viernes, 2 de mayo de 2025

Fragmentos

 


Camerado, this is no book,

Who touches this touches a man,

WALT WHITMAN, So long!, en Leaves of grass

“Je ne suis pas sortie de ma nuit” est la dernière phrase que ma mère a écrite.

ANNIE ERNAUX, “Je ne suis pas sortie de ma nuit”

Nous serons deux enfants réenfantés.

CHRISTIAN BOBIN, Le murmure, última frase

 

1.

Cabaret Voltaire, además del histórico café de Zürich donde nació el Dadaísmo, es el nombre de una editorial que lleva mucho tiempo publicando libros muy interesantes de literatura francesa. Acaba de salir en Cabaret Voltaire Escribir la vida: Fotodiario, de Annie Ernaux. Esa publicación no habría de extrañarnos, habida cuenta de que justamente la obra de Ernaux es una de las especialidades de la casa, ya que hay al menos una quincena de títulos de la francesa editados por Cabaret Voltaire. Éste, sin embargo, es un libro un poco especial, que no corresponde, si somos estrictos, a ninguna obra de Annie, sino más bien a la traducción del prólogo o introducción a una recopilación de sus novelas publicadas en la colección Quarto de Gallimard, esos gruesos libros blancos de hojas finas que reúnen lo más granado de la producción de autores de gran renombre. Por lo general, al comienzo de los Quarto uno se encuentra con una cronología o una biografía del autor en cuestión. En este caso, Ernaux se decidió por una forma literaria poco común, que denominó fotodiario. Eso es, esencialmente, lo que hallamos aquí: una sucesión de entradas de los diarios de la autora, compuestos a lo largo de muchas décadas, acompañadas por una colección de fotografías. En ese sentido, la excepcionalidad de la publicación no se limita al hecho de que lo que se está traduciendo no es una novela que haya aparecido exenta, sino al mismo formato o concepto de la obra.

 

2.

En efecto, bajo el título Écrire la vie, Gallimard reúne hasta 12 libros, todos ellos publicados a su vez como libros de bolsillo en colecciones como Folio. La oferta editorial francesa es absolutamente maravillosa, en términos de cantidad, calidad y precio, así que, como no podía ser de otro modo, muchos de esos tomitos de Ernaux publicados en Folio fueron cayendo en mi poder a lo largo del tiempo (no excesivo: he de decir, me temo, que mi desconocimiento de la francesa era casi absoluto cuando se le concedió el Nobel en 2022), de modo que en un momento dado adquirir el volumen de Quarto dejó de ser una opción lógica y rentable (cosa que, de todos modos, no implica que no acabe haciéndome con él, dado que ni la lógica ni la rentabilidad gobiernan mi desaforada avidez por la adquisición bibliográfica). Así, el acceso a ese fotodiario del comienzo me estaba vedado en su versión original, que es la que normalmente prefiero, al menos en los idiomas que manejo. Por lo tanto, la aparición de la traducción de Lydia Vázquez Jiménez en una editorial reputada como Cabaret Voltaire no dejaba de ser una tentación. Cuando además, hojeando el libro apenas salido, en el mostrador de alguna librería, me di cuenta de que se trataba de una versión actualizada, con algunas fotografías y entradas nuevas, posteriores a la edición de Quarto, no me pude resistir. Desde el primer momento, además, la combinación de texto y fotografía me parecía extremadamente atractiva y, ya recién comprado, en una terraza tomándome un café, empecé a recorrerlo con gran placer. De ese viaje, y de las bifurcaciones que fueron apareciendo en él, nace esta entrada.

 

3.

Annie Ernaux es, como no se le oculta a ninguno de sus lectores, una escritora que basa su obra en la autobiografía, que parte de su experiencia vital, frecuentemente narrada de forma descarnada, incluso con gran crudeza, para componer libros normalmente breves, pero de rara intensidad y precisión. De algún modo, pues, la trayectoria personal de la autora puede reconstruirse a partir de las lecturas de sus novelas, término éste que no siempre se ajustaría a los formatos elegidos, tendentes en muchos casos justamente a la anotación fragmentaria de apuntes y páginas de diario. Aparentemente, según nos cuenta la misma autora en este Escribir la vida, desde 1957 (ella nació en 1940 en un pueblo de la Normandía francesa) hasta la actualidad ha mantenido un diario, si bien los primeros seis años se perdieron, pues fueron destruidos por su madre. Ese continuo recurso al registro de lo vivido y lo sentido alimenta la producción posterior, y permite a su vez disponer de un acervo nutridísimo a partir del que armar este fotodiario.

