jueves, 27 de junio de 2024

El libro

 


Que celui qui pourrait écrire un tel livre serait heureux, pensais-je, quel labeur devant lui!

MARCEL PROUST

Camerado, this is no book,

Who touches this touches a man,

(Is it night? are we here together alone?)

It is I you hold and who holds you,

I spring from the pages into your arms

WALT WHITMAN

 

1.

Famosamente, Borges se refiere a una de las noches de las Mil y una, concretamente a la 602, como una noche central, o noche de noches, en la que el relato que plantea Sherezade (o Shahrazad, como escribe él, influido por las versiones inglesas de las Arabian nights, sin duda) describe, siempre según el argentino, una peripecia que se superpone como un calco con la que inicia la larga sucesión de noches en las que ella lucha por su vida. Pues no hay que olvidar que el rey Shahriar es un serial killer, dispuesto a acabar con la población de vírgenes de su pueblo ya que, como venganza por lo que juzga la inconstancia femenina, ha tomado la decisión de no cultivar amor ni fidelidad, de no tener una esposa que le acompañe durante los años de su vida, sino que más bien desposa cada día a una, la desflora por la noche y a la mañana siguiente la hace decapitar, para empezar ese sangriento bucle una y otra vez.

 

2.

Las noches árabes parten de esa premisa. Shahrazad, astuta, se hace acompañar por su hermana, quien le pide que le cuente una de las muchas historias que conoce, para amenizar la velada. La narradora dosifica, escancia el relato con sabiduría, de modo que el alba sorprende al auditorio, que incluye, claro, al embelesado rey, absorto en el cuento que sale de los labios de su esposa, llegando justo a un cliffhanger en el que la narración ha de interrumpirse hasta la noche siguiente. Así, la amenazada Sherezade se las arregla para durar las mil y una noches del título, al término de las cuales el rey ya le ha concedido su clemencia.

 

3.

Que semejante crueldad haya sido ofrecida generación tras generación a los niños de todo el mundo debería, cuando menos, hacernos reflexionar. No es ya el absoluto desprecio por la vida femenina (ay, todo esto es tan tristemente vigente), el servilismo ante el poder omnímodo del monarca, o la torturante incertidumbre de cada anochecer que conduce al ahogado suspiro de alivio del alba que despunta, es, sobre todo, el hecho de que en ningún momento nadie parece haber reflexionado sobre ello, darle importancia, leerlo sin dejarse embaucar por el exotismo o por las tramas engarzadas de los sucesivos relatos. Así se escribe la historia.

 

4.

La narradora, haciendo uso de su ingenio, y del poder de la narración, salva su vida. La literatura es esa forma de aplazamiento de una ejecución siempre inminente. ¿De qué lagar de historias se surtía Sherezade? ¿Qué angustias no pasaba cuando se trabucaba en una cláusula, se despistaba en un giro del episodio, se quedaba en blanco y no era capaz de seguir hilando, mientras las Parcas, a su lado, no dejaban su labor? De la literatura como ejercicio a vida o muerte, se podría titular esta recopilación occidentalizada del rico acervo de apólogos orientales que fueron circulando por Europa en el siglo XIX y que Borges atesoró con tanto cariño, y compulsó en sus variadas traducciones, al estudio de las cuales consagró una pieza que fue incluida en la edición de Historia de la Eternidad, el segundo libro que leí de él, hace ya muchas décadas.

 

5.

Afirma Borges: La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche, el rey oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también —del mismo modo— a sí misma. Así, en esa noche repentinamente devenida circular, se abre un vórtice que amenaza con tragarse el libro entero, y con él el universo. Pues si la historia relata la historia en la que están viviendo la narradora y el narrado, todo se retuerce en su Möbius, todo deviene bucle y hace que se rompa esa dura lex que llamamos tiempo, que llamamos identidad, que llamamos nosotros, pues nosotros somos, nuestra identidad es, el tiempo y el tiempo se escurre.

 

6.

En la modesta biblioteca paterna y materna a la que me referí hace poco destacaban algunos libros de ediciones más lujosas. Así, unas Obras inmortales de pasta roja de la editorial EDAF, que incluían generosas selecciones de novelas de Flaubert, Stendhal, Balzac, Zola, Eça de Queiros... y algunos Clásicos Nauta, amarillos, con papel biblia de cantos dorados: El Quijote, El Decamerón y los dos tomos de las Mil y una noches. Recorrí esos libros, por supuesto, y me detuve muchas tardes, más bien ruborizado como el púber que era, en los jugosos detalles eróticos de la compilación oriental. Conservo esa edición. Si la fatigo, por decirlo al borgiano modo, en busca de la noche 602 no encuentro lo prometido. Por supuesto, Borges miente, inventa, es apócrifo. Otros muchos lectores hicieron la misma operación, incluyendo por ejemplo a Italo Calvino: no es cierto que la noche 602 sea la noche circular. Lo que se narra en ella no es la historia de Shahriar. El universo está a salvo. Borges nos la ha jugado otra vez.

 

7.

O tal vez no. Intrigado por esa prestidigitación, que, por otro lado, Borges repite numerosas veces en otros textos en los que se refiere a esa mise-en-abyme, indago. Así encuentro que Evelyn Fishburn, en el número 18 de la revista Variaciones Borges (2004) localiza, tras arduas pesquisas, una posible referencia que estaría en el origen de la borgiana interpretación. Hay que irse a una edición de la traducción de Burton de las Arabian nights, predilecta de nuestro porteño, en 17 tomos (frente a los 16 de la canónica), que incorpora Noches suplementarias, relatos que no fueron incluidos en la compilación habitual, y allí, en una de esos complementos, aparecería, sí, el relato en el que Shahriar reconoce su retrato. Al parecer, en una traducción al alemán que también estudia Borges en su paper de Historias de la Eternidad, ese cuento sí está incluido, pero justamente en la noche 1001, al final, para así empalmar con el principio y convertir la obra entera, ciertamente, en circular. Ni siquiera está claro que eso fuera del conocimiento de Borges, pero lo cierto es que la mise-en-abyme prescrita, transcrita o imaginada por Georgie existe, y esa existencia es suficiente para que el gran agujero que abre en el transcurso nos succione a todos.

 

8.

Magias parciales del Quijote está, de hecho, consagrado a ese tipo de juegos literarios con potencialidad de infinito. Empezando, claro está, por el propio de la obra de Cervantes, en donde, al comienzo de la Segunda Parte, el Ingenioso ya Cavallero se enfrenta, entregado a él por el bachiller Carrasco, con el libro que glosa sus hazañas. Alonso Quijano, que devino Don Quijote, ve a Don Quijote cabalgar por las páginas impresas del libro que sostiene, y ahí, justamente ahí, Cervantes dinamita de manera irreversible el arte de narrar e inventa, al mismo tiempo que la destruye para los restos, la así llamada novela moderna. Y es bello naufragar en esos mares, sin duda.

 

9.

En otra gloriosa vuelta de tuerca, nuestro asendereado hidalgo, llegado a Barcelona, visita una imprenta, en donde de repente comprueba que lo que se está imprimiendo es justamente el Quijote apócrifo de Avellaneda, la obra cuya aparición obligó a Cervantes a pergeñar su propia continuación, en la que se aseguró de matar a su protagonista. Un personaje que se ha entendido personaje y que ve como se está dando nacimiento a un personaje que dice ser él pero no es más que un impostor, lo cual le enfurece y despierta en él esa pulsión destructiva que tan malos resultados le da siempre. Y nosotros, con la boca abierta. Y Cervantes, quien lo duda, regocijado por su invención. Por no hablar, por supuesto, de Cide Hamete Benengeli.

 

10.

Marcel Proust siempre supo cómo terminaba su Recherche. Lo que no supo, y no podía saberlo porque no dependía de él, sino de lo que aguantara su salud tan precaria (por no hablar de incidentes colaterales como la Gran Guerra, o súbitas y dolorosas entradas del amor y su hermana la muerte en forma de accidente aéreo), es si podría terminarla él, si podría escribir el final. Cuando aún todo era larva, y se quería llamar Contre Sainte Beuve, ya estaba en juego la dualidad tiempo perdido - tiempo recobrado, y el término de la quête debía ser esa recuperación del Temps, devenido deidad y con la mayúscula que tal condición exige. Lo cierto es que la obra quedó realmente inconclusa, por más que se pudiera enarbolar una versión más o menos definitiva, que resultó inevitablemente póstuma en los últimos volúmenes, y singularmente en Le Temps retrouvé.

 

11.

