Ma vie avec Angélica
En el cielo
polar amanece sólo una vez. En Marzo.
ANGÉLICA
LIDDELL
1.
El 16 de febrero de
1914, Rainer Maria Rilke comienza una carta a la pianista vienesa Magda von Hattingberg,
bautizada por él como Benvenuta, que se prolongará y se prolongará durante
los días siguientes, hasta alcanzar una extensión de 27 páginas en la edición
impresa de ese apasionante, breve pero intensísimo intercambio epistolar a
cargo de Insel Verlag, donde figura con el número 28. En la edición en castellano
de Grijalbo, 1989, con traducción a cargo de Alfonsina Janés, la hermana de
Clara, la extensión es de 34 páginas, a partir de la 120. Si tenemos en cuenta
que hay otras cartas enviadas dentro del periodo cubierto por ésta, que se
extiende hasta el 20 de febrero, nos podemos hacer una idea del carácter febril
de esa correspondencia, sin duda una de las más apasionantes que puedan leerse.
En una de las cuartillas de ese abultadísimo sobre, fechada el día 19, a Magda,
de la mano de Rainer, que fue y a ratos todavía es René, se le reveló el infierno
de flores.
2.
Cualquier
ocupación, por mínima que sea, se ha ido transformando en una carga para mí, en
un entrometimiento, en un contratiempo que me está esperando, al que temo, que
desearía haber superado ya,
confiesa el poeta. Entonces, le cuenta a Benvenuta que desde ayer hay aquí
una gran cubeta llena de violetas. Son muy raras las veces en que me atrevo a
ir a buscar flores, pues también respecto a ellas el amor se ha convertido en
penalidad. Aquel alivio sereno, irreflexivo y soñador que producen no es
proporcionado a mi esfuerzo por cortarlas y colocarlas bien: encuentro que
tienen unas pretensiones enormes. ¡Qué fantasmas por todas partes, Magda! A
continuación, relata Rilke cómo era frecuente que sus amigos le llevaran flores,
sabedores de su amor por ellas: te aseguro que no hubieran podido hacer nada
peor. Así, un día (¡cómo olvidar jamás una cosa así!) encontró, al
regresar ya tarde, una cantidad inmensa de flores delante de su puerta, flores
silvestres traídas del campo y largas ramas floridas de melocotón y de manzano.
Ahí comienza el infierno.
3.
En un relato que,
según avanza, se va haciendo más kafkiano (sobre Kafka y Rilke y sus
correspondencias con Felice y Benvenuta escribí, ya lo saben, un ensayo nunca
publicado y titulado Los amores bidimensionales), Rilke nos narra cómo, muerto
de cansancio, pasó dos horas intentando colocar las flores. Ningún recipiente
parecía lo suficientemente alto para aquellas pesadas y anchas ramas. Las
flores no parecen acabarse nunca, es como si brotaran por el suelo, las
butacas, entre los libros, y se van marchitando en el proceso. Eso angustia aún
más al poeta, incapaz de ese ikebana demencial. Cuando levantaba la
vista, la sombra del ramaje en la pared se abría contra mí como una auténtica
garra. La tarea es hercúlea para el agotado Rainer, que, cuando parece
finalmente triunfante, derriba al pasar el elevado jarrón con las ramas,
desparramándose entonces sobre el suelo un raudal de agua.
4.
Conozco ese
cansancio infinito de las tareas imposibles, y la sensación de que, de no ser concluidas,
la zozobra, ya claramente perceptible, de un Cosmos en plena deriva, se
incrementará, hasta subvertir toda plomada, hasta convertirnos en pura inercia,
incapacitados para otra acción que la del llanto. No ocurre a menudo, pues mantenemos
la disciplina y esa punta de benévolo engaño con la que ocultamos la inutilidad
de todo esfuerzo. Así, es posible suscribir en su totalidad el siguiente
párrafo de la carta de un poeta que, en tanto que tal, conoció el infierno a
través de las flores:
¿Existe
el infierno, Magda? ¿Existe el infierno? Cuando uno lo sueña tiene la
posibilidad de despertarse. Para mí, esas horas nocturnas fueron como si un
amarguísimo llanto me oprimiera el corazón, donde tenía que deshacerse
lentamente, y que para ello sólo dispusiera de mi más íntimo calor. Perdona
que te cuente estas cosas, ¡ay, querida!
