16
juillet. ― J’ai vu hier des choses qui m’ont beaucoup troublé.
GUY
DE MAUPASSANT, Le Horla (seconde version)
1.
El test del espejo
puede arrojar, en principio, sólo dos resultados. En el primero, lo que vemos
si miramos a esa agua dura es la imagen consabida. Esa imagen que identificamos
como propia, a salvo de algunas menudencias, como el hecho de que envejece con
nosotros, lo que nos lleva a uno de los varios pozos sin fondo que encontraríamos
en nuestra travesía por el jardín de los abismos, si nos diera por ir por ahí.
La contemplación de esa imagen es un hecho cotidiano, pero que resulta de la
máxima transcendencia, más allá de que nuestra mano derecha, o izquierda,
dependiendo de nuestras limitaciones de lateralidad, se ponga en marcha
automáticamente para corregir con un movimiento muchas veces microscópico la
disposición de un mechón de pelo, la posible deficiencia geométrica en la colocación
de un cuello de camisa o de una solapa de chaqueta, o la indeseada presencia de
algún cabello definitivamente difunto que altera el pretendido carácter
inmaculado de nuestro atuendo.
2.
Hasta aquí, todo es
banal. Transcendente y banal: esos dos adjetivos pueden, por supuesto que
pueden, ser predicados simultáneamente. Y complejo y banal. Lo banal es también
algo que puede ser muy complejo. Como tal, lo dicho hasta aquí nos podría
llevar a una larga entrada sobre Catóptrica, que es esa parte de la
Óptica que trata de los espejos, y que tiene ramificaciones casi en cualquier
campo del saber, desde la filosofía hasta el arte pasando por la religión o la
literatura. Pero no es de eso de lo que vamos a hablar. Es de lo Otro. Es justo
de lo otro, del otro resultado. El que se produce cuando uno, acaso recién
levantado, acaso para afeitarse o peinarse, acaso al pasar, distraídamente, por
un escaparate o entrando en un ascensor de esos que tienen un espejo al fondo
para que parezca que el espacio es el doble de grande, en definitiva, cuando uno
se enfrenta al espejo, no se ve.
3.
Este segundo valor,
esta opción B, puede a su vez generar sus propias bifurcaciones. Ninguna de
ellas nos lleva a territorios que se considerarían dentro del recinto de lo que
se llama, acaso abusivamente, una adecuada salud mental. Pero explorémoslas,
aunque sea teóricamente. En el caso de que alguno de Uds. hayan experimentado
alguno de los síntomas que se enumeran a continuación, sería conveniente que se
hicieran tratar por un psiquiatra, un optometrista o un brujo, según sus preferencias.
La primera opción, o sub-opción en este diagrama de flujo que estamos
recorriendo (no se olvide que ya nos hemos cargado la rama principal de los-espejos-que-funcionan,
ahora estamos en el otro lado del if… then…) es que uno no se vea a sí
mismo en el espejo, pero vea algo, otra cosa, u otra persona. Es decir,
que alguien aparezca del otro lado, como convocado a ese peep-show o
locutorio del espejo, alguien avance por los obscuros corredores de detrás del
azogue y no sea el esperado. Un error en la entrega, una mala dosis que nos ha
colocado un dealer de imágenes poco fiable.
4.
Hay muchas historias
en las que el espejito, espejito sirve para videollamadas con entidades frecuentemente malignas, representaciones del futuro o de partes secretas del
pasado, manifestaciones de versiones nuestras en general poco agraciadas o, en
última instancia, en las que el espejo no es más que una puerta, un dispositivo
practicable para el acceso a dimensiones más o menos aparatosas, desde
Wonderland hasta la lóbrega Zone del Orphée de Cocteau. De
nuevo, si Ud. experimenta o ha experimentado estos síntomas, póngase en manos
de especialistas. No cuenta ese momento de la verdad, esa cumbre de la metafísica,
en la que uno, ya bastante borracho, va al baño proverbialmente infecto del
garito proverbialmente sórdido y se enfrenta al rostro de alguien muy borracho
que se le parece bastante y le dice: joder, qué pedo llevas. O eso me han
contado.
