domingo, 31 de diciembre de 2023

Capodanno

Una felicitación

 

Due mondi — e io vengo dall’altro.

CRISTINA CAMPO

I.

La siempre finísima y certera Cristina Campo nos regaló un día (el primer día que se puso a escribir poesía en serio) este poema, uno de mis favoritos desde que lo leí, hace ya casi diez años.

Moriremo lontani. Sarà molto

se poserò la guancia nel tuo palmo

a Capodanno; se nel mio la traccia

contemplerai di un’altra migrazione.

Dell’anima ben poco

sapiamo. Berrà forse dai bacini

delle concave notti senza passi,

posera sotto aeree piantagioni

germinate dai sassi...

O signore e fratello! ma di noi

sopra una sola teca di cristallo

popoli studiosi scriveranno

forse, tra mille inverni:

“nessun vincolo univa questi morti

nella necropoli deserta”.

 


II.

No sé hasta qué punto puede traducirse un poema: seguramente no se pueda. Menos yo aún, que ni sé realmente italiano ni soy traductor (y habría que ver si soy poeta). Sin embargo, hace un tiempo, para una amiga, me animé a hacer esta traducción, bastante libre, que ahora comparto:

Moriremos lejos. Ya será mucho

apoyar mi mejilla en tu mano

en Fin de Año, o que en la mía contemples

la línea de otra migración.

Del alma bien poco

sabemos. Beberá acaso de las cuencas

de las cóncavas noches sin pasos,

se asentará en plantaciones aéreas

germinadas de  piedras...

¡Oh, señor y hermano! Pero de nosotros

sobre una urna de vidrio

pueblos estudiosos escribirán,

tal vez, tras mil inviernos

“ningún vínculo unía a estos muertos

en la desierta necrópolis”.

 

III.

Lontani bien podría traducirse como alejados o lejanos, pero me parece más natural el lejos, los lejos en que moriremos los habitantes del poema. Lontani el uno del otro, alejados también de nosotros mismos.

Palmo es la palma de la mano, y en ella se pueden leer las líneas que nos hablan de la otra migración, y podemos vislumbrar las caravanas armándose para el paso del desierto. Mi mejilla, mientras, reposa en la palma de tu mano, y cierro los ojos y mi gesto es de puro abandono, de pura quietud, como el del San Bernardo de Ribalta.

Quizá un alma se encuentre con la otra en no se sabe qué jardines aéreos. Ahora, aquí, basta con que estemos juntos un momento, en Fin de Año, y nos bebamos, como los amantes de Rilke.



IV.

Cristina Campo siempre declaró que, habiendo escrito poco, hubiera querido escribir menos aún. Esa extrema exigencia convierte los textos que finalmente nos dejó en piedras preciosas. Desconocida de facto en el mundo castellanoparlante hasta hace bien poco, ahora pueden empezar a encontrarse algunas ediciones, como la del fundamental Los imperdonables, en la colección Árbol del Paraíso, que dirige mi admirada Victoria Cirlot, o la biografía de Cristina De Stefano publicada en Trotta, que muestra bien a las claras las complejidades de la personalidad de Vittoria. Que yo sepa, no hay una traducción de su poesía en forma de libro, aunque pueden encontrarse traducciones sueltas de algún poema por la Red o en ciertas revistas.

La colección completa de sus poemas, acompañada de sus numerosas traducciones poéticas de otros autores (John Donne, William Carlos Williams, Emily Dickinson, Simone Weil, San Juan de la Cruz...) puede encontrarse en uno de esos bellos libros de la Biblioteca Adelphi bajo el título La tigre assenza, que corresponde a uno de los poemas más desgarradores escritos por Cristina, tras la muerte de sus padres (Ahi che la Tigre Assenza ha tutto divorato...).

En italiano hay algunos otros libros de Cristina Campo (ella en vida publicó muy poca cosa, ya se ha dicho), casi siempre en Adelphi, entre los que destacan sus epistolarios. Su figura, que puede ser controvertida en algunos aspectos, ha ido agrandándose con los años, y ahora se ha convertido, me parece, en una especie de secreto a voces entre los iniciados que nos hemos acercado a su obra y nos hemos convertido en feligreses de su culto.

 

V.

