miércoles, 9 de abril de 2025

Infierno de flores

Ma vie avec Angélica

 

En el cielo polar amanece sólo una vez. En Marzo.

ANGÉLICA LIDDELL

 

1.

El 16 de febrero de 1914, Rainer Maria Rilke comienza una carta a la pianista vienesa Magda von Hattingberg, bautizada por él como Benvenuta, que se prolongará y se prolongará durante los días siguientes, hasta alcanzar una extensión de 27 páginas en la edición impresa de ese apasionante, breve pero intensísimo intercambio epistolar a cargo de Insel Verlag, donde figura con el número 28. En la edición en castellano de Grijalbo, 1989, con traducción a cargo de Alfonsina Janés, la hermana de Clara, la extensión es de 34 páginas, a partir de la 120. Si tenemos en cuenta que hay otras cartas enviadas dentro del periodo cubierto por ésta, que se extiende hasta el 20 de febrero, nos podemos hacer una idea del carácter febril de esa correspondencia, sin duda una de las más apasionantes que puedan leerse. En una de las cuartillas de ese abultadísimo sobre, fechada el día 19, a Magda, de la mano de Rainer, que fue y a ratos todavía es René, se le reveló el infierno de flores.

 

2.

Cualquier ocupación, por mínima que sea, se ha ido transformando en una carga para mí, en un entrometimiento, en un contratiempo que me está esperando, al que temo, que desearía haber superado ya, confiesa el poeta. Entonces, le cuenta a Benvenuta que desde ayer hay aquí una gran cubeta llena de violetas. Son muy raras las veces en que me atrevo a ir a buscar flores, pues también respecto a ellas el amor se ha convertido en penalidad. Aquel alivio sereno, irreflexivo y soñador que producen no es proporcionado a mi esfuerzo por cortarlas y colocarlas bien: encuentro que tienen unas pretensiones enormes. ¡Qué fantasmas por todas partes, Magda! A continuación, relata Rilke cómo era frecuente que sus amigos le llevaran flores, sabedores de su amor por ellas: te aseguro que no hubieran podido hacer nada peor. Así, un día (¡cómo olvidar jamás una cosa así!) encontró, al regresar ya tarde, una cantidad inmensa de flores delante de su puerta, flores silvestres traídas del campo y largas ramas floridas de melocotón y de manzano. Ahí comienza el infierno.

 

3.

En un relato que, según avanza, se va haciendo más kafkiano (sobre Kafka y Rilke y sus correspondencias con Felice y Benvenuta escribí, ya lo saben, un ensayo nunca publicado y titulado Los amores bidimensionales), Rilke nos narra cómo, muerto de cansancio, pasó dos horas intentando colocar las flores. Ningún recipiente parecía lo suficientemente alto para aquellas pesadas y anchas ramas. Las flores no parecen acabarse nunca, es como si brotaran por el suelo, las butacas, entre los libros, y se van marchitando en el proceso. Eso angustia aún más al poeta, incapaz de ese ikebana demencial. Cuando levantaba la vista, la sombra del ramaje en la pared se abría contra mí como una auténtica garra. La tarea es hercúlea para el agotado Rainer, que, cuando parece finalmente triunfante, derriba al pasar el elevado jarrón con las ramas, desparramándose entonces sobre el suelo un raudal de agua.

 

4.

Conozco ese cansancio infinito de las tareas imposibles, y la sensación de que, de no ser concluidas, la zozobra, ya claramente perceptible, de un Cosmos en plena deriva, se incrementará, hasta subvertir toda plomada, hasta convertirnos en pura inercia, incapacitados para otra acción que la del llanto. No ocurre a menudo, pues mantenemos la disciplina y esa punta de benévolo engaño con la que ocultamos la inutilidad de todo esfuerzo. Así, es posible suscribir en su totalidad el siguiente párrafo de la carta de un poeta que, en tanto que tal, conoció el infierno a través de las flores:

¿Existe el infierno, Magda? ¿Existe el infierno? Cuando uno lo sueña tiene la posibilidad de despertarse. Para mí, esas horas nocturnas fueron como si un amarguísimo llanto me oprimiera el corazón, donde tenía que deshacerse lentamente, y que para ello sólo dispusiera de mi más íntimo calor. Perdona que te cuente estas cosas, ¡ay, querida!

