martes, 31 de diciembre de 2024

Invitación al viaje

 


Tu connais cette maladie fiévreuse qui s’empare de nous dans les froides misères, cette nostalgie du pays qu’on ignore, cette angoisse de la curiosité?

CHARLES BAUDELAIRE, L’invitation au voyage


1.

En unas horas finaliza el año Kafka. Este año Kafka, porque ha habido otros, habrá otros, el tiempo de los aniversarios es a la vez lineal y cíclico, pero ya no habrá para mí otro centenario de Kafka. Puede haber un sesquicentenario cercano (en qué momento puede uno usar semejante belleza de palabra…), cuando en el 2033, al borde de mi setentena, se celebren los 150 años del nacimiento del praguense. Si no nos hacemos trampas en el solitario con cuartos de siglo, eso es todo. Se ha pasado el año sin que, al final, cumpliera mis propósitos de dedicar mi 2024 a los Altos Estudios Kafkianos. Ha sido un año muy atareado para mí, ya lo saben Uds., que me han seguido. Y en todo caso, no me hacen falta centenarios para dedicarme a Kafka.

 

2.

No parece que haya grandes aniversarios de escritores para el 2025, o por lo menos entre los de mi preferencia. Me parece que no habrá otro de semejante magnitud hasta el año siguiente, el 2026, cuando se cumpla el centenario de la muerte de otro praguense, Rainer Maria Rilke, que justamente hace un par de días, el 29 de diciembre, cumplió sus 98 años de muerto. La coetaneidad y la coincidencia geográfica de dos gigantes como esos dos autores, que son tan divergentes en muchos aspectos, por otro lado, es uno de esos misterios gozosos de la historia de la literatura. Como ya saben, hace un tiempo les dediqué un ensayo, inevitablemente inédito, a ambos, en torno a sus epistolarios amorosos.

 

3.

Hubo una tercera persona que se coló en ese ensayo, que di en llamar “Los amores bidimensionales”, y lo hizo porque, de algún modo, apareció de forma sobrevenida, reclamando su vértice del triángulo: la gran poeta rusa Marina Tsvietáieva. También he hablado de eso por aquí: en el verano de 2015 (ya va a hacer una década el tiempo pasa de una manera insoportablemente inclemente), mientras luchaba por alumbrar Morgana en Duino, junto con su hermano mellizo, ese ensayo sobre la imposibilidad, en una librería de Girona me topé con las Cartas del verano de 1926 (que tendrán también su centenario, pues, en poco tiempo), entre Marina, Rainer y el eslabón que les unió, Borís Pasternak. Un libro difícilmente comparable a ningún otro, por el calibre de las personalidades implicadas y por la historia de amor (de un amor que no puede tener equivalente en el mundo físico, y por eso se refugia en el mundo de la poesía y las correspondencias) entre dos poetas, alejados en el espacio, también, de algún modo en el tiempo, pero capaces de definir (al menos Marina, Rainer está ya tan cansado y quebrantado por la enfermedad por ese entonces) un tercer ámbito, más allá del vivir o del estar muerto. Ése es el reino de Marina, la tercera persona. Ése es el reino en el que cabría cobijarse, especialmente en días como hoy, cuando se nota tanto el que los engranajes no se detienen, y que estamos atrapados entre las ruedas dentadas de esa maquinaria.

 

4.

También les he contado (ésta no es, me parece, una entrada para ser original, tiene otras finalidades) que, enterada Marina del fallecimiento de Rilke, pero no teniendo aún todos los detalles a su disposición, compone un poema bellísimo que se ha dado en llamar Poema del año nuevo, o Carta del año nuevo, o simplemente Del año nuevo, y que está dedicado, claro, al poeta que acaba de abandonar el siglo, que dirían los clásicos, es decir, que acaba de trasladarse a ese otro emplazamiento, esa otra habitación del tiempo, que tendrá que empezar a amueblar, a cartografiar con nuevos e inconcebibles poemas en no se sabe qué lenguas angélicas, ese territorio que está al lado, o incluso aquí mismo, como está el país de los ángeles, que pasan entre nosotros sin siquiera percibirnos con su existir más potente, ese lugar a donde Marina expide su misiva, que ha de ser entregada en propia mano.

