Ma vie avec Georges Perec
Non.
Tu préfères être la pièce manquante du puzzle.
GEORGES
PEREC, Un homme qui dort
…ce
que j’en attends, en effet, n’est rien d’autre que la trace d’un triple viellissement:
celui des lieux eux-mêmes, celui de mes souvenirs, et celui de mon écriture.
GEORGES
PEREC, Espèces d’espaces, refiriéndose al proyecto de Lieux
1.
Perec no puede no
ser querido, y es difícil no ser un poco perequés, incluso si eso supone tener
que escribir prescindiendo de nuestros dedos medios, índices o meñiques en el
tecleo del texto. Es en escritos como éste, intempestivos, hiperbólicos, defectuosos
incluso, donde se expone sin rubor ese modo de ser, ese retenernos que nos
define, que nos constituye. Expertos como somos en el comercio con nubes, con dementes
mentes de delincuentes del decir, unimos nuestros pechos en el himno, rendimos
nuestros escudos y floretes, destruimos torres, y es justo entonces que
se eleve este réquiem por el que no fuimos, por el que no seremos, por el que,
lejos, recibe nuestro tributo con gesto benévolo y ríe en silencio oyendo su
nombre en los secos desiertos de un eco inextinguible: Perec, Perec, y no se
rompe, indeleble, este hechizo, no se consume este líquido, no se destruye este
vínculo, no se concluye lo que no puede ni debe concluirse de otro modo que
éste: con un punto seguido de otros dos…
2.
En el fragmento
anterior se muestra un texto lipogramático, esto es, escrito bajo la
condición de que no debe emplearse en él una letra, que acabo de escribir. En este caso la letra
elegida es la a, que es la letra más común del castellano. Eso supone,
por supuesto, un incremento de la dificultad y exige una mayor destreza al
escritor que lo ejecuta. Ese juego es uno de los muchos propuestos por el Oulipo,
el Ouvrier de Literature Potentielle, fundado en 1960 por Raymond Queneau
y François Le Lionnais y al que se unió en 1967 Georges Perec. Fue Perec el que
llevó a un extremo insuperable el reto lipogramático con la publicación de su
novela La disparition, aparecida en 1969. En ese libro, que tiene la estructura de una investigación, Perec prescinde por
completo del uso de la vocal e, que es justamente la de mayor presencia
en la lengua francesa. Cuando se ha intentado traducir esa obra maestra de la
ingeniería literaria a otros idiomas, se ha aceptado que tal traducción implica
de facto una reescritura con nuevas ligaduras, y por eso la novela en
castellano se denomina El secuestro o en catalán L’eclipsi, pues
en ambos casos se ha substituido la e por la a como vocal
prohibida.
3.
Construir un texto
sin a como el del fragmento 1 es, esencialmente, divertido, y no
conlleva un exceso de trabajo. Construir una novela completa, una obra con una
trama discernible, coherente, una obra, en definitiva, no sólo legible, sino de
calidad, es un tour de force inimaginable. Cabe preguntarse quién, en su
sano juicio, abordaría semejante labor. Y sobre todo por qué lo haría. Sin
descontar en absoluto el mero componente lúdico, o de puro reto, lo cierto es
que el trasfondo de esta elección de Perec es bastante más obscuro, pues lo que
de algún modo se plantea en ese texto que gira en torno a una desaparición,
a una ausencia, la ausencia de algo fundamental para la idioma, la e,
la vocal que se emplea en francés para el femenino (como la a en el caso
del castellano), es precisamente la denuncia de una desaparición más esencial,
profundamente dolorosa y decisiva para la vida de su autor: la de su madre, y buena parte de su familia.
4.
