escribir
como quien deja la luz encendida
y duerme de pie sobre sí mismo
para saldar las cuentas con el miedo
CHANTAL
MAILLARD, Escribir
1.
Escribo
a mano. Bueno, eso no es del todo correcto. Ahora, por ejemplo, estoy
escribiendo directamente en el portátil. En este caso, además, sin partir de
notas previas y casi sin un esquema definido, a lo que salga. Pero también
escribo a mano, tanto como puedo, siempre llevo un cuaderno, o al menos algunas
hojitas metidas dentro del libro que acarreo sistemáticamente, para no perder
ni una frase que las musas me traigan. Y si tengo sosiego, muy a menudo en
hoteles, o en cafés de ciudades distantes, abro la Leuchtturm y con un
rotulador Uni-Ball Eye Micro negro (tiene que ser ese modelo, ya los he probado
todos y es el que prefiero, aunque en realidad me gustan más las plumas
estilográficas, claro, pero es poco aconsejable llevarlas y traerlas por ahí,
metidas en el pantalón del vaquero, como hago yo) anoto con calma, cuidando
mucho la caligrafía, normalmente alternando la lectura y la escritura, y
esperando que las frases vengan y que todo resulte automático, pues hace mucho que ya sé que lo mejor que escribo lo
escribe Otro. U Otra.
2.
Siempre
me ha gustado escribir a mano, ya he hablado de eso por aquí, desde muy
pequeño. Cuando era un niño, en el colegio, mi caligrafía era minúscula, pero
muy legible, siempre fui elogiado por ella. Fui abandonando la cursiva escolar
por una letra de imprenta que llenó tanto los cuadernos de literatura que siempre
mantuve, a lo largo de las décadas, como los otros cuadernos de apuntes de la
carrera, que resultaron muy populares y fueron muy fotocopiados, pues yo pasaba a limpio las anotaciones de las
clases y las intentaba ordenar y complementar con algún libro de texto. Andan por
ahí esos cuadernos, no los he tirado, están en el trastero. Mecánica Cuántica I
o Métodos Matemáticos de la Física. Letra de imprenta inclinada, que luego fue
enderezándose.
3.
En
el 1977, del que ya he hablado aquí hace poco, ya he contado que mis padres me
regalaron una máquina de escribir, una Olivetti Lettera 35. Una herramienta
respetable, la verdad. Recuerdo su doble cinta negra-roja, aprendí a colocar
los márgenes y tabuladores, a fijar el interlineado. A veces usaba papel carbón
para sacar una copia de lo escrito. Los dedos acababan indefectiblemente
negros, y en esa hoja tan fina quedaban, como en un palimpsesto, los textos que
había tenido la capacidad de transferir, mezclados, no siempre paralelos:
vestigiales. Me encantaba mi máquina de escribir, y la usaba continuamente.
Componía libros de poemas que deshacía para volver a reorganizarlos. Compraba
paquetes de folios que gastaba en seguida. Aún tengo esos poemas
mecanografiados, convenientemente ordenados en archivadores, según su fecha de
composición. Pero era raro que usara la máquina de escribir para inventar algo, normalmente transcribía
lo que había anotado en cuadernos, que entonces eran de espiral, tamaño
cuartilla, cuadriculados o con papel milimetrado. También conservo todos esos cuadernos. Hablo
de hace cuarenta y tantos años.
4.
