Même des mains
je me souviens mal… De la douleur, je me souviens encore un peu.
MARGUERITE DURAS, Hiroshima mon amour
Dicen que Nevers es más triste.
ANGÉLICA LIDDELL
1.
Al empezar, no tenemos
siquiera nombre. De hecho, podría considerarse que la película entera es la historia
de un bautizo. Así, es al final cuando sabemos cómo nos llamamos. Él, tú, Hiroshima. Yo,
Nevers. Nevers, en Francia. O viceversa. Soy yo la primera que lo
comprendo. Necesitábamos nombres de lugar. Ya los habíamos tenido, de algún
modo, aunque sólo fuera en las páginas del guion: el japonés, la francesa. Es
posible que, en ese día tan largo y tan corto, ni siquiera nos hayamos dirigido
el uno a la otra por nombre alguno, empeñados como estábamos en recorrer
nuestra piel como recorríamos la ciudad, porque eran la misma cosa. Sí, sólo en
las últimas líneas, en los últimos minutos del metraje: Hi-ro-shi-ma. C’est
ton nom. Dice la acotación, cruel y precisa: Se miran, sin verse. Para
siempre. Entonces, él, Lui, tú, se sabe bautizado: C’est mon nom.
Oui. Y concluye: Ton nom à toi est Nevers. Ne-vers-en-France. Ésas
son nuestras bodas, las efímeras bodas de los que se marchan para siempre.
2.
No sé si deseo
llamarme Nevers. Nevers era un nombre olvidado. No, olvidado nunca, apenas
secreto. Sólo aflora a mis labios cuando he comprendido que ese día no tiene
otra salida que el desgarro, cuando todo lo demás, que es tanto, que es tan poco,
ya está dicho. Han venido las imágenes. Las imágenes que la extraña y letal maquinaria
del cine hace que afloren desde mi memoria y se deslicen a los ojos de los
espectadores. Y con ellas, toda su carga de dolor. Soy actriz. He venido a
Hiroshima a participar en una película. Una película sobre la paz. Sobre la
Paix, así con su mayúscula. Qué otra cosa puede rodarse aquí, en Hiroshima.
Es el final de la década de los cincuenta. Tan lejos, tan cerca. No es extraño
que te obstines en repetir como un mantra que yo no he visto nada en
Hiroshima, que, habiendo visto el Museo y el Memorial y las otras cosas que
se ven en Hiroshima cuando uno viaja allí de Occidente como en una peregrinación,
no he visto nada, Tu n’as rien vu à Hiroshima. Rien. Tú tampoco
lo has visto, nadie lo ha visto. Los que lo vieron perdieron sus ojos en esa
mirada. El resplandor grabó cicatrices en las retinas que obliteraron cualquier
otra escritura posible. Sí, es cierto, no he visto nada en Hiroshima, por eso
es inútil que haga esta película sobre la paz, que haga cien películas sobre la
Paz. Y entonces, inevitablemente, Nevers.
3.
La idea inicial de
Marguerite, y así queda registrado en el libro que tan fácilmente puede
adquirirse, que es y no es, de ese modo, el guion del film de Alain
Resnais, era que en la secuencia inicial apareciera, antes que ninguna otra
cosa, el hongo. El hongo atómico. La palabra francesa suena algo rara en
castellano cuando se piensa el horror que enuncia: “champignon”, así,
con esas comillas. No el champiñón de Hiroshima, no hay imágenes de él que
puedan aprovecharse. El de Bikini. El primer hongo después del final de la
guerra, en el comienzo de la siguiente guerra, la fría, la que trajo ese
oxímoron que tantos años nos pasamos escuchando: el equilibrio del terror.
Esa imagen se fundiría, indistinta, con la de dos espaldas. Dos espaldas con
distintos tonos de piel. Dos espaldas de dos amantes que se abrazan. Dos
acéfalos, dos desmembrados, reducidos a una espalda que forma con otra espalda
un parapeto que protege los vientres. Hombros que a ratos parecen recorrer
extraños animales que llamamos bocas o uñas. La bomba había destrozado los
cuerpos, los había eviscerado, había arrancado la piel a tiras, pero, sobre
todo, la bomba había penetrado los cuerpos, había habitado esos
cuerpos y había seguido en ellos su labor de termita. Nuestros cuerpos,
consagrados al amor, parecían estar a salvo de la bomba. Pero nadie está a
salvo de la bomba, ni siquiera los amantes, sobre todo porque amor es otro
nombre para muerte.
