sábado, 15 de junio de 2024

El futuro

Diecisiete fragmentos sólo aparentemente inconexos

 



Je me souviens de Youri Gagarin.

GEORGES PEREC

 

1.

La noche del 21 al 22 de junio, más concretamente a las 3.08 de la madrugada (ay, esas tres de la mañana) habrá luna llena.

El 21 de junio es el solsticio de verano (en el hemisferio norte, bien entendido), si bien esa fecha oscila ligeramente, y este año, que es bisiesto, técnicamente el solsticio será el 20 de junio a las 22.50 h. Es el día más largo del año, el día en que la luz dobla el quicio y empieza su mengua.

El 21 de junio es también mi cumpleaños. Este año, el sexagésimo. Impresiona la cifra.

Que coincida justamente con la luna llena es algo que podríamos tomar como azaroso, y desde luego es una circunstancia gozosamente favorable poder cantar con Fred Buscaglione Guarda che luna!, pero sin estar solos, porque estaremos juntos, aunque no haya estrictamente mare.

Pero no, no hay nada azaroso en ello. Es, de hecho, lo menos azaroso del universo, porque los ciclos de los astros se repiten fatigosamente iguales a sí mismos milenio tras milenio. El día de mi nacimiento, hace sesenta años, ya se sabía que la luna sería llena el 21 de junio de 2024. Simplemente yo no lo sabía. La luna ha cumplido su órbita disciplinadamente, mes tras mes, a lo largo de mi vida, para ofrecerme justamente cuando más necesaria era, su mejor espectáculo.

Si quisiéramos, podríamos saber ya con absoluta certeza en qué fase estará la luna dentro de sesenta años, en 2084. Casi, casi llena, ligeramente menguante. En 1964 fue casi, casi llena, ligeramente creciente.

Este año, cuando ya haya pasado la fecha de mi cumpleaños, pero aún no haya acabado la fiesta, en esa noche tan corta que exprimiremos al máximo, la luna será llena. Nos pillará bailando.

 

2.

En una de mis recurrentes visitas a la Feria del Libro, el otro día, el pasado jueves, para ser exacto, me compré un libro singular. La autora es la artista y performer Camila Cañeque y, desgraciadamente, el libro es póstumo.

Camila murió repentinamente, con 39 años, el pasado 14 de febrero. No la conocía, pero sí recuerdo la noticia, y leer sobre ella entonces. Luego, supe del libro, acabado de componer, según reza su colofón, el 14 de marzo, último día del primer quinto del año. Un mes exacto después de la muerte de la autora.

Supe del libro, que está publicado por La Uña Rota, editorial que sigo, especialmente porque es la que publica los libros de Angélica Liddell, por Twitter, por alguna reseña, por un comentario extremadamente favorable de Vila-Matas. Lo dejé pasar en mis otras visitas a la Feria de este año. El jueves, finalmente, cayó.

Es un libro, sí, sin duda, singular. Cañeque fue reuniendo, de manera progresivamente obsesiva, según nos cuenta, las últimas frases de las más variadas obras literarias. Con ellas ha compuesto un artefacto gozosamente híbrido, en el que el discurso ensayístico se torna súbitamente narrativo cuando se engarzan esas frases terminales.

Apenas lo estoy recorriendo aún, pero me fascina. Especialmente porque cada una de esas frases de cierre se transforma, de manera natural, cuando se la extrae del marco del libro cuyo peso soporta sobre sus hombros, cuando se la permite viajar de la última página a un nuevo ámbito, virgen y por escribir aún, cada una de esas frases pasan a ser la primera frase. No de una secuela, sino de algo radicalmente nuevo, libre.

Vine a Comala, repetía el protagonista desolado de mi Habitación llamada trece años, enganchándose a esa contraseña, que había sido en una versión anterior (era para un concurso que exigía empezar así los relatos) En un lugar de la Mancha. Ahora, de repente, he aprendido que también se puede usar como contraseña Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedra. O hasta el vale cervantino que da por terminadas las hazañas del ingenioso caballero.

Porque el tiempo es siempre falaz, y lo es mucho más en el relato, y la presuntuosa seguridad con la que ordenamos las letras y las congelamos entre las tapas del libro es apenas un espejismo. Todo puede contarse de otro modo. Todo puede contarse al revés, y entonces la tristeza que inevitablemente acaecerá será sucedida por la alegría de lo que pasó cuando aún no sabíamos.

