jueves, 15 de mayo de 2025

Los programas de la selva

Introducción a la muerte


 

De todos modos hay que ser claro. Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar.

FEDERICO GARCÍA LORCA, Un poeta en Nueva York (conferencia)

No, no; yo denuncio,

yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva

FEDERICO GARCÍA LORCA, New York. Oficina y denuncia, en Poeta en Nueva York


1.

Al ver la foto por primera vez, la sensación, extremadamente desasosegante, es que estamos contemplando la extinción de una forma de vida ancestral, la muerte de un animal de tamaño monstruoso pero frágil, con unas proporciones y una estructura inviables. Una enorme cabeza sin ojos ni ningún otro rasgo distintivo, acompañada de un cuerpo que es apenas una cola, un apéndice blando, compuesto por filamentos en los que acaso residan quién sabe qué capacidades sensoriales. La enormidad del monstruo queda bien expuesta cuando uno, fijándose más, percibe que hay dos diminutos seres humanos en un extremo, que parecen subyugados en la contemplación de una cabeza que podría, acaso, ocultar al fotógrafo un rostro inconcebible. Imposible no preguntarse qué pensamientos alojaría esa bóveda descomunal. Así es, sin duda, como mueren las criaturas de los sueños, la fauna imposible de una imaginación delirante, los Grandes Primordiales de los relatos de Lovecraft.

2.

Por lo demás, independientemente de su contenido, la imagen resulta estéticamente insuperable. El contraste del blanco y negro hace que las formas de la criatura y de sus dos adorantes destaquen brutalmente sobre un fondo uniforme de blancura demente, la blancura de la ballena del capitán Ahab. Cielo y suelo se funden en esa indefinición de contornos. Sólo en algunos lugares la presencia en primer término de la nieve acumulada contra la masa esférica nos deja claro que se trata de un lugar helado, que la criatura se ha posado para agonizar sobre la nieve en algún punto remoto de la corteza terrestre. Y entonces sentimos un profundo escalofrío. No será el último.

3.

Por supuesto, lo que la imagen muestra, y no podemos seguir negándolo, porque nuestra razón pugna por hacerse con el control del relato y nos ruega que despertemos de esa ensoñación teratogénica, es un globo, un enorme globo que ha descendido, ha naufragado, sobre un territorio polar. A los dos individuos que se aprecian en el campo de la foto hemos de añadir un tercero, el que la ejecuta. Esa es la tripulación del Örnen (El Águila, en sueco), y los tres exploradores son el jefe de la expedición, Salomon August Andrée, el ingeniero Kurt Frænkel y el joven Nils Strindberg, científico y fotógrafo, responsable de ésta y otras imágenes milagrosas. El viaje en globo tuvo su punto de partida en Svalbard, hoy perteneciente a Noruega, el 11 de julio de 1897 y tenía como objetivo sobrevolar el Polo Norte geográfico, que por aquellos días no había sido aún alcanzado y que constituía una de esas últimas fronteras obsesionantes que dieron lugar a tantas historias de heroísmo y de locura, como ésta.

4.

La peripecia de tan arriesgada empresa es, sin duda, curiosa, y también trágica, pues culminó en el fracaso en el objetivo y en la muerte de los tres participantes. Estos tuvieron que valerse de un equipamiento defectuoso para intentar sobrevivir en unas condiciones muy adversas para las que en realidad no se habían preparado, convencidos como estaban de que su vuelo sería breve y exitoso y de que podrían aparecer por el otro lado del planeta triunfantes en su empeño. Pero había signos amenazantes desde el principio, la propia tecnología empleada era limitada, las fugas de hidrógeno eran mayores de las deseadas, la capacidad de maniobra en el trayecto, básicamente gobernado por los vientos, se reveló insuficiente y, en definitiva, tras diez horas y media de vuelo más o menos libre y otras cuarenta y una de caídas y elevaciones cada vez más bruscas y con frecuentes toques con el suelo, el Águila se declaró definitivamente derrotado y se dejó morir en la gélida banquisa, para desesperación de los aguerridos viajeros, que habían arrojado ya por la borda tanto lastre como les había sido posible, incluyendo bastantes provisiones y otros instrumentos y material que a la larga hubieran necesitado.

5.

