Ahora
voy a contar la historia de mi
vida
en un abecedario ceniciento.
BLAS
DE OTERO
1.
Ha
vuelto la Feria del Libro de Madrid.
Hay
que reconocerle al tiempo su constancia, y su tenacidad. Los equinoccios se
suceden al mismo ritmo que los solsticios. El próximo solsticio seré
sexagenario. La recurrencia puede parecernos cruel, pero sólo es imparcial.
O,
por mejor decir, indiferente. Desoladoramente indiferente.
Lo
periódico, o al menos lo recurrente, o al menos lo que se desea recurrente,
recuperado, invita al ritual. La repetición de los gestos parece prestar un
poco de consistencia a ese fluir profundamente ajeno en el que nos encontramos
inscritos. A fecha fija, parece que trazamos asideros, o balcones. A fecha
fija, nos citamos, y concurrimos.
No
es mal modo de pasar la vida. O quizás sí lo sea. En todo caso, es el único.
2.
Ha
vuelto la Feria del Libro de Madrid. Cada retorno es una reflexión sobre las
Ferias idas, sobre las por venir, tan menguantes. Es la fila de velas de
Cavafis. Porque fuimos, vamos. Porque vamos, iremos. No renunciaremos. Es
demasiado importante, aunque ya no tenga importancia.
He
vuelto a la Feria del Libro de Madrid. Varios días ya, de hecho. He recorrido
lentamente todas las casetas, me he detenido en muchas, he comprado tantos
libros. Antes, he subido desde Atocha, he rendido pleitesía al Ángel Caído, he
dejado la Rosaleda a mano derecha, he ido y he vuelto Paseo de Coches arriba,
abajo.
Lo
de siempre.
3.
Hubo
un tiempo muy remoto en el que nunca había ido a la Feria del Libro, aunque
había ido tanto al Retiro, desde que nací. Siempre me gustó la lectura. Mi hermano,
cuando éramos pequeños, se metía conmigo porque decía que mi juego favorito era
leer y escribir. Era cierto. Tebeos.
Libros adaptados de Bruguera. Cuadernos que me regalaban y llenaba de listas,
de dibujos muy torpes, un poco más tarde, de historias.
Era
cierto. Sigue siéndolo. Lo que más me gusta del mundo es leer y escribir.
4.
Hubo
un tiempo en el que no había ido nunca a la Feria del Libro. Una vez fue la
primera. En 1977, esa especie de año quicio, el año de Suiza. Yo estaba por
cumplir 13 años y me había convertido rabiosa, definitivamente, en letraherido.
Escribía
poemas, con empeño digno de mejor causa, y devoraba cuanta letra impresa caía
en mis manos. Ávido de proveerme de nombres nuevos, de autores a explorar,
recorría las exiguas fuentes a mi alcance: esas enciclopedias que se vendían de
puerta a puerta y de las que mis padres habían adquirido un par.
No
recuerdo haber estado nunca tan entusiasmado por algo. Entusiasmado por cada
libro nuevo, por cada poeta nuevo, impaciente por abarcarlo todo.
De
ese impulso sigo tirando. Espero que me pueda durar hasta llegar a la playa.
5.
Mis
padres no eran en realidad grandes lectores. Mi madre debía de haberlo sido
algo más, cuando era jovencita, como
ella decía. La modesta biblioteca de mi casa, de la que me hice en seguida
bibliotecario, conservador y registrador (en fichas de cartulina rectangulares,
rayadas, como las que usaba Nabokov para escribir) no daba para grandes
excesos, pero hubo cosas que sí me sirvieron. Y tanto.
Un
resumen rápido: muchos libros técnicos de mi padre, que había estudiado
matemáticas y teleco, y que a mí me fascinaban, y que aún conservo, si bien
relegados, ay, al trastero. Libros de matemáticas llenos de fórmulas y
esquemas. Libros de física. Ahí estaba ya mi destino trazado, era imposible
substraerse a ese peso.
Novelas
que fueron de éxito en los cincuenta, los sesenta. No necesariamente
despreciables. Un par de Zweigs, por ejemplo. Encuadernados en tapa dura, pero
en ediciones de pequeño formato. Áncora y Delfín: Carmen Laforet, Nada. O Plaza y Janés. Un mundo feliz, de Huxley, que leí muy
pronto y que me impresionó.
