viernes, 26 de diciembre de 2025

Él me besará y yo estaré perdida

 


Même des mains je me souviens mal… De la douleur, je me souviens encore un peu.

MARGUERITE DURAS, Hiroshima mon amour


Dicen que Nevers es más triste.

ANGÉLICA LIDDELL

 

1.

Al empezar, no tenemos siquiera nombre. De hecho, podría considerarse que la película entera es la historia de un bautizo. Así, es al final cuando sabemos cómo nos llamamos. Él, tú, Hiroshima. Yo, Nevers. Nevers, en Francia. O viceversa. Soy yo la primera que lo comprendo. Necesitábamos nombres de lugar. Ya los habíamos tenido, de algún modo, aunque sólo fuera en las páginas del guion: el japonés, la francesa. Es posible que, en ese día tan largo y tan corto, ni siquiera nos hayamos dirigido el uno a la otra por nombre alguno, empeñados como estábamos en recorrer nuestra piel como recorríamos la ciudad, porque eran la misma cosa. Sí, sólo en las últimas líneas, en los últimos minutos del metraje: Hi-ro-shi-ma. C’est ton nom. Dice la acotación, cruel y precisa: Se miran, sin verse. Para siempre. Entonces, él, Lui, tú, se sabe bautizado: C’est mon nom. Oui. Y concluye: Ton nom à toi est Nevers. Ne-vers-en-France. Ésas son nuestras bodas, las efímeras bodas de los que se marchan para siempre.

 

2.

No sé si deseo llamarme Nevers. Nevers era un nombre olvidado. No, olvidado nunca, apenas secreto. Sólo aflora a mis labios cuando he comprendido que ese día no tiene otra salida que el desgarro, cuando todo lo demás, que es tanto, que es tan poco, ya está dicho. Han venido las imágenes. Las imágenes que la extraña y letal maquinaria del cine hace que afloren desde mi memoria y se deslicen a los ojos de los espectadores. Y con ellas, toda su carga de dolor. Soy actriz. He venido a Hiroshima a participar en una película. Una película sobre la paz. Sobre la Paix, así con su mayúscula. Qué otra cosa puede rodarse aquí, en Hiroshima. Es el final de la década de los cincuenta. Tan lejos, tan cerca. No es extraño que te obstines en repetir como un mantra que yo no he visto nada en Hiroshima, que, habiendo visto el Museo y el Memorial y las otras cosas que se ven en Hiroshima cuando uno viaja allí de Occidente como en una peregrinación, no he visto nada, Tu n’as rien vu à Hiroshima. Rien. Tú tampoco lo has visto, nadie lo ha visto. Los que lo vieron perdieron sus ojos en esa mirada. El resplandor grabó cicatrices en las retinas que obliteraron cualquier otra escritura posible. Sí, es cierto, no he visto nada en Hiroshima, por eso es inútil que haga esta película sobre la paz, que haga cien películas sobre la Paz. Y entonces, inevitablemente, Nevers.

 

3.

La idea inicial de Marguerite, y así queda registrado en el libro que tan fácilmente puede adquirirse, que es y no es, de ese modo, el guion del film de Alain Resnais, era que en la secuencia inicial apareciera, antes que ninguna otra cosa, el hongo. El hongo atómico. La palabra francesa suena algo rara en castellano cuando se piensa el horror que enuncia: “champignon”, así, con esas comillas. No el champiñón de Hiroshima, no hay imágenes de él que puedan aprovecharse. El de Bikini. El primer hongo después del final de la guerra, en el comienzo de la siguiente guerra, la fría, la que trajo ese oxímoron que tantos años nos pasamos escuchando: el equilibrio del terror. Esa imagen se fundiría, indistinta, con la de dos espaldas. Dos espaldas con distintos tonos de piel. Dos espaldas de dos amantes que se abrazan. Dos acéfalos, dos desmembrados, reducidos a una espalda que forma con otra espalda un parapeto que protege los vientres. Hombros que a ratos parecen recorrer extraños animales que llamamos bocas o uñas. La bomba había destrozado los cuerpos, los había eviscerado, había arrancado la piel a tiras, pero, sobre todo, la bomba había penetrado los cuerpos, había habitado esos cuerpos y había seguido en ellos su labor de termita. Nuestros cuerpos, consagrados al amor, parecían estar a salvo de la bomba. Pero nadie está a salvo de la bomba, ni siquiera los amantes, sobre todo porque amor es otro nombre para muerte.

 

4.

Al final, el hongo de Bikini no aparece en ese comienzo, y entramos directamente al combate de los cuerpos en un hotel. Anónimos. Sin nombre conocido. Sin nombres que se susurren. No se explica nada. No se dice cómo nos conocimos, cómo nos encontramos, cómo acabamos en esa habitación de hotel que es la mía, la de la actriz, la actriz que en la película que se rueda en Hiroshima sobre la Paix no tiene ningún nombre, o que acaso es Emmanuelle Riva, que es mi nombre cuando dejo de estar representando esos abrazos en el hotel que es mi casa durante el rodaje y donde anoche hice entrar a un hombre japonés a quien abrazo y abrazo, desnuda, hasta que me visto de enfermera, pues mi papel es el de una enfermera. Luego, el resto de la película será un perseguirnos y huirnos, un encontrarnos y abrazarnos, un despedirnos, despedirnos, despedirnos, hasta ese plano final en que nos miramos sin ver, para siempre y nos llamamos por nuestros nombres.

 

5.

En nuestras conversaciones, entre beso y beso, vamos aprendiendo algunos otros detalles nimios. Ambos estamos casados, ambos tenemos hijos. El japonés es arquitecto. No estaba en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, estaba en el ejército, pero sí su familia. No se dice nada del destino de estos, que, tristemente, cabe imaginar. Él desea que la francesa se quede en Hiroshima, pero regresa al día siguiente. La esperan. Me espera mi familia. Y mi trabajo. El rodaje se ha retrasado mucho. Esta tarde se graban las últimas escenas, una manifestación por las calles. Mañana me marcho. Me marcharé, sin duda, aunque eso no se muestre en ninguna película, ni en la que se rueda en Hiroshima ni en la que se rueda en Hiroshima y también en Nevers, ésta, dirigida por Alain Resnais, con guion de Marguerite Duras, y protagonizada por mí, Emmanuelle Riva.

 

6.

La memoria. La memoria del trauma. La memoria indecible de lo indecible. Yo no he visto nada en Hiroshima. Puedo a duras penas entender la inconcebible magnitud del acontecimiento, puedo a duras penas asimilar la enormidad de la masacre. Es verdad je n’ai vu rien à Hiroshima. Rien. Pero entonces Nevers. Nevers, en Francia. Un lugar remoto para el arquitecto japonés, que nunca había oído hablar de él, a diferencia de mí, que creía saberlo todo de Hiroshima. Todo el mundo cree saberlo todo de Hiroshima, pero nadie ha visto nada en Hiroshima, nadie sabe nada de Hiroshima. Yo, ahora, sé al menos eso, que no sé nada. En cuanto a Nevers, Nevers es mi pueblo, el lugar donde nací y crecí. El lugar donde viví mi primer amor. El lugar donde vi morir a mi amado. El lugar donde fui castigada por ese amor y encerrada en un sótano. El lugar del que hui y al que no he vuelto. El lugar del que no he hablado a nadie hasta que te hablé a ti, Hiroshima, y a ustedes, que me ven allí, en Nevers, en mi propia guerra, en mi masacre, en un dolor que parecería banal y hasta blasfemo equiparar a la muerte de cientos de miles de personas, pero que es igual de infinito, como lo son todos los dolores. Especialmente cuando una es tan joven y cuando ese dolor ya de ningún modo tendrá remedio.

 

7.