Hoy es 15 de junio. Hoy, exactamente hoy, Camila Cañeque habría cumplido 40 años.

 

3.

Una de las obras más sorprendentes, y entrañables, de Georges Perec (y eso es mucho decir, teniendo en cuenta que todas las obras de Perec son sorprendentes y entrañables) es la titulada Je me souviens, esto es, Me acuerdo. Consiste en una sucesión de 480 recuerdos breves, disjuntos, moleculares, que  van presentándose sin un orden aparente, como llevando cada uno de la mano al siguiente en virtud de un proceso de libre asociación.

Son recuerdos personales, pero implican sobre todo la parte más externa de nuestras vidas. Libros, películas, programas de televisión o radio, alimentos, costumbres, anuncios publicitarios. Esos quanta de memoria componen un paisaje fidedigno del vivir. Del vivir de Perec, pero también del de todos nosotros, pues Je me souviens es una obra abierta, que acaba con la frase (à suivre...), que nos remite al continuará de los seriales o de nuestros tebeos de la infancia, y que además ofrece al lector un buen puñado de hojas en blanco para que anotemos nuestros propios recuerdos.

Perec se inspiró en un antecedente que declara abiertamente, el I remember de John Brainard, que es el que define la fórmula, desde otro país, desde otra época anterior. Perderse entre las diferentes estaciones de metro de París o New York por las que nos conducen Perec y Brainard es un placer muy particular.

Puede abrirse el libro al azar. Lo hago, sin trampas: Je me souviens que tous les nombres dont les chiffres donnent un total de neuf sont divisibles par neuf. Y ahí, de repente, su pedacito de magdalena proustiana cuando nos damos cuenta de que eso nos lleva a la prueba del nueve, con la que los neófitos en el arte de dividir comprobábamos que habíamos realizado el cociente sin error.

Llevo semanas intentando pergeñar una lista de meacuerdos para compartirla aquí, pero el sistema no funciona así. Hay que dejarse llevar, hay que permitir a la memoria que navegue por su cuenta.

Me acuerdo... Sí, me acuerdo de todo, pero quedará entre nosotros.

 

4.

En la resonancia de las lecturas actuales, producto de la voracidad compradora de la Feria, recorro con bastante placer Física de la tristeza, de Gueorgui Gospodínov (no se me ocurre un título que sea más mío que ése, lástima que el búlgaro se me adelantara).

El capítulo IV se titula Time Bomb (abrir después del fin del mundo). Habla de las cápsulas de tiempo, esas colecciones heterogéneas de objetos por lo general banales que se encierran en algún recipiente como testimonio del tiempo en que vivimos, y como algo que habrán de recuperar las generaciones futuras, quizás cientos de años después.

Enterrados a mucha profundidad o en plena deriva por el espacio exterior (el golden disc del Voyager), esos modestos y también pretenciosos ajuares funerarios aspirarían a anudar lo inmiscible, engarzar en un mismo collar el futuro más remoto y un presente que se desgasta a toda velocidad. Son una prueba de una confianza alucinatoria en la existencia del tiempo, del porvenir, de lo por venir. Se apoyan en la (engañosamente) rotunda realidad del bulto del objeto y en eso superan a estos vanos intentos de enarbolar una posteridad posible en estas notas virtuales, que seguirán, quizás, resonando, en un tiempo en el que no se sepa ya nada de los dedos que las esculpieron, de los ojos que contemplaron su nacimiento. Eso si lo inmaterial se revela más resistente que lo material, cosa de la que cabe dudar.

Porque, como dice Gospodínov No sabe por qué, pero sabe que el fin del mundo no es el final. Después del final habrá que sobrevivir, volver a empezar.

O no.

 

5.

Hay algo embriagador, al menos para mí, en los registros. Listas, clasificaciones, toponimias, catálogos, colecciones, nomenclaturas. Es algo que me ocurre desde siempre, desde pequeño, cuando llenaba los cuadernos que me regalaban con las cosas más peregrinas.

Una cierta idea de una completitud que se sabe en realidad mística. La posibilidad de un orden que es conscientemente artificial, arbitrario, pero por eso mismo. Lo minucioso que es a la vez vasto. Lo inagotable, en su promesa de una tarea que justificara una vida eterna de monje en scriptorium.