Una
vez, debía de ser por 1980 ó 1981, yo estaba en el B.U.P., participé con otros
compañeros y compañeras del colegio (y con cientos más de todos los colegios de
Madrid) en la fase provincial del veterano y benemérito Concurso Nacional de Redacción
de Coca Cola. Muchos de ustedes lo conocerán o habrán participado en él en su
momento: había una oportunidad en una edad determinada, debía de ser a los dieciséis
años o así. Había, eso, una primera fase provincial, y luego los mejores iban a
la fase nacional, y ganar ese Concurso era desde luego algo muy importante. Yo
conseguí llegar a ser finalista de Madrid pero no me dio para participar en el
último paso antes del título definitivo. Pero sí formé parte de una entrega
solemne de premios (los grandes colegios religiosos de Madrid eran los que partían el bacalao, para el día del
ejercicio, por ejemplo, fuimos al Menesiano, y no sé si fue ahí mismo la
entrega de premios, en un salón de actos o un teatro), y me dieron un diploma y una máquina de escribir de regalo. Yo
estaba desolado, porque me había quedado muy cerca, y además ya tenía una máquina. Ésta de regalo no
estaba mal, era portátil, de las que se podía llevar como si fuera una
maletita, pero era mucho peor que mi venerada Olivetti. Así que a partir de ahí
pasé a ser el adolescente con dos máquinas
de escribir, y a veces, por puro gusto por la variedad, las alternaba.
5.
El
Concurso de Coca Cola consistía en lo siguiente: en un aula, como si fuera un
examen, se nos disponía a cada uno en un pupitre, nos daban dos cuadernillos de
dos folios cada uno, y entonces se desvelaba el tema, que era secreto y que era el mismo para todo el país, me
parece (en las otras provincias se hacía eso mismo ese día, si no estoy
equivocado). Uno podía usar uno de los cuadernillos como sucio y luego pasar a limpio en
el otro, con la más cuidada caligrafía que imaginarse pueda, el texto
definitivo. El tema de mi año, que resulta ridículamente inverosímil para un
concurso literario, por muy de ensayo (o redacción,
puesto que aún éramos escolares) que fuera, fue ¿Es posible conservar la naturaleza a la vez que se fomenta el
desarrollo industrial? Literal, créanme. No me pregunten cómo yo encaré la
redacción a partir del No le toques ya
más, que así es la rosa, de Juan Ramón Jiménez, pero funcionó. Entre
cientos y cientos de concursantes yo me gané la máquina de escribir. Si me lo
curro un poco podría seguramente encontrar el texto en mis archivos, pero no merece la pena, y además, eso sería ir ya a
estratos geológicos en los que uno puede encontrarse con fauna plenamente
abisal.
6.
En
esa especie de paseo triunfal que era mi vida de literato antes de la veintena,
gané algún otro premio, incluso un premio provincial de poesía, además de todos
los del colegio, algo ya he contado y no se trata de hacer una relación aquí:
tiendo al pavoneo, ciertamente, pero tampoco conviene excederse. Entonces, en
1982, recién estrenada mi condición de estudiante universitario, y habiéndome
encaminado ya de manera irreversible al Lado Luminoso (u Obscuro, según se
mire) de la Física, me presenté a un concurso y no lo gané. No recuerdo bien cuál era el concurso, creo que era
de la radio o de una Facultad. Mandé un poema que, la verdad, no estaba mal y
se titulaba Nocturno infinito (me
encanta ese título, con sus tintes musicológicos, y que es tan representativo
de mi sempiterna tendencia a la Sombra, que por entonces yo escribía con
mayúscula). Me pareció (ay) que ya estaba
bien de tanta tontería, que ahora estaba haciendo ya cosas serias (y, de hecho, me estaban dando por todos los lados:
ese primero de Físicas es de las cosas más salvajes que he tenido que vivir,
tan mal acostumbrado como venía de los estudios anteriores, que apenas me
habían costado). Así comienza mi periodo
clandestino, que durará más de veinte años.
7.