Esas cosas le cuento a Hiroshima mientras bebo y bebo en el Café, en una noche sin fondo, cuyo final coincidirá inevitablemente con el nuestro. Nevers es el lugar de mis besos, de esos besos que han encontrado un extraño eco ahora, de repente, aquí, en Hiroshima, en este lugar calcinado y destrozado, que rima con mi sótano de Nevers, con mi pelo rapado por haberme entregado al enemigo, con los años de ocupación y vergüenza y temor y con el esplendor de un amor cuyas circunstancias cabría obviar si no fuera porque resultaron tan devastadoras como un bombardeo. Sí, él era alemán, un soldado alemán. Yo era una joven de 19 años. Nos encontrábamos en las murallas, en la salida del pueblo, en los campos. Se sabía, todo eso se sabía. Cuando vino la liberación, nuestro destino estaba sellado. Él fue ajusticiado sumariamente, ni siquiera se precisó de un pelotón de fusilamiento. A mí me raparon la cabeza. La escena es tan dura que Marguerite no resistió verla cuando tuvo lugar, cuando me cortaron el pelo de veras. Mis padres optaron por esconderme en el sótano. Perdí la razón. Quedé como muerta. Lo que vino después, me parece, le sucedió a otra. Otra tuvo un marido, unos hijos, fue actriz, viajó a Japón. Otra. La que yo era en Nevers nunca salió de allí. Hasta esta noche. Hasta verte a ti, Hiroshima, hasta pasar contigo esta larga noche de alcohol y confesiones. Tú no has visto nada en Nevers, pero Nevers es el lugar más triste del mundo.

 

8.

Y es ahí cuando ocurre. Cuando tiene lugar el momento más misterioso de la película, cuando la película abre una puerta a una dimensión inesperada, pulsa una cuerda cuyos ecos resultarán inextinguibles. Ahí, tú, Hiroshima, que estás recibiendo este relato atrabiliario y como a jirones, que entiendes a medias con tu mal francés, con tu francés aprendido fonéticamente por ti, Eiji Okada, que no sabías francés, pero eras un actor japonés bello y dulce y sonreías cuando yo, Emmanuelle, o en realidad, ella, la Française, que aún no era Nevers, pero lo estaba siendo, te decía que tu francés era muy bueno, ahí, tú, Hiroshima, preguntas: Quand tu es dans la cave, je suis mort? Sí, así preguntas. Dices: ¿cuándo estabas en el sótano, yo estaba ya muerto? No dices: ¿estaba muerto tu amado? No dices: ¿estaba muerto ya el alemán? No dices siquiera: él. No sabes su nombre, tampoco él tiene nombre, a saber qué ciudad alemana sería su nombre, si es que su nombre no es Nevers, como el mío, el lugar de mi nacimiento, el lugar de su muerte. No, tú dices yo. Tú dices . Tú coges el hilo de la historia y lo enroscas en tu dedo. Tú te invitas, te invistes. Y así el milagro se consuma.

 

9.

Sí, porque entonces yo te contesto: Tu es mort. Yo te digo: tú estás muerto. No digo él ni el alemán. Ni siquiera digo sí, oui, ja, er war tot. Digo tú estás muerto. En ese presente de indicativo de catorce años antes, en ese lugar híbrido, recién venido, que es este Hiroshima-Nevers que hemos engendrado con nuestros abrazos. Y entonces te digo cómo soportar tal dolor, y seguimos hablando mucho rato, te cuento de la cueva, de las manos que arañan los muros hasta ensangrentarse, de La Marsellaise sonando interminablemente, hasta ensordecerme. Te hablo a ti, que no lo sabes, no porque seas un arquitecto japonés, sino porque eres mi amado, un oficial alemán con el que hacía el amor en los sembrados que rodean el pueblo, y estás muerto, te has muerto y yo estoy loca, loca de dolor. Y ahora, esta noche, en Hiroshima, vuelvo a sentir el mismo amor imposible y condenado. El mismo amor, sin más, porque el único amor que merece tal nombre es el imposible.

 

10.

Podría darte detalles, hablarte de flashbacks, indicarte que la producción es de 1958, que se estrenó en Cannes en 1959, pero no en la Sección Oficial, sino fuera de concurso, porque las autoridades francesas temían desairar a los americanos. Hatajo de cretinos. Que en 1960 el guion de Duras se publicó como libro, y ese libro se siguió y siguió editando en la colección Folio de Gallimard, hasta llegar al ejemplar que tengo aquí, junto a mí, mientras escribo esto, y que curiosamente está impreso en Barcelona, en 2019. Que Hiroshima mon amour es unánimemente reconocida como una de las películas más importante de la historia del cine. Que nació casi azarosamente de un encargo a Resnais de un documental sobre Hiroshima y las consecuencias de la bomba, que él entendió que era absurdo o imposible. Que también fue circunstancial que fuera Marguerite quien acabara escribiendo el guion. Que fue ella la que concibió la parte de Nevers, que se rodó en Francia después de haber concluido el rodaje en Japón. Y muchas otras cosas que podría contarte, sobre la obra de Duras, sobre la obra de Resnais, sobre sus biografías, sobre la guerra fría, la ocupación, el colaboracionismo, el Proyecto Manhattan, Nagasaki, Bikini, el equilibrio del terror, el dolor, el miedo, la sinrazón, la violencia, la guerra. Pero para qué.

 

11.

No. De lo que quiero hablarte es de ese momento mágico en el que devenimos otros. De ese encarnar los dobles de los que somos eco. De ese irrumpir del futuro en el pasado, de esa reescritura que cada instante impone sobre los anteriores. Cuando tú, Hiroshima, mon amour, mon doux, mon tendre, mon merveilleux amour, usaste el je, el je de los narradores sin nombre, el je de Proust, este je movedizo que yo usurpo ahora para escribir esto, en otro siglo, en otra ciudad en el otro lado del globo, cuando tú te emplazaste conmigo en la cueva de Nevers de mucho antes, ahí todo saltó por los aires y por una vez, a través de ese artificio que es el cine, a través de la genialidad de la narración de Marguerite, conseguimos hacer estallar el tiempo, como si fuéramos aquel Martial Bourdin, o su equivalente ficticio en la novela de Conrad, que quiso volar el Meridiano.

 

12.

Pero, de nuevo, todo eso sería apenas una nota al pie, un comentario erudito, si no fuera porque ese eco suscita otros ecos, esa onda alimenta otras ondas, y es ahí cuando de repente el desgarro se hace completo y las palabras no sirven. Escúchame, Hiroshima, ahora soy otra. Soy la mujer más bella del planeta, la más elegante. Me llamo Maggie Cheung. Me llamo Su, la señora Su, Su Li-zhen. Visto una sucesión fascinante de qipao. Me muevo con lentitud, sonrío y muestro con absoluta sutileza en mi rostro todas las emociones. Tú eres ahora Tony Leung. Eres igualmente bello y elegante. Te llamas también señor Chow. Estamos en Hong Kong, en los cincuenta. Sí, la época es parecida. También en Oriente. Es más fácil entender que las cosas resuenen. Pero espera.

 

13.

Tú y yo, cuando estuvimos en Hiroshima, es decir, en Nevers, nos vimos abocados a un reenactment. Tú estabas muerto, es decir, él estaba muerto, y yo, yo era doble, estaba en dos lugares y dos tiempos distintos. Yo sabía los dos papeles, el papel era el mismo y se repetía, y, repitiéndose, se hacía distinto. Tú y yo estábamos vivos. Él estaba muerto. Ahora, en Hong Kong, nadie ha muerto. Tú y yo estamos vivos. Vivimos uno al lado del otro, en un atestado inmueble, en el que somos realquilados y ocupamos cada uno una habitación en pisos contiguos. Con nuestros correspondientes cónyuges. A nuestros cónyuges nunca les veremos la cara, apenas entrarán y saldrán, de espaldas, de lado, se oirán sus voces. Sabremos de ellos por referencias: viajes, un bolso, una corbata. Nosotros somos los otros. Somos los otros porque somos los que estamos aquí. Es como en Hiroshima, ¿te das cuenta? Porque somos los otros podemos ser los mismos.

 

14.