5.
Cuando finalmente el
cansancio, y la enfermedad, y, apropiadamente, el pinchazo de una espina de
rosa, acabaron por vencer a Rainer Maria Rilke, en su etapa final en Suiza, su
cuerpo fue enterrado en el pequeño pueblo de Raron, o Rarogne, según la lengua
que prefiramos en esa zona bilingüe del Valais. La tumba se encuentra en la
trasera de la iglesia rural, en lo alto, dominando todo el valle. Es de una
sencillez absoluta. En ella, el epitafio hace referencia a la rosa, la rosa de
mil párpados. Una única rosa, la que trajo acaso esa noche del Infierno florido
el poeta, como otros trajeron rosas del Paraíso o de un sueño. Sobre esa tumba
yo deposité hace algunos años una hojita de libreta con unas notas. Y me volví
para contemplar el panorama que Rilke deseó para sí, para su estancia eterna. Y
entonces descendí de nuevo por la cuesta y supe que, una vez más, mi
peregrinación a los Santos Lugares había sido propicia.
6.
El día de Navidad de
2022 me levanto en un hotel en París, donde he ido a pasar algunos días de esas
vacaciones universitarias de invierno. Es muy temprano, el día es gris y frío,
pero el paseo por las avenidas desiertas resulta extremadamente agradable. Mi
hotel está en el Barrio Latino. Muy cerca, mi destino de ese día, el Cementerio
de Montparnasse. De los grandes cementerios parisinos era el único que me
faltaba por visitar, y había algunas tumbas que me estaban esperando, como la
de Julio Cortázar, donde también deposité mi ofrenda. Estar solo en las
calles de París no es algo común, la sensación es la de quien, por fin, tras
mucho cortejarla, ha podido gozar del amor esquivo y secreto de una mitología. Estoy
solo también en las otras avenidas, las interiores del cimetière. Me
conduzco con la calma del flâneur, pero, como todo flâneur, ese
deambular contiene sus prescripciones. Hay amigos que no pueden dejar de
visitarse. Uno de ellos, inevitablemente, es Baudelaire.
7.
Es sabido que en
Montparnasse hay una estatua dedicada a Baudelaire, que ejerce las veces de
cenotafio, pero que sus restos están alojados en una tumba algo más perdida
entre las filas y columnas de aquel damero funeral, y que en ella reposan
acompañados de su madre y del segundo marido de ésta, el General Aupick. Al igual
que la costumbre ha querido que sobre la losa de Cortázar generaciones y
generaciones de visitantes depositen billetes de metro, en la lápida del
General, que es también, pero sólo subsidiariamente, la del poeta, se pueden
ver siempre impresiones de labios rojos, rojísimos en su rouge, que
visitantes apasionadas han inscrito allí con su beso a la fría piedra. Al principio
me sorprende, pero lo comprendo, como peregrino que yo también soy. Sólo
entonces, con un escalofrío que no proviene de la mañana parisina de Navidad, reconozco
tu firma. Y entonces sonrío. Nos encontramos una vez más. Nunca andamos lejos.
8.
Sí, ahí, en efecto,
en un lateral, en rojo (quién sabe qué labios serán los tuyos) tu nombre: Angélica
Liddell. Reciente, sin duda, pues aún no alcanzado por los operarios de
limpieza. O los deudos, si es que existe tal cosa: deudos de Baudelaire. Bueno,
sí, existen: tú lo eres. Yo también, en menor medida. Lo cierto es que, a
diferencia de la piedra (no, no, la piedra también se agrieta y se desmenuza,
la lápida termina por desmoronarse), a diferencia de las inscripciones
cinceladas (que también acabarán por desvanecerse, por convertirse en un
alfabeto recién nacido, ilegible pero pujante en su transformación hacia la
nada), esos graffiti no pueden durar demasiado. Éste ha durado lo justo,
lo suficiente para que yo lo vea. Le hago una foto. Le hago muchas fotos. Angélica
was here parece decir e, inevitablemente, yo me acuerdo del relato de
Cortázar, ese Cortázar al que he ido a saludar hace un momento, al que le he
dejado un papelito que decía ¿Encontraría a La Maga? y he firmado con mi
nombre y la fecha. Ese relato en el que los graffiti son un medio de
comunicación en la ciudad sitiada. Y mi corazón late muy de prisa.