Moriremo lontani formó parte de la plaquette Passo d’addio junto con otra decena de composiciones y fue editada por All’insegna del pesce d’oro el 8 de diciembre de 1956. Antes, el poema ya había sido publicado en la revista Paragone de febrero de 1955. En el quadernetto con poemas que Cristina entregó a Margherita Pieracci, su entrañable Mita, con la que se estuvo escribiendo durante años (ese epistolario es una joya en sí mismo) el poema aparece fechado Navidades ’53-’54. Es obvio que se escribió en torno al Capodanno de 1953 y que se concibe como un envoi a un destinatario que no se desvela, pero con el cual parece existir un vínculo íntimo y al mismo tiempo imposible.

La traductora Margherita Dalmati, otra gran amiga de Vittoria, cuenta en un artículo titulado Il viso riflesso della luna, incluido en la colección Per Cristina Campo, de 1998, que el nombre del dedicatario oculto podría ser un gran poeta, casado por entonces. Cristina De Stefano, su biógrafa, desvela la identidad: Mario Luzi. Luego, Vittoria tuvo una relación muy larga, que nunca desembocó en el matrimonio, pues él era también casado, con Elemire Zolla, importantísimo estudioso del simbolismo. Como fuere, el poema es una felicitación agridulce de un fin de año al que sucederán otros, hasta un último que sorprenderá a los protagonistas lejos el uno del otro. Sin una mano en la que apoyar la mejilla.

 

VI.

En Belinda e il mostro, la biografía de Vittoria/Cristina que Cristina De Stefano escribe, se cita una carta de Campo a Margherita Dalmati del verano de 1955 que se refiere a Moriremo lontano (le dice que escribe versos apenas hace un año y que ése es su primer poema) en estos términos: Lo escribí en una noche en la que estaba tan cansada... Si estás por los Museos Vaticanos verás en la sala egipcia una custodia de vidrio con los cuerpos de dos bellísimos jóvenes dentro. Y sobre esa pareja milenaria, que es la imagen misma del amor, hay un cartel: “no estaban unidos por ningún vínculo familiar”.

La arqueología había sido para Vittoria su pasión infantil. En esa sala del Museo Vaticano había encontrado una paradoja irresoluble, y gozosa, como son todas las paradojas irresolubles: recogidos acaso en la misma necrópolis, unidos por no se sabe qué azares de transporte o museología, los dos cuerpos que acabaron compartiendo urna no habían tenido en realidad ninguna relación en vida. Fueron apenas sus momias las que fueron emparejadas para una eternidad que trascendía todo gesto humano. Y, sin embargo, eran cuerpo, seguían siendo cuerpo: juntos. Ah, ya será mucho si mi mejilla en tu palma...

Mil inviernos después seguiremos juntos y alguien mirará nuestras manos unidas. Qué importa el presente.

 

VII.

Muy poco después Cristina Campo vuelve a escribir a Margherita Dalmati: Me ha llamado mi padre y hemos ido a los Museos Vaticanos. Tú ya sabes a quién quería visitar. Pero, ¿podrás creerlo? ¡Los han separado! En la sala tranquila que rodea el pasillo, ¡ahora las urnas son dos! Al verlo, mi corazón se ha dividido con ellos... En el Moriremo, al menos, están unidos para siempre.

Ay, señor y hermano, señora y hermana, qué impío está siendo el tiempo con nosotros. Menos mal que nos quedan las palabras. Menos mal que compusimos unos versos en los que reconocernos. No hay por qué escandalizarse: entre nosotros todo fue siempre un asunto de palabras.

A lo largo de los años 90 y del siglo XXI se han ido realizando estudios más detallados y técnicamente avanzados de los diversos restos arqueológicos que contienen los Museos Vaticanos. Así es cómo se ha ido descubriendo que una buena parte de las momias que en principio se atribuían a la antigüedad egipcia eran falsificaciones, frecuentemente del siglo XIX. De este modo, quizá, acabaría esta historia.

Pero no, porque nunca fuimos ésos, nunca fuimos carroña en una caja de vidrio. Siempre fuimos poema.

 

VIII.

La breve pero decisiva correspondencia entre Cristina Campo y María Zambrano revela hasta qué punto mantenían una comunión de intereses y hasta qué punto se acompañaban en esas travesías de la razón poética.