Ahora la película se llama In the mood for love, y está dirigida por Wong Kar Wai, que es un cineasta igual de genial que Alain Resnais. El año es el 2000. Los colores fluorescentes han sucedido al blanco y negro filoso de nuestra primera película, pero aquí también hay paseos por la ciudad y claroscuros y noches que no parecen acabar. Nuestros cuerpos, sin embargo, siempre están vestidos. Yo llevo mis qipao, entallados, frecuentemente con motivos florales. Tú vistes a la occidental, con trajes y camisas y corbatas, y te peinas el pelo con brillantina. Somos bellos, bellísimos, y tristes. Nuestros esposos nos engañan. Nos engañan el uno con el otro. Así, allí, en esa casa que casi compartimos, delante de nuestros ojos. Al principio no lo sabemos. O sí, sí lo sabemos, pero no queremos saberlo. Luego, cada uno lo sabe, pero no sabe si lo sabe el otro. Finalmente, nos lo contamos. Hablamos de bolsos, de corbatas. Yo digo: creí que yo era la única en saberlo. El vínculo ha quedado establecido. Y el pacto: no seremos como ellos.

 

15.

Y es entonces, querido Tony, querido Eiji, querido Hiroshima, querido Chow, cuando empezamos a jugar el juego de Nevers. Sólo que ahora todos estamos vivos, y lo que tenemos que representar no nos ha pasado a ninguno de los dos. Empezamos a repetir los gestos de otros, de esos otros que se muestran apenas de refilón. Me pregunto cómo empezó. Y las escenas se suceden. Mi marido no diría eso, cuando tú dices no quiero ir a dormir a casa esta noche. O yo digo elija usted, no sé los gustos de su esposa, y tú pedirás un steak y me pondrás un poquito de mostaza. ¿Le gusta el picante? Yo sonreiré. A su esposa le gusta el picante. Sí. A eso jugamos. Al juego de Nevers. No hay el mismo dolor. Nadie ha muerto, nadie ha sido escarnecido, a nadie le han rapado la cabeza, a nadie le han encerrado en un sótano. Pero hay dolor. Y la necesidad de comprender. Para comprender, el único remedio es ser otros. Ser otros para ser los mismos. Lo somos. Mira cómo lo somos.

 

16.

Se sabe que Wong Kar Wai rodó la escena en la que finalmente se produjo el encuentro amoroso del señor Chow y la señora Su, después de tantos paseos, de tantas tardes en la habitación 2046, escribiendo esas historias de artes marciales que se publicaban luego en algún periódico. Se sabe que acabamos siendo ellos y que una noche, en el taxi, apoyando mi cabeza en tu hombro, dije no quiero volver esta noche a casa. Pero la escena de nuestro abrazo no se mostró, no se incluyó en el montaje final, no era para ser enseñada. No aparecieron nuestras espaldas indistintas construyendo una fortaleza en torno a nuestros corazones. La película no debía contener esa escena, pero los protagonistas debían ostentar ese conocimiento. Los personajes debían haberse amado para poder saber lo que sería perderse. Porque, finalmente, todos nos perdemos. Todo se pierde. Por eso Wong Kar Wai hizo que Maggie Cheung y Tony Leung se acostaran en la habitación 2046, para que la señora Su y el señor Chow hubieran hecho el amor, aunque a nadie se nos concediera irrumpir en ese acto íntimo y sagrado.

 

17.

Eso sería lo que quería escribir aquí esta noche, me parece. Dos películas que resuenan. Dos parejas que se encuentran en el tiempo extraño del celuloide. Un homenaje de Wong a Resnais. Un juego letal: el de vestirse el cuerpo del otro, los recuerdos del otro, para poder amarnos. Eso sería, pero en realidad eso sería sólo el envoltorio, las palabras, lo de menos. Porque, siendo importante, siendo bello, no es nada más que una discusión erudita, o tal vez sólo pedante, sobre dos cintas que se cuentan entre las mejores que jamás se hayan rodado. No, es otra cosa, más profunda. Intentaré explicarlo. Es decir, no, no explicarlo en absoluto, porque es inexplicable. Intentaré escribir unos versos sobre ello, un poema en prosa, un breve ensayo, algunas incoherencias, frases vacías, cosas que no deberían decirse. Cosas que he escrito esta tarde y quiero que acaben aquí.

 

18.

Todas las historias de amor son historias de dobles. Todas se edifican sobre malentendidos. En todo momento uno es el otro y el otro no sabe ser otra cosa que el uno que es, pero esos dos abrazan a los otros dos que hay enfrente y en ese abrazo de geometría torturada se afianza un vínculo que sólo parece sólido porque lo miramos como por espejo. El futuro modifica el pasado, el tiempo se escribe del revés, de derecha a izquierda, y los recién llegados se visten la ropa que quedaba en los armarios de las viejas visitas. Las cosas ocurren una y otra vez, y cuando ocurren sólo una vez resulta catastrófico. Por eso todo es un juego de sosias sobrevenidos, de gemelos distantes, de ecos que preceden a la enunciación de la frase. Y esa conducción inversa deviene fácilmente regressio ad infinitum. Hay una imagen que preexiste, un anhelo constitutivo, especialmente para los melancólicos.

 

19.

Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Yo he escrito unas cuantas. En el relato se inventa lo vivido. No se fija, pues siempre hay una estratigrafía, cada recuento se deposita sobre el humus de las viejas consejas, tantas veces susurradas al amor de una lumbre que puede ser una noche sin luna o un café extranjero. Ni simultáneos ni actuales: los amores siempre se desincronizan, se interfieren, y de ese modo se falsean. Pero el único modo de ser, no auténticos, sino certeros, es siendo falsos. El amor, ante todo, ha de vérselas con el tiempo, y el cuerpo de ejército más básico del tiempo, su infantería, son los recuerdos, el hecho inverosímil y nocivo de que el presente esté repleto de habitaciones congeladas llenas de un mobiliario kitsch y descascarillado.

 

20.

Toda historia de amor es una historia de fantasmas. No del pasado, sino del futuro. Fantasmas en ciernes, fantasmas que nacen en cada caricia, se superponen sobre los cuerpos que, de todos modos, no son tampoco sólidos, sino apenas inertes, pesantes, masivos. Nos insertamos a redrotiempo en el diagrama de flujo siempre fracturado de la existencia ajena. Lo hacemos incluso con violencia, desbaratando la elegante disposición de los soldaditos de plomo en su desfile milenario. De ahí la extrañeza del amor. Por ello, hemos de reconocernos, finalmente, ficticios, parte de una épica tanto como de una lírica, figurantes en un film de argumento espiral, reos de una prisión en la que los barrotes delimitan sólo espacios reflejos, lugares en los que ser interminablemente los mismos. No nos repetimos: nos agotamos. Nos arrojamos. Tantas veces como haya un campanario disponible.

 

y 21.

Hay un número infinito de lugares en los que no estuvimos, no fuimos, una larga lista de topónimos ajenos, situados tras una frontera irrebasable, la que nos separa de las cosas no hechas, ya irreversiblemente negadas, un poco por inadvertencia, un poco por pereza o cobardía, o también porque, en última instancia no nos es dado ser más que lo que somos, aunque lo seamos bien precariamente. Somos, así, ante todo, esas lagunas, esos grandes huecos del no haber sabido, y es de esos exilios de donde creemos huir cuando abrimos los brazos y encontramos un cuerpo que se nos parece y que mira hacia la dirección opuesta, hacia sus propios huecos. Es ahí cuando nos es concedido amar y podemos decir legítimamente que somos Maggie Cheung y que, una vez que acabe este beso, ningún otro beso podrá evitar ser este mismo beso, el que empieza una y otra vez en la fiesta circular del bar que se llama Cielo.

 

P.S. Obviamente, el haber visto Hiroshima mon amour e In the mood for love podrá facilitar la comprensión de esta entrada, pero, por supuesto, el hecho de ver esas películas, de descubrirlas si aún no se han visto, proporcionará recompensas infinitamente más valiosas que ese insignificante rédito. No dejen, pues, de hacerlo.

martes, 9 de diciembre de 2025

Media docena de rosas

 


 

Tus rosas vivirán cuando todas sus contemporáneas hayan muerto.

ZENOBIA CAMPRUBÍ a JRJ, desde el Hospital de Boston, 6 de enero de 1952

 

I.