4.
Al final, el hongo
de Bikini no aparece en ese comienzo, y entramos directamente al combate de
los cuerpos en un hotel. Anónimos. Sin nombre conocido. Sin nombres que se susurren.
No se explica nada. No se dice cómo nos conocimos, cómo nos encontramos, cómo
acabamos en esa habitación de hotel que es la mía, la de la actriz, la actriz
que en la película que se rueda en Hiroshima sobre la Paix no tiene
ningún nombre, o que acaso es Emmanuelle Riva, que es mi nombre cuando dejo de
estar representando esos abrazos en el hotel que es mi casa durante el rodaje y
donde anoche hice entrar a un hombre japonés a quien abrazo y abrazo, desnuda, hasta
que me visto de enfermera, pues mi papel es el de una enfermera. Luego, el
resto de la película será un perseguirnos y huirnos, un encontrarnos y
abrazarnos, un despedirnos, despedirnos, despedirnos, hasta ese plano final en
que nos miramos sin ver, para siempre y nos llamamos por nuestros nombres.
5.
En nuestras
conversaciones, entre beso y beso, vamos aprendiendo algunos otros detalles
nimios. Ambos estamos casados, ambos tenemos hijos. El japonés es arquitecto.
No estaba en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, estaba en el ejército, pero sí su familia. No se dice
nada del destino de estos, que, tristemente, cabe imaginar. Él desea que la
francesa se quede en Hiroshima, pero regresa al día siguiente. La esperan. Me
espera mi familia. Y mi trabajo. El rodaje se ha retrasado mucho. Esta tarde se
graban las últimas escenas, una manifestación por las calles. Mañana me marcho.
Me marcharé, sin duda, aunque eso no se muestre en ninguna película, ni en la
que se rueda en Hiroshima ni en la que se rueda en Hiroshima y también en Nevers,
ésta, dirigida por Alain Resnais, con guion de Marguerite Duras, y protagonizada
por mí, Emmanuelle Riva.
6.
La memoria. La
memoria del trauma. La memoria indecible de lo indecible. Yo no he visto nada
en Hiroshima. Puedo a duras penas entender la inconcebible magnitud del acontecimiento,
puedo a duras penas asimilar la enormidad de la masacre. Es verdad je n’ai
vu rien à Hiroshima. Rien. Pero entonces Nevers. Nevers, en Francia. Un
lugar remoto para el arquitecto japonés, que nunca había oído hablar de él, a diferencia
de mí, que creía saberlo todo de Hiroshima. Todo el mundo cree saberlo todo de
Hiroshima, pero nadie ha visto nada en Hiroshima, nadie sabe nada de Hiroshima.
Yo, ahora, sé al menos eso, que no sé nada. En cuanto a Nevers, Nevers es mi
pueblo, el lugar donde nací y crecí. El lugar donde viví mi primer amor. El
lugar donde vi morir a mi amado. El lugar donde fui castigada por ese amor y
encerrada en un sótano. El lugar del que hui y al que no he vuelto. El lugar
del que no he hablado a nadie hasta que te hablé a ti, Hiroshima, y a ustedes,
que me ven allí, en Nevers, en mi propia guerra, en mi masacre, en un dolor que
parecería banal y hasta blasfemo equiparar a la muerte de cientos de miles de
personas, pero que es igual de infinito, como lo son todos los dolores.
Especialmente cuando una es tan joven y cuando ese dolor ya de ningún modo
tendrá remedio.
7.