Cansado por el devenir de los años, los desengaños, las derrotas amorosas, las pérdidas familiares, el final de una época de la que él se había querido protagonista y cronista, Je, nuestro narrador, con el que llevamos conviviendo ya tantos meses, declara, tras la cascada de iluminaciones de la última matinée. su intención de verter en un Libro (todo el universo aboca a un Libro, nos recuerda Mallarmé) las esencias de su vida, todo ese caudal de acontecimientos, banales o decisivos, pues ha entendido, en la iluminación suprema, que eso es todo lo que cabe hacer contra el tiempo. Por ello, en las últimas páginas de la magna obra le vemos encaminarse a su retiro, armado apenas de los elementos de escritura, como un San Jerónimo en la celda de un cuadro renacentista, para ejecutar esa misión, que acaba convirtiéndose, sí, en una ejecución, pues lo único que rodea a esa tarea, ya, es el morir.

 

12.

Así, la Recherche acaba con el anuncio de la Recherche, con la promesa de un desdoblamiento potencialmente infinito en el que justo ahí nuestro Marcel nos mira y nos dice: ¿no te diste cuenta de que el final siempre es un principio porque, ay, el principio siempre es un final? Y nosotros, que hemos ido expresamente a París hace año y medio a ver una exposición en la Bibliothèque Nationale, con motivo del centenario proustiano, y hemos visto las caligrafías, las notas interminables en las pruebas de imprenta, las galeradas obliteradas por pentimentos y correcciones, ese plano de la batalla imposible de vencer del escritor consagrado a su tarea interminable que ya se acaba, para la que ya no hay tiempo (ah, le Temps), ese escritor luchando por su vida, como Sherezade, comprendemos, y asentimos, y callamos.

 

13.

Pues no hay, me parece, labor más alta que ésa, ahí estamos justamente tocando los bordes sedosos de la experiencia mística. Ahí, acaso sin merecerlo, nos es concedida la visión espiral y en esa puesta en abismo podemos ver (ah, visión de Dante en el último círculo, qué pequeña) cómo todo es mentira y por lo tanto, gracias sean dadas a Apolo, todo es juego. Hay, sin duda, suplicios circulares, ya lo sabemos, hijos de Sísifo que somos, pero también existen, extraños, preciosos, los gozos circulares, ésos en los que de repente, el personaje que escribimos nos toma la pluma y empieza a escribirnos él a nosotros, liberándonos así del peso extenuante del estar vivos.

 

14.

En la vastedad del desierto acecha siempre la posibilidad del bucle. En un momento dado, y sin que pueda saberse cuándo o por qué, el primero de los camellos, el que abre la caravana, empieza a escorarse, no aún a virar, no, ni mucho menos, apenas unos grados, unos minutos de arco. Ni los mejores astrolabios sirven para determinar la variación de la derrota, pero el territorio es vasto y, noche a noche, relato a relato, mientras el alfanje duerme y nuestro cuello reposa, apenas con una cierta tensión, una cierta rigidez, los segmentos se acumulan y un día descubrimos un paisaje familiar, un paisaje paralelo al de nuestros recuerdos, y no mucho después estamos donde empezamos. Y ahí es dónde nos preguntamos cómo ha podido suceder esto, pero no desesperados porque las mercancías se echen a perder, temerosos de la ira de los clientes que nos esperan, agotados por un camino que ha resultado improductivo, sino, al contrario, henchidos de gozo porque nos ha sido dado entender que nunca fue verdad que hubiera que ir, que nunca fue necesaria la recta, que la caravana era apenas un pretexto para que brotara el milagro de la fuga, del arrebato. Y queremos saber cuál es la palabra mágica, para guardarla al fondo de la lengua y repetirla en los besos.

 

15.

Estamos aquí porque un día, que resultó ser el 15 de enero (los números se las arreglan para cuadrar las cuentas, siempre) de 2023, siguiendo un impulso cuya motivación no era clara siquiera para mí (aunque recuerdo que había entendido que los lectores estaban esperándome, que, si yo gritara, sí que me oirían en los órdenes angélicos, fue una noche de exaltación, una noche 602) comencé esta aventura que di en llamar Pálido juego, acepté violar mi propia prohibición de nunca más escribir un blog, acepté así el bucle que se me ofrecía como una culebrilla en la larga travesía del desierto. Cuando despertó, el blog seguía ahí, dijimos Monterroso y yo, porque era cierto que bastaba con teclear y la plantilla acogía lo tecleado y lo transformaba en un nuevo Blue Parrot. Y Rick e Ilsa nos saludaban, te saludaban a ti, especialmente, diciendo here’s looking.

 

16.

Así, la geometría que presidía este trayecto era ya, de saque, no euclidiana, por lo que estaba abierto a todo tipo de desvíos, pasadizos secretos, barrancos con ecos inesperados, grietas en la dudosa fábrica de palacios de la memoria venidos a menos como casas solariegas de familias extintas, baldíos y descampados. Desde el comienzo no hubo mapa, la consigna era a tientas, y se ejecutó con toda la honestidad del que, ya, a estas alturas, no tiene nada que perder. Por eso todo eran titubeos, contradicciones, yenkas que oscilaban entre el adelante y el atrás, y que se aventuraban a lados que limitaban con cunetas propicias al descarrilamiento. Por eso hubo que dejar que las proles se ordenaran y los árboles genealógicos fueran podándose hasta alcanzar una nitidez de destino. Pero seguía, sigue, siendo a tientas, porque no sé escribir de otro modo, porque no quiero escribir de otro modo.

 

17.

Por ello, todo el proceso se desarrolla en tiempo presente, por ello no hay más registro que alguna relectura furtiva en la que distingo tan bien esos fragmentos que yo no escribí, que me fueron dados por unas musas enternecedoramente generosas conmigo en estos últimos tiempos. Así, desbocado, pero también disciplinado, constante como lo he sido pocas veces, fui acumulando escalofríos. El resultado es éste, año y medio después, más de cien entradas después. Pero yo no lo sabía.

 

18.

El 21 de junio (me repito, pero me disculparán, porque es decisivo) viví mi noche de las noches, mi noche 602 en la que todo empezó una y otra vez en un bucle glorioso de sonrisas, abrazos, en una danza circular que no termina, que ya nunca termina. Allí, en ese océano de amor, me fueron entregados presentes, como si yo fuera un rey oriental que recibe una caravana lejanísima, una caravana infinita y eterna, que rima con mi vida, dilatada y extensa ya. Entre esos presentes me fue entregada una extraña joya, me fue entregada una espiral. Un objeto interminable que está constituido por un abismo de espejos: me fue entregado esto, esta obra, este blog, convertido en libro, en Libro.

 

19.

Parecería trivial, pero es mágico. No ya por el amoroso cuidado con el que mis amigas ejecutaron la labor de transcribir, maquetar, componer, editar, imprimir estas líneas, las líneas de las primeras 100 entradas de este Pálido juego, sino porque ahí, de repente, comprendí, comprendí táctilmente (que es, ya lo sabemos, el único modo de alcanzar una certeza que las ilusiones ópticas nos escamotean) la magnitud de este work in progress que se va ejecutando en su sucesión de nacimientos, sin que yo sea apenas consciente de ello. Más de seiscientas páginas, profusamente ilustradas, al sebaldiano modo, llenas de palabras que fueron acaeciéndome, a mí, el grafómano, el físico que nunca se avino a ser un escritor comme il faut, que siempre consideró que el negocio de la publicación era un asunto algo sórdido (o que simplemente siempre tuvo miedo a mostrarse, un miedo cerval al rechazo), que tiene tantos cuadernos, pero tan pocos libros suyos, un montón de palabras que ahora son un libro, un ejemplar único, lleno de las firmas de todos mis amigos, un volumen sólido, bello, que me acompañará siempre, que podré leer como si fuera de otro, del que podré hablar aquí, en el blog, poniendo el espejo frente al blog, abriendo una puerta a un infinito propicio, pues es el infinito en el que siempre quise estar, el de Proust, el de la literatura.

 

20.

A Alonso Quijano se le secó el cerebro de leer tantos libros y el donoso escrutinio le privó de lo más granado de su biblioteca. Pero esos mismos censores impíos acompañaban a Sansón Carrasco cuando éste le entregó al hidalgo un nuevo libro para sus estantes, un libro que era él, y nadie pensó en arrojarlo al corral ni en hacer una pira con él. Este libro soy yo, y si soy yo, lo somos todos, y si lo somos todos, es un libro interminable, y se sigue escribiendo, se está escribiendo justo ahora, justo aquí y si yo tecleo una l esa l es el libro ya, es la l del libro, la l de luz. En la portada del libro hay unos ojos que me miran y son los míos, por lo tanto, en ese juego de miradas, entre el yo que soy y el yo que fui, y desde la inexistencia de esos yoes y desde la gratuidad de todos estos afanes y desde la licitud incontrovertible de todos estos juegos, podemos declarar (ay, por fin) abolido el tiempo, y sentarnos tranquilamente en la butaca a leer el libro para que nos cuente lo que va a pasar, que seguramente será lo que ya ha pasado. Y cuando esté mañana en Barcelona no necesitaré visitar imprenta alguna, porque ningún Avellaneda puede escribir un libro sobre mí como puedo hacerlo yo mismo, es decir, como podemos hacerlo entre todos, y por eso, de todas las cosas maravillosas que me pasaron el día de mi sesenta cumpleaños, de todos los presentes que me fueron otorgados, éste es, sin duda, el regalo más bonito que me han hecho nunca.

jueves, 20 de junio de 2024

Escribir


 

escribir

como quien deja la luz encendida

y duerme de pie sobre sí mismo

para saldar las cuentas con el miedo

CHANTAL MAILLARD, Escribir

 

1.

