viernes, 13 de diciembre de 2024

Restos de olas


 

No hay razón ni lógica detrás de esa acumulación de sedimentos, pero, una vez que aparece, se asienta ahí durante un tiempo, efímera.

RYOKO SEKIGUCHI

 

1.

Al comienzo de la novela a la que presta su nombre, el asesor letrado del Virreinato de La Plata, don Diego de Zama, se dirige al muelle viejo a la espera de un barco que le traiga noticias de su esposa y sus hijos, que ha dejado hace tanto tiempo en su ciudad natal, que acaso sea Mendoza, como la del autor del libro. Éste nos dice que esa construcción es y siempre fue inexplicable, pues la ciudad y el puerto se encuentran un cuarto de legua arriba. Aún no podemos saberlo, porque acabamos de empezar el libro, pero la dedicatoria podría ya orientarnos: a las víctimas de la espera. En efecto, esa caminata de don Diego no es un simple paseo, sino un ritual recurrente que ejecuta a menudo, puede que cada día. Él es uno de esos esperantes, lleva siéndolo desde que fue destinado a ese lugar dejado de la mano de Dios, que acaso sea la Asunción del Paraguay: espera que llegue plata para que pueda cobrar sus honorarios, espera un traslado que le lleve a la Península, de la que en realidad no es nativo, pues ha de reconocerse como americano, lo que sin duda supone una merma de sus aspiraciones. Buenos Ayres o incluso Santiago de Chile podrían ser buenas opciones. No faltarán oficios, solicitudes, recomendaciones, súplicas. La dedicatoria es clara: don Diego de Zama no podrá evadirse de ese su destino. No podría, ni aunque llegasen los tártaros.

 

2.

Estamos en 1790. El puerto es un puerto fluvial, si es que el Río de la Plata es un río. Entre los palos del muelle viejo, el agua se mece. Y en ella, nos cuenta Antonio di Benedetto, que es quien nos alcanza el monólogo interior de Zama, con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. Toda la tarde, todo el día, toda la vida acaso, el vaivén del agua llevaba y traía con precisión de reloj suizo el cadáver de un mono, que no se alejaba corriente abajo ni quedaba tampoco propiamente encallado en la orilla. El tiempo, sin embargo, avanzaba inclemente: a cada arreón, un segundo; a cada retorno, otro. El río de Heráclito tiene sus remolinos. El mono, nos dice Di Benedetto, no hizo el viaje que el río le prometía hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua codiciaba su presa, ansiaba llevárselo allá donde fuera ella, donde no sabía ella dónde, pues el río se hace perpetuamente y no queda hecho nunca, salvo cuando ya es no río, sino cadáver de río, es decir, mar. Y cae la noche, y el mono sigue en sus rebotes, insistiendo en su ostinato. Y no hay barco ni carta ni traslado para don Diego:  el agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.

 

3.

Y ahí estábamos, y aquí estamos, por irnos y no, en esa región indecisa de la playa eternamente golpeada, en ese principio de la tierra que merma y crece en una respiración interminable. Conscientes de que en cada playa del universo hay una lucha sorda, o quizá sea tan sólo un baile, una danza pautada y pactada, gozosa incluso para los intervinientes, entre la lengua del mar y el regazo de la arena. Donde acaso tú, quién sabe.

 

4.

Conscientes, sí, de que esa lucha no se detiene, y marca, así, un tiempo que no es mesurable por dispositivo alguno, que es superior a toda denominación, un tiempo del no-reloj eterno del oleaje. Una forma de tiempo que no precisa de nosotros, que nos ignora, pues depende apenas de su propia agitación y limita sólo con la sorda erosión, que es otro nombre de la entropía. Es cierto que las playas nacen y desaparecen (también se muere el mar), pero, desde nuestra mísera atalaya, desde nuestro 1790 sobre una construcción ruinosa de madera comida por las termitas que un día fue un muelle a un cuarto de legua de una ciudad cualquiera, somos mucho más breves que el mar y nuestros atardeceres son una cuenta atrás.

