lunes, 23 de diciembre de 2024

La novela luminosa

 


 

…no hay nada que me destroce más los nervios que tener plazos para hacer las cosas.

MARIO LEVRERO, Diario de la beca, viernes 16 de marzo de 2000, 02.13 h. (abierto al azar)

 

1.

Mario Levrero, el gran escritor uruguayo, además de componer un Manual de Parapsicología, ser adicto a las novelas policiacas pulp que compraba en mercadillos y librerías de viejo de su adorada Montevideo y escribir algunas de las mejores novelas y cuentos de los últimos cincuenta años, fue en algún momento de su vida inventor de crucigramas. Me lo imagino, armado de todos los trucos del crucigramista de pro, engarzando palabras, letra por letra, en la cuadrícula vacía de la página, como si estuviera colocando personajes en las ventanas de un patio de vecindad, en el que él esperase, como si fuese el Jeffries de Rear window de Hitchcock, a se cometiera el crimen que luego narraría con la pasmosa destreza de la que era capaz.

 

2.

Construir, producir, escribir crucigramas no es una actividad sencilla, pues depende de la más difícil de las artes: el encaje. Una orgullosa palabra de nueve letras deberá someterse a una disciplina de afluentes, usar los codos de sus N y sus L para sostenerse entre bisílabos y términos que sólo se usan (o se usaban) en los crucigramas: extremo inferior de la antena, CAR. Al final, lo que se acaba dibujando es un extraño mapa de senderos, al cual adjuntamos, a modo de clave de lectura, una tabla con definiciones (acto de embalar, símbolo químico del platino, lapso en que la Tierra da un giro completo en torno al Sol) que nos permite orientarnos, para poder dejar caer esas miguitas de letras sobre las que volver, con la goma de borrar del otro extremo del lápiz cuando toda la conjetura se derrumba por una b imposible, o la yuxtaposición de dos consonantes impronunciables. O así era, así fue alguna vez, cuando Mario Levrero escribía sus crucigramas.

 

3.

No tengo una memoria clara de cuándo llegó a mis manos el primer libro que leí de Levrero, pero debió de haber sido a comienzos de 2020, probablemente en la desaparecida (ay) La Central de Callao, quizás cuando iba a ella en esas fechas a un curso sobre Clarice Lispector que se impartía allí, en el garito del sótano. Sí recuerdo, claro, el título del libro: Trilogía involuntaria. Es decir, no es el título del libro, sino el apelativo jocoso bajo el que se acabaron reuniendo tres novelas alucinantes (en el puro sentido alucinógeno del término): La ciudad (la primera que publicó Levrero, en 1970), El lugar y París. El impacto fue brutal, no sólo devoré las páginas de esa Trilogía sobrevenida, perdiéndome con gusto en sus vericuetos kafkianos, sino que me convertí en un levreriano instantáneo, después de haber ignorado la existencia del uruguayo tanto tiempo. Fue un enamoramiento y, como tal, fue súbito, devastador y quizás también efímero.

 

4.

No registro mis adquisiciones libreras, pero tengo la (sana) costumbre de usar los tickets de compra como separadores en los libros, así que puedo trazar más o menos bien los pasos de la fiebre levreriana que me asaltó durante el mes de febrero de 2020. Así, en un viaje que hice de fin de semana a Salamanca del 14 al 16 de febrero me hice con sus Cuentos completos (en la librería Víctor Jara) y con la decisiva La novela luminosa (en Letras corsarias). Ávido de conseguir la obra completa (algo que me pasa a menudo, pues mi relación con los libros suele ser más de gula que otra cosa) siguieron cayendo libros a mi vuelta a Madrid, y en pocos días tenía a mi disposición casi todo lo que se podía tener de y sobre Levrero, en unos tiempos en los que ya, por fortuna, y a diferencia de los años de la vida del escritor (murió en 2004), se podía conseguir con facilidad su producción. Y, contrariamente a lo que me ocurre a veces en esos periodos de glotonería, sí que leí esos libros que me compré, y lo hice con gran gozo, y manteniendo el deslumbramiento inicial.

 

5.