Escribo a mano. Bueno, eso no es del todo correcto. Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo directamente en el portátil. En este caso, además, sin partir de notas previas y casi sin un esquema definido, a lo que salga. Pero también escribo a mano, tanto como puedo, siempre llevo un cuaderno, o al menos algunas hojitas metidas dentro del libro que acarreo sistemáticamente, para no perder ni una frase que las musas me traigan. Y si tengo sosiego, muy a menudo en hoteles, o en cafés de ciudades distantes, abro la Leuchtturm y con un rotulador Uni-Ball Eye Micro negro (tiene que ser ese modelo, ya los he probado todos y es el que prefiero, aunque en realidad me gustan más las plumas estilográficas, claro, pero es poco aconsejable llevarlas y traerlas por ahí, metidas en el pantalón del vaquero, como hago yo) anoto con calma, cuidando mucho la caligrafía, normalmente alternando la lectura y la escritura, y esperando que las frases vengan y que todo resulte automático, pues hace mucho que ya sé que lo mejor que escribo lo escribe Otro. U Otra.

 

2.

Siempre me ha gustado escribir a mano, ya he hablado de eso por aquí, desde muy pequeño. Cuando era un niño, en el colegio, mi caligrafía era minúscula, pero muy legible, siempre fui elogiado por ella. Fui abandonando la cursiva escolar por una letra de imprenta que llenó tanto los cuadernos de literatura que siempre mantuve, a lo largo de las décadas, como los otros cuadernos de apuntes de la carrera, que resultaron muy populares y fueron muy fotocopiados, pues yo pasaba a limpio las anotaciones de las clases y las intentaba ordenar y complementar con algún libro de texto. Andan por ahí esos cuadernos, no los he tirado, están en el trastero. Mecánica Cuántica I o Métodos Matemáticos de la Física. Letra de imprenta inclinada, que luego fue enderezándose.

 

3.

En el 1977, del que ya he hablado aquí hace poco, ya he contado que mis padres me regalaron una máquina de escribir, una Olivetti Lettera 35. Una herramienta respetable, la verdad. Recuerdo su doble cinta negra-roja, aprendí a colocar los márgenes y tabuladores, a fijar el interlineado. A veces usaba papel carbón para sacar una copia de lo escrito. Los dedos acababan indefectiblemente negros, y en esa hoja tan fina quedaban, como en un palimpsesto, los textos que había tenido la capacidad de transferir, mezclados, no siempre paralelos: vestigiales. Me encantaba mi máquina de escribir, y la usaba continuamente. Componía libros de poemas que deshacía para volver a reorganizarlos. Compraba paquetes de folios que gastaba en seguida. Aún tengo esos poemas mecanografiados, convenientemente ordenados en archivadores, según su fecha de composición. Pero era raro que usara la máquina de escribir para inventar algo, normalmente transcribía lo que había anotado en cuadernos, que entonces eran de espiral, tamaño cuartilla, cuadriculados o con papel milimetrado. También conservo todos esos cuadernos. Hablo de hace cuarenta y tantos años.

 

4.

Una vez, debía de ser por 1980 ó 1981, yo estaba en el B.U.P., participé con otros compañeros y compañeras del colegio (y con cientos más de todos los colegios de Madrid) en la fase provincial del veterano y benemérito Concurso Nacional de Redacción de Coca Cola. Muchos de ustedes lo conocerán o habrán participado en él en su momento: había una oportunidad en una edad determinada, debía de ser a los dieciséis años o así. Había, eso, una primera fase provincial, y luego los mejores iban a la fase nacional, y ganar ese Concurso era desde luego algo muy importante. Yo conseguí llegar a ser finalista de Madrid pero no me dio para participar en el último paso antes del título definitivo. Pero sí formé parte de una entrega solemne de premios (los grandes colegios religiosos de Madrid eran los que partían el bacalao, para el día del ejercicio, por ejemplo, fuimos al Menesiano, y no sé si fue ahí mismo la entrega de premios, en un salón de actos o un teatro), y me dieron un diploma y una máquina de escribir de regalo. Yo estaba desolado, porque me había quedado muy cerca, y además ya tenía una máquina. Ésta de regalo no estaba mal, era portátil, de las que se podía llevar como si fuera una maletita, pero era mucho peor que mi venerada Olivetti. Así que a partir de ahí pasé a ser el adolescente con dos máquinas de escribir, y a veces, por puro gusto por la variedad, las alternaba.

 

5.

El Concurso de Coca Cola consistía en lo siguiente: en un aula, como si fuera un examen, se nos disponía a cada uno en un pupitre, nos daban dos cuadernillos de dos folios cada uno, y entonces se desvelaba el tema, que era secreto y que era el mismo para todo el país, me parece (en las otras provincias se hacía eso mismo ese día, si no estoy equivocado). Uno podía usar uno de los cuadernillos como sucio y luego pasar a limpio en el otro, con la más cuidada caligrafía que imaginarse pueda, el texto definitivo. El tema de mi año, que resulta ridículamente inverosímil para un concurso literario, por muy de ensayo (o redacción, puesto que aún éramos escolares) que fuera, fue ¿Es posible conservar la naturaleza a la vez que se fomenta el desarrollo industrial? Literal, créanme. No me pregunten cómo yo encaré la redacción a partir del No le toques ya más, que así es la rosa, de Juan Ramón Jiménez, pero funcionó. Entre cientos y cientos de concursantes yo me gané la máquina de escribir. Si me lo curro un poco podría seguramente encontrar el texto en mis archivos, pero no merece la pena, y además, eso sería ir ya a estratos geológicos en los que uno puede encontrarse con fauna plenamente abisal.

 

6.

En esa especie de paseo triunfal que era mi vida de literato antes de la veintena, gané algún otro premio, incluso un premio provincial de poesía, además de todos los del colegio, algo ya he contado y no se trata de hacer una relación aquí: tiendo al pavoneo, ciertamente, pero tampoco conviene excederse. Entonces, en 1982, recién estrenada mi condición de estudiante universitario, y habiéndome encaminado ya de manera irreversible al Lado Luminoso (u Obscuro, según se mire) de la Física, me presenté a un concurso y no lo gané. No recuerdo bien cuál era el concurso, creo que era de la radio o de una Facultad. Mandé un poema que, la verdad, no estaba mal y se titulaba Nocturno infinito (me encanta ese título, con sus tintes musicológicos, y que es tan representativo de mi sempiterna tendencia a la Sombra, que por entonces yo escribía con mayúscula). Me pareció (ay) que ya estaba bien de tanta tontería, que ahora estaba haciendo ya cosas serias (y, de hecho, me estaban dando por todos los lados: ese primero de Físicas es de las cosas más salvajes que he tenido que vivir, tan mal acostumbrado como venía de los estudios anteriores, que apenas me habían costado). Así comienza mi periodo clandestino, que durará más de veinte años.

 

7.

¿Dejé de escribir? ¡Nunca, cómo se les ocurre! Pero es cierto que lo hacía menos, que lo hacía distinto, y que me había acostumbrado al silencio absoluto sobre esa parte de mi vida, de la que mis compañeros de carrera no supieron nunca (me avergonzaba, fíjense ustedes). Las máquinas de escribir siguieron sirviendo, pero a la larga fueron cediendo el terreno a su sucesor y asesino, el ordenador. Mi primer ordenador, lo que se llamaba un PC, fue un 486 que me compré ya trabajando, pero viviendo aún con mis padres, en el tiempo en que tenía que ponerme a escribir la tesis doctoral y a sacarme la oposición de titular. Mi veintena ya estaba finiquitando. Con el PC vino una flamante impresora de chorro de tinta (en la Uni ya había manejado las de agujas, pero había pocos ordenadores y pocas impresoras para todos los que éramos). Ahí, entre capítulo y capítulo de tesis, empecé a transcribir, no sin cierta culpabilidad, poemas con los procesadores de textos de entonces, y a imprimirlos, y guardarlos en carpetas. Poco, menos de lo que hubiera debido. Escribir es algo que siempre he necesitado para mi equilibrio mental. Y emocional.

