Cada línea de Kafka me resulta más
querida que toda mi obra.
ELIAS CANETTI
La llamada caja Kafka forma parte del inventario de los materiales de Víctor Lázaro, que se encontraron en su casa de la Sierra de Madrid, en perfecto orden y convenientemente etiquetados. Cuando los sobrinos del escritor, únicos herederos, se pusieron en contacto conmigo para que les ayudase con la clasificación de sus escritos ya inevitablemente póstumos y para elaborar un posible plan de publicación, me centré, como se ha justificado en la introducción al primer volumen de sus Obras completas, titulado La rebelión del taxidermista (Ediciones Complutense, Madrid, 2017) ante todo en localizar los textos que pudieran tomarse como definitivos y que constituyeran obras cerradas y publicables en el estado en que el escritor las dejó, o al menos en aquellos otros textos que, siendo fragmentarios (como fragmentario es, por lo demás, todo el ingente conjunto de papeles, carpetas y cuadernos que forma el legado de Lázaro), pudieran dar una idea cabal de la forma última que esos textos habrían adquirido si la actuación del escritor no se hubiera visto truncada tan bruscamente.
Era entre los relatos y en general en las piezas de
carácter ficcional o narrativo donde era más fácil orientarse, pues los
diversos legajos y cajas agrupaban textos razonablemente definitivos y además Lázaro
había elaborado listas de cuentos que consideraba suficientemente maduros. Por
ese motivo, La rebelión del taxidermista,
que no aspiraba bajo ningún concepto a considerarse una edición crítica, y que
estaba dedicada exclusivamente a la obra breve narrativa, fue publicado con
relativa celeridad, si bien a costa de no pocas decisiones editoriales, siempre
consensuadas con la familia, ya que era difícil en general asumir los planes
definitivos de Lázaro, cuando es conocida su obsesión correctora y la facilidad
con la que intercambiaba materiales entre unos proyectos siempre en perpetua
elaboración.
La cuestión se complica todavía más cuando se tiene
en cuenta (y cómo no hacerlo) otro material presente en el ordenador portátil
que Víctor llevó consigo a su último viaje a París, de tan trágico resultado.
Las carpetas del ordenador tienden al solapamiento, y la facilidad de edición hace
que los préstamos de una a otra o las reescrituras sean muy abundantes, de modo
que no es posible establecer una correspondencia biunívoca lo suficientemente
clara entre los papeles y los bytes, y ni siquiera resulta tan obvio
establecer una precedencia entre materiales de uno u otro carácter.
En todo caso, esto, como digo, ha sido tratado con
la extensión requerida en el prólogo de La
rebelión del taxidermista, y, aunque no cabe negar que los conocimientos
que hemos ido adquiriendo en los años transcurridos desde su publicación harían aconsejable una revisión de la edición, lo cierto es que la propia situación
editorial de la obra de Lázaro es actualmente confusa, por decirlo suavemente,
lo que ha ido convirtiendo en progresivamente más utópica la aspiración
original de los herederos de unas Obras
completas publicadas con el rigor filológico exigible en un periodo de
tiempo lo más breve posible tras la muerte del literato.
El eco alcanzado por los relatos de La rebelión ha sido, es justo
reconocerlo igualmente, bastante limitado, si bien el carácter de autor de
culto que ostentó siempre Lázaro, incluso en vida, no ha desaparecido, y el creciente
interés académico en la extraña obra del madrileño se pone de manifiesto en
varias publicaciones en revistas especializadas y en la realización de al menos
dos tesis doctorales (una de ellas dirigida por mí misma) que están actualmente
en marcha. Ojalá que la situación se encarrile y pueda clarificarse
adecuadamente.
Entre tanto, y aunque no era la intención original
de quien esto escribe, que aceptó el encargo de la edición póstuma llevada
sobre todo por el cariño hacia Víctor y sus familiares, y que no buscaba otra
cosa que facilitar una labor que a ellos claramente les excedía (como no dejó
de exponer abiertamente el sobrino mayor de Lázaro en sus Palabras introductorias a La
rebelión del taxidermista), la publicación de algunos trabajos menores sobre
su obra, que puedan incluir algunos textos inéditos, parece, siempre con el
beneplácito de los derechohabientes, una buena opción.
