El azul y el bermejo son ahora una
niebla
y dos voces inútiles. El espejo
que miro
es una cosa gris. En el jardín aspiro,
amigos, una lóbrega rosa de la tiniebla.
Ahora sólo perduran las formas
amarillas
y sólo puedo ver para ver
pesadillas.
JORGE LUIS BORGES, El
ciego.
1.
Arrebato contiene tantas cosas que a
veces algunas se nos pasan por alto. Situémonos. Estamos en el primer viaje de
Jose Sirgado a la finca donde vive Pedro. Le acompaña su amiga Marta, que es la
prima de Pedro y la sobrina de la fantástica, en todos los sentidos, tía Carmen,
interpretada de una manera inolvidable por Carmen Giralt. Ya hemos aprendido
cosas de la pausa y del arrebato, ha sido un día verdaderamente intenso.
Entonces, tras la cena, Marta, Jose y la tía Carmen (descubriremos que Pedro
también está, en un rincón, oculto tras la puerta) se dirigen al saloncito a
tomar café. Carmen transige con la petición de encender la tele, que de
ninguna manera aceptará durante la cena. Entonces, aparece Mae West. La
película es Go West, Young Man, dirigida en 1936 por Henry Hathaway. Es,
como cabe imaginar, en blanco y negro.
2.
La entrañable y
desconcertante tía Carmen, que ya ha empezado por decir que la tarta que han
tomado de postre estaba bien, pero no era como las de antes, se explaya en disquisiciones
sobre su afición a las películas y protesta porque lo que a ella le gusta son
las películas en colores. Marta recuerda cómo antes veían muchas
películas que traía su tía de viaje y que, curiosamente, solían ser de esquí
acuático. En algunos insertos a lo largo del film podemos contemplar
esos extraños metrajes promocionales. La tía, que tiene un modo muy particular
de navegar por la realidad, le pregunta a Sirgado si en la película que está
haciendo va a salir Alan Ladd. También
le parece raro el triunfo de Mae West. En todo caso, le recomienda muy
vivamente a Jose, que la observa entre perplejo y divertido que, salga quien
salga, lo importante es que la película que haga sea en color.
3.
Entonces, se produce
la grieta temporal que estamos buscando, una de tantas que afloran en la
compleja geología de Arrebato. La tía afirma que no entiende la moda esta
del blanco y negro y que la película que están viendo, sin ir más lejos, era en
color. Cuando yo la vi era en color. Extrañado, Sirgado comenta: “pero
este televisor tiene color, ¿no?”. La tía contesta: “tenía, pero le di un
raspado. ¿Saben lo que hacen? Las congelan para que no destiñan”. Marta susurra
a Jose: “es completamente daltónica” y la tía lo oye y se reafirma. Ella no está
catatónica ni nada de eso y tiene muy buena memoria. Una memoria que recuerda
con viveza colores que nunca existieron y, si hacemos caso al sumario
diagnóstico ofrecido por su sobrina, aun en el caso de que existieran ella no
podría haber apreciado. Ahora, igual que la tarta ya no sabe como antes, los
colores han acabado por desteñirse, por mucha congelación a la que se haya
sometido a los rollos de película, y Mae West es, de forma irreversible y
definitiva, una escala de grises.
4.
En la memorable
parte cuarta de Ada or Ardor, en la que se nos expone las teorías sobre
el tiempo de Van Veen, que tienen bastante que ver con las teorías del propio Nabokov,
entre otras muchas cosas que habría que mencionar y analizar, hay una que llama
la atención poderosamente. Nos encontramos en un párrafo que comienza,
rotundamente, The Past, then, is a constant accumulation of images.
