No hay razón ni lógica
detrás de esa acumulación de sedimentos, pero, una vez que aparece, se asienta
ahí durante un tiempo, efímera.
RYOKO SEKIGUCHI
1.
Al comienzo de la novela a la
que presta su nombre, el asesor letrado del Virreinato de La Plata, don Diego
de Zama, se dirige al muelle viejo a la espera de un barco que le traiga
noticias de su esposa y sus hijos, que ha dejado hace tanto tiempo en su ciudad
natal, que acaso sea Mendoza, como la del autor del libro. Éste nos dice que esa
construcción es y siempre fue inexplicable, pues la ciudad y el puerto
se encuentran un cuarto de legua arriba. Aún no podemos saberlo, porque
acabamos de empezar el libro, pero la dedicatoria podría ya orientarnos: a
las víctimas de la espera. En efecto, esa caminata de don Diego no es un
simple paseo, sino un ritual recurrente que ejecuta a menudo, puede que cada día.
Él es uno de esos esperantes, lleva siéndolo desde que fue destinado a
ese lugar dejado de la mano de Dios, que acaso sea la Asunción del Paraguay: espera que llegue plata para que pueda cobrar sus honorarios, espera un traslado que le lleve a la Península, de la que en realidad no es
nativo, pues ha de reconocerse como americano, lo que sin duda supone
una merma de sus aspiraciones. Buenos Ayres o incluso Santiago de Chile podrían
ser buenas opciones. No faltarán oficios, solicitudes, recomendaciones,
súplicas. La dedicatoria es clara: don Diego de Zama no podrá evadirse de ese
su destino. No podría, ni aunque llegasen los tártaros.
2.
Estamos en 1790. El puerto es un
puerto fluvial, si es que el Río de la Plata es un río. Entre los palos del
muelle viejo, el agua se mece. Y en ella, nos cuenta Antonio di Benedetto, que
es quien nos alcanza el monólogo interior de Zama, con su pequeña ola y sus
remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía
completo y no descompuesto. Toda la tarde, todo el día, toda la vida acaso, el vaivén del agua llevaba y traía con precisión de reloj suizo
el cadáver de un mono, que no se alejaba corriente abajo ni quedaba tampoco
propiamente encallado en la orilla. El tiempo, sin embargo, avanzaba inclemente:
a cada arreón, un segundo; a cada retorno, otro. El río de Heráclito tiene sus
remolinos. El mono, nos dice Di Benedetto, no hizo el viaje que el río le
prometía hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua codiciaba su
presa, ansiaba llevárselo allá donde fuera ella, donde no sabía ella dónde,
pues el río se hace perpetuamente y no queda hecho nunca, salvo cuando ya es no
río, sino cadáver de río, es decir, mar. Y cae la noche, y el mono sigue en sus
rebotes, insistiendo en su ostinato. Y no hay barco ni carta ni traslado
para don Diego: el agua quería
llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito
y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.
3.
Y ahí estábamos, y aquí estamos,
por irnos y no, en esa región indecisa de la playa eternamente golpeada, en ese
principio de la tierra que merma y crece en una respiración interminable.
Conscientes de que en cada playa del universo hay una lucha sorda, o quizá sea
tan sólo un baile, una danza pautada y pactada, gozosa incluso para los
intervinientes, entre la lengua del mar y el regazo de la arena. Donde acaso tú, quién sabe.
4.
Conscientes, sí, de que esa
lucha no se detiene, y marca, así, un tiempo que no es mesurable por
dispositivo alguno, que es superior a toda denominación, un tiempo del no-reloj
eterno del oleaje. Una forma de tiempo que no precisa de nosotros, que nos
ignora, pues depende apenas de su propia agitación y limita sólo con la sorda
erosión, que es otro nombre de la entropía. Es cierto que las playas nacen y
desaparecen (también se muere el mar), pero, desde nuestra mísera
atalaya, desde nuestro 1790 sobre una construcción ruinosa de madera comida por
las termitas que un día fue un muelle a un cuarto de legua de una ciudad
cualquiera, somos mucho más breves que el mar y nuestros atardeceres son una
cuenta atrás.