Esas cosas le cuento
a Hiroshima mientras bebo y bebo en el Café, en una noche sin fondo, cuyo final
coincidirá inevitablemente con el nuestro. Nevers es el lugar de mis besos, de esos
besos que han encontrado un extraño eco ahora, de repente, aquí, en Hiroshima,
en este lugar calcinado y destrozado, que rima con mi sótano de Nevers, con mi
pelo rapado por haberme entregado al enemigo, con los años de ocupación y
vergüenza y temor y con el esplendor de un amor cuyas circunstancias cabría
obviar si no fuera porque resultaron tan devastadoras como un bombardeo. Sí, él
era alemán, un soldado alemán. Yo era una joven de 19 años. Nos encontrábamos
en las murallas, en la salida del pueblo, en los campos. Se sabía, todo eso se
sabía. Cuando vino la liberación, nuestro destino estaba sellado. Él fue
ajusticiado sumariamente, ni siquiera se precisó de un pelotón de fusilamiento.
A mí me raparon la cabeza. La escena es tan dura que Marguerite no resistió
verla cuando tuvo lugar, cuando me cortaron el pelo de veras. Mis padres
optaron por esconderme en el sótano. Perdí la razón. Quedé como muerta. Lo que
vino después, me parece, le sucedió a otra. Otra tuvo un marido, unos hijos,
fue actriz, viajó a Japón. Otra. La que yo era en Nevers nunca salió de allí.
Hasta esta noche. Hasta verte a ti, Hiroshima, hasta pasar contigo esta larga
noche de alcohol y confesiones. Tú no has visto nada en Nevers, pero Nevers es
el lugar más triste del mundo.
8.
Y es ahí cuando
ocurre. Cuando tiene lugar el momento más misterioso de la película, cuando la
película abre una puerta a una dimensión inesperada, pulsa una cuerda cuyos
ecos resultarán inextinguibles. Ahí, tú, Hiroshima, que estás recibiendo este
relato atrabiliario y como a jirones, que entiendes a medias con tu mal
francés, con tu francés aprendido fonéticamente por ti, Eiji Okada, que no
sabías francés, pero eras un actor japonés bello y dulce y sonreías cuando yo, Emmanuelle,
o en realidad, ella, la Française, que aún no era Nevers, pero lo estaba
siendo, te decía que tu francés era muy bueno, ahí, tú, Hiroshima, preguntas: Quand
tu es dans la cave, je suis mort? Sí, así preguntas. Dices: ¿cuándo estabas
en el sótano, yo estaba ya muerto? No dices: ¿estaba muerto tu
amado? No dices: ¿estaba muerto ya el alemán? No dices siquiera: él. No sabes
su nombre, tampoco él tiene nombre, a saber qué ciudad alemana sería su nombre,
si es que su nombre no es Nevers, como el mío, el lugar de mi nacimiento, el
lugar de su muerte. No, tú dices yo. Tú dices tú. Tú coges el
hilo de la historia y lo enroscas en tu dedo. Tú te invitas, te invistes.
Y así el milagro se consuma.
9.
Sí, porque entonces
yo te contesto: Tu es mort. Yo te digo: tú estás muerto. No digo él
ni el alemán. Ni siquiera digo sí, oui, ja, er war tot. Digo tú estás
muerto. En ese presente de indicativo de catorce años antes, en ese
lugar híbrido, recién venido, que es este Hiroshima-Nevers que hemos engendrado
con nuestros abrazos. Y entonces te digo cómo soportar tal dolor, y
seguimos hablando mucho rato, te cuento de la cueva, de las manos que arañan
los muros hasta ensangrentarse, de La Marsellaise sonando
interminablemente, hasta ensordecerme. Te hablo a ti, que no lo sabes, no
porque seas un arquitecto japonés, sino porque eres mi amado, un oficial alemán
con el que hacía el amor en los sembrados que rodean el pueblo, y estás muerto,
te has muerto y yo estoy loca, loca de dolor. Y ahora, esta noche, en
Hiroshima, vuelvo a sentir el mismo amor imposible y condenado. El mismo amor,
sin más, porque el único amor que merece tal nombre es el imposible.
10.
Podría darte detalles,
hablarte de flashbacks, indicarte que la producción es de 1958, que se estrenó
en Cannes en 1959, pero no en la Sección Oficial, sino fuera de concurso,
porque las autoridades francesas temían desairar a los americanos. Hatajo
de cretinos. Que en 1960 el guion de Duras se publicó como libro, y ese libro
se siguió y siguió editando en la colección Folio de Gallimard, hasta llegar al
ejemplar que tengo aquí, junto a mí, mientras escribo esto, y que curiosamente
está impreso en Barcelona, en 2019. Que Hiroshima mon amour es unánimemente
reconocida como una de las películas más importante de la historia del cine.