Estamos trabajando en algo como la desrealización del tiempo, del tiempo
espacial de los relojes que es lo que estamos acostumbrados a considerar, y que
no puede ser más equivocado para Van (y para Vladímir). El pasado entonces se
presenta, no como una sucesión ordenada de sucesos, sino como un caos
generoso de estampas que se pueden elegir para recorrer a voluntad. Lo que
sigue es una modesta enumeración caótica de acontecimientos de la vida
de nuestro protagonista, objetos y personas, cada uno de ellos asociados a una
fecha, que no tiene por qué ser correlativa. Pero esas imágenes no nos dicen
nada de la textura del tiempo, que es eso tan huidizo que intentamos
atrapar en esta especie de tratado que resume la obra de Veen titulada
justamente The texture of time.
5.
Salvo que… y
entonces Nabokov propone algo realmente fascinante: Does the coloration of
a recollected object (or anything else about its visual effect) differ from
date to date? Sí: ¿son estables los colores de los recuerdos? ¿Lo son las
características visuales de nuestras evocaciones, presentadas ante el
ojo de nuestra mente siempre como una especie de álbum de fotos? Si fuera
así existiría una posibilidad de datación, tendríamos un parámetro suficientemente
trazable para orientarnos en ese magma de impresiones que constituye
nuestra memoria. Tal vez los colores envejezcan, aun preservados en ese almacén
atestado, en los cajones del archivo que de algún modo constituye nuestra
propia identidad. ¿No van desvayéndose los colores de las fotos? ¿No se
amarillea todo lo que está sometido al continuo golpeo de los rayos solares? ¿No
pierden brillo las telas, los tapices, las pinturas en los museos? Bien podría
entonces nuestra memoria estar sometida a esa usura óptica, bien podrían
ser nuestros recuerdos más antiguos sepia, como lo son las fotos
antiguas, tan antiguas como ellos.
6.
Van atrapa esa idea
suya y le da alguna vuelta. Podría ser, pero sería difícil de implementar esa
técnica, pergeñar esa estratigrafía. Comparar dos visiones mentales del mismo objeto en dos momentos
distintos es complicado, pues nuestra memoria tiende a amalgamar esas presencias,
apunta hacia la construcción de arquetipos, y no resulta fácil discernir en el
recuerdo de la manzana cuál es esa manzana, de entre todas las que se hallan en
esa sucesión casi infinita, que estamos reconstruyendo, asegurar que ese
rojo de nuestra retina mental no es algo así como un promedio de todos esos
rojos interminables. Por no hablar de que cada percepción siempre lleva asociado
un contenido emocional difícil de definir. Pero no parece, en todo caso, un
experimento imposible de realizar para el intrépido Van, y a partir de él se
podrían acaso determinar certain exact levels of decreasing saturation or
deepening brilliance, con ese juego de palabras, que no alcanzo a saber
traducir, inscrito en el deepening, que hace que el brillo descienda a
las profundidades, al mismo tiempo que califica a un blue, por ejemplo,
haciéndolo más obscuro.
7.
Lo que
encontraríamos, si es que ese supuesto fenómeno existiera realmente (y tal vez
exista), es que el ojo interior (habremos de permitirnos esa metáfora,
tan poco inocente en el fondo, para esculpir adecuadamente la analogía) acaba
desarrollando cataratas. En efecto, en el corazón de nuestro ojo
exterior, la parte sin duda más importante de su sofisticado sistema óptico,
el cristalino (que en inglés suele denominarse, sin más, lens) se
va opacificando, como resultado del paso de los años, del deterioro de
los materiales que lo constituyen y de la absorción continua de radiación,
especialmente ultravioleta y visible en los colores asociados a las longitudes
de onda más bajas (azules, violetas), que son las más energéticas. La lente va
perdiendo su transparencia. El resultado, que es muy, muy paulatino en la
mayoría de los casos, es el aumento de la luz difusa, que produce
emborronamiento en la imagen percibida, con la subsiguiente pérdida de agudeza
visual, la aparición de halos y otros efectos incómodos y, cuando la evolución
de la catarata lo hace ya imprescindible, la necesidad de extirpar ese
cristalino y substituirlo por una lente intraocular, en un procedimiento
quirúrgico que existe desde el tiempo de los egipcios (que no tenían lentes que
introducir, y se limitaban a dejar el ojo sin cristalino, es decir, afáquico) y
que en la actualidad es bien sencillo y de éxito básicamente garantizado en
todos los casos.