Por ese motivo, cuando los editores de Cuadernos Hispanoamericanos me
propusieron contribuir al número especial con motivo del centenario de la
muerte de Franz Kafka, que se celebra el 3 de junio de 2024, con un trabajo de
mi elección, no dudé en tratar de exponer con la inevitable brevedad que requería
el caso, algunas de las particularidades más destacables de la intensa y
compleja relación del checo con Víctor Lázaro, que siempre lo reconoció como su
escritor predilecto, y que a lo largo de los años volvió incesantemente sobre él,
con diversos proyectos ensayísticos que no acabaron de cuajar y con algún esbozo
narrativo que resulta extremadamente curioso, como se verá a continuación.
Así, en las líneas que siguen, renunciando a un análisis
en profundidad de una cuestión complicada que merece otro marco y otro empeño,
me he centrado en la producción ficcional de Lázaro, que es, por otro lado, la
más estudiada hasta el momento, por las razones ya expuestas. La elaboración del
segundo tomo de las Obras completas,
titulado en principio La inquietud del
inquilino, que contendría ensayos más o menos conclusos, está resultando
una empresa kafkiana en sí misma y, sinceramente no me encuentro capacitada en
estos momentos para abordar los muy diversos escritos no ficcionales de Lázaro
que atañen al checo, su figura, su producción literaria y sus planteamientos
filosóficos. Quedará para otro momento, pues.
En la caja
Kafka, que tiene su correlato, no exactamente equivalente, en una carpeta
del PC titulada Cajakafka.docx, podemos, si nos limitamos a los relatos y
piezas semejantes, categorizar los textos del siguiente modo:
1. Piezas breves denominadas sufrimientos por Lázaro (el origen de esa denominación hay que
buscarlo en el cuento de Kafka llamado Primer
sufrimiento, que se conoció inicialmente como Un artista del trapecio), en las que, de un modo que podríamos
llamar paródico (pero la realidad es
que eso enmascararía las motivaciones profundas de Lázaro, que son bastante más
complejas, como se deduce de sus anotaciones teóricas) Víctor elabora una
suerte de pastiches, con un tono muy
claramente epigonal, en la línea de las anotaciones en los Cuadernos en Octavo de Kafka, que tanto le impresionaron desde la
primera vez que los leyó.
2. Un esbozo narrativo de más largo aliento
titulado La Hermana, en la que la
protagonista sería Ottla Kafka y en la que la presencia del Hermano sería
siempre oblicua y ambigua. La obra se concibe como un largo monólogo de Ottla
en Auschwitz-Birkenau, donde encontraría la muerte. Hay abundantes anotaciones
del proyecto, que en una fase inicial se llamó Gracias por la niebla (título que fue pasando
de un proyecto a otro), pero lo cierto es que el tono es en general más bien
desarticulado y no existen verdaderos planes de desarrollo. La idea, de hecho,
fue abandonándose bastante rápido.
3. Un relato más largo y que podemos considerar completo (dentro de la precaución que
exige siempre el legado póstumo de V.L.) titulado Imposibilidad de cornejas, y que ya fue publicado en La rebelión del taxidermista, por lo que
no es preciso ocuparnos de él aquí.
4. Algunos esquemas (presentes en realidad sólo en
el archivo del ordenador y no entre los papeles impresos o manuscritos) sobre
un nuevo relato, que quedó en una fase muy inicial y cuyo título probablemente
acabaría siendo justamente La caja Kafka.
Por su curiosidad, será de éste proyecto del que hablaremos con más detalle a
continuación.