En septiembre de 1926, Rainer Maria Rilke retorna a Muzot tras haber pasado unos días en Lausanne, invitado en el lujoso Hotel Savoy, que aún existe, junto al Léman. Su salud ha ido quebrantándose, pero aún ignora cuán cerca está su final, sobre todo porque su enfermedad, la leucemia, no será diagnosticada más que tardíamente. En el Savoy ha conocido a la joven egipcia Nimet Eloui Bey, hija de un alto funcionario del Sultán, quien había leído Apuntes de Malte Laurids Brigge y admiraba mucho al poeta. Nimet es descrita como de una gran belleza. Es una mujer casada, pero vive alejada de su marido. Como en tantas ocasiones, la amistad con el poeta es instantánea e intensa.

Pocos días después de su regreso, Rilke recibe a Nimet, junto con una amiga, en Muzot. Han llegado allí conduciendo su potente automóvil. Muzot suele presentarse como un “castillo”, pero es más bien una casa con un torreón, en los alrededores de Sierre. Allí lleva Rilke recluido ya varios años, que no han dejado, en todo caso, de ser bastante movidos, pues el destino viajero del poeta es inevitable. Pero es en ese recogimiento donde pudo terminar el monumento de las Duineser Elegien. Es su último refugio.

Para complacer a las visitantes, Rilke corta unas rosas de su pequeño jardín. Al hacerlo, una larga espina se clava en la palma de su mano izquierda. La herida se infecta rápidamente, la mano se hincha. Al día siguiente, un dedo de la otra mano también aparece inflamado y es preciso vendarlo. Durante días no pudo usar sus manos, que le dolían mucho. Entonces vino una gripe intestinal con fiebres altas.

Todo eso revelaba su déficit de defensas, provocado por la leucemia subyacente. Las idas y venidas a la clínica de Val-Mont no sirvieron demasiado, una vez más. El 29 de diciembre de 1926 murió allí, en esa clínica, en Glion, sobre Montreux. El próximo año se cumplirá el centenario de esa fecha. Hace unos días, el 4 de diciembre, se celebró el 150 aniversario (hay una palabra para designar la efemérides: sesquicentenario) de su nacimiento.

Los apuntes biográficos más superficiales afirman que Rilke murió por el pinchazo de una rosa. No es médicamente preciso, por supuesto, pero es poéticamente cierto, y justo. En el ramo que Rainer entregó a Nimet ese día, una de las rosas era una asesina. Ninguno de los dos lo sabía entonces, pero la sangre del poeta ya era toda ella una espina.

 

II.

Rilke fue enterrado en Raron o Rarogne, según se elija el idioma de esa franja bilingüe del Valais. Su tumba se ubica junto a la tapia de una pequeña iglesia que se encarama a un risco, a la entrada del pueblo, perfectamente visible desde la estación. Desde allí se abre una perspectiva sobre el valle que sin duda los ojos del alma del poeta disfrutarán cada mañana.

La tumba es de una gran simplicidad. Está rodeada por un murete de piedra con una cancela metálica. En el brazo horizontal de la cruz de madera se muestran apenas las iniciales del poeta: R.M.R. Al fondo, una lápida. En ella, un escudo de armas más bien fantasioso de la familia Rilke, el nombre ahora sí completo del yacente, y unos versos.

ROSE, OH REINER WIDERSPRUCH,

                                               LUST,

NIEMANDES SCHALF ZU SEIN

                               UNTER SOVIEL

LIDERN.

La traducción podría ser algo así: Rosa, oh pura contradicción, deseo de ser el sueño de nadie bajo tantos párpados.

Lust… zu indica un apetito o una disposición, unas ganas, pero lust también supone el gusto producido por la consecución del deseo. Antonio Pau lo traduce, abusivamente a mi juicio, como alegría. Wiesenthal opta por deleite. El lust inglés no equivale aquí al alemán, especialmente en su connotación lujuriosa. Por otro lado, Lidern, plural de lider, párpado, evoca lieder, canciones.

Se puede localizar el origen del epitafio, que fue el elegido por el poeta, en un texto en francés (en su última época, Rilke escribió una abundante colección de poemas franceses) titulado justamente Cimetière. Allí se interpela a las flores que nacen de las tumbas, que nacen de los cuerpos y llevan su sangre como savia: Comment n’être pas nos fleurs?

¿Es por eso que los pétalos de la rosa parecen alejarse de nosotros, que emergen de un centro y se amontonan unos sobre otros como en un impulso centrífugo? Veut-elle être rose-seule, rien que rose? Ser ella sólo rosa, nada más que rosa. No nuestra, de nadie. Y ahí: Sommeil de personne sous tant de paupières? Sueño de nadie, pero nadie es personne, personna, pessoa, bajo tantos párpados, pétalos-párpado que cierran el ojo central de la rosa, que ocultan su corazón, por el que late el nuestro, el ya detenido para siempre.

 

III.

La rosa, todos lo sabemos, es sin porqué. Así lo afirmó Johann Scheffler, más conocido como Angelus Silesius, en uno de los breves poemas o aforismos contenidos en El peregrino querúbico:

Die Rose ist ohne Warum.

Sie blühet, weil sie blühet.

Sie achtet nicht ihrer selbst,

fragt nicht, ob man sie siehet.

Ésta es la versión en alemán moderno, el texto original usa ohn warumb, sin porqué, que, según se nos apunta en nota en la edición de Lluis Duch publicada por Siruela (donde figura en el nº 289 del primer libro), es un término técnico de la mística especulativa dominica de la Edad Media, especialmente de Eckhart y fue utilizado por primera vez por Beatriz de Nazaret y posteriormente Marguerite Porete, en su Miroir des simples âmes, lo trasladó al francés, como sans pourquoy.

Duch propone como traducción al castellano la siguiente:

La rosa es sin porqué. Florece porque florece.

A ella misma, no presta atención. No pregunta si se la mira.

Borges admiraba mucho estos versos y colocó el primero como colofón de su conferencia sobre la poesía de 1977 recogida en Siete noches, como el resumen de todo cuanto he dicho esta noche. Allí propone su propia traducción, en la que elimina el es y transforma la estructura original bipartita en una frase en alejandrino: La rosa sin porqué florece porque florece.

El es de la versión original es, sin embargo, decisivo, o al menos así me lo parece. Establece, como sólo lo puede hacer el verbo copulativo, una identidad o una necesidad entre los dos términos, confiere un carácter ontológico a esa gratuidad del ser rosa. Toda rosa es sin porqué, su florecer es un puro acontecer que no cabe reducir a proyecto o propósito o finalidad.

La rosa que no se percibe a sí misma ni al exterior, a ese exterior de contempladores de su belleza, es rosa porque es rosa, aún menos, pues rosa es apenas el puro nombre, del que habla el adagio medieval. Rose is a rose is a rose, dirá famosamente Gertrude Stein. No es de extrañar que esas breves líneas del místico silesiano hayan sido repetidas tantas veces: son un puro concentrado de la más alta poesía, que, como sólo ocurre justamente con la más alta poesía, es el grado máximo de la filosofía.

No hay porqué en la rosa. Ni en la rosa ni en ninguna otra cosa. La rosa florece porque florece. No hay explicación, apenas una descripción, y una descripción que sólo nos es necesaria por nuestra patológica insatisfacción, por nuestro desacomodo en el mundo, del que tanto sabía Rilke. Sucesos sobre sucesos, aconteceres que brotan y se deslíen, pura emergencia y puro derrumbamiento, oleaje del gran océano efímero de la nada.

 

IV.

La rosa es sin porqué y la rosa es de nadie. En 1963 Paul Celan publicó un libro con ese título, Die Niemandsrose. El poema Tübingen, Jänner, del que nos ocupamos aquí hace unas semanas, está incluido en él, además de otros poemas memorables como Mandorla.

Niemandsrose es una construcción que compone el nombre de la flor en alemán, Rose, con la palabra Niemand, nadie, en genitivo. Aparece en uno de los poemas principales del libro, titulado Psalm, salmo. En la tercera estrofa de ese poema leemos

Ein Nichts

waren wir, sind wir, werden

wir bleiben, blühend:

die Nichts-,

die Niemandsrose.

