viernes, 7 de junio de 2024

Los poemas de 1977

 


Ahora

voy a contar la historia de mi vida

en un abecedario ceniciento.

BLAS DE OTERO

1.

Ha vuelto la Feria del Libro de Madrid.

Hay que reconocerle al tiempo su constancia, y su tenacidad. Los equinoccios se suceden al mismo ritmo que los solsticios. El próximo solsticio seré sexagenario. La recurrencia puede parecernos cruel, pero sólo es imparcial.

O, por mejor decir, indiferente. Desoladoramente indiferente.

Lo periódico, o al menos lo recurrente, o al menos lo que se desea recurrente, recuperado, invita al ritual. La repetición de los gestos parece prestar un poco de consistencia a ese fluir profundamente ajeno en el que nos encontramos inscritos. A fecha fija, parece que trazamos asideros, o balcones. A fecha fija, nos citamos, y concurrimos.

No es mal modo de pasar la vida. O quizás sí lo sea. En todo caso, es el único.

 

2.

Ha vuelto la Feria del Libro de Madrid. Cada retorno es una reflexión sobre las Ferias idas, sobre las por venir, tan menguantes. Es la fila de velas de Cavafis. Porque fuimos, vamos. Porque vamos, iremos. No renunciaremos. Es demasiado importante, aunque ya no tenga importancia.

He vuelto a la Feria del Libro de Madrid. Varios días ya, de hecho. He recorrido lentamente todas las casetas, me he detenido en muchas, he comprado tantos libros. Antes, he subido desde Atocha, he rendido pleitesía al Ángel Caído, he dejado la Rosaleda a mano derecha, he ido y he vuelto Paseo de Coches arriba, abajo.

Lo de siempre.

 

3.

Hubo un tiempo muy remoto en el que nunca había ido a la Feria del Libro, aunque había ido tanto al Retiro, desde que nací. Siempre me gustó la lectura. Mi hermano, cuando éramos pequeños, se metía conmigo porque decía que mi juego favorito era leer y escribir. Era cierto. Tebeos. Libros adaptados de Bruguera. Cuadernos que me regalaban y llenaba de listas, de dibujos muy torpes, un poco más tarde, de historias.

Era cierto. Sigue siéndolo. Lo que más me gusta del mundo es leer y escribir.

 

4.

Hubo un tiempo en el que no había ido nunca a la Feria del Libro. Una vez fue la primera. En 1977, esa especie de año quicio, el año de Suiza. Yo estaba por cumplir 13 años y me había convertido rabiosa, definitivamente, en letraherido.

Escribía poemas, con empeño digno de mejor causa, y devoraba cuanta letra impresa caía en mis manos. Ávido de proveerme de nombres nuevos, de autores a explorar, recorría las exiguas fuentes a mi alcance: esas enciclopedias que se vendían de puerta a puerta y de las que mis padres habían adquirido un par.

No recuerdo haber estado nunca tan entusiasmado por algo. Entusiasmado por cada libro nuevo, por cada poeta nuevo, impaciente por abarcarlo todo.

De ese impulso sigo tirando. Espero que me pueda durar hasta llegar a la playa.

 

5.

Mis padres no eran en realidad grandes lectores. Mi madre debía de haberlo sido algo más, cuando era jovencita, como ella decía. La modesta biblioteca de mi casa, de la que me hice en seguida bibliotecario, conservador y registrador (en fichas de cartulina rectangulares, rayadas, como las que usaba Nabokov para escribir) no daba para grandes excesos, pero hubo cosas que sí me sirvieron. Y tanto.

Un resumen rápido: muchos libros técnicos de mi padre, que había estudiado matemáticas y teleco, y que a mí me fascinaban, y que aún conservo, si bien relegados, ay, al trastero. Libros de matemáticas llenos de fórmulas y esquemas. Libros de física. Ahí estaba ya mi destino trazado, era imposible substraerse a ese peso.

Novelas que fueron de éxito en los cincuenta, los sesenta. No necesariamente despreciables. Un par de Zweigs, por ejemplo. Encuadernados en tapa dura, pero en ediciones de pequeño formato. Áncora y Delfín: Carmen Laforet, Nada. O Plaza y Janés. Un mundo feliz, de Huxley, que leí muy pronto y que me impresionó.