5.
Hasta aquí, seguimos
bien. Algo menos bien, pero el índice de banalidad sigue dentro de los límites
aceptables. Es decir, hay tantos relatos y novelas y poemas y películas y cuadros
y leyendas, urbanas o rurales, que hablan de lo que hay al otro lado del
espejo, que todo el mundo podría elaborar su propio catálogo para comprobar
que, al rato, todo se repite bastante y que para ese viaje especular no hacían falta
tantas alforjas simétricas. No, vayamos más lejos, vayamos a la sub-opción B.2
(si se pierden, no olviden el diagrama de flujo). Es decir, uno se mira, no
se ve, pero además no ve a ningún otro, simplemente uno se mira y
no está. No ha sido substituido por otro yo, o por alguna operadora
interdimensional. Simplemente, el espejo se ha negado a reflejarle. A Ud., concretamente.
Bueno, a Ud. porque era el que se estaba mirando, se entiende que no es nada
personal, a mí me pasaría lo mismo.
6.
Descartemos las sub-sub-opciones
menos interesantes. Si Ud., por ejemplo, declara aquí con toda rotundidad que
no es un vampiro, y no sabe Ud. el alivio que me produce esa declaración, puede
ignorar la B.2.a. Si no hay un objeto que se
interponga entre su cara y el espejo (no olvide que la ley de la reflexión,
para activarse, debe tener algún rayo de luz que llevarse a la ecuación y que
si Ud. se mira a una piedra, en general no se va a ver, y si se viera, eso ya
nos da para la opción C, o X, pero eso es para otro día), cosa que haría
bastante estúpida esta discusión (solución: quite el objeto de en medio y podrá
corregirse el maquillaje), no nos queda más remedio que pasar al ámbito de lo
sobrenatural o extrafísico o patafísico, puesto que bien podría tratarse de una
excepción, que es el territorio de la Patafísica. Excepcional, desde
luego, sí parece.
7.
Ahí, justamente ahí, era donde queríamos llegar, mientras nos descolgábamos con nuestros dedos prensiles
por el ramaje. Ésa es la experiencia primordial de la que parte Guy de
Maupassant, el cual, como es sabido, acabó experimentando a su vez no pocos trastornos
mentales, al parecer asociados a la fase neurológica de la sífilis, algo
bastante común en aquella época. El genial Alberto Savinio, del cual Giorgio de
Chirico era el hermano, y al revés, escribió un ensayo muy recomendable al
respecto, que tituló Maupassant e l’“altro”. De igual manera que Miguel
de Unamuno partió de lo que parece una experiencia personal en sus devaneos catóptricos, que describe, entre otros muchos lugares de su obra, en su Diario íntimo,
provocándose a sí mismo un terror mortal frente a un espejo-que-funciona y que
le muestra su rostro, simplemente llamándose a sí mismo muy bajito (Miguel…
Miguel…, pruébenlo para producirse un buen escalofrío), Maupassant acaso
tuvo alguna experiencia rara con el espejo, porque lo usó en varios
relatos, o, por mejor decir, en una sucesión de relatos que fue encadenando
hasta llegar a su cumbre en Le Horla.
8.
No verse en el
espejo es un caso de lo que se llama agnosia especular, y es algo que
evidencia, por lo general, problemas neurológicos. No me consta, ni a mí ni a
nadie en realidad, que realmente Maupassant haya tenido ese tipo de
episodios, o que los haya tenido antes de comenzar a escribir sobre ello, pero
lo cierto es que, ya desde Lettre d’un fou, publicado el 17 de febrero
de 1885 en Gil Blas, plantea una situación narrativa ciertamente
original, que va complicando, y extendiendo, en la primera versión de Le
Horla, que aparece en la misma publicación el 26 de octubre de 1886, hasta
llegar a la versión definitiva, ya una nouvelle, que aparece en libro, en 1887, dando nombre a esa colección de relatos. En alguno de sus otros muchísimos
cuentos uno se topa con tramas conectadas, en ámbitos que nos llevan a lo que
se podría considerar el terror, o lo fantástico.
9.