Muchas bibliotecas de Babel pueblan mis textos, hijo de Kafka como soy, al cabo. Un día concebí el archivo de los besos, en donde se reunirían todos los besos dados, en entradas convenientemente cumplimentadas. Cuándo, cómo, quién. Una lista de gozo y dolor (pues los besos acaban y, ya lo sabemos, del beso sale cada uno por una puerta).

Sí, y por qué no, las fases de la luna. Recuerdo algunas.

Un lunario de besos. Una larga lista de aspectos, un catálogo de tonalidades de una luz que es siempre azul, como las estrellas que tiritan a lo lejos.

Danilo Kiš nos habla en su relato de la Enciclopedia de los muertos, inspirándose en el legendario, acaso apócrifo Archivo general de los nacidos que supuestamente guardan los mormones en cámaras acorazadas a gran profundidad en Salt Lake City. Ay, los cajoncitos de los besos, prendidos allí como las mariposas de Nabokov con sus alfileres.

Sí, el beso aquel, je me souviens. Ya sabes cuál te digo.

 

6.

La primera vez que fui a Zürich, en 1977, mis primos, que me llevaban en el coche desde Winterthur, donde vivían, aparcaron en un parking céntrico. Recuerdo (recordaba, hasta que volví muchos años después a la ciudad y recuperé la escena, inventándola inevitablemente) el puente sobre el río. Después supe que estábamos al lado de la estación.

Mis primos me contaron, y a mí me sorprendió tremendamente, que el parking era un búnker. No que hubiera sido un búnker, que también, sino que lo era, que estaba preparado para acoger a la gente en caso de guerra, de bombardeos. Recuerdo (lo he visto después, se me mezclan las imágenes) la gruesa puerta, los techos abovedados, el gran espacio, aparentemente dedicado a la inofensiva tarea de acoger a los coches de los visitantes. Pero no.

En Suiza todas las casas tienen su sótano, donde está el keller, el almacén, el trastero. Todos esos espacios son refugios. Para cuando hagan falta.

Cuando era un niño, por los mismos años, a veces íbamos con el colegio a la Casa de Campo, que estaba literalmente enfrente. Paseábamos y en ocasiones veíamos algunas estructuras a medio derruir. Son de la guerra, nos decían. No sabíamos mucho de la guerra, de eso no se hablaba, no sabíamos de los combates interminables en esa zona de la ciudad, o del no pasarán.

Ametralladoras cobijadas en estructuras de ladrillo. Algún día, algún padre, algún abuelo, hablaba del metro pero no para referirse a los trenes que circulaban por los túneles. Alertas aéreas. Corriendo. El ruido de las explosiones.

La última vez que estuve en Zürich, en 2022 se había cerrado el parking-bunker, que estaba al lado de mi hotel. No me quedó muy claro por qué, pero había sido reciente. No me engañé: se había cerrado el parking, pero no el búnker. El búnker está ahí, a la espera.

Ay, sí. Todo vuelve a empezar.

 

7.

Casandra era pretendida por el dios Apolo. Para seducirla, para que ella accediera a conceder sus favores al dios, Apolo le prometió otorgarle el don de la profecía. Cuando ella había ya alcanzado la facultad de prever el futuro (porque siempre se parte de que hay un futuro, como si futuro pudiera significar algo), le negó a Apolo lo que éste solicitaba, así que, airado, el dios acompañó, como tantas veces ocurre, el don con una maldición.

Sí, Casandra vería, Casandra sabría, pero nadie haría caso de sus vaticinios, nadie seguiría sus consejos, y ella no podría hacer nada para alterar el curso de los acontecimientos, condenada así a una impotencia absoluta, tanto más amarga por no venir acompañada de la feliz ignorancia del resto de los mortales.

Si el futuro existe, si puede conocerse por bola de cristal o por el vuelo de las aves, es ya, ocurre ya, aunque ocurra luego, no puede cambiarse. Así, la Guerra de Troya tuvo inevitablemente lugar a pesar de los lamentos de la hija de Agamenón.

Es mejor no saber, diríamos y sí, es verdad, es mejor no saber. Pero qué hacer cuando de todos modos se sabe, cuando se ha sabido desde siempre y, vez tras vez, el tiempo no ha hecho más que confirmar los peores augurios.

Lucidez, se llama. Mal haya.

 

8.