5.
En el bello libro de Ryoko
Sekiguchi Nagori: la nostalgia por la estación que termina se nos
explica que las estaciones en el Japón (que pueden ser cuatro o muchas más), y
en general todo transcurrir, todo movimiento dentro del tiempo circular (que se
sucede, él también, ajeno a nosotros, dependiente sólo de una dinámica de
elipses, órbitas y gravitación), presentan tres momentos, tres sazones.
El sabor, amargo aún, de los frutos que empiezan a aparecer en los primeros
días, la madurez cumplida del periodo intermedio de la estación, y la
resistencia o la agonía de los últimos ejemplares cuando ya un tiempo se va
encontrando con el siguiente. Ese tercer tiempo es el nagori, y tiene el
valor melancólico de saberse definitivo, de saberse sin alternativa. Es
bien cierto que pasará un año, se cumplirá un nuevo ciclo, y volverán las
mismas flores (no, no las mismas, las flores nuevas, las descendientes) y habrá
otras cosechas, pero nosotros somos tangentes a ese carrusel, nosotros vamos navegando
en el río de Heráclito, y acaso no nos alcance para el nuevo florecer. O, aunque
lleguemos, sabemos muy bien la cuenta de nuestros años, y cada sabor nuevo
resuena con los sabores que le precedieron, y esa resonancia cada vez es más
densa, más profunda, más difícil de acordar.
6.
Sekiguchi nos explica, y hemos
de creerla, pues sólo tenemos respecto del Japón una inagotable fascinación y
un, ay, muy escaso y superficial conocimiento de su cultura, que nagori
proviene de una abreviatura o contracción del término nami-nokori,
formado por las palabras que corresponden a ola y a resto o vestigio.
Ese vocablo serviría para designar lo que dejan las olas en la orilla,
en su vaivén. No tiene equivalente posible en castellano, y por eso mismo su
poder evocador se multiplica. No sólo es la humedad que alcanza a una porción
de la arena. Es también la espuma que brevemente burbujea allí, en una habitación
efímera, pues era sólo la avanzadilla de un cobarde ejército de agua que se
retira a su trinchera del mar y la deja allí, derrotada, sometida a la sed de la
tierra y el aire. Nami-nokori son también las conchas, las algas, los
objetos que han sido arrastrados por esa última ola, que acaso sean reclamados
de nuevo por la siguiente que, a no dudar, traerá también su propio nami-nokori,
componiendo así una acumulación arbitraria, una wunderkammer litoral que
poco a poco se convertirá en sedimento y modificará a su vez el relieve y la
organización de esa frontera de agua. Estamos en el principio del mar, y el
principio del mar avanza y retrocede, se atreve y duda, va y se vuelve, nos
abraza y nos abandona.
7.
Hay, en efecto, una región
indecisa. En ella, en esa superficie engañosamente tersa, más fresca que la
ardiente arena que se acumula a su lado, nuestros pies descalzos dejan su impronta,
observamos la huella de los dedos, la marca inequívoca de nuestro avanzar paralelos
al mar. Esa impresión tiene muy corta vida, se diría que, rechazada por ese
flexible material que ya no es tierra pero tampoco es agua, es incapaz de
imponerse, de penetrar. Los leves surcos son reabsorbidos por esa arcilla y el siguiente
paso que damos parecería ser el primero, siendo el último, y estando él mismo
condenado a una pronta desaparición. Así, nuestro trayecto, que se escribe como
estelas en el mar, no puede ser leído por nuestros sucesores. Es como si
hubiésemos volado bajo junto al oleaje. Es como si nosotros mismos
fuéramos también, inevitablemente, nami-nokori.
8.