Son libros anteriores a mí, libros que, inconcebiblemente, compraron mis padres, en librerías, o acaso en puestos de la Feria o de la Cuesta Moyano. Libros que se regalaron. Ese vértigo prenatal que tan bien describe Nabokov en Speak, memory cuando se refiere a una película que muestra a sus padres antes de su nacimiento, está ahí. Mis padres construyeron esa biblioteca un poco azarosa, no muy abundante. Esos libros estuvieron en casa siempre, es decir, estuvieron desde antes de que empezara yo a forjar recuerdos. Y empecé bien pronto, se lo aseguro.

 

6.

No he sido capaz jamás de deshacerme de los libros. Cuando no ha habido más remedio, en contadas ocasiones (esa enciclopedia que deposité en un contenedor de papel en Aluche, cuando mi hermano y yo desmantelamos la casa de mis padres, ay), me ha dolido con un dolor que no me produciría, me parece, la pérdida de ningún otro objeto. Casi todos esos libros de la biblioteca materna están en el trastero, y han resistido al menos un par de mudanzas. No pueden ocupar un sitio más honroso, en un apartamento en el que no caben ya más estanterías, y en el que cerca de cinco mil libros agobian cada rincón disponible.

Pero están, ahí siguen.

Hay una excepción, un libro que sí está arriba, cerca de mí. Un libro que me parte el alma cuando lo abro. El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en traducción de Gaspar Gómez de la Serna, Editorial Fama, Barcelona, s.f.

No es el libro en sí, aunque es un bonito ejemplar. Es la dedicatoria. Durante muchos años no fui consciente de que existía esa dedicatoria. Un día, mucho tiempo después, no sé muy bien por qué, seguramente reordenando los libros después de alguna mudanza, la vi. Mi madre ya estaría en la Residencia, seguramente.

La dedicatoria, en la esquina superior derecha, dice ¿Hace falta decirte que estoy enamorada? Y firma: Con cariño, Merche. Abajo, también a la derecha, la fecha del acontecimiento: San Valentín, 1959.

Ay.

 

7.

El Alzheimer es un mal cruel, por muchas cosas que se nos ocurren a todos, pero quizá más que por ninguna otra, por una que acaso sólo perciben los familiares más próximos: a la destrucción de la persona que tenaz, como el tiempo, cruel como ninguna otra cosa, produce la enfermedad, se le asocia, o al menos a mí así me ocurrió, un hiato, una desconexión muy dolorosa. Mi madre estuvo enferma muchos años, al principio la evolución fue lenta, los estragos aún menores, podía reconocérsela, conversar. Luego, bueno, luego, ya se lo imaginan.

La desconexión consiste en que, al menos así lo experimenté yo, no se puede anudar esa imagen de una persona devastada por la enfermedad, y la imagen de esa persona en otros momentos de la vida. La madre que me levantó, me dio el desayuno y me llevó al colegio, a la que yo recordaba bien (la memoria, gracias a los dioses, nunca ha sido el problema para mí, y cuando lo sea...) se había alejado, se había convertido en una especie de fábula, una especie de recuerdo otro, de recuerdo, no falso, pero sí onírico, un relato, una historia que leer, una crónica de un tiempo lejanísimo, algo que le había pasado a otro, a otros. La realidad, lo que lo había colonizado todo, era la otra persona, la destruida. Es algo terrible, profundamente trágico, y cuando descubrí que me pasaba sentí una sensación gélida.

Ahora, cuando ya han pasado tres años de su muerte, parece que por fin todo está recomponiéndose, es más, parece que justamente la que ha ido desapareciendo es la madre de los últimos años, la doliente. Mis recuerdos empiezan a ordenarse y el cuento puede volver a contarse como se debe.

O así va siendo a ratos. Ya es mucho. Créanme.

 

8.

Esa madre prenatal, cinco años antes de mi nacimiento, le regalaba a su novio, un padre inesperadamente lector de autores de renombre, justamente ese libro. El retrato de Dorian Gray. Un libro en el que una vida se bifurca, en el que el pasado y el futuro se desconectan y el deterioro de la edad se enmascara hasta que finalmente estalla del modo más dramático.

El destino tiene estas bromas. El destino también tiene lo suyo.