De origen polaco,
los padres de Georges Perec, que nació en 1936 en París, emigraron a la capital
francesa huyendo de la violencia contra los judíos desatada en Polonia en la
época de entreguerras. El padre, cuando Perec tenía cuatro años, murió en el
frente, intentando contener una ya inevitable invasión alemana del territorio
de su patria de adopción, justamente en el día anterior a la derrota,
eufemísticamente conocida como el armisticio, en 1940. La madre se vio
obligada a dejar partir al pequeño Georges en un convoy de la Cruz Roja con
rumbo a Villard-de-Lans, en los Alpes, para intentar substraerlo a la guerra y
la posible deportación. Esa deportación la alcanzaría a ella y a casi toda la
familia materna de Perec, que acabaron asesinados en Auschwitz en 1942. Será una tía del
lado paterno de Georges quien lo acogerá. Pasado un tiempo regresaron a París,
la ciudad que amó y recorrió Perec inagotablemente.
5.
Esa atroz privación,
ese arrancamiento de su infancia, marcó de forma decisiva la vida y la
literatura de Perec. Durante mucho tiempo no pudo siquiera afrontarla de un
modo decidido, y es a través de artificios oblicuos como el de La
disparition como Georges pudo referirse a ese vacío esencial. Así, el experimento
lipogramático, más allá de inscribirse en la propuesta de una literatura
potencial, más allá de resultar un producto de prescripciones más o menos arbitrarias,
es sobre todo el testimonio de una imposibilidad, la de la enunciación de una
carencia constitutiva, de una pérdida que no puede ser ya subsanada. La
literatura es así una herramienta para la salvación, un intento a la
desesperada de fijar lo que ha escapado de nuestras manos, de nombrar lo que no
está, para que así esté, al menos en lo escrito, al menos en la página.
6.
Es en otra novela,
justamente denominada también con una letra, la W, cuando, más adelante
(la obra se publicó en 1975, es decir, celebramos este año su cincuentenario),
Perec definitivamente trata de contar su historia, de un modo profundamente
descarnado. Y sin embargo, no por eso deja de haber inventiva o juego, ya que es
ése justamente el modo en que esas cosas terribles pueden ser contadas. Así, el
título completo de la obra es W ou le souvenir d’enfance, pero
justamente en el comienzo Perec declara abiertamente algo desolador: Je n’ai
pas de souvenirs d’enfance: no tengo recuerdos de mi infancia. En efecto,
la nómina de recuerdos hasta sus doce años no puede ser más magra. Sobre ellos
vuelve: ningún recuerdo real, sensitivo, de sus padres, apenas algunas
fotos. Grandes lagunas en sus primeros años en la rue Vilin, o en
Villard-de-Lans. Reconstrucciones que bien pueden ser dudosas, a partir de
intentos anteriores, a partir de testimonios contradictorios o poco fiables de
familiares, a partir de su propia imaginación o capacidad de fábula. Resuena
ahí el Austerlitz de W.G. Sebald, personaje de ficción, pero que sufre
del mismo arrebatamiento de su infancia, y por las mismas causas: la Segunda Guerra
Mundial, el nazismo, el desplazamiento de los niños, la muerte de las familias.
7.
Pero la estructura
de W no es tan sencilla, no es un simple memorial de olvidos. Los
capítulos biográficos se alternan con otra serie de capítulos en los que
se desarrolla una historia ficcional paralela, que a su vez se ve marcada por
un profundo y significativo hiato entre dos partes, señalado con unos rotundos
puntos suspensivos que ocupan toda una página en blanco. En la primera parte,
un desertor, que ha huido a Suiza con papeles falsos, es abordado por alguien
que le relata el destino del verdadero poseedor de ese nombre de los
papeles, un nombre recurrente en la obra de Perec, Gaspard Winckler. El verdadero
Gaspard, sordomudo, ha perecido en un naufragio en la Tierra de Fuego. Es ahí,
en Tierra de Fuego, en una isla llamada W (un nombre que, al parecer,
proviene de un relato que Perec esbozó a sus trece años, aunque también hay
quien hace unir en esa W las dos uves de Vilin y Villard, los lugares de la
infancia perdida), donde se ha instaurado hace tiempo un extraño régimen político
basado en los principios del Olimpismo, que ha convertido a todas las
actividades sociales y políticas de la isla en una continua competición, lo que
al principio nos parece divertido, aunque bastante kafkiano, para luego irse convirtiendo
en algo más y más sombrío.
