Diecisiete fragmentos sólo aparentemente inconexos
Je me souviens de Youri Gagarin.
GEORGES PEREC
1.
La
noche del 21 al 22 de junio, más concretamente a las 3.08 de la madrugada (ay,
esas tres de la mañana) habrá luna llena.
El
21 de junio es el solsticio de verano (en el hemisferio norte, bien entendido),
si bien esa fecha oscila ligeramente, y este año, que es bisiesto, técnicamente
el solsticio será el 20 de junio a las 22.50 h. Es el día más largo del año, el
día en que la luz dobla el quicio y empieza su mengua.
El
21 de junio es también mi cumpleaños. Este año, el sexagésimo. Impresiona la
cifra.
Que
coincida justamente con la luna llena es algo que podríamos tomar como azaroso,
y desde luego es una circunstancia gozosamente favorable poder cantar con Fred
Buscaglione Guarda che luna!, pero
sin estar solos, porque estaremos juntos, aunque no haya estrictamente mare.
Pero
no, no hay nada azaroso en ello. Es, de hecho, lo menos azaroso del universo,
porque los ciclos de los astros se repiten fatigosamente iguales a sí mismos
milenio tras milenio. El día de mi nacimiento, hace sesenta años, ya se sabía
que la luna sería llena el 21 de junio de 2024. Simplemente yo no lo sabía. La luna ha cumplido su
órbita disciplinadamente, mes tras mes, a lo largo de mi vida, para ofrecerme
justamente cuando más necesaria era, su mejor espectáculo.
Si
quisiéramos, podríamos saber ya con absoluta certeza en qué fase estará la luna
dentro de sesenta años, en 2084. Casi, casi llena, ligeramente menguante. En 1964
fue casi, casi llena, ligeramente creciente.
Este
año, cuando ya haya pasado la fecha de mi cumpleaños, pero aún no haya acabado
la fiesta, en esa noche tan corta que exprimiremos al máximo, la luna será
llena. Nos pillará bailando.
2.
En
una de mis recurrentes visitas a la Feria del Libro, el otro día, el pasado
jueves, para ser exacto, me compré un libro singular. La autora es la artista y
performer Camila Cañeque y,
desgraciadamente, el libro es póstumo.
Camila
murió repentinamente, con 39 años, el pasado 14 de febrero. No la conocía, pero
sí recuerdo la noticia, y leer sobre ella entonces. Luego, supe del libro,
acabado de componer, según reza su colofón, el
14 de marzo, último día del primer quinto del año. Un mes exacto después de
la muerte de la autora.
Supe
del libro, que está publicado por La Uña Rota, editorial que sigo,
especialmente porque es la que publica los libros de Angélica Liddell, por
Twitter, por alguna reseña, por un comentario extremadamente favorable de
Vila-Matas. Lo dejé pasar en mis otras visitas a la Feria de este año. El
jueves, finalmente, cayó.
Es
un libro, sí, sin duda, singular. Cañeque fue reuniendo, de manera
progresivamente obsesiva, según nos cuenta, las
últimas frases de las más variadas obras literarias. Con ellas ha compuesto
un artefacto gozosamente híbrido, en el que el discurso ensayístico se torna
súbitamente narrativo cuando se engarzan esas frases terminales.
Apenas
lo estoy recorriendo aún, pero me fascina. Especialmente porque cada una de
esas frases de cierre se transforma, de
manera natural, cuando se la extrae del marco del libro cuyo peso soporta sobre
sus hombros, cuando se la permite viajar de la última página a un nuevo ámbito,
virgen y por escribir aún, cada una de esas frases pasan a ser la primera frase. No de una secuela,
sino de algo radicalmente nuevo, libre.
Vine a Comala,
repetía el protagonista desolado de mi Habitación
llamada trece años, enganchándose a esa contraseña, que había sido en una
versión anterior (era para un concurso que exigía empezar así los relatos) En un lugar de la Mancha. Ahora, de
repente, he aprendido que también se puede usar como contraseña Dio un golpe seco contra la tierra y se fue
desmoronando como si fuera un montón de piedra. O hasta el vale cervantino que da por terminadas
las hazañas del ingenioso caballero.
Porque
el tiempo es siempre falaz, y lo es mucho más en el relato, y la presuntuosa
seguridad con la que ordenamos las letras y las congelamos entre las tapas del
libro es apenas un espejismo. Todo puede contarse de otro modo. Todo puede
contarse al revés, y entonces la tristeza que inevitablemente acaecerá será
sucedida por la alegría de lo que pasó cuando aún no sabíamos.