La letra de mi madre en la dedicatoria la reconozco perfectamente, pero es una letra algo más joven que la que yo le conocí, la letra con la que escribía periódicamente cartas a su hermana que vivía en Suiza, esa hermana con la que yo me fui a pasar un mes en 1977.

En la hoja de respeto de ese librito encuadernado en cartoné azul mi madre le escribió una brevísima carta de amor a mi padre, la única que conservo.

Estuvieron más de sesenta años juntos. Ahora los dos han muerto ya.

 

9.

En el año 1977 yo estaba por cumplir trece años. Cuando fui a la Feria del Libro lo hice, claro, acompañado de mis padres, y de mi hermano, que es un año menor que yo. Paseamos lentamente por las casetas, nos detuvimos en muchas, y compramos muchos libros.

Libros que entonces eran novedades. Mis padres también compraban para ellos, aunque algunos de esos libros, finalmente, los acabaría leyendo yo. Gente joven entonces: Marsé, Umbral. Lo que había en las mesas de novedades.

En una caseta pasó algo sorprendente. Hojeábamos (y ojéabamos) libros. Entonces, una vendedora (lo recuerdo tan bien) le dijo a mi padre: cómprele este libro a su mujer. El libro tenía una portada rosa. No sé muy bien cuánto sabría esa vendedora de ese libro que quería venderle a mi padre para mi madre, o qué imaginaba de mi madre como lectora. El caso es que no compramos ese libro. Si lo hubiéramos hecho quizás mi vida hubiera cambiado. Más aún.

Era la edición de Argos Vergara, primera en castellano, si no me equivoco, de Ada o el Ardor, de Nabokov.

De ese Nabokov que moriría en julio de 1977, unos días antes de que yo circundara por primera vez el Léman.

 

10.

¿Qué libros de poesía había podido leer yo hasta entonces? ¿Qué había por casa? No, no había muchos, mis padres no eran especialmente aficionados, a lo que se ve. Pero había dos fundamentales.

Los dos eran libros buenos, de esos encuadernados en piel, cosidos, de la editorial elegante por excelencia, Aguilar. Los dos pasaron a convertirse en mis posesiones más preciadas, y me marcaron para siempre.

Uno, de muy pequeño tamaño, con un papel biblia finísimo, eran las Obras completas de Gustavo Adolfo Bécquer. Aún hoy puedo citar de memoria muchas de sus Rimas, que recorrí circularmente, en esa especie de lectura inagotable propia de los veranos de la infancia, tan largos, tan despejados de obligaciones y deberes, donde había tan pocos libros con los que dispersarse. Nunca he podido volver a leer así, sin temor, sin prisa, sin remordimientos por lo otro que no estoy leyendo.

El otro, mucho más importante, era el tomo de las Obras completas de Federico García Lorca. Ese libro estaba en muchas casas de la España de los años sesenta, había sido una edición que, se decía, el mismo Franco había autorizado, y era todo lo completa y cuidada que pudo ser entonces (faltaban piezas que fueron apareciendo después, como la Comedia sin título, por ejemplo).

No hay lugar aquí para explicar lo importante que fue Lorca para mí. Especialmente Poeta en Nueva York. Ya he hablado de ello, y volveré a hablar de ello.

En ese año 1977, cuando yo escribía sin parar, escribía poemas lorquianos, pero del Lorca más atrevidamente vanguardista. Y escribía poemas becquerianos, con su rima y su métrica.

No estaba mal para empezar.

 

11.

En la biblioteca paterna y materna había, además, ya lo he contado por aquí, como en tantas otras casas de entonces, la colección no completa (mi padre debió de cansarse de comprar en el quiosco de los periódicos, donde compraba el Pueblo, un tomito cada semana) de Libros RTV, que ponía a la disposición del público una selección bastante acertada de clásicos de todos los tiempos en ediciones razonablemente cuidadas.

De toda la colección, donde no abundaba tanto la poesía, recuerdo sobre todo la Antología poética de Antonio Machado, que igualmente devoré y memoricé y que hizo que se constituyera de ese modo la tríada de poetas mayores de ese momento auroral de mi entrada en poesía: Lorca, Machado, Bécquer.

No, no estaba mal.