Son
libros anteriores a mí, libros que, inconcebiblemente, compraron mis padres, en
librerías, o acaso en puestos de la Feria o de la Cuesta Moyano. Libros que se
regalaron. Ese vértigo prenatal que tan bien describe Nabokov en Speak, memory cuando se refiere a una
película que muestra a sus padres antes de su nacimiento, está ahí. Mis padres
construyeron esa biblioteca un poco azarosa, no muy abundante. Esos libros
estuvieron en casa siempre, es decir, estuvieron desde antes de que empezara yo
a forjar recuerdos. Y empecé bien pronto, se lo aseguro.
6.
No
he sido capaz jamás de deshacerme de los libros. Cuando no ha habido más
remedio, en contadas ocasiones (esa enciclopedia que deposité en un contenedor
de papel en Aluche, cuando mi hermano y yo desmantelamos la casa de mis padres,
ay), me ha dolido con un dolor que no me produciría, me parece, la pérdida de
ningún otro objeto. Casi todos esos libros de la biblioteca materna están en el trastero, y han
resistido al menos un par de mudanzas. No pueden ocupar un sitio más honroso,
en un apartamento en el que no caben ya más estanterías, y en el que cerca de
cinco mil libros agobian cada rincón disponible.
Pero
están, ahí siguen.
Hay
una excepción, un libro que sí está arriba, cerca de mí. Un libro que me parte
el alma cuando lo abro. El retrato de
Dorian Gray, de Oscar Wilde, en traducción de Gaspar Gómez de la Serna,
Editorial Fama, Barcelona, s.f.
No
es el libro en sí, aunque es un bonito ejemplar. Es la dedicatoria. Durante
muchos años no fui consciente de que existía esa dedicatoria. Un día, mucho
tiempo después, no sé muy bien por qué, seguramente reordenando los libros
después de alguna mudanza, la vi. Mi madre ya estaría en la Residencia,
seguramente.
La
dedicatoria, en la esquina superior derecha, dice ¿Hace falta decirte que estoy enamorada? Y firma: Con cariño, Merche. Abajo, también a la
derecha, la fecha del acontecimiento: San
Valentín, 1959.
Ay.
7.
El
Alzheimer es un mal cruel, por muchas cosas que se nos ocurren a todos, pero
quizá más que por ninguna otra, por una que acaso sólo perciben los familiares
más próximos: a la destrucción de la persona que tenaz, como el tiempo, cruel
como ninguna otra cosa, produce la enfermedad, se le asocia, o al menos a mí
así me ocurrió, un hiato, una
desconexión muy dolorosa. Mi madre estuvo enferma muchos años, al principio la
evolución fue lenta, los estragos aún menores, podía reconocérsela, conversar.
Luego, bueno, luego, ya se lo imaginan.
La
desconexión consiste en que, al menos así
lo experimenté yo, no se puede anudar esa imagen de una persona devastada por la enfermedad, y la imagen de esa persona en otros momentos de la
vida. La madre que me levantó, me dio el desayuno y me llevó al colegio, a la
que yo recordaba bien (la memoria, gracias a los dioses, nunca ha sido el
problema para mí, y cuando lo sea...) se había alejado, se había convertido en
una especie de fábula, una especie de recuerdo otro, de recuerdo, no falso,
pero sí onírico, un relato, una historia que leer, una crónica de un tiempo
lejanísimo, algo que le había pasado a
otro, a otros. La realidad, lo que lo había colonizado todo, era la
otra persona, la destruida. Es algo terrible, profundamente trágico, y cuando descubrí que me
pasaba sentí una sensación gélida.
Ahora,
cuando ya han pasado tres años de su muerte, parece que por fin todo está
recomponiéndose, es más, parece que justamente la que ha ido desapareciendo es
la madre de los últimos años, la doliente. Mis recuerdos empiezan a ordenarse y
el cuento puede volver a contarse como se debe.
O
así va siendo a ratos. Ya es mucho. Créanme.
8.
Esa
madre prenatal, cinco años antes de mi nacimiento, le regalaba a su novio, un padre inesperadamente
lector de autores de renombre, justamente
ese libro. El retrato de Dorian Gray.
Un libro en el que una vida se bifurca, en el que el pasado y el futuro se desconectan y el deterioro de la edad se
enmascara hasta que finalmente estalla del modo más dramático.
El
destino tiene estas bromas. El destino también tiene lo suyo.