En particular, La novela luminosa es un libro que no tiene igual. No se puede, por otro lado, describir fácilmente, o sí, pero esa descripción de ningún modo le hará justicia. La cosa va del siguiente modo: a Levrero, que siempre ha andado a la cuarta pregunta en materia económica, que es y ha sido y seguirá siendo un glorioso vago (atareadísimo, como muchos vagos), incapaz de la disciplina que exigiría un contrato editorial comme il faut y por ello ha venido publicado a salto de mata ya un buen puñado de novelas y libros de relatos, le conceden la prestigiosa y lucrativa beca Guggenheim, lo que le da estabilidad y posibilidad de abordar compras inaplazables (como un par de sillones o un aparato de aire acondicionado para su apartamento montevideano), a cambio del desarrollo de un viejo proyecto literario, que concibió en un momento dado, como quince años antes, cuando temía morir por una operación de vesícula a la que debía someterse, él, el gran hipocondriaco. Ese proyecto es La novela luminosa, y estaba empezado, y con la beca, claro, habría de concluirse. O no…

 

6.

Cuando el ávido lector (y/o comprador) abre las páginas de lo que se llama La novela luminosa, una simple ojeada al índice ya le transmitirá la inevitable perplejidad en la que habrá de sumergirse por muchas lunas, mientras la boca sigue abierta de pura fascinación: La novela luminosa es apenas una de las dos partes de La novela luminosa, concretamente la segunda, que sólo ocupa un centenar de las más de 500 páginas del tomo, que incorpora, antes, como una especie de prólogo hipertrofiado, que acaba colonizando la obra entera, un Diario de la beca, que es el ejercicio más brillante que concebirse pueda sobre la procrastinación, o el bloqueo del escritor, o la vaguería, o el relato de las rutinas, a ratos bastante sórdidas, de un autor ya en la sesentena, que no sabe, aunque quizá sospecha, que está tan cerca ya de su muerte.

 

7.

Y el caso es que La novela luminosa justamente era un proyecto maravilloso: se trataba de hablar de esos, tan pocos, momentos de una vida anodina que merecen el calificativo de luminosos, pero, claro, esos momentos son justamente aquellos de los que en realidad no se puede hablar, y por eso uno se enzarza interminablemente en novelas obscuras, que no acaban de resultar satisfactorias para nadie, y qué bien que el Señor Guggenheim haya decidido al fin subvencionar tan noble afán, por más que el trasnochador, adicto a la computadora, desordenado, obsesionado con las novelitas policiacas de pasta blanda Levrero no sea capaz de escribir más que la contranovela, la novela de la novela, o de la no-novela, la no-vela, por más que haya una larga vela, un largo velar en el que lo que se nos muestra, parece es el negativo de una foto que no se acaba de revelar y no revela lo que contiene esa novela, ya inevitablemente velada, y póstuma, pues La novela luminosa no se publicó hasta 2005, después de la muerte de Mario, que, por cierto, se llamaba Jorge.

 

8.

El 7 de marzo de 2020 me marché a Barcelona, para pasar allí el fin de semana. En el tren fui leyendo a Levrero, El alma de Gardel. Las noticias se habían ido haciendo más y más alarmantes, ya se acordarán ustedes. En particular, yo estaba muy agobiado, porque mi madre, enferma muy avanzada de Alzheimer, vivía desde hace muchos años en una residencia (mi padre había muerto ya en 2018), y había empezado a haber algún caso de covid en las residencias madrileñas, y, bueno, ya saben cómo acabó todo aquello, y no sabía yo entonces muy bien qué iba a pasar, y estando en La Central del Raval ese día 7 de marzo (una fecha que en mi memoria, por otro lado, resuena con desgracias, pues en los años de mi juventud fue la fecha asociada a la muerte por accidente y el suicidio, en años consecutivos, de dos personas que conocía) me llamaron de la residencia de mi madre para decirme que, bueno, que iban a cerrar el acceso a las visitas, que todo estaba bien, que nos irían diciendo, y yo, en Barcelona, en una librería, empezaba a vivir ya plenamente esa forma kafkiana de vida que luego dio en llamarse confinamiento, aunque para encerrarme en casa faltaban unos días, y una remontada del Atleti en Liverpool.

 

9.