A comienzos de 1965 Cristina envió a María el recordatorio de la misa funeral por su madre, fallecida poco antes (ahimè, la Tigre Assenza...), que tuvo lugar el 28 de diciembre de 1964, festa dei Santi Innocenti. El 28 de diciembre era el cumpleaños de mi padre. 1964 es el año de mi nacimiento.

La misa tuvo lugar en la iglesia de San Anselmo, a la que Cristina acabó por acudir cada día en sus últimos años, de extremo fervor religioso. La iglesia está en el bello Aventino, y en homenaje a Cristina Campo un día, en mi último viaje a Roma, me levanté muy pronto para acudir allí a una misa con canto gregoriano. Era mi primera misa en décadas y casi me sentí mal por ocupar un lugar entre los fieles, contemplador, desde mi ateísmo irredento, de lo que yo tomaba como una manifestación artística. No sé cómo lo habría entendido Vittoria.

El recordatorio por Emilia Guerrini (Emilia era el nombre de mi abuela paterna) acaba con las palabras del Cantar de los Cantares: Surge, amica mea, et veni. María Zambrano (a la que Cristina llama en esa carta vicina sempre) hizo grabar esas mismas palabras en la tumba que hoy ocupa, junto a su hermana Araceli (dos cuerpos juntos) en el cementerio de Vélez-Málaga. Junto a la tumba siempre hay gatos. María y Cristina adoraban a los gatos.

Sí, los muertos, y los lejanos, siempre tan cerca.

Hay muchos testimonios que recuerdan la voz cristalina de Cristina, su elegancia, su finura. Siempre estuvo enferma de los pulmones, del corazón. Murió, tan joven, a los 53 años, el 10 de enero de 1977. Entre ese año y el que terminamos justamente se sitúa el quicio del cambio de milenio.

A Vittoria-Cristina, in memoriam le dedicó María un capítulo de ese libro bellísimo, De la aurora. El capítulo que versa, justamente, sobre la llama:

Pura y encendida llama, émula de la rosa de la que nace el día, único aunque se reitere. Pues que sólo el día cuando es el único día lo es de verdad.


IX.

En un pasaje de Gli imperdonabili, Cristina Campo escribe: mani congiunte per lungo tempo divennero alla fine archi gotici. Esa ojiva que acaban siendo las manos unidas, el interminable juego de los dedos, la sonrisa cuando los ojos se encuentran... El beso. Cosas que llevarnos a la otra migración.

El 8 de agosto de 2010 estoy visitando el Neues Museum de Berlín. Anoto abundantemente en la libreta de entonces. Por ejemplo, un breve texto entre corchetes que comienza: porque a veces, inopinadamente, el trayecto del metro acaba en Isla Decepción. A continuación doy cuenta de una pieza perteneciente a la abundante colección de antigüedades egipcias, uno de los objetos de museo que más me ha impactado en la vida: De una estatua de Akhenaton y Nefertiti sólo restan dos manos unidas. Llevan así más de tres mil años.

La pieza ostenta la signatura ÄM 20494 y si se la busca en la Red aparece como Hände von einer Statuengruppe, Sandstein. Es una parte de una estatua de arenisca encontrada entre otros restos de estatuas dedicadas a la pareja real de Akhenaton y Nefertiti (es en Berlín donde se halla ese inolvidable busto del ojo perdido) halladas en Amarna y datadas en torno al 1350 antes de nuestra era.

Inmediatamente bauticé a esa pareja de manos como el objeto eterno, lo concebí indestructible, capaz de sobrevivir a toda ekpyrosis, rotundo en la sencillez de su enunciación: permanecemos juntas. Mi mano en tu mano, y los años pasan por detrás, a los lados. No nos tocan. The shame was on the other side.

 

X.

En el primer capítulo de Los anillos de Saturno, W.G. Sebald habla del Urn Burial de Thomas Browne, ese texto tan peculiar de un autor tan peculiar. Dice Sebald que dice Browne: es sorprendente el tiempo tan largo durante el que, medio metro bajo tierra, las vasijas de barro, de paredes tan finas, se han conservado intactas, mientras por encima de ellas pasaban rejas de arado y guerras, y grandes edificios y palacios y torres tan altas como nubes se derrumbaban y desmoronaban a su alrededor.