Pero antes convendría quizás dedicarle algún espacio a los sufrimientos. Datan de épocas tempranas de la fase llamada de escritura madura de Lázaro (para la periodización de su obra, véase mi Introducción a sus Obras completas), es decir, corresponden a los años que van desde el 2004 al 2008 aproximadamente, si bien algunas piezas son posteriores y otras fueron reelaborándose y evolucionando casi hasta el final. Hay varias decenas de sufrimientos, con extensiones y alcance muy variables. En la mayor parte de los casos Lázaro aborda una especie de relato espiral (por aplicar la terminología que él mismo empleó en sus análisis de la obra del checo), con el afán de mostrar en la práctica lo que él consideraba como la característica fundamental de la obra de Kafka: lo que él llamaba la profundidad intersticial. Este concepto es complejo y no se dejará aquí definir adecuadamente, pero la idea subyacente es la inagotabilidad del texto kafkiano, que Lázaro ilustra con una metáfora borgiana, la del libro de arena, que a su vez sirve como imagen de la propiedad abstracta de la recta de los números reales, esto es, justamente su carácter de infinito no numerable. Según Lázaro, en cualquier pieza de Kafka, por breve que sea (de hecho, es justamente en las piezas más breves donde eso se pone de manifiesto de una manera más clara), la técnica del checo permite abrir un abismo microscópico, o mejor dicho una sucesión de ellos, de modo que el texto se hace inabarcable, no por extensión o por intensidad, sino por algo que, a falta de mejor término, podríamos llamar profundidad, en tanto dimensión perpendicular al plano del texto. El mecanismo físico que le correspondería sería la resonancia, que es la responsable del funcionamiento último de los intercambios energéticos en la materia más básica.
El carácter espiral
por tanto se concreta en una especie de mecanismo de vaivén, una continua
advertencia de que no se puede progresar, pues existe una miríada de aspectos a
tener en cuenta, un florecer hormigueante de desvíos y líneas de fuga que
apuntan a una riqueza dimensional inédita en otros autores, con la posible
excepción de Nabokov. Lázaro afirma que esa densidad equivale al poder de sueño del que gozamos cuando,
especialmente en el duermevela, somos conscientes de un modo parcial de nuestra
capacidad para modificar los escenarios y el devenir del sueño en el que, en
absoluta paradoja, estamos participando como víctimas. María Zambrano es, en este sentido, una precursora clara
de la visión de Lázaro.
Veamos un ejemplo de sufrimiento, que podemos datar con bastante seguridad en julio de
2007 y que Lázaro incluyó con modificaciones menores en Cajakafka.docx:
Intentamos hacer un equipaje infinito para un viaje
que acaso no se produzca, o que acaso sea brevísimo. Un viaje que deberíamos
emprender desnudos y con las manos libres. No obstante, nos obstinamos en
amontonar más y más objetos en una cantidad inconcebible de bolsas y maletas
que no sabemos cómo llenar, que vaciamos una y otra vez, en busca de un orden
inalcanzable, mientras la angustia aumenta, pues el tiempo apremia, y lo que
fuera a llegar, ya llega.
Como ha evocado con gran ternura Agustín González-Cano en el artículo que dedicó recientemente a Víctor Lázaro con el motivo del décimo aniversario de su muerte, ambos compartían lo que dieron en llamar sueños de preparativos de viaje, complejas ensoñaciones en las que, con gran detalle, se veían obligados a pergeñar tareas de gran complejidad bajo la amenaza de una cuenta atrás no definida, pero que a veces tomaba en el sueño la apariencia trivial de un avión que se va a perder, o la obligación de marcharse de una casa en la que, por ejemplo, se está haciendo una estancia vacacional. Objetos que se pierden, o mágicamente aparecen, órdenes complejísimos que atañen a la ubicación de ropas en bolsas de viaje o libros en estanterías, coches súbitamente inencontrables, todos esos elementos, frecuentemente asociados a despertares parciales y a episodios de parálisis del sueño, se veían traducidos en el caso de Lázaro en sufrimientos que conectaban con sensaciones parecidas a la de Kafka, pues no en vano Víctor solía decir que él soñaba como Kafka, a lo que Agus, en aquellos años, solía apostillar que no, que ellos soñaban en Kafka, que Kafka era justamente el país de sus sueños.
