…no
hay nada que me destroce más los nervios que tener plazos para hacer las cosas.
MARIO LEVRERO, Diario de la beca, viernes 16 de marzo de 2000, 02.13 h. (abierto al azar)
1.
Mario
Levrero, el gran escritor uruguayo, además de componer un Manual de Parapsicología,
ser adicto a las novelas policiacas pulp que compraba en mercadillos y librerías
de viejo de su adorada Montevideo y escribir algunas de las mejores novelas y cuentos
de los últimos cincuenta años, fue en algún momento de su vida inventor de
crucigramas. Me lo imagino, armado de todos los trucos del crucigramista de pro,
engarzando palabras, letra por letra, en la cuadrícula vacía de la página, como
si estuviera colocando personajes en las ventanas de un patio de vecindad, en
el que él esperase, como si fuese el Jeffries de Rear window de Hitchcock,
a se cometiera el crimen que luego narraría con la pasmosa destreza de la que
era capaz.
2.
Construir,
producir, escribir crucigramas no es una actividad sencilla, pues
depende de la más difícil de las artes: el encaje. Una orgullosa palabra
de nueve letras deberá someterse a una disciplina de afluentes, usar los codos
de sus N y sus L para sostenerse entre bisílabos y términos que
sólo se usan (o se usaban) en los crucigramas: extremo inferior de la antena,
CAR. Al final, lo que se acaba dibujando es un extraño mapa de senderos, al
cual adjuntamos, a modo de clave de lectura, una tabla con definiciones (acto
de embalar, símbolo químico del platino, lapso en que la Tierra
da un giro completo en torno al Sol) que nos permite orientarnos, para
poder dejar caer esas miguitas de letras sobre las que volver, con la goma de
borrar del otro extremo del lápiz cuando toda la conjetura se derrumba por una b
imposible, o la yuxtaposición de dos consonantes impronunciables. O así
era, así fue alguna vez, cuando Mario Levrero escribía sus crucigramas.
3.
No
tengo una memoria clara de cuándo llegó a mis manos el primer libro que leí de
Levrero, pero debió de haber sido a comienzos de 2020, probablemente en la desaparecida
(ay) La Central de Callao, quizás cuando iba a ella en esas fechas a un curso
sobre Clarice Lispector que se impartía allí, en el garito del sótano.
Sí recuerdo, claro, el título del libro: Trilogía involuntaria. Es
decir, no es el título del libro, sino el apelativo jocoso bajo el que se
acabaron reuniendo tres novelas alucinantes (en el puro sentido
alucinógeno del término): La ciudad (la primera que publicó Levrero, en
1970), El lugar y París. El impacto fue brutal, no sólo devoré
las páginas de esa Trilogía sobrevenida, perdiéndome con gusto en sus
vericuetos kafkianos, sino que me convertí en un levreriano instantáneo,
después de haber ignorado la existencia del uruguayo tanto tiempo. Fue un
enamoramiento y, como tal, fue súbito, devastador y quizás también efímero.
4.
No
registro mis adquisiciones libreras, pero tengo la (sana) costumbre de usar los
tickets de compra como separadores en los libros, así que puedo trazar
más o menos bien los pasos de la fiebre levreriana que me asaltó durante
el mes de febrero de 2020. Así, en un viaje que hice de fin de semana a Salamanca
del 14 al 16 de febrero me hice con sus Cuentos completos (en la librería
Víctor Jara) y con la decisiva La novela luminosa (en Letras corsarias).
Ávido de conseguir la obra completa (algo que me pasa a menudo, pues mi
relación con los libros suele ser más de gula que otra cosa) siguieron cayendo
libros a mi vuelta a Madrid, y en pocos días tenía a mi disposición casi todo
lo que se podía tener de y sobre Levrero, en unos tiempos en los que ya, por
fortuna, y a diferencia de los años de la vida del escritor (murió en 2004), se
podía conseguir con facilidad su producción. Y, contrariamente a lo que me
ocurre a veces en esos periodos de glotonería, sí que leí esos libros que me
compré, y lo hice con gran gozo, y manteniendo el deslumbramiento inicial.