La posibilidad de invernar allí resultaba realmente amenazante, así que se pusieron en marcha, una vez consideradas sus opciones, en busca de la civilización, pero, a pesar de haberse alimentado con focas, morsas e incluso osos polares que fueron cazando, de haber pergeñado una barca con los restos del globo, de haber recorrido kilómetros y kilómetros, muchas veces a la deriva en témpanos, efímeras islas de hielo flotando en el mar, que iban siendo arrastradas caprichosamente por la corriente, a pesar de su gran resiliencia y constancia de exploradores, rayana, como lo había estado siempre, desde el comienzo del proyecto, en la locura, lo cierto es que en algún día de octubre (la última anotación conservada es del 8) los tres acabaron muriendo, por causas que aún hoy están sujetas a debate, pero que pueden ir desde la intoxicación por los alimentos consumidos a heridas provocadas por los osos o, simplemente, el suicidio de alguno de ellos mediante una sobredosis de morfina, de la que iban abundantemente provistos.

6.

Siendo como es una novela de aventuras, la expedición Andrée no sería tan recordada si no fuera porque el destino del Örnen y sus tripulantes permaneció como un misterio durante décadas. En Suecia, donde se seguían con gran atención y fervor patriótico las noticias de los viajeros, cundieron las especulaciones sobre la suerte corrida. Pasaron los años. El Polo fue alcanzado, y también el Polo Sur. La aviación nació y se desarrolló. Los grandes viajes en globo fueron abandonados. Europa pasó por una guerra de dimensiones desconocidas hasta el momento que, pour cause, se denominó la Gran Guerra. Entonces, inesperadamente y por puro azar, el 5 de agosto de 1930, tripulantes del Bratvaag descubrieron en Kvitøya los restos de la expedición Andrée, incluyendo el diario de éste y las notas de Strindberg, los cuerpos de los tres infortunados y las placas fotográficas, esencialmente intactas.

7.

Ahí, pues, se nos muestra el milagro. De los más de dos centenares de exposiciones que había realizado Strindberg, y tras cuidadosas manipulaciones para su revelado a cargo de John Hertzberg en el Instituto Real de Tecnología de Estocolmo, 93 imágenes fueron recuperadas. Entre ellas, la que ha resultado con los años más famosa, y ha sido frecuentemente reproducida, por su capacidad casi sobrehumana de transmisión de ese drama, de su grandeza y su hybris, y de la desolación que se abría ante los minúsculos personajes que en ella se muestran: la del globo recién descendido. La imagen del minuto cero de lo que vendría después, cuya resolución ya era conocida en el momento en que la imagen latente se manifestó en las cubetas de revelado. Una resolución ya inexorable, un destino ya fijado, pero aún desconocido para los protagonistas de la instantánea. Es difícil concentrar tanto en tan poco, en apenas unas manchas negras sobre un fondo abrumadoramente blanco.

8.

Así pues, esas placas impresionadas, como ocurre a veces con los cuerpos de seres humanos y animales que perecieron en lugares helados, como ocurre con las semillas sepultadas en la taiga o los microorganismos en una hibernación casi infinita, perseveraron en su conatus. Esas imágenes se mantuvieron, sí, latentes, en ese estatus indeciso de la foto antes de ser revelada, antes de ser sometida a esa extraña alquimia que poco a poco se nos va olvidando, pero que tan mágica resulta cuando uno trastea con ella. Los placas fotográficas, inorgánicas y no sometidas a la usura del tiempo (o sí, pero en menor medida que los restos orgánicos de los hombres que usaron esa tecnología), funcionaron, pues, como crisálidas, donde la oruga de la vida, que había transferido la óptica del dispositivo a ese soporte químico, permaneció en un estado de pupa largos años, mientras a su alrededor se sucedían las estaciones y los deshielos desmentidos una y otra vez por los nuevos inviernos. Entonces, treinta y tres años después, una cifra cristológica, adecuada pues se trata, claro, de una resurrección, de una palingenesia óptica, la mariposa de la imagen (que justamente se denomina imago en la biología de la metamorfosis) pudo volar para llegar, inconcebiblemente, a nosotros, ya adecuadamente transformada, de nuevo, en otra extraña forma de vida: en bytes.

9.