El planteamiento de
partida es el siguiente (formulado en tono más o menos científico, confesado por
un loco que lo ha experimentado como una alucinación, o concluido por un personaje
que diseña todo un protocolo para acabar de saber qué demonios le ocurre): nuestros
sentidos son limitados. Nuestra vista, por ejemplo, es incapaz de apreciar
detalles que estén fuera de sus capacidades. Así, tanto la vida microscópica
como las estrellas más lejanas no pueden discernirse a simple vista. El doble infinito de Pascal, vamos. Los
instrumentos ópticos como el microscopio o el telescopio han demostrado, más allá
de toda duda, esas existencias un poco paradojales, pues nadie en su sano
juicio podría quitarles un ápice de legitimidad ontológica, al mismo tiempo que,
por lo general, uno no sólo las ignora, sino que la humanidad en su conjunto
las ha ignorado por completo durante siglos y siglos, definiendo así un campo
fenomenológico bien estrecho en el que se han desarrollado nuestros sistemas de
creencias y el llamado sentido común.
10.
Pero a Horatio ya le
habían dicho que there are more things… y lo que nuestro narrador hace,
ese fou que nos escribe una carta en la que analiza su propia locura, es
simplemente proceder por elevación. Si nunca sospechamos de la vivacidad de los
paramecios y si desconocimos sistemas planetarios abrumadoramente enormes, cuántas
otras cosas no nos habrán pasado desapercibidas, cuántos otros seres no
andarán por aquí, entre nosotros, sin que hayamos desarrollado ni las
capacidades sensoriales ni las instrumentales que denunciarían su presencia.
Cabría objetar, si uno es científico, y uno sí que es científico en este caso,
que la Ciencia también sirve para definir lo que de ninguna manera hay,
por lo que, tristemente quizás, el número de sorpresas esperables o meramente
admisibles se va reduciendo y reduciendo, pero, vaya, estamos en un relato y encima
lo ha escrito un loco.
11.
Pues bien, más allá
de las variantes de cada uno de los sucesivos estadios de progreso de esa
crónica alucinada, más allá de los efectos físicos que produce en quienes
conviven con él o ella o ello o cualquier pronombre nuevo que tendríamos que
acuñar, más allá de peripecias que incluyen viajes para alejarse de la mala
influencia, recaídas como de adicto, disquisiciones sobre el magnetismo,
es decir, la hipnosis, más allá de todas esas cosas interesantísimas que uno,
simplemente, no puede obviar, porque constituyen propiamente la materia de los
relatos y que urjo al auditorio a chequear por su cuenta, la cosa es que,
resumiendo al máximo, sí, en efecto, there are more things,
concretamente hay un ser de cuyo origen no se sabe nada y que ha aparecido en
nuestro dormitorio.
12.
De nuevo, parece que
esta enésima bifurcación no nos lleva más que a los territorios conocidos. Un
monstruo de otras dimensiones, un extraterrestre, una criatura suscitada por un
ritual mágico, un Primordial lovecraftiano… todo eso aparece en nuestros dormitorios
a menudo, además de otra fauna quizás incluso menos recomendable. Pero hay dos
datos, dos características relevantes que me fascinan y siempre me han
fascinado del Horla (nombre de etimología complicada y polémica, que a
lo mejor simplemente remite a hors là, algo así como más allá de allá).
El primero, es que es un monstruo recién nacido. El segundo es que es, simultáneamente,
transparente y opaco.
13.
Vamos con lo primero
(obsérvese cómo estoy haciendo un ejercicio de autocontención notable, no
apartándome ni por un momento del organigrama). El prestigio de gente como
Cthulhu radica en su insondable antigüedad. Great Old Ones, que
anteceden con mucho al género humano y, en un malabarismo paradójico, al propio
Cosmos, representantes como son de intentos anteriores, universos extinguidos u
otros barrios del acontecer. En algunos casos, notablemente en el Mr Hyde del
que nos ocupamos aquí hace poco, sí somos testigos de un nacimiento,
producido por el manejo descuidado de los principios ocultos de la química o
por rituales satánicos o mediopensionistas. Esos son monstruos nuevos,
monstruos generados. ¿Es así el Horla? No exactamente. También es
verdad que, bien, bien, no podemos saber ni lo que es ni de donde viene.