¿Había más? Bueno, había mil más, porque otro de los volúmenes que se podían encontrar por casa se llamaba justamente Las mil mejores poesías de la lengua castellana, encuadernado en rojo y con la nómina más apabullante que imaginarse pueda de poetas mayores, menores y mediopensionistas, de los que se seleccionaba uno o dos poemas. Los más viejos lo recordarán. No daba para profundizar mucho, pero de ahí saqué también muchos nombres en esos años 1975, 1976, cuando el niño que era había roto a escribir poemas.

 

12.

¿Y cómo llegaron los demás poetas de 1977? Bueno, eran grandes nombres, y yo era, ya lo he dicho, realmente muy curioso y estaba atento a todo. Son años políticamente muy interesantes, ya se pueden imaginar. En literatura, lo decisivo era el progresivo final de los exilios, el retorno de los supervivientes, la aparición de nuevas ediciones de libros ya muy anteriores, la circulación más abierta de los títulos que habían estado proscritos. Un momento efervescente, en el que la poesía estaba realmente muy presente. La poesía contemporánea española, la poesía del siglo XX en España, un periodo de una riqueza difícilmente igualable.

Como rojillo de pro (en ciernes, más bien, pero el ambiente estaba preñado de eso, y el mero hecho de lo que ya se podía hacer, de lo nuevo, era tremendamente excitante) me interesaban ante todo los poetas prohibidos. El primero, claro, Miguel Hernández. En esa Feria de 1977, si no me fallan las cuentas, me compré (es decir, mis padres me compraron) dos libros de Hernández editados por Losada, la editorial argentina que fue fundamental por esos años. El rayo que no cesa o el Cancionero y romancero de ausencias pasaron instantáneamente a formar parte de mi bagaje y a volver a influir el modo en que escribía. Serrat, mientras, cantaba.

Otro libro que me compré en esa feria fue la Obra poética escogida de León Felipe, en una elegante edición de Espasa Calpe. León Felipe era otro de esos poetas recobrados, y su presencia en aquellos primeros años de mi vida como poeta es realmente abrumadora.

Miguel Hernández, León Felipe, siguen siendo poetas queridos por mí, pero ya no los señalaría entre mis favoritos, o entre los que me resultan más importantes. Cumplieron su misión, me otorgaron tardes inolvidables, tardes en los que yo quería escribir como ellos.

Porque yo quería sobre todo escribir, escribir, escribir. Nunca he dejado de quererlo, de hacerlo.

 

13.

A partir de ahí, de esa Feria, empecé a formar mi propia biblioteca, que fue creciendo tan rápido como la generosidad de mis padres (que fue mucha, loor a ellos) fue permitiendo. Las Ferias en junio, mi cumpleaños justo al acabar la Feria, y los Reyes eran los grandes momentos en los que me podía proveer de los libros ansiados. En aquella época empecé a acaparar catálogos de las editoriales (que conseguía justamente en las casetas de la Feria), a elaborar profusas y bien documentadas listas de deseos, a realizar pesquisas frecuentemente agotadoras por las librerías de Madrid, arrastrando a mis padres, que, además de ejercer de paganinis, no dejaban de quedarse boquiabiertos con la destreza con la que su retoño ofrecía informaciones precisas a los libreros sobre tal o cual edición de tal o cual poeta, frecuentemente ignoto.

En el curso siguiente del colegio apareció el libro de literatura del que ya he hablado y trajo nombres como Pessoa, o Borges, o Whitman. Pero antes de eso, cuando estábamos todavía en 1977, otros dos o tres poetas decisivos aparecieron en mi vida, para completar esa especie de rosa de los vientos en los que cada autor apuntaba en una dirección, y mi barco quería (y, sorprendentemente, podía) navegar en todas.

 

14.

Uno fue Blas de Otero, un poeta vivo entonces, a diferencia de los otros (aunque moriría muy poco después, en 1979). El primer libro que tuve de él fue una antología titulada Verso y prosa publicada en 1976 por Cátedra en uno de los primeros números de la colección Letras Hispánicas, que he visto, así, crecer desde sus primeros días, hace más de cuarenta años. Mi padre me dijo, lo recuerdo bien (yo tenía trece años...) que cómo había llegado a conocer a ese poeta. Lo dijo, esto es triste, pero es así, por miedo, porque aún Franco no se había enfriado del todo en su tremebundo catafalco, y las inercias son complicadas de atajar. Otero era un poeta rojo, asociado a la poesía social, permitido (no siempre, muchos de sus libros se tuvieron que publicar fuera de España), pero polémico. No sé, no me acuerdo cómo había sabido de Blas de Otero, pero lo cierto es que ese librito de poco más de cien páginas fue también decisivo en mi educación poética.