Hoy
es 15 de junio. Hoy, exactamente hoy, Camila Cañeque habría cumplido 40 años.
3.
Una
de las obras más sorprendentes, y entrañables, de Georges Perec (y eso es mucho
decir, teniendo en cuenta que todas las obras de Perec son sorprendentes y
entrañables) es la titulada Je me
souviens, esto es, Me acuerdo.
Consiste en una sucesión de 480 recuerdos
breves, disjuntos, moleculares, que van presentándose sin un orden aparente, como
llevando cada uno de la mano al siguiente en virtud de un proceso de libre
asociación.
Son
recuerdos personales, pero implican sobre todo la parte más externa de nuestras
vidas. Libros, películas, programas de televisión o radio, alimentos,
costumbres, anuncios publicitarios. Esos quanta
de memoria componen un paisaje fidedigno del vivir. Del vivir de Perec, pero
también del de todos nosotros, pues Je me
souviens es una obra abierta, que
acaba con la frase (à suivre...), que
nos remite al continuará de los
seriales o de nuestros tebeos de la infancia, y que además ofrece al lector un
buen puñado de hojas en blanco para que anotemos nuestros propios recuerdos.
Perec
se inspiró en un antecedente que declara abiertamente, el I remember de John Brainard, que es el que define la fórmula, desde
otro país, desde otra época anterior. Perderse entre las diferentes estaciones de metro de París o New York
por las que nos conducen Perec y Brainard es un placer muy particular.
Puede
abrirse el libro al azar. Lo hago, sin trampas: Je me souviens que tous les nombres dont les chiffres donnent un total
de neuf sont divisibles par neuf. Y ahí, de repente, su pedacito de
magdalena proustiana cuando nos damos cuenta de que eso nos lleva a la prueba del nueve, con la que los
neófitos en el arte de dividir comprobábamos que habíamos realizado el cociente
sin error.
Llevo
semanas intentando pergeñar una lista de meacuerdos
para compartirla aquí, pero el sistema no funciona así. Hay que dejarse llevar, hay que permitir a la
memoria que navegue por su cuenta.
Me acuerdo... Sí,
me acuerdo de todo, pero quedará entre nosotros.
4.
En
la resonancia de las lecturas actuales, producto de la voracidad compradora de
la Feria, recorro con bastante placer Física
de la tristeza, de Gueorgui Gospodínov (no se me ocurre un título que sea
más mío que ése, lástima que el
búlgaro se me adelantara).
El
capítulo IV se titula Time Bomb (abrir
después del fin del mundo). Habla de las cápsulas de tiempo, esas colecciones heterogéneas de objetos por lo
general banales que se encierran en algún recipiente como testimonio del tiempo en que vivimos, y como algo que habrán de
recuperar las generaciones futuras,
quizás cientos de años después.
Enterrados
a mucha profundidad o en plena deriva por el espacio exterior (el golden disc del Voyager), esos modestos y también pretenciosos ajuares funerarios aspirarían
a anudar lo inmiscible, engarzar en un mismo collar el futuro más remoto y un
presente que se desgasta a toda velocidad. Son una prueba de una confianza
alucinatoria en la existencia del tiempo, del porvenir, de lo por venir. Se
apoyan en la (engañosamente) rotunda realidad del bulto del objeto y en eso
superan a estos vanos intentos de enarbolar
una posteridad posible en estas notas virtuales,
que seguirán, quizás, resonando, en un tiempo en el que no se sepa ya nada de los
dedos que las esculpieron, de los ojos que contemplaron su nacimiento. Eso si
lo inmaterial se revela más resistente que lo material, cosa de la que cabe
dudar.
Porque,
como dice Gospodínov No sabe por qué,
pero sabe que el fin del mundo no es el final. Después del final habrá que
sobrevivir, volver a empezar.
O
no.
5.
Hay
algo embriagador, al menos para mí, en los registros.
Listas, clasificaciones, toponimias, catálogos, colecciones, nomenclaturas. Es
algo que me ocurre desde siempre, desde pequeño, cuando llenaba los cuadernos
que me regalaban con las cosas más peregrinas.
Una
cierta idea de una completitud que se sabe en realidad mística. La posibilidad
de un orden que es conscientemente artificial, arbitrario, pero por eso mismo. Lo minucioso que es a la vez vasto. Lo
inagotable, en su promesa de una tarea que justificara una vida eterna de monje en scriptorium.