Así pues, en esos días pasé de leer a Levrero a vivir en Levrero. Él, que tan poco aficionado era a salir de casa, y mucho menos a viajar, desde que, muy pequeño, le fue diagnosticado, acaso incorrectamente, un soplo en el corazón, que le mantuvo durante años en reposo en su habitación de Montevideo, donde empezó a devorar (y Levrero era el lector más omnívoro que existió nunca) libro tras libro. Yo, como todos ustedes, me vi encerrado en mi biblioteca, lo que fue, a pesar de todo, peor de lo que suena. Por entonces yo tenía muy avanzada una novela bastante atrabiliaria, que había arrancado en las largas estancias en el hospital por las sucesivas enfermedades de mi padre, que acabaron con su fallecimiento, como digo, en 2018. Todo eso mezclado con no poca mitología, algo de esoterismo (guiño guiño) y los consabidos paseos nocturnos por la Ciudad de los sueños. Había acumulado ya decenas y decenas de páginas y estaba todo más o menos ordenado, aunque lo cierto es que aquello aún respiraba un hedor a magma que auguraba la necesidad de muchas jornadas de trabajo, en un tiempo en el que justamente no se tenía ese tiempo, por el trabajo, que aún existía entonces. Allí, en esos días de la cuarentena, esa novela murió, y hasta la fecha. No podía seguir escribiendo sobre enfermedad, deterioro, muerte. Y allí se reorientó mi brújula de lecturas, y en esos strange days, el ciclón Levrero murió de muerte natural, después de un par de meses de entrega infinita.

 

10.

Ya saben que a veces pasan esas cosas. En mi caso, hubo un libro que cerré y no volví a abrir en años, y cuando volví a abrirlo lo hice ya en otro idioma y después de haber sido atrapado, ahora sí ya para siempre, en la órbita de su autor. Me estoy refiriendo a Habla, memoria de Nabokov. Allá por 2011 los problemas con mis padres estaban empezando a agudizarse seriamente, lo cual acabaría conduciéndonos a la mencionada residencia. El libro de Nabokov no era, claro, el primero que leía de él, ya me había cautivado muy joven Lolita, que leí en inglés, y luego Pálido fuego, que primero leí en castellano, y varios títulos más. Las memorias no me parecían entonces demasiado atrayentes, luego, tiempo después, entendí que Speak, memory es una de las obras más bellas que se hayan escrito nunca. Pero entonces, en 2011, el libro de Nabokov adquirió un aura de maldito y fue apartado. Estaba asociado a esas jornadas caóticas. También le pasó a algunos libros de Lispector o Michaux que me llevaba al hospital mientras mi padre estaba ingresado. A veces, esos autores volvieron. A veces, no. Está por escribir, me parece, el modo en que los acontecimientos se adhieren a los libros, como esas manchas de humedad que a veces tienen las portadas o las páginas de los libros de viejo, el modo en que la vida, que en el fondo no importa, altera a la literatura, que es lo que (ojalá fuera así) de verdad importa. Así que un día escribí Nabokov, asesino de mi padre, y me pareció un buen título para un relato, que no llegué nunca a componer, porque Nabokov pasó a necesitar, no ya de un relato, ni siquiera de un libro, sino de toda una enciclopedia por la importancia que adquirió en esta última década para mí.

 

11.

Pero estábamos con Levrero. Hay una celebrada serie de páginas del Diario de la beca, que está efectivamente escrito bajo la forma de un diario, en el que Jorge Varlotta, que es como de verdad se llamaba Levrero (que también se llamaba Levrero, de segundo apellido, y Mario, de segundo nombre, y todo ese juego nominalista daría para mucha discusión), en la que el ocioso y tremendamente atareado en la no-escritura de su no-novela Jorge Mario nos cuenta la evolución del cadáver de una paloma que puede contemplar en la azotea del edificio enfrente de su ventana. Hay todo un proceso de duelo por parte de las otras palomas, un ir y venir, una prontamente advertida descomposición, una transmutación sucesiva del ser vivo en un objeto decididamente inerte, la aparición final de un esqueleto cuyo cráneo era puro pico, nada más, lo cual, a decir de Levrero, venía a justificar el porqué las palomas son unos bichos tan sumamente tontos. En la extraña cadencia del Diario, en cuyo vaivén nos introducimos con gran suavidad (es un libro peculiarmente amable, aunque sea también tenebroso) para descubrirnos, un par de centenares de páginas después, atrapados en su altamar de recurrencias e impotencia, la historia de la paloma es casi la trama en sí misma, la novela obscura de la que intentamos sacar por medio de no se sabe qué alquimia, el revelado de una novela luminosa permanentemente encallada en esos escollos de lo inexpresable.

 

12.