Que nació casi azarosamente de un encargo a Resnais de un documental sobre Hiroshima
y las consecuencias de la bomba, que él entendió que era absurdo o imposible.
Que también fue circunstancial que fuera Marguerite quien acabara escribiendo
el guion. Que fue ella la que concibió la parte de Nevers, que se rodó
en Francia después de haber concluido el rodaje en Japón. Y muchas
otras cosas que podría contarte, sobre la obra de Duras, sobre la obra de
Resnais, sobre sus biografías, sobre la guerra fría, la ocupación, el
colaboracionismo, el Proyecto Manhattan, Nagasaki, Bikini, el equilibrio del
terror, el dolor, el miedo, la sinrazón, la violencia, la guerra. Pero para
qué.
11.
No. De lo que quiero
hablarte es de ese momento mágico en el que devenimos otros. De ese encarnar
los dobles de los que somos eco. De ese irrumpir del futuro en el pasado, de
esa reescritura que cada instante impone sobre los anteriores. Cuando tú,
Hiroshima, mon amour, mon doux, mon tendre, mon merveilleux amour,
usaste el je, el je de los narradores sin nombre, el je de
Proust, este je movedizo que yo usurpo ahora para escribir esto, en otro
siglo, en otra ciudad en el otro lado del globo, cuando tú te emplazaste
conmigo en la cueva de Nevers de mucho antes, ahí todo saltó por los aires y por
una vez, a través de ese artificio que es el cine, a través de la genialidad de
la narración de Marguerite, conseguimos hacer estallar el tiempo, como si
fuéramos aquel Martial Bourdin, o su equivalente ficticio en la novela de
Conrad, que quiso volar el Meridiano.
12.
Pero, de nuevo, todo
eso sería apenas una nota al pie, un comentario erudito, si no fuera porque ese
eco suscita otros ecos, esa onda alimenta otras ondas, y es ahí cuando de
repente el desgarro se hace completo y las palabras no sirven. Escúchame,
Hiroshima, ahora soy otra. Soy la mujer más bella del planeta, la más elegante.
Me llamo Maggie Cheung. Me llamo Su, la señora Su, Su Li-zhen.
Visto una sucesión fascinante de qipao. Me muevo con lentitud, sonrío y
muestro con absoluta sutileza en mi rostro todas las emociones. Tú eres ahora
Tony Leung. Eres igualmente bello y elegante. Te llamas también señor Chow.
Estamos en Hong Kong, en los cincuenta. Sí, la época es parecida. También en
Oriente. Es más fácil entender que las cosas resuenen. Pero espera.
13.
Tú y yo, cuando
estuvimos en Hiroshima, es decir, en Nevers, nos vimos abocados a un reenactment.
Tú estabas muerto, es decir, él estaba muerto, y yo, yo era doble, estaba en
dos lugares y dos tiempos distintos. Yo sabía los dos papeles, el papel era el
mismo y se repetía, y, repitiéndose, se hacía distinto. Tú y yo estábamos
vivos. Él estaba muerto. Ahora, en Hong Kong, nadie ha muerto. Tú y yo estamos
vivos. Vivimos uno al lado del otro, en un atestado inmueble, en el que somos
realquilados y ocupamos cada uno una habitación en pisos contiguos. Con
nuestros correspondientes cónyuges. A nuestros cónyuges nunca les veremos la
cara, apenas entrarán y saldrán, de espaldas, de lado, se oirán sus voces.
Sabremos de ellos por referencias: viajes, un bolso, una corbata. Nosotros
somos los otros. Somos los otros porque somos los que estamos aquí. Es
como en Hiroshima, ¿te das cuenta? Porque somos los otros podemos ser los mismos.
14.