 

8.

Ese ordenador se quedó en la casa de mis padres cuando yo me fui de ella. Mi padre jugaba, con una constancia digna de mejor empeño, al Solitario y al Buscaminas (Windows estaba en pañales entonces, y era lo que había, aunque yo tuve mi buen enganchón con el Tetris, no crean). Fue una de las cosas que acabaron en algún contenedor cuando la casa se desmanteló, porque había que venderla, para poder pagar la residencia en la que habían entrado mis padres. Las máquinas de escribir, creo, ya habían desaparecido antes, me parece que fue mi padre el que las tiró o se las dio a algún trapero. Tengo un vago recuerdo de que me pidió permiso, y yo se lo di. Me dio pena, pero lo cierto es que no tenía sentido guardarlas, y yo ya estaba encadenando un ordenador con otro, pasando a la saga de portátiles, cada vez más finos y más eficientes, gracias al dinero de los proyectos de investigación que iba teniendo. Escribir se había convertido ya en teclear y ver el texto emerger en una pantalla luminosa. No más esfuerzo para pulsar las teclas de la Olivetti, en la que a veces se enredaban uno con otro los martillitos que llevaban la letra a la cinta rojinegra. Y la posibilidad de la corrección infinita, sin las engorrosas tiritas de Tippex. Eso sí, hay poco de lo que escribí en esos años que merezca realmente la pena.

 

9.

Luego llegó Internet y los blogs, y los concursos en línea, y volví a salir del armario de literato. Ahí ya podríamos decir que empieza una línea cuya continuidad no se ha roto y llega hasta aquí. Estamos en el nuevo siglo, mi vida cambia más de lo que cabía esperar un poco antes, cuando estaba instalado en esa fase de la treintena en la que uno se obstina en hacer apuestas bastante inconscientes por los parasiempres. Nunca se habían ido los cuadernos, pero ahora fueron volviendo con más fuerza. Cuadernos de lujo, de tiendas suecas, con encuadernación en tapa dura, plumas Waterman que me regalaban por los cumpleaños, un nuevo modo de anotar, colocando la fecha al frente, como si fuera un diario, pero no lo era, eran textos literarios, sobrevenidos, fragmentarios, como lo siguen siendo. Empecé a llevar libretitas encima, luego me pasé a las Moleskines. Hasta ahora.

 

10.

Hay algunos aspectos de la práctica literaria que no forman estrictamente parte de la creación propiamente dicha, y sobre los que he reflexionado bastante. Lo primero son, como se ha ido viendo, los soportes, o, si se quiere, los medios. El niño que fui tuvo, sin lugar a dudas, su primer paraíso de la infancia en las papelerías. Rotuladores, cartulinas, folios, libretas, pegamento, láminas, plumas, papel de colores, todo invitaba, todo atraía, era una verdadera orgía sensorial, el tacto se regodeaba con los diferentes elementos que se alineaban en los expositores, las formas y los tonos convertían el establecimiento en un mondrian apetitosísimo para la vista. Y ese olor, ese olor de las papelerías. Quien lo probó, lo sabe.

 

11.

En los tiempos del confinamiento, la distribución de mi tiempo, como la de todo el mundo, cambió. Entre interminables y fatigosísimas reuniones on line y frustrantes clases virtuales, lo cierto es que la imposibilidad de salir o realizar otras actividades de ocio, me llevó a escribir y leer más de lo que venía haciendo, debido a las ocupaciones de mi trabajo. Entonces, y para paliar de algún modo la ansiedad en la que estaba viviendo por la circunstancia que atravesábamos (ya se acordarán), apenas se pudo empezar a salir a comprar o pasear un poco, y cuando se fueron abriendo más establecimientos, empecé a frecuentar de modo un poco compulsivo las papelerías. Ya no son, es cierto, las de antes. Al menos en mi barrio lo que uno encuentra son aburridas y deshumanizadas franquicias, con materiales muy estándar, muy de batalla. Pero daba igual, yo me daba mis orgías de compras de rotuladores y cuadernos, con la coartada de que estaba escribiendo mucho y los iba a necesitar. Libros también compraba, faltaría más. A decenas. Nunca he sido nada shopaholic. Salvo para eso. No tener cuadernos en blanco a la espera, por si sobreviene una especie de tsunami creador, provocado por la intervención del ejército de las musas, a guisa de valquirias que agitasen el océano, me produce una ansiedad físicamente reconocible. Y lo cierto es que, realmente, acabo llenando todos los cuadernos. Ésa es mi otra compulsión, la verdadera: escribir.

 

12.

En la novela Oracle night de Paul Auster, cuya trama no recuerdo con precisión, el protagonista, Sidney Orr, que es un convaleciente, entra un día, en uno de sus primeros y vacilantes paseos después de la enfermedad que le ha llevado al borde de la muerte, en una stationery en Brooklyn, su barrio, y compra un cuaderno azul. Ese cuaderno es clave para la especie de resurrección que experimentará. El cuaderno, que es portugués, es descrito detalladamente, y con el mismo detalle el narrador nos transmite sus sensaciones físicas, sensuales, diríamos. Es un flechazo: when I held the notebook in my hands for the first time, I felt something akin to physical pleasure, a rush of sudden, incomprehensible well-being. Me reconozco completamente en esas palabras, y seguramente muchos de ustedes también.

 

13.

El otro aspecto material de la práctica literaria es el carácter de ejercicio físico del hecho de escribir, sobre todo cuando se hace a mano, la profunda relación con el cuerpo que tiene la escritura. Yo, que soy propenso a cargar los músculos del cuello o de los hombros, que sufro de dolores en dedos, muñecas y brazos (dolores crecientes, pues la artrosis ha empezado ya a establecer sus colonias en este territorio indefenso que es mi carne), me canso mucho, escribir me duele. Una tarde (una noche, más normalmente, extendiéndose hacia la madrugada, como si fuera Kafka escribiendo La condena) de inspiración me produce un sufrimiento que apenas puedo paliar parando, estirando un poco, trabajando la contractura (loada sea mi fisio, que me cuida). Ese dolor resulta, no obstante, sacrificial. Se desea ese dolor, se desea que pase, como a veces pasa, que uno no puede parar, porque la musa sigue y sigue y sigue susurrando, o ya, abiertamente, gritando, exhortando. Por eso, cuando hay que escribir un texto largo, de corrido, como éste, prefiero el ordenador, es menos costoso, y tecleo, con mi técnica de aficionado heterodoxo, más rápido de lo que escribo a mano, porque cuando escribo a mano he de hacerlo con pulcra caligrafía.

 

14.

Los escritores no pueden ser ignorantes de esos hechos, y sin embargo no parecen reflejar demasiado a menudo en sus obras, que se presentan ya como finales, concluidas, esculpidas con la forma que les parecía predestinada, esas vicisitudes del proceso. Los filólogos, los documentalistas, sí saben de caligrafías temblonas, del paso de la edad en la forma de las letras, disciernen entre tintas y estilográficas, calidades del papel. Esa dimensión corporal de la escritura me interesa sobremanera. La de los demás y la mía. Me parece sorprendente cuando abro cuadernos que he escrito, que he llenado y que recuerdo perfectamente haber llenado y sin embargo lo que me encuentro es una especie de iconografía, de dibujo que es, antes que un texto legible, un cuadro que contemplar, un cuadro del que soy consciente de mi autoría, pero que me es dado ver sólo entonces, cuando ya ha pasado, cuando me he substraído de la secuencia de su escritura, en la que cada línea sólo se emparenta con las adyacentes, en la que uno está metido en el relato que cuenta, en el ensayo que desarrolla, en el poema cuyos versos engarza. Hay que ser capaces de desenfocar la visión y entonces a uno le asombra su facundia, del mismo modo que el escultor, en su dura lucha contra la piedra, en esa batalla desgarradoramente física, deja de ocuparse del milímetro, de desbastar justamente aquí, justamente este poco, y da un par de pasos atrás, se seca el sudor y mira, y sólo entonces ve.

 

15.

Soy mal pintor, mal dibujante, no he cultivado esas habilidades. Pero no soy mal calígrafo, y puedo concebirme dedicado a ese noble arte en la China clásica, con un fino pincel, o en el Islam que usa las formas de las letras para paliar la ausencia de la figuración. José Ángel Valente tiene un bello texto que se llama justamente Elogio del calígrafo y que comienza: Mi padre era calígrafo. Veo con precisión sus portaplumas, los puntos dobles o sencillos, anchos o finos, la letra inglesa, la redonda, la gótica, el espesor, la fluidez de las tintas, su color, el azul, el negro, los grandes títulos iguales, el firme y claro rasgo de los asientos y los números, sus grandes libros de contabilidad tan admirables. Con esa evocación, Valente describe el Paraíso. O al menos una habitación del Paraíso, su scriptorium, en el que yo podría desarrollar sin duda la que me parecería una de las formas más aceptables de la vida eterna.