 

4.

En las palabras preliminares de Escribir la vida, Ernaux dice preferir a una biografía más o menos formal que anteponer a la recopilación de una parte substancial de su obra, la alianza de dos documentos personales, el álbum de fotos y el diario íntimo. Se trataría, pues, de descubrir un espacio autobiográfico diferente, asociando así la realidad material, irrefutable de las fotos (…) y la realidad subjetiva del diario. Lo que viene a continuación es, entonces, un artefacto en el que, respetando una cronología, digamos, estándar, se van sucediendo anotaciones realizadas en momentos muy variados, que pueden estar alejados entre sí hasta por una sesentena de años, acompañando a las fotos seleccionadas para cubrir ese periodo de más de ochenta años que constituye la ya longeva vida de la gran escritora francesa. Ésta nos dice que la prioridad no han sido los textos, sino justamente las fotos: He seleccionado los extractos del diario en función de las fotos escogidas, de los seres o de los lugares que representan; sobre todo, de los años en que se hicieron. Nunca son su comentario. No es infrecuente que en las novelas de Ernaux aparezcan, a veces impresas, muchas veces descritas a modo de una écfrasis, fotografías. Éstas no necesariamente coinciden con aquellas. Lo que nos encontramos aquí es una colección enarbolada ad hoc para esta publicación tan especial.

 

4.

Una decisión editorial que me parece interesante, aunque a veces me haya resultado impráctica a la hora de referenciar en mis notas previas tal o cual pasaje, es eliminar los números de página. Los responsables de Cabaret Voltaire, que aparecen en una de las últimas fotos (una de las que, sin duda, no están en el Quarto de Gallimard) junto con la autora y la traductora al castellano, han querido así, o ésa es mi interpretación, reforzar el carácter de álbum de la publicación, alejarlo del relato más o menos convencional. La propia composición, sometida, como no podía ser de otro modo a la necesidad de albergar en el espacio disponible fotografías en diversos formatos y las correspondientes citas ligadas a ellas, también de extensión muy variable, convierte al libro en algo paradójicamente más manual, más cercano a la elaboración personal (de los que tenemos alguna edad, al menos) de esos objetos que eran los álbumes de las fotos de cartón, o esas notas manuscritas en libretas, u hojas sueltas, que uno iba guardando también a lo largo del tiempo. Todo eso contribuye notablemente a la sensación de intimidad que uno percibe al recorrer las páginas.

 

5.

Es evidente que un cierto conocimiento previo de la obra de Ernaux y de sus circunstancias biográficas ayuda para comprender mejor lo que se nos está ofreciendo, pero lo cierto es que el libro así concebido sí permite una lectura autónoma, desde cero, y por eso me parece acertado ese desgajar la pieza de su entorno natural, el de mera introducción a un grueso tomo. Así, si uno se lanza a él sin mayores miramientos, se activa la posibilidad de una lectura múltiple, híbrida, extremadamente no lineal, que resulta muy estimulante. Por un lado, en esta especie de fotonovela podemos seguir el hilo de las imágenes, en su ordenada sucesión cronológica. Veremos diferentes formatos de fotos (todas impresas en blanco y negro), la más antigua de las cuales se data en 1913 (la familia paterna), para llegar a la más reciente, una imagen de Ernaux en Nueva Delhi en 2023, ya nobelizada y octogenaria. Más de cien años, pues, de fotos familiares, de entornos significativos, de viajes, de hijos que empiezan siendo bebés para convertirse en adultos y en padres a su vez de los nietos de Annie. Esa ojeada, larga y pausada, al álbum familiar, ya es en sí misma una aventura peculiar, por todo lo que contiene de transgresión, de acceso a imágenes que son triviales en cuanto a la transcendencia de las mismas respecto de los grandes sucesos, pero que son fundamentales para la historia íntima, pues han sobrevivido a décadas de avatares, incluyendo dos guerras mundiales, traslados y muertes. En pocas ocasiones dispone uno de un catálogo tan exhaustivo de testimonios de la vida real de un autor literario.

 

6.