Otro ejemplo de sufrimiento (González-Cano prefería el término de imposibilidades para sus textos equivalentes), más elaborado, podría ser el siguiente:
Si bien no faltan los peregrinos a pie, lo más común
es arribar al Castillo en autobús, penetrando, tras largas jornadas, en la Estación
de Autobuses del Castillo, con sus innumerables dársenas en las que se alinean autobuses
de muchos colores y números no correlativos. Los paneles informativos resultan
extremadamente complejos y se producen, como es sabido, frecuentes alteraciones
del servicio o cambios en los itinerarios. Hay un flujo incesante, que no
disminuye (antes al contrario, aumenta) ni siquiera durante la madrugada, de
autobuses que entran y otros que salen. Dado, además, que el Castillo es
vastísimo, muchas otras líneas tienen su recorrido completamente dentro de la
extensión del Castillo.
En la Estación hay multitud de establecimientos
abiertos veinticuatro horas y una larga fila de taquillas, frente a todas las
cuales hay grandes colas. Los altavoces, esencialmente ininteligibles, pregonan
sin descanso su letanía de llegadas y salidas a pasajeros progresivamente
indiferentes, que se amontonan por los rincones, prefiriendo frecuentemente el
suelo a las incómodas sillas, y medio adormilados por el aire insoportablemente
cargado.
Si bien no es fácil orientarse, todo viajero llega
con la consigna de buscar la estatua, para no perderse en el camino al
Castillo. La estatua representa a Moisés en el momento de expirar, contemplando
la Tierra Prometida, que no podrá hollar. Cerca de ella, casi inadvertida entre
las innumerables puertas, la más estrecha nos conduce a la Sala de Espera del
Castillo.
Ésta es una estancia enorme, permanentemente
atestada. El volumen de gente que llega y la lentitud de los trámites de acceso
han ido obligando a sucesivas ampliaciones. Las esperas son tan largas que muchas
personas se han trasladado a vivir allí, con sus enseres y sus familias, y han
levantado precarios tabiques, a veces simplemente amontonando sus bártulos,
para preservar su intimidad, definiendo breves cubículos llenos de objetos
donde llora siempre un niño recién nacido.
De ese modo, la Sala de Espera se ha ido
convirtiendo poco a poco en una ciudad, que apenas ya podría recorrerse
completa en el tiempo de la vida de cualquiera de sus habitantes, y ese crecimiento
sin planificación alguna ha desbaratado su geometría y nadie está ya muy seguro
de dónde se encuentran las oficinas principales (el registro, la aduana, el
dispensario para el chequeo médico) y se sospecha incluso que tales
dependencias se han ido replicando sin control en las diversas regiones de la
Sala de Espera, por la iniciativa de bienintencionados ciudadanos, que juzgan
impropio que una extensión tan vasta tenga que subordinarse a un único centro,
o simplemente por la avidez venal de algunos aprovechados que han comprendido
ya la imposibilidad de acceso al Castillo, al menos en la duración de la vida
del solicitante, pues el tiempo medio que consumen simplemente los trámites
preliminares de admisión a la fase de candidatura para el acceso ya es superior a esa duración, de modo que en las
familias se preparan a los hijos menores para que perseveren en el objetivo una
vez sus progenitores han fallecido y sus cuerpos han sido evacuados por algunos
de los múltiples operarios funerarios que se han instalado en la Sala.
En esas condiciones, pues, es inevitable que los
más despiadados tomen ventaja de los parroquianos y su credulidad,
ofreciéndoles el placebo de un acceso directo, de un mostrador súbitamente
erigido en el que se promete, con abundancia de formularios, un trámite rápido,
qué digo rápido, supersónico, vengan,
pasen por aquí, y, si se les interroga, esos impostores declaran que en
realidad la suya es una buena obra, pues procuran calma y un sentido a la vida
de los Esperantes, que de ese modo consiguen conservar la esperanza en su
espera, contra toda lógica.