8.
Sin necesidad de destripar
mucho la trama, cabe decir que lo que Perec está haciendo con su distopía aquí
es un paralelismo que va siendo más evidente con el régimen nazi, o con
cualquier otro totalitarismo. Culto del cuerpo, obsesión por la victoria, falta
absoluta de piedad con el vencido, control en los aspectos más nimios de la
vida, rigurosa separación de clases, ejercicio de una autoridad omnímoda y
arbitraria, omnipresencia de la violencia… ésos son los signos que definen a la
olímpica W. Las dos series de capítulos, pues, acaban convergiendo, en ambos
casos hablamos de lo mismo: la barbarie, la barbarie que conlleva la muerte y que
provoca la ausencia abrumadora que preside una obra inolvidable, en la que no
hace falta ya que falte ninguna letra para expresar con claridad deslumbradora
la atrocidad que está en su más profundo origen.
9.
Es, por lo tanto,
bastante sencillo a veces no tomarse demasiado en serio a Perec. O, sí,
aceptarlo como un gran escritor, con una capacidad de inventiva sobrehumana, con
una habilidad sorprendente, pero que parece obstinarse en demasiados juegos sin
substancia, en dilapidar todo ese talento en pasatiempos de ociosos para
consumo de literatos aburridos. Sí, se puede caer en ese error. Confieso que
durante un tiempo yo mismo caí en él. Cuando escuchaba el nombre de Perec,
cuando fui sabiendo lo que era el Oulipo, por ejemplo, me parecía algo interesante,
algo a lo que acabaría por prestar atención de un modo u otro, pero mi concepto
de la literatura siempre ha sido tan transcendente, tan trágico, que mi otra
propensión, bien marcada, desde mis tempranas incursiones cortazarianas, por el
juego siempre me ha hecho sentir estúpidamente culpable. Pero al final todo cae
por su propio peso: no se puede no querer a Perec. Se le quiere ya desde su
propia imagen, con ese pelo caótico, con esa perilla desmesurada, con esos ojos
dulces y su perpetua sonrisa. Se le quiere porque apenas uno comienza a leerlo
se da cuenta de que, ante todo, más allá de su enorme talla como escritor, más
allá de la grandeza de su obra, los libros de Perec son una eficientísima
máquina de generar ternura. No se puede no querer a Perec, o, si nos ponemos lipogramáticos,
y por tanto pasivos, Perec no puede no ser querido, porque para querer a
Perec no nos hace falta siquiera la a.
10.
Así, como soy celoso
de mis obligaciones como buen lector, y la carga de la asignatura pendiente de
Perec se me hacía cada vez más pesada, opté por comprar la que es sin duda su
obra maestra, La vie mode d’emploi. No tengo anotado cuándo o dónde lo
hice, pero sí sé que fue en un lugar al que fui de visita de un día, en tren
desde, seguramente París. Sé que fue ya dirigiéndome a la estación para tomar
el tren de vuelta, en una librería pequeña, llevado por mi ansia de comprador
compulsivo de libros, donde me hice con un libro que inevitablemente te cambia
la vida. Pudo, así, ser en Chartres. O puede haber sido en otro viaje, en la
Suiza francófona, no lo sé. En todo caso, no hace demasiado tiempo: tardé
verdaderamente bastante en arribar al planeta Perec. A diferencia de otras
obras de Perec, de poca extensión y mucho más fácil lectura, lo cierto es que
la monumentalidad de La vie exige un compromiso lector que no siempre es
posible, así que aún tardé un tiempo más en decidirme a entrar al inmueble de
la rue de Simon Crubellier para recorrer el intrincado laberinto de sus
pisos, mansardas, escaleras, chambres de bonne y otros territorios, por
los que el salto del caballo del ajedrez nos conduce a lo largo y ancho de ese
damero. Si no han visitado Uds. el número 11 de esa calle inventada, ya están
tardando. Háganme caso, me lo agradecerán.