8.
Mal o bien, todos
acabaremos enfrentándonos al desarrollo de nuestras propias cataratas si
vivimos lo suficiente, iremos perdiendo esa agudeza visual, será algo que notaremos
más bien poco, que irán revelando los exámenes optométricos. Nada que hacer al
respecto. Pero hay otro efecto más sutil y, desde mi punto de vista, igualmente
decisivo. Todos los medios transparentes lo son sólo en cierta medida. Los
colores, que vienen asociados a la longitud de onda de la luz, pueden ser más o
menos transmitidos. Hay una curva que podemos dibujar, una transmitancia
espectral. El envejecimiento va alterando esa curva. Los cristalinos más
viejos no son sólo más traslúcidos, son también más amarillentos. Eso
hace que las longitudes de onda más bajas se transmitan peor y cambia la percepción
de los colores. De nuevo, es algo que no se aprecia por lo general de un día
para otro. Como ocurre con tantas cosas del cuerpo, uno se va haciendo a la
nueva condición que le propone cada día del transcurso de su existencia. Uno
dice: “me encuentro muy bien”. Le dicen “estás muy ágil”. O, con una sonrisa ambigua,
uno replica: “estoy como un chaval de veinte años”. Pero nada de eso es cierto,
por supuesto. Si un extraño artificio nos permitiera rehabitar nuestro
cuerpo de los veinte, notaríamos la diferencia. En todo.
9.
Con los colores es lo
mismo. Nada muy reseñable, uno sigue siendo plenamente operativo, no se
vuelve daltónico, claro está, si no lo era ya de antemano (daltónico no es un
nombre adecuado para designar a las anomalías de la visión cromática, que son
muy variadas, pero nos sirve porque ha entrado en el lenguaje coloquial). Y,
además, como puede pasar con el vigor físico o con la sensación de bienestar o
malestar general, uno no tiene en realidad con qué comparar. Pensar que
antes veíamos las cosas con colores más vivos puede ser acertado, pero en realidad
no tenemos modo alguno de objetivar eso. Si yo quiero ver que mi mundo actual
es más ocre, más amarillento, tendré que asumirlo acaso como un prejuicio, pues
en mi mundo sigue habiendo rojos y azules y alguno de ellos puede parecerme tan
vivo como puede ser un color. Lo cierto es que, de nuevo, nada de eso podré
experimentarlo con la suficiente claridad, hasta que me operen de cataratas
cuando me toque. No parece que ahora mismo ése sea uno de mis problemas, o
al menos mis cataratas eran inexistentes o a lo sumo realmente incipientes la
última vez que me miraron. Pero basta con esperar lo suficiente. Entonces, como
le pasó a mi padre cuando le operaron el primero de los dos ojos, tal vez
gritaré alborozado: pero qué bien veo, ¡cuántos colores!
10.
Sí, el mundo de la
vejez no es más gris o más negro, es más amarillo, más terroso. La variedad
infinita de los colores sigue siendo enorme, pero se ha ido estrechando. Como
no tenemos modo de mirar los objetos de ahora con los ojos que tenemos y el
segundo siguiente con los que teníamos hace cincuenta años, no podemos saberlo
bien. Y tampoco nos preocupa, seguimos siendo perfectamente capaces de apreciar
matices, de extasiarnos ante ciertos tonos del cielo en las puestas de sol,
todo eso sigue ahí, todos esos rosados y anaranjados y azules obscuros, que en
inglés serían profundos.
11.