Y no lo fue exactamente por los poemas más decididamente políticos, que me excitaban, como adolescente que era, activista profundamente teórico y timorato, sino por los poemas de los dos primeros libros, Ángel fieramente humano  y Redoble de conciencia, tan llenos de angustia existencial. Algunos versos, como los de Juicio final, que es de Pido la paz y la palabra (yo, pecador, artista del pecado...), los recitaba cantando, como si me hubiera convertido en cantautor (la música era inventada, claro).

En un poema ya muy posterior, Blas de Otero decía Hoy es domingo y por eso / decía César Vallejo por eso, y hubo muchos domingos en los que leí a César Vallejo, otro de esos monstruos sagrados de mi infancia, el poeta en lengua castellana, probablemente, que, junto con Lorca, consigue acceder a las imágenes poéticas más complejas y atrevidas.

Primero fueron Los heraldos negros (Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé) y el disloque absoluto de Trilce, en las ediciones de Losada. Luego, en otra Feria que no pudo ser muy posterior, una edición estadounidense de Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz. En esa Feria me compré también los dos tomos de la traducción de José María Valverde en Lumen del Ulises de Joyce: la gente alucinaba conmigo, tenía quince años.

Lorca, Bécquer, Machado, Hernández, León Felipe, Blas de Otero, Vallejo. Ésa es la nómina. Nómina de huesos, que diría el peruano.

 

15.

¿Alguno más? Sí, alguno más, y hasta muchos, pero no se trata de ser exhaustivo. 1977 es el año en el que el Nobel es concedido a Vicente Aleixandre. En una papelería de mi barrio, donde comprábamos el material escolar (estaba al lado de mi colegio), una tarde, me compré Sombra del paraíso, en la edición de Losada. Aquí el aire era otro, otra la respiración. Los versos largos, las imágenes surrealistas pero no tan tensas como las de Lorca o Vallejo... A Aleixandre le tengo, siempre le he tenido, mucho aprecio, y me ha acompañado siempre desde entonces. Como premio de un concurso literario en mi colegio (lo hacíamos para la fiesta del cole que era el Día del Libro) me regalaron Diálogos del conocimiento. Otro año (en Navidad de 1977, justamente) me habían regalado Con la inmensa mayoría, de Blas de Otero. Sabían cómo alimentar al pequeño poeta...

Ese día, en esa papelería del barrio, me parece, me compré, también en Losada, Residencia en la tierra, de Neruda, que literalmente me voló la cabeza. Walking around: sucede que me canso de ser hombre (tenía trece años, pero ya estaba cansado de ser hombre, y eso no ha mejorado desde entonces). Mi relación con Neruda, del que también recorrí los Veinte poemas por entonces, se ha ido deteriorando, pero en 1977 estaba entronizado en mi canon, sin duda.

Otro libro que no puedo dejar de citar, perteneciente a la otra colección fundamental de mi biblioteca, Austral, es Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, con esos versículos apabullantes (Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas). La Generación del 27 fue el granero del que me alimenté durante años. Recuerdo la antología de Pedro Salinas en Alianza (El Libro de Bolsillo, el último miembro de la santísima trinidad de las colecciones), a cargo de un Julio Cortázar al que ya estaba leyendo entonces.

Curiosamente (y no sé por qué) Cernuda tuvo que esperar, pero cuando entró lo hizo, ya lo he contado, por la puerta grande. Y Emilio Prados, del que tengo que hablar más detenidamente en algún otro momento.

 

16.

Acompañado por ese breve ejército me dispuse a conquistar el territorio de la poesía. El empeño y la dedicación no se me podrán negar. A veces conseguí algún éxito. Poco a poco todo se fue haciendo más complicado, en la vida y en la literatura. Pero es de justicia reconocer que en esos días, en esos meses de 1977 se produjo la gran bifurcación de mi vida, y que otros libros, otros autores podían haber hecho que la historia se escribiera de otro modo.