5.
En
particular, La novela luminosa es un libro que no tiene igual. No se puede,
por otro lado, describir fácilmente, o sí, pero esa descripción de ningún modo
le hará justicia. La cosa va del siguiente modo: a Levrero, que siempre ha andado
a la cuarta pregunta en materia económica, que es y ha sido y seguirá
siendo un glorioso vago (atareadísimo, como muchos vagos), incapaz de la
disciplina que exigiría un contrato editorial comme il faut y por ello
ha venido publicado a salto de mata ya un buen puñado de novelas y libros de
relatos, le conceden la prestigiosa y lucrativa beca Guggenheim, lo que le da
estabilidad y posibilidad de abordar compras inaplazables (como un par de
sillones o un aparato de aire acondicionado para su apartamento montevideano), a
cambio del desarrollo de un viejo proyecto literario, que concibió en un
momento dado, como quince años antes, cuando temía morir por una
operación de vesícula a la que debía someterse, él, el gran hipocondriaco. Ese
proyecto es La novela luminosa, y estaba empezado, y con la beca, claro,
habría de concluirse. O no…
6.
Cuando
el ávido lector (y/o comprador) abre las páginas de lo que se llama La
novela luminosa, una simple ojeada al índice ya le transmitirá la inevitable
perplejidad en la que habrá de sumergirse por muchas lunas, mientras la boca
sigue abierta de pura fascinación: La novela luminosa es apenas una de
las dos partes de La novela luminosa, concretamente la segunda, que
sólo ocupa un centenar de las más de 500 páginas del tomo, que
incorpora, antes, como una especie de prólogo hipertrofiado, que acaba
colonizando la obra entera, un Diario de la beca, que es el ejercicio
más brillante que concebirse pueda sobre la procrastinación, o el
bloqueo del escritor, o la vaguería, o el relato de las rutinas, a ratos
bastante sórdidas, de un autor ya en la sesentena, que no sabe, aunque quizá
sospecha, que está tan cerca ya de su muerte.
7.
Y
el caso es que La novela luminosa justamente era un proyecto maravilloso:
se trataba de hablar de esos, tan pocos, momentos de una vida anodina que
merecen el calificativo de luminosos, pero, claro, esos momentos son justamente
aquellos de los que en realidad no se puede hablar, y por eso uno se enzarza
interminablemente en novelas obscuras, que no acaban de resultar
satisfactorias para nadie, y qué bien que el Señor Guggenheim haya decidido al
fin subvencionar tan noble afán, por más que el trasnochador, adicto a la
computadora, desordenado, obsesionado con las novelitas policiacas de pasta
blanda Levrero no sea capaz de escribir más que la contranovela, la novela
de la novela, o de la no-novela, la no-vela, por más que haya
una larga vela, un largo velar en el que lo que se nos muestra, parece es el negativo
de una foto que no se acaba de revelar y no revela lo que
contiene esa novela, ya inevitablemente velada, y póstuma, pues La novela
luminosa no se publicó hasta 2005, después de la muerte de Mario, que, por
cierto, se llamaba Jorge.
8.
El
7 de marzo de 2020 me marché a Barcelona, para pasar allí el fin de semana. En
el tren fui leyendo a Levrero, El alma de Gardel. Las noticias se habían
ido haciendo más y más alarmantes, ya se acordarán ustedes. En particular, yo
estaba muy agobiado, porque mi madre, enferma muy avanzada de Alzheimer, vivía
desde hace muchos años en una residencia (mi padre había muerto ya en 2018), y
había empezado a haber algún caso de covid en las residencias madrileñas, y,
bueno, ya saben cómo acabó todo aquello, y no sabía yo entonces muy bien qué
iba a pasar, y estando en La Central del Raval ese día 7 de marzo (una fecha que
en mi memoria, por otro lado, resuena con desgracias, pues en los años de mi juventud
fue la fecha asociada a la muerte por accidente y el suicidio, en años
consecutivos, de dos personas que conocía) me llamaron de la residencia de mi
madre para decirme que, bueno, que iban a cerrar el acceso a las visitas, que
todo estaba bien, que nos irían diciendo, y yo, en Barcelona, en una librería,
empezaba a vivir ya plenamente esa forma kafkiana de vida que luego dio en
llamarse confinamiento, aunque para encerrarme en casa faltaban unos
días, y una remontada del Atleti en Liverpool.