En
todo caso, son comunes las revueltas, y los grupos revolucionarios que proponen
soluciones drásticas, simplificaciones extremas de los procedimientos, cuando
no, lisa y llanamente, la toma al asalto del Castillo (pero ¿en qué dirección,
con qué armas?), si bien la desorganización de tales grupúsculos es proverbial,
y sus conatos se disuelven pronto en la atonía bovina de los concurrentes, que
se aferran a una fe sólo muy levemente socavada por la herejía recurrente que
afirma la inexistencia del Castillo, inexistencia sempiterna o quizás solamente
sobrevenida por la propia hipertrofia tumoral de la Sala de Espera, que ha
acabado por usurpar todo el espacio disponible, superponiéndose así al
Castillo, ocupando todas sus estancias con la muchedumbre que se afana en
llegar a un lugar imposible, pues no se puede llegar a donde ya se está, ni se
puede avanzar hacia la quietud de lo que no es, ni puede concluir un trayecto
que, ya se ve, no puede siquiera ser iniciado.
La evidente referencia kafkiana al Castillo no es
tan simple como podría pensarse, pues de lo que se trataría sería de una
especie de fase ulterior en la que,
si se cumpliera lo que de ninguna manera puede cumplirse, esto es, que K.
llegase al Castillo, tomando acaso el autobús correcto, que, sin embargo, le llevaría
previsiblemente durante muchos kilómetros en un trayecto aparentemente caótico,
le sería tan imposible atravesar la Sala de Espera como le es al mensajero del
Emperador salir del Palacio para traernos el mensaje.
Añado un último sufrimiento,
que parte justamente del motivo kafkiano de la construcción de la muralla
china, para darle una nueva vuelta de tuerca.
Estamos a punto de concluir la construcción de la
gran muralla. El ser testigos de semejante acontecimiento histórico nos excita
sobremanera, pero, no podemos negarlo, también nos provoca gran inquietud. Nos
preguntamos qué vendrá después, qué tarea o empeño sucederá a éste, que durante
tantas generaciones ha orientado nuestros anhelos y nuestros esfuerzos.
¿Será tal vez la mera contemplación de la obra
magna, la elaboración minuciosa de pequeñas réplicas, como souvenirs para los turistas, la inconcebible vuelta a casa, a las
labores del campo, a la educación de la prole?
¿Será, por el contrario, la construcción de una
nueva muralla, que requerirá de una nueva leva, el desplazamiento lejos de ese
perímetro, en ese exterior ahora ya inconcebible, perteneciente acaso a un
imperio más lejano y más vasto al que nos veremos obligados a emigrar,
arrastrando a nuestra familia y acarreando nuestras escasas pertenencias?
No, en el fondo de nuestra corazón sabemos, lo sabe
todo el mundo, aunque nadie lo diga, que la única alternativa viable es la
destrucción, una destrucción completa y concienzuda de la muralla, tras la cual
no deberá quedar piedra sobre piedra, ni rastro alguno de lo construido, salvo,
como mucho, un vago recuerdo evanescente como un sueño, mentiroso como una
leyenda.
Y
entonces, sólo entonces (pero qué hombres sumamente ajenos a nosotros, qué
nuevas razas de las que apenas podremos considerarnos antepasados remotos, pues
la tarea de destrucción habrá sin duda de exigir un tiempo larguísimo), el
comienzo de una nueva construcción, el inicio de los afanes, pues de todos es sabida
la importancia de contar con una muralla que delimite el imperio y nos proteja
de las invasiones de los incontables enemigos exteriores, que son rapaces y
llenos de desorden.
Cabría detenerse en algunos otros textos de gran
interés, como los (muy abundantes) dedicados a la aporía eléata de Aquiles y la
tortuga, pero no disponemos aquí desgraciadamente de más espacio. Una posible
edición, si no completa, al menos antologal, de La caja Kafka permitiría dar a conocer al público la riqueza de las
elaboraciones lazarianas y su destreza en esas excursiones intersticiales.
Concluimos, pues, con lo relativo al proyecto de
relato titulado propiamente La caja Kafka (aunque
es difícil asegurar si ese hubiera acabado siendo el título definitivo, otros
como Cálices y leopardos se manejaron).
La premisa es sencilla, y remite a otros relatos de La rebelión del taxidermista que juegan con esquemas semejantes (y
en última instancia, claro, a Nabokov): Kafka no ha existido, o si lo ha hecho
resulta desconocido. Puede pensarse, pero en realidad no hay por qué ser explícito,
en que Max Brod decidiera cumplir la voluntad de su amigo y quemar todos sus
papeles. Las escasas obritas publicadas en vida habrían sido olvidadas,
especialmente en el derrumbe que trajo el nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Estamos así en uno de esos universos
defectivos de los que, por ejemplo, también se valió Bioy Casares en La trama celeste.
En ese universo, que es el que habita Lázaro, el Lázaro
personaje de la narración en primera persona, la ausencia de Kafka parece, sin embargo, mágicamente
mitigada, toda vez que, de una manera inesperada, aparentemente involuntaria, Lázaro
y otros escritores, a lo largo de los años y en todo el mundo, escriben una
serie de piezas (pequeños relatos, poemas en prosa, viñetas) que tienen un
característico aire de familia, y que disuenan con el resto de su producción.
Esos relatos serían justamente los
sufrimientos, y Lázaro (el Lázaro personaje, según nos cuenta el Lázaro
autor) emprende la utópica tarea de reconstruir
al precursor (inevitable el acordarse aquí del ensayo de Borges sobre,
justamente, Kafka y sus precursores).
Lo que nos resta del relato es muy escaso, y por
tanto no sabemos los detalles concretos de esa pesquisa. Parece que en un momento
dado se organiza una, así llamada, Hermandad de los Preparativos de Viaje,
entre personas que comparten esa modalidad de sueños, que han detectado como congruentes
con ese estilo segundo de sus
escritos más extraños. No queda claro si algún archivero exhumaría o no los
libritos de un Kafka finalmente existente pero anónimo, o si, por el contrario,
no ha habido en realidad ningún autor de ninguna obra llamada La transformación o Un artista del hambre, sino que se hace preciso literalmente inventarlo, en un proceso del todo
paralelo al de la invención del Ursprache
que se dio en llamar indoeuropeo
a partir de las existentes lenguas occidentales.
Aparentemente, esta quête acabaría produciendo una desestabilización del cosmos de Lázaro
(aquí resuena, claro, la Terra de Ada or
ardor) y le conduciría a una especie de despertar final de su complejísimo
y larguísimo (pero en las ensoñaciones el tiempo es elástico, como sabemos) sueño de preparativos de viaje, en el
que ha elaborado con prolijidad dolorosa un universo entero sin Kafka.
Cabe pensar (pero esto es una pura conjetura,
puesto que no disponemos de evidencia textual en ese sentido) que Víctor Lázaro
se despertaría entonces convertido en un
enorme insecto y así todo, interminablemente, volvería a empezar.
Además de albacea y editora de Víctor Lázaro, fui su amiga, y por ello me resulta doloroso constatar, como al Borges personaje de El Aleph que los sucesos no dejan de producirse a pesar de su muerte, que ya se va alejando en el tiempo. Lázaro habría cumplido sesenta años unos días después del 3 de junio de 2024, la fecha del centenario de la muerte de Kafka, que aquí conmemoramos. Sin duda, habría seguido escribiendo en espiral fragmentos conectados con la obra interminable del checo. Hubiera sido bonito que su firma, y no la mía, apareciera entonces en este número especial. Quién sabe si en algún otro sueño, en algún otro preparativo de viaje, eso no está ocurriendo.
Nosotros, mientras, seguimos construyendo
nuestras murallas, con diligencia, pues ansiamos sobre todo llegar a la conclusión
de tal construcción, para, inmediatamente, sin saña, pero con absoluta dedicación
y precisión, proceder a su destrucción. Detrás, del lado de los bárbaros, seguramente, Lázaro espera con
esa sonrisa con la que nos decía siempre pero
estaba claro que iba a pasar eso, ¿no? Y, sí, estaba claro, pero cuando
pasaba, igualmente, nos sorprendía, y eso, creo, era el truco de Lázaro, que es exactamente el truco de Kafka, porque,
por supuesto, Lázaro y Kafka son la misma persona.
ANGELA
G. WHITEHEAD,
Cuadernos Hispanoamericanos, junio 2024.
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