9.
Angélica was
there. Como con La Maga, nuestros encuentros, diferidos en el espacio y el
tiempo, imprevistos pero no infrecuentes, nuestras citas imperfectas pero a la
larga infalibles, se han ido sucediendo, como resultado de un hasard objectif
que rima tan bien con París y Montparnasse. Como con La Maga, doy cuenta de
ello en mis anotaciones. Estas anotaciones las realizo poco después, en ese
París aún cerrado que se va acercando a la hora de la comida de Navidad, en un
café de la rue Gaité, junto al Impasse con el que inauguré este
blog, hace ya dos años. Esto es lo que escribo y transcribo aquí verbatim,
pues los testimonios han de ser siempre fidedignos:
Hay, es sabido, un
cenotafio de Baudelaire, entre los sectores XXV y XXVII, pero su tumba está en
otro lugar, su tumba de lápida prolija, un poco en segunda fila, en la que se han
ido dibujado sobre el mármol labios rojos, como besos del tiempo. En vertical,
a un costado, junto a la última E del nombre del maudit, un
graffiti en rouge de pintalabios (o de sangre) con otro nombre, un
nombre de maudite aussi, pero para mí un guiño (el enésimo) y una
contraseña: Angélica Liddell. Nada menos. Sorprendido (fascinado), busco en la
Red. Una foto de ella tendida hace unas semanas sobre la piedra tumbal. En su
mano derecha, un apósito cuadrado que quizá revela la presencia de esa breve
cicatriz que deja justo ahí, en el dorso de la mano, una vía por la que
suministrar medicación intravenosa a esta princesa de las enfermedades. Angélica
was here, entonces, y me cuadra tan bien que efectuase ese breve gesto de
profanación, y me asombra la pervivencia de esa inscripción casi pompeyana en
esta ciudad de la lluvia. Y me congratula ser el receptor de ese mensaje, y
casi deseo (pero no, me falta el valor que ella tiene) añadir mi rúbrica para formar
así una extraña triada de escritores. Yo quería ser poeta maldito, pero acabé
siendo un caballero maduro, muy formal, físico y profesor en la Universidad. Me
conformo con asentir: de acuerdo, Angélica, entendido, es posible que tú ya
supieras hace unos días, cuando nos vimos tan brevemente en Kuxmmannsanta, que
vendría hoy aquí, en este día del Nacimiento del Redentor (uno de ellos, al
menos) a la tumba del Príncipe de las Tinieblas para ver tu nombre junto a esos
besos de mármol, que me imagino tuyos, firma apropiada para una carta que ha de
llegar tan lejos, tan antes.
10.
En unos meses he
asistido a dos funerales contigo, Angélica. A ambos, por partida doble, en diferentes
ciudades por las que te busco, en citas perfectas, éstas sí, garantizadas
por las carteleras teatrales. En uno de ellos enterramos juntos a Bergman, que
es tan importante para ambos. En la otra ocasión, el funeral era el tuyo.
Sonaron las 101 salvas de artillería, y yo, junto con tus otros deudos, cumplí
todas las otras prescripciones de tu documento notarial. En la sala roja de
aquella habitación de hotel que era el escenario, recibimos la visita del
Cuervo de Poe, que se posó sobre el ataúd como quien acerca una silla para
iniciar la conversación en alguna taberna, que acaso es aquella que estaba
junto al mar que ha de cruzar Gilgamesh en busca de la planta de la
inmortalidad, pues para eso se hacen los funerales, ¿no es así? Finalmente, colocamos en el féretro un libro de Baudelaire, porque los círculos han de cerrarse
apropiadamente, aunque sólo sea para que luego el tiempo los astille y los
convierta en las espirales que siempre fueron.