9.
Así
pues, en esos días pasé de leer a Levrero a vivir en Levrero. Él,
que tan poco aficionado era a salir de casa, y mucho menos a viajar, desde que,
muy pequeño, le fue diagnosticado, acaso incorrectamente, un soplo en el corazón,
que le mantuvo durante años en reposo en su habitación de Montevideo, donde empezó
a devorar (y Levrero era el lector más omnívoro que existió nunca) libro tras
libro. Yo, como todos ustedes, me vi encerrado en mi biblioteca, lo que
fue, a pesar de todo, peor de lo que suena. Por entonces yo tenía muy avanzada
una novela bastante atrabiliaria, que había arrancado en las largas estancias en
el hospital por las sucesivas enfermedades de mi padre, que acabaron con su fallecimiento,
como digo, en 2018. Todo eso mezclado con no poca mitología, algo de esoterismo
(guiño guiño) y los consabidos paseos nocturnos por la Ciudad de los sueños.
Había acumulado ya decenas y decenas de páginas y estaba todo más o menos
ordenado, aunque lo cierto es que aquello aún respiraba un hedor a magma que
auguraba la necesidad de muchas jornadas de trabajo, en un tiempo en el que justamente
no se tenía ese tiempo, por el trabajo, que aún existía entonces. Allí, en esos
días de la cuarentena, esa novela murió, y hasta la fecha. No podía seguir escribiendo
sobre enfermedad, deterioro, muerte. Y allí se reorientó mi brújula de
lecturas, y en esos strange days, el ciclón Levrero murió de muerte
natural, después de un par de meses de entrega infinita.
10.
Ya
saben que a veces pasan esas cosas. En mi caso, hubo un libro que cerré y no
volví a abrir en años, y cuando volví a abrirlo lo hice ya en otro idioma y
después de haber sido atrapado, ahora sí ya para siempre, en la órbita de su
autor. Me estoy refiriendo a Habla, memoria de Nabokov. Allá por 2011
los problemas con mis padres estaban empezando a agudizarse seriamente, lo cual
acabaría conduciéndonos a la mencionada residencia. El libro de Nabokov no era,
claro, el primero que leía de él, ya me había cautivado muy joven Lolita,
que leí en inglés, y luego Pálido fuego, que primero leí en castellano, y
varios títulos más. Las memorias no me parecían entonces demasiado atrayentes,
luego, tiempo después, entendí que Speak, memory es una de las obras más
bellas que se hayan escrito nunca. Pero entonces, en 2011, el libro de Nabokov
adquirió un aura de maldito y fue apartado. Estaba asociado a esas
jornadas caóticas. También le pasó a algunos libros de Lispector o Michaux que
me llevaba al hospital mientras mi padre estaba ingresado. A veces, esos
autores volvieron. A veces, no. Está por escribir, me parece, el modo en que
los acontecimientos se adhieren a los libros, como esas manchas de humedad
que a veces tienen las portadas o las páginas de los libros de viejo, el
modo en que la vida, que en el fondo no importa, altera a la literatura,
que es lo que (ojalá fuera así) de verdad importa. Así que un día
escribí Nabokov, asesino de mi padre, y me pareció un buen título para
un relato, que no llegué nunca a componer, porque Nabokov pasó a necesitar, no
ya de un relato, ni siquiera de un libro, sino de toda una enciclopedia por la
importancia que adquirió en esta última década para mí.