11.
No podríamos ni
siquiera empezar a describir aquí lo que es La vie mode d’emploi, la complejidad
de su estructura, la riqueza exuberante de su inventiva, sus innumerables
personajes y peripecias. No me considero capacitado para ello, en tanto que
inquilino sólo reciente y esporádico de ese centro de todas las narraciones.
Apunto sólo algunas cosas: a pesar de la jovialidad y la aparente ligereza del
relato, lo cierto es que Perec decidió, muy al oulipiano modo (exacerbándolo,
de hecho) imponerse todo tipo de ligaduras, hasta constituir un Cahier
de contraints que hace que no sólo tengamos que seguir al caballo en su
transcurrir por un tablero de 10 x 10, no sólo tengamos que recurrir a bicuadrados
latinos y otros artificios matemáticos, sino que en cada casilla de nuestra
aventura tengamos que ubicar nombres, lugares, alimentos, colores, pinturas,
muebles y todo otro tipo de presencias que hacen que lo que ya parecía una joya
de orfebrería se convierta en algo más propio de una mecánica gozosamente
demente. Y es ahí donde Perec nos atrapa ya para siempre: porque podemos oír su
risa, sus carcajadas, mientras se afanaba en la resolución del rompecabezas que él
mismo se había impuesto. A pesar de toda la tristeza terrible que atesoraba,
Perec es un escritor feliz. Del mismo modo que lo es Nabokov. Y eso es
lo que engancha.
12.
De entre la selva de
historias de La vie mode d’emploi la que se diría la principal, la que
de algún modo articula todas las demás, es la de un ejercicio inútil, la de la
propuesta de un móvil perpetuo que se topa de bruces con la realidad de la
termodinámica, con el triunfo de la entropía en forma de vejez y muerte.
Bartlebooth, ese glorioso híbrido del desasido Bartleby de Melville y el
mercurial Barnabooth de Larbaud, ha concebido un dispositivo para
organizar su vida: recorrer el mundo pintando acuarelas (sólo marinas,
sólo en lugares, pues, del litoral), enviar esas acuarelas, hacer construir con
ellas puzzles de endemoniada dificultad, resolver esos puzzles en
un plazo definido, reconstituir así la acuarela, que se desprenderá entonces del
substrato de madera de las piezas del puzzle, sólo para ser sometida a
tratamientos químicos que acabarán produciendo de nuevo la hoja en blanco
prístina. Ahí, justamente, cabría empezar el nuevo ciclo, pero no hay tiempo
para ello, Bartlebooth morirá el día que describe la novela, ese punto fijo en
el tiempo en el que tiene lugar nuestro recorrido por el inmueble del 17e
arrondissement.
13.
Ese día, igual que
ocurre con el Bloomsday del Ulysses, que es el 16 de junio
de 1904, se ha convertido en un día fetiche para los perequianos. Es el
23 de junio de 1975. Es decir, del mismo modo que este 2025 es el 50 aniversario
de W ou le souvenir d’enfance, el año que ya estamos recorriendo también
contiene el 50 aniversario del Bartlebooth Day (la novela en sí se
publicó en 1978). Kim Nguyen Baraldi, que es el autor de un librito delicioso
llamado Por qué Georges Perec, publicado en 2024 en La Uña Rota, junto
con otros perequianos, como Enrique Vila-Matas, ha organizado para este año una
celebración muy especial, que incluye una lectura colectiva de La vida
instrucciones de uso durante dos días, desde el 22 de junio, en Barcelona.
No podré estar seguramente, porque el 21 de junio es, como ya saben, mi
cumpleaños, y lo celebraré en Madrid, pero me encantaría poder aparecer por
allí, como perequiano entusiasta, por más que algo tardío y neófito. Groucho
Marx decía que no se apuntaría a un club que aceptara gente como él, pero a mí
me encanta ser parte de clubes de gente tronada como yo.
14.