El 15 de febrero de 2020 había comprado en Letras Corsarias de Salamanca La novela luminosa de Mario Levrero. No llego a tener anotado cuánto tardé en leerla, pero en el cuaderno que estaba vigente en esos días transcribí un pasaje correspondiente a la página 447 el día 24 de febrero, así que ya estaba por terminarla. Desde luego, la concluí antes del confinamiento, pero todavía resonaba fuertemente cuando yo mismo pasé a ser el del Diario de la beca, encerrado, intentando escribir algo que justamente ya no podía escribir, anotando esquemas, variantes, proyectos, ideas, que se arrojaban a un futuro indescifrable, en medio de la extraña calma del ojo del huracán en que se había convertido mi barco biblioteca. En mi mesa de trabajo, la mesa en la que estoy escribiendo esto, extendía cuadernos, pequeñas libretas, portaminas, rotuladores de varios colores, plumas estilográficas. Todo parecía abierto justamente en ese estar cerrado. Empecé a escribir listas de cosas sobre las que escribir, a ejecutar índices, concebí un libro híbrido que se llamaría Las cosas serias, lo que hacía referencia justamente al final de Morgana en Duino, un libro sobre autores (Borges, lo primero, el Sur, pero luego tantos otros) que fue engordando cebado con la zozobra del encierro hasta encallar él también, pretendido libro luminoso, como había encallado su hermano obscuro al comienzo de los extraños días. Son etapas confusas, qué les voy a contar. Recién ahora (recién porque he estado (re)leyendo a muchos autores argentinos estos días) parece que estoy en condiciones de cartografiar esos territorios de sequedad. Y es ahí cuando reaparece Levrero, que en realidad había vuelto a reclamar espacio porque el otro día, hace unas semanas, me compré una novedad editorial, unas cartas a la que fue su compañera de vida, Alicia Hoppe, la Princesa, que es la médica que le da bola durante todo el Diario de la beca a ese hipocondriaco que también era yo, en el puente de mando de mi barquichuela, asustado ante la posibilidad de que aquello que estaba pasando me pudiera pasar a mí también.

 

13.

Frente a esa mesa de trabajo (este blog se subtitula Cuaderno de trabajo, y así puede acoger a textos como éste, indecisos y en pleno despliegue de alas en una etapa imago incipiente tras largos años de estado pupa), frente a esta mesa en la que tecleo, trapecista sin red, el texto a la que sale, yo también tengo mi paisaje invariable, como Jeffries con su pierna escayolada, como Levrero mirando a sus palomas. También hay una azotea donde van y vienen las palomas, que no dudan en invadir el alféizar de esta mi ventana con su amenazante corpachón de insalubre ave ciudadana. Largas horas de aquel confinamiento se consumieron en vigilar lo que no sucedía, en atisbar breves movimientos furtivos en el patio, en las ventanas de la casa de enfrente. Las palomas no parecían morirse frente a mí, en ningún momento llegué a ver ningún esqueleto, ningún cráneo que fuera puro pico, pero eran, desde luego, las palomas de Levrero, y yo era, extrañamente, el afortunado becario de la Guggenheim en busca, en desesperada búsqueda, de las bombillas que prender para componer una novela luminosa que aún a día de hoy no ha acabado de encenderse.

 

14.

Y también, claro, teletrabajaba. En un doloroso ejercicio de sinsentido, yo, el docente que amaba las tablas, que adoraba ejercer su oficio histriónico de intérprete teatral ante el auditorio (forzado, pero quiero creer que complacido) del alumnado, pasé, como todos, a transmitirme, a grabarme, a mantener largas reuniones áridas por Zoom, en definitiva, a enmohecerme (gracias, Juan Larrea, por la cita; Larrea, que me atrapó en esos días). Hubo que inventar procedimientos de examen. Por fortuna, el grueso de mi docencia ya estaba concluido en el primer cuatrimestre, sólo estaba impartiendo una asignatura de máster que se llamaba Procesado de imágenes. Durante las clases yo miraba mis ventanas de enfrente, mi azotea, mis palomas. Entonces, inevitablemente, acabaron saliendo hasta en el examen:

 