11.
Pero
estábamos con Levrero. Hay una celebrada serie de páginas del Diario de la
beca, que está efectivamente escrito bajo la forma de un diario, en el que
Jorge Varlotta, que es como de verdad se llamaba Levrero (que también se
llamaba Levrero, de segundo apellido, y Mario, de segundo nombre, y todo ese
juego nominalista daría para mucha discusión), en la que el ocioso y
tremendamente atareado en la no-escritura de su no-novela Jorge Mario nos
cuenta la evolución del cadáver de una paloma que puede contemplar en la azotea
del edificio enfrente de su ventana. Hay todo un proceso de duelo por parte de
las otras palomas, un ir y venir, una prontamente advertida descomposición, una
transmutación sucesiva del ser vivo en un objeto decididamente inerte, la
aparición final de un esqueleto cuyo cráneo era puro pico, nada más, lo
cual, a decir de Levrero, venía a justificar el porqué las palomas son unos
bichos tan sumamente tontos. En la extraña cadencia del Diario, en cuyo
vaivén nos introducimos con gran suavidad (es un libro peculiarmente amable,
aunque sea también tenebroso) para descubrirnos, un par de centenares de
páginas después, atrapados en su altamar de recurrencias e impotencia, la
historia de la paloma es casi la trama en sí misma, la novela obscura de
la que intentamos sacar por medio de no se sabe qué alquimia, el revelado de
una novela luminosa permanentemente encallada en esos escollos de lo inexpresable.
12.
El
15 de febrero de 2020 había comprado en Letras Corsarias de Salamanca La
novela luminosa de Mario Levrero. No llego a tener anotado cuánto tardé en
leerla, pero en el cuaderno que estaba vigente en esos días transcribí un
pasaje correspondiente a la página 447 el día 24 de febrero, así que ya estaba
por terminarla. Desde luego, la concluí antes del confinamiento, pero todavía
resonaba fuertemente cuando yo mismo pasé a ser el del Diario de la beca,
encerrado, intentando escribir algo que justamente ya no podía escribir,
anotando esquemas, variantes, proyectos, ideas, que se arrojaban a un futuro
indescifrable, en medio de la extraña calma del ojo del huracán en que se había
convertido mi barco biblioteca. En mi mesa de trabajo, la mesa en la que estoy
escribiendo esto, extendía cuadernos, pequeñas libretas, portaminas,
rotuladores de varios colores, plumas estilográficas. Todo parecía abierto
justamente en ese estar cerrado. Empecé a escribir listas de cosas sobre las
que escribir, a ejecutar índices, concebí un libro híbrido que se
llamaría Las cosas serias, lo que hacía referencia justamente al final de
Morgana en Duino, un libro sobre autores (Borges, lo primero, el Sur,
pero luego tantos otros) que fue engordando cebado con la zozobra del encierro
hasta encallar él también, pretendido libro luminoso, como había encallado su
hermano obscuro al comienzo de los extraños días. Son etapas confusas,
qué les voy a contar. Recién ahora (recién porque he estado (re)leyendo
a muchos autores argentinos estos días) parece que estoy en condiciones de
cartografiar esos territorios de sequedad. Y es ahí cuando reaparece Levrero,
que en realidad había vuelto a reclamar espacio porque el otro día, hace unas
semanas, me compré una novedad editorial, unas cartas a la que fue su compañera
de vida, Alicia Hoppe, la Princesa, que es la médica que le da bola durante
todo el Diario de la beca a ese hipocondriaco que también era yo, en el
puente de mando de mi barquichuela, asustado ante la posibilidad de que aquello
que estaba pasando me pudiera pasar a mí también.
13.