 

5.

Y por último, igualmente saben que uno de mis rituales de capodanno es releer el poema de Marina, introduciéndome así en la intimidad de esa correspondencia privada, aceptando así el regalo de la poeta, que contestaba de ese modo al otro regalo que Rilke le hizo poco antes, cuando escribió para ella nada menos que una Elegía, la undécima de las de Duino (o eso decide ella que sea, y no sin justicia). Es algo que haré, con detenimiento y delectación, apenas termine de escribir esto, que es mi regalo, mi carta de Año Nuevo para Uds., y que les entrego, como debe ser, en propia mano.

 

6.

¿Por qué les cuento, por lo tanto, todo esto, si de algún modo ya se lo he contado, y además es algo que gira sobre mis mismos temas, mis mismos intereses, mis mismas obsesiones? ¿Lo hago porque me veo en la obligación de solemnizar el hecho de que el astro en que hemos sido depositados ha cumplido, con rigor funcionarial, su trabajo y ha concluido una nueva órbita, topándose así con el hito o mojón que de manera tan profundamente arbitraria colocamos aquí, un poco a la izquierda del solsticio, ese punto indiscernible de la sucesión de puntos indiscernibles de la trayectoria que hemos dado en llamar treinta y uno, como si fuéramos jugadores de un mus cósmico peligrosamente regado con el pacharán del hacernos viejos? ¿Lo hago para que me lean justamente hoy y se acuerden de mí en este passage? No, bueno, sí, también, pero no lo hago por eso, lo hago para invitarles al viaje.

 

7.

Fue en 2012 cuando me fui a Duino, eso también lo saben Uds. porque lo he repetido hasta la saciedad, a celebrar mi propio centenario privado, el de la voz del ángel que escuchó Rilke allí dándole el primer verso de las Elegien. Cuando se cerraba 2011 mi vida era objetivamente muy complicada. El viaje ya estaba, claro, programado, e incluyó Venecia y Trieste, la ciudad de la que me hice hijo adoptivo desde entonces. Así que propiamente no puede decirse que ese periplo, tan sumamente importante para mí, para mi vida en general, y desde luego para mi vida en tanto que escritor, pudiera definirse como un propósito de fin de año, pero sí recuerdo que poco antes la idea me asaltó con una poderosa fuerza redentora. Era eso, eso lo que era preciso hacer en ese momento, era inexcusable, y sería decisivo. Y acerté, lo fue. Lo sigue siendo. Así que, en el Fin de Año del 2011, que fue algo más bien pesadillesco por motivos que no relataré, seguramente no formulé propósito alguno, pero lo cierto es que unos días después yo bajé del autobús en Duino y vi el árbol retorcido dibujándose contra el Mar Gris y todo comenzó. Acepté la invitación al viaje.

 

8.

Un viaje me llevó a Girona a esa librería en 2015. Otros viajes igualmente fundamentales me han trasladado a ciudades que forman parte de mi mitología personal. Pero no se trata exactamente de desplazarse, no se trata de trenes o aviones o distancias o ciudades, ni siquiera de hoteles (aunque, bueno, un poco de hoteles, sí), el viaje es otra cosa, otra cosa que no seré capaz de explicar en estas líneas, sobre todo porque no puede explicarse, o no, al menos, en términos racionales. Tendría que ver, me parece, con un gesto de rebeldía, un gesto de rebeldía que lo es tanto más en tanto en cuanto se parte de un convencimiento absoluto de que en el fondo no hay nada que hacer, que las cartas están repartidas, los destinos fijados, por la biología, la suerte, la historia, que apenas tenemos margen de maniobra para doblar el fuerte brazo del Sino, que, por otro lado, no es más que un personaje que ha perdido completamente la cabeza desde siempre. Es decir, que las cosas ni siquiera nos ocurren, que nosotros ocurrimos, y que toda estrategia, todo plan, todo relato, son siempre posteriores, o falsarios, o marginales, o ineficientes. Y sin embargo… O no, no sin embargo: por eso mismo.