 

5.

Cuando finalmente el cansancio, y la enfermedad, y, apropiadamente, el pinchazo de una espina de rosa, acabaron por vencer a Rainer Maria Rilke, en su etapa final en Suiza, su cuerpo fue enterrado en el pequeño pueblo de Raron, o Rarogne, según la lengua que prefiramos en esa zona bilingüe del Valais. La tumba se encuentra en la trasera de la iglesia rural, en lo alto, dominando todo el valle. Es de una sencillez absoluta. En ella, el epitafio hace referencia a la rosa, la rosa de mil párpados. Una única rosa, la que trajo acaso esa noche del Infierno florido el poeta, como otros trajeron rosas del Paraíso o de un sueño. Sobre esa tumba yo deposité hace algunos años una hojita de libreta con unas notas. Y me volví para contemplar el panorama que Rilke deseó para sí, para su estancia eterna. Y entonces descendí de nuevo por la cuesta y supe que, una vez más, mi peregrinación a los Santos Lugares había sido propicia.

 

6.

El día de Navidad de 2022 me levanto en un hotel en París, donde he ido a pasar algunos días de esas vacaciones universitarias de invierno. Es muy temprano, el día es gris y frío, pero el paseo por las avenidas desiertas resulta extremadamente agradable. Mi hotel está en el Barrio Latino. Muy cerca, mi destino de ese día, el Cementerio de Montparnasse. De los grandes cementerios parisinos era el único que me faltaba por visitar, y había algunas tumbas que me estaban esperando, como la de Julio Cortázar, donde también deposité mi ofrenda. Estar solo en las calles de París no es algo común, la sensación es la de quien, por fin, tras mucho cortejarla, ha podido gozar del amor esquivo y secreto de una mitología. Estoy solo también en las otras avenidas, las interiores del cimetière. Me conduzco con la calma del flâneur, pero, como todo flâneur, ese deambular contiene sus prescripciones. Hay amigos que no pueden dejar de visitarse. Uno de ellos, inevitablemente, es Baudelaire.

 

7.

Es sabido que en Montparnasse hay una estatua dedicada a Baudelaire, que ejerce las veces de cenotafio, pero que sus restos están alojados en una tumba algo más perdida entre las filas y columnas de aquel damero funeral, y que en ella reposan acompañados de su madre y del segundo marido de ésta, el General Aupick. Al igual que la costumbre ha querido que sobre la losa de Cortázar generaciones y generaciones de visitantes depositen billetes de metro, en la lápida del General, que es también, pero sólo subsidiariamente, la del poeta, se pueden ver siempre impresiones de labios rojos, rojísimos en su rouge, que visitantes apasionadas han inscrito allí con su beso a la fría piedra. Al principio me sorprende, pero lo comprendo, como peregrino que yo también soy. Sólo entonces, con un escalofrío que no proviene de la mañana parisina de Navidad, reconozco tu firma. Y entonces sonrío. Nos encontramos una vez más. Nunca andamos lejos.

 


8.

Sí, ahí, en efecto, en un lateral, en rojo (quién sabe qué labios serán los tuyos) tu nombre: Angélica Liddell. Reciente, sin duda, pues aún no alcanzado por los operarios de limpieza. O los deudos, si es que existe tal cosa: deudos de Baudelaire. Bueno, sí, existen: tú lo eres. Yo también, en menor medida. Lo cierto es que, a diferencia de la piedra (no, no, la piedra también se agrieta y se desmenuza, la lápida termina por desmoronarse), a diferencia de las inscripciones cinceladas (que también acabarán por desvanecerse, por convertirse en un alfabeto recién nacido, ilegible pero pujante en su transformación hacia la nada), esos graffiti no pueden durar demasiado. Éste ha durado lo justo, lo suficiente para que yo lo vea. Le hago una foto. Le hago muchas fotos. Angélica was here parece decir e, inevitablemente, yo me acuerdo del relato de Cortázar, ese Cortázar al que he ido a saludar hace un momento, al que le he dejado un papelito que decía ¿Encontraría a La Maga? y he firmado con mi nombre y la fecha. Ese relato en el que los graffiti son un medio de comunicación en la ciudad sitiada. Y mi corazón late muy de prisa.