Nuestro narrador es extremadamente no fiable. O es loco de saque o sus
intercambios con el visitante han acabado por desquiciarle.
14.
La hipótesis dominante parecería ser que, si no recién nacido, sí ha sido advertido por primera vez poco antes del inicio del diario de nuestro protagonista. En el Brasil, concretamente, donde ha provocado una especie de epidemia, pues su comportamiento es esencialmente vampírico. Un barco que pasa justo por delante de la casa de nuestro narrador (con bandera brasileña, o sea exótica para un francés de entonces, y de ahora) habría sido el vector. Los síntomas son claros: una consunción repentina y aguda y potencialmente letal, que remite o desaparece con el simple alejamiento del foco de infección. Pero ¿y el agente patógeno? ¿Dónde anda? ¿Podrá ser capturado por la lente del microscopio? No. El recién venido es invisible. Y ahí llegamos a la característica óptica que me subyuga de nuestro Horla y que paso a tratar a continuación.
15.
Retomemos el
planteamiento inicial: nuestros sentidos son imperfectos. Es decir, no es tanto
que el Horla sea invisible como que nuestros ojos no pueden verlo. No es
exactamente lo mismo. Cabría pensar que podría haber otros seres, para empezar,
se supone, su propia familia de Horlas, si tal cosa existe, que sí podrían
verlo, o que podrían percibirlo con otro sentido cuyo nombre no se ha elegido aún
y por lo tanto el verbo que identificaría esa visión está por
inventarse. Cabría pensar que instrumentos científicos suficientemente sofisticados
que aún no hemos sido capaces de manufacturar podrían valerse de algún tipo de
emisión o radiación o composición química o whatever para emitir su positivo,
decir esto está aquí, es decir, ahí, ahí mismo, là-bas.
En todo caso, lo que de ningún modo está en juego es la materialidad del
Horla: es un cuerpo y, aparentemente, su invisibilidad no es
transitoria, sino constitutiva.
16.
Lo que es
transparente deja pasar la luz. Hasta aquí bien. Si somos precisos tendríamos
que establecer una función de transmitancia espectral, porque un medio puede
ser transparente para unas longitudes de onda y no para otras, pero, vaya,
pensemos en las cosas que son transparentes para frecuencias ópticas y nos
bastará. El vidrio, el agua, el aire. Todos esos medios vienen caracterizados
por su índice de refracción, y el índice de refracción, hablando mal (bastante
mal) y pronto, nos da su capacidad para doblar los rayos de luz. Así, la
luz que atraviesa el agua y llega a nosotros se ha ralentizado al pasar por el
medio acuoso y eso acaba haciendo que, por ejemplo, el fondo de la piscina nos
parezca más cerca de lo que está. Es decir, el agua es transparente, pero, si
no estamos en el agua, nos damos cuenta de que hay agua ahí. Somos capaces
de distinguir si una piscina está llena o no. Si no somos capaces, ya se sabe, go
to step 1, y no se suba al balcón de su apartamento ibicenco.
17.
Con el aire es más
difícil. El aire nos rodea y no lo percibimos. Es decir, tenemos que hacer un
ejercicio mental para entender que el aire (que tiene un índice de refracción
prácticamente igual a 1, por lo que la velocidad de la luz en él es básicamente
la misma que la velocidad de la luz en el vacío y la desviación producida en la
refracción es esencialmente nula) está ahí, aunque no lo veamos. Lo vemos, por
ejemplo, en la consabida carretera muy caliente, cuando el gradiente de
temperatura induce variaciones de índice de refracción locales y eso se traduce
en esa sensación tan curiosa de reblandecimiento o de aguas. En última
instancia, eso es lo que acaba produciendo espejismos y fatamorganas. Pero, sí,
el aire es transparente y no se ve. Y es material. Lo que pasa es que es muy
rarefacto, es un gas, nos movemos por él o él se mueve alrededor nuestro. Otra
cosa sería algo más consistente, un bloque de vidrio. Un bloque de vidrio es transparente
y material y tiene un índice de refracción más alto y los rayos se desvían, y lo
vemos, lo percibimos.