 

9.

¿En qué consiste la rebeldía, pues, en qué consiste el viaje? En decirnos de otro modo, en decirnos otras cosas, en hacernos ficticios, en hacernos poema. Nada de lo que me alteraba en 2011 tenía que ver con Duino o Rilke, ni siquiera Rilke es un poeta consolador, ni siquiera es fácil, ni siquiera es un poeta que me llevara acompañando desde la infancia, como tantos otros. No había ningún heroismo particular en partir para Duino, no era un viaje complicado, ni habría en él ningún tono de aventura caballeresca. No me esperaba ningún corazón de las tinieblas. Se trataba de tomar un desvío, pergeñar una bifurcación que no existía, cambiar el letrero junto a la carretera, como le hacía el Coyote al Correcaminos para llevarlo a la trampa. Exactamente así: sabiendo que es mentira, que no servirá, que el Correcaminos no caerá en la trampa, que seremos nosotros los que nos despeñaremos por el abismo. Precisamente por eso.

 

10.

Lo intento un poco más. En la breve posesión del futuro hipotético, en el trazado del esquema sobre la página de nuestra mente, en el anhelo, se esconde el único juego de manos que podemos hacerle al tiempo, el que lo consigue estancar, o desviar para que riegue con su río las plantaciones de los poemas, que de otro modo se agostarían, como nos ha pasado tanto tan desde siempre. No es que sea verdad, el tiempo sigue, y, si no, vean Uds. como, en breves horas, inauguraremos el segundo cuarto del siglo XXI, y pasaremos a estar más cerca del 2050 que de ese 2000 que nos parecía tan remoto cuando éramos niños y veíamos películas de ciencia-ficción. El tiempo sigue, pero arrojamos a él una materia densa, un fuerte engrudo que lo espesa, que lo congela incluso, aunque el deshielo llegue tan pronto: esa ilusión de permanencia, esa tentativa de fuga, ese brotar de poemas, es el viaje. El que lo probó, lo sabe.

 

11.

Por eso es preciso ir a Duino, o a Raron, donde la bella tumba de Rilke domina el valle del Ródano, que es a donde se desplaza, por la magia de la poesía, Marina, condenada a su Bellevue de exiliada y próximamente a un retorno letal a la Unión Soviética. Son esas inesperadas rutas postales las que hay que explorar cuando se cambia de año, son esos pasaportes escritos en lengua angélica los que hay que echarse al bolsillo cuando vienen mal dadas, es decir, siempre. El que fue a Duino en los primeros días de 2012, el que sabía ya que iría en los últimos días de 2011, cuando Rainer tenía apenas 85 años de muerto (cómo pasa el tiempo…) no es ya, claro, el que escribe estas líneas, porque justamente aquel se mudó, aquel aceptó la invitación al viaje, y nos dejó su crónica, y ahora podemos leerla. Otros no hicieron más que lo que les tocaba: ya se sabe, las cosas serias. Levantarse por la mañana, ir a trabajar, contemplar las palomas de Levrero en el edificio de enfrente, envejecer con la mínima dignidad exigible, en suma, enmohecerse. También tengo crónicas de todos ellos, todos somos el mismo. Pero las leo muy de tarde en tarde. En cambio, los viajes… Esos viajes en los que a uno le pierden el equipaje y ha de improvisar y sacarse de la manga, o de donde estuvieran, sus mejores versos. Esos viajes en los que uno puede verdaderamente perderse, y no volver a aparecer, como esos johatsu japoneses. Esos viajes. Y muchos de ellos los he emprendido (los emprendo) desde esta misma mesa, frente a esta misma pantalla, arropado por estos mismos libros, acompañado de ustedes.