 

9.

Angélica was there. Como con La Maga, nuestros encuentros, diferidos en el espacio y el tiempo, imprevistos pero no infrecuentes, nuestras citas imperfectas pero a la larga infalibles, se han ido sucediendo, como resultado de un hasard objectif que rima tan bien con París y Montparnasse. Como con La Maga, doy cuenta de ello en mis anotaciones. Estas anotaciones las realizo poco después, en ese París aún cerrado que se va acercando a la hora de la comida de Navidad, en un café de la rue Gaité, junto al Impasse con el que inauguré este blog, hace ya dos años. Esto es lo que escribo y transcribo aquí verbatim, pues los testimonios han de ser siempre fidedignos:

Hay, es sabido, un cenotafio de Baudelaire, entre los sectores XXV y XXVII, pero su tumba está en otro lugar, su tumba de lápida prolija, un poco en segunda fila, en la que se han ido dibujado sobre el mármol labios rojos, como besos del tiempo. En vertical, a un costado, junto a la última E del nombre del maudit, un graffiti en rouge de pintalabios (o de sangre) con otro nombre, un nombre de maudite aussi, pero para mí un guiño (el enésimo) y una contraseña: Angélica Liddell. Nada menos. Sorprendido (fascinado), busco en la Red. Una foto de ella tendida hace unas semanas sobre la piedra tumbal. En su mano derecha, un apósito cuadrado que quizá revela la presencia de esa breve cicatriz que deja justo ahí, en el dorso de la mano, una vía por la que suministrar medicación intravenosa a esta princesa de las enfermedades. Angélica was here, entonces, y me cuadra tan bien que efectuase ese breve gesto de profanación, y me asombra la pervivencia de esa inscripción casi pompeyana en esta ciudad de la lluvia. Y me congratula ser el receptor de ese mensaje, y casi deseo (pero no, me falta el valor que ella tiene) añadir mi rúbrica para formar así una extraña triada de escritores. Yo quería ser poeta maldito, pero acabé siendo un caballero maduro, muy formal, físico y profesor en la Universidad. Me conformo con asentir: de acuerdo, Angélica, entendido, es posible que tú ya supieras hace unos días, cuando nos vimos tan brevemente en Kuxmmannsanta, que vendría hoy aquí, en este día del Nacimiento del Redentor (uno de ellos, al menos) a la tumba del Príncipe de las Tinieblas para ver tu nombre junto a esos besos de mármol, que me imagino tuyos, firma apropiada para una carta que ha de llegar tan lejos, tan antes.

 

10.

En unos meses he asistido a dos funerales contigo, Angélica. A ambos, por partida doble, en diferentes ciudades por las que te busco, en citas perfectas, éstas sí, garantizadas por las carteleras teatrales. En uno de ellos enterramos juntos a Bergman, que es tan importante para ambos. En la otra ocasión, el funeral era el tuyo. Sonaron las 101 salvas de artillería, y yo, junto con tus otros deudos, cumplí todas las otras prescripciones de tu documento notarial. En la sala roja de aquella habitación de hotel que era el escenario, recibimos la visita del Cuervo de Poe, que se posó sobre el ataúd como quien acerca una silla para iniciar la conversación en alguna taberna, que acaso es aquella que estaba junto al mar que ha de cruzar Gilgamesh en busca de la planta de la inmortalidad, pues para eso se hacen los funerales, ¿no es así? Finalmente, colocamos en el féretro un libro de Baudelaire, porque los círculos han de cerrarse apropiadamente, aunque sólo sea para que luego el tiempo los astille y los convierta en las espirales que siempre fueron.