 

16.

En 2012, ya lo he contado varias veces por aquí, resulté finalista del premio NH de Relatos con mi cuento La noche de los Lotófagos: eso sí que fue la salida del armario definitiva. Entre las muchas cosas que podría contar de la famosa entrega de premios y que todavía no han acabado por aparecer aquí (pero puede que aparezcan en alguna otra entrada) hay una, que podría tomarse sin duda por algo muy menor, pero que fue decisiva para mí. En todos los sitios de la gran mesa del banquete que nos iban a dar había colocada, a modo de obsequio, una Moleskine, para todos los presentes: premiados, jurados, periodistas, invitados. Yo también tuve, por tanto, la mía: roja, con el logo del convocante del premio en la portada: Wake Up To a Better World. NH Hoteles. Un regalo de empresa. Yo había justo empezado a usar las Moleskines, con toda la liturgia que arrastran. Me gustaba su tacto, se abrían cómodamente para poder escribir en ellas sin tener necesidad de sujetarlas, tenían buen papel. Las usaba sin rayar, lisas, hacía muchos años ya que había abandonado los rayados, y me cuidaba muy mucho, casi siempre con éxito, de mantener la rectitud (y la perpendicularidad respecto de los márgenes laterales) de mis líneas. Así que el regalo me gustó.

 


17.

La entrega de premios fue el 8 de mayo de 2012. Son tiempos convulsos para mí, ya lo he mencionado en otras ocasiones. La libreta NH no se usa durante unas semanas, escribo en otras. Entonces, el 20 de junio de 2012, es decir, hace exactamente 12 años hoy, me decido a abrirla. Abrir una libreta nueva exige un ritual como el de la apertura de la boca de la momia. Es siempre un momento solemne, y gozoso. La libreta es rayada. Hace mucho que no escribo en papel rayado, al principio me parece algo inconveniente. Entonces me doy cuenta de que justamente esa condición me obliga a escribir de un modo diferente. No se puede escribir del mismo modo en cualquier soporte, no se puede escribir igual con diferentes plumas, o diferentes colores de tinta, o diferentes tipos de letra en el ordenador. Pensar que sí se puede es equivalente a considerar que existe un texto platónico en el topos uranos de nuestra genialidad creadora, dispuesto a que nosotros, como meros amanuenses, nos limitemos a realizar su transcripción. Pero no, el texto se hace, el texto se pinta. Eso, que ya sabía en realidad, lo confirmé cuando empecé a escribir en esa Moleskine roja hace hoy doce años.

 

18.

Siempre, pero sobre todo mucho más en los últimos años, he sido dado a la deambulación, he sido (soy) un gran paseante, o por mejor decir un flâneur, que es un concepto en el que, cuando lo descubrí en Benjamin (referido a Baudelaire, poeta que yo había leído con fervor), me reconocí totalmente. En esos tiempos de 2012 escapar, despejarme, encontrar territorios propios, era algo imprescindible. Hacía calor ese día 20, ése fue un verano caluroso en Madrid, si mi memoria no me traiciona. Fui a algunas librerías, recogí libros que había encargado. Y me senté en una terraza que había (ya no está) en una calle peatonal y recoleta del Madrid de los Austrias, en una cantina mexicana, donde me pedí una Negra Modelo. Sé todas esas cosas porque las escribí en mi Moleskine roja. Porque, cuando la abrí, me puse a escribir de mí, a hablar desde un yo que no era habitual en mí. Y llené páginas y páginas. Se fue obscureciendo, me cambié a la mesa de al lado, que estaba bajo una farola, cené algo en ese mexicano. Seguí escribiendo. Me daba cuenta de que el rayado me llevaba, de que había que aprovechar. En casa, cuando llegué, ya bien entrada la noche, me senté en el ordenador y escribí un relato a partir de lo vivido esa noche. Fue una buena noche, tan buena como aquella de Trieste de unos meses antes. Si no hubiera sido por noches así no estaría, seguramente, escribiéndoles aquí, o al menos no así.

 

19.

¿Qué hay en las notas de ese 20 de junio? Pues, paradójicamente o no (pero no, claro que no), sobre lo que reflexiono en esas páginas iniciales es sobre el hecho de escribir. En esos días estoy estudiando en serio a Felisberto Hernández, que ya es para entonces un viejo conocido. Me subyuga el hecho de que Felisberto inventara su propia taquigrafía, una taquigrafía que sigue siendo indescifrable, de modo que algunas de sus notas postreras no han podido transcribirse. Relaciono eso con los Microgramas de Robert Walser, que estoy recorriendo también por entonces: esa escritura de insectario, minúscula, sobre los soportes más modestos y más peregrinos (Walser no siempre podía permitirse el lujo de papel de calidad), esa entronización definitiva de lo fragmentario, de una literatura que se ubica en el opuesto exacto de la grandilocuencia. O con el hecho casi metafísico de que Rilke cambiara su caligrafía influido por Lou Andreas Salomé: ese cambio de letra que va unido al cambio de nombre, de un René que pasa a ser Rainer. De esas cosas escribo el 20 de junio de 2012. Y también escribo poemas, y muchas otras cosas.

 


20.

Rescato algunas notas de ese día. El cuaderno empieza así: Hace mucho tiempo que no escribo en papel rayado, y estas hojas parecen además muy finas, y me temo que se va a transparentar en el anverso [en un añadido posterior, seguramente del mismo día o del siguiente, corrijo, o no: reverso, aunque todo es relativo...] lo que aquí escriba, construyendo una especie de

texto-Narciso

cuya decidida caligrafía especular siempre nos sorprende tanto. [La disposición tipográfica remeda la del cuaderno, estaba jugando también con los blancos y las indentaciones.] En la siguiente página, refiriéndome a la taquigrafía de Felisberto digo que es una forma extrema de la caligrafía, especialmente cuando, como es el caso, es inventada (y por lo tanto, indescifrable). Una caligrafía extraterrestre, digamos, que exige los buenos servicios del

Descifrador,

que es un personaje que me ronda estos días. Y así sigo un buen rato. Es fascinante recorrer las líneas apretadas de ese cuaderno, en un periodo que fue realmente fecundo, y es fascinante porque es obvio que todo eso lo ha escrito otro, por más que ésa sea mi letra (mi letra de entonces, en ese cuaderno) y por más que recuerde haberlo escrito. Hay una mística en eso, sin duda. Si bien eso es decir una trivialidad, porque en realidad, al menos por hoy y para mí hay una mística en todo.

 


y 21.

Y así, en ese 20 del día 20, de aquel día 20, o de éste, con esa bonita y rotunda frase final, la entrada debería haber terminado. Les juro que no les miento en lo de que iba escribiéndola sobre la marcha, es cierto, y así saldrá publicada, más allá de la corrección de alguna errata, o de una mínima mejora de estilo. Así que era imprevisible el número total de párrafos que compondrían el texto que habría de contener más o menos todo lo que quería decir sobre el hecho (la pasión) de escribir que, por otro lado, es un tema frondoso e inagotable. Pero lo cierto es que hay una coda. Ese 20 de junio era, como todos los 20 de junio (contando incluso el de 1964, el inmediatamente anterior al día de mi nacimiento, cuando inconcebiblemente, yo me encontraba en el interior de mi madre), el día de antes de mi cumpleaños. En 2012 cumplí 48 años, ahora, ya lo saben, mañana cumplo 60. Las celebraciones me van a impedir (¡gozosamente!) escribir este fin de semana, así que si quería honrar mi compromiso con ustedes y entregarles mi entrada de esta semana, había de hacerlo hoy. Por ello, me he puesto a intentar pensar de qué quería hablar. Tengo algunas notas: los poemas de la locura de Hölderlin (es decir, Scardanelli, el autor de mi novela, o al menos, el que la firma), o Ángel Crespo. Entonces, al abrir el día en mi libreta de ahora, que ya digo que es Leuchtturm y no Moleskine, he escrito 20 de junio de 2024 y me he dado cuenta del aniversario. Así que a partir de ahí ya estaba claro de qué iba a escribir: iba a escribir sobre el escribir. Iba a compartir mi amor por la escritura, por el hecho en sí de la escritura, como actividad, como proceso, como faena, como vuelo. Entre otras cosas (o sobre todo) porque cumplir los sesenta años significa que me voy a jubilar y que a lo que me voy a dedicar, ya definitivamente, sin cortapisas, deadlines o cargos de conciencia, es a escribir, a llenar cuadernos y completar archivos en el ordenador. Por el mero hecho de escribir, por el placer, por el juego, por el riesgo, por la magia de escribir, sin que importe el qué, o cuánto, o cómo, o para qué (sobre todo para qué). Sin que importe que lo único que acabe resultando de esa tarea interminable sea un montón de papeles que alguien amorosamente reunirá y custodiará, o que alguien arrumbará y olvidará, o que alguien arrojará a un contenedor o hará arder, acaso en una nit de Sant Joan, o todas esas cosas sucesivamente. Porque lo que importa no es lo escrito, sino escribir. Bueno, y ahora lo que importa, en el momento que ponga este punto final, es celebrar. Me espera la luna llena.

sábado, 15 de junio de 2024

El futuro

Diecisiete fragmentos sólo aparentemente inconexos

 



Je me souviens de Youri Gagarin.