En cuanto a las anotaciones de diario, lo más interesante es que justamente se reproducen verbatim (o eso es lo que cabe esperar), independientemente de la distancia transcurrida desde su ejecución, y también de la distancia que exista entre los hechos comentados y el momento en que se anota sobre ellos. Así, podemos encontrar yuxtapuestas, hablando de momentos vitales semejantes, notas separadas por décadas, desde las más antiguas de 1963, de una joven de veintidós o veintitrés años que, como se suele decir (y Ernaux reflexiona abundantemente sobre esto), tenía la vida por delante, hasta las de la mujer madura o incluso anciana, que vuelve sobre asuntos ya muy lejanos, pero que siguen vigentes, y aun candentes, para ella. Esa mezcla de autoras, de personas distintas que tienen el mismo nombre, que se han ido sucediendo al correr de los años, esa forma en bruto de enfrentarlas es, me parece, lo más subyugante de este experimento literario.

 

7.

Así, limitándonos sólo a la parte textual (pero, justamente, la parte textual no puede separarse de la gráfica, y eso añade aún más resonancias), nos encontramos ante un vértigo, ante un vórtice de recurrencias que la propia Ernaux no ignora, sino que frecuentemente magnifica. Porque cada anotación que reflexiona sobre un hecho del pasado (pongamos, por ejemplo, la infancia, tan fundamental en la obra de la francesa), lo hace ya desde un a posteriori, desde una atalaya en la que esos acontecimientos son contemplados como relatos que a su vez se han ido construyendo durante ese periodo anterior a la anotación. Pero, realizada ésta, por ejemplo en el año 1963, esa escritura se inscribe de manera indeleble, a su vez, en el transcurrir, de modo que una anotación posterior, quizás de 1983, no solamente se referirá al acaso ya arcano acontecimiento primordial, sino a las lecturas posteriores que se han ido haciendo del mismo. Así, de un modo telescópico, vamos alejándonos del evento, pero vamos alfombrando ese transcurso con hitos textuales sobre los que inevitablemente vamos volviendo. El recuerdo se reviste de los recuerdos subsiguientes, que no lo apantallan en realidad, sino que lo realzan, aumentando su contraste. Lo falsean pero no más de lo que falsea cualquier cosa la memoria. Ahí, en esa encrucijada complejísima entre lo vivido, lo recordado y lo escrito, se encuentra este libro, como, por lo demás, toda la producción de Ernaux.

 

8.

Anota Ernaux el 31 de mayo de 2002, en una entrada que se sitúa junto a tres fotos de ella adolescente, en el año 1957 que señala como uno de los puntos de inflexión en su vida: Esta tarde, al sol, la fugaz impresión de encontrarme en Yvetot, de adolescente, y de “sentir” el pasado que entonces me habitaba. Es decir, esa impresión no confiere solamente esa especie de traslación temporal que la memoria a veces nos concede (especialmente la memoria sensorial, la del sol calentando la piel aquí, como bien sabe Proust, frecuentemente referenciado en los diarios), sino que Ernaux nos hace conscientes de que, si nos transformamos, aunque sea fugazmente, en los que fuimos, adquirimos también, en ese momento mágico, su pasado, es decir, su propia memoria, que no es la nuestra. Ese pasado es mucho, muchísimo más corto que el nuestro. La Annie de 1957 tenía 17 años, la Annie que escribe en 2002 tiene ya 62. Sabe todo lo que le pasó después a esa adolescente, cosas que ella, a los 17 años, no podía saber, aunque sin duda reflexionaba o fantaseaba sobre su porvenir. Pero la joven de 17 años tenía también un pasado, un pasado que era mucho más cercano a la infancia, que se va desdibujando para la mujer de 62 años. Ésta, lúcida hasta el extremo, como siempre, dice: Eso es lo que me gustaría obtener: no solo transportarme a otra época, verme y ver el mundo a mi alrededor, sino recordar mis recuerdos, que nunca serían los de ahora.

 

9.