La
letra de mi madre en la dedicatoria la reconozco perfectamente, pero es una
letra algo más joven que la que yo le conocí, la letra con la que escribía periódicamente cartas a su hermana que
vivía en Suiza, esa hermana con la que yo me fui a pasar un mes en 1977.
En
la hoja de respeto de ese librito encuadernado en cartoné azul mi madre le
escribió una brevísima carta de amor a mi padre, la única que conservo.
Estuvieron
más de sesenta años juntos. Ahora los dos han muerto ya.
9.
En
el año 1977 yo estaba por cumplir trece años. Cuando fui a la Feria del Libro
lo hice, claro, acompañado de mis padres, y de mi hermano, que es un año menor
que yo. Paseamos lentamente por las casetas, nos detuvimos en muchas, y
compramos muchos libros.
Libros
que entonces eran novedades. Mis padres también compraban para ellos, aunque
algunos de esos libros, finalmente, los acabaría leyendo yo. Gente joven
entonces: Marsé, Umbral. Lo que había en las mesas de novedades.
En
una caseta pasó algo sorprendente. Hojeábamos (y ojéabamos) libros. Entonces,
una vendedora (lo recuerdo tan bien) le dijo a mi padre: cómprele este libro a su mujer. El libro tenía una portada rosa. No
sé muy bien cuánto sabría esa vendedora de ese libro que quería venderle a mi
padre para mi madre, o qué imaginaba de mi madre como lectora. El caso es que
no compramos ese libro. Si lo hubiéramos hecho quizás mi vida hubiera cambiado.
Más aún.
Era
la edición de Argos Vergara, primera en castellano, si no me equivoco, de Ada o el Ardor, de Nabokov.
De
ese Nabokov que moriría en julio de 1977, unos días antes de que yo circundara
por primera vez el Léman.
10.
¿Qué
libros de poesía había podido leer yo hasta entonces? ¿Qué había por casa? No, no había muchos, mis
padres no eran especialmente aficionados, a lo que se ve. Pero había dos
fundamentales.
Los
dos eran libros buenos, de esos
encuadernados en piel, cosidos, de la editorial elegante por excelencia, Aguilar. Los dos pasaron a convertirse en
mis posesiones más preciadas, y me marcaron para siempre.
Uno,
de muy pequeño tamaño, con un papel biblia finísimo, eran las Obras completas de Gustavo Adolfo
Bécquer. Aún hoy puedo citar de memoria muchas de sus Rimas, que recorrí circularmente, en esa especie de lectura
inagotable propia de los veranos de la infancia, tan largos, tan despejados de
obligaciones y deberes, donde había tan pocos libros con los que dispersarse. Nunca
he podido volver a leer así, sin temor,
sin prisa, sin remordimientos por lo otro que no estoy leyendo.
El
otro, mucho más importante, era el tomo de las Obras completas de Federico García Lorca. Ese libro estaba en
muchas casas de la España de los años sesenta, había sido una edición que, se
decía, el mismo Franco había autorizado, y era todo lo completa y cuidada que
pudo ser entonces (faltaban piezas que fueron apareciendo después, como la Comedia sin título, por ejemplo).
No
hay lugar aquí para explicar lo importante que fue Lorca para mí. Especialmente
Poeta en Nueva York. Ya he hablado de
ello, y volveré a hablar de ello.
En
ese año 1977, cuando yo escribía sin parar, escribía poemas lorquianos, pero
del Lorca más atrevidamente vanguardista. Y escribía poemas becquerianos, con
su rima y su métrica.
No
estaba mal para empezar.
11.
En
la biblioteca paterna y materna había, además, ya lo he contado por aquí, como
en tantas otras casas de entonces, la colección no completa (mi padre debió de cansarse de comprar en el quiosco de
los periódicos, donde compraba el Pueblo, un tomito cada semana) de Libros RTV, que
ponía a la disposición del público una selección bastante acertada de clásicos
de todos los tiempos en ediciones razonablemente cuidadas.
De
toda la colección, donde no abundaba tanto la poesía, recuerdo sobre todo la Antología poética de Antonio Machado,
que igualmente devoré y memoricé y que hizo que se constituyera de ese modo la
tríada de poetas mayores de ese momento
auroral de mi entrada en poesía: Lorca, Machado, Bécquer.
No,
no estaba mal.