GEORGES PEREC

 

1.

La noche del 21 al 22 de junio, más concretamente a las 3.08 de la madrugada (ay, esas tres de la mañana) habrá luna llena.

El 21 de junio es el solsticio de verano (en el hemisferio norte, bien entendido), si bien esa fecha oscila ligeramente, y este año, que es bisiesto, técnicamente el solsticio será el 20 de junio a las 22.50 h. Es el día más largo del año, el día en que la luz dobla el quicio y empieza su mengua.

El 21 de junio es también mi cumpleaños. Este año, el sexagésimo. Impresiona la cifra.

Que coincida justamente con la luna llena es algo que podríamos tomar como azaroso, y desde luego es una circunstancia gozosamente favorable poder cantar con Fred Buscaglione Guarda che luna!, pero sin estar solos, porque estaremos juntos, aunque no haya estrictamente mare.

Pero no, no hay nada azaroso en ello. Es, de hecho, lo menos azaroso del universo, porque los ciclos de los astros se repiten fatigosamente iguales a sí mismos milenio tras milenio. El día de mi nacimiento, hace sesenta años, ya se sabía que la luna sería llena el 21 de junio de 2024. Simplemente yo no lo sabía. La luna ha cumplido su órbita disciplinadamente, mes tras mes, a lo largo de mi vida, para ofrecerme justamente cuando más necesaria era, su mejor espectáculo.

Si quisiéramos, podríamos saber ya con absoluta certeza en qué fase estará la luna dentro de sesenta años, en 2084. Casi, casi llena, ligeramente menguante. En 1964 fue casi, casi llena, ligeramente creciente.

Este año, cuando ya haya pasado la fecha de mi cumpleaños, pero aún no haya acabado la fiesta, en esa noche tan corta que exprimiremos al máximo, la luna será llena. Nos pillará bailando.

 

2.

En una de mis recurrentes visitas a la Feria del Libro, el otro día, el pasado jueves, para ser exacto, me compré un libro singular. La autora es la artista y performer Camila Cañeque y, desgraciadamente, el libro es póstumo.

Camila murió repentinamente, con 39 años, el pasado 14 de febrero. No la conocía, pero sí recuerdo la noticia, y leer sobre ella entonces. Luego, supe del libro, acabado de componer, según reza su colofón, el 14 de marzo, último día del primer quinto del año. Un mes exacto después de la muerte de la autora.

Supe del libro, que está publicado por La Uña Rota, editorial que sigo, especialmente porque es la que publica los libros de Angélica Liddell, por Twitter, por alguna reseña, por un comentario extremadamente favorable de Vila-Matas. Lo dejé pasar en mis otras visitas a la Feria de este año. El jueves, finalmente, cayó.

Es un libro, sí, sin duda, singular. Cañeque fue reuniendo, de manera progresivamente obsesiva, según nos cuenta, las últimas frases de las más variadas obras literarias. Con ellas ha compuesto un artefacto gozosamente híbrido, en el que el discurso ensayístico se torna súbitamente narrativo cuando se engarzan esas frases terminales.

Apenas lo estoy recorriendo aún, pero me fascina. Especialmente porque cada una de esas frases de cierre se transforma, de manera natural, cuando se la extrae del marco del libro cuyo peso soporta sobre sus hombros, cuando se la permite viajar de la última página a un nuevo ámbito, virgen y por escribir aún, cada una de esas frases pasan a ser la primera frase. No de una secuela, sino de algo radicalmente nuevo, libre.

Vine a Comala, repetía el protagonista desolado de mi Habitación llamada trece años, enganchándose a esa contraseña, que había sido en una versión anterior (era para un concurso que exigía empezar así los relatos) En un lugar de la Mancha. Ahora, de repente, he aprendido que también se puede usar como contraseña Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedra. O hasta el vale cervantino que da por terminadas las hazañas del ingenioso caballero.

Porque el tiempo es siempre falaz, y lo es mucho más en el relato, y la presuntuosa seguridad con la que ordenamos las letras y las congelamos entre las tapas del libro es apenas un espejismo. Todo puede contarse de otro modo. Todo puede contarse al revés, y entonces la tristeza que inevitablemente acaecerá será sucedida por la alegría de lo que pasó cuando aún no sabíamos.

Hoy es 15 de junio. Hoy, exactamente hoy, Camila Cañeque habría cumplido 40 años.

 

3.

Una de las obras más sorprendentes, y entrañables, de Georges Perec (y eso es mucho decir, teniendo en cuenta que todas las obras de Perec son sorprendentes y entrañables) es la titulada Je me souviens, esto es, Me acuerdo. Consiste en una sucesión de 480 recuerdos breves, disjuntos, moleculares, que  van presentándose sin un orden aparente, como llevando cada uno de la mano al siguiente en virtud de un proceso de libre asociación.

Son recuerdos personales, pero implican sobre todo la parte más externa de nuestras vidas. Libros, películas, programas de televisión o radio, alimentos, costumbres, anuncios publicitarios. Esos quanta de memoria componen un paisaje fidedigno del vivir. Del vivir de Perec, pero también del de todos nosotros, pues Je me souviens es una obra abierta, que acaba con la frase (à suivre...), que nos remite al continuará de los seriales o de nuestros tebeos de la infancia, y que además ofrece al lector un buen puñado de hojas en blanco para que anotemos nuestros propios recuerdos.

Perec se inspiró en un antecedente que declara abiertamente, el I remember de John Brainard, que es el que define la fórmula, desde otro país, desde otra época anterior. Perderse entre las diferentes estaciones de metro de París o New York por las que nos conducen Perec y Brainard es un placer muy particular.

Puede abrirse el libro al azar. Lo hago, sin trampas: Je me souviens que tous les nombres dont les chiffres donnent un total de neuf sont divisibles par neuf. Y ahí, de repente, su pedacito de magdalena proustiana cuando nos damos cuenta de que eso nos lleva a la prueba del nueve, con la que los neófitos en el arte de dividir comprobábamos que habíamos realizado el cociente sin error.

Llevo semanas intentando pergeñar una lista de meacuerdos para compartirla aquí, pero el sistema no funciona así. Hay que dejarse llevar, hay que permitir a la memoria que navegue por su cuenta.

Me acuerdo... Sí, me acuerdo de todo, pero quedará entre nosotros.

 

4.

En la resonancia de las lecturas actuales, producto de la voracidad compradora de la Feria, recorro con bastante placer Física de la tristeza, de Gueorgui Gospodínov (no se me ocurre un título que sea más mío que ése, lástima que el búlgaro se me adelantara).

El capítulo IV se titula Time Bomb (abrir después del fin del mundo). Habla de las cápsulas de tiempo, esas colecciones heterogéneas de objetos por lo general banales que se encierran en algún recipiente como testimonio del tiempo en que vivimos, y como algo que habrán de recuperar las generaciones futuras, quizás cientos de años después.

Enterrados a mucha profundidad o en plena deriva por el espacio exterior (el golden disc del Voyager), esos modestos y también pretenciosos ajuares funerarios aspirarían a anudar lo inmiscible, engarzar en un mismo collar el futuro más remoto y un presente que se desgasta a toda velocidad. Son una prueba de una confianza alucinatoria en la existencia del tiempo, del porvenir, de lo por venir. Se apoyan en la (engañosamente) rotunda realidad del bulto del objeto y en eso superan a estos vanos intentos de enarbolar una posteridad posible en estas notas virtuales, que seguirán, quizás, resonando, en un tiempo en el que no se sepa ya nada de los dedos que las esculpieron, de los ojos que contemplaron su nacimiento. Eso si lo inmaterial se revela más resistente que lo material, cosa de la que cabe dudar.

Porque, como dice Gospodínov No sabe por qué, pero sabe que el fin del mundo no es el final. Después del final habrá que sobrevivir, volver a empezar.

O no.

 

5.