La escritura (de la que desconfiaba Platón), la fotografía: tecnologías de la memoria. Accesorios para fijar lo que no es sino materia fluida, de viscosidad decreciente, que se arrastra y nos arrastra con ella, sometidos a su inercia, derelictos. La poderosa magdalena proustiana, invocada por Ernaux, nos abre de repente la puerta mágica del recinto en el que está lo que ya no está. Nos sentimos allí, saboreamos los mismos sabores, olemos los mismos olores. Un pavimento irregular nos traslada a Venecia. Pero miramos desde el aquí, miramos desde el ahora. Nos investimos con los ropajes de los que fuimos, nos prestan sus sentidos ya apagados hace tanto, pero su mente, su memoria, son territorios vedados. Apenas, si conservamos las páginas de su diario, los poemas de los trece años, podemos acceder a algunas zonas, donde nuestros propios recuerdos no hacen más que estorbarnos en la exploración. Ese miedo de entonces, ese placer de entonces, esa frescura, esa pesadumbre, ese estar abiertos, vírgenes de bifurcaciones, dispuestos al desarrollo, angustiados por cosas que ya no sabemos qué eran, enamorados de rostros que han ido perdiéndose en el oleaje, eso, cuando queremos contarlo, cuando queremos narrarlo, justamente ahí, se nos escapa entre los dedos.

 

10.

Por eso el Fotodiario de Ernaux resulta tan sugerente. De la masa de escritos acumulados durante años, anotados en cuadernos que tienen una presencia física (hay una foto de algunos, de los más antiguos, hay fotos de las anotaciones en agendas o calendarios), Ernaux, la Ernaux octogenaria, extrae, cuidadosamente, como una entomóloga experta, como una cocinera en busca de los ingredientes, las piezas de un rompecabezas que se va haciendo sobre la marcha. Como esos sellos que coleccionábamos de adolescentes, cambiados parsimoniosamente de un álbum a otro con cada nueva ordenación, con cada nuevo añadido. Las pinzas, la lupa. Una sobrecarga, un defecto en el dentado, el ítem que faltaba en la serie conmemorativa, las estampillas inverosímiles de la isla Tristan da Cunha. En su fisicidad abismal, apenas mitigada por la transcripción, por el mecanografiado, por el fotografiado, por la digitalización. Eso, que sangra tiempo, esa acumulación de momentos encapsulados en verbos y adjetivos, esos insectos petrificados en ámbar, eso es nuestra vida. Todo lo que podemos poseer de ella cuando ya no es vida, cuando es la nada que estamos siendo.

 

11.

Realmente lo único que me gusta es la escritura porque es retener la vida, escribe Ernaux en su diario en junio de 1999. En la página de al lado la vemos con su primer hijo, Éric, que es un bebé en 1965 (nació el día de Navidad de 1964). La hemos acompañado hasta aquí, se ha casado en 1963 con Philippe Ernaux, cuyo apellido siguió manteniendo en la firma de sus libros, a pesar de su separación en 1981 (el suyo de soltera es Duchesne). Hay una foto de la boda unas páginas antes. En los textos que acompañan a esa foto, anotaciones de 1994, una treintena de años atrás, Ernaux dice, como siempre, cosas exactas y aterradoras: Los participantes en ese acontecimiento están muertos (mis padres) o se han alejado de mi vida. Y: Hasta la boda me “veía” por delante de mí misma, proyectada en el futuro. Después, me di la vuelta y empecé a verme atrás. Eso, esa precisión, esa mirada despiadada en la determinación de su topografía personal, es lo más escalofriante. La conciencia cronológica sometida a la disección de una visión analítica: espectadora de la película de su vida, vista tantas veces, pero cada vez comprendida mejor, o comprendida de otro modo. Y la foto ahí, impertérrita, invariable, como un sepulcro transparente en el que, inmunes a la descomposición, nuestros muertos nos saludan eternamente.

 

12.

Los padres van muriendo. El padre, primero, en 1967, cuando Annie aún es joven. La madre, mucho después, destrozada por el Alzheimer, que Ernaux narra de un modo tremendo en “Je ne suis pas sortie de ma nuit”, justamente construida a partir de sus anotaciones de diario en los años en los que se fue produciendo la decadencia de la madre. Por razones obvias, es uno de los libros que más me ha golpeado de la francesa. Muere al cabo también Philippe, el padre de sus hijos. Los hemos visto envejecer en las fotos. Los textos van dando cuenta de esos obituarios, desde el dolor y la reflexión personales. Se me viene aquí a la memoria algo que me puso los pelos de punta y me anegó en una ternura infinita que se tradujo, inevitablemente, en lágrimas cuando lo vi (en un tweet que remitía a un reportaje televisivo): la obra de la fotógrafa Deanna Dikeman, que durante 27 años retrató a sus padres, progresivamente más ancianos, en el momento de la despedida, tras sus visitas, que se iban sucediendo a lo largo del tiempo. En un momento dado ya no hubo fotos de la pareja, puesto que el padre falleció. Luego, ya no hubo más fotos. Así funciona esto.