11.
No eran, claro (¡ay!) nuestros primeros funerales. En 2018 murieron tus padres y también murió el mío. En Dicen que Nevers es más triste explicas que tu madre murió el 9 de mayo de 2018 y fue incinerada el 10 de mayo. Mi padre murió el 7 de mayo de 2018 y fue incinerado el 8 de mayo. Esa cadena de muertes e incineraciones nos unía una vez más, aunque ambos lo ignorábamos. Tres años después, mi madre, sumergida en una demencia insondable, como los tuyos, moría también. Leí tu Trilogía del Luto mientras realizaba el mío. Para mí tu compañía no era extraña, ya habíamos estado juntos en Lausanne o París, que son ciudades tan importantes para mí. Habíamos estado incluso antes de que estuviéramos uno a cada lado del escenario, incluso antes de que poder verte sobre las tablas me produjera una emoción como difícilmente he podido sentir nunca, en una vida que ya es, irremediablemente, larga.
12.
También estuvimos en
Turín, con muy poco tiempo de diferencia. En el Hotel Roma. Donde murió Pavese.
En el cristal del hotel, un letrero que parece ser eterno: Cerchiamo giovane
camariera. Detalles que pasan desapercibidos, pero que hacen que mi mirada
se detenga, que haga una anotación en la libreta, que saque el móvil para hacer
una foto. Tú también lo haces. A las mismas cosas. Y luego lo publicas en el Diario
de Turín de Kuxmmannsanta. Y escribes cosas que empiezan por vino
la muerte y tenía tus ojos, como un relato que empecé yo por los días de la
cuarentena, y que nunca llegué a concluir, quizás por el miedo que me produce.
Ah, y Constance, Constance Dowling, que se coló en un poema que escribí para el
blog y que titulé Una blanda geometría de acuarela. Nos pasa mucho, nos
pasa todo el tiempo. Tropezamos con cosas semejantes, y las anotamos. Para mí eso
es la vida. Tropezar, anotar, comparar notas. Por eso me atrevo a importunarte.
Espero que me perdones.
13.
Tardé mucho en
llegar a ti, tardé tanto. No sabía de tu existencia, sólo te fui conociendo
poco a poco. La primera vez no fue en un teatro, sino en tus libros, esos
libros que he ido coleccionando y devorando. En aquellos años no estabas
actuando en España. Fue cuando volviste, cuando pude verte en ¿Qué haré yo
con esta espada?, cuando supe, definitivamente supe. Luego,
no siempre he encontrado entradas, me he perdido algunas obras. Pero te he
seguido siempre que he podido, y cada vez la emoción ha sido igualmente enorme.
Cada vez he sido consciente de ser partícipe de un rito en el que tú ejercías
de oficiante. Y la respuesta es imposible de fingir, completamente irrebatible:
la piel de gallina.
14.
Y los nombres… En Nevers
dices que una vez viste un nombre en una lista de muertos. Era el
tuyo: Angélica González. Estaba en la lista de las víctimas de los atentados del
11-M en Madrid. Nadie llamó para saber si era yo, concluye el fragmento
de El verano de la absolución. No eras tú, o quién sabe, quién sabe
quiénes somos o si somos todos los mismos. En cualquier caso, es también verdad
que entre los muertos de Santa Eugenia aquella atroz mañana había una
estudiante que se llamaba Angélica González García. Años después, en una
entrevista en El País su madre habla de ella. Dice que el libro que
estaba leyendo, y que viajaba con ella en el tren, era In cold blood de
Truman Capote. A sangre fría.
15.