Hay algo embriagador, al menos para mí, en los registros. Listas, clasificaciones, toponimias, catálogos, colecciones, nomenclaturas. Es algo que me ocurre desde siempre, desde pequeño, cuando llenaba los cuadernos que me regalaban con las cosas más peregrinas.

Una cierta idea de una completitud que se sabe en realidad mística. La posibilidad de un orden que es conscientemente artificial, arbitrario, pero por eso mismo. Lo minucioso que es a la vez vasto. Lo inagotable, en su promesa de una tarea que justificara una vida eterna de monje en scriptorium.

Muchas bibliotecas de Babel pueblan mis textos, hijo de Kafka como soy, al cabo. Un día concebí el archivo de los besos, en donde se reunirían todos los besos dados, en entradas convenientemente cumplimentadas. Cuándo, cómo, quién. Una lista de gozo y dolor (pues los besos acaban y, ya lo sabemos, del beso sale cada uno por una puerta).

Sí, y por qué no, las fases de la luna. Recuerdo algunas.

Un lunario de besos. Una larga lista de aspectos, un catálogo de tonalidades de una luz que es siempre azul, como las estrellas que tiritan a lo lejos.

Danilo Kiš nos habla en su relato de la Enciclopedia de los muertos, inspirándose en el legendario, acaso apócrifo Archivo general de los nacidos que supuestamente guardan los mormones en cámaras acorazadas a gran profundidad en Salt Lake City. Ay, los cajoncitos de los besos, prendidos allí como las mariposas de Nabokov con sus alfileres.

Sí, el beso aquel, je me souviens. Ya sabes cuál te digo.

 

6.

La primera vez que fui a Zürich, en 1977, mis primos, que me llevaban en el coche desde Winterthur, donde vivían, aparcaron en un parking céntrico. Recuerdo (recordaba, hasta que volví muchos años después a la ciudad y recuperé la escena, inventándola inevitablemente) el puente sobre el río. Después supe que estábamos al lado de la estación.

Mis primos me contaron, y a mí me sorprendió tremendamente, que el parking era un búnker. No que hubiera sido un búnker, que también, sino que lo era, que estaba preparado para acoger a la gente en caso de guerra, de bombardeos. Recuerdo (lo he visto después, se me mezclan las imágenes) la gruesa puerta, los techos abovedados, el gran espacio, aparentemente dedicado a la inofensiva tarea de acoger a los coches de los visitantes. Pero no.

En Suiza todas las casas tienen su sótano, donde está el keller, el almacén, el trastero. Todos esos espacios son refugios. Para cuando hagan falta.

Cuando era un niño, por los mismos años, a veces íbamos con el colegio a la Casa de Campo, que estaba literalmente enfrente. Paseábamos y en ocasiones veíamos algunas estructuras a medio derruir. Son de la guerra, nos decían. No sabíamos mucho de la guerra, de eso no se hablaba, no sabíamos de los combates interminables en esa zona de la ciudad, o del no pasarán.

Ametralladoras cobijadas en estructuras de ladrillo. Algún día, algún padre, algún abuelo, hablaba del metro pero no para referirse a los trenes que circulaban por los túneles. Alertas aéreas. Corriendo. El ruido de las explosiones.

La última vez que estuve en Zürich, en 2022 se había cerrado el parking-bunker, que estaba al lado de mi hotel. No me quedó muy claro por qué, pero había sido reciente. No me engañé: se había cerrado el parking, pero no el búnker. El búnker está ahí, a la espera.

Ay, sí. Todo vuelve a empezar.

 

7.

Casandra era pretendida por el dios Apolo. Para seducirla, para que ella accediera a conceder sus favores al dios, Apolo le prometió otorgarle el don de la profecía. Cuando ella había ya alcanzado la facultad de prever el futuro (porque siempre se parte de que hay un futuro, como si futuro pudiera significar algo), le negó a Apolo lo que éste solicitaba, así que, airado, el dios acompañó, como tantas veces ocurre, el don con una maldición.

Sí, Casandra vería, Casandra sabría, pero nadie haría caso de sus vaticinios, nadie seguiría sus consejos, y ella no podría hacer nada para alterar el curso de los acontecimientos, condenada así a una impotencia absoluta, tanto más amarga por no venir acompañada de la feliz ignorancia del resto de los mortales.

Si el futuro existe, si puede conocerse por bola de cristal o por el vuelo de las aves, es ya, ocurre ya, aunque ocurra luego, no puede cambiarse. Así, la Guerra de Troya tuvo inevitablemente lugar a pesar de los lamentos de la hija de Agamenón.

Es mejor no saber, diríamos y sí, es verdad, es mejor no saber. Pero qué hacer cuando de todos modos se sabe, cuando se ha sabido desde siempre y, vez tras vez, el tiempo no ha hecho más que confirmar los peores augurios.

Lucidez, se llama. Mal haya.

 

8.

Joseph Roth supo desde siempre lo que iba a ocurrir. No se engañó, no puso paños calientes, no contemporizó. Alcóholico lúcido, bien al tanto del lugar en que le había colocado la historia, no dudó por un momento. Cuando Hitler ascendió al poder salió de Alemania para no volver. Desde París veía con absoluta tristeza, pero con nula sorpresa, como todo lo que podría ir a peor empeoraba. La historia tiene sus entropías, y se nos llevan por delante.

A Stefan Zweig, figura reconocida universalmente, Roth lo estimaba como amigo, lo sableaba continuamente, en su endémica falta de dinero, y le reconvenía a cada misiva por su tibieza, por su ceguera. Sí, esto es tan malo como parece. No, no va a ir a mejor. No, ya no seremos más escritores alemanes. Nuestros editores se han quedado allí, colaboran con el enemigo. Hay que olvidarse de todo aquello. Zweig se resistía. El tiempo, en seguida, dio la razón a Roth.

El 26 de marzo de 1933, desde París, escribe Roth a su amigo El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y se asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades.

¿Les suena?

 

9.

La recopilación de los artículos de Roth sobre el Tercer Reich se titula como uno de ellos, La filial del infierno en la tierra.

No estoy muy seguro de que sea solamente la filial. Parecería más bien la sede central. En todo caso, aparentemente el infierno tiene abundantes filiales, sucursales, marcas registradas y, sobre todo, agentes comerciales.

En uno de sus trabajos más conocidos y desgarradores, Roth, cuyos libros, junto con los de otros autores (el humo de nuestros libros quemados sube hasta el cielo), han sido quemados en las plazas públicas, comienza diciendo Pocos testigos en todo el mundo parecen darse cuenta de lo que significa la quema de libros. El artículo se llama Auto de fe del espíritu.

Seguramente sí, se daban cuenta, se dan cuenta. Otra cosa es lo que hagan al respecto. Porque estamos en eso. En la estupidez, la brutalidad, la falta de argumentos, la irracionalidad. No quemamos libros (aún) porque los libros han dejado ya de significar nada.

Pero qué les voy a contar.

Dice Roth Hay que reconocerlo y decirlo con toda franqueza: la Europa espiritual se rinde. Se rinde por debilidad, por desidia, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con exactitud los motivos de esta capitulación vergonzosa.

La cobardía. No hay que darle más vueltas.

 

10.

Dice el más conocido poema de Dylan Thomas Do not go gentle into that good night. No te dejes llevar, opón resistencia. Rage, rage against the dying of the light.

Si uno se pone a mirar bien, a lo mejor la luz no ha muerto, sino que, simplemente, nunca nació, todo fue un truco de pirotecnia o una chapucera instalación eléctrica de cables de par trenzado y bombillas de filamento de tungsteno.

La luna, mientras, también se obscurece. Una vez cada veintiocho días.

Por hoy, y para mí, la poesía es un sistema luminoso de señales. Así, León Felipe, justamente por los días de la Guerra de España.

Sí, un alfabeto en el que quepa todavía escribir algo que rime con amor, o con sueño. Algo que no sea un texto para una lápida

 

11.

Extrañamente, el epígrafe, la cita con la que Ray Bradbury encabeza su Fahrenheit 451 es de Juan Ramón Jiménez.

If they give you ruled paper, write the other way.

Corresponde a un aforismo de Juan Ramón. En Ideolojía, la monumental recopilación de su abundantísima producción aforística, a cargo de Antonio Sánchez Romeralo, le corresponde el número 405:

Si te dan papel rayado, escribe de través; si atravesado, del derecho.

Y uno se sueña subvirtiendo la rejilla (una rejilla está hecha de barrotes, al cabo) y trazando la diagonal del descendimiento entre los ordenados renglones del papel pautado, ése en el que nos enseñaron la caligrafía.

Y si nos roban la diagonal, si nos engañan otra vez (we won’t get fooled again, grita Roger Daltrey), escribiremos derecho.