 

12.

Invitación al viaje es, por supuesto, el título de uno de los poemas más conocidos de Charles Baudelaire, incluido en Les fleurs du mal. También tiene ese título un pequeño poema en prosa del francés que forma parte de su Le Spleen de Paris. En esa invitación, al del poema se le convida a un viaje que llevará a un lugar maravilloso, a un oriente de belleza y lujo, a un paisaje incomparable, a ese país que es justamente , el país que es ella. Es ahí donde el poeta quiere mudarse, es ahí, en esa tierra del encuentro infinito, donde se desea pasar el fin de un año que ya no tiene fin. Hay muchos viajes en la literatura, hay odiseas que nos vienen alcanzando desde siempre, hay remotos continentes por descubrir y luego, ay, descubiertos, hay galaxias innumerables en el espacio insondable, pero no se necesita ir a ninguna parte para encontrar ese país de Jauja que nos muestra Baudelaire, nuestro guía.

 

13.

Invitación al viaje es también un bello y triste relato de Julio Ramón Ribeyro, una pieza que seguía inédita después de la muerte del peruano, que no había sido incluida en su voluminosa colección de relatos completos, y que ha aparecido hace poco. Es un cuento de iniciación, en el que un niño transita por esos alrededores de la ciudad inmensa que son ya otro lugar, habitado por otra gente. Hay mucho de las noches nervalianas en él. Lo leí con extremo placer, me abrió la puerta a un autor que llevaba demasiado tiempo haciendo esperar en mi inabarcable lista de lecturas. Y fue, inevitablemente, el título. Fue el título lo que era imposible de soslayar: cómo va uno a negarse, nunca, bajo ningún concepto, a una invitación al viaje. Aunque sea el viaje de Dante. Especialmente si es el viaje de Dante.

 

14.

Hay un cuadro (hay muchos cuadros) que no puede reproducirse. Si uno busca entre los libros, si uno fatiga Google, aparece una y mil veces, y cada vez es distinto, cada vez es peor, cada vez es menos. Se trata del Mönch am Meer de Caspar David Friedrich. Esa combinación de grises y negros y azules plomizos no fotografía. Compruébenlo Uds. mismos. Ya lo conocen, ya les he hablado de él (les advertí que no habría novedades, para este fin de año me rodeo, como no podía ser menos, de mis fetiches). Lo vi en otro viaje fundamental, a Berlín, una ciudad a la que había ido realmente mucho, por motivos de trabajo, durante un tiempo, pero que no había podido apreciar adecuadamente y, sobre todo, un lugar lleno de museos que no había podido visitar. Ahí, en 2010, antes de todo aquello, pero después de tantas otras cosas, me quedé atónito al contemplar un cuadro que no conocía, pero que resonaba tan profundamente con algo que sólo puedo haber visto en otros viajes, en esos viajes de los que no tenemos crónicas, más allá de las deslavazadas ristras de imágenes inconexas del despertar. No he vuelto a verlo desde entonces. Es decir, lo he visto mucho, lo veo todo el rato, pero no es él, porque ese cuadro no se puede ver si no se ve, y no se ve si uno no va a verlo. Por eso tengo que volver a Berlín. Igual que no se puede ver a Rothko si no se le ve, y por eso le he perseguido tanto, y lo he atrapado en Viena aquella vez decisiva, y París hace poco, y Basel varias veces, y Zürich aquel día de todos los demonios. Y no es casual que Rothko y Friedrich salgan en el mismo párrafo, ya se lo pueden Uds. imaginar. Pero habría muchos otros: durante un tiempo fui un avezado cazador de caravaggios. Motivos para el viaje, en este caso, sí, el viaje de aviones y hoteles y museos. Pero ya no insisto más, ya me entienden.

 

15.