Baraldi, de hecho,
según le he oído comentar en la radio, realiza cada 23 de junio un acto
perequiano maravilloso, consistente en acercarse a alguna librería de Barcelona, comprar
un ejemplar de La vida instrucciones de uso y dejarlo allí para que el
librero se lo regale a la primera persona que pase poco antes de las ocho.
No descarto acabar haciendo algo así, o cualquier otra cosa semejante, porque
es justamente a partir de esos guiños, esos juegos, esas complicidades, como la
vida súbitamente alcanza un brillo inesperado, un brillo que ilumina regiones ignotas
en la negrura subyacente. Es bueno inventar cosas como ésta. Perec, que
intentó agotar la Place de Saint-Sulpice, que intentó describir todo
tipo de especies de espacios, al que le fascinaba el metro, las
estructuras urbanas, las cosas, todos los objetos de una cotidianidad infra-ordinaria,
que inventó un alucinante gabinete de aficionado pleno en pinturas de
todas las épocas rigurosamente documentadas y rigurosamente ficticias,
entre otras muchas travesuras, habría amado esos rituales, y habría
asistido a ellos con esa sonrisa suya, mirando con sus ojos dulces que alumbran
desde un lago negro.
15.
Es justamente al
final de Espèces d’espaces donde encontramos una de esas citas
frecuentemente repetidas de Perec, que puedo suscribir por completo. Traduzco,
presumiblemente de forma torpe, del francés:
Escribir:
tratar, meticulosamente, de retener algo, de hacer sobrevivir algo: arrancar fragmentos
precisos al vacío que se excava, dejar, en alguna parte, un surco, una traza,
una marca o algunos signos.
Perec, sí, nos
obliga inevitablemente, a responder esa pregunta, que se quiso candente justamente
después de ese Auschwitz en el que pereció (ay, las homofonías) su madre: ¿por
qué escribir? ¿Para qué este ejercicio que, a algunos, desde la infancia, nos ha
venido impuesto por quién sabe qué potencias? ¿Para qué este sufrir por no
saber expresar lo que se necesita decir, por no poder esculpir la belleza que
se contempla en algún lugar del interior, o en las obras de los otros, a
quienes quisiéramos emular? ¿Por qué este desvelo, esta obsesión, esta
dedicación denodada y tantas veces sin recompensa? Perec hizo de la escritura
su vida y de su vida escritura, y lo hizo desde un dolor profundo, pero a través
del juego, a través de la brillantez y el talento. Perec fue, a pesar de todo, un
escritor feliz. Y leer a Perec nos hace querer escribir. No como él, claro:
simplemente escribir. J’écris… / J’écris: “j’écris” / J’écris: “j’écris…” /
J’écris que j’écris… / etc., dice en el otro extremo de Espèces d’espaces.
Eso es: yo escribo, yo escribo: “escribo”. Yo escribo que escribo. Feliz. O al
menos, contento.
16.
En 1969 Georges
planteó su propio esquema bartleboothiano. Seleccionó 12 lugares de París,
todos ellos con algún tipo de significación para él, y decidió que durante los
próximos 12 años, a partir de una compleja distribución que de nuevo implica el
famoso bicuadrado latino, en este caso de orden 12, iría visitándolos a
lo largo de los meses del año, para proceder entonces a una descripción, minuciosa,
objetiva y lo más neutra posible, de lo que viera en ellos, que vendría
aparejada a la descripción, ya no in situ, de otro de los lugares (el
que mandase la tabla de distribución) a partir de los recuerdos que éste le
evocaría. Los textos así escritos se introducirían en sobres que serían inmediatamente
lacrados, de modo que nunca más serían leídos, al menos hasta la completitud
del proceso, que habría tenido lugar en 1981. Lo cierto es que esa fatigosa
rutina acabó interrumpiéndose en 1975 (otra vez el cincuentenario), pero hasta
entonces, algo menos de la mitad de los 288 fragmentos inicialmente previstos,
fueron redactados y archivados. Póstumamente (Perec murió en 1982, absurdamente
pronto, de un cáncer de pulmón) esos textos fueron publicados, aunque sólo en
2022, en un volumen monumental que apenas he empezado a recorrer. El ser capaz
de decidir un proyecto de tan largo alcance, el localizar esos puntos de referencia
sentimentales en la cuadrícula de la ciudad amada y sufrida, el disciplinarse
en esos inventarios y en esas rememoraciones, el practicar con esa absoluta seriedad
el juego, me parece algo conmovedor, algo a lo que uno, en su modestia,
quisiera contribuir, aunque sólo fuera observando desde lejos como el peregrino
en su patria Perec iba compareciendo disciplinadamente para ese particular
viacrucis. La aparición del libro en mi casa, hace apenas dos días, ha sido uno
de esos momentos en los que la simple existencia física, como objeto, del
volumen, produce un grado de felicidad que no se sabe muy bien cómo alcanzar de
otro modo. Ésa es, por ahora, la última viñeta de Ma vie avec Georges Perec.