Porque lo importante es escribir lo otro. Lo que no se debe.

¿Cómo llegó Bradbury a conocer el aforismo de JRJ? Lo desconozco. Sí me parece clara su intención al anteponerla a su apólogo, que narra la disidencia de un quemador de libros, el súbito enamoramiento de las letras del bombero Montag, que se marca una gloriosa diagonal que le acaba convirtiendo en una persona libro.

Lo que dicen los renglones del papel pautado está claro desde la primera frase: It was a pleasure to burn.

Ven, demos la vuelta a la hoja.

 

12.

En Der Untergang, la impresionante película de 2004, de Oliver Hirschbiegel, hay una escena en la que un desaforado Goebbels, en el bunker de la Cancillería (donde poco después él y su mujer, Magda, acabarían con la vida de sus seis niños, para suicidarse ambos a continuación) dice, con absoluta frialdad, tras haber dejado claro que no sentía, igual que el Führer, ni compasión ni remordimiento alguno por la suerte de sus compatriotas civiles que iban a perecer en Berlín irremisiblemente: la así llamada población civil no puede reprocharnos nada, ellos fueron los que nos colocaron aquí, ya sabían quiénes éramos.

Tenía, sin duda, razón. Ay.

 

13.

El fin del mundo siempre vuelve a empezar.

En 2010 volví a Berlín, donde había ido muchas veces los años anteriores por cuestiones de trabajo, y a donde catorce años después aún no he vuelto (aunque es algo que realmente desearía hacer cuanto antes). Pude por fin tener tiempo para visitar los maravillosos museos de la ciudad.

El 8 de agosto de 2010 estoy en la Alte Nationalgalerie y veo por primera vez el Monje a orillas del mar, de Caspar David Friedrich. Me impresiona sobremanera, en unos días en los que vi muchas otras obras igualmente impresionantes.

Anoto en mi Moleskine de entonces: En Caspar David Friedrich siempre es la Última Noche y la esforzada luna nada puede hacer. En el “Monje a orillas del mar” la diminuta figura se pierde en la negrura del mar, la grisura de las nubes y la arena. No concebimos qué puede mirar en tal desolación: es obvio que todo se ha extinguido hace tiempo, que sólo él resta por morir. No porque haya ningún mérito en él, simplemente por pereza, por inadvertencia, o por un absurdo error en la contabilidad de la muerte.

Quiero pensar que alguien detrás de mí mira mi espalda, me mira mirar la espalda del monje. Alguien que, jugando, va a venir a taparme los ojos y decirme quién soy.

 

14.

En El gran Serafín, de Adolfo Bioy Casares, asistimos a la muerte del mar. (También se muere el mar.) La putrefacción de los animales marinos produce un hedor insoportable. Los baños de mar y los tratamientos de salud de todos los balnearios del planeta han de ser suspendidos. Ya no hay montañas mágicas.

Cuando era niño me apasionaban los atlas, y los globos terráqueos. Me gustaban, sobre todo, los mares que no lo eran. El gigantesco Mar Caspio, que era un lago salado, en el continente.

La idea de que el mar puede ser atrapado por la tierra. Esos fósiles de conchas en el interior de los países. La visión descomunal de las eras geológicas.

Había otro mar, no tan brutal como el Caspio, igualmente cerrado, igualmente continental. El mar de Aral.

Un día, mucho después, supe que el mar de Aral se había secado. Ya no existe. La tierra se lo ha comido. Los humanos lo fuimos explotando hasta agotarlo.

Los humanos somos capaces de matar mares.

Yo no sé si hace falta decir mucho más.

 

15.

Esta entrada se llama El futuro. Llevo escribiéndola mentalmente desde hace seis días. O mucho más, en realidad, puede que la lleve escribiendo desde siempre, porque Casandra sólo sabe escribir entradas como ésta.

Me abruma la estupidez que me circunda, la tranquilidad con la que nos encaminamos hacia el desastre, hacia los variados desastres. Desde muy joven estudié los fascismos, intrigado por la mera posibilidad de su existencia, inquieto por su proximidad en el tiempo, en la geografía. Llegué a saber mucho, a saberlo todo. Faltaba, no obstante (era aún ingenuo, confiado) entenderlo, imaginarlo posible.

Luego un día lo formulé. Estaba, lo recuerdo bien, en 2012, en el acto de entrega de los Premios Vargas Llosa, de los que había quedado finalista con mi relato La noche de los Lotófagos. La ocasión era solemne, nos dieron de comer en un edificio histórico, hubo discursos e invitados ilustres. A mí me sentaron junto a una veterana periodista de un periódico navarro (NH, la cadena hotelera que convocaba los premios es, en su origen, navarra).

Era una persona muy agradable. Hablamos de muchas cosas. Inevitablemente, nos deslizamos hacia los acontecimientos recientes. Entonces todo esto empezaba (como si alguna vez se acabara...). Entonces se llamaba Amanecer dorado y había aparecido en las elecciones griegas. Qué tiempos, parecía aún algo inusitado, digno de mención. Si el Agus de entonces viera lo de ahora. Aunque no, el Agus de entonces lo sabía, siempre lo supo.

¿Por qué, si no, diría lo que dijo? Lo que dije fue: en realidad el fascismo es el valor por defecto, es a lo que nos reseteamos. Sí, lo pienso. Lo otro es lo excepcional, lo que cuesta un esfuerzo, lo que hay que mantener con cuidado. Solidaridad, generosidad, compasión, raciocinio. Lo fácil es ser fascista y no tener que pedir perdón por el egoísmo y la ignorancia. Y poder optar, sin mayores miramientos, por la brutalidad.

Sí, lotófagos. Quién pudiera.

 

16.

Esta entrada se llama El futuro. ¿Habla del futuro, del pasado, del presente? Si tenemos que guiarnos por la lección de Camila Cañeque, ésa es una pregunta baladí. Cada tiempo verbal activa todos los otros. Cada historia se puede contar del revés.

Todo es un puro remake. No llega ni siquiera al eterno retorno de lo mismo. Es una simple falta de imaginación. Es mezquindad.

Dos almas luchaban en mí cuando pensaba esta entrada. No podía dejar de decir algunas cosas, pero quería decir otras. Según vamos cumpliendo años, nuestro futuro se va haciendo más y más póstumo. Llegados a este punto, el impulso es la retirada. No la desbandada, entiéndase bien, sino el pase al retiro, la celda del anacoreta, la mirada melancólica y desencantada.

Ese es mi futuro, o tal vez no. En cuanto a lo otro, al Futuro, así, con su mayúscula, descreo de él. Me parece otro nombre para el miedo. Y el miedo es el que nos lleva a ejecutar una y otra vez la danza de la barbarie.

Es hora de parar. Es hora de que todo no vuelva a empezar.

Mientras, ajenas, las fases de la luna se seguirán sucediendo, al margen. No les concernimos. Mejor así.

Cuando era un quinceañero circulaba una especie de eslogan que repetíamos mucho: que paren el mundo, que me bajo. No, justamente el mundo no se para. Aunque bajarnos, nos bajamos. Eso no hay quien lo pare.

Nadie puede parar.

 

17.

Cojo el lunario de los besos. Siguiendo la enseñanza de Georges Perec, hay una buena cantidad de páginas en blanco, dispuestas a ser llenadas con nuevos registros.

La noche es propicia para la licantropía, y una vez escribí andábamos por la ciudad y en cada semáforo nos suicidábamos a besos.

En la noche tan corta del solsticio de verano nada se cierra y nada se abre, todo es pura fantasmagoría, nunca existió el tiempo, nunca hubo edad, ni nombre, ni historia. Sólo existe una luna infinitamente brillante, y debajo el mar que respira pensando en sus cosas.

El futuro es una cajita que llevo metida en el bolsillo, me dices, y yo te digo enséñamela, y tú te haces de rogar pero al final la abres, y entonces hay una extraña redención, un volar desde la página, al seno de un demiurgo benévolo un reconocerse en el sueño, pero seguir creyendo un poquito más en él, seguir prolongando el relato en una duermevela en la que ya podemos hacer lo que queramos. Son los regalos de los Reyes Magos, en los que no creemos desde hace ya tanto, pero a los que seguimos dejando venir, para que el baile no se pare.

Hay una oscilación, sí, hay un vaivén de triste mecánica, hay un barco que nos conduce al Polo Magnético.

Son las tres de la mañana y hay luna llena.

Canta Bowie.

I can remember standing by the wall. The guns shot above our heads and we kissed, as though nothing could fall.

And the shame was on the other side.

Mira, alguien ha empezado ya la novela. Desde la última página. Quedan todos los besos de antes por darse. Prepara el cuaderno.

Todavía podemos ser héroes. Aunque sea por un día.