Al principio de su cuento Magush,
la gran Silvina Ocampo dice: Una bruja tesálica adivinó el destino de
Polícrates en los dibujos que al retirarse hacía el mar en la orilla de la
playa. Hay, así, una mancia que consiste en leer las rayas de la
mano del agua a cada acometida, a cada caricia a la playa. Pechinas,
veneras y conchas del Mediterráneo le lleva Clara Janés a Vladimir Holan, a
la isla de Kampa, en Praga, y el checo ya había anticipado ese regalo y la
visita de su alma gemela en la distancia. La poesía es también una mancia, y en
cada poema asistimos a la ejecución de un nami-nogori, pues las palabras
llegan adentro, a las secretas moradas del corazón y dejan allí quién sabe qué
espumas, que aguantan, aguantan, un poco apenas, o para siempre. El oleaje de
los versos, que vuelven y vuelven con su eterno golpear, y nosotros llenándonos
de conchas, convirtiéndonos en un acuario.
9.
¿Qué había escrito el mar en
Tesalia, para que la bruja pudiera leerlo? ¿Y nosotros? ¿Cuál es nuestro dibujo
en la playa? ¿Sabremos leer el uno el dibujo del otro? En su agonía, las burbujas
de la espuma reflejan un sol que cae sobre ellas como una espada: su venganza
es ese descomponer del espectro, ese abrir la luz, que ya no podrá volver ella
tampoco a su mar de cielo siendo la misma. Y suenan, suenan las burbujas,
aunque la atronadora galerna no nos deje escucharlas. Esa voz resiste igualmente.
Y habría un poema que podría transcribir el mensaje, si no tuviéramos tanta prisa
en ser, si no estuviéramos tan obsesionados por la navegación. Y si
tuviéramos un poco más de calma, un poco de atención, veríamos alrededor
pechinas, veneras y conchas, una riqueza opulenta de esas monedas incorruptibles,
las monedas que se intercambian dos poetas separados por océanos de tiempo.
10.
Hay, por lo tanto, formas
alternativas del tiempo. Hay un penetrar hacia el futuro, una resaca
que arrastra hacia un pasado vivo y palpitante. Hay una tabla de mareas que
acoge el recuento de las veces en las que fuimos capaces de transgredir las fronteras
del cono de luz. Hay una zona de solapado entre los fotogramas del hoy y del
nunca. En ese ámbito crepuscular se ensayan los nuevos tintes del alba, y hay
dos nami-nokori nuestros que perseveran en el conatus de su no
ser. Inalcanzables por la erosión, interminables.
11.
Al principio de la semana pasada
busqué en el calendario de mi móvil el 21 de junio de 2064. Era, es decir,
será, ya lo sabía, sábado. Escribí una anotación: Mi centenario. No
seleccioné una hora: coloqué todo el día. Y me pareció oportuno añadir
una alarma para el día anterior a las 17 h. Es dudoso que ni Google
Calendar ni Android ni ninguno de los artilugios tecnológicos que nos rodean
aguanten los cuarenta años que faltan. Mucho menos, que aguante yo, que no lo
deseo ni por asomo. Pero, de algún modo, esa anotación es el dedo del agua del
estar siendo hollando los territorios inconcebibles del ya no ser. Allí, el nami-nokori
de ese mensaje quizá deposite veneras que alguien recogerá. Alguien más joven.
Alguien que, tal vez, ni siquiera existe aún.
12.
Es sabido que 2046 no es un año,
o tal vez sí, también, sino un lugar. En la inmensa red ferroviaria de un
futuro fluorescente hay trenes que llevan allí. Los viajeros de esos trenes van
a 2046 en busca de los recuerdos perdidos, porque en 2046 nada cambia nunca, la
muerte no tiene dominio. Nadie sabe si en verdad esos exploradores
consiguen sus deseos, pues nadie retorna. Nadie, salvo el narrador de la
película de Wong Kar Wai, que vive en la habitación 2047 porque no puede
retornar a la 2046, donde en otra vida, en otro universo, en otra película,
escribía con Maggie Cheung relatos de artes marciales. Cuando estoy en hoteles suelo
ponerme siempre las mismas películas, una y otra vez. En la pantalla hoy,
quizá, esta noche, vea partir los trenes a 2046 y me monte en alguno. A veces,
se dice en los caravanserais de la red ferroviaria, los trenes se
equivocan porque los números bailan: es fácil que pueda acabar en 2064, y aún
alcance a escuchar la débil pero inquebrantable voz de la última burbuja del nami-nokori
que inauguró mi acto temerario. Será, probablemente, un verso lo que se oiga en
ese último vagón en el que puede que estemos ambos. Un verso: ¿cuál?