 

11.

No eran, claro (¡ay!) nuestros primeros funerales. En 2018 murieron tus padres y también murió el mío. En Dicen que Nevers es más triste explicas que tu madre murió el 9 de mayo de 2018 y fue incinerada el 10 de mayo. Mi padre murió el 7 de mayo de 2018 y fue incinerado el 8 de mayo. Esa cadena de muertes e incineraciones nos unía una vez más, aunque ambos lo ignorábamos. Tres años después, mi madre, sumergida en una demencia insondable,  como los tuyos, moría también. Leí tu Trilogía del Luto mientras realizaba el mío. Para mí tu compañía no era extraña, ya habíamos estado juntos en Lausanne o París, que son ciudades tan importantes para mí. Habíamos estado incluso antes de que estuviéramos uno a cada lado del escenario, incluso antes de que poder verte sobre las tablas me produjera una emoción como difícilmente he podido sentir nunca, en una vida que ya es, irremediablemente, larga.


12.

También estuvimos en Turín, con muy poco tiempo de diferencia. En el Hotel Roma. Donde murió Pavese. En el cristal del hotel, un letrero que parece ser eterno: Cerchiamo giovane camariera. Detalles que pasan desapercibidos, pero que hacen que mi mirada se detenga, que haga una anotación en la libreta, que saque el móvil para hacer una foto. Tú también lo haces. A las mismas cosas. Y luego lo publicas en el Diario de Turín de Kuxmmannsanta. Y escribes cosas que empiezan por vino la muerte y tenía tus ojos, como un relato que empecé yo por los días de la cuarentena, y que nunca llegué a concluir, quizás por el miedo que me produce. Ah, y Constance, Constance Dowling, que se coló en un poema que escribí para el blog y que titulé Una blanda geometría de acuarela. Nos pasa mucho, nos pasa todo el tiempo. Tropezamos con cosas semejantes, y las anotamos. Para mí eso es la vida. Tropezar, anotar, comparar notas. Por eso me atrevo a importunarte. Espero que me perdones.

 

13.

Tardé mucho en llegar a ti, tardé tanto. No sabía de tu existencia, sólo te fui conociendo poco a poco. La primera vez no fue en un teatro, sino en tus libros, esos libros que he ido coleccionando y devorando. En aquellos años no estabas actuando en España. Fue cuando volviste, cuando pude verte en ¿Qué haré yo con esta espada?, cuando supe, definitivamente supe. Luego, no siempre he encontrado entradas, me he perdido algunas obras. Pero te he seguido siempre que he podido, y cada vez la emoción ha sido igualmente enorme. Cada vez he sido consciente de ser partícipe de un rito en el que tú ejercías de oficiante. Y la respuesta es imposible de fingir, completamente irrebatible: la piel de gallina.

 

14.

Y los nombres… En Nevers dices que una vez viste un nombre en una lista de muertos. Era el tuyo: Angélica González. Estaba en la lista de las víctimas de los atentados del 11-M en Madrid. Nadie llamó para saber si era yo, concluye el fragmento de El verano de la absolución. No eras tú, o quién sabe, quién sabe quiénes somos o si somos todos los mismos. En cualquier caso, es también verdad que entre los muertos de Santa Eugenia aquella atroz mañana había una estudiante que se llamaba Angélica González García. Años después, en una entrevista en El País su madre habla de ella. Dice que el libro que estaba leyendo, y que viajaba con ella en el tren, era In cold blood de Truman Capote. A sangre fría.

 

15.