Ahora la película se
llama In the mood for love, y está dirigida por Wong Kar Wai, que es un
cineasta igual de genial que Alain Resnais. El año es el 2000. Los colores
fluorescentes han sucedido al blanco y negro filoso de nuestra primera
película, pero aquí también hay paseos por la ciudad y claroscuros y noches que
no parecen acabar. Nuestros cuerpos, sin embargo, siempre están vestidos. Yo llevo
mis qipao, entallados, frecuentemente con motivos florales. Tú vistes a
la occidental, con trajes y camisas y corbatas, y te peinas el pelo con
brillantina. Somos bellos, bellísimos, y tristes. Nuestros esposos nos engañan.
Nos engañan el uno con el otro. Así, allí, en esa casa que casi compartimos,
delante de nuestros ojos. Al principio no lo sabemos. O sí, sí lo sabemos, pero
no queremos saberlo. Luego, cada uno lo sabe, pero no sabe si lo sabe el otro.
Finalmente, nos lo contamos. Hablamos de bolsos, de corbatas. Yo digo: creí
que yo era la única en saberlo. El vínculo ha quedado establecido. Y el
pacto: no seremos como ellos.
15.
Y es entonces,
querido Tony, querido Eiji, querido Hiroshima, querido Chow, cuando empezamos a
jugar el juego de Nevers. Sólo que ahora todos estamos vivos, y lo que tenemos
que representar no nos ha pasado a ninguno de los dos. Empezamos a repetir los
gestos de otros, de esos otros que se muestran apenas de refilón. Me
pregunto cómo empezó. Y las escenas se suceden. Mi marido no diría eso,
cuando tú dices no quiero ir a dormir a casa esta noche. O yo digo elija
usted, no sé los gustos de su esposa, y tú pedirás un steak y me pondrás
un poquito de mostaza. ¿Le gusta el picante? Yo sonreiré. A su esposa
le gusta el picante. Sí. A eso jugamos. Al juego de Nevers. No hay el mismo
dolor. Nadie ha muerto, nadie ha sido escarnecido, a nadie le han rapado la
cabeza, a nadie le han encerrado en un sótano. Pero hay dolor. Y la necesidad
de comprender. Para comprender, el único remedio es ser otros. Ser otros para
ser los mismos. Lo somos. Mira cómo lo somos.
16.
Se sabe que Wong Kar
Wai rodó la escena en la que finalmente se produjo el encuentro amoroso del
señor Chow y la señora Su, después de tantos paseos, de tantas tardes en la
habitación 2046, escribiendo esas historias de artes marciales que se
publicaban luego en algún periódico. Se sabe que sí acabamos siendo
ellos y que una noche, en el taxi, apoyando mi cabeza en tu hombro, dije no
quiero volver esta noche a casa. Pero la escena de nuestro abrazo no se
mostró, no se incluyó en el montaje final, no era para ser enseñada. No
aparecieron nuestras espaldas indistintas construyendo una fortaleza en torno a
nuestros corazones. La película no debía contener esa escena, pero los
protagonistas debían ostentar ese conocimiento. Los personajes debían
haberse amado para poder saber lo que sería perderse. Porque, finalmente, todos
nos perdemos. Todo se pierde. Por eso Wong Kar Wai hizo que Maggie Cheung y Tony
Leung se acostaran en la habitación 2046, para que la señora Su y el señor Chow
hubieran hecho el amor, aunque a nadie se nos concediera irrumpir en ese acto
íntimo y sagrado.
17.
Eso sería lo que
quería escribir aquí esta noche, me parece. Dos películas que resuenan. Dos
parejas que se encuentran en el tiempo extraño del celuloide. Un homenaje de Wong
a Resnais. Un juego letal: el de vestirse el cuerpo del otro, los recuerdos del
otro, para poder amarnos. Eso sería, pero en realidad eso sería sólo el
envoltorio, las palabras, lo de menos. Porque, siendo importante, siendo bello,
no es nada más que una discusión erudita, o tal vez sólo pedante, sobre
dos cintas que se cuentan entre las mejores que jamás se hayan rodado. No, es
otra cosa, más profunda. Intentaré explicarlo. Es decir, no, no explicarlo en
absoluto, porque es inexplicable. Intentaré escribir unos versos sobre ello, un
poema en prosa, un breve ensayo, algunas incoherencias, frases vacías, cosas
que no deberían decirse. Cosas que he escrito esta tarde y quiero que acaben
aquí.