17.
Me dejo muchas
cosas, claro, muchos porqués de la lista. Je me souviens, del que
ya he hablado por aquí, con su enumeración de recuerdos modestos, disjuntos, centelleantes;
el comienzo de Le Voyage d’hiver, con ese traslado, hombros
soldados, que es el de Josef K. hacia la ejecución (yo, que tanto he sido
Josef K.); el momento en que compré El gabinete de aficionado en el Museo
Thyssen de Madrid y lo devoré asombrado allí mismo, en la cafetería; la página
656 de La vie mode d’emploi, donde hay dos niños que juegan sobre una
tapia a los dados, que rima con Sebald, que rima con el Kafka del Cazador
Gracchus; la presencia de Unica Zürn como penúltima entrada en el
abundantísimo índice onomástico de La vie, asociada a una página en
la que no está; La boutique obscure, con su lista de sueños, que
resuena a una calle en Roma, a una revista en la que publicaba Cristina Campo,
a Patrick Modiano, a Piazza Margana, ahí mismo, y sigue el hilo y se va
bifurcando, y esto pasa tan a menudo. Es tan gozoso saber que Perec está de
nuestro lado, que sonríe, benevolente y un poco irónico, con el cigarrillo entre
los dedos, mientras nos perdemos por una ciudad llena de conducciones
subterráneas y de substratos y de metros que avanzan y de otras cosas obscuras
que están al fondo, en el vacío en que excavamos para extraer siquiera algunas briznas.
18.
Cuando decidí que
haría una entrada sobre Perec, me pareció apropiado imponerme yo mismo un cuaderno
de cargas para realizarla. Así, la entrada seguiría la pauta de W ou le
souvenir d’enfance, habría dos líneas paralelas de fragmentos. En una se
desarrollaría una ficción distópica relacionada de algún modo con el
totalitarismo, de triste y plena vigencia estos días, ay. En la otra, habría
una sucesión de recuerdos de infancia, pues yo, más afortunado que Perec, sí tengo abundantes recuerdos de mi infancia. Me puse
manos a la obra. No fui capaz. No porque las ligaduras fueran excesivas, ni mucho
menos: no pude hablar de mí. Me atacó un súbito pudor, no pude compartir
escenas de una absoluta trivialidad e inocencia, pero de hondo significado para
mí. Tuve que cambiar de planes. Mi vida no contiene, por suerte, grandes
traumas, y mi historia no es particularmente reseñable, pero lo cierto es que,
ni siquiera dentro del juego, ni siquiera como homenaje, tuve el valor de hacer
lo que Perec acabó haciendo, desde una posición infinitamente más complicada y
dolorosa. Ahí, mucho más que en el divertimento de pergeñar un texto
lipogramático para empezar la entrada de hoy, me di cuenta de lo complicada que
es la escritura aparentemente fácil de Perec. Ahí, humildemente, reconocí ya
sin ambages su magisterio.
19.