Muchas
bibliotecas de Babel pueblan mis textos, hijo de Kafka como soy, al cabo. Un
día concebí el archivo de los besos,
en donde se reunirían todos los besos dados, en entradas convenientemente
cumplimentadas. Cuándo, cómo, quién. Una lista de gozo y dolor (pues los besos
acaban y, ya lo sabemos, del beso sale cada uno por una puerta).
Sí,
y por qué no, las fases de la luna. Recuerdo algunas.
Un
lunario de besos. Una larga lista de aspectos,
un catálogo de tonalidades de una luz que es siempre azul, como las estrellas
que tiritan a lo lejos.
Danilo
Kiš nos habla en su relato de la Enciclopedia
de los muertos, inspirándose en el legendario, acaso apócrifo Archivo general de los nacidos que
supuestamente guardan los mormones en cámaras acorazadas a gran profundidad en
Salt Lake City. Ay, los cajoncitos de los besos, prendidos allí como las
mariposas de Nabokov con sus alfileres.
Sí,
el beso aquel, je me souviens. Ya
sabes cuál te digo.
6.
La
primera vez que fui a Zürich, en 1977, mis primos, que me llevaban en el coche
desde Winterthur, donde vivían, aparcaron en un parking céntrico. Recuerdo (recordaba, hasta que volví muchos años
después a la ciudad y recuperé la escena, inventándola inevitablemente) el
puente sobre el río. Después supe que estábamos al lado de la estación.
Mis
primos me contaron, y a mí me sorprendió tremendamente, que el parking era un búnker. No que hubiera sido un
búnker, que también, sino que lo era,
que estaba preparado para acoger a la gente en caso de guerra, de bombardeos.
Recuerdo (lo he visto después, se me mezclan las imágenes) la gruesa puerta,
los techos abovedados, el gran espacio, aparentemente dedicado a la inofensiva
tarea de acoger a los coches de los visitantes. Pero no.
En
Suiza todas las casas tienen su sótano, donde está el keller, el almacén, el trastero. Todos esos espacios son refugios. Para cuando hagan falta.
Cuando
era un niño, por los mismos años, a veces íbamos con el colegio a la Casa de
Campo, que estaba literalmente enfrente. Paseábamos y en ocasiones veíamos
algunas estructuras a medio derruir. Son
de la guerra, nos decían. No sabíamos mucho de la guerra, de eso no se
hablaba, no sabíamos de los combates interminables en esa zona de la ciudad, o
del no pasarán.
Ametralladoras
cobijadas en estructuras de ladrillo. Algún día, algún padre, algún abuelo,
hablaba del metro pero no para
referirse a los trenes que circulaban por los túneles. Alertas aéreas.
Corriendo. El ruido de las explosiones.
La
última vez que estuve en Zürich, en 2022 se había cerrado el parking-bunker, que estaba al lado de mi
hotel. No me quedó muy claro por qué, pero había sido reciente. No me engañé:
se había cerrado el parking, pero no
el búnker. El búnker está ahí, a la espera.
Ay,
sí. Todo vuelve a empezar.
7.
Casandra
era pretendida por el dios Apolo. Para seducirla, para que ella accediera a
conceder sus favores al dios, Apolo le prometió otorgarle el don de la
profecía. Cuando ella había ya alcanzado la facultad de prever el futuro
(porque siempre se parte de que hay un futuro, como si futuro pudiera significar algo), le negó a Apolo lo que éste
solicitaba, así que, airado, el dios acompañó, como tantas veces ocurre, el don
con una maldición.
Sí,
Casandra vería, Casandra sabría, pero nadie haría caso de sus
vaticinios, nadie seguiría sus consejos, y ella no podría hacer nada para
alterar el curso de los acontecimientos, condenada así a una impotencia
absoluta, tanto más amarga por no venir acompañada de la feliz ignorancia del
resto de los mortales.
Si
el futuro existe, si puede conocerse por bola de cristal o por el vuelo de las
aves, es ya, ocurre ya, aunque ocurra
luego, no puede cambiarse. Así, la Guerra de Troya tuvo inevitablemente lugar a
pesar de los lamentos de la hija de Agamenón.
Es mejor no saber,
diríamos y sí, es verdad, es mejor no saber. Pero qué hacer cuando de todos
modos se sabe, cuando se ha sabido
desde siempre y, vez tras vez, el tiempo no ha hecho más que confirmar los peores
augurios.
Lucidez,
se llama. Mal haya.