18.
Todas las historias
de amor son historias de dobles. Todas se edifican sobre malentendidos. En todo
momento uno es el otro y el otro no sabe ser otra cosa que el uno que es, pero
esos dos abrazan a los otros dos que hay enfrente y en ese abrazo de geometría
torturada se afianza un vínculo que sólo parece sólido porque lo miramos como
por espejo. El futuro modifica el pasado, el tiempo se escribe del revés, de derecha
a izquierda, y los recién llegados se visten la ropa que quedaba en los
armarios de las viejas visitas. Las cosas ocurren una y otra vez, y cuando
ocurren sólo una vez resulta catastrófico. Por eso todo es un juego de sosias
sobrevenidos, de gemelos distantes, de ecos que preceden a la enunciación de la
frase. Y esa conducción inversa deviene fácilmente regressio ad infinitum.
Hay una imagen que preexiste, un anhelo constitutivo, especialmente para los
melancólicos.
19.
Todas las historias
de amor son historias de fantasmas. Yo he escrito unas cuantas. En el relato se
inventa lo vivido. No se fija, pues siempre hay una estratigrafía, cada
recuento se deposita sobre el humus de las viejas consejas, tantas veces
susurradas al amor de una lumbre que puede ser una noche sin luna o un café
extranjero. Ni simultáneos ni actuales: los amores siempre se desincronizan, se
interfieren, y de ese modo se falsean. Pero el único modo de ser, no auténticos,
sino certeros, es siendo falsos. El amor, ante todo, ha de vérselas con el
tiempo, y el cuerpo de ejército más básico del tiempo, su infantería, son los
recuerdos, el hecho inverosímil y nocivo de que el presente esté repleto de
habitaciones congeladas llenas de un mobiliario kitsch y descascarillado.
20.
Toda historia de
amor es una historia de fantasmas. No del pasado, sino del futuro. Fantasmas en
ciernes, fantasmas que nacen en cada caricia, se superponen sobre los cuerpos
que, de todos modos, no son tampoco sólidos, sino apenas inertes, pesantes,
masivos. Nos insertamos a redrotiempo en el diagrama de flujo siempre
fracturado de la existencia ajena. Lo hacemos incluso con violencia, desbaratando
la elegante disposición de los soldaditos de plomo en su desfile milenario. De
ahí la extrañeza del amor. Por ello, hemos de reconocernos, finalmente, ficticios,
parte de una épica tanto como de una lírica, figurantes en un film de
argumento espiral, reos de una prisión en la que los barrotes delimitan sólo
espacios reflejos, lugares en los que ser interminablemente los mismos. No nos
repetimos: nos agotamos. Nos arrojamos. Tantas veces como haya un campanario
disponible.
y 21.
Hay un número
infinito de lugares en los que no estuvimos, no fuimos, una larga lista de
topónimos ajenos, situados tras una frontera irrebasable, la que nos separa de
las cosas no hechas, ya irreversiblemente negadas, un poco por inadvertencia,
un poco por pereza o cobardía, o también porque, en última instancia no nos es
dado ser más que lo que somos, aunque lo seamos bien precariamente. Somos, así,
ante todo, esas lagunas, esos grandes huecos del no haber sabido, y es de esos
exilios de donde creemos huir cuando abrimos los brazos y encontramos un cuerpo
que se nos parece y que mira hacia la dirección opuesta, hacia sus propios
huecos. Es ahí cuando nos es concedido amar y podemos decir legítimamente
que somos Maggie Cheung y que, una vez que acabe este beso, ningún otro beso
podrá evitar ser este mismo beso, el que empieza una y otra vez en la fiesta
circular del bar que se llama Cielo.
P.S. Obviamente, el haber visto Hiroshima
mon amour e In the mood for love podrá facilitar la comprensión de
esta entrada, pero, por supuesto, el hecho de ver esas películas, de descubrirlas
si aún no se han visto, proporcionará recompensas infinitamente más valiosas
que ese insignificante rédito. No dejen, pues, de hacerlo.
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