13.

Es así, justamente, por la inmediatez de la anotación, producto del momento en que se realiza, equivalente al carácter instantáneo de la foto, que la transmisión se optimiza, que, ajenos a toda elaboración (aun si el apunte del diario es muy posterior a los hechos, lo cierto es que es producto de su instante), el poder bruto de la emoción se codifica en un híbrido texto-imagen irresistible. Cuando Ernaux sufre un cáncer a comienzos del siglo XXI la vemos rapada, como las mujeres de su infancia (las que habían tenido relación con enemigos, como escarnio; tantas otras, para librarse de los piojos en esos tiempos de miseria y destrucción). Luego, sostiene a sus nietos. La primera Louise, ella aún con el pelo corto, creciendo, en 2003. Luego, la melena se recupera y no es necesaria la peluca que porta en una foto con los estudiantes de su curso de bachillerato (Ernaux fue toda su vida docente, como yo). Ese pelo que crece, encanece, desaparece, vuelve a nacer, se tiñe, se peina de diferentes modos, es un reloj también, como lo son las arrugas. En un momento dado, ya no puede haber anotaciones antiguas, porque hemos superado el año de su aparición. Al final, así, la convergencia entre el tiempo vivido y el tiempo registrado, se acelera. Para hablar de la década de los 2020, en la que aún estamos, para hablar del Nobel, tenemos que hacerlo casi en presente, sin más reflexión. Y ya no habrá, probablemente, diarios que vayan mucho más allá. No habrá diarios de 2050 ó 2060. Nadie anotará las impresiones de su 150º cumpleaños. Los diarios son, como todo lo demás, bombas de relojería. En su estallido toda la habitación se llenará del confetti de sus palabras.

 

14.

Una de las reflexiones fundamentales de Ernaux es, inevitablemente, sobre el hecho de escribir. Una escritura asumida como salvación en la juventud, una escritura como ejercicio privado que se encuentra con el rechazo de los editores a su primera obra, L’arbre, de 1963. No será hasta 1974 cuando Gallimard acepte Les armoires vides, donde describe el aborto al que se sometió algunos años antes. Sobre ese acontecimiento vuelve posteriormente en un libro llamado justamente L’evenement. En 1984 recibe el premio Renaudot por La place y su carrera se consolida definitivamente. A partir de ahí va publicando con regularidad libros más y más alejados de la ficción. Mientras tanto, y hasta su jubilación en 2000, mantiene su puesto de profesora, que le permitía no depender económicamente de la literatura. Es, pues, una escritora esencialmente no profesional, lo que también explica en buena medida su absoluta libertad creativa, su insistencia en temas y posiciones no siempre cómodas para editores y públicos. Hay a veces en Escribir la vida una especie de sorpresa por el hecho de que su sueño de adolescente se haya cumplido, por haber conseguido ser una escritora. En ocasiones, la Annie del futuro se retroproyecta hacia la joven que fue, la que compuso el libro rechazado, la que guardó silencio y dejó de escribir durante muchos años. En un momento dado (6 de diciembre de 2001, junto a una foto con, precisamente, una página del diario) se pregunta: ¿Y si creer que he venido a este mundo para escribir fuera una pura construcción? ¿Una construcción a lo largo de los años?

 

15.

Cuando uno escribe durante toda su vida a partir de su memoria puede acabar concluyendo: No es mi vida la que está en la escritura, es la escritura la que es la forma de mi vida. Mi memoria está guiada por los libros que he escrito, aunque no recuerde cómo fueron escritos (21 de abril de 2013). Sí, algo de eso hay. Escribir, ya lo hemos discutido por aquí, es un modo de novivir. La producción de islas de tiempo (pienso, inevitablemente, en Solaris) requiere a su vez la definición de espacios de notiempo, ámbitos de soledad en los que pergeñar la rara alquimia del verbo que produce pequeñas burbujas de existencia, codificadas, sí, en términos de letras y palabras y párrafos, pero en el fondo independientes de todo ese aparataje. No sirve, en realidad. La entropía gobierna todo: la mano que empuña la pluma, cuya piel va arrugándose, los dedos que se hacen rígidos, la tinta que se agota, el papel que arde o se deshace. No sirve, como nada sirve. Pero sí vale de algo. Vale para vivir sin que vivir sea solamente eso: deshojarse. Vale para colocarle hojas nuevas al árbol que decae, hojitas escritas con diminutas caligrafías en las que sobreviven los fragmentos que somos. Cette solitude réelle du corps devient celle, inviolable, de l’écrit, dice Marguerite Duras al comienzo de su Écrire. Eso es: inviolable, recintos de soledad, horti clausi, refugios.