Joseph Roth supo desde siempre lo que iba a ocurrir. No se engañó, no puso paños calientes, no contemporizó. Alcóholico lúcido, bien al tanto del lugar en que le había colocado la historia, no dudó por un momento. Cuando Hitler ascendió al poder salió de Alemania para no volver. Desde París veía con absoluta tristeza, pero con nula sorpresa, como todo lo que podría ir a peor empeoraba. La historia tiene sus entropías, y se nos llevan por delante.

A Stefan Zweig, figura reconocida universalmente, Roth lo estimaba como amigo, lo sableaba continuamente, en su endémica falta de dinero, y le reconvenía a cada misiva por su tibieza, por su ceguera. Sí, esto es tan malo como parece. No, no va a ir a mejor. No, ya no seremos más escritores alemanes. Nuestros editores se han quedado allí, colaboran con el enemigo. Hay que olvidarse de todo aquello. Zweig se resistía. El tiempo, en seguida, dio la razón a Roth.

El 26 de marzo de 1933, desde París, escribe Roth a su amigo El letargo del mundo es mayor que en 1914. El hombre ya no se conmueve si se vulnera y se asesina lo humano. Fue así en 1914 y lo fue de tal modo que se han hecho esfuerzos por todas partes para explicar la bestialidad con razones y pretextos humanos. Pero hoy resulta que se pasa por alto la bestialidad simplemente con explicaciones bestiales que son aún más atroces que las bestialidades.

¿Les suena?

 

9.

La recopilación de los artículos de Roth sobre el Tercer Reich se titula como uno de ellos, La filial del infierno en la tierra.

No estoy muy seguro de que sea solamente la filial. Parecería más bien la sede central. En todo caso, aparentemente el infierno tiene abundantes filiales, sucursales, marcas registradas y, sobre todo, agentes comerciales.

En uno de sus trabajos más conocidos y desgarradores, Roth, cuyos libros, junto con los de otros autores (el humo de nuestros libros quemados sube hasta el cielo), han sido quemados en las plazas públicas, comienza diciendo Pocos testigos en todo el mundo parecen darse cuenta de lo que significa la quema de libros. El artículo se llama Auto de fe del espíritu.

Seguramente sí, se daban cuenta, se dan cuenta. Otra cosa es lo que hagan al respecto. Porque estamos en eso. En la estupidez, la brutalidad, la falta de argumentos, la irracionalidad. No quemamos libros (aún) porque los libros han dejado ya de significar nada.

Pero qué les voy a contar.

Dice Roth Hay que reconocerlo y decirlo con toda franqueza: la Europa espiritual se rinde. Se rinde por debilidad, por desidia, por indiferencia, por irreflexión. El futuro deberá investigar con exactitud los motivos de esta capitulación vergonzosa.

La cobardía. No hay que darle más vueltas.

 

10.

Dice el más conocido poema de Dylan Thomas Do not go gentle into that good night. No te dejes llevar, opón resistencia. Rage, rage against the dying of the light.

Si uno se pone a mirar bien, a lo mejor la luz no ha muerto, sino que, simplemente, nunca nació, todo fue un truco de pirotecnia o una chapucera instalación eléctrica de cables de par trenzado y bombillas de filamento de tungsteno.

La luna, mientras, también se obscurece. Una vez cada veintiocho días.

Por hoy, y para mí, la poesía es un sistema luminoso de señales. Así, León Felipe, justamente por los días de la Guerra de España.

Sí, un alfabeto en el que quepa todavía escribir algo que rime con amor, o con sueño. Algo que no sea un texto para una lápida

 

11.

Extrañamente, el epígrafe, la cita con la que Ray Bradbury encabeza su Fahrenheit 451 es de Juan Ramón Jiménez.

If they give you ruled paper, write the other way.

Corresponde a un aforismo de Juan Ramón. En Ideolojía, la monumental recopilación de su abundantísima producción aforística, a cargo de Antonio Sánchez Romeralo, le corresponde el número 405:

Si te dan papel rayado, escribe de través; si atravesado, del derecho.

Y uno se sueña subvirtiendo la rejilla (una rejilla está hecha de barrotes, al cabo) y trazando la diagonal del descendimiento entre los ordenados renglones del papel pautado, ése en el que nos enseñaron la caligrafía.

Y si nos roban la diagonal, si nos engañan otra vez (we won’t get fooled again, grita Roger Daltrey), escribiremos derecho.

Porque lo importante es escribir lo otro. Lo que no se debe.