¿Dejé
de escribir? ¡Nunca, cómo se les ocurre! Pero es cierto que lo hacía menos, que
lo hacía distinto, y que me había acostumbrado al silencio absoluto sobre esa
parte de mi vida, de la que mis compañeros de carrera no supieron nunca (me
avergonzaba, fíjense ustedes). Las máquinas de escribir siguieron sirviendo,
pero a la larga fueron cediendo el terreno a su sucesor y asesino, el
ordenador. Mi primer ordenador, lo que se llamaba un PC, fue un 486 que me compré ya trabajando, pero viviendo aún
con mis padres, en el tiempo en que tenía que ponerme a escribir la tesis
doctoral y a sacarme la oposición de titular. Mi veintena ya estaba
finiquitando. Con el PC vino una flamante impresora de chorro de tinta (en la Uni ya había manejado las de agujas, pero
había pocos ordenadores y pocas impresoras para todos los que éramos). Ahí,
entre capítulo y capítulo de tesis, empecé a transcribir, no sin cierta
culpabilidad, poemas con los procesadores de textos de entonces, y a imprimirlos,
y guardarlos en carpetas. Poco, menos de lo que hubiera debido. Escribir es
algo que siempre he necesitado para mi equilibrio mental. Y emocional.
8.
Ese
ordenador se quedó en la casa de mis padres cuando yo me fui de ella. Mi padre
jugaba, con una constancia digna de mejor empeño, al Solitario y al Buscaminas
(Windows estaba en pañales entonces, y era lo que había, aunque yo tuve mi buen
enganchón con el Tetris, no crean).
Fue una de las cosas que acabaron en algún contenedor cuando la casa se
desmanteló, porque había que venderla, para poder pagar la residencia en la que
habían entrado mis padres. Las máquinas de escribir, creo, ya habían
desaparecido antes, me parece que fue mi padre el que las tiró o se las dio a
algún trapero. Tengo un vago recuerdo de que me pidió permiso, y yo se lo di. Me dio pena, pero lo cierto es que no tenía
sentido guardarlas, y yo ya estaba encadenando un ordenador con otro, pasando a
la saga de portátiles, cada vez más finos y más eficientes, gracias al dinero
de los proyectos de investigación que iba teniendo. Escribir se había convertido
ya en teclear y ver el texto emerger en una pantalla luminosa. No más esfuerzo
para pulsar las teclas de la Olivetti, en la que a veces se enredaban uno con
otro los martillitos que llevaban la
letra a la cinta rojinegra. Y la posibilidad de la corrección infinita, sin
las engorrosas tiritas de Tippex. Eso sí, hay poco de lo que escribí en esos años
que merezca realmente la pena.
9.
Luego
llegó Internet y los blogs, y los concursos en
línea, y volví a salir del armario de
literato. Ahí ya podríamos decir que empieza una línea cuya continuidad no se
ha roto y llega hasta aquí. Estamos en el nuevo siglo, mi vida cambia más de lo
que cabía esperar un poco antes, cuando estaba instalado en esa fase de la
treintena en la que uno se obstina en hacer apuestas bastante inconscientes por
los parasiempres. Nunca se habían ido
los cuadernos, pero ahora fueron volviendo con más fuerza. Cuadernos de lujo, de tiendas suecas, con
encuadernación en tapa dura, plumas Waterman que me regalaban por los
cumpleaños, un nuevo modo de anotar, colocando la fecha al frente, como si
fuera un diario, pero no lo era, eran textos literarios, sobrevenidos,
fragmentarios, como lo siguen siendo. Empecé a llevar libretitas encima, luego
me pasé a las Moleskines. Hasta ahora.
10.
Hay
algunos aspectos de la práctica literaria que no forman estrictamente parte de
la creación propiamente dicha, y
sobre los que he reflexionado bastante. Lo primero son, como se ha ido viendo, los soportes, o, si se quiere, los medios. El niño que fui tuvo, sin
lugar a dudas, su primer paraíso de la infancia en las papelerías. Rotuladores,
cartulinas, folios, libretas, pegamento, láminas, plumas, papel de colores,
todo invitaba, todo atraía, era una verdadera orgía sensorial, el tacto se
regodeaba con los diferentes elementos que se alineaban en los expositores, las
formas y los tonos convertían el establecimiento en un mondrian
apetitosísimo para la vista. Y ese olor,
ese olor de las papelerías. Quien lo probó, lo sabe.
11.