A lo largo de nuestro confinamiento y, por la posición de nuestra mesa de trabajo, hemos contemplado siempre el mismo paisaje, consistente en un edificio frente al nuestro, con una fachada en la que hay una sucesión de ventanas, que corresponden a los diferentes apartamentos que en él se encuentran. Aburridos de ver todo el rato lo mismo, pero muy interesados en nuestro curso de Procesado, decidimos que nos interesaría poder, a partir de una fotografía localizar esas ventanas, mediante la detección de sus contornos. ¿Cuáles serían los procedimientos a los que podríamos recurrir para ese fin? Haz tu propuesta y ten en cuenta que debe ser personal y estar justificada, procurando que tu algoritmo sea lo más robusto posible frente a los diferentes factores que pueden influir en el proceso, y pueda funcionar satisfactoriamente en todo momento, a lo largo del confinamiento (piensa que habrá diferentes niveles de luz, variaciones en el tiempo atmosférico, las imágenes pueden no ser de buena calidad, etc.). Haz una evaluación de esos aspectos a partir de tu propio análisis sobre esos factores. Bastará en todos los casos con una descripción cualitativa de los procedimientos.

 

No se preocupen, aprobó todo el mundo.

 

15.

En un momento dado empecé durante el confinamiento a leer sobre Caspar David Friedrich, un autor que me había impactado cuando vi sus cuadros en Berlín, años atrás. La idea de esos personajes de espaldas, que contemplan un paisaje abrumador, me parecía, supongo, resonar en cierto modo con esa posición ya plenamente congelada del escritor en su mesa (anclado, como querría Kafka) frente, no ya a un mar infinito que se confunde con el cielo, o a una llanura de hielo, sino a las inmóviles ventanas del paisaje ortogonal que era todo lo que ofrecía mi modesta rear window, sin ningún crimen a la vista. Es ahí, me parece, cuando se pone de manifiesto de una manera más clara ese extraño conflicto entre lo interior y la intemperie, entre la geometría casi ciclópea de toda arquitectura y la irredenta curvatura blanda de las entrañas. Es verdad que la mesa también se quiere rectangular, como lo hacen igualmente la pantalla de ordenador o el folio, pero nuestros dedos, la caligrafía que emiten, las volutas de nuestros pensamientos, no acaban de rellenar todas esas celdas, no acaban de resolver ningún crucigrama.

 

16.

El mundo de los diarios de beca es el mundo interior de las rutinas domésticas, el mundo privado al que uno se acerca sólo con cierto reparo, el mundo de la ropa de andar por casa, de los hábitos de aseo, de los instrumentos de limpieza, el mundo despeinado de las mañanas, el de la manta en el sofá, el mundo del estar viviendo en plena tiranía del tiempo. Del otro lado de la ventana, en el espacio de aire que la separa de las otras ventanas, inabarcable salvo para las palomas, estamos los que no somos, precisamente por lo mucho que nos esforzamos en serlo, y estamos vestidos con el abrigo, porque ya hace frío, y nos saludamos, y caminamos con cuidado de que nuestro trayecto evite los zigzags que evidenciarían que, acaso, nuestras facultades motoras están perturbadas, y nuestra mirada recorre, con cierto placer geométrico, ángulos racionales que han traducido en ladrillo y cemento las líneas que trazaron los rotrings de un arquitecto de hace unas décadas, y todo tiene la coherencia indiscutible que llamamos vigilia. Mientras, lo luminoso espera ser narrado.

  

17.

Un tiempo después (ya en octubre de 2021, unos meses después de la muerte de mi madre, y cuando aún no habíamos recuperado del todo la normalidad), en esta misma mesa, escribí un fragmento que en principio correspondería a otra novela (mi fecundidad es infinita en los proyectos, otra cosa son las ejecuciones). Ahí estamos justamente en el quicio entre el dentro y el fuera, en el mentiroso avance de una mirada que bien puede inventar un crimen del otro lado del patio. No tenía título. Luego acabó siendo El cuarto del vértigo:

 