Sí, porque uno tendría que hablar de las librerías de París, o de los capuccini en Roma, o de las galerías y soportales de Torino. O de tardes y tardes en Barcelona, repitiendo itinerarios semejantes, en busca del otro que también fui, y soy, en esa ciudad que es el reflejo en la obsidiana (¿o es al revés?) de mi ciudad. Esa ciudad que tiene mar, aunque a mí me baste con saber que lo tiene, y jamás vaya a verlo, porque el mar es en sí mismo la purísima invitación al viaje, y en este caso uno puede ver el mar sin verlo, y yo lo hago todo el rato, y estar en el mar es justamente lo que hago cuando escribo, y ahí no soy el monje abrumado ante la inmensidad, sino esos otros paseantes de Friedrich que miran los barcos.

 

16.

Por poco que me conozcan a estas alturas ya saben que no soy lo que podría decirse convencional. Y no es que no lo sea por puro esnobismo o por llamar la atención, no, es que me dibujaron así. Por lo tanto, no cabe ya que esperen de mí una simple felicitación. Lo cual no quiere decir que no desee su felicidad, antes al contrario, para mí es extremadamente importante que sean felices, o no, ya saben que no, que la felicidad es algo que me parece siempre muy sospechoso: que estén contentos, y contentas, y alegres, que tiene esa e que nos incluye a todes. Es muy importante para mí porque justamente sé que la vida es triste y compleja y llena de pozos y llena de fango y llena de angustia y llena de cosas que para qué mencionar, cuando todos somos ya mayorcitos y sabemos de lo que hablamos. Pero por eso mismo no se trata de simplemente añadir una fórmula más, repetir las palabras gastadas por el uso. De lo que se trata es de invitar al viaje, de ofrecerme como guía, o de ofrecerles mis guías (Friedrich nos espera en el muelle), de ofrecerles mi compañía, de invocar juntos a la sagrada divinidad del Encuentro, de no aplazarnos más, de no seguir jugando a ese peligroso juego de vivir que es justamente el peor modo de estar vivo, se trata de embarcarnos, de bucear a pleno pulmón, como los pescadores de perlas, de esbozar con los brazos el gesto del vuelo por si cuela, por si salimos de repente volando por el balcón y nos vamos a visitar a las palomas de Levrero, mientras Levrero sigue escribiendo incesantemente que no puede escribir.

 

17.

Marina empieza como corresponde, ¡Feliz año nuevo! Pero luego sigue en esa primera carta al nuevo domicilio póstumo y eterno de Rilke: ¡Feliz mundo, limbo, morada! O mundo y luz – borde y hogar – puerto. O mundo – faro – amparo nuevo. O bord nouveau – monde – abri (sí, también la tengo en francés…). Dice todo eso porque cada traducción dice una cosa, y eso ocurre porque ciertamente el ruso de Tsvietáieva es tan complejo y tan compacto y tan lleno de resonancias que no hay forma de verterlo unívocamente. Y ahí, ahí, ya tan ahí, apenas en la primera línea del poema, está el viaje. Ahí se abre una biblioteca infinita, un scriptorium en el que alojarse durante milenios, un paisaje inagotable. Y luego sigue otro verso. Y luego se acaba el poema. Y hay muchos otros poemas. Y hay otros poetas. Y hay otra literatura. Y hay cine. Y hay pintura. Y hay lugares. Y hay gente. Hay gente. Gente con la que encontrarse, gente con la que hablar de poesía, gente con la que pasear, gente con la que estar callados, gente a la que abrazar. Y luego empieza el poema otra vez y luego, un día, todo se acaba, claro, pero todos aquellos enviados que partieron a sus viajes, todos aquellos conquistadores que colonizaron esas llanuras del aire son inmunes a la usura del tiempo, son idénticos a la idea feliz con que los concebimos, son indestructibles en su evanescencia.

 

18.

Feliz Año Nuevo, pues. Éste es mi mensaje de Fin de Año, y se lo entrego aquí, en propia mano. Y que los vientos nos sean propicios.  

 


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