En
los tiempos del confinamiento, la distribución de mi tiempo, como la de todo el
mundo, cambió. Entre interminables y fatigosísimas reuniones on line y frustrantes clases virtuales,
lo cierto es que la imposibilidad de salir o realizar otras actividades de
ocio, me llevó a escribir y leer más de lo que venía haciendo, debido a las
ocupaciones de mi trabajo. Entonces, y para paliar de algún modo la ansiedad en
la que estaba viviendo por la circunstancia que atravesábamos (ya se
acordarán), apenas se pudo empezar a salir a comprar o pasear un poco, y cuando
se fueron abriendo más establecimientos, empecé a frecuentar de modo un poco
compulsivo las papelerías. Ya no son, es cierto, las de antes. Al menos en mi
barrio lo que uno encuentra son aburridas y deshumanizadas franquicias, con
materiales muy estándar, muy de batalla.
Pero daba igual, yo me daba mis orgías de compras de rotuladores y cuadernos,
con la coartada de que estaba escribiendo mucho y los iba a necesitar. Libros
también compraba, faltaría más. A decenas. Nunca he sido nada shopaholic. Salvo para eso. No tener
cuadernos en blanco a la espera, por si sobreviene una especie de tsunami creador, provocado por la
intervención del ejército de las musas, a guisa de valquirias que agitasen el océano, me
produce una ansiedad físicamente reconocible. Y lo cierto es que, realmente,
acabo llenando todos los cuadernos. Ésa es mi otra compulsión, la verdadera: escribir.
12.
En
la novela Oracle night de Paul
Auster, cuya trama no recuerdo con precisión, el protagonista, Sidney Orr, que es
un convaleciente, entra un día, en
uno de sus primeros y vacilantes paseos después de la enfermedad que le ha
llevado al borde de la muerte, en una stationery
en Brooklyn, su barrio, y compra un
cuaderno azul. Ese cuaderno es clave para la especie de resurrección que experimentará. El
cuaderno, que es portugués, es
descrito detalladamente, y con el mismo detalle el narrador nos transmite sus
sensaciones físicas, sensuales, diríamos. Es un flechazo: when I held the notebook in my hands for the first time, I felt
something akin to physical pleasure, a rush of sudden, incomprehensible
well-being. Me reconozco completamente en esas palabras, y seguramente
muchos de ustedes también.
13.
El
otro aspecto material de la práctica literaria es el carácter de ejercicio físico del hecho de escribir, sobre todo cuando se hace a mano, la
profunda relación con el cuerpo que
tiene la escritura. Yo, que soy propenso a cargar los músculos del cuello o de
los hombros, que sufro de dolores en dedos, muñecas y brazos (dolores
crecientes, pues la artrosis ha empezado ya a establecer sus colonias en este
territorio indefenso que es mi carne), me
canso mucho, escribir me duele.
Una tarde (una noche, más normalmente, extendiéndose hacia la madrugada, como
si fuera Kafka escribiendo La condena)
de inspiración me produce un sufrimiento que apenas puedo paliar parando,
estirando un poco, trabajando la contractura (loada sea mi fisio, que me
cuida). Ese dolor resulta, no obstante, sacrificial.
Se desea ese dolor, se desea que
pase, como a veces pasa, que uno no puede
parar, porque la musa sigue y sigue y sigue susurrando, o ya, abiertamente,
gritando, exhortando. Por eso, cuando hay que escribir un texto largo, de
corrido, como éste, prefiero el ordenador, es menos costoso, y tecleo, con mi
técnica de aficionado heterodoxo, más rápido de lo que escribo a mano, porque
cuando escribo a mano he de hacerlo con pulcra
caligrafía.
14.
Los
escritores no pueden ser ignorantes de esos hechos, y sin embargo no parecen
reflejar demasiado a menudo en sus obras, que se presentan ya como finales,
concluidas, esculpidas con la forma que les parecía predestinada, esas
vicisitudes del proceso. Los filólogos, los documentalistas, sí saben de
caligrafías temblonas, del paso de la edad en la forma de las letras,
disciernen entre tintas y estilográficas, calidades del papel. Esa dimensión corporal de la escritura me interesa
sobremanera. La de los demás y la mía.