La traducción de Celan es siempre un empeño esencialmente imposible. Miremos antes un momento a la estructura: en el verso anterior al que nombra la rosa de nadie tenemos un extraño guion: Nichts-. Apunta a la elisión del segundo término de la palabra compuesta que era, claro, rose. Es decir, la rosa es de nadie y también es de nada o, casi peor, de no, puesto que nicht también sirve como partícula negativa. Esa Nada/No que somos los que enunciamos el poema, que somos (sind), pero que también fuimos (waren) y que seguiremos siendo (werden…bleiben), mientras somos florecientes. Una flor de Nada, de Nadie.

Ese nadie, Niemand (en alemán todos los substantivos llevan mayúscula, pero en este caso esa mayúscula es también la que se utiliza cuando se nombra a las personas sagradas) aparece desde el comienzo del poema. Es el Nadie que (no) nos amasa de barro ni nos infunde el espíritu, el Nadie que debe ser loado y hacia/contra (entgegen) el que florecemos, en ese impulso hacia un encontronazo con la Nada que nos constituye, de la que emergemos como se alza un tallo.

La traducción de la última estrofa es aún más compleja, pues se juega con la anfibología de Griffel, que designa tanto al estilo o punzón con el que escribimos sobre una tablilla como al pistilo, o, por mejor decir, a esa parte de él que también se llama estilo, y nos introduce Staubfaden, que literalmente serían algo así como hilos de polvo, de ese polvo primordial del que Nadie nos hizo flores de Nada, pero que es también el término que nombra a los estambres de la flor. Y algunos otros abismos más que Celan abre, con la endemoniada facilidad que le caracteriza, a cada palabra.

Un ejercicio imposible, sí, pero inevitable, al cabo. Transcribo aquí la traducción de José Luis Reina Palazón, en la edición de las Obras completas de Celan que Trotta publicó en 1999 y que ha sido y sigue siendo la referencia para todos los celanianos (o aspirantes a-) patrios:

SALMO

Nadie nos plasma de nuevo de tierra y arcilla,

nadie encanta nuestro polvo.

Nadie.

 

Alabado seas tú, Nadie.

Por amor a ti queremos

florecer.

Hacia

ti.

 

Una nada

fuimos, somos, seremos

siempre, floreciendo:

rosa de nada,

de Nadie rosa.

 

Claro de alma el estilo,

yermo tal cielo el estambre,

roja la corola

por la púrpura palabra que cantamos

sobre oh sobre

la espina.

El poema se escribió el 5 de enero de 1961, muy poco después de pronunciada la conferencia El Meridiano. Existe una versión de José Ángel Valente, en la que se opta por un atrevido florecer contra ti, que resuena con el ardor centrífugo de los párpados de la rosa rilkiana. En francés, toda traducción posible enunciará de nuevo el Nadie como Personne, y será a esa Persona/No a la que alabemos desde nuestra condición de rosas de polvo.

 

V.

En un célebre aforismo que data de la década de los treinta del siglo pasado, y que fue recogido en la recopilación que preparó Antonio Sánchez Romeralo con el título de Ideolojía (sic, ya sabemos del particular uso de la g/j del moguereño) con el número 2351, Juan Ramón Jiménez afirma con bella rotundidad que El hombre debe considerarse dichoso de haber sido contemporáneo de la rosa.

Cuando nacimos, las rosas ya estaban allí. Quién sabe de sus ancestros no fanerógamos, quién desea la inmensidad de helechos de otras eras geológicas, quién piensa en extraños futuros en los que los géneros y las especies habrán sido transformados y no habrá ya nadie que los registre. La rosa ya estaba aquí cuando apareció eso que hemos dado en llamar el ser humano, pues el hombre juanramoniano incluye, claro está, a la mujer y a todas las otras formas de ser humano, en ese genérico masculino que nos arrastra a un pasado de invisibilidades y menosprecios.

Cuando el ser humano empezó a caminar por la tierra las rosas ya le estaban esperando. Es bien cierto que entonces procedimos a hacer lo único de lo que parecemos capaces: modificar, es decir, destruir. Las rosas de las rosaledas y de los jardines de los palacios son producto de manipulaciones y cultivos. Pero, de todos modos, ahí están, y podrían no haber estado, o no haber estado nosotros.

Ser contemporáneos es el mayor de los misterios, pues es el reflejo de un puro azar. Entre el poeta y sus lectores hay una extraña convivencia distante, una congruencia en fechas que se acabarán depositando en lápidas. Ser es, tan sólo, estar, y estar exige un aquí, un ahora. Ahora estamos aquí. Ahora las rosas están aquí.

Podrían no haber estado. Podríamos no haber estado. Dejarán de estar. Dejaremos de estar.

El texto acaso más conocido de la inmensa y excelsa obra juanramoniana suele ser mal citado. Proviene del libro Piedra y Cielo, el que concluye ese periodo fundamental que incluye el Diario de un poeta recién casado y Eternidades, y se titula, de modo transparente El poema. Ese poema contiene apenas dos versos:

¡No le toques ya más,

que así es la rosa!

Los que lo transcriben substituyen frecuentemente el le por un la, asumiendo que se refiere a la rosa (laísmos y leísmos aparte) y no al poema del título. No toques más el poema, no hace falta: la rosa está en él. La rosa es así. Es el momento en que Juan Ramón busca una simplicidad, una desnudez, que le aleje de algunos excesos modernistas de su juventud, le pide a su intelijencia que le dé el nombre exacto de las cosas, para, entonces, enunciarlo. El poema debe ser así: la rosa. Una rosa poema, un poema rosa, puesto que somos afortunados de ser contemporáneos de ella.

Por esos años, Vicente Huidobro convertirá en lema de su Creacionismo este verso: No cantéis a la rosa, oh poetas, hacedla florecer en el poema. El poema del que procede ese verso se titula Arte Poética, y, desde luego, parece un título justo.

 

VI.

En 1973, el grupo brasileño Secos e Molhados incluyó en su primer álbum, cuyo título coincidía con el nombre del grupo, una canción del gran Vinicius de Moraes titulada Rosa de Hiroshima. Posteriormente, el cantante de la banda, ya en solitario, el fantástico Ney Matogrosso, la ha grabado y la ha interpretado abundamente en vivo. Una actuación de Ney es algo espectacular, o al menos así puede colegirse de los vídeos que lo muestran, en festivales como el de Montreux, allí, al lado de donde murió Rilke.

Cuando se representa el horror nuclear, y se representa demasiado poco, y demasiado como sin importancia, suelen utilizarse un par de imágenes que en realidad no corresponden a la realidad anicónica y casi apofática de la mañana del 6 de agosto de 1945 en Hiroshima (y que decir de Nagasaki, que es apenas el término subsiguiente de la conjunción copulativa, como una especie de consecuencia necesaria del primer bombardeo, como un ítem más en una lista que no acabará de cerrarse nunca). 

Suelen ser del ensayo americano en Bikini, poco después del final de la guerra, cuando de lo que se trataba era de avisar a los soviéticos, que no tardarían en dotarse ellos mismos de armamento atómico, y desencadenar así la llamada Guerra Fría, de la que todos somos asustados hijos. Bikini es un atolón del Pacífico y el nombre que un avispado diseñador francés eligió para su traje de baño de dos piezas, en uno de los juegos de manos más atrevidos y eficaces de la historia del comercio mundial: de la destrucción y los daños irreversibles a la población civil del archipiélago, que no fue convenientemente protegida ni evacuada, al tono festivo de una postguerra que no quería mirar hacia atrás ni reconocer culpa alguna.

Ahí, en Bikini, se hizo la foto que suele emplearse como ilustración, la del hongo. Hongo es una palabra extraña, pues tiene connotaciones alucinógenas y venenosas. No es la seta de los cuentos de la niñez, donde podrían encontrarse gnomos y otros seres del bosque, es algo tóxico y extrañamente arcaico, un habitante de la Tierra muy anterior a la rosa. Así, elevándose, la nube de polvo y ruina, con una perfección casi geométrica, se impone en su valor de signo: ésta es la manifestación del poder, aquí empieza el non plus ultra, lo que viene después es el puro destrozo. Y el pánico.