 

5.

En el bello libro de Ryoko Sekiguchi Nagori: la nostalgia por la estación que termina se nos explica que las estaciones en el Japón (que pueden ser cuatro o muchas más), y en general todo transcurrir, todo movimiento dentro del tiempo circular (que se sucede, él también, ajeno a nosotros, dependiente sólo de una dinámica de elipses, órbitas y gravitación), presentan tres momentos, tres sazones. El sabor, amargo aún, de los frutos que empiezan a aparecer en los primeros días, la madurez cumplida del periodo intermedio de la estación, y la resistencia o la agonía de los últimos ejemplares cuando ya un tiempo se va encontrando con el siguiente. Ese tercer tiempo es el nagori, y tiene el valor melancólico de saberse definitivo, de saberse sin alternativa. Es bien cierto que pasará un año, se cumplirá un nuevo ciclo, y volverán las mismas flores (no, no las mismas, las flores nuevas, las descendientes) y habrá otras cosechas, pero nosotros somos tangentes a ese carrusel, nosotros vamos navegando en el río de Heráclito, y acaso no nos alcance para el nuevo florecer. O, aunque lleguemos, sabemos muy bien la cuenta de nuestros años, y cada sabor nuevo resuena con los sabores que le precedieron, y esa resonancia cada vez es más densa, más profunda, más difícil de acordar.

 

6.

Sekiguchi nos explica, y hemos de creerla, pues sólo tenemos respecto del Japón una inagotable fascinación y un, ay, muy escaso y superficial conocimiento de su cultura, que nagori proviene de una abreviatura o contracción del término nami-nokori, formado por las palabras que corresponden a ola y a resto o vestigio. Ese vocablo serviría para designar lo que dejan las olas en la orilla, en su vaivén. No tiene equivalente posible en castellano, y por eso mismo su poder evocador se multiplica. No sólo es la humedad que alcanza a una porción de la arena. Es también la espuma que brevemente burbujea allí, en una habitación efímera, pues era sólo la avanzadilla de un cobarde ejército de agua que se retira a su trinchera del mar y la deja allí, derrotada, sometida a la sed de la tierra y el aire. Nami-nokori son también las conchas, las algas, los objetos que han sido arrastrados por esa última ola, que acaso sean reclamados de nuevo por la siguiente que, a no dudar, traerá también su propio nami-nokori, componiendo así una acumulación arbitraria, una wunderkammer litoral que poco a poco se convertirá en sedimento y modificará a su vez el relieve y la organización de esa frontera de agua. Estamos en el principio del mar, y el principio del mar avanza y retrocede, se atreve y duda, va y se vuelve, nos abraza y nos abandona.

 

7.

Hay, en efecto, una región indecisa. En ella, en esa superficie engañosamente tersa, más fresca que la ardiente arena que se acumula a su lado, nuestros pies descalzos dejan su impronta, observamos la huella de los dedos, la marca inequívoca de nuestro avanzar paralelos al mar. Esa impresión tiene muy corta vida, se diría que, rechazada por ese flexible material que ya no es tierra pero tampoco es agua, es incapaz de imponerse, de penetrar. Los leves surcos son reabsorbidos por esa arcilla y el siguiente paso que damos parecería ser el primero, siendo el último, y estando él mismo condenado a una pronta desaparición. Así, nuestro trayecto, que se escribe como estelas en el mar, no puede ser leído por nuestros sucesores. Es como si hubiésemos volado bajo junto al oleaje. Es como si nosotros mismos fuéramos también, inevitablemente, nami-nokori.

 

8.