Con las notas recuperadas de los escritos de Andrée y Strindberg, y el inestimable testimonio visual que aportaban las fotos, se pudo reconstruir con gran precisión el periplo de los desafortunados náufragos aéreos. Han cundido los libros, también las películas. En una de ellas, de 1982, Andrée es interpretado nada menos que por Max von Sydow. La película fue nominada para los Oscar. Se dice, y por ello la mención en el primer párrafo de este escrito es oportuna, que la noticia de la recuperación de los restos del Águila pudo influir en la composición de la nouvelle de H.P. Lovecraft At the mountains of madness. La pericia fotográfica de Nils Strindberg, que no dejaba de ser un amateur, así como la tenacidad que mostró al acarrear una pesada cámara que estaba concebida para usos cartográficos, le ha ido concediendo un estatus casi legendario. Nils era el ahijado de August Strindberg (era hijo de un primo de su padre), el gran escritor sueco, hombre multifacetado él mismo, polémico, misógino y demente, que tuvo además sus encuentros con las técnicas fotográficas, habiendo desarrollado la celestografía, una de esas muchas empresas científicas en las que se embarcó, que resultaron fracasos tanto más sonoros cuanto más fructíferos desde el punto de vista de su producción literaria. En definitiva, aquello ocurrió y por lo tanto puede inscribirse en lo que llamamos la historia, desde nuestro confort de seres del siguiente siglo para los que ya no hay fronteras físicas que conquistar, al menos en el globo terráqueo. Todas esas capas de barniz se añaden al relato y proporcionan no pocos escalofríos estéticos, sin duda no desdeñables. Pero lo cierto es que, más allá de todo ello, la foto, la mera foto, la distribución en ella de esos tonos de gris, con las evocaciones que nos llevan a la nave espacial de 2001, a la cabeza del Alien o de Marlon Brando en Apocalypse now!, a no se sabe qué ensoñaciones de monstruos antediluvianos, está ahí y resiste a toda posible agresión de las palabras, se mantiene autosuficiente en su evidencia, en su poder de fascinación. Es así como funcionan las imágenes, especialmente aquellas que nos conectan con el territorio del sueño, que es, finalmente el de la muerte.

10.

En agosto de 1929 Federico García Lorca vio el Zeppelin. Así se lo hace saber a sus padres, en una carta sin fecha pero que debe datarse en la segunda semana de agosto. En ella les habla de su primera visita a Wall Street, un lugar que resultará, por razones obvias (el crack de octubre de ese año le pilló a Lorca en la Gran Manzana y le impresionó profundamente), decisivo para el Poeta en Nueva York, ese libro irrepetible, de altísima estatura poética y honda profundidad existencial, que reúne buena parte de los escritos de ese convulso periodo vital del gran Federico. Es el espectáculo del dinero del mundo en todo su esplendor, su desenfreno y su crueldad, les dice, antes de declararse incapaz de transmitir el tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores que le es dado contemplar. Unos párrafos más adelante, concluye, no obstante: Realmente el barrio de rascacielos de Wall Street es maravilloso y es ahí donde dice esto:

Hace días vi al Zepellin [sic] anclado bajo ellos como un pez verde y tuve la impresión, un instante, de que estaba soñando.

11.

Debía de ser, sin duda, una visión impresionante, algo que nos resultaría inconcebible hoy día, cuando el Zeppelin, los dirigibles, son objetos de un pasado súbitamente envejecido, representantes de una de esas líneas de la historia perdidas en alguna bifurcación y que por eso mismo suscitan nuestro más incontenible interés. Ese monstruo, de cuerpo, sí, fusiforme como el de un pez, era algo aún más increíble en una ciudad ya decididamente imposible como era el New York de los veinte, especialmente para el granadino y provinciano Federico, que no deja de anotar asombros, mientras se pasea por los desfiladeros de rascacielos. No ya sólo la posibilidad de volar atravesando el Atlántico, de hacerlo en periodos de tiempo muy inferiores a la opción habitual en la época, que era el barco, de proporcionar a sus (adinerados) pasajeros una experiencia de comodidad y lujo absolutos, no ya sólo eso que parecía anunciar un futuro en el que los cielos se cubrirían de esas extrañas ballenas voladoras: el mero hecho de que eso, el Zeppelin, existiera, de que eso estuviera ahí, balanceándose acaso suavemente en sus amarras, entre los rascacielos, como una fauna de taxonomía no descrita en un paisaje pesadillesco en el que los bosques eran de repente de hormigón y acero, eso, es suficiente para pensar, para saber que estamos soñando.

12.