8.
Joseph
Roth supo desde siempre lo que iba a ocurrir. No se engañó, no puso paños
calientes, no contemporizó. Alcóholico lúcido, bien al tanto del lugar en que
le había colocado la historia, no dudó por un momento. Cuando Hitler ascendió
al poder salió de Alemania para no volver. Desde París veía con absoluta
tristeza, pero con nula sorpresa, como todo lo que podría ir a peor empeoraba.
La historia tiene sus entropías, y se nos llevan por delante.
A
Stefan Zweig, figura reconocida universalmente, Roth lo estimaba como amigo, lo
sableaba continuamente, en su
endémica falta de dinero, y le reconvenía a cada misiva por su tibieza, por su
ceguera. Sí, esto es tan malo como parece. No, no va a ir a mejor. No, ya no
seremos más escritores alemanes. Nuestros editores se han quedado allí,
colaboran con el enemigo. Hay que olvidarse de todo aquello. Zweig se resistía.
El tiempo, en seguida, dio la razón a Roth.
El
26 de marzo de 1933, desde París, escribe Roth a su amigo El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve
si se vulnera y se asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que
se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con
razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la
bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que
las bestialidades.
¿Les
suena?
9.
La
recopilación de los artículos de Roth sobre el Tercer Reich se titula como uno
de ellos, La filial del infierno en la
tierra.
No
estoy muy seguro de que sea solamente
la filial. Parecería más bien la sede
central. En todo caso, aparentemente el infierno tiene abundantes filiales,
sucursales, marcas registradas y, sobre todo, agentes comerciales.
En
uno de sus trabajos más conocidos y desgarradores, Roth, cuyos libros, junto
con los de otros autores (el humo de
nuestros libros quemados sube hasta el cielo), han sido quemados en las plazas
públicas, comienza diciendo Pocos
testigos en todo el mundo parecen darse cuenta de lo que significa la quema de
libros. El artículo se llama Auto de
fe del espíritu.
Seguramente
sí, se daban cuenta, se dan cuenta. Otra cosa es lo que hagan al respecto.
Porque estamos en eso. En la estupidez, la brutalidad, la falta de argumentos,
la irracionalidad. No quemamos libros (aún) porque los libros han dejado ya de
significar nada.
Pero
qué les voy a contar.
Dice
Roth Hay que reconocerlo y decirlo con
toda franqueza: la Europa espiritual se rinde. Se rinde por debilidad, por
desidia, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con
exactitud los motivos de esta capitulación vergonzosa.
La
cobardía. No hay que darle más vueltas.
10.
Dice
el más conocido poema de Dylan Thomas Do
not go gentle into that good night. No te dejes llevar, opón resistencia. Rage, rage against the dying of the light.
Si
uno se pone a mirar bien, a lo mejor la luz no ha muerto, sino que,
simplemente, nunca nació, todo fue un truco de pirotecnia o una chapucera
instalación eléctrica de cables de par trenzado y bombillas de filamento de
tungsteno.
La
luna, mientras, también se obscurece. Una vez cada veintiocho días.
Por hoy, y para mí, la
poesía es un sistema luminoso de señales. Así, León Felipe,
justamente por los días de la Guerra de España.
Sí,
un alfabeto en el que quepa todavía escribir algo que rime con amor, o con
sueño. Algo que no sea un texto para una lápida
11.
Extrañamente,
el epígrafe, la cita con la que Ray Bradbury encabeza su Fahrenheit 451 es de Juan Ramón Jiménez.
If they give you ruled
paper, write the other way.
Corresponde
a un aforismo de Juan Ramón. En Ideolojía, la monumental recopilación de su
abundantísima producción aforística, a cargo de Antonio Sánchez Romeralo, le
corresponde el número 405:
Si te dan papel rayado,
escribe de través; si atravesado, del derecho.
Y
uno se sueña subvirtiendo la rejilla (una
rejilla está hecha de barrotes, al cabo) y trazando la diagonal del
descendimiento entre los ordenados renglones del papel pautado, ése en el que
nos enseñaron la caligrafía.
Y
si nos roban la diagonal, si nos engañan otra vez (we won’t get fooled again, grita Roger Daltrey), escribiremos
derecho.
Porque
lo importante es escribir lo otro. Lo
que no se debe.
¿Cómo
llegó Bradbury a conocer el aforismo de JRJ? Lo desconozco. Sí me parece clara
su intención al anteponerla a su apólogo, que narra la disidencia de un quemador de libros, el súbito
enamoramiento de las letras del
bombero Montag, que se marca una gloriosa diagonal que le acaba convirtiendo en
una persona libro.