¿Tienen colores los
recuerdos que se van desvayendo, que se van haciendo marrones, como si tuviéramos
en el cerebro una calima, una tormenta de arena que va arreciando según pasan
los atardeceres? Es posible. Es posible que eso sea una cosa en la que nadie
había reparado y sobre la que nadie ha escrito un relato aún, ni una pieza como
ésta tampoco. Personalmente, me parece un concepto de una potencia difícilmente
agotable, una metáfora bella y terrible (lo terrible es lo que viene justo después
de la belleza, ya lo sabemos). Es verdad que en esos viejos álbumes de fotos
que se popularizaron en los setenta en España, con esas láminas de acetato que cubrían
las fotografías, cuando uno va a recuperarlos, algunas décadas después, las
fotos aparecen severamente viradas. El blanco y negro de los retratos aún más
antiguos aguanta bien, o por lo menos podemos aceptar esa especie de tendencia hacia
lo monocorde. Pero hay fotos de vacaciones en el mar que apenas escapan del círculo
asfixiante de los tonos miel. ¿Son así también nuestros recuerdos? Esos recuerdos
que no son ya, ay, los de la vivencia, sino de las fotos que la registraron, de
las evocaciones sucesivas que se fueron encadenando, sorbiendo inclementes la médula
de los sucesos realmente vividos.
12.
Si así fuera,
tampoco podríamos hacer nada, puesto que lo que podemos hacer, que es esto,
juntar palabras, no nos sirve en realidad para elevar el velo sobre esas
pinturas de nuestro museo interior. Quizás tan sólo en algunos sueños que sólo
cabría calificar de extraños, como si hubiera sueños que no lo son,
reaparecen, como recién mordida nuestra magdalena, las escenas originales,
o al menos aquellas que se almacenaron la primera vez, la primera hoja de la
carpeta de lo vivido sobre la que se fueron depositando las dolorosas
xerocopias del hacernos viejos. Sí, en esos sueños en los que de repente luce
un sol que resulta cegador incluso para los ojos que están cerrados. Pero un recuerdo
no es un sueño. ¿O sí?
13.
En 1976, Jorge Luis
Borges fue entrevistado en uno de esos programas beneméritos de la TVE de entonces,
Encuentros con los artes y las letras. Entre los entrevistadores, una
joven Paloma Chamorro, aún con el pelo liso que luego se elevaría a los cielos
en La edad de oro. Le preguntan muchas cosas. Borges responde
amablemente. Si uno ha leído y ha escuchado tanto como yo a Borges, ya sabe más
o menos que esas respuestas tienden a estereotiparse, que dice muchas veces
cosas parecidas porque le preguntan siempre cosas parecidas. Una de las cosas
por las que indefectiblemente le preguntan es por la ceguera. Borges, ya lo
sabemos, es un ciego predestinado, que heredó la enfermedad de su padre
(no he sido nunca capaz de encontrar un diagnóstico oftalmológico preciso de la
misma, que debía de ser, en todo caso, una retinopatía). Es un ciego además progresivo.
Nunca tuvo buena vista y sufrió sucesivas intervenciones quirúrgicas, pero
hasta la cincuentena pudo leer sin excesivas dificultades. Luego fue perdiendo
las letras, el rostro de los amigos, su propio rostro en un espejo que se había
vaciado. Y fue perdiendo los colores.
14.
La ceguera, nos dice
allí Borges, y lo ha dicho en otros lugares, no es, al menos para él, ver
nada. Y no es, ni mucho menos, ver negro. De hecho, el negro es uno de
los colores (el negro no es propiamente un color, claro, pero nos entendemos)
que ha perdido, y lamenta profundamente esa pérdida, siente nostalgia de esos
colores que se han convertido en una especie de pardo. Otro es el rojo. Lo que
ve Borges es “una neblina azulada o verdosa, vagamente luminosa”. El color que
nunca ha perdido, que sobrevive es, justamente, el amarillo, el color
del oro de los tigres, esos tigres que le fascinaron desde siempre y que tantas
veces aparecen en sus escritos. La vista de Borges ha ingresado en ese desierto
indeciso de las tormentas de arena, de igual modo que acaban habitando esa
desolada extensión las imágenes más queridas de nuestra memoria. ¿Cabría,
acaso, excavar en esos amarillos, extraer de ellos una magnificencia de
variaciones, un arco iris sólo aparentemente monótono?