Frente
a esa mesa de trabajo (este blog se subtitula Cuaderno de trabajo,
y así puede acoger a textos como éste, indecisos y en pleno despliegue de alas
en una etapa imago incipiente tras largos años de estado pupa), frente
a esta mesa en la que tecleo, trapecista sin red, el texto a la que sale,
yo también tengo mi paisaje invariable, como Jeffries con su pierna
escayolada, como Levrero mirando a sus palomas. También hay una azotea donde
van y vienen las palomas, que no dudan en invadir el alféizar de esta mi
ventana con su amenazante corpachón de insalubre ave ciudadana. Largas horas de
aquel confinamiento se consumieron en vigilar lo que no sucedía,
en atisbar breves movimientos furtivos en el patio, en las ventanas de la casa
de enfrente. Las palomas no parecían morirse frente a mí, en ningún momento llegué
a ver ningún esqueleto, ningún cráneo que fuera puro pico, pero eran, desde
luego, las palomas de Levrero, y yo era, extrañamente, el afortunado becario de
la Guggenheim en busca, en desesperada búsqueda, de las bombillas que prender
para componer una novela luminosa que aún a día de hoy no ha acabado de
encenderse.
14.
Y
también, claro, teletrabajaba. En un doloroso ejercicio de sinsentido, yo, el
docente que amaba las tablas, que adoraba ejercer su oficio histriónico
de intérprete teatral ante el auditorio (forzado, pero quiero creer que
complacido) del alumnado, pasé, como todos, a transmitirme, a grabarme,
a mantener largas reuniones áridas por Zoom, en definitiva, a enmohecerme
(gracias, Juan Larrea, por la cita; Larrea, que me atrapó en esos días). Hubo
que inventar procedimientos de examen. Por fortuna, el grueso de mi docencia ya
estaba concluido en el primer cuatrimestre, sólo estaba impartiendo una
asignatura de máster que se llamaba Procesado de imágenes. Durante
las clases yo miraba mis ventanas de enfrente, mi azotea, mis palomas.
Entonces, inevitablemente, acabaron saliendo hasta en el examen:
A
lo largo de nuestro confinamiento y, por la posición de nuestra mesa de
trabajo, hemos contemplado siempre el mismo paisaje, consistente en un edificio
frente al nuestro, con una fachada en la que hay una sucesión de ventanas, que
corresponden a los diferentes apartamentos que en él se encuentran. Aburridos
de ver todo el rato lo mismo, pero muy interesados en nuestro curso de
Procesado, decidimos que nos interesaría poder, a partir de una fotografía
localizar esas ventanas, mediante la detección de sus contornos. ¿Cuáles serían
los procedimientos a los que podríamos recurrir para ese fin? Haz tu propuesta
y ten en cuenta que debe ser personal y estar justificada, procurando que tu
algoritmo sea lo más robusto posible frente a los diferentes factores que
pueden influir en el proceso, y pueda funcionar satisfactoriamente en todo
momento, a lo largo del confinamiento (piensa que habrá diferentes niveles de
luz, variaciones en el tiempo atmosférico, las imágenes pueden no ser de buena
calidad, etc.). Haz una evaluación de esos aspectos a partir de tu propio
análisis sobre esos factores. Bastará en todos los casos con una descripción
cualitativa de los procedimientos.
No
se preocupen, aprobó todo el mundo.
15.
En
un momento dado empecé durante el confinamiento a leer sobre Caspar David
Friedrich, un autor que me había impactado cuando vi sus cuadros en Berlín,
años atrás. La idea de esos personajes de espaldas, que contemplan un paisaje
abrumador, me parecía, supongo, resonar en cierto modo con esa posición ya
plenamente congelada del escritor en su mesa (anclado, como
querría Kafka) frente, no ya a un mar infinito que se confunde con el cielo, o
a una llanura de hielo, sino a las inmóviles ventanas del paisaje ortogonal que
era todo lo que ofrecía mi modesta rear window, sin ningún crimen a la
vista. Es ahí, me parece, cuando se pone de manifiesto de una manera más clara
ese extraño conflicto entre lo interior y la intemperie, entre la
geometría casi ciclópea de toda arquitectura y la irredenta curvatura blanda de
las entrañas. Es verdad que la mesa también se quiere rectangular, como lo hacen
igualmente la pantalla de ordenador o el folio, pero nuestros dedos, la caligrafía
que emiten, las volutas de nuestros pensamientos, no acaban de rellenar todas
esas celdas, no acaban de resolver ningún crucigrama.