Lo
que dicen los renglones del papel pautado está claro desde la primera frase: It was a pleasure to burn.
Ven,
demos la vuelta a la hoja.
12.
En
Der Untergang, la impresionante
película de 2004, de Oliver Hirschbiegel, hay una escena en la que un
desaforado Goebbels, en el bunker de
la Cancillería (donde poco después él y su mujer, Magda, acabarían con la vida
de sus seis niños, para suicidarse ambos a continuación) dice, con absoluta frialdad,
tras haber dejado claro que no sentía, igual que el Führer, ni compasión ni
remordimiento alguno por la suerte de sus compatriotas civiles que iban a
perecer en Berlín irremisiblemente: la
así llamada población civil no puede reprocharnos nada, ellos fueron los que
nos colocaron aquí, ya sabían quiénes éramos.
Tenía,
sin duda, razón. Ay.
13.
El
fin del mundo siempre vuelve a empezar.
En
2010 volví a Berlín, donde había ido muchas veces los años anteriores por
cuestiones de trabajo, y a donde catorce años después aún no he vuelto (aunque
es algo que realmente desearía hacer cuanto antes). Pude por fin tener tiempo
para visitar los maravillosos museos de la ciudad.
El
8 de agosto de 2010 estoy en la Alte
Nationalgalerie y veo por primera vez el Monje a orillas del mar, de Caspar David Friedrich. Me impresiona
sobremanera, en unos días en los que vi muchas otras obras igualmente
impresionantes.
Anoto
en mi Moleskine de entonces: En Caspar
David Friedrich siempre es la Última Noche y la esforzada luna nada puede
hacer. En el “Monje a orillas del mar” la diminuta figura se pierde en la
negrura del mar, la grisura de las nubes y la arena. No concebimos qué puede
mirar en tal desolación: es obvio que todo se ha extinguido hace tiempo, que
sólo él resta por morir. No porque haya ningún mérito en él, simplemente por
pereza, por inadvertencia, o por un absurdo error en la contabilidad de la
muerte.
Quiero
pensar que alguien detrás de mí mira mi espalda, me mira mirar la espalda del
monje. Alguien que, jugando, va a venir a taparme los ojos y decirme quién soy.
14.
En
El gran Serafín, de Adolfo Bioy Casares, asistimos a la muerte del mar. (También se muere el mar.) La
putrefacción de los animales marinos produce un hedor insoportable. Los baños
de mar y los tratamientos de salud de todos los balnearios del planeta han de
ser suspendidos. Ya no hay montañas mágicas.
Cuando
era niño me apasionaban los atlas, y los globos terráqueos. Me gustaban, sobre
todo, los mares que no lo eran. El
gigantesco Mar Caspio, que era un lago salado, en el continente.
La
idea de que el mar puede ser atrapado por la tierra. Esos fósiles de conchas en
el interior de los países. La visión descomunal de las eras geológicas.
Había
otro mar, no tan brutal como el Caspio, igualmente cerrado, igualmente
continental. El mar de Aral.
Un
día, mucho después, supe que el mar de
Aral se había secado. Ya no existe. La tierra se lo ha comido. Los humanos
lo fuimos explotando hasta agotarlo.
Los
humanos somos capaces de matar mares.
Yo
no sé si hace falta decir mucho más.
15.
Esta
entrada se llama El futuro. Llevo
escribiéndola mentalmente desde hace seis días. O mucho más, en realidad, puede
que la lleve escribiendo desde siempre, porque Casandra sólo sabe escribir
entradas como ésta.
Me
abruma la estupidez que me circunda, la tranquilidad con la que nos encaminamos
hacia el desastre, hacia los variados desastres. Desde muy joven estudié los
fascismos, intrigado por la mera posibilidad de su existencia, inquieto por su
proximidad en el tiempo, en la geografía. Llegué a saber mucho, a saberlo todo. Faltaba, no obstante (era aún ingenuo,
confiado) entenderlo, imaginarlo
posible.
Luego
un día lo formulé. Estaba, lo recuerdo bien, en 2012, en el acto de entrega de
los Premios Vargas Llosa, de los que había quedado finalista con mi relato La noche de los Lotófagos. La ocasión
era solemne, nos dieron de comer en un edificio histórico, hubo discursos e
invitados ilustres. A mí me sentaron junto a una veterana periodista de un
periódico navarro (NH, la cadena hotelera que convocaba los premios es, en su
origen, navarra).