¿Cómo llegó Bradbury a conocer el aforismo de JRJ? Lo desconozco. Sí me parece clara su intención al anteponerla a su apólogo, que narra la disidencia de un quemador de libros, el súbito enamoramiento de las letras del bombero Montag, que se marca una gloriosa diagonal que le acaba convirtiendo en una persona libro.

Lo que dicen los renglones del papel pautado está claro desde la primera frase: It was a pleasure to burn.

Ven, demos la vuelta a la hoja.

 

12.

En Der Untergang, la impresionante película de 2004, de Oliver Hirschbiegel, hay una escena en la que un desaforado Goebbels, en el bunker de la Cancillería (donde poco después él y su mujer, Magda, acabarían con la vida de sus seis niños, para suicidarse ambos a continuación) dice, con absoluta frialdad, tras haber dejado claro que no sentía, igual que el Führer, ni compasión ni remordimiento alguno por la suerte de sus compatriotas civiles que iban a perecer en Berlín irremisiblemente: la así llamada población civil no puede reprocharnos nada, ellos fueron los que nos colocaron aquí, ya sabían quiénes éramos.

Tenía, sin duda, razón. Ay.

 

13.

El fin del mundo siempre vuelve a empezar.

En 2010 volví a Berlín, donde había ido muchas veces los años anteriores por cuestiones de trabajo, y a donde catorce años después aún no he vuelto (aunque es algo que realmente desearía hacer cuanto antes). Pude por fin tener tiempo para visitar los maravillosos museos de la ciudad.

El 8 de agosto de 2010 estoy en la Alte Nationalgalerie y veo por primera vez el Monje a orillas del mar, de Caspar David Friedrich. Me impresiona sobremanera, en unos días en los que vi muchas otras obras igualmente impresionantes.

Anoto en mi Moleskine de entonces: En Caspar David Friedrich siempre es la Última Noche y la esforzada luna nada puede hacer. En el “Monje a orillas del mar” la diminuta figura se pierde en la negrura del mar, la grisura de las nubes y la arena. No concebimos qué puede mirar en tal desolación: es obvio que todo se ha extinguido hace tiempo, que sólo él resta por morir. No porque haya ningún mérito en él, simplemente por pereza, por inadvertencia, o por un absurdo error en la contabilidad de la muerte.

Quiero pensar que alguien detrás de mí mira mi espalda, me mira mirar la espalda del monje. Alguien que, jugando, va a venir a taparme los ojos y decirme quién soy.

 

14.

En El gran Serafín, de Adolfo Bioy Casares, asistimos a la muerte del mar. (También se muere el mar.) La putrefacción de los animales marinos produce un hedor insoportable. Los baños de mar y los tratamientos de salud de todos los balnearios del planeta han de ser suspendidos. Ya no hay montañas mágicas.

Cuando era niño me apasionaban los atlas, y los globos terráqueos. Me gustaban, sobre todo, los mares que no lo eran. El gigantesco Mar Caspio, que era un lago salado, en el continente.

La idea de que el mar puede ser atrapado por la tierra. Esos fósiles de conchas en el interior de los países. La visión descomunal de las eras geológicas.

Había otro mar, no tan brutal como el Caspio, igualmente cerrado, igualmente continental. El mar de Aral.

Un día, mucho después, supe que el mar de Aral se había secado. Ya no existe. La tierra se lo ha comido. Los humanos lo fuimos explotando hasta agotarlo.

Los humanos somos capaces de matar mares.

Yo no sé si hace falta decir mucho más.

 

15.

Esta entrada se llama El futuro. Llevo escribiéndola mentalmente desde hace seis días. O mucho más, en realidad, puede que la lleve escribiendo desde siempre, porque Casandra sólo sabe escribir entradas como ésta.

Me abruma la estupidez que me circunda, la tranquilidad con la que nos encaminamos hacia el desastre, hacia los variados desastres. Desde muy joven estudié los fascismos, intrigado por la mera posibilidad de su existencia, inquieto por su proximidad en el tiempo, en la geografía. Llegué a saber mucho, a saberlo todo. Faltaba, no obstante (era aún ingenuo, confiado) entenderlo, imaginarlo posible.

Luego un día lo formulé. Estaba, lo recuerdo bien, en 2012, en el acto de entrega de los Premios Vargas Llosa, de los que había quedado finalista con mi relato La noche de los Lotófagos. La ocasión era solemne, nos dieron de comer en un edificio histórico, hubo discursos e invitados ilustres. A mí me sentaron junto a una veterana periodista de un periódico navarro (NH, la cadena hotelera que convocaba los premios es, en su origen, navarra).