 

16.

Conservo, básicamente, todo lo que he escrito desde mis diez o doce años. Cinco décadas de poemas, relatos, aforismos, fragmentos, novelas inconclusas y de imposible conclusión, obras en perpetuo progreso que no acaban en ninguna parte, proyectos recién nacidos y plenos de vigor, entradas de blog, ensayos, crónicas. Nunca he escrito propiamente un diario, especialmente si acudimos a la definición que de él hace Elias Canetti en ese texto fundamental que es Diálogo con el interlocutor cruel. En esa nomenclatura mis escritos corresponden más bien a lo que él llama apuntes o anotaciones. El peso físico de esos cuadernos, algunos de los cuales tienen hojas cuadriculadas o milimetradas, tienen espirales, cuadernos escolares de caligrafía morosa, una caligrafía que va cambiando, cambiando, a lo largo de los años, la existencia real de esos testimonios, hacen que mi vida sea, me parece, menos fugaz, que mi vida tenga algo donde apoyarse. No es verdad, claro, ya lo acabamos de decir, pero, en esos herbarios, puedo citarme con toda la saga de mis antepasados, con los Agus de catorce, o veinte, o treinta y cinco años, con el Agus de ayer, ya tan diferente al de hoy, que será irreconocible, acaso, mañana. Allí se depositan las inquietudes y las ilusiones. Allí hay un registro, no de lo que ocurrió, pues no son tampoco una agenda (la tercera categoría canettiana), sino lo que fui sintiendo, pensando, creando. No sé cómo es no escribir, he escrito siempre, y siempre he valorado todo lo que he escrito, más allá de su posible calidad literaria, como restos arqueológicos de infinita irrepetibilidad. Tengo también fotos físicas, menos de las que me gustaría. Ahora tengo mucho material digital: no es lo mismo, ya lo sabemos. En todo caso, cabría plantearse un fotodiario. No creo que lo haga. No por el momento: no me atrevo.

 

17.

Por eso Ernaux nos atrae tanto: porque es insobornable. Porque, en su particular diálogo con la interlocutora cruel que es ella misma no se para en barras y se mete hasta el fondo. Porque es capaz de escribir en su diario (28 de junio de 1998, 57 años), y reproducirlo luego en su fotodiario, junto la foto de su clase del colegio, a sus doce años: La vida se presentaba ante mí como una gran luz: haría cosas extraordinarias –en literatura, por supuesto–. Nunca más volveré a tener aquella sensación de apertura, de esperanza dichosa. Es capaz de atreverse a decir lo que todos sabemos y pretendemos olvidar, aunque, tercos, los diarios o las fotos se empeñen en recordárnoslo: nos vamos podando, nos vamos quedando sin bifurcaciones. De la juventud añoramos, no el vigor, o la belleza, o la ligereza (aunque también, claro), de la juventud añoramos la expectativa, el abanico de posibilidades, sí: la apertura. Es verdad que en aquellos años eso nos producía, muy a menudo, inquietud, precisamente porque podían pasarnos cosas malas, cosas no deseadas. Ahora ya sabemos lo que pasó. Ahora todo ese abanico se ha convertido en apenas un hilo. El relato está escrito. Eso nos tranquiliza, y sin embargo… Ahí, me parece, está toda la clave de este libro y la reflexión a la que invita. Desde aquí, desde ahora, (como siempre, por otro lado), sólo podemos decir lo que fuimos y lo que somos. Las anotaciones de mis cuadernos escolares sólo tienen un pasado de catorce o quince años. Mi pasado ha subsumido ése, lo ha devorado, es mucho más vasto, pero no tiene más riqueza, tiene menos, porque hay tantas cosas que no han pasado y ya no pasarán. Aunque intentara explicarle eso al autor de esos poemas tan absurdamente brillantes de los catorce años, él no entendería que hacerse mayor es tener menos, que hacerse mayor es descartarse de todos los naipes, perder la partida.

 

18.