¿Había
más? Bueno, había mil más, porque
otro de los volúmenes que se podían encontrar por casa se llamaba justamente Las mil mejores poesías de la lengua
castellana, encuadernado en rojo y con la nómina más apabullante que
imaginarse pueda de poetas mayores, menores y mediopensionistas, de los que se
seleccionaba uno o dos poemas. Los
más viejos lo recordarán. No daba para profundizar mucho, pero de ahí saqué
también muchos nombres en esos años 1975, 1976, cuando el niño que era había roto a escribir poemas.
12.
¿Y
cómo llegaron los demás poetas de
1977? Bueno, eran grandes nombres, y yo era, ya lo he dicho, realmente muy
curioso y estaba atento a todo. Son años políticamente muy interesantes, ya se
pueden imaginar. En literatura, lo decisivo era el progresivo final de los
exilios, el retorno de los supervivientes, la aparición de nuevas ediciones de
libros ya muy anteriores, la circulación más abierta de los títulos que habían
estado proscritos. Un momento efervescente, en el que la poesía estaba
realmente muy presente. La poesía contemporánea española, la poesía del siglo
XX en España, un periodo de una riqueza difícilmente igualable.
Como
rojillo de pro (en ciernes, más bien,
pero el ambiente estaba preñado de eso, y el mero hecho de lo que ya se podía hacer, de lo
nuevo, era tremendamente excitante) me interesaban ante todo los poetas prohibidos. El primero, claro, Miguel
Hernández. En esa Feria de 1977, si no me fallan las cuentas, me compré (es
decir, mis padres me compraron) dos libros de Hernández editados por Losada, la editorial argentina que fue fundamental por
esos años. El rayo que no cesa o el Cancionero y romancero de ausencias
pasaron instantáneamente a formar parte de mi bagaje y a volver a influir el
modo en que escribía. Serrat, mientras, cantaba.
Otro
libro que me compré en esa feria fue la Obra
poética escogida de León Felipe, en una elegante edición de Espasa Calpe.
León Felipe era otro de esos poetas recobrados, y su presencia en aquellos
primeros años de mi vida como poeta es realmente abrumadora.
Miguel
Hernández, León Felipe, siguen siendo poetas queridos por mí, pero ya no los
señalaría entre mis favoritos, o entre los que me resultan más importantes.
Cumplieron su misión, me otorgaron tardes inolvidables, tardes en los que yo
quería escribir como ellos.
Porque
yo quería sobre todo escribir, escribir, escribir. Nunca he dejado de quererlo,
de hacerlo.
13.
A
partir de ahí, de esa Feria, empecé a formar mi propia biblioteca, que fue
creciendo tan rápido como la generosidad de mis padres (que fue mucha, loor a ellos) fue permitiendo. Las Ferias en junio, mi cumpleaños justo al acabar la Feria,
y los Reyes eran los grandes momentos en los que me podía proveer de los libros
ansiados. En aquella época empecé a acaparar catálogos de las editoriales (que
conseguía justamente en las casetas de la Feria), a elaborar profusas y bien
documentadas listas de deseos, a realizar pesquisas frecuentemente agotadoras
por las librerías de Madrid, arrastrando a mis padres, que, además de ejercer
de paganinis, no dejaban de quedarse
boquiabiertos con la destreza con la que su retoño ofrecía informaciones
precisas a los libreros sobre tal o cual edición de tal o cual poeta,
frecuentemente ignoto.
En
el curso siguiente del colegio apareció el libro de literatura del que ya he
hablado y trajo nombres como Pessoa, o Borges, o Whitman. Pero antes de eso,
cuando estábamos todavía en 1977, otros dos o tres poetas decisivos aparecieron
en mi vida, para completar esa especie de rosa
de los vientos en los que cada autor apuntaba en una dirección, y mi barco
quería (y, sorprendentemente, podía) navegar en todas.
14.
Uno
fue Blas de Otero, un poeta vivo entonces, a diferencia de los otros (aunque
moriría muy poco después, en 1979). El primer libro que tuve de él fue una
antología titulada Verso y prosa
publicada en 1976 por Cátedra en uno de los primeros números de la colección Letras Hispánicas, que he visto, así, crecer
desde sus primeros días, hace más de cuarenta años. Mi padre me dijo, lo
recuerdo bien (yo tenía trece años...) que cómo había llegado a conocer a ese
poeta. Lo dijo, esto es triste, pero es así, por miedo, porque aún Franco no se había enfriado del todo en su
tremebundo catafalco, y las inercias son complicadas de atajar. Otero era un
poeta rojo, asociado a la poesía
social, permitido (no siempre, muchos de sus libros se tuvieron que publicar
fuera de España), pero polémico. No sé, no me acuerdo cómo había sabido de Blas
de Otero, pero lo cierto es que ese librito de poco más de cien páginas fue
también decisivo en mi educación poética.