En noches como ésta yo entraba en el cuarto del vértigo, y lo hacía casi imperceptiblemente, como si hubieran sido los cuartos, y no yo, quienes se hubiesen desplazado, en su ruleta rusa o su baraja de Mabuse, para posarse en torno de mi cuerpo, alerta en una madrugada que se prometía larga como una caminata, porque yo me imaginaba los cuartos como estanterías de vidrio, como acuarios secos que se apilaban en un raro tetris o cubo de Rubik, no se me ocurren imágenes menos pedestres, más aptas, y es justo que sean ellas, pues algo de juego, mucho de juego, en realidad, había en todo aquello, y era allí, en el cuarto del vértigo, en noches como ésta, cuando ya en el patio que se veía a través de mi ventana, tan inútilmente indiscreta, se habían encendido las discontinuas luces de ese morse estático de mis vecinos de enfrente, yo me refugiaba, refugiaba es la palabra justa, en el cuarto del vértigo y extraía el documento del arcón, del viejo arcón que llevaba depositado allí desde mucho antes de que se pudiera formular siquiera un sintagma como muerte de mis padres, de ese viejo arcón en el que no había nada que tuviera valor, salvo ese valor blando, dulzón, un poco rancio de las llamadas posesiones familiares y donde, a saber por qué, en virtud de qué deseo de protección u olvido, había depositado yo el cuadernillo, entremezclado con candelabros de falsa plata y álbumes de fotografías progresivamente desvaídas, y de ahí era de donde lo extraía en noches como ésta, cuando me refugiaba en la habitación del vértigo, donde, por supuesto, estaba expuesto a todas las miradas del Enfrente, de los otros tetris y colmenas que cabía ubicar en las cabezas de los transeúntes, y en última instancia, por descontado, a la mirada del Demiurgo, no tan indiferente como la de los vecinos, sobre todo a esas horas, en las que nos dedicamos a extraer de viejos arcones o baúles o aparadores o cómodas o nichos cuadernillos y folletos y gruesos tomos de enciclopedias desparejas y hasta alguna libreta de escolar en la que reconocemos nuestra caligrafía despeinada, y bajo la mirada inclemente del Demiurgo, era así cómo extraía yo el documento, y lo apoyaba en cualquier lado, o lo sostenía en mis manos mientras paseaba por la mínima extensión del cubículo, un paseo que era más una pura oscilación, un vaivén, y recorría las páginas iluminadas violentamente por la luz azulada de los fluorescentes, muchas veces desnudo, o vestido de cualquier modo, pues estaba en mi casa y era de noche, aunque también estuviera en el acuario múltiple de la Compañía, en la habitación llamada Vértigo, oscilando desnudo con el cuadernillo en la mano, volviendo a anotar en él breves comentarios, a subrayar sobre lo ya subrayado, a veces a detenerme y, cerrando el Informe, a quedarme pensando, aún, a pesar de todo, confuso, y por ello también ilusionado, y a apuntar dos o tres ideas en alguna de las libretitas que había en el cuarto del vértigo, dispuestas allí justamente para eso, ideas que en ese momento me parecían decisivas para desentrañar el sentido de todo aquello, y así desbloquear la redacción de mi libro, tantas veces detenido, tan fatigosamente reacio a ser alumbrado y, mientras lo hacía, algo no tan lejano a la felicidad se hacía notar en mis entrañas, justo ahí, en el lugar del Hueco, porque entonces había juego, aunque fuera efímero, como lo son siempre los éxitos parciales en esas interminables partidas de solitario, y así pasaba muchas noches como ésta, hojeando el Informe, y tomando notas interminables para un libro que estaba escribiendo y que iba a llamarse El Informe y que iba a entregar con orgullo a las autoridades de la Compañía, que sobrevuelan los cubículos y velan nuestros sueños de escritores impotentes, y en ese gesto de orgullo cifraba yo el sentido de los años de vida que me quedaban, la compensación, incompleta y precaria, por supuesto, de los dolores que me esperaban sin duda en esos años, cuya cuenta menguaba inexorablemente, mientras una noche como ésta sucedía a otra noche como ésta y yo era consciente de esa aceleración de desagüe, y había también un vértigo en ello, un vértigo temporal, y por eso volvía yo una y otra vez al Informe, convencido de que en él se hallaban las claves de esa irritante física del desastre a la que parecíamos sujetos los tristes habitantes de este desolado barrio del Insomnio, y así pasaba muchas noches como ésta yo, antes de tirarme por la ventana una noche como ésta, esta noche, y despanzurrarme en el pavimento del patio, húmedo aún de la tormenta de esta tarde, y yacer allí, en un charco de sangre, con menos sangre de la que hubiera pensado, bajo la mirada siempre desasosegante del Demiurgo, que al fin y al cabo no es más que uno de los innumerables lacayos de la Compañía.

 

18.