Pero Ernaux, en una anotación del 25 de septiembre de 2022, unos días antes de que le dieran el Nobel, dice: Lo que odio de la ocupaciones de mi vida actual es que me impiden conocer la vejez, ese tiempo que, como la juventud, sólo se vive una vez. Estos días, además de volver sobre Ernaux, he vuelto sobre otro de esos autores franceses a los que he ido entrando a base de estanterías repletas de libros de bolsillo de Gallimard por menos de diez euros, libros que uno no puede dejar de comprar y comprar. Este autor, Christian Bobin, se acercó un día a mí, en uno de esos momentos que siempre tengo en los viajes en los que, agotada la ansiedad de los primeros días, sosegado el “yo” castigado de la vida normal, de la vida del trabajo y las cosas cotidianas, me acomete la necesidad de un cierto recogimiento. Ahí se me abrió un mundo, que apenas estoy explorando aún. Bobin murió justamente en noviembre de 2022, el mes siguiente del Nobel de Ernaux. Su obra es vasta también, una obra de libros breves, delicados, intensos, destilados de poesía y mística. En ellos también hay reflexión sobre la muerte y la enfermedad. El primero que leí de él se titula Ressusciter y habla de la enfermedad y muerte de su padre, en un periodo en el que el mío había también fallecido hace poco. Si bien los estilos y casi podríamos decir que los objetivos literarios de Ernaux y Bobin están alejados, por motivos como estos de los que hablo, por su aparición en mi vida, por el mero hecho de haber ido comprando sus libros al mismo tiempo, en las mismas librerías de París o de Lausanne, para mí se asocian fácilmente.

 


19.

En marzo de este año, novedad editorial por tanto también, apareció el libro póstumo de Christian Bobin titulado Le murmure, que me parece que aún no está traducido al castellano. Es, como siempre ocurre con Bobin, un libro luminoso. Y lo es (no a pesar de eso, sino precisamente por ello), habiendo sido escrito durante los últimos meses de su vida, en las habitaciones de hospital a las que le iba llevando su cáncer. Es un libro absolutamente rebosante de amor. Amor por la música, por la compañera, por la naturaleza, por la vida. Y un libro en el que la sapiencia poética de Bobin llega al máximo, con imágenes atrevidísimas que nos van sorprendiendo a cada fragmento de esa escritura en prosa del francés que tan bien conocerán sus adeptos, que son bastantes más de los que parece. Je suis faible comme un palais dans une nuage, nos dice, en el penúltimo poema, muy poco antes del final, que es el final del libro y de su vida. Sí, débiles como un palacio en una nube: así, bellísimos y frágiles, en pleno deshilacharnos, pero gloriosos, especialmente cuando nos da el sol y esplendemos, provocando el asombro de toda la creación.

 

20.

Ésas son, pues, algunas de mis lecturas de los últimos días. Desde donde estoy, desde esta posición, conquistada por el mero hecho de haber resistido, de haber perseverado en mi estar viviendo, bien puedo permitirme la oscilación entre el desgarro de Ernaux y la serenidad de Bobin. Lo que está en juego no es la vida, nunca estuvo en juego la vida, pues la vida estaba perdida de antemano, lo que está en juego es otra cosa: una cierta idea de belleza, una cierta idea de pureza, una cierta idea de verdad. La construcción de lo ejemplar, de una obra que incluye, no sólo lo escrito, sino también lo existido. Por eso necesitamos de un fotodiario, porque somos palabras e imágenes, porque haber vivido es, de algún modo, haber dejado rastros.

 

y 21.

El Quarto de Bobin, que se titula Les différentes régions du ciel sí lo tengo, me lo he comprado hace unos días. En él no hay un fotodiario, pero sí hay algo parecido, un texto híbrido que se llama La cristallerie de la reine, que contiene textos de Bobin y de otros autores, y fotografías. Una de ellas muestra un billete de tren de Bobin, para el trayecto de Le Creusot (su lugar natal y donde siguió viviendo hasta el final) a Sete, en un TGV, el día, precisamente, de nochebuena de 2018 (el año que murió mi padre). Anotado sobre él, de la mano de Bobin, este texto: Aller vers ceux qu’on aime, c’est toujours aller dans l’au-delà. Ir hacia los que amamos (en ese tren, en cualquiera de los trenes que constituyen esta cosa absurda que llamamos vivir) es ir hacia el más allá. Eso sería, pues, acaso. Ir hacia un más allá que está aquí, dentro, al alcance de la mano. Este más allá. Éste.


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