13.
Restos de olas: me parece que no es un destino
despreciable. Una vez escribí: Somos lo que queda de la ola: espuma, apenas.
Y luego nada. Pero fuimos oleaje, y rugir. Y galerna. Entonces no sabía aún
que todo eso se llama nami-nokori. Los trenes en los que me montaba iban
casi siempre a Trieste. Y es verdad que allí están los recuerdos perdidos. De
este lado, el mar, aunque no llega aquí su rumor. O sí, tal vez sí. Vamos a guardar
silencio, a ver si lo escuchamos.
14.
Detenido al comienzo del golpe
que inició el infame proceso en la Argentina, en 1976, Di Benedetto fue
trasladado de su Mendoza, donde dirigía el periódico Los Andes, a una
prisión en Buenos Aires (ya no Ayres), en la que fue torturado durante muchos
meses. Algunos días era arrastrado fuera de la celda, al patio, quizá con los
ojos vendados o encapuchado. Iban a fusilarlo. Lo colocaban en el paredón, y el
pelotón se alineaba frente a él. Se emitían, estentóreas, las órdenes oportunas,
el escritor, sin duda, sentía ya llegar la ola definitiva, de plomo, que le
sumergiría sin posible emerger. Pero todo era una broma macabra, un simulacro
que se repitió hasta cuatro veces, en un ejercicio de crueldad insoportable. El
retorno a la celda debía de ser algo así como el alivio más doloroso que pueda
uno sentir. Di Benedetto nunca se recuperó de eso, quién podría hacerlo.
15.
Zama había sido publicada veinte años
antes. En ella hay un mono muerto que oscila entre los palos de un muelle
abandonado. El tictac es justamente eso, un no poder salir de la jaula
de la maquinaria, el insistir en un irse y no. Pero hay otros tiempos,
hay dedos de tiempo que se aventuran en una arena permeable y apta para los
poemas. El instante se prolonga, su cola asintótica contiene aún la información
que podemos hacer saltar, como un guijarro sobre la superficie del lago. A eso
se le llama onda evanescente. Cada vez que nos fuimos, cada vez
que el abrazo se truncó, cada vez que el beso no acabó de dibujarse, algo, una
nada, se coló en el otro lado del puesto fronterizo, inauguró, no una
bifurcación, sino una nueva historia, propicia en centenarios. Eso es lo que
escribimos. Quiero decir, eso es lo que escribimos cuando nos sale, las mejores
tardes, en los mejores poemas.
16.
No hay ola que se pierda, todas
ellas arrastran su ser hacia su haber sido, y su haber sido pertenece ya a la
arena, y la arena se mueve con el viento, dunas enteras que se desplazan como
una caravana de camellos, y vuelan los granos de arena, y se depositan sobre
los mármoles de las viejas tumbas en los desiertos calcinados, y alteran sus inscripciones,
y todo se combina, todo se engarza en un poema incontenible, y en ese poema está
todo, y todos los calendarios son igualmente inexactos. Y es en ese mar en
el que es bello naufragar, y es allí donde nos llevan, vencedores ya de la
espera, los trenes fluorescentes que salen cada noche de cada habitación de
hotel, a la playa llamada 2046.
3 comentarios:
Me gustaron mucho el 3, el 4, el 10 y el 16. Y es bellìsimo " No hay ola que se pierda, todas ellas arrastran su ser hacia su haber sido, y su haber sido pertenece ya a la arena, y la arena se mueve con el viento, dunas enteras que se desplazan como una caravana de camellos, ... "
Un gusto leerte
Quizà porque mi vida ahora cuelga de ellas, de las olas, de las playas. Quizà porque como dice Cirlot
"...Las alas se aproximan a las olas..."
Muchas gracias!!
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