y hay pintura. Y hay lugares. Y hay gente. Hay gente. Gente con la que
encontrarse, gente con la que hablar de poesía, gente con la que pasear, gente
con la que estar callados, gente a la que abrazar. Y luego empieza el poema
otra vez y luego, un día, todo se acaba, claro, pero todos aquellos enviados
que partieron a sus viajes, todos aquellos conquistadores que
colonizaron esas llanuras del aire son inmunes a la usura del tiempo, son
idénticos a la idea feliz con que los concebimos, son indestructibles en su
evanescencia.
18.
Feliz Año Nuevo, pues. Éste es mi mensaje de Fin de Año, y se lo entrego aquí, en propia mano. Y que los vientos nos sean propicios.
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