Era
una persona muy agradable. Hablamos de muchas cosas. Inevitablemente, nos
deslizamos hacia los acontecimientos recientes. Entonces todo esto empezaba
(como si alguna vez se acabara...). Entonces se llamaba Amanecer dorado y había aparecido en las elecciones griegas. Qué
tiempos, parecía aún algo inusitado, digno de mención. Si el Agus de entonces
viera lo de ahora. Aunque no, el Agus de entonces lo sabía, siempre lo supo.
¿Por
qué, si no, diría lo que dijo? Lo que dije fue: en realidad el fascismo es el valor por defecto, es a lo que nos
reseteamos. Sí, lo pienso. Lo otro
es lo excepcional, lo que cuesta un esfuerzo, lo que hay que mantener con
cuidado. Solidaridad, generosidad, compasión, raciocinio. Lo fácil es ser
fascista y no tener que pedir perdón por el egoísmo y la ignorancia. Y poder
optar, sin mayores miramientos, por la
brutalidad.
Sí,
lotófagos. Quién pudiera.
16.
Esta
entrada se llama El futuro. ¿Habla
del futuro, del pasado, del presente? Si tenemos que guiarnos por la lección de
Camila Cañeque, ésa es una pregunta baladí. Cada tiempo verbal activa todos los
otros. Cada historia se puede contar del revés.
Todo
es un puro remake. No llega ni
siquiera al eterno retorno de lo mismo. Es una simple falta de imaginación. Es
mezquindad.
Dos
almas luchaban en mí cuando pensaba
esta entrada. No podía dejar de decir algunas cosas, pero quería decir otras.
Según vamos cumpliendo años, nuestro futuro se va haciendo más y más póstumo. Llegados
a este punto, el impulso es la retirada.
No la desbandada, entiéndase bien, sino el pase al retiro, la celda del
anacoreta, la mirada melancólica y desencantada.
Ese
es mi futuro, o tal vez no. En cuanto
a lo otro, al Futuro, así, con su
mayúscula, descreo de él. Me parece otro nombre para el miedo. Y el miedo es el
que nos lleva a ejecutar una y otra vez la danza de la barbarie.
Es
hora de parar. Es hora de que todo no vuelva a empezar.
Mientras,
ajenas, las fases de la luna se seguirán sucediendo, al margen. No les concernimos. Mejor así.
Cuando
era un quinceañero circulaba una especie de eslogan
que repetíamos mucho: que paren el mundo,
que me bajo. No, justamente el mundo no se para. Aunque bajarnos, nos
bajamos. Eso no hay quien lo pare.
Nadie
puede parar.
17.
Cojo
el lunario de los besos. Siguiendo la enseñanza de Georges Perec, hay una buena
cantidad de páginas en blanco, dispuestas a ser llenadas con nuevos registros.
La
noche es propicia para la licantropía, y una vez escribí andábamos por la ciudad y en cada semáforo nos suicidábamos a besos.
En
la noche tan corta del solsticio de verano nada se cierra y nada se abre, todo
es pura fantasmagoría, nunca existió el tiempo, nunca hubo edad, ni nombre, ni
historia. Sólo existe una luna infinitamente brillante, y debajo el mar que respira pensando en sus cosas.
El
futuro es una cajita que llevo metida en el bolsillo, me dices, y yo te digo
enséñamela, y tú te haces de rogar pero al final la abres, y entonces hay una
extraña redención, un volar desde la página, al seno de un demiurgo benévolo un
reconocerse en el sueño, pero seguir creyendo un poquito más en él, seguir
prolongando el relato en una duermevela en la que ya podemos hacer lo que
queramos. Son los regalos de los Reyes Magos, en los que no creemos desde hace
ya tanto, pero a los que seguimos dejando venir, para que el baile no se pare.
Hay
una oscilación, sí, hay un vaivén de triste mecánica, hay un barco que nos
conduce al Polo Magnético.
Son
las tres de la mañana y hay luna llena.
Canta
Bowie.
I can remember standing
by the wall. The guns shot above our heads and we kissed, as though nothing
could fall.
And the shame was on the
other side.
Mira,
alguien ha empezado ya la novela. Desde la última página. Quedan todos los
besos de antes por darse. Prepara el cuaderno.
Todavía
podemos ser héroes. Aunque sea por un día.
2 comentarios:
Un abrazo Agus
Otro.
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