Al final de Kuxmmannsanta
hay un correo con un enlace que lleva a un memorial virtual en honor de
Angélica González, extrañamente nacida y muerta el mismo día, el 3 de enero de
2017. Esas fechas coincidentes que aparecieron también con tu madre. Nombres,
fechas. Por Avignon pasé poco después de que representaras allí ¿Qué haré yo con esta espada? Seguramente había ecos aún que acaso percibí. Era agosto de 2016. En
mis paseos por Lausanne, ciudad que he visitado muchas veces, en torno del
lago, también evoqué Solaris y sus criaturas desdichadas, hijas de una
creación tan incomprensible como la nuestra. Solaris, que acaba con el
abrazo al padre, mientras la lluvia alcanza también los interiores. Un día, en
la estación de Timoka, seguramente nos vimos, cada uno en un andén. Sonaban los
Pet Shop Boys en mis auriculares. Sí: un pecado.
16.
Lo de los apellidos
también lo descubrí un día por casualidad. La primera vez que me firmaste un
libro, Kuxmmannsanta, sólo te dije mi nombre, Agus, y así lo
colocaste ahí. Y entonces escribiste muchas gracias. ¡Muchas gracias!
Eras tú la que me agradecías a mí, que te debo tanto. Fue la segunda vez, con Caridad
cuando me atreví a contártelo. Me impresionaba tanto tu cercanía la primera
vez que sólo cuando había comprobado tu inmensa amabilidad pude importunarte.
Tenemos los mismos apellidos: González Cano. Esos apellidos resuenan en el acta
notarial de Vudú (3318) Blixen cuando se pronuncia tu nombre civil, Catalina
Angélica. Qué casualidad, escribiste, con una sonrisa. Y entonces,
tras una pausa, dijiste: voy a ponerte Liddell y lo hiciste: Para
Agustín Liddell, y yo, tras aquel bautizo a cargo de la Gran Papesa,
abandoné la Librería Alberti levitando visiblemente.
17.
Los nombres. Lou
Andreas Salomé le cambió el nombre a René Rilke, prefiriendo el más germánico y
rotundo Rainer. También le cambió algo que parece imposible de
transformar: la caligrafía, que es tan personal. Tú elegiste el apellido de Alice
Liddell. Yo me limité a colocar un guion entre mis dos apellidos, convirtiéndolos
así en uno solo, espuriamente compuesto. Nombres para lápidas y nombres para
registros civiles. Y los nombres con los que se dirigen el uno a otro los
destinatarios de las cartas de amor: Benvenuta. Atra Bilis, la
melancolía, de la que somos ciudadanos de pleno derecho. No sé, Angélica, ya me
perdonarás estos devaneos: a pesar de todo, estas cosas no dejan de parecerme
milagrosas.
18.
El segmento final de
Vudú comienza completamente a obscuras. Entonces, tu largo parlamento se
va desarrollando ante el estupor del público. La primera vez que lo escuché, en
Sevilla, hace un mes, me quedé completamente apabullado. Había leído el libro.
Es más, lo tenía allí, en el teatro, lo hojeaba en los entreactos. Sabía a
lo que venía, podríamos decir. Pero no: esa obscuridad que invitaba a
cerrar los ojos, a concentrarse en tu voz que iba desgranando,
desapasionadamente, esas verdades del barquero sobre la edad, el amor,
la falta de él, la muerte, me trasladaba, nos trasladaba a toda esa feligresía que
colmaba el teatro (gente a la que no conocía de nada, pero eran súbitamente
hermanos, participantes en esa ceremonia del sacrificio) a territorios nunca
hollados. Luego, en Barcelona, tres semanas después, sí que sabía, y
observaba cómo iba cambiando la reacción, como se iba instalando un temblor en
la platea. Yo soy del bando de los tristísimos, dices entonces, y yo
también soy del bando de los tristísimos: mucho más jubilosos y selváticos,
no divertidos, sino audaces, osados, intrépidos, estamos locos de verdad.
Sí, Angélica: ojo de loca no se equivoca.
19.