Al principio de su cuento Magush, la gran Silvina Ocampo dice: Una bruja tesálica adivinó el destino de Polícrates en los dibujos que al retirarse hacía el mar en la orilla de la playa. Hay, así, una mancia que consiste en leer las rayas de la mano del agua a cada acometida, a cada caricia a la playa. Pechinas, veneras y conchas del Mediterráneo le lleva Clara Janés a Vladimir Holan, a la isla de Kampa, en Praga, y el checo ya había anticipado ese regalo y la visita de su alma gemela en la distancia. La poesía es también una mancia, y en cada poema asistimos a la ejecución de un nami-nogori, pues las palabras llegan adentro, a las secretas moradas del corazón y dejan allí quién sabe qué espumas, que aguantan, aguantan, un poco apenas, o para siempre. El oleaje de los versos, que vuelven y vuelven con su eterno golpear, y nosotros llenándonos de conchas, convirtiéndonos en un acuario.

 

9.

¿Qué había escrito el mar en Tesalia, para que la bruja pudiera leerlo? ¿Y nosotros? ¿Cuál es nuestro dibujo en la playa? ¿Sabremos leer el uno el dibujo del otro? En su agonía, las burbujas de la espuma reflejan un sol que cae sobre ellas como una espada: su venganza es ese descomponer del espectro, ese abrir la luz, que ya no podrá volver ella tampoco a su mar de cielo siendo la misma. Y suenan, suenan las burbujas, aunque la atronadora galerna no nos deje escucharlas. Esa voz resiste igualmente. Y habría un poema que podría transcribir el mensaje, si no tuviéramos tanta prisa en ser, si no estuviéramos tan obsesionados por la navegación. Y si tuviéramos un poco más de calma, un poco de atención, veríamos alrededor pechinas, veneras y conchas, una riqueza opulenta de esas monedas incorruptibles, las monedas que se intercambian dos poetas separados por océanos de tiempo.

 

10.

Hay, por lo tanto, formas alternativas del tiempo. Hay un penetrar hacia el futuro, una resaca que arrastra hacia un pasado vivo y palpitante. Hay una tabla de mareas que acoge el recuento de las veces en las que fuimos capaces de transgredir las fronteras del cono de luz. Hay una zona de solapado entre los fotogramas del hoy y del nunca. En ese ámbito crepuscular se ensayan los nuevos tintes del alba, y hay dos nami-nokori nuestros que perseveran en el conatus de su no ser. Inalcanzables por la erosión, interminables.

 

11.

Al principio de la semana pasada busqué en el calendario de mi móvil el 21 de junio de 2064. Era, es decir, será, ya lo sabía, sábado. Escribí una anotación: Mi centenario. No seleccioné una hora: coloqué todo el día. Y me pareció oportuno añadir una alarma para el día anterior a las 17 h. Es dudoso que ni Google Calendar ni Android ni ninguno de los artilugios tecnológicos que nos rodean aguanten los cuarenta años que faltan. Mucho menos, que aguante yo, que no lo deseo ni por asomo. Pero, de algún modo, esa anotación es el dedo del agua del estar siendo hollando los territorios inconcebibles del ya no ser. Allí, el nami-nokori de ese mensaje quizá deposite veneras que alguien recogerá. Alguien más joven. Alguien que, tal vez, ni siquiera existe aún.

 

12.

Es sabido que 2046 no es un año, o tal vez sí, también, sino un lugar. En la inmensa red ferroviaria de un futuro fluorescente hay trenes que llevan allí. Los viajeros de esos trenes van a 2046 en busca de los recuerdos perdidos, porque en 2046 nada cambia nunca, la muerte no tiene dominio. Nadie sabe si en verdad esos exploradores consiguen sus deseos, pues nadie retorna. Nadie, salvo el narrador de la película de Wong Kar Wai, que vive en la habitación 2047 porque no puede retornar a la 2046, donde en otra vida, en otro universo, en otra película, escribía con Maggie Cheung relatos de artes marciales. Cuando estoy en hoteles suelo ponerme siempre las mismas películas, una y otra vez. En la pantalla hoy, quizá, esta noche, vea partir los trenes a 2046 y me monte en alguno. A veces, se dice en los caravanserais de la red ferroviaria, los trenes se equivocan porque los números bailan: es fácil que pueda acabar en 2064, y aún alcance a escuchar la débil pero inquebrantable voz de la última burbuja del nami-nokori que inauguró mi acto temerario. Será, probablemente, un verso lo que se oiga en ese último vagón en el que puede que estemos ambos. Un verso: ¿cuál?