18.
Nuestro Horla es
fantástico y por ello se puede permitir el ser contradictorio. En un momento
dado, el narrador contempla las flores del jardín. Entonces, el tallo de una
parece curvarse, pero no hay mano alguna que lo curve. A continuación,
la flor es arrancada y parece elevarse en el aire, hasta la inconcebible
nariz de nuestro monstruo. Los dedos, u otros apéndices equiparables, de la
criatura están ahí, cogen cosas, arrancan flores y no los vemos, sólo
vemos las flores. El narrador está, justificadamente, perplejo, pero es un hombre
de recursos. Decidido como está a identificar el origen de su malestar, acaba
diseñando experimentos que demuestran que el Horla bebe agua, bebe ese
líquido transparente que está en la garrafa transparente de la mesilla, y
tampoco le hace ascos a la leche, pero no parece que tenga otras preferencias nutritivas.
Está ahí, vive, no se le oye, no parece respirar perceptiblemente, no se escuchan
sus pasos, pero está ahí. Siempre. Todo esto nos ha convencido.
19.
Y entonces, llega la
epifanía. El narrador deja de verse en el espejo. Es decir, se está
mirando en el espejo, ve su cara, algo demacrada por lo mal que lo está
pasando, claro, el espejo funciona y… deja de verse. Algo se interpone entre el
espejo y él, algo opaco pero transparente, algo invisible pero que tiene la
capacidad de impedir que los rayos de luz que salen de nuestro rostro alcancen
la superficie pulida. Ese algo es, definitivamente, el Horla, el visitante, contemplado como negación de la contemplación, negativo, apofático.
Parece tener unos límites no muy bien definidos, quizá sea algo ameboide, pero,
si está delante, ni nos refleja, ni refracta la luz, no dejándonos ver lo que hay
detrás (nuestra cara reflejada), como sí haría un bloque de vidrio, ni tiene un
color determinado. Está, es. No podemos verlo. Es la causa de
nuestra agnosia especular, es el substituto de nuestro rostro, es el Sucesor,
la forma de vida que viene a reemplazarnos. No es agresivo, en realidad,
simplemente nos está aniquilando con su existir más potente. Cuando se
aparte volveremos a ver nuestra cara, sin duda ya desencajada por el horror,
pero él o ella o ello seguirá por aquí. A menos que quememos la casa,
claro, que es el último gesto científico de nuestro narrador, pero quién
sabe si ni así…
20.
La posteridad no ha
tratado especialmente bien a Maupassant, demasiado prolífico acaso, ligeramente
anacrónico para su día, compositor de relatos, que es un género literario más
bien despreciado, especialmente en Francia. Sin embargo, me parece que Le
Horla, quizás aún más su primera versión, mucho más breve y directa, es uno
de los cuentos fantásticos más destacables que se hayan escrito. Una buena
pareja para el The Strange Case…, un ítem obligado en antologías de
dobles, por más que el Horla no sea el doble de nadie, sea más bien una
criatura única, el futuro de la especie. No nace de nuestro vientre en
medio del banquete post-hibernación en la nave Nostromo, más bien simplemente
viene en un barco del Brasil, como venían las cosas en los barcos de La Habana
que venían cargados de. Es un glorioso oxímoron hiperespacial. Y es una de las
muestras más curiosas de la aparición en la literatura de eso, tan sutil y tan
poético en el fondo, que es la transparencia. Si mis otras “obligaciones”
literarias (las comillas son necesarias y aun debieran duplicarse) me lo van
permitiendo, habrá otras entradas que se dedicarán al tema, que da para mucho. Aquí,
por el momento, termina la disertación, el diagrama de flujo ha llegado al
límite y sus posibilidades empiezan a desecarse. En cuanto a Uds., vigilen el
nivel de los vasos de agua que llevan a sus mesillas, y comprueben bien que en
el espejo sale algo, cualquier cosa, porque, si no, tienen un Horla en casa y
no hay, por el momento, empresas que se dediquen a su exterminio. Es broma, no
se me asusten.
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