Al final de Kuxmmannsanta hay un correo con un enlace que lleva a un memorial virtual en honor de Angélica González, extrañamente nacida y muerta el mismo día, el 3 de enero de 2017. Esas fechas coincidentes que aparecieron también con tu madre. Nombres, fechas. Por Avignon pasé poco después de que representaras allí ¿Qué haré yo con esta espada? Seguramente había ecos aún que acaso percibí. Era agosto de 2016. En mis paseos por Lausanne, ciudad que he visitado muchas veces, en torno del lago, también evoqué Solaris y sus criaturas desdichadas, hijas de una creación tan incomprensible como la nuestra. Solaris, que acaba con el abrazo al padre, mientras la lluvia alcanza también los interiores. Un día, en la estación de Timoka, seguramente nos vimos, cada uno en un andén. Sonaban los Pet Shop Boys en mis auriculares. Sí: un pecado.

 

16.

Lo de los apellidos también lo descubrí un día por casualidad. La primera vez que me firmaste un libro, Kuxmmannsanta, sólo te dije mi nombre, Agus, y así lo colocaste ahí. Y entonces escribiste muchas gracias. ¡Muchas gracias! Eras tú la que me agradecías a mí, que te debo tanto. Fue la segunda vez, con Caridad cuando me atreví a contártelo. Me impresionaba tanto tu cercanía la primera vez que sólo cuando había comprobado tu inmensa amabilidad pude importunarte. Tenemos los mismos apellidos: González Cano. Esos apellidos resuenan en el acta notarial de Vudú (3318) Blixen cuando se pronuncia tu nombre civil, Catalina Angélica. Qué casualidad, escribiste, con una sonrisa. Y entonces, tras una pausa, dijiste: voy a ponerte Liddell y lo hiciste: Para Agustín Liddell, y yo, tras aquel bautizo a cargo de la Gran Papesa, abandoné la Librería Alberti levitando visiblemente.

 

17.

Los nombres. Lou Andreas Salomé le cambió el nombre a René Rilke, prefiriendo el más germánico y rotundo Rainer. También le cambió algo que parece imposible de transformar: la caligrafía, que es tan personal. Tú elegiste el apellido de Alice Liddell. Yo me limité a colocar un guion entre mis dos apellidos, convirtiéndolos así en uno solo, espuriamente compuesto. Nombres para lápidas y nombres para registros civiles. Y los nombres con los que se dirigen el uno a otro los destinatarios de las cartas de amor: Benvenuta. Atra Bilis, la melancolía, de la que somos ciudadanos de pleno derecho. No sé, Angélica, ya me perdonarás estos devaneos: a pesar de todo, estas cosas no dejan de parecerme milagrosas.

 

18.

El segmento final de Vudú comienza completamente a obscuras. Entonces, tu largo parlamento se va desarrollando ante el estupor del público. La primera vez que lo escuché, en Sevilla, hace un mes, me quedé completamente apabullado. Había leído el libro. Es más, lo tenía allí, en el teatro, lo hojeaba en los entreactos. Sabía a lo que venía, podríamos decir. Pero no: esa obscuridad que invitaba a cerrar los ojos, a concentrarse en tu voz que iba desgranando, desapasionadamente, esas verdades del barquero sobre la edad, el amor, la falta de él, la muerte, me trasladaba, nos trasladaba a toda esa feligresía que colmaba el teatro (gente a la que no conocía de nada, pero eran súbitamente hermanos, participantes en esa ceremonia del sacrificio) a territorios nunca hollados. Luego, en Barcelona, tres semanas después, sí que sabía, y observaba cómo iba cambiando la reacción, como se iba instalando un temblor en la platea. Yo soy del bando de los tristísimos, dices entonces, y yo también soy del bando de los tristísimos: mucho más jubilosos y selváticos, no divertidos, sino audaces, osados, intrépidos, estamos locos de verdad. Sí, Angélica: ojo de loca no se equivoca.

 

19.