Grandes tiempos de la aeronáutica en la ciudad automática. No mucho después, no obstante, el 6 de mayo de 1937, el dirigible mayor y más impresionante, la joya de la tecnología alemana (los nazis ya estaban en el poder desde hace unos años, todo se acelera hacia la destrucción y la muerte masiva), el LZ 129 Hindenburg, se incendió cuando aterrizaba en New Jersey, no lejos de ese Wall Street donde Lorca vio siete u ocho años antes a su hermano menor, causando la muerte de 36 personas. Las imágenes del terrorífico incendio, difundidas en los noticiarios cinematográficos de la época por todo el mundo, resultaron tan impactantes que, de facto, eso supuso la finalización del tráfico aéreo basado en los grandes zeppelines, los cuales, a partir de ahí, se convirtieron en animales mitológicos. Claro que Federico no podía saber nada de eso cuando vio su enorme pez verde. Y para 1937 ya le habían (ay) matado.

 

13.

Las cartas que Lorca manda desde Nueva York son un material imprescindible para toda persona interesada en ese testimonio torturado que es el Poeta en Nueva York, como lo son también la conferencia con lectura de poemas que pronunció por primera vez en la Residencia de Señoritas el 16 de marzo de 1932, o los poemas de la época que no acabaron en el libro, como Tierra y luna, el Pequeño poema infinito o el atroz Infancia y muerte (sobre el que escribió un lúcido ensayo la siempre lúcida María Zambrano), y en general, todos los documentos informativos de la azarosa trayectoria de esa obra decisiva que resultó finalmente póstuma, pues fue publicada solamente en 1940 en México por José Bergamín. Aún a día de hoy resulta complicada su fijación textual y se han ido sucediendo las ediciones, frecuentemente discrepantes entre sí. Es sabido que el estado de ánimo del poeta cuando parte, para pasar primero por París y por Londres, hasta embarcarse en Southampton el 19 de junio de 1929, era muy malo. Una dolorosa ruptura amorosa con Emilio Aladrén, la obligación de mantener oculta su identidad sexual, el desencuentro con sus amigos más cercanos, como Dalí y Buñuel, que andaban enredados en su private joke de Un chien andalou, que Lorca reconoce acertadamente como un ataque, su propia situación personal de treintañero aún mantenido por la familia, con triunfos literarios resonantes, sí, como el Romancero gitano, pero intentando alejarse de ese andalucismo putrefacto que le reprochan alguno de sus compañeros de generación más comprometidos con las vanguardias, deseoso de encontrar nuevas vías de expresión, especialmente en lo teatral (de Nueva York data esa maravilla que es El público), todos esos factores le han llevado al borde del suicidio y han ahondado una depresión que enmascara su proverbial alegría. New York supone, pues, un parteaguas, y Lorca ya no será igual tras haber sobrevivido a esa fortísima impresión de la moderna Babilonia.

14.

En una carta anterior, del 6 de julio de 1929, muy próxima, pues, a su llegada a la ciudad, Federico, que goza de la compañía de diversas personas que le van enseñando la ciudad e invitándole a sus casas, en veladas que él suele amenizar al piano, con canciones populares andaluzas, les habla a sus padres de su visita al gran parque de atracciones de Coney Island:

Estos primeros días he seguido conociendo a New York. El domingo pasado estuve en Coney Island, una isla en la desembocadura del Hudson dedicada exclusivamente a parque de juegos, títeres y extravagancias. Es, como todo lo de este país, monstruoso.

Monstruoso. La información que nos proporcionan las cartas nos permite trazar de algún modo el itinerario poético que constituyen los poemas del Poeta en Nueva York. Así, allí, en la tercera sección, llamada Calles y sueños, nos encontramos con el Paisaje de la multitud que vomita, subtitulado Anochecer de Coney Island. Ahí está el calor, la multitud, los paisajes encantados de la ciudad artificial a la que las clases más populares acuden en riadas para divertirse en esa New York de justo antes del crack: Es el pueblo más pueblo de New York el que viene a la isla de los juegos. Todo es de una profunda extrañeza:

Llegaban los rumores de la selva del vómito,

con las mujeres vacías, los niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.

Sin remedio. Hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

Sin remedio. El mareo de la montaña rusa, la junk food, el calor insoportable, la aglomeración de gente sudorosa, todo deviene vómito. Un vómito que en otra ocasión se hace grito hacia Roma, o se traduce en una larga letanía de animales muertos para el gusto de los agonizantes en ese poema incomparable que es New York. Oficina y denuncia, que abre la sección de Vuelta a la ciudad, tras el periplo campestre del lago Eden y Newburgh. Porque, como deja claro el poema que rotundamente se llama Muerte todo es esfuerzo:

Qué esfuerzo.

Qué esfuerzo del caballo

por ser perro,

qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja,

qué esfuerzo de la abeja por ser caballo.