Cuando, en Espèces
d’espaces, Perec describe el plan de una obra en curso, que sería Lieux,
Lugares, se refiere a los sobres lacrados donde irían introduciéndose
los textos para el futuro, como bombas de tiempo. Bolaño, tan
adepto a Perec, hablaba, ya lo hemos contado por aquí, de sonrisas lentas que
legar a los amigos. Mi obra, abundante y quizás deleznable, por usar un término
borgiano, fragmentaria hasta el desmenuzamiento, personal hasta lo inhabitable,
tictaquea obstinadamente a mi alrededor. Todos los escribientes nos
empeñamos en el hilado de telas de araña que no atraparán mosca alguna, salvo
quizás en un futuro en el que ya seremos sólo, en el mejor de los casos, el
nombre en la cubierta. Eso es al cabo el texto, un tejido. Perec
amaba el punto de cruz, además de las palabras cruzadas de los
crucigramas. Este torpe bordado en el que mis dedos, en los que la artrosis ya
no disimula su presencia, se afanan puede acabar, quién puede decirlo,
adornando cualquier aparador en cualquier estancia inimaginable del futuro,
como los paños que el ganchillo incansable de mi abuela hacía aparecer por
cualquier superficie disponible de su minúsculo piso, que estaba frente al de mi
infancia, en un rellano del que hablaba en el texto fallido de mi entrada-W,
de mi entrada que iba a ser una doble A, pues una W dada la
vuelta y tachada es una doble A, la inicial de mi nombre y la inicial
del nombre del otro que también soy.
20.
De todas las máquinas
(célibes o no) de ternura cuyas ruedas dentadas escuchamos en la obra de Perec,
la más productiva, la que destila la ternura más pura y dulce como la miel es,
al final, la de su propia biografía. Si se la recorre, por ejemplo en la obra
de Claude Burgelin, uno aprende cosas maravillosas, como que el joven Georges
era un jugador excelso de pinball, de lo cual se jacta en alguna de sus
cartas. O que tenía un portulano, que le había regalado en su infancia
su prima Bianca, y que le acompañó por todas sus casas, hasta llegar a aparecer
en la portada de la primera edición de Espèces d’espaces. Una vez
decidí, cuando era aún tan joven yo mismo, recopilar mi sin duda abundantísima
y, ahora sí, perfectamente deleznable, poesía bajo ese título, Portulano,
uno de los más evocadores que pueda imaginar. Ese mapa ancestral, en el que la
sucesión de nombres de puertos, cabos y otros accidentes del litoral cubre todo
el espacio disponible, hasta llenar el mar de letras, de nombres, define bien
el espacio de espacios, el espacio de sueño donde se puede estar tranquilo
para escribir sin término. Georges, que siempre supo muy bien que su apellido
no era Perec, sino Peretz o cualquier otro modo de transcribir un apellido
hebreo, que no pudo visitar la tumba inexistente de su madre, la cual, como todos
los miembros de su familia, ostentaba una dualidad de nombres, el original
judío y el francés, que inventó tantos nombres de personajes para sus obras, que
amaba las listas, los catálogos, los inventarios, las enumeraciones (como ésta),
Perec tuvo siempre al alcance de su mirada ese mar de nombres, tuvo siempre a
mano un documento que mostraba las líneas de fuga del viaje, Perec supo que eso
era algo que necesitaba para vivir, y nunca se desprendió de ello. Yo también necesito
un portulano y lo he intentado dibujar muchas veces, pero soy muy torpe
dibujando, por eso he decidido, hace ya algún tiempo, escribirlo, como un
juego, como un pálido juego de reglas abstrusas y parcialmente secretas, y me siento
muy honrado de que Uds. participen de este juego, porque a la gente a la que
siempre nos parece que nos falta algo, es muy posible que nos falte de verdad
algo en realidad, aunque no sepamos muy bien el qué, y no sea simplemente una
letra, o una imagen, o un nombre, pero algo nos falta, y por eso escribimos,
para que algo permanezca, para que algo no se pierda, para arrancar al vacío pequeñas
briznas, para estar juntos, para aportar algo, por mínimo que sea, a las instrucciones
de uso de la vida.
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