Me parece sorprendente cuando abro cuadernos que he escrito, que he llenado y
que recuerdo perfectamente haber
llenado y sin embargo lo que me encuentro es una especie de iconografía, de dibujo
que es, antes que un texto legible, un
cuadro que contemplar, un cuadro del que soy consciente de mi autoría,
pero que me es dado ver sólo entonces, cuando ya ha pasado, cuando me he substraído de la secuencia de su escritura, en la que cada línea sólo se emparenta
con las adyacentes, en la que uno está metido en el relato que cuenta, en el
ensayo que desarrolla, en el poema cuyos versos engarza. Hay que ser capaces de
desenfocar la visión y entonces a uno
le asombra su facundia, del mismo modo que el escultor, en su dura lucha contra
la piedra, en esa batalla desgarradoramente física, deja de ocuparse del milímetro, de desbastar justamente aquí,
justamente este poco, y da un par de pasos atrás, se seca el sudor y mira, y sólo entonces ve.
15.
Soy
mal pintor, mal dibujante, no he cultivado esas habilidades. Pero no soy mal
calígrafo, y puedo concebirme dedicado a ese noble arte en la China clásica,
con un fino pincel, o en el Islam que usa las formas de las letras para paliar
la ausencia de la figuración. José Ángel Valente tiene un bello texto que se
llama justamente Elogio del calígrafo
y que comienza: Mi padre era calígrafo.
Veo con precisión sus portaplumas, los puntos dobles o sencillos, anchos o
finos, la letra inglesa, la redonda, la gótica, el espesor, la fluidez de las
tintas, su color, el azul, el negro, los grandes títulos iguales, el firme y
claro rasgo de los asientos y los números, sus grandes libros de contabilidad
tan admirables. Con esa evocación, Valente describe el Paraíso. O al menos una habitación del Paraíso, su scriptorium, en el que yo podría
desarrollar sin duda la que me parecería una de las formas más aceptables de la
vida eterna.
16.
En
2012, ya lo he contado varias veces por aquí, resulté finalista del premio NH
de Relatos con mi cuento La noche de los Lotófagos:
eso sí que fue la salida del armario
definitiva. Entre las muchas cosas que podría contar de la famosa entrega de
premios y que todavía no han acabado por aparecer aquí (pero puede que
aparezcan en alguna otra entrada) hay una, que podría tomarse sin duda por algo
muy menor, pero que fue decisiva para mí. En todos los sitios de la gran mesa
del banquete que nos iban a dar había colocada, a modo de obsequio, una Moleskine,
para todos los presentes: premiados, jurados, periodistas, invitados. Yo
también tuve, por tanto, la mía: roja, con el logo del convocante del premio en
la portada: Wake Up To a Better World. NH
Hoteles. Un regalo de empresa. Yo había justo empezado a usar las
Moleskines, con toda la liturgia que arrastran. Me gustaba su tacto, se abrían
cómodamente para poder escribir en ellas sin tener necesidad de sujetarlas,
tenían buen papel. Las usaba sin rayar, lisas, hacía muchos años ya que había
abandonado los rayados, y me cuidaba muy mucho, casi siempre con éxito, de
mantener la rectitud (y la perpendicularidad respecto de los márgenes
laterales) de mis líneas. Así que el regalo me gustó.
17.
La
entrega de premios fue el 8 de mayo de 2012. Son tiempos convulsos para mí, ya
lo he mencionado en otras ocasiones. La libreta NH no se usa durante unas
semanas, escribo en otras. Entonces, el 20 de junio de 2012, es decir, hace
exactamente 12 años hoy, me decido a abrirla. Abrir una libreta nueva exige un
ritual como el de la apertura de la boca de
la momia. Es siempre un momento solemne, y gozoso. La libreta es rayada. Hace
mucho que no escribo en papel rayado, al principio me parece algo
inconveniente. Entonces me doy cuenta de que justamente esa condición me obliga a escribir de un modo diferente.