15.
En un guiño de esos
ojos abiertos hacia ninguna visión, Borges nos regala, ya a los 78 años, uno de
sus últimos relatos, que viene a titular Tigres azules. Los tigres habían
llegado a ser transparentes en Tlön. El oro de los tigres es un poemario
de 1972. Ahora los tigres han acabado en el azul, pero no son, claro, tigres, o
no son esos animales rayados de los zoológicos, ni los poderosos tigres de
Bengala de Kipling. Son otra cosa, una cosa imposible de concebir y muy difícil
de narrar: pequeñas piedras azules de número indefinible. Uno sostiene
esas piedras en la mano cerrada, abre la mano: en la palma, uno, dos, tres,
catorce, más, tantas, faltan, imposible la cuenta. Estamos ante una nueva
aparición de esos objetos aciagos que constituyen una parte substancial del
ajuar borgiano y entre los que se pueden citar, claro, el Aleph, o el Zahir: La
sencilla operación resultó imposible. Miraba con fijeza cualquiera de ellos, lo
sacaba con el pulgar y el índice y, cuando estaba solo, eran muchos. Concluye
el narrador: el milagro obsceno se repetía.
16.
Las piedritas
azules, los discos que recuerdan aquel otro disco del relato incluido en El libro
de arena (un nuevo representante, este libro también, de esa categoría de lo sencillamente
imposible) son no numerables. Son, en principio, elementos
discretos, que uno debería poder ordenar, a los que uno debería poder sin mayor
dificultad someter a ese extraño ritual que nos enseñaron casi en el momento en
que aprendíamos a hablar: el dedo posándose en cada uno, la voz, quizá
susurrada, enumerando: uno, dos, tres. No: la cantidad es variable,
caprichosa, parece que nos encontramos ante una de esas inconsistencias que,
por ser físicas, son también automáticamente metafísicas, como en la Zona de
Stalker. Los tigres azules son plural, pero no hay un tigre azul que
pueda extraerse de ese rebaño de inabordable pastoreo. Claro que uno es ciego y
le cuesta cualquier operación relacionada con la vista, pero… el tacto. ¿También
el tacto se emborrona, también las yemas de los dedos se llenan de tierra?
17.
¿De qué color es un
tigre? Funes el memorioso nos preguntaría a qué tigre nos referimos, y no
estaría pensando sólo en el tigre del zoo de Barcelona o el de Madrid, sino el
tigre de las tres y catorce o el de las tres y quince, el que nos mira de
frente o el que reposa tumbado exhibiendo todas las rayas de su lomo. Un tigre
es amarillo y naranja y dorado y es como el fuego. O así lo era la última vez
que vi uno. Ahora ya no soportaría, me parece, verlo deambular de un lado a
otro de su jaula, que no es menos jaula por no tener barrotes. Oscilación de la
pantera del Jardin des Plantes en el poema de Rilke. Pero alguna vez, si
mi memoria no me traiciona, ya no con los colores, sino incluso con las formas
y los números, siendo niño, vi tigres en un circo que saltaban de un lado a otro siguiendo
la música del látigo. Esos tigres existieron, fuera de mí y del circuito cerrado
de mi memoria. Esos tigres fueron amarillos y anaranjados y dorados. Y luego ya
no fueron. Y yo, lo único que tengo de ellos no son ya ni siquiera imágenes,
sino palabras. Éstas.
18.