Visto con distancia, y con la ternura que permite la distancia (una ternura infinita hacia ese chaval tan delgado, de cabello ingobernable, al que abrazaría largamente, pues lo cierto es que sufría, sufría bastante, y no hace falta más que leer lo que escribía para saberlo), no estuvo mal. El poeta en ciernes tenía buen ojo, buen gusto. Y el momento histórico era el que era, la circunstancia siempre está ahí.

Faltan poetas extranjeros, que tardaron en llegar (he mencionado a Whitman: fue de los primeros, en una voluminosa traducción completa de Leaves of Grass de la editorial mexicana Novaro), faltan autoras (esto es el signo de esos tiempos, y por fortuna luego llegaron muchas a mi vida, algunas decisivas como Alejandra Pizarnik). Hay mucha tristeza, mucha angustia, una marcada preferencia por lo obscuro, por lo difícil, por lo prohibido, por lo contrario a lo que se esperaba de mí. Aunque luego acabara siendo lo que se esperaba, pues fui científico, pero también fui poeta, aunque lo fuera clandestinamente.

No hay que exagerar, no fueron malos años, si es que la adolescencia puede considerarse alguna vez como buenos años, pero sí, esa Feria del Libro de 1977 nació alguien, nació un heterónimo que arrasó con todo y se convirtió, no ya en el ortónimo, sino en el único superviviente de esa masacre que otros llaman vivir.

 

17.

He estado ya en la Feria del Libro de Madrid de 2024, y aún iré algún día más. Si hago bien la cuenta, es mi Feria número 48. He estado en tantas Ferias ya en el siglo XXI como estuve en el XX. No he faltado ningún año.

Poco a poco fui dejando de ir con mis padres, o al menos me reservaba días para ir yo solo. Fui teniendo mi propio dinero, que me ganaba dando clases particulares, o pinchando discos, o arbitrando tenis. Luego terminé la carrera, empecé a trabajar de profesor, tuve más dinero, me fui gastando más en libros, ya los compraba durante todo el año, la Feria dejó de ser tan importante. Pero no, sigue siéndolo, porque ese día el comprar libros no es lo mismo que cualquier otro día en cualquier otra librería del mundo en que me compro libros. Ese día es 1977 y la emoción es la misma.

Durante años repetí una variante del ritual que ahora me parece casi imaginaria. En las mismas fechas en las que la Feria estaba en el Retiro tocaba pedir prórroga, que, en cuanto a ceremonias, era de las más penosas que imaginarse pueda. Puesto que estaba estudiando tenía posibilidad de retrasar la realización del, así llamado, Servicio Militar (la mili, vamos, no sé por qué convertida súbitamente en femenina). Yo había devenido profundamente antimilitarista, y era muy combativo entonces, en esos últimos coletazos del Servicio Militar obligatorio, que  duró, no obstante, lo suficiente como para que se me agotaran las prórrogas, me hiciera objetor de conciencia y tuviera que hacer, ya casi en la treintena, la, así llamada Prestación Social Substitutoria, pero eso se lo cuento otro día. Entonces, en los alrededores de mi veintena, todo contacto con el Ejército hacía que me pusiera a temblar.

Junto con otros cientos de jóvenes como yo, hacíamos una cola inmensa desde muy temprano por la mañana en el Gobierno Militar, que está en Atocha. Llevábamos nuestro certificado de estudios y la póliza correspondiente y nos sellaban la blanca (la cartilla militar) y hasta otro año. Para enjugar el mal trago, yo, entonces, me iba a la Feria. La primera vez, lo recuerdo bien, como yo no dejaba de ser un niño de barrio que se manejaba sólo lo justo por la geografía madrileña, me fui hasta la estación de metro de Menéndez Pelayo, cogí la línea 1, cambié en Sol a la 2 y salí por Retiro: desde allí sabía llegar a las casetas. Luego me di cuenta de que había hecho una estupidez, pues el Gobierno Militar está al lado de Alfonso XII, es decir, del Retiro, y desde allí basta ir hacia el Ángel Caído y ya estaba.