Y ruina, asesinatos, crucifixión y agua que no desemboca. El título de trabajo del libro fue durante un tiempo Poemas para muertos. Ajustado.

15.

En Coney Island, el 4 de enero de 1903, ajusticiaron a la elefanta Topsy, que había atacado a su cuidador. La dieron, por si acaso, zanahorias con cianuro, pero la ejecución en sí tuvo lugar por electrocución. Se había considerado la posibilidad del ahorcamiento, visiblemente impráctica. Entonces, el conocido industrial Thomas Alva Edison, que estaba en su propia guerra comercial con Westinghouse, campeón de la corriente alterna frente a la corriente continua que propugnaba Edison, vio en ese cruento sacrificio una buena posibilidad para la propaganda de su causa, que quería demostrar cuan peligrosa era la corriente alterna de su rival. Edison había ejecutado ya en la intimidad algunos animales de menor tamaño, como gatos y perros, pero la muerte de Topsy, que había prestado sus servicios largos años en el Luna Park, reunía una espectacularidad que no cabía ignorar, aun en esos tiempos primerizos de la tecnología de la imagen. Así, el evento fue adecuadamente filmado, y los breves minutos de ese corto, hoy fácilmente accesible gracias a la omnipresencia de lo digital son, sin duda, una de las cosas más escalofriantes y absurdamente crueles que pueden contemplarse.

 
16.

Sobre la plataforma a la que se conduce a Topsy, que se comporta con total docilidad, aparece en un momento dado una nube de humo, a la altura de las patas del animal, que entonces se derrumba. Cae derribada pesadamente hacia un lado. La aniquilación eléctrica ha resultado un éxito. Nada de lo que extrañarse, puesto que por entonces ya se estaba propugnando como medio humanitario de ejecución para los reos condenados a la pena de muerte. Nace la silla eléctrica. Ahí, en ese derrumbarse de la elefanta, hay un poema de absoluta desolación, como lo hay sin duda en ese derrumbarse del globo de Andrée, y los cuerpos de esos animales igualmente mitológicos riman visualmente, como lo hacen también con el Hindenburg en llamas, o el glorioso Titanic, vencido por un iceberg que no podía dejar de estar ahí, como no podía dejar de estar ahí la efímera isla helada que transportaba a Andrée y sus compañeros. El barco en que Federico viajó a New York en 1929 se llamaba Olympic y pertenecía a la opulenta naviera White Star. Era el hermano gemelo del Titanic.

17.

Cuando Federico se refería a lo contemplado por él los días del crack bursátil (por ejemplo, en su conferencia Un poeta en Nueva York) solía decir que había tenido la suerte de estar allí, viendo toda aquella confusión. Es cierto que pintaba un paisaje dantesco y que todo le parecía profundamente doloroso, pero no podía dejar de considerarse afortunado por estar presenciando algo único en su género, un acontecimiento histórico que cambiaría de modo irreversible la propia concepción del mundo moderno de la que orgullosamente New York se erigía en símbolo. El yo poético, súbitamente whitmaniano, pero enraizado inevitablemente en sus experiencias privadas, tan alejadas de esa metrópolis, va sufriendo sucesivos deslumbramientos: los negros, los judíos, los protestantes, todo le parece inusitado, y no podía ser de otro modo para un habitante de la España de comienzos del siglo XX. Pero no es una pura visión de etnólogo lo que nos transmite en la desgarradura de su poesía, porque, finalmente, en ella todo desemboca (sí, ésta sí desemboca) en la muerte. No hay otro protagonista más destacado en el libro. Por ello, y aunque se deje llevar por la fabulación según va contándolo, el haber conocido de primera mano aquello, el haber visto con sus propios ojos, a alguien tendido en el suelo tras haberse arrojado de un rascacielos (cosa que a lo mejor no vio, todo sea dicho, pero no importa) no sólo le proporciona material poético de primera calidad, sino que le confiere un conocimiento de sí del que acaso aún no disponía, le convierte en otro, y por eso, seguramente, se considera afortunado.

18.

No sólo es imposible, sino profundamente innecesario, destacar uno u otro de los poemas de Poeta en Nueva York, como es igualmente imposible el resumir el libro o calificarlo apropiadamente, y menos en un texto de corta extensión como éste, pero no sería conveniente, me parece, concluir sin citar aquí los que pueden ser los versos más desolados del libro, que son los que cierran el poema justamente titulado La Aurora:

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico rito de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

No, no hay siglo nuevo ni luz reciente en la ciudad sin sueño, para el poeta, asesinado por el cielo. Sólo al final, la huida hacia Cuba parece abrir la puerta al son, y a un viaje a Santiago en un coche de agua negra que acabará trasladándole finalmente a una España donde comenzarán sus años más triunfales, y donde le espera, pues para ella todo ardid es inútil, la muerte.