Los ángeles ven en
blanco y negro. Al menos los ángeles que se pasean por el Berlín de justo antes
de la caída del Muro en la inmortal Der Himmel über Berlin de Wim
Wenders. Los colores, los matices, los brillos, son privilegio de los humanos,
como lo son el sabor del café, el calor del cigarrillo entre los dedos y la
sangre que brota de la herida. Rot. Durante muchos minutos nosotros, los
espectadores, desconocemos que el mundo es en color, pues nuestra mirada
coincide con la de Cassiel y Damiel, que nos van mostrando los muchos rostros
de la ciudad y sus habitantes. Hay un momento, sin embargo, extraño y que
produce un poco de miedo: el momento en que el ángel abandona a Marion,
a la que estaba contemplando en su roulotte desde muchos lugares, pues los
ángeles están incluso cómodos sobre la punta de un alfiler, y también desde el
otro lado del espejo. Entonces, el color inunda la pantalla. Es un momento,
pero nos golpea. El mundo ha devenido así completamente humano.
Seguimos siendo, de todos modos, Damiel: lo que ocurre es que, de igual modo
que le sucede a él, enamorado de Marion, hemos vislumbrado lo que es tener
cuerpo, lo que es ser humano, lo que es tener conos en la retina, y nuestra
visión ha devenido cromática.
19.
Todo eso queda rotundamente
confirmado en el segmento final de la película, cuando, en el club berlinés en
el que están tocando Nick Cave & the Bad Seeds, la mirada de Cassiel, que
busca a su compañero, sigue siendo monocroma, pero Damiel está inundado de
colores, en su indumentaria y en todo lo que le rodea, y sabe por fin de qué
color son los ojos de Marion. Verdes. A Cassiel, siempre tan triste, le costará
más el salto hacia abajo. La visión cromática de los mortales existe justamente
porque sus ojos son mortales. Así visto, el precio a pagar por envejecer, el
que las cosas se hagan levemente amarillentas, no parece tan alto: los ángeles
tienen que renegar de Dios para simplemente aprender de labios de un transeúnte
que una cosa es graublau. El blanco y el negro permiten un mayor contraste,
una justa evaluación de las diferencias, un discernimiento que condice bien con
la mirada dulce pero también severa del ángel que blande la espada. El blanco y
negro nos hace pensar que las cosas son claras y obvias y duraderas.
Pero no, claro.
20.
En un celebrado verso
de El rayo que no cesa, Miguel Hernández nos recuerda que algún día se
pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía. Sí, la química es así, y
nosotros somos química. Las cosas viran, se desvaen, se deslíen, tienden a la
tierra, a la paleta indistinta de la ceniza. Gérard de Nerval, en la última
carta que escribió, justo antes de buscar en la rue de la Vieille
Lanterne el lugar exacto para anudar la cuerda de la que pendería, advierte que
la noche va a ser blanca y negra. ¿Preferiremos ese violento ajedrez o
el lento ajarse de la hoja otoñal que acaba descendiendo en su planeo a un
suelo que alfombra y sobre el que se convertirá en humus? ¿Cuál es la caja de lápices
de nuestro estar vivos? ¿Somos capaces aún de los más atrevidos fucsias, de los
azules ultramarinos, de los ambiguos turquesas? Probablemente ésas son, al
final, las únicas preguntas pertinentes. Puesto que se trata de sostenerse en
el fuerte viento del Tiempo que nos arrastra, ¿preferiremos que nuestro sudario
sea del fantasmal blanco de la Ballena o el colorinche del traje de bufón,
con su gorro de cascabeles? ¿Preferiremos el rojo de la masacre o el negro
entrañable de los ojos cerrados en el beso? ¿No seguirá existiendo un arco iris
por cada tormenta? ¿No celebraremos secretamente que cada día, cuando nos
miremos en el espejo, alguien, todavía reconocible, nos salude desde el otro
lado?