Ése es mi itinerario ahora, lo hago andando desde casa, saludo al Ángel y recorro lentamente las casetas. Y compro libros. Cada vez que voy me llevo alguno. O muchos. Acarreo las bolsas, los llevo a casa, a meterlos en esas estanterías en las que ya no caben más libros. Este año he conseguido un nuevo tomo de las Cartas de Kafka, en Galaxia Gutenberg, por ejemplo. Y algunas cartas de Rilke. Y una nueva edición de los relatos de Luis Martín Santos, también en Galaxia Gutenberg. Y una edición en Cátedra de Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez, para añadir a los más de cien libros de o sobre el autor que tengo (JRJ no ha salido en esta evocación de los poetas de 1977, pero es sin duda el poeta que ha sido más importante en mi vida, junto con Rilke). Y dos tomos de cartas (las cartas son una de mis debilidades) de Lovecraft. Y un Gospodinov. Y un librito delicioso de Kim Nguyen Baraldi sobre Georges Perec. Y... y... Faltan días de Feria, la nómina se incrementará.

 

18.

Hay un poema de Lorca en el Poeta en Nueva York que comienza Aquellos ojos míos de mil novecientos diez. Lorca tenía doce años en 1910. Yo quería, al empezar esta entrada, contar algo así como lo que habían visto aquellos ojos míos de mil novecientos setenta y siete, cuando aún me faltaban unos días para cumplir trece años. Hubo un día en que escribí un relato (lo he puesto por aquí, en el blog) que titulé Habitación llamada trece años y que habla justamente de la destrucción de los libros y de la memoria de los libros. Aquellos ojos míos de mil novecientos setenta y siete leyeron mucha poesía, leyeron toda la poesía, y por eso, desde entonces, mire lo que mire, en algún rincón de la visión periférica, me acompañan esos poemas.

Rob, el eternamente inmaduro protagonista de High Fidelity (que se basa en una novela de Nick Hornby) posee una muy importante colección de discos de vinilo que, en un momento dado, en plena crisis existencial por su última ruptura sentimental, se pone a reordenar. Cuando la muestra a un amigo, éste no capta el principio rector de esa nueva clasificación. Entonces, Rob le dice que ha ordenado los discos por la fecha en los que los fue consiguiendo, por la fecha de entrada en la colección. Sería imposible para mí ordenar mi ya vasta biblioteca según ese criterio, aunque por fortuna, como ya he dicho, la memoria no es algo que precisamente me falte, así que recuerdo bastante bien cuándo y de qué modo compré la mayoría de mis libros.

Si lo hiciera, si pusiera un libro detrás de otro, esa línea de tiempo sería una paralela perfecta de la línea de tiempo de mi vida. Esa biblioteca se habría convertido entonces en mi biografía, llena de capítulos ya, tan extensa ahora que ya asoma la sesentena.

Les he contado el capítulo de 1977. Ya les iré contando, si siguen por aquí, algunos otros.

¡Buena Feria!


6 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Agus!
Estamos de vuelta de nuestro viaje a Suiza
Otra vez en casa,al calorcito
Tú blog me encanta,me hace recordar muchas cosas ,todas entrañables.
No dejes de escribir.
Un abrazo

AGCano dijo...

Bienvenidos de vuelta, y muchísimas gracias por el comentario!
No dejaré de escribir si tú no dejes de leerme. 🙂
Un abrazo.

Anónimo dijo...

La Feria... cuando aún vivía en Valladolid, un sábado de Feria convencí a mi hermana (que le gustaba conducir) para ir una tarde, volver en la noche, y eso hicimos, con los respectivos de entonces. Luego la cogí cierta tirria, a la Feria digo, que no tiene la culpa pero la caminata correspondiente por las casetas y de vuelta a casa seguro que provocó que me pusiera a parir esa noche, literalmente, a mi segundo hijo, antes de fecha, pero esa es otra historia, otros miedos.
Y yo también tenía en casa a Bécquer y 'Las mil mejores poesías...' De Lorca, Machado y demás ni hablamos, mi madre, hija de un guardia civil asesinado por el maquis en el 47, ejercía una censura férrea; hasta Aute y Sabina se consideraban subversivos en mi casa (y me sacas unos años).

Reflexiones, recuerdos.

Sigue siendo un gusto leerte, gracias.
Un beso,
Alicia

AGCano dijo...

Gracias por tu comentario, Alicia. Un abrazo.

Jose Luis ( Est….) dijo...

¡Que bien escribes Agus ! Un placer leerte.

AGCano dijo...

Muchas Gracias, José Luis!!

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