Perdóname este desahogo, Angélica, esta perorata un poco trasnochada, por más que enunciada en pleno mediodía (el demonio del mediodía es el que nos tortura a los melancólicos), y tan tendente a la muerte y sus pompas. ¿Me creerás si te digo que, obligado a describir lo que siento cuando te leo, cuando te contemplo en el escenario, la palabra que tendería a usar es una palabra que jamás uso: felicidad? Aunque no, porque no hay una sola palabra que nos valga, no nos sirven las palabras, esas viejas traidoras, es otra cosa. Es esto. Es esto.

 

20.

En Duino, en uno de mis peregrinajes, el primero, el decisivo, del que doy cuenta en parte en mi novela Morgana en Duino, allí, en el Sendero Rilke, supe lo que era existir, lo supe sin que hubiera otro ángel que me lo susurrara que el lejano ruido del mar o el murmullo del viento. Era enero de 2012. Me había ido allí a conmemorar el día en que Rilke comenzó a escribir las Elegien. Esa mañana de 2012 es un amanecer para mí. Un amanecer paradójico, pues no es una frontera entre la obscuridad y la luz, sino entre la obscuridad y otra obscuridad, más amarga a ratos, pero también más entrañable, más habitable, una obscuridad de penumbra en la que escribir a la luz de una vela, escribir toda la noche, como Malte Laurids Brigge. O acaso es una frontera entre una luz y otra, entre un mar y otro, de un gris a un azul que es también un gris que es también un azul, pues todos los azules son, al cabo, grises, y todos los grises son también azules. Y luego están los rojos, claro. Los rojos de David Lynch, los del rouge de los labios. Pero no sigamos, ya estarás muy fatigada, Angélica, temo haberte robado ya demasiado tiempo. Dejémoslo aquí. Confío en conseguir entradas para Seppuku, para su estreno en Salt, donde nunca te he visto, para poder así compartir otro funeral contigo, el de Mishima. A lo mejor nos vemos en otro lado antes, en París, en el Odéon, quién sabe. En cualquier caso, hay muchas formas de encontrarse, y no todas ellas exigen la presencia. Los textos también sirven, y los recuerdos, y los sueños, y los azares, y los versos, y los ángeles que sostienen a los Cristos muertos, y Bach, y las flores, las flores arrojadas sobre un escenario, las flores en su particular infierno, pues eso es, me parece, la vida: un infierno florido, un lugar de dolor y belleza, de una belleza tan terrible como Rilke nunca se atrevió a imaginar, de una belleza que asusta incluso a los ángeles, esos que se pasean, aturdidos, por los márgenes de un escenario que tiene la forma de un acantilado. Porque ahora vemos como en un espejo, pero algún día veremos cara a cara, y será entonces, Angélica. Entonces.


N  O  T  A  S

Las fotografías de la tumba de Baudelaire son mías, corresponden a mi viaje a París de 2022. La imagen de Angélica sobre la tumba de Baudelaire, que aquí no aparece, fue publicada por la benemérita editorial La Uña Rota en sus cuentas de Twitter e Instagram. Puede verse, por ejemplo, aquí: https://x.com/launarota/status/1603423906756497408 . La fecha de la publicación es 15.12.2012, y ahí se dice que la presencia de Angélica en el cementerio tuvo lugar justo un mes antes, esto es, el 15 de noviembre, con lo cual, cuando yo vi la firma en la lápida, habían pasado cuarenta días, los cuarenta días de una cuarentena o un diluvio.

Durante la semana pasada he asistido a un congreso sobre Angélica Liddell organizado por Samuel Rodríguez, profesor de la Universidad Complutense, a la que pertenecí tantos años. La experiencia ha sido magnífica y me ha permitido, además de asistir a interesantísimas ponencias, conocer a otros miembros de esa familia angélica a la que pertenezco ya para siempre. Entre otras cosas, fue especialmente apasionante compartir espacio con Sindo Puche, el colaborador fundamental de Angélica, y otros miembros de la compañía. También, conocer a Carlos Rod, director de La Uña Rota. En esa editorial pueden encontrarse los títulos de Angélica aquí mencionados, como Kuxmmannsanta y Dicen que Nevers es más triste, entre otros. Mi agradecimiento a todos ellos.




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