Y
no lo fue exactamente por los poemas más decididamente políticos, que me
excitaban, como adolescente que era, activista profundamente teórico y
timorato, sino por los poemas de los dos primeros libros, Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, tan llenos de
angustia existencial. Algunos versos, como los de Juicio final, que es de Pido la paz y la palabra (yo, pecador,
artista del pecado...), los recitaba cantando,
como si me hubiera convertido en cantautor (la música era inventada, claro).
En
un poema ya muy posterior, Blas de Otero decía Hoy es domingo y por eso / decía César Vallejo por eso, y hubo
muchos domingos en los que leí a César Vallejo, otro de esos monstruos sagrados
de mi infancia, el poeta en lengua castellana, probablemente, que, junto con
Lorca, consigue acceder a las imágenes poéticas más complejas y atrevidas.
Primero
fueron Los heraldos negros (Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé)
y el disloque absoluto de Trilce, en
las ediciones de Losada. Luego, en otra Feria que no pudo ser muy posterior,
una edición estadounidense de Poemas
humanos y España, aparta de mí este
cáliz. En esa Feria me compré
también los dos tomos de la traducción de José María Valverde en Lumen del Ulises de Joyce: la gente alucinaba
conmigo, tenía quince años.
Lorca,
Bécquer, Machado, Hernández, León Felipe, Blas de Otero, Vallejo. Ésa es la
nómina. Nómina de huesos, que diría el peruano.
15.
¿Alguno
más? Sí, alguno más, y hasta muchos, pero no se trata de ser exhaustivo. 1977
es el año en el que el Nobel es concedido a Vicente Aleixandre. En una
papelería de mi barrio, donde comprábamos el material escolar (estaba al lado
de mi colegio), una tarde, me compré Sombra
del paraíso, en la edición de Losada. Aquí el aire era otro, otra la
respiración. Los versos largos, las imágenes surrealistas pero no tan tensas
como las de Lorca o Vallejo... A Aleixandre le tengo, siempre le he tenido,
mucho aprecio, y me ha acompañado siempre desde entonces. Como premio de un
concurso literario en mi colegio (lo hacíamos para la fiesta del cole que era el Día del Libro) me
regalaron Diálogos del conocimiento.
Otro año (en Navidad de 1977, justamente) me habían regalado Con la inmensa mayoría, de Blas de
Otero. Sabían cómo alimentar al pequeño poeta...
Ese
día, en esa papelería del barrio, me parece, me compré, también en Losada, Residencia en la tierra, de Neruda, que
literalmente me voló la cabeza. Walking
around: sucede que me canso de ser
hombre (tenía trece años, pero ya estaba cansado de ser hombre, y eso no ha
mejorado desde entonces). Mi relación con Neruda, del que también recorrí los Veinte poemas por entonces, se ha ido
deteriorando, pero en 1977 estaba entronizado en mi canon, sin duda.
Otro
libro que no puedo dejar de citar, perteneciente a la otra colección fundamental de mi biblioteca, Austral, es Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, con
esos versículos apabullantes (Madrid es
una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas).
La Generación del 27 fue el granero del que me alimenté durante años. Recuerdo
la antología de Pedro Salinas en Alianza (El Libro de Bolsillo, el último
miembro de la santísima trinidad de las colecciones), a cargo de un Julio
Cortázar al que ya estaba leyendo entonces.
Curiosamente
(y no sé por qué) Cernuda tuvo que esperar, pero cuando entró lo hizo, ya lo he
contado, por la puerta grande. Y Emilio Prados, del que tengo que hablar más
detenidamente en algún otro momento.
16.
Acompañado
por ese breve ejército me dispuse a conquistar el territorio de la poesía. El
empeño y la dedicación no se me podrán negar. A veces conseguí algún éxito.
Poco a poco todo se fue haciendo más complicado, en la vida y en la literatura.
Pero es de justicia reconocer que en esos días, en esos meses de 1977 se
produjo la gran bifurcación de mi
vida, y que otros libros, otros autores podían haber hecho que la historia se
escribiera de otro modo.