Perdóname este
desahogo, Angélica, esta perorata un poco trasnochada, por más que enunciada en
pleno mediodía (el demonio del mediodía es el que nos tortura a los melancólicos),
y tan tendente a la muerte y sus pompas. ¿Me creerás si te digo que, obligado a describir
lo que siento cuando te leo, cuando te contemplo en el escenario, la palabra
que tendería a usar es una palabra que jamás uso: felicidad? Aunque no, porque
no hay una sola palabra que nos valga, no nos sirven las palabras, esas viejas
traidoras, es otra cosa. Es esto. Es esto.
20.
En Duino, en uno de
mis peregrinajes, el primero, el decisivo, del que doy cuenta en parte en mi
novela Morgana en Duino, allí, en el Sendero Rilke, supe lo que
era existir, lo supe sin que hubiera otro ángel que me lo susurrara que el
lejano ruido del mar o el murmullo del viento. Era enero de 2012. Me había ido
allí a conmemorar el día en que Rilke comenzó a escribir las Elegien. Esa
mañana de 2012 es un amanecer para mí. Un amanecer paradójico, pues no es una
frontera entre la obscuridad y la luz, sino entre la obscuridad y otra
obscuridad, más amarga a ratos, pero también más entrañable, más habitable, una
obscuridad de penumbra en la que escribir a la luz de una vela, escribir toda
la noche, como Malte Laurids Brigge. O acaso es una frontera entre una luz
y otra, entre un mar y otro, de un gris a un azul que es también un gris que es
también un azul, pues todos los azules son, al cabo, grises, y todos los grises
son también azules. Y luego están los rojos, claro. Los rojos de David Lynch,
los del rouge de los labios. Pero no sigamos, ya estarás muy fatigada,
Angélica, temo haberte robado ya demasiado tiempo. Dejémoslo aquí. Confío en
conseguir entradas para Seppuku, para su estreno en Salt, donde nunca te
he visto, para poder así compartir otro funeral contigo, el de Mishima. A lo
mejor nos vemos en otro lado antes, en París, en el Odéon, quién sabe. En
cualquier caso, hay muchas formas de encontrarse, y no todas ellas exigen la presencia.
Los textos también sirven, y los recuerdos, y los sueños, y los azares, y los
versos, y los ángeles que sostienen a los Cristos muertos, y Bach, y las flores,
las flores arrojadas sobre un escenario, las flores en su particular infierno,
pues eso es, me parece, la vida: un infierno florido, un lugar de dolor y
belleza, de una belleza tan terrible como Rilke nunca se atrevió a imaginar, de
una belleza que asusta incluso a los ángeles, esos que se pasean, aturdidos,
por los márgenes de un escenario que tiene la forma de un acantilado. Porque ahora vemos
como en un espejo, pero algún día veremos cara a cara, y será entonces,
Angélica. Entonces.
N O T
A S
Las fotografías de la tumba de Baudelaire son mías, corresponden a mi viaje a París de 2022. La imagen de Angélica sobre la tumba de Baudelaire, que aquí no aparece, fue publicada por la benemérita editorial La Uña Rota en sus cuentas de Twitter e Instagram. Puede verse, por ejemplo, aquí: https://x.com/launarota/status/1603423906756497408 . La fecha de la publicación es 15.12.2012, y ahí se dice que la presencia de Angélica en el cementerio tuvo lugar justo un mes antes, esto es, el 15 de noviembre, con lo cual, cuando yo vi la firma en la lápida, habían pasado cuarenta días, los cuarenta días de una cuarentena o un diluvio.
Durante la semana pasada he asistido a un congreso sobre Angélica Liddell organizado por Samuel Rodríguez, profesor de la Universidad Complutense, a la que pertenecí tantos años. La experiencia ha sido magnífica y me ha permitido, además de asistir a interesantísimas ponencias, conocer a otros miembros de esa familia angélica a la que pertenezco ya para siempre. Entre otras cosas, fue especialmente apasionante compartir espacio con Sindo Puche, el colaborador fundamental de Angélica, y otros miembros de la compañía. También, conocer a Carlos Rod, director de La Uña Rota. En esa editorial pueden encontrarse los títulos de Angélica aquí mencionados, como Kuxmmannsanta y Dicen que Nevers es más triste, entre otros. Mi agradecimiento a todos ellos.
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