Era una persona muy agradable. Hablamos de muchas cosas. Inevitablemente, nos deslizamos hacia los acontecimientos recientes. Entonces todo esto empezaba (como si alguna vez se acabara...). Entonces se llamaba Amanecer dorado y había aparecido en las elecciones griegas. Qué tiempos, parecía aún algo inusitado, digno de mención. Si el Agus de entonces viera lo de ahora. Aunque no, el Agus de entonces lo sabía, siempre lo supo.

¿Por qué, si no, diría lo que dijo? Lo que dije fue: en realidad el fascismo es el valor por defecto, es a lo que nos reseteamos. Sí, lo pienso. Lo otro es lo excepcional, lo que cuesta un esfuerzo, lo que hay que mantener con cuidado. Solidaridad, generosidad, compasión, raciocinio. Lo fácil es ser fascista y no tener que pedir perdón por el egoísmo y la ignorancia. Y poder optar, sin mayores miramientos, por la brutalidad.

Sí, lotófagos. Quién pudiera.

 

16.

Esta entrada se llama El futuro. ¿Habla del futuro, del pasado, del presente? Si tenemos que guiarnos por la lección de Camila Cañeque, ésa es una pregunta baladí. Cada tiempo verbal activa todos los otros. Cada historia se puede contar del revés.

Todo es un puro remake. No llega ni siquiera al eterno retorno de lo mismo. Es una simple falta de imaginación. Es mezquindad.

Dos almas luchaban en mí cuando pensaba esta entrada. No podía dejar de decir algunas cosas, pero quería decir otras. Según vamos cumpliendo años, nuestro futuro se va haciendo más y más póstumo. Llegados a este punto, el impulso es la retirada. No la desbandada, entiéndase bien, sino el pase al retiro, la celda del anacoreta, la mirada melancólica y desencantada.

Ese es mi futuro, o tal vez no. En cuanto a lo otro, al Futuro, así, con su mayúscula, descreo de él. Me parece otro nombre para el miedo. Y el miedo es el que nos lleva a ejecutar una y otra vez la danza de la barbarie.

Es hora de parar. Es hora de que todo no vuelva a empezar.

Mientras, ajenas, las fases de la luna se seguirán sucediendo, al margen. No les concernimos. Mejor así.

Cuando era un quinceañero circulaba una especie de eslogan que repetíamos mucho: que paren el mundo, que me bajo. No, justamente el mundo no se para. Aunque bajarnos, nos bajamos. Eso no hay quien lo pare.

Nadie puede parar.

 

17.

Cojo el lunario de los besos. Siguiendo la enseñanza de Georges Perec, hay una buena cantidad de páginas en blanco, dispuestas a ser llenadas con nuevos registros.

La noche es propicia para la licantropía, y una vez escribí andábamos por la ciudad y en cada semáforo nos suicidábamos a besos.

En la noche tan corta del solsticio de verano nada se cierra y nada se abre, todo es pura fantasmagoría, nunca existió el tiempo, nunca hubo edad, ni nombre, ni historia. Sólo existe una luna infinitamente brillante, y debajo el mar que respira pensando en sus cosas.

El futuro es una cajita que llevo metida en el bolsillo, me dices, y yo te digo enséñamela, y tú te haces de rogar pero al final la abres, y entonces hay una extraña redención, un volar desde la página, al seno de un demiurgo benévolo un reconocerse en el sueño, pero seguir creyendo un poquito más en él, seguir prolongando el relato en una duermevela en la que ya podemos hacer lo que queramos. Son los regalos de los Reyes Magos, en los que no creemos desde hace ya tanto, pero a los que seguimos dejando venir, para que el baile no se pare.

Hay una oscilación, sí, hay un vaivén de triste mecánica, hay un barco que nos conduce al Polo Magnético.

Son las tres de la mañana y hay luna llena.

Canta Bowie.

I can remember standing by the wall. The guns shot above our heads and we kissed, as though nothing could fall.

And the shame was on the other side.

Mira, alguien ha empezado ya la novela. Desde la última página. Quedan todos los besos de antes por darse. Prepara el cuaderno.

Todavía podemos ser héroes. Aunque sea por un día.


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