Por eso, que Vinicius de Moraes, un personaje bigger than life, compusiera ese poema íntimo, doloroso, en el que la nube no tiene forma de hongo, sino de rosa, de una rosa de pétalos en fuga, elevándose contra, como nosotros que nacemos tallos de Nada en vuelo hacia Nadie, rosa con un porqué cruel y despiadado, que Vinicius de Moraes eligiera ese símbolo, esa figura es algo sorprendente, y brutalmente eficaz, especialmente cuando quien dice esos versos es Ney Matogrosso.

Éste es el poema. Lo dejo en el portugués original, fácilmente comprensible.

Pensem nas crianças mudas, telepáticas

Pensem nas meninas cegas, inexatas

Pensem nas mulheres, rotas alteradas

Pensem nas feridas como rosas cálidas

 

Mas, ó, não se esqueçam da rosa, da rosa

Da rosa de Hiroshima, a rosa hereditária

A rosa radioativa, estúpida e inválida

A rosa com cirrose, a anti-rosa atômica

Sem cor, sem perfume, sem rosa, sem nada

Los niños, las niñas, las mujeres, la población civil. Las quemaduras, como rosas cálidas en la piel, rosas que se abren a las infecciones. La rosa impalpable que se cuela en los huesos y florece allí, letal. La rosa hereditaria que propaga la enfermedad, la antirrosa. Sí, pensemos en ella, no nos olvidemos de ella. Esa rosa no rosa que de repente se alza desde la ciudad en ruinas, una rosa de Nada creada por las rosas de Nada que somos, en la redundancia de un ciclo de padecimientos y sinsentidos.

La rebelión consiste en mirar fijamente una rosa hasta pulverizarse los ojos, nos contaba Alejandra Pizarnik. Si uno mira fijamente esta rosa sin rosa acaba viendo sólo su rojo, su rojo de sangre, su rojo-Rothko en el que nos sumergimos hasta la visión periférica. Ese rojo de la herida abierta en plena carne, de la rosa asesina de poetas, de la rosa que, contemporánea, nos ve morir y alimentar sus raíces, que asciende desde nuestros sepulcros y cubre con sus flores los textos de las lápidas.

Rojo. Profundo rojo. Rojo es el color del pintalabios que ocupa el cielo. El cielo que es la espina.

 

Envoi

Escucho, una vez más, a Cristina Lliso, que siempre cantaba con guantes:

Para qué decir lo contrario si soy la mala rosa,

la que incendia con fuego el calor de los besos

que luego apaga con lluvia de dolor.

La mala rosa hunde sus espinas en la hierba del amor sin ningún pesar. Somos contemporáneos de la flor más bella de la historia, pero la paradoja ha querido que el tallo de esa flor esté poblado de espinas. No tendría por qué ser así, hay muchas flores que no tienen espinas. Me parece que aquí hay algo muy profundo sobre lo que habrá que volver una y otra vez.

¿Es por eso que apenas contemplamos, que apenas nos acercamos, tiramos una foto, volvemos la espalda, sabedores de que ese día es ya el último que veremos a esa rosa, que esa rosa perecerá antes que nosotros, hasta que un día no, hasta que un día ya no, y acaso venga a encontrarse entonces con la madera de la caja que nos contenga? ¿Es por eso que no tocamos, que mantenemos las distancias, que tememos el rojo de la sangre, que tememos el veneno de la rosa, que tememos que la rosa nos asesine? ¿Es por eso que ya no, que nunca no, que nunca más, que de ningún modo, que, ay, todo eso ya pasó? Probablemente.

Cavafis, en el poema titulado La batalla de Magnesia nos dice: Poned muchas rosas en la mesa. Qué importa la derrota de Antíoco en Magnesia. Sí, qué importa. Qué importa la derrota, en Magnesia o en Hiroshima o en todos los lugares del mundo en los que hemos sido derrotados una y otra vez, siempre los mismos, todos nosotros, los contemporáneos. Pongamos muchas rosas en la mesa del banquete, bebamos y cantemos, cantemos bellos poemas.

En la Edad Media se colocaba una rosa sobre la mesa, o suspendida encima de ella, en las reuniones en las que el secreto de lo tratado allí era imperativo. Sub rosa significa eso: silencio. Esto es algo entre nosotros, entre tú y yo, algo que se deposita bajo una rosa. Una rosa que nunca te regalé, que nunca acompañó a un libro. Para remediar eso de algún modo he escrito esto, he escrito una rosa de papel, una rosa que no puede marchitarse. Aquí te la entrego.

 

P.S. A lo largo del texto he incluido una serie de hipervínculos que remiten a vídeos o imágenes que, creo, aportan contenido bastante relevante a esta entrada.


domingo, 23 de noviembre de 2025

El placer de morir


  

Sí, la casa de mis padres era el lugar de mi suicidio.

ANGÉLICA LIDDELL, Dicen que Nevers es más triste

 

1.

Osamu Dazai (o, para ser más exactos, aplicando el uso japonés de anteponer el apellido al nombre, Dazai Osamu) intentó suicidarse por primera vez el 10 de diciembre de 1929, a los veinte años, tomando pastillas. Para entonces estaba ya entregado a la mala vida desde el punto de vista de su adinerada familia: alcohol, prostitutas y marxismo. Esa misma familia no consintió su matrimonio con la geisha con la que convivía, aunque siguió financiándole sus (supuestos) estudios universitarios de literatura francesa en la muy selecta Universidad Imperial de Tokio, a cuyas clases se jactaba de no haber acudido una sola vez en cinco años.

 

2.

Para su segundo intento de suicidio, Dazai se hizo acompañar de una camarera de sólo 17 años, Shimeko Tanabe, en octubre de 1930. El método elegido fue el ahogamiento en el mar, tras haber ingerido una buena cantidad de somníferos. Shimeko sí que murió, pero Osamu fue rescatado y eludió posteriormente, gracias a su poderosa familia, cualquier responsabilidad penal por la muerte de la joven. Alejado finalmente de los estudios, comenzando una carrera literaria que tardó en cuajar, el suicida vocacional que era Dazai, lo intentó por tercera vez el 19 de marzo de 1935, ahorcándose, acaso recordando la Balada de su admirado François Villon. Tampoco funcionó. La cuerda se rompió.

 

3.

El éxito literario le llegó a Dazai. Para entonces ya era adicto a la morfina y otros medicamentos y alcohólico y había organizado un suicidio conjunto con su mujer por ingesta de somníferos, que tampoco resultó. Luego vino la guerra, y la derrota, y tras ellas Dazai escribió sus mejores obras, como Indigno de ser humano. No le quedaba ya mucho por vivir, su vocación suicida acabó imponiéndose. El 13 de junio de 1948, poco antes de que Dazai cumpliera los 39 años, se arrojó, junto con su compañera Tomei Yamazaki, viuda de guerra y peluquera, a un canal del río Tama, en los suburbios de Tokio, que llevaba mucho caudal en esa estación de las lluvias. Esta vez funcionó. Ambos murieron. El cadáver de Dazai no se recuperó hasta el 19 de junio, el día de su cumpleaños. La fama póstuma del escritor se hizo tremenda y los 19 de junio los fieles se agolpan en su tumba y le hacen ofrenda de alcohol y cigarrillos.

 

4.

Sobre esa tumba, en el templo de Zenrinji, en los alrededores de Tokio, se abrió las venas, tras haber ingerido somníferos y bebido mucho, el 3 de noviembre de 1949, Hidemitsu Tanaka, a los 36 años. Tanaka era discípulo de Dazai y compartía sus adicciones. La noticia del suicidio del maestro le golpeó y decidió arrojarse al mismo canal para perder la vida allí, pero fue rescatado. Un niño descubrió el cuerpo agonizante de Tanaka, cuyas últimas palabras a los médicos que intentaban en vano salvarle la vida fueron mátenme, perdónenme.

 

5.