16.
El
mundo de los diarios de beca es el mundo interior de las rutinas
domésticas, el mundo privado al que uno se acerca sólo con cierto reparo, el mundo
de la ropa de andar por casa, de los hábitos de aseo, de los instrumentos de
limpieza, el mundo despeinado de las mañanas, el de la manta en el sofá, el
mundo del estar viviendo en plena tiranía del tiempo. Del otro lado de la
ventana, en el espacio de aire que la separa de las otras ventanas, inabarcable
salvo para las palomas, estamos los que no somos, precisamente por lo mucho que
nos esforzamos en serlo, y estamos vestidos con el abrigo, porque ya hace frío,
y nos saludamos, y caminamos con cuidado de que nuestro trayecto evite los
zigzags que evidenciarían que, acaso, nuestras facultades motoras están
perturbadas, y nuestra mirada recorre, con cierto placer geométrico, ángulos racionales
que han traducido en ladrillo y cemento las líneas que trazaron los rotrings
de un arquitecto de hace unas décadas, y todo tiene la coherencia
indiscutible que llamamos vigilia. Mientras, lo luminoso espera
ser narrado.
17.
Un
tiempo después (ya en octubre de 2021, unos meses después de la muerte de mi
madre, y cuando aún no habíamos recuperado del todo la normalidad), en
esta misma mesa, escribí un fragmento que en principio correspondería a otra
novela (mi fecundidad es infinita en los proyectos, otra cosa son
las ejecuciones). Ahí estamos justamente en el quicio entre el dentro y el
fuera, en el mentiroso avance de una mirada que bien puede inventar un
crimen del otro lado del patio. No tenía título. Luego acabó siendo El
cuarto del vértigo:
En
noches como ésta yo entraba en el cuarto del vértigo, y lo hacía casi
imperceptiblemente, como si hubieran sido los cuartos, y no yo, quienes se
hubiesen desplazado, en su ruleta rusa o su baraja de Mabuse, para posarse en
torno de mi cuerpo, alerta en una madrugada que se prometía larga como una
caminata, porque yo me imaginaba los cuartos como estanterías de vidrio, como
acuarios secos que se apilaban en un raro tetris
o cubo de Rubik, no se me ocurren imágenes menos pedestres, más aptas, y es
justo que sean ellas, pues algo de juego, mucho de juego, en realidad, había en
todo aquello, y era allí, en el cuarto del vértigo, en noches como ésta, cuando
ya en el patio que se veía a través de mi ventana, tan inútilmente indiscreta,
se habían encendido las discontinuas luces de ese morse estático de mis vecinos de enfrente, yo me refugiaba,
refugiaba es la palabra justa, en el cuarto del vértigo y extraía el documento
del arcón, del viejo arcón que llevaba depositado allí desde mucho antes de que
se pudiera formular siquiera un sintagma como muerte de mis padres, de ese viejo arcón en el que no había nada
que tuviera valor, salvo ese valor blando, dulzón, un poco rancio de las
llamadas posesiones familiares y donde, a saber por qué, en virtud de qué deseo
de protección u olvido, había depositado yo el cuadernillo, entremezclado con
candelabros de falsa plata y álbumes de fotografías progresivamente desvaídas,
y de ahí era de donde lo extraía en noches como ésta, cuando me refugiaba en la
habitación del vértigo, donde, por supuesto, estaba expuesto a todas las miradas
del Enfrente, de los otros tetris y
colmenas que cabía ubicar en las cabezas de los transeúntes, y en última
instancia, por descontado, a la mirada del Demiurgo, no tan indiferente como la
de los vecinos, sobre todo a esas horas, en las que nos dedicamos a extraer de
viejos arcones o baúles o aparadores o cómodas o nichos cuadernillos y folletos
y gruesos tomos de enciclopedias desparejas y hasta alguna libreta de escolar
en la que reconocemos nuestra caligrafía despeinada, y bajo la mirada
inclemente del Demiurgo, era así cómo extraía yo el documento, y lo apoyaba en