Los que escribimos al levreriano modo (y a veces como si quisiéramos ser de mayores Thomas Bernhard) sabemos que los diarios de la beca son infinitamente más importantes que las novelas, luminosas u obscuras, del mismo modo que los interiores, por parcamente iluminados que estén, por mal ventilados que se encuentren, con ese olor de las cosas que no han acabado de pasar del todo, de los instantes pretéritos que no supieron morirse a tiempo, como esos dientes de leche que no se nos cayeron cuando ya estaban naciendo los dientes de verdad, los del hacerse mayor, esos interiores por los que se pasean nuestros monstruos en pijama, en la asumida coexistencia a la que nos tuvimos que adaptar desde que, ya tan pequeños, ya tan dientes-de-leche nosotros mismos, fuimos alertados por sus mugidos, por sus agudos chirridos de aguja entre las vértebras, esos interiores en los que estamos del lado de la ventana que se empaña, son los únicos sitios en los que se puede vivir, y la intemperie, el lugar de la geometría, es inhóspita, como lo son siempre las cosas que sólo pueden dibujarse a mano alzada, con la pericia y el pulso firme de un delineante que otros llaman Demiurgo.

 

19.

La primera colección de cuentos de Mario Levrero, publicada en 1970, se llama, fascinantemente La máquina de pensar en Gladys, un título que corresponde, no a uno, sino a dos de los relatos que contiene, a saber, el primero y el último, que añade al título una puntualización: La máquina de pensar en Gladys (negativo), dejando claro que la relación que se establece entre ellos es la del clisé y la copia en papel. En ambos casos se trata de un repaso de rutinas que ejecuta el narrador, del que no se nos dice nada, por lo que tendemos a identificarlo con ese Levrero que se enseñorea con su yo un poco obeso y de indumentaria proverbialmente descuidada de textos muy posteriores, como La novela luminosa. Así, le vemos apagando luces, cerrando ventanas, o dejándolas abiertas, chequeando la heladera, apretando la canilla de la pileta, desconectando el amplificador (el tocadiscos ya se había apagado automáticamente)… todas ellas tareas cotidianas, normales, si acaso narradas con extraña prolijidad, como revelando el componente fuertemente obsesivo del narrador. Hasta que reparamos en la frase que se nos cuela en el inventario, una de las más gloriosas de toda la obra levreriana:

 

La máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual.

Y ahí (guiño guiño) se nos pone de manifiesto lo que en realidad los diaristas de beca sabemos bien: que el móvil perpetuo existe, que está alojado en nuestras cabezas, que no se para nunca, ni se le desconecta como a un amplificador, o se le cierra como una ventana, y que su incesante vaivén nos acompaña, y nuestra máquina de pensar en Gladys o en quien sea (siempre hay alguien en quien pensar con nuestra máquina de pensar en Gladys) es justamente lo que nos constituye. Porque, como bien advierte el cuento, lo que rodea a toda esa planilla de items que hay que cumplir para que sea posible el descanso nocturno es el lugar inconquistable de los sueños, el espacio entre la pared de la casa y la pared de enfrente, mentirosamente alumbrado por los faroles, y es entonces cuando llega, con absoluta normalidad, el final de la página, el final del relato, es decir, el final de todo aquello, y la casa se derrumba.

 

20.

En el negativo del relato, las frases comienzan igual, pero los predicados se descontrolan y nos damos cuenta de que estamos hablando de las rutinas de la casa de enfrente, de la casa del sueño. Así, tenemos caballos degollados en la bañera, o serpientes, y hay mucha gente, y uno acaba durmiendo en el armario de la habitación, tiritando porque alguien se ha dejado la ventana abierta, y entre los restos de la fiesta de la noche anterior no parece aparecer ninguna Gladys, y está definitivamente claro que no vamos a ser capaces de resolver el crucigrama, que Jeffries estaba en lo cierto y somos la mujer del viajante de comercio y hemos sido asesinados y desmembrados, que el algoritmo no puede funcionar de ningún modo, que el barco que pilotamos se ha perdido hace rato en las marismas del estar dormidos y que no hay modo de escapar de este confinamiento que se llama cuerpo. Y es ahí donde inevitablemente descolgamos el auricular y marcamos el teléfono del Señor Guggenheim para pedir disculpas por el retraso, un retraso que, lo sabemos bien, será infinito, y aprovechamos para desearle, con mucho cariño, felices fiestas, felices fiestas a todos, y sobre todo a Gladys, que nos estará leyendo.

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