Visto
con distancia, y con la ternura que permite la distancia (una ternura infinita
hacia ese chaval tan delgado, de cabello ingobernable, al que abrazaría
largamente, pues lo cierto es que sufría, sufría bastante, y no hace falta más
que leer lo que escribía para saberlo), no
estuvo mal. El poeta en ciernes
tenía buen ojo, buen gusto. Y el momento histórico era el que era, la circunstancia siempre está ahí.
Faltan
poetas extranjeros, que tardaron en llegar (he mencionado a Whitman: fue de los
primeros, en una voluminosa traducción completa de Leaves of Grass de la editorial mexicana Novaro), faltan autoras
(esto es el signo de esos tiempos, y por fortuna luego llegaron muchas a mi
vida, algunas decisivas como Alejandra Pizarnik). Hay mucha tristeza, mucha
angustia, una marcada preferencia por lo obscuro, por lo difícil, por lo
prohibido, por lo contrario a lo que se
esperaba de mí. Aunque luego acabara
siendo lo que se esperaba, pues fui científico, pero también fui poeta, aunque
lo fuera clandestinamente.
No
hay que exagerar, no fueron malos años, si es que la adolescencia puede
considerarse alguna vez como buenos años,
pero sí, esa Feria del Libro de 1977 nació alguien, nació un heterónimo que
arrasó con todo y se convirtió, no ya en el ortónimo, sino en el único
superviviente de esa masacre que otros llaman vivir.
17.
He
estado ya en la Feria del Libro de Madrid de 2024, y aún iré algún día más. Si
hago bien la cuenta, es mi Feria número 48. He estado en tantas Ferias ya en el
siglo XXI como estuve en el XX. No he faltado ningún año.
Poco
a poco fui dejando de ir con mis padres, o al menos me reservaba días para ir
yo solo. Fui teniendo mi propio dinero, que me ganaba dando clases particulares,
o pinchando discos, o arbitrando tenis. Luego terminé la carrera, empecé a
trabajar de profesor, tuve más dinero, me fui gastando más en libros, ya los
compraba durante todo el año, la Feria dejó de ser tan importante. Pero no,
sigue siéndolo, porque ese día el comprar libros no es lo mismo que cualquier otro
día en cualquier otra librería del mundo en que me compro libros. Ese día es
1977 y la emoción es la misma.
Durante
años repetí una variante del ritual que ahora me parece casi imaginaria. En las
mismas fechas en las que la Feria estaba en el Retiro tocaba pedir prórroga, que, en cuanto a
ceremonias, era de las más penosas que imaginarse pueda. Puesto que estaba
estudiando tenía posibilidad de retrasar la realización del, así llamado,
Servicio Militar (la mili, vamos, no
sé por qué convertida súbitamente en femenina). Yo había devenido profundamente
antimilitarista, y era muy combativo entonces, en esos últimos coletazos del
Servicio Militar obligatorio, que duró,
no obstante, lo suficiente como para que se me agotaran las prórrogas, me
hiciera objetor de conciencia y tuviera que hacer, ya casi en la treintena, la,
así llamada Prestación Social
Substitutoria, pero eso se lo cuento otro día. Entonces, en los alrededores
de mi veintena, todo contacto con el Ejército hacía que me pusiera a temblar.
Junto
con otros cientos de jóvenes como yo, hacíamos una cola inmensa desde muy
temprano por la mañana en el Gobierno Militar, que está en Atocha. Llevábamos
nuestro certificado de estudios y la póliza correspondiente y nos sellaban la blanca (la cartilla militar) y hasta
otro año. Para enjugar el mal trago, yo, entonces, me iba a la Feria. La primera vez, lo recuerdo bien, como yo no
dejaba de ser un niño de barrio que se manejaba sólo lo justo por la geografía
madrileña, me fui hasta la estación de metro de Menéndez Pelayo, cogí la línea
1, cambié en Sol a la 2 y salí por Retiro: desde allí sabía llegar a las
casetas. Luego me di cuenta de que había hecho una estupidez, pues el Gobierno
Militar está al lado de Alfonso XII, es decir, del Retiro, y desde allí basta
ir hacia el Ángel Caído y ya estaba.