 

13.

Restos de olas: me parece que no es un destino despreciable. Una vez escribí: Somos lo que queda de la ola: espuma, apenas. Y luego nada. Pero fuimos oleaje, y rugir. Y galerna. Entonces no sabía aún que todo eso se llama nami-nokori. Los trenes en los que me montaba iban casi siempre a Trieste. Y es verdad que allí están los recuerdos perdidos. De este lado, el mar, aunque no llega aquí su rumor. O sí, tal vez sí. Vamos a guardar silencio, a ver si lo escuchamos.

 

14.

Detenido al comienzo del golpe que inició el infame proceso en la Argentina, en 1976, Di Benedetto fue trasladado de su Mendoza, donde dirigía el periódico Los Andes, a una prisión en Buenos Aires (ya no Ayres), en la que fue torturado durante muchos meses. Algunos días era arrastrado fuera de la celda, al patio, quizá con los ojos vendados o encapuchado. Iban a fusilarlo. Lo colocaban en el paredón, y el pelotón se alineaba frente a él. Se emitían, estentóreas, las órdenes oportunas, el escritor, sin duda, sentía ya llegar la ola definitiva, de plomo, que le sumergiría sin posible emerger. Pero todo era una broma macabra, un simulacro que se repitió hasta cuatro veces, en un ejercicio de crueldad insoportable. El retorno a la celda debía de ser algo así como el alivio más doloroso que pueda uno sentir. Di Benedetto nunca se recuperó de eso, quién podría hacerlo.

 

15.

Zama había sido publicada veinte años antes. En ella hay un mono muerto que oscila entre los palos de un muelle abandonado. El tictac es justamente eso, un no poder salir de la jaula de la maquinaria, el insistir en un irse y no. Pero hay otros tiempos, hay dedos de tiempo que se aventuran en una arena permeable y apta para los poemas. El instante se prolonga, su cola asintótica contiene aún la información que podemos hacer saltar, como un guijarro sobre la superficie del lago. A eso se le llama onda evanescente. Cada vez que nos fuimos, cada vez que el abrazo se truncó, cada vez que el beso no acabó de dibujarse, algo, una nada, se coló en el otro lado del puesto fronterizo, inauguró, no una bifurcación, sino una nueva historia, propicia en centenarios. Eso es lo que escribimos. Quiero decir, eso es lo que escribimos cuando nos sale, las mejores tardes, en los mejores poemas.

 

16.

No hay ola que se pierda, todas ellas arrastran su ser hacia su haber sido, y su haber sido pertenece ya a la arena, y la arena se mueve con el viento, dunas enteras que se desplazan como una caravana de camellos, y vuelan los granos de arena, y se depositan sobre los mármoles de las viejas tumbas en los desiertos calcinados, y alteran sus inscripciones, y todo se combina, todo se engarza en un poema incontenible, y en ese poema está todo, y todos los calendarios son igualmente inexactos. Y es en ese mar en el que es bello naufragar, y es allí donde nos llevan, vencedores ya de la espera, los trenes fluorescentes que salen cada noche de cada habitación de hotel, a la playa llamada 2046.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gustaron mucho el 3, el 4, el 10 y el 16. Y es bellìsimo " No hay ola que se pierda, todas ellas arrastran su ser hacia su haber sido, y su haber sido pertenece ya a la arena, y la arena se mueve con el viento, dunas enteras que se desplazan como una caravana de camellos, ... "
Un gusto leerte

Anónimo dijo...

Quizà porque mi vida ahora cuelga de ellas, de las olas, de las playas. Quizà porque como dice Cirlot
"...Las alas se aproximan a las olas..."

AGCano dijo...

Muchas gracias!!

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