No se puede escribir del mismo modo en cualquier soporte, no se puede escribir
igual con diferentes plumas, o diferentes colores de tinta, o diferentes tipos
de letra en el ordenador. Pensar que sí se puede es equivalente a considerar
que existe un texto platónico en el topos uranos de nuestra genialidad
creadora, dispuesto a que nosotros, como meros amanuenses, nos limitemos a
realizar su transcripción. Pero no,
el texto se hace, el texto se pinta. Eso, que ya sabía en realidad,
lo confirmé cuando empecé a escribir en esa Moleskine roja hace hoy doce años.
18.
Siempre,
pero sobre todo mucho más en los últimos años, he sido dado a la deambulación, he sido (soy) un gran
paseante, o por mejor decir un flâneur,
que es un concepto en el que, cuando lo descubrí en Benjamin (referido a
Baudelaire, poeta que yo había leído con fervor), me reconocí totalmente. En esos
tiempos de 2012 escapar, despejarme,
encontrar territorios propios, era algo imprescindible. Hacía calor ese día 20,
ése fue un verano caluroso en Madrid, si mi memoria no me traiciona. Fui a algunas
librerías, recogí libros que había encargado. Y me senté en una terraza que
había (ya no está) en una calle peatonal y recoleta del Madrid de los Austrias,
en una cantina mexicana, donde me pedí una Negra Modelo. Sé todas esas cosas
porque las escribí en mi Moleskine roja. Porque, cuando la abrí, me puse a
escribir de mí, a hablar desde un yo que no era habitual en mí. Y llené
páginas y páginas. Se fue obscureciendo, me cambié a la mesa de al lado, que
estaba bajo una farola, cené algo en ese mexicano. Seguí escribiendo. Me daba
cuenta de que el rayado me llevaba,
de que había que aprovechar. En casa,
cuando llegué, ya bien entrada la noche, me senté en el ordenador y escribí un
relato a partir de lo vivido esa noche. Fue una buena noche, tan buena como
aquella de Trieste de unos meses antes. Si no hubiera sido por noches así no
estaría, seguramente, escribiéndoles aquí, o al menos no así.
19.
¿Qué
hay en las notas de ese 20 de junio? Pues, paradójicamente o no (pero no, claro
que no), sobre lo que reflexiono en esas páginas iniciales es sobre el hecho de
escribir. En esos días estoy estudiando en serio a Felisberto Hernández, que ya
es para entonces un viejo conocido. Me subyuga el hecho de que Felisberto inventara su propia taquigrafía, una
taquigrafía que sigue siendo indescifrable, de modo que algunas de sus notas
postreras no han podido transcribirse. Relaciono eso con los Microgramas de Robert Walser, que estoy
recorriendo también por entonces: esa escritura de insectario, minúscula, sobre
los soportes más modestos y más peregrinos (Walser no siempre podía permitirse
el lujo de papel de calidad), esa entronización definitiva de lo fragmentario,
de una literatura que se ubica en el opuesto exacto de la grandilocuencia. O
con el hecho casi metafísico de que Rilke cambiara
su caligrafía influido por Lou Andreas Salomé: ese cambio de letra que va
unido al cambio de nombre, de un René
que pasa a ser Rainer. De esas cosas escribo el 20 de junio de 2012. Y también
escribo poemas, y muchas otras cosas.
20.
Rescato algunas notas de
ese día. El cuaderno empieza así: Hace
mucho tiempo que no escribo en papel rayado, y estas hojas parecen además muy
finas, y me temo que se va a transparentar en el anverso [en un añadido
posterior, seguramente del mismo día o del siguiente, corrijo, o no: reverso, aunque todo es relativo...] lo que aquí escriba, construyendo una especie
de
texto-Narciso
cuya
decidida caligrafía especular siempre nos sorprende tanto.