Al igual que le ocurrió a Tanaka, en su día, a Dazai, el suicidio de un escritor al que admiraba también le afectó notablemente. Se trataba de Ryunosuku Akutagawa, quien, a los 35 años, el 24 de julio de 1927, se quitó la vida por sobredosis de barbitúricos en Tokio. Mucho mayor que todos estos escritores, que no alcanzaron la cuarentena, la gloria nacional, primer Premio Nobel de Literatura japonés, Yasunari Kawabata, murió el 16 de abril de 1972, a los 72 años, intoxicado por el gas mientras tomaba un baño, aunque hay quien afirma que tal muerte podría haber sido accidental. Y, por supuesto, Yukio Mishima, de quien ya hemos hablado aquí en alguna ocasión, se suicidó según el ritual del seppuku el 25 de noviembre de 1970 (el martes hará 55 años) tras su frustrado asalto, junto con sus compañeros del grupo paramilitar Sociedad del Escudo, al Cuartel General de las Fuerzas de Autodefensa en Tokio. Mishima tenía en el momento de su muerte 45 años.

 

6.

Dazai, Akutagawa, Kawabata, Mishima, cuatro de los mayores y más influyentes escritores del siglo XX japonés murieron, pues, por su propia mano. En una cultura que tiene una relación tan particular con la muerte, este hecho no puede dejar de ser significativo. Entrar aquí en reflexiones sobre los motivos profundos de esa tendencia, o en valoraciones sobre cada caso particular, está fuera de las pretensiones de esta entrada, pero al mismo tiempo es algo que no cabe ignorar. El suicidio es, podríamos decir haciendo una boutade, una enfermedad profesional de los escritores y las escritoras. Hubo un tiempo en que mi curiosidad (que tanta gente tildaría de morbosa, pero que tiene connotaciones muy profundas) me llevó a coleccionar nombres de suicidas y procedimientos de suicidio. Llegué a concebir incluso un proyecto literario que incluía un herbario de suicidas y que se centraba en París, lugar de muchas muertes. Y entonces llegó Angélica.

 

7.

Los lectores de este blog, que no son tantos, pero son muy selectos y fieles, recordarán sin duda mi relación tan particular con Angélica Liddell. No les extrañará, por tanto, que hiciera todo lo posible en su momento para garantizar mi presencia en el acontecimiento que tuvo lugar ayer, sábado 22 de noviembre, antes del alba en Salt, Girona, es decir, el estreno mundial de la última obra de la Gran Papesa, Seppuku, el funeral de Mishima, o el placer de morir. No fue fácil, nunca lo es. Tras meses de espera, el tensísimo momento en el que se ponen a la venta las entradas en la aplicación (no soporto el procedimiento, casi me gustaría volver a las colas de toda la noche junto a la taquilla de mi juventud) condujo a un breve instante de felicidad absoluta, que los dioses, la presteza de mis dedos y la inusitada fortaleza de mi conexión con la plataforma de venta, me concedieron. Fui un privilegiado. Cuatro minutos tardaron en agotarse las entradas para esa función y la del día siguiente, hoy.

 

8.

Es bien cierto que el Teatre de Salt es pequeño, y que una buena parte de las localidades estaba copada por prensa y programadores, por no hablar de que había habido una preventa para diversos mecenas y gente registrada. El resultado fue que cuando entré en la aplicación había disponibles apenas un par de filas arriba del todo. Y menos mal. Así pues, allí, en la fila 14, un número que es muy significativo para mí, pude ubicarme yo a las cinco y pico de la mañana del sábado, para la función que iba a empezar a las 5.45. A la salida nos esperaba la aurora. Pero teníamos que atravesar la noche.

 

9.

La logística, pues, no fue sencilla. Tren a Girona, que es uno de mis lugares favoritos del planeta, y que pude volver a recorrer fugazmente la tarde muy fría del viernes. Hotel en Salt, pero en uno de esos no lugares copados por grandes naves y Mercadonas de extrarradio. A quince minutos del teatro por grandes vías desiertas y rotondas. Recorrí ese camino la noche de antes, para comprobar distancias e itinerarios. Llegué a la plaza donde está el teatro, le hice una foto al cartel. Era al día siguiente, pero un día siguiente apenas comenzado, así que a esa vigilia nocturna le quedaban sólo algunas horas que intentaron ser de sueño. Volví a revisitar la película de Paul Schrader, no la terminé, me forcé a acostarme. A las cuatro de la mañana (las cuatro ya son de la mañana, las tres son todavía de la madrugada, me parece) sonaron, casi simultáneamente, el despertador de mi móvil y la llamada de la recepción que había pedido. Me desperté completamente despejado. Dispuesto. A lo que viniera.

 

10.

Curiosamente, hacía menos frío que la noche de antes. Anduve el kilómetro y algo. Llegué muy pronto al teatro, como llego siempre muy pronto a los sitios. No se podía entrar a la sala, pero sí a la cafetería, que ya estaba llena de gente entonces. Era un extraño ambiente de after hours invertido, un before hours. Me encontré con gente que conozco de otros akelarres anteriores, miembros de la familia angélica. Tenía muchas ganas. Entramos en la sala, es muy pequeña, verdaderamente. A pesar de estar arriba del todo estaba en realidad muy cerca del escenario, que mostraba una decoración mínima. Una pared dorada, una pasarela, una plataforma blanca, algunos pequeños elementos escénicos a mi derecha. Me senté, nos sentamos. Esperamos aún unos minutos más, los últimos de la gran espera. Teníamos muchas ganas.

 

11.

Ya he hablado por aquí de la fascinación que me lleva produciendo desde la juventud más lejana el suicidio ritual de Mishima, de la relación de admiración ambivalente que tengo con el escritor japonés. Un día, en una de esas cosas que me pasan con Angélica, en una firma en la librería Rafael Alberti de Madrid (no aquella en la que fui bautizado como Agustín Liddell, me parece, otra anterior, en la que se firmaba Kuxmmannsanta) escuché cómo Angelica le decía antes a Lola, de la librería, hablando de libros, que lo siguiente era Mishima, pero que de Mishima ya lo tenía todo, desde su juventud. Ahí tuve, en primicia, la primera noticia de Seppuku. Desde ahí estaba esperando. Tenía muchas ganas.

 

12.

Cuando uno ha decidido, si es que uno decide esas cosas, formar parte de un culto, como yo decidí ingresar en esta especie de secta de la Gran Papesa, siempre corre el riesgo de perder toda capacidad crítica. Puesto que uno ha apostado por sus afinidades electivas, ha conectado a niveles profundos con una creadora, es fácil que eso le impida realmente apreciar en su justa medida la grandeza o miseria, si la hubiera, de la obra que esa creadora desarrolla. Mi acercamiento, por otro lado, a la literatura, y también a las artes en general, pivota, a veces en exceso, sobre mi parte más racional, ésa que me vino hipertrofiada de serie y que además cultivé hasta la extenuación durante mis largas décadas de desempeño como científico. Esa razón puede obnubilarse, puede trampear los juicios estéticos. Admitido. Soy un feligrés rendido a los pies de Angélica. No esperen de mí un análisis. Se trata de otra cosa, en realidad. Se trata de la emoción.

 

13.

Emoción es una palabra compleja para mí. No porque no sea una persona emotiva, acaso lo soy en exceso. Pero, por eso mismo, desde mi más remota infancia de niño nacido en los 60 y crecido y educado en los 70, en aquella España, me cuidé muy mucho de ocultar esas propensiones, consideradas tan poco masculinas. La "emoción" estética que produce una obra es una cosa que en mi caso va también, como todo lo demás, muy gobernada por la razón. Me cuesta la pura contemplación, una contemplación que se me lleve por delante, que me anule ante la belleza, siempre hay una cabeza que se resiste a quitarse de en medio, que se obstina en establecer asociaciones, jerarquías, en revestir de palabras todo (esas palabras que no cesan de salir de nuestras bocas, Angélica), en pensar por anticipado en cómo registraré eso en un cuaderno, cómo lo contaré a quien me quiera escuchar, cómo lo escribiré aquí en el blog. La emoción, la de verdad, la de la mayúscula, la que conmociona, destroza, parte en dos, se anuda a la garganta, se enseñorea del pecho y lo siembra de sollozos, es territorio vedado en general, no la dejo, no me dejo.

 

14.