cualquier lado, o lo sostenía en mis manos mientras paseaba por la mínima
extensión del cubículo, un paseo que era más una pura oscilación, un vaivén, y
recorría las páginas iluminadas violentamente por la luz azulada de los
fluorescentes, muchas veces desnudo, o vestido de cualquier modo, pues estaba
en mi casa y era de noche, aunque también estuviera en el acuario múltiple de
la Compañía, en la habitación llamada Vértigo, oscilando desnudo con el
cuadernillo en la mano, volviendo a anotar en él breves comentarios, a subrayar
sobre lo ya subrayado, a veces a detenerme y, cerrando el Informe, a quedarme
pensando, aún, a pesar de todo, confuso, y por ello también ilusionado, y a
apuntar dos o tres ideas en alguna de las libretitas que había en el cuarto del
vértigo, dispuestas allí justamente para eso, ideas que en ese momento me parecían
decisivas para desentrañar el sentido de todo aquello, y así desbloquear la
redacción de mi libro, tantas veces detenido, tan fatigosamente reacio a ser
alumbrado y, mientras lo hacía, algo no tan lejano a la felicidad se hacía
notar en mis entrañas, justo ahí, en el lugar del Hueco, porque entonces había juego, aunque fuera
efímero, como lo son siempre los éxitos parciales en esas interminables
partidas de solitario, y así pasaba muchas noches como ésta, hojeando el
Informe, y tomando notas interminables para un libro que estaba escribiendo y
que iba a llamarse El Informe y que
iba a entregar con orgullo a las autoridades de la Compañía, que sobrevuelan
los cubículos y velan nuestros sueños de escritores impotentes, y en ese gesto
de orgullo cifraba yo el sentido de los años de vida que me quedaban, la
compensación, incompleta y precaria, por supuesto, de los dolores que me
esperaban sin duda en esos años, cuya cuenta menguaba inexorablemente, mientras
una noche como ésta sucedía a otra noche como ésta y yo era consciente de esa
aceleración de desagüe, y había también un vértigo en ello, un vértigo
temporal, y por eso volvía yo una y otra vez al Informe, convencido de que en
él se hallaban las claves de esa irritante física del desastre a la que
parecíamos sujetos los tristes habitantes de este desolado barrio del Insomnio,
y así pasaba muchas noches como ésta yo, antes de tirarme por la ventana una noche
como ésta, esta noche, y despanzurrarme en el pavimento del patio, húmedo aún
de la tormenta de esta tarde, y yacer allí, en un charco de sangre, con menos
sangre de la que hubiera pensado, bajo la mirada siempre desasosegante del
Demiurgo, que al fin y al cabo no es más que uno de los innumerables lacayos de
la Compañía.
18.
Los
que escribimos al levreriano modo (y a veces como si quisiéramos ser de
mayores Thomas Bernhard) sabemos que los diarios de la beca son
infinitamente más importantes que las novelas, luminosas u obscuras,
del mismo modo que los interiores, por parcamente iluminados que estén, por mal
ventilados que se encuentren, con ese olor de las cosas que no han acabado de
pasar del todo, de los instantes pretéritos que no supieron morirse a tiempo,
como esos dientes de leche que no se nos cayeron cuando ya estaban naciendo los
dientes de verdad, los del hacerse mayor, esos interiores por los
que se pasean nuestros monstruos en pijama, en la asumida coexistencia a la que
nos tuvimos que adaptar desde que, ya tan pequeños, ya tan dientes-de-leche
nosotros mismos, fuimos alertados por sus mugidos, por sus agudos chirridos de
aguja entre las vértebras, esos interiores en los que estamos del lado de la
ventana que se empaña, son los únicos sitios en los que se puede vivir, y
la intemperie, el lugar de la geometría, es inhóspita, como lo son siempre las
cosas que sólo pueden dibujarse a mano alzada, con la pericia y el pulso firme
de un delineante que otros llaman Demiurgo.