19.

Las imágenes son poderosas, las visuales y las poéticas. Y lo son también las que no existen. El pavoroso aniconismo de la muerte de Lorca, la inexistencia del testimonio gráfico de ese insoportable ajusticiamiento nos apelan aún más que cualquier foto, porque su vacío es interminablemente insondable. Alguien, inconcebiblemente, dio la orden de matar a ese rojo, a ese maricón, alguien la llevó a cabo el 18 de agosto de 1936 en el barranco de Víznar. Alguien vio el cuerpo del poeta, quizá del más grande de todos los que se han expresado en nuestra lengua, vencerse, derrumbarse, caer hacia un lado, como la elefanta Topsy, como el Zeppelin, como el globo que se llamaba originalmente cuando lo fabricaron los franceses Polo Norte y acabó llamándose Águila, para dotar aún de mayor dramatismo a su caída, con la imagen del ave que más alto vuela abatida. Como los que se arrojaron desde las torres de Wall Street. Como los soldados de la Gran Guerra y de todas las guerras, también esa que inauguraba de algún modo en España la noticia atroz de la muerte de Federico. No ha quedado nada a lo que podamos mirar. No tenemos siquiera unos huesos que venerar, que sepultar con las honras que merecen. Sólo existe una ausencia interminable, y la vergüenza. Una vergüenza que, simplemente, nada puede expresar y nada puede aminorar.

 

20.

En ese libro extraño y fundamental que es el Inferno, que narra las vicisitudes extremas de su periodo parisino, sin escatimar detalles sobre alucinantes experimentos de química y experiencias sobrenaturales, August Strindberg se refiere así a la biología (tan extrañamente misteriosa, si se piensa) de la metamorfosis de la oruga:

La oruga experimenta el mismo proceso en la crisálida que el cadáver en la tumba, donde se transforma en grasa amoniacal. La oruga ha muerto en el capullo.

Federico es una crisálida infinita. Nada sobrevuela esa fosa común, las mariposas fueron abolidas por las paletadas de tierra. Dentro, sólo hay el frío de muchos polos norte acumulados sobre el pecho de él y sus compañeros asesinados esa madrugada. Federico es una pupa sin imago posible. Ha muerto en su capullo. Ya sólo cabe decirle, como él hace en la Oda a Walt Whitman: Duerme, no queda nada. Duerme, no queda nada.


y 21.

Lo más terrible de toda esta historia es que nunca salimos de ese sinsentido. Nunca se termina el dolor, los asesinatos, la ruina. Nunca se vacían las calles del país de los muertos, siempre pasa una y otra vez el mascarón. Vuelve siempre la mentira, pero porque nunca se había ido. Vuelve siempre la vergüenza, pero porque nunca puede marcharse. Federico, hoy, en New York, o aquí, aullaría como el perro asirio y compondría nuevos Poeta en Nueva York y nuevas Infancia y muerte y nuevos El público, toda esa biblioteca de los sueños que nunca llegó a existir porque asesinaron al poeta a los treinta y ocho años. En la idea original del proyecto del Poeta en Nueva York, que nunca pudo ejecutarse, iban a incluirse entre los poemas fotografías y dibujos. Algunos, acaso, como el desgarrador Autorretrato que compuso en la urbe de los grandes rascacielos. Ninguna de esas imágenes, ninguno de esos retratos puede mostrar viejo a Lorca, que goza así de la juventud interminable de los elegidos por los dioses. Nos lo imaginamos, por tanto, siempre así, como en esa foto junto a la gran esfera (como esférico es el globo del comienzo, que no deja de ser el globo terrestre de este planeta de todos los demonios, sometido a una deriva sin objeto por toda una eternidad de dolor) del reloj de sol de la Columbia University, donde escribió sus poemas de soledad. Nos lo imaginamos así, con sus bombachos, sonriente, triste, brillante, semejante a los dioses. Ya que de ningún modo podemos ya sostener la promesa de un mundo mejor, pensamos en él, para no olvidarlo, para no olvidar que un día alguien, él, voló tan alto, tan alto que dio a la caza alcance y entonces, impíamente, fue derribado.

 

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