Por eso, cuando ocurre, cuando inevitablemente ocurre, sin dique alguno que oponer, es algo devastador, extrañamente gozoso, intolerablemente perturbador, algo memorable, es decir, algo de lo que es preciso dejar memoria, almacenar en esos lugares privilegiados que dan cabida a algunos, pocos, instantes vividos que no se parecen a otros. Angélica Liddell, a la que admiro con mi parte racional, a la que le reconozco virtudes literarias y artísticas fuera de lo común, quien me produce emoción estética, quien me interesa, me interesa mucho, y eso hace que la siga por la geografía, sobre todo, además de todo eso, me destroza, entra como un bisturí en mi cerebro y en mis tripas, arrasa con todas mis defensas, me toca donde más me duele, donde más placer me produce, donde más miedo me da, donde soy más yo, donde soy más nada, dónde estoy sin recordar que estoy, donde no puedo presentar batalla. Y ahí, en esos momentos, que no siempre ocurren, que a lo largo de una representación pueden ir y venir, que en las lecturas comparecen o no, ahí, cuando estoy a su merced, todo encuentra su sentido, todo queda justificado, todo se comprende y escucho a Angélica. La escucho. No creas que nadie te escucha, Angélica. Yo, por lo menos, lo hago.

 

15.

Seppuku es un acontecimiento de gran relevancia, nadie dudaba de eso. En él hay todo lo que cabe esperar de una propuesta liddelliana. Todo está perfectamente orquestado, los actores de los que se rodea son absolutamente excelentes, deslumbrantes. Ella se arriesga, no ceja en su empeño de ir más lejos. Todo es de una belleza a ratos difícil de soportar. Ninguna de esas cosas, siendo tan raras, siendo tan difíciles de encontrar, nos sorprenden ya (y debería, deberíamos recordar siempre que todo esto es excepcional) a los habituados, a los adictos a Angélica. Cada una de esas cosas justificaría por sí misma el viaje o el madrugón, por supuesto. Pero, si sólo fuera eso, mi gobierno no se vería trastocado, no habría revolución en mi interior, el cerebro izquierdo, o el del lado que sea, se volvería sonriendo y diría: qué grande es, qué bien ha estado, y desgranaría sus razones. No, no es sólo eso. Por eso, en buena medida, en estas cosas de las que no se puede hablar es mejor callar, y lo que pueda escribir en los próximos párrafos (que no sé lo que es, nunca sé lo que es) es, de antemano, algo fallido.

 

16.

Cada uno lo siente a su manera, a cada uno le habrán pasado cosas diferentes, cada uno señalaría otros momentos, que los hubo, bellísimos, como el teatro , con su pluma roja, la danza del increíble Ishiro Sugae, la lectura y escenificación de Patriotismo, la extracción de sangre, tantos momentos que no quiero desgranar, pues es de esperar que el espectáculo se repita, que se pueda volver a ver de nuevo y lo mejor es ir lo más virgen posible, como yo fui la mañana del 22, antes del alba. Para mí, y seguro que para mucha gente más, fue el homenaje a los difuntos. Y yo sabía que eso estaría en la obra, porque había leído el documento en que la compañía solicitaba a quien quisiera prendas de vestir de algún ser querido que hubiera fallecido. Es decir, mi parte racional estaba preparada, pero ahí, fue ahí, cuando la Emoción tomó el control, cuando brotaron las lágrimas, como me brotan ahora, mientras escribo esto, en el tren de vuelta de Barcelona a Madrid.

 

17.

Angélica, desnuda, recibe la ropa que respetuosamente le van entregando Ishiro y Kazan Tachimoto, y se la pone, leyendo los nombres de las personas de quienes procede, el modo en que murieron, la fecha, la edad. Entonces, Angélica recita un breve poema, un jisei, compuesto para cada uno. En una ocasión, para una pareja de personas mayores, mientras porta la chaqueta de él, una prenda interior de ella. Van viniendo más prendas, se repite el ritual, se recitan nuevos poemas, dedicados a la gente común, proporcionando un memorial que me hizo evocar a los retratos fúnebres de El Fayoum, otra de esas cosas que disparan mi Emoción. Esas prendas fueron la ropa de mis padres que guardé tantos años en el trastero, que seguramente contiene algunas cosas suyas todavía. Entre los nombres que iba desgranando la oficiante, en mi cabeza, ya definitivamente tomada por las fuerzas caóticas de la Emoción, bien podía escuchar los suyos, que murieron al mismo tiempo que los padres de Angélica, que entendería tan bien lo que sentí.

 

18.

Y entre los nombres pude escuchar también el mío, el que comparte apellidos con Angélica, la vi colocándose, no sé, alguna de mis camisetas, acaso ésta que llevo hoy debajo del jersey, que muestra la primera frase de la Recherche. Algo íntimo, pero no sórdido, algo que es entrañable, y es, como lo son las entrañas, orgánico, algo que no cabe mostrar, que bien se cuida la piel de no revelar, pero que está ahí, sabiendo de lo que se habla en verdad, escuchando, comprendiendo. El signo de la Emoción, el nudo en la garganta, un nudo que era también aquel del que hablaba Angélica al comenzar, ése que iba a ser el de su ahorcamiento, previsto y prefigurado en las fotos, iba apretándose.

 

19.

Cuando saltaron mis lágrimas, y también las de ella, fue ahí, al final de ese acto de hermanamiento entre los vivos y los muertos a través del amor y el recuerdo. Angélica se situó calladamente en la parte delantera del escenario, y prendió dos pequeños cuencos dorados que estaban ahí desde el principio, esperando el punto adecuado de la ceremonia. Entonces nos dijo que lo que había allí eran las cenizas de sus padres, que lo que estaba ardiendo eran los restos del cuerpo de sus padres, de esos padres que murieron al tiempo de los míos, y ese humo que se elevaba en cada esquina del escenario era una presencia, un espíritu que ella se afanaba en abrazar, en besar, rodeándolo con sus brazos en una danza amorosa y desoladora, durante unos minutos de una intensidad como yo he vivido pocas veces, y mucho menos en público. Me hicieron mucho, mucho bien, esas lágrimas, y eso es algo que nunca agradeceré lo bastante a Angélica.

 

20.

Cuando salí e intentaba comentar lo visto con los compañeros de la religión angélica (los que estábamos arriba, los que nos levantamos a aplaudir interminablemente), mi lado racional había tomado ya el control hacía tiempo, pero, cuando me refería a esa parte, se me quebraba la voz. Y hasta me entrevistó una reportera de Catalunya Radio que andaba por allí recogiendo testimonios. No lo he oído, pero es posible que mi voz tiemble. Ahora, callado, en el tren, temblaría igualmente, y mis ojos siguen húmedos. Eso es lo que puedo decir, y no se parece ni por asomo a lo que fue, porque lo que fue no se puede explicar, como no se puede explicar que justo ahora, justo en este preciso instante, en mis auriculares suene La yugular de Rosalía, y justamente sea esa parte exacta, esa parte del pintalabios que ocupa el cielo, que hace que se me salten las lágrimas cada vez que la oigo, y cuando estas cosas, que no pueden programarse ni prepararse, pasan, uno entiende que, a pesar de todo, hay alguna posibilidad, que en los años que me quedan, que van siendo menos, habrá otras aperturas, habrá otros vislumbres, habrá otros instantes vertiginosos de una felicidad paradójica, pues viene de la mano del dolor, como del dolor vienen, al cabo, todas las cosas.

 

y 21.

Pido el fin de la vida, repite Angélica en su letanía, y nos explica por qué es preciso el final de la vida. Y entonces, conmovedoramente, nos dice: os lo llevo diciendo mucho tiempo, os lo llevo diciendo desde siempre. Pero no me entendéis. No me escucháis. Yo te entiendo, yo te escucho, Angélica, ya lo ves. Yo lloro al mismo tiempo que tú. No sé si te servirá de algo, o si algún día leerás esto, pero, para lo que valga, aquí lo dejo, mientras avanza mi tren de vuelta a Madrid desde un Japón extraño, de este lado del alba ya, y con el vientre rajado en dos por tu espada.