19.
La
primera colección de cuentos de Mario Levrero, publicada en 1970, se llama,
fascinantemente La máquina de pensar en Gladys, un título que
corresponde, no a uno, sino a dos de los relatos que contiene, a saber, el
primero y el último, que añade al título una puntualización: La máquina de
pensar en Gladys (negativo), dejando claro que la relación que se
establece entre ellos es la del clisé y la copia en papel. En
ambos casos se trata de un repaso de rutinas que ejecuta el narrador,
del que no se nos dice nada, por lo que tendemos a identificarlo con ese
Levrero que se enseñorea con su yo un poco obeso y de indumentaria
proverbialmente descuidada de textos muy posteriores, como La novela luminosa.
Así, le vemos apagando luces, cerrando ventanas, o dejándolas abiertas,
chequeando la heladera, apretando la canilla de la pileta, desconectando el
amplificador (el tocadiscos ya se había apagado automáticamente)… todas ellas
tareas cotidianas, normales, si acaso narradas con extraña prolijidad, como revelando
el componente fuertemente obsesivo del narrador. Hasta que reparamos en la
frase que se nos cuela en el inventario, una de las más gloriosas de
toda la obra levreriana:
La
máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo
habitual.
Y ahí (guiño guiño) se nos pone de manifiesto lo que en realidad los diaristas de beca sabemos bien: que el móvil perpetuo existe, que está alojado en nuestras cabezas, que no se para nunca, ni se le desconecta como a un amplificador, o se le cierra como una ventana, y que su incesante vaivén nos acompaña, y nuestra máquina de pensar en Gladys o en quien sea (siempre hay alguien en quien pensar con nuestra máquina de pensar en Gladys) es justamente lo que nos constituye. Porque, como bien advierte el cuento, lo que rodea a toda esa planilla de items que hay que cumplir para que sea posible el descanso nocturno es el lugar inconquistable de los sueños, el espacio entre la pared de la casa y la pared de enfrente, mentirosamente alumbrado por los faroles, y es entonces cuando llega, con absoluta normalidad, el final de la página, el final del relato, es decir, el final de todo aquello, y la casa se derrumba.
20.
En
el negativo del relato, las frases comienzan igual, pero los predicados
se descontrolan y nos damos cuenta de que estamos hablando de las rutinas de la
casa de enfrente, de la casa del sueño. Así, tenemos caballos degollados en
la bañera, o serpientes, y hay mucha gente, y uno acaba durmiendo en el armario
de la habitación, tiritando porque alguien se ha dejado la ventana abierta, y entre
los restos de la fiesta de la noche anterior no parece aparecer ninguna Gladys,
y está definitivamente claro que no vamos a ser capaces de resolver el
crucigrama, que Jeffries estaba en lo cierto y somos la mujer del viajante de
comercio y hemos sido asesinados y desmembrados, que el algoritmo no puede
funcionar de ningún modo, que el barco que pilotamos se ha perdido hace rato en
las marismas del estar dormidos y que no hay modo de escapar de este
confinamiento que se llama cuerpo. Y es ahí donde inevitablemente descolgamos
el auricular y marcamos el teléfono del Señor Guggenheim para pedir disculpas
por el retraso, un retraso que, lo sabemos bien, será infinito, y aprovechamos para
desearle, con mucho cariño, felices fiestas, felices fiestas a todos, y sobre
todo a Gladys, que nos estará leyendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario