domingo, 2 de junio de 2024

La caja Kafka

 

Cada línea de Kafka me resulta más querida que toda mi obra.

ELIAS CANETTI

La llamada caja Kafka forma parte del inventario de los materiales de Víctor Lázaro, que se encontraron en su casa de la Sierra de Madrid, en perfecto orden y convenientemente etiquetados. Cuando los sobrinos del escritor, únicos herederos, se pusieron en contacto conmigo para que les ayudase con la clasificación de sus escritos ya inevitablemente póstumos y para elaborar un posible plan de publicación, me centré, como se ha justificado en la introducción al primer volumen de sus Obras completas, titulado La rebelión del taxidermista (Ediciones Complutense, Madrid, 2017) ante todo en localizar los textos que pudieran tomarse como definitivos y que constituyeran obras cerradas y publicables en el estado en que el escritor las dejó, o al menos en aquellos otros textos que, siendo fragmentarios (como fragmentario es, por lo demás, todo el ingente conjunto de papeles, carpetas y cuadernos que forma el legado de Lázaro), pudieran dar una idea cabal de la forma última que esos textos habrían adquirido si la actuación del escritor no se hubiera visto truncada tan bruscamente.

Era entre los relatos y en general en las piezas de carácter ficcional o narrativo donde era más fácil orientarse, pues los diversos legajos y cajas agrupaban textos razonablemente definitivos y además Lázaro había elaborado listas de cuentos que consideraba suficientemente maduros. Por ese motivo, La rebelión del taxidermista, que no aspiraba bajo ningún concepto a considerarse una edición crítica, y que estaba dedicada exclusivamente a la obra breve narrativa, fue publicado con relativa celeridad, si bien a costa de no pocas decisiones editoriales, siempre consensuadas con la familia, ya que era difícil en general asumir los planes definitivos de Lázaro, cuando es conocida su obsesión correctora y la facilidad con la que intercambiaba materiales entre unos proyectos siempre en perpetua elaboración.

La cuestión se complica todavía más cuando se tiene en cuenta (y cómo no hacerlo) otro material presente en el ordenador portátil que Víctor llevó consigo a su último viaje a París, de tan trágico resultado. Las carpetas del ordenador tienden al solapamiento, y la facilidad de edición hace que los préstamos de una a otra o las reescrituras sean muy abundantes, de modo que no es posible establecer una correspondencia biunívoca lo suficientemente clara entre los papeles y los bytes, y ni siquiera resulta tan obvio establecer una precedencia entre materiales de uno u otro carácter.

En todo caso, esto, como digo, ha sido tratado con la extensión requerida en el prólogo de La rebelión del taxidermista, y, aunque no cabe negar que los conocimientos que hemos ido adquiriendo en los años transcurridos desde su publicación harían aconsejable una revisión de la edición, lo cierto es que la propia situación editorial de la obra de Lázaro es actualmente confusa, por decirlo suavemente, lo que ha ido convirtiendo en progresivamente más utópica la aspiración original de los herederos de unas Obras completas publicadas con el rigor filológico exigible en un periodo de tiempo lo más breve posible tras la muerte del literato.

El eco alcanzado por los relatos de La rebelión ha sido, es justo reconocerlo igualmente, bastante limitado, si bien el carácter de autor de culto que ostentó siempre Lázaro, incluso en vida, no ha desaparecido, y el creciente interés académico en la extraña obra del madrileño se pone de manifiesto en varias publicaciones en revistas especializadas y en la realización de al menos dos tesis doctorales (una de ellas dirigida por mí misma) que están actualmente en marcha. Ojalá que la situación se encarrile y pueda clarificarse adecuadamente.

Entre tanto, y aunque no era la intención original de quien esto escribe, que aceptó el encargo de la edición póstuma llevada sobre todo por el cariño hacia Víctor y sus familiares, y que no buscaba otra cosa que facilitar una labor que a ellos claramente les excedía (como no dejó de exponer abiertamente el sobrino mayor de Lázaro en sus Palabras introductorias a La rebelión del taxidermista), la publicación de algunos trabajos menores sobre su obra, que puedan incluir algunos textos inéditos, parece, siempre con el beneplácito de los derechohabientes, una buena opción.

Por ese motivo, cuando los editores de Cuadernos Hispanoamericanos me propusieron contribuir al número especial con motivo del centenario de la muerte de Franz Kafka, que se celebra el 3 de junio de 2024, con un trabajo de mi elección, no dudé en tratar de exponer con la inevitable brevedad que requería el caso, algunas de las particularidades más destacables de la intensa y compleja relación del checo con Víctor Lázaro, que siempre lo reconoció como su escritor predilecto, y que a lo largo de los años volvió incesantemente sobre él, con diversos proyectos ensayísticos que no acabaron de cuajar y con algún esbozo narrativo que resulta extremadamente curioso, como se verá a continuación.

Así, en las líneas que siguen, renunciando a un análisis en profundidad de una cuestión complicada que merece otro marco y otro empeño, me he centrado en la producción ficcional de Lázaro, que es, por otro lado, la más estudiada hasta el momento, por las razones ya expuestas. La elaboración del segundo tomo de las Obras completas, titulado en principio La inquietud del inquilino, que contendría ensayos más o menos conclusos, está resultando una empresa kafkiana en sí misma y, sinceramente no me encuentro capacitada en estos momentos para abordar los muy diversos escritos no ficcionales de Lázaro que atañen al checo, su figura, su producción literaria y sus planteamientos filosóficos. Quedará para otro momento, pues.

En la caja Kafka, que tiene su correlato, no exactamente equivalente, en una carpeta del PC titulada Cajakafka.docx, podemos, si nos limitamos a los relatos y piezas semejantes, categorizar los textos del siguiente modo:

1. Piezas breves denominadas sufrimientos por Lázaro (el origen de esa denominación hay que buscarlo en el cuento de Kafka llamado Primer sufrimiento, que se conoció inicialmente como Un artista del trapecio), en las que, de un modo que podríamos llamar paródico (pero la realidad es que eso enmascararía las motivaciones profundas de Lázaro, que son bastante más complejas, como se deduce de sus anotaciones teóricas) Víctor elabora una suerte de pastiches, con un tono muy claramente epigonal, en la línea de las anotaciones en los Cuadernos en Octavo de Kafka, que tanto le impresionaron desde la primera vez que los leyó.

2. Un esbozo narrativo de más largo aliento titulado La Hermana, en la que la protagonista sería Ottla Kafka y en la que la presencia del Hermano sería siempre oblicua y ambigua. La obra se concibe como un largo monólogo de Ottla en Auschwitz-Birkenau, donde encontraría la muerte. Hay abundantes anotaciones del proyecto, que en una fase inicial se llamó Gracias por la niebla (título que fue pasando de un proyecto a otro), pero lo cierto es que el tono es en general más bien desarticulado y no existen verdaderos planes de desarrollo. La idea, de hecho, fue abandonándose bastante rápido.

3. Un relato más largo y que podemos considerar completo (dentro de la precaución que exige siempre el legado póstumo de V.L.) titulado Imposibilidad de cornejas, y que ya fue publicado en La rebelión del taxidermista, por lo que no es preciso ocuparnos de él aquí.

4. Algunos esquemas (presentes en realidad sólo en el archivo del ordenador y no entre los papeles impresos o manuscritos) sobre un nuevo relato, que quedó en una fase muy inicial y cuyo título probablemente acabaría siendo justamente La caja Kafka. Por su curiosidad, será de éste proyecto del que hablaremos con más detalle a continuación.

Pero antes convendría quizás dedicarle algún espacio a los sufrimientos. Datan de épocas tempranas de la fase llamada de escritura madura de Lázaro (para la periodización de su obra, véase mi Introducción a sus Obras completas), es decir, corresponden a los años que van desde el 2004 al 2008 aproximadamente, si bien algunas piezas son posteriores y otras fueron reelaborándose y evolucionando casi hasta el final. Hay varias decenas de sufrimientos, con extensiones y alcance muy variables. En la mayor parte de los casos Lázaro aborda una especie de relato espiral (por aplicar la terminología que él mismo empleó en sus análisis de la obra del checo), con el afán de mostrar en la práctica lo que él consideraba como la característica fundamental de la obra de Kafka: lo que él llamaba la profundidad intersticial. Este concepto es complejo y no se dejará aquí definir adecuadamente, pero la idea subyacente es la inagotabilidad del texto kafkiano, que Lázaro ilustra con una metáfora borgiana, la del libro de arena, que a su vez sirve como imagen de la propiedad abstracta de la recta de los números reales, esto es, justamente su carácter de infinito no numerable. Según Lázaro, en cualquier pieza de Kafka, por breve que sea (de hecho, es justamente en las piezas más breves donde eso se pone de manifiesto de una manera más clara), la técnica del checo permite abrir un abismo microscópico, o mejor dicho una sucesión de ellos, de modo que el texto se hace inabarcable, no por extensión o por intensidad, sino por algo que, a falta de mejor término, podríamos llamar profundidad, en tanto dimensión perpendicular al plano del texto. El mecanismo físico que le correspondería sería la resonancia, que es la responsable del funcionamiento último de los intercambios energéticos en la materia más básica.

El carácter espiral por tanto se concreta en una especie de mecanismo de vaivén, una continua advertencia de que no se puede progresar, pues existe una miríada de aspectos a tener en cuenta, un florecer hormigueante de desvíos y líneas de fuga que apuntan a una riqueza dimensional inédita en otros autores, con la posible excepción de Nabokov. Lázaro afirma que esa densidad equivale al poder de sueño del que gozamos cuando, especialmente en el duermevela, somos conscientes de un modo parcial de nuestra capacidad para modificar los escenarios y el devenir del sueño en el que, en absoluta paradoja, estamos participando como víctimas. María Zambrano es, en este sentido, una precursora clara de la visión de Lázaro.

Veamos un ejemplo de sufrimiento, que podemos datar con bastante seguridad en julio de 2007 y que Lázaro incluyó con modificaciones menores en Cajakafka.docx:

 

Intentamos hacer un equipaje infinito para un viaje que acaso no se produzca, o que acaso sea brevísimo. Un viaje que deberíamos emprender desnudos y con las manos libres. No obstante, nos obstinamos en amontonar más y más objetos en una cantidad inconcebible de bolsas y maletas que no sabemos cómo llenar, que vaciamos una y otra vez, en busca de un orden inalcanzable, mientras la angustia aumenta, pues el tiempo apremia, y lo que fuera a llegar, ya llega.

Como ha evocado con gran ternura Agustín González-Cano en el artículo que dedicó recientemente a Víctor Lázaro con el motivo del décimo aniversario de su muerte, ambos compartían lo que dieron en llamar sueños de preparativos de viaje, complejas ensoñaciones en las que, con gran detalle, se veían obligados a pergeñar tareas de gran complejidad bajo la amenaza de una cuenta atrás no definida, pero que a veces tomaba en el sueño la apariencia trivial de un avión que se va a perder, o la obligación de marcharse de una casa en la que, por ejemplo, se está haciendo una estancia vacacional. Objetos que se pierden, o mágicamente aparecen, órdenes complejísimos que atañen a la ubicación de ropas en bolsas de viaje o libros en estanterías, coches súbitamente inencontrables, todos esos elementos, frecuentemente asociados a despertares parciales y a episodios de parálisis del sueño, se veían traducidos en el caso de Lázaro en sufrimientos que conectaban con sensaciones parecidas a la de Kafka, pues no en vano Víctor solía decir que él soñaba como Kafka, a lo que Agus, en aquellos años, solía apostillar que no, que ellos soñaban en Kafka, que Kafka era justamente el país de sus sueños.

Otro ejemplo de sufrimiento (González-Cano prefería el término de imposibilidades para sus textos equivalentes), más elaborado, podría ser el siguiente:

Si bien no faltan los peregrinos a pie, lo más común es arribar al Castillo en autobús, penetrando, tras largas jornadas, en la Estación de Autobuses del Castillo, con sus innumerables dársenas en las que se alinean autobuses de muchos colores y números no correlativos. Los paneles informativos resultan extremadamente complejos y se producen, como es sabido, frecuentes alteraciones del servicio o cambios en los itinerarios. Hay un flujo incesante, que no disminuye (antes al contrario, aumenta) ni siquiera durante la madrugada, de autobuses que entran y otros que salen. Dado, además, que el Castillo es vastísimo, muchas otras líneas tienen su recorrido completamente dentro de la extensión del Castillo.

En la Estación hay multitud de establecimientos abiertos veinticuatro horas y una larga fila de taquillas, frente a todas las cuales hay grandes colas. Los altavoces, esencialmente ininteligibles, pregonan sin descanso su letanía de llegadas y salidas a pasajeros progresivamente indiferentes, que se amontonan por los rincones, prefiriendo frecuentemente el suelo a las incómodas sillas, y medio adormilados por el aire insoportablemente cargado.

Si bien no es fácil orientarse, todo viajero llega con la consigna de buscar la estatua, para no perderse en el camino al Castillo. La estatua representa a Moisés en el momento de expirar, contemplando la Tierra Prometida, que no podrá hollar. Cerca de ella, casi inadvertida entre las innumerables puertas, la más estrecha nos conduce a la Sala de Espera del Castillo.

Ésta es una estancia enorme, permanentemente atestada. El volumen de gente que llega y la lentitud de los trámites de acceso han ido obligando a sucesivas ampliaciones. Las esperas son tan largas que muchas personas se han trasladado a vivir allí, con sus enseres y sus familias, y han levantado precarios tabiques, a veces simplemente amontonando sus bártulos, para preservar su intimidad, definiendo breves cubículos llenos de objetos donde llora siempre un niño recién nacido.

De ese modo, la Sala de Espera se ha ido convirtiendo poco a poco en una ciudad, que apenas ya podría recorrerse completa en el tiempo de la vida de cualquiera de sus habitantes, y ese crecimiento sin planificación alguna ha desbaratado su geometría y nadie está ya muy seguro de dónde se encuentran las oficinas principales (el registro, la aduana, el dispensario para el chequeo médico) y se sospecha incluso que tales dependencias se han ido replicando sin control en las diversas regiones de la Sala de Espera, por la iniciativa de bienintencionados ciudadanos, que juzgan impropio que una extensión tan vasta tenga que subordinarse a un único centro, o simplemente por la avidez venal de algunos aprovechados que han comprendido ya la imposibilidad de acceso al Castillo, al menos en la duración de la vida del solicitante, pues el tiempo medio que consumen simplemente los trámites preliminares de admisión a la fase de candidatura para el acceso ya es superior a esa duración, de modo que en las familias se preparan a los hijos menores para que perseveren en el objetivo una vez sus progenitores han fallecido y sus cuerpos han sido evacuados por algunos de los múltiples operarios funerarios que se han instalado en la Sala.

En esas condiciones, pues, es inevitable que los más despiadados tomen ventaja de los parroquianos y su credulidad, ofreciéndoles el placebo de un acceso directo, de un mostrador súbitamente erigido en el que se promete, con abundancia de formularios, un trámite rápido, qué digo rápido, supersónico, vengan, pasen por aquí, y, si se les interroga, esos impostores declaran que en realidad la suya es una buena obra, pues procuran calma y un sentido a la vida de los Esperantes, que de ese modo consiguen conservar la esperanza en su espera, contra toda lógica.

En todo caso, son comunes las revueltas, y los grupos revolucionarios que proponen soluciones drásticas, simplificaciones extremas de los procedimientos, cuando no, lisa y llanamente, la toma al asalto del Castillo (pero ¿en qué dirección, con qué armas?), si bien la desorganización de tales grupúsculos es proverbial, y sus conatos se disuelven pronto en la atonía bovina de los concurrentes, que se aferran a una fe sólo muy levemente socavada por la herejía recurrente que afirma la inexistencia del Castillo, inexistencia sempiterna o quizás solamente sobrevenida por la propia hipertrofia tumoral de la Sala de Espera, que ha acabado por usurpar todo el espacio disponible, superponiéndose así al Castillo, ocupando todas sus estancias con la muchedumbre que se afana en llegar a un lugar imposible, pues no se puede llegar a donde ya se está, ni se puede avanzar hacia la quietud de lo que no es, ni puede concluir un trayecto que, ya se ve, no puede siquiera ser iniciado.

La evidente referencia kafkiana al Castillo no es tan simple como podría pensarse, pues de lo que se trataría sería de una especie de fase ulterior en la que, si se cumpliera lo que de ninguna manera puede cumplirse, esto es, que K. llegase al Castillo, tomando acaso el autobús correcto, que, sin embargo, le llevaría previsiblemente durante muchos kilómetros en un trayecto aparentemente caótico, le sería tan imposible atravesar la Sala de Espera como le es al mensajero del Emperador salir del Palacio para traernos el mensaje.

Añado un último sufrimiento, que parte justamente del motivo kafkiano de la construcción de la muralla china, para darle una nueva vuelta de tuerca.

Estamos a punto de concluir la construcción de la gran muralla. El ser testigos de semejante acontecimiento histórico nos excita sobremanera, pero, no podemos negarlo, también nos provoca gran inquietud. Nos preguntamos qué vendrá después, qué tarea o empeño sucederá a éste, que durante tantas generaciones ha orientado nuestros anhelos y nuestros esfuerzos.

¿Será tal vez la mera contemplación de la obra magna, la elaboración minuciosa de pequeñas réplicas, como souvenirs para los turistas, la inconcebible vuelta a casa, a las labores del campo, a la educación de la prole?

¿Será, por el contrario, la construcción de una nueva muralla, que requerirá de una nueva leva, el desplazamiento lejos de ese perímetro, en ese exterior ahora ya inconcebible, perteneciente acaso a un imperio más lejano y más vasto al que nos veremos obligados a emigrar, arrastrando a nuestra familia y acarreando nuestras escasas pertenencias?

No, en el fondo de nuestra corazón sabemos, lo sabe todo el mundo, aunque nadie lo diga, que la única alternativa viable es la destrucción, una destrucción completa y concienzuda de la muralla, tras la cual no deberá quedar piedra sobre piedra, ni rastro alguno de lo construido, salvo, como mucho, un vago recuerdo evanescente como un sueño, mentiroso como una leyenda.

Y entonces, sólo entonces (pero qué hombres sumamente ajenos a nosotros, qué nuevas razas de las que apenas podremos considerarnos antepasados remotos, pues la tarea de destrucción habrá sin duda de exigir un tiempo larguísimo), el comienzo de una nueva construcción, el inicio de los afanes, pues de todos es sabida la importancia de contar con una muralla que delimite el imperio y nos proteja de las invasiones de los incontables enemigos exteriores, que son rapaces y llenos de desorden.

Cabría detenerse en algunos otros textos de gran interés, como los (muy abundantes) dedicados a la aporía eléata de Aquiles y la tortuga, pero no disponemos aquí desgraciadamente de más espacio. Una posible edición, si no completa, al menos antologal, de La caja Kafka permitiría dar a conocer al público la riqueza de las elaboraciones lazarianas y su destreza en esas excursiones intersticiales.

Concluimos, pues, con lo relativo al proyecto de relato titulado propiamente La caja Kafka (aunque es difícil asegurar si ese hubiera acabado siendo el título definitivo, otros como Cálices y leopardos se manejaron). La premisa es sencilla, y remite a otros relatos de La rebelión del taxidermista que juegan con esquemas semejantes (y en última instancia, claro, a Nabokov): Kafka no ha existido, o si lo ha hecho resulta desconocido. Puede pensarse, pero en realidad no hay por qué ser explícito, en que Max Brod decidiera cumplir la voluntad de su amigo y quemar todos sus papeles. Las escasas obritas publicadas en vida habrían sido olvidadas, especialmente en el derrumbe que trajo el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Estamos así en uno de esos universos defectivos de los que, por ejemplo, también se valió Bioy Casares en La trama celeste.

En ese universo, que es el que habita Lázaro, el Lázaro personaje de la narración en primera persona, la ausencia de Kafka parece, sin embargo, mágicamente mitigada, toda vez que, de una manera inesperada, aparentemente involuntaria, Lázaro y otros escritores, a lo largo de los años y en todo el mundo, escriben una serie de piezas (pequeños relatos, poemas en prosa, viñetas) que tienen un característico aire de familia, y que disuenan con el resto de su producción. Esos relatos serían justamente los sufrimientos, y Lázaro (el Lázaro personaje, según nos cuenta el Lázaro autor) emprende la utópica tarea de reconstruir al precursor (inevitable el acordarse aquí del ensayo de Borges sobre, justamente, Kafka y sus precursores).

Lo que nos resta del relato es muy escaso, y por tanto no sabemos los detalles concretos de esa pesquisa. Parece que en un momento dado se organiza una, así llamada, Hermandad de los Preparativos de Viaje, entre personas que comparten esa modalidad de sueños, que han detectado como congruentes con ese estilo segundo de sus escritos más extraños. No queda claro si algún archivero exhumaría o no los libritos de un Kafka finalmente existente pero anónimo, o si, por el contrario, no ha habido en realidad ningún autor de ninguna obra llamada La transformación o Un artista del hambre, sino que se hace preciso literalmente inventarlo, en un proceso del todo paralelo al de la invención del Ursprache que se dio en llamar indoeuropeo a partir de las existentes lenguas occidentales.

Aparentemente, esta quête acabaría produciendo una desestabilización del cosmos de Lázaro (aquí resuena, claro, la Terra de Ada or ardor) y le conduciría a una especie de despertar final de su complejísimo y larguísimo (pero en las ensoñaciones el tiempo es elástico, como sabemos) sueño de preparativos de viaje, en el que ha elaborado con prolijidad dolorosa un universo entero sin Kafka.

Cabe pensar (pero esto es una pura conjetura, puesto que no disponemos de evidencia textual en ese sentido) que Víctor Lázaro se despertaría entonces convertido en un enorme insecto y así todo, interminablemente, volvería a empezar.

Además de albacea y editora de Víctor Lázaro, fui su amiga, y por ello me resulta doloroso constatar, como al Borges personaje de El Aleph que los sucesos no dejan de producirse a pesar de su muerte, que ya se va alejando en el tiempo. Lázaro habría cumplido sesenta años unos días después del 3 de junio de 2024, la fecha del centenario de la muerte de Kafka, que aquí conmemoramos. Sin duda, habría seguido escribiendo en espiral fragmentos conectados con la obra interminable del checo. Hubiera sido bonito que su firma, y no la mía, apareciera entonces en este número especial. Quién sabe si en algún otro sueño, en algún otro preparativo de viaje, eso no está ocurriendo. 

Nosotros, mientras, seguimos construyendo nuestras murallas, con diligencia, pues ansiamos sobre todo llegar a la conclusión de tal construcción, para, inmediatamente, sin saña, pero con absoluta dedicación y precisión, proceder a su destrucción. Detrás, del lado de los bárbaros, seguramente, Lázaro espera con esa sonrisa con la que nos decía siempre pero estaba claro que iba a pasar eso, ¿no? Y, sí, estaba claro, pero cuando pasaba, igualmente, nos sorprendía, y eso, creo, era el truco de Lázaro, que es exactamente el truco de Kafka, porque, por supuesto, Lázaro y Kafka son la misma persona.

 

ANGELA G. WHITEHEAD,

Cuadernos Hispanoamericanos, junio 2024.

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