[La disposición tipográfica remeda la del cuaderno, estaba jugando también con
los blancos y las indentaciones.] En la siguiente página, refiriéndome a la
taquigrafía de Felisberto digo que es una
forma extrema de la caligrafía, especialmente cuando, como es el caso, es
inventada (y por lo tanto, indescifrable). Una caligrafía extraterrestre,
digamos, que exige los buenos servicios del
Descifrador,
que
es un personaje que me ronda estos días. Y así sigo un buen
rato. Es fascinante recorrer las líneas apretadas de ese cuaderno, en un
periodo que fue realmente fecundo, y es fascinante porque es obvio que todo eso lo ha escrito otro, por más que
ésa sea mi letra (mi letra de entonces,
en ese cuaderno) y por más que recuerde
haberlo escrito. Hay una mística en eso, sin duda. Si bien eso es decir una
trivialidad, porque en realidad, al menos por
hoy y para mí hay una mística en todo.
y 21.
Y así, en ese 20 del día 20, de aquel día 20, o de éste, con esa bonita y rotunda frase final, la entrada debería haber terminado. Les juro que no les miento en lo de que iba escribiéndola sobre la marcha, es cierto, y así saldrá publicada, más allá de la corrección de alguna errata, o de una mínima mejora de estilo. Así que era imprevisible el número total de párrafos que compondrían el texto que habría de contener más o menos todo lo que quería decir sobre el hecho (la pasión) de escribir que, por otro lado, es un tema frondoso e inagotable. Pero lo cierto es que hay una coda. Ese 20 de junio era, como todos los 20 de junio (contando incluso el de 1964, el inmediatamente anterior al día de mi nacimiento, cuando inconcebiblemente, yo me encontraba en el interior de mi madre), el día de antes de mi cumpleaños. En 2012 cumplí 48 años, ahora, ya lo saben, mañana cumplo 60. Las celebraciones me van a impedir (¡gozosamente!) escribir este fin de semana, así que si quería honrar mi compromiso con ustedes y entregarles mi entrada de esta semana, había de hacerlo hoy. Por ello, me he puesto a intentar pensar de qué quería hablar. Tengo algunas notas: los poemas de la locura de Hölderlin (es decir, Scardanelli, el autor de mi novela, o al menos, el que la firma), o Ángel Crespo. Entonces, al abrir el día en mi libreta de ahora, que ya digo que es Leuchtturm y no Moleskine, he escrito 20 de junio de 2024 y me he dado cuenta del aniversario. Así que a partir de ahí ya estaba claro de qué iba a escribir: iba a escribir sobre el escribir. Iba a compartir mi amor por la escritura, por el hecho en sí de la escritura, como actividad, como proceso, como faena, como vuelo. Entre otras cosas (o sobre todo) porque cumplir los sesenta años significa que me voy a jubilar y que a lo que me voy a dedicar, ya definitivamente, sin cortapisas, deadlines o cargos de conciencia, es a escribir, a llenar cuadernos y completar archivos en el ordenador. Por el mero hecho de escribir, por el placer, por el juego, por el riesgo, por la magia de escribir, sin que importe el qué, o cuánto, o cómo, o para qué (sobre todo para qué). Sin que importe que lo único que acabe resultando de esa tarea interminable sea un montón de papeles que alguien amorosamente reunirá y custodiará, o que alguien arrumbará y olvidará, o que alguien arrojará a un contenedor o hará arder, acaso en una nit de Sant Joan, o todas esas cosas sucesivamente. Porque lo que importa no es lo escrito, sino escribir. Bueno, y ahora lo que importa, en el momento que ponga este punto final, es celebrar. Me espera la luna llena.
2 comentarios:
Ahora sí, ¡muchas felicidades!
Un abrazo,
Alicia
Muchas gracias!! Un abrazo.
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