Ése
es mi itinerario ahora, lo hago andando desde casa, saludo al Ángel y recorro
lentamente las casetas. Y compro libros. Cada vez que voy me llevo alguno. O
muchos. Acarreo las bolsas, los llevo a casa, a meterlos en esas estanterías en
las que ya no caben más libros. Este año he conseguido un nuevo tomo de las Cartas de Kafka, en Galaxia Gutenberg,
por ejemplo. Y algunas cartas de Rilke. Y una nueva edición de los relatos de
Luis Martín Santos, también en Galaxia Gutenberg. Y una edición en Cátedra de Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez,
para añadir a los más de cien libros de o sobre el autor que tengo (JRJ no ha salido
en esta evocación de los poetas de 1977, pero es sin duda el poeta que ha sido
más importante en mi vida, junto con Rilke). Y dos tomos de cartas (las cartas
son una de mis debilidades) de Lovecraft. Y un Gospodinov. Y un librito
delicioso de Kim Nguyen Baraldi sobre Georges Perec. Y... y... Faltan días de
Feria, la nómina se incrementará.
18.
Hay
un poema de Lorca en el Poeta en Nueva
York que comienza Aquellos ojos míos
de mil novecientos diez. Lorca tenía doce años en 1910. Yo quería, al
empezar esta entrada, contar algo así como lo que habían visto aquellos ojos míos de mil novecientos
setenta y siete, cuando aún me faltaban unos días para cumplir trece años.
Hubo un día en que escribí un relato (lo he puesto por aquí, en el blog) que
titulé Habitación llamada trece años
y que habla justamente de la destrucción de los libros y de la memoria de los
libros. Aquellos ojos míos de mil novecientos setenta y siete leyeron mucha
poesía, leyeron toda la poesía, y por
eso, desde entonces, mire lo que mire, en algún rincón de la visión periférica,
me acompañan esos poemas.
Rob,
el eternamente inmaduro protagonista de High
Fidelity (que se basa en una novela de Nick Hornby) posee una muy
importante colección de discos de vinilo que, en un momento dado, en plena
crisis existencial por su última ruptura sentimental, se pone a reordenar.
Cuando la muestra a un amigo, éste no capta el principio rector de esa nueva
clasificación. Entonces, Rob le dice que ha ordenado los discos por la fecha en los que los fue consiguiendo,
por la fecha de entrada en la colección. Sería imposible para mí ordenar mi ya
vasta biblioteca según ese criterio, aunque por fortuna, como ya he dicho, la
memoria no es algo que precisamente me falte, así que recuerdo bastante bien
cuándo y de qué modo compré la mayoría de mis libros.
Si
lo hiciera, si pusiera un libro detrás de otro, esa línea de tiempo sería una
paralela perfecta de la línea de tiempo de mi vida. Esa biblioteca se habría
convertido entonces en mi biografía, llena de capítulos ya, tan extensa ahora
que ya asoma la sesentena.
Les
he contado el capítulo de 1977. Ya les iré contando, si siguen por aquí,
algunos otros.
¡Buena
Feria!
6 comentarios:
Hola Agus!
Estamos de vuelta de nuestro viaje a Suiza
Otra vez en casa,al calorcito
Tú blog me encanta,me hace recordar muchas cosas ,todas entrañables.
No dejes de escribir.
Un abrazo
Bienvenidos de vuelta, y muchísimas gracias por el comentario!
No dejaré de escribir si tú no dejes de leerme. 🙂
Un abrazo.
La Feria... cuando aún vivía en Valladolid, un sábado de Feria convencí a mi hermana (que le gustaba conducir) para ir una tarde, volver en la noche, y eso hicimos, con los respectivos de entonces. Luego la cogí cierta tirria, a la Feria digo, que no tiene la culpa pero la caminata correspondiente por las casetas y de vuelta a casa seguro que provocó que me pusiera a parir esa noche, literalmente, a mi segundo hijo, antes de fecha, pero esa es otra historia, otros miedos.
Y yo también tenía en casa a Bécquer y 'Las mil mejores poesías...' De Lorca, Machado y demás ni hablamos, mi madre, hija de un guardia civil asesinado por el maquis en el 47, ejercía una censura férrea; hasta Aute y Sabina se consideraban subversivos en mi casa (y me sacas unos años).
Reflexiones, recuerdos.
Sigue siendo un gusto leerte, gracias.
Un beso,
Alicia
Gracias por tu comentario, Alicia. Un abrazo.
¡Que bien escribes Agus ! Un placer leerte.
Muchas Gracias, José Luis!!
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