Hay entonces un catálogo de objetos incluidos en los ajuares funerarios, que incluyen cosas como el anillo de la amada de Propercio o un birimbao de latón que por última vez resonaría en el viaje a través de las aguas negras. Pero, nos dice Sebald, la pieza que le parece más extraordinaria a Browne de las muchas encontradas en sepulcros, túmulos y urnas funerarias, es una copa completamente intacta, tan clara como si se hubiese acabado de soplar.

La frágil copa, que persevera en su existencia, dada a luz por unas manos tan profundamente ajenas, amorosas en su manejo, y escrutada por estudiosos de muchos inviernos después. Dice Sebald que Browne considera que este tipo de cosas respetadas por el flujo del tiempo se convierten en símbolos de la indestructibilidad del alma humana.

Y así, concluye Sebald, como la más pesada losa de la melancolía es el miedo al fin sin perspectivas de nuestra naturaleza, Browne busca bajo aquello que se escapaba de la destrucción, busca las huellas de la misteriosa capacidad de transmigración que tan a menudo estudió en las orugas y las mariposas. El pequeño jirón de seda de la urna de Patroclo, sobre la que hace una exposición, ¿qué otra cosa significa?

Y el capítulo termina.

 


XI.

Hay cosas, pues, que duran, que resisten, hay objetos eternos. Hay cuerpos en una urna, hay palabras en un poema, hay manos unidas, hay copas intactas. Estamos nosotros.

Está el amor que nos tenemos, la boca que besa o dice los versos, los dedos que se posan suaves sobre un hombro. Está la memoria, que se las arregla para navegar entre las aguas obscuras del dejar de ser. Estás tú, que me lees, desde tantos lugares, a tantas horas, a desgana, con entusiasmo, viendo mi cara entre las líneas del texto. Yo también veo la tuya.

No hay otra permanencia que la accidental, no hay otra eternidad que la momentánea, por eso somos eternos, porque somos ahora, por eso permanecemos, porque fuimos gloriosamente casuales, porque pudimos no habernos encontrado.

A ciertas horas, cuando ya obscurece, en un interior que querríamos iluminado por velas, suenan los susurros de quienes fuimos, de quienes éramos, de quienes seremos. Y ese lenguaje está fuera del tiempo.

 


XII.

Toda transición es peligrosa y exige ritos de paso. Yo tengo los míos.

Leo el Poema del año nuevo de Marina Tsvietáieva, ése que concluye el fascinante epistolario a tres del que ya he hablado, las Cartas del verano de 1926, y que está dedicado a un Rilke recién muerto, apenas en las primeras etapas de la altra migrazione: Primera carta para ti en el nuevo lugar.

Concluye el poema:

Para que nada se desborde tiendo mi palma

sobre el Ródano y Rarogne,

sobre la clara y neta separación.

A Rainer —Maria— Rilke. En propia mano.

La mano de Marina pasándole un poema a Rainer, del otro lado del río. Los poemas salvan esas fronteras.

Y luego tengo una cita, a la que no falto ningún año. Me espera Miss Kubelik, la ascensorista. Jugaremos a las cartas. Y yo me quedaré embelesado mirándola y le diré I ab-so-lu-te-ly adore you, Miss Kubelik. Y ella sonreirá, me dará la baraja y me dirá Shut up and deal!

Y la bolita de la ruleta (con la edad, la ruleta cada vez es más rusa) se parará en el 24. Negro, par y pasa.

En quince días el blog cumple un año. Me gusta que estéis ahí, me gusta que vivamos cerca aunque estemos lejos, me gusta pasaros estos textos de un lado a otro del mundo, de una pantalla a la otra. En propia mano.

Disfrutad del día. Es el único día, y por eso es de verdad. Y mañana volverá a ser único. Nos vemos mañana.

I absoutely adore you.

Feliz año nuevo.

viernes, 29 de diciembre de 2023

Axolotl


Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

JULIO CORTÁZAR

El libro Final del juego, publicado originalmente en 1956, termina con tres de los relatos más conocidos de Julio Cortázar, todos ellos conectados (como tantos otros más) por la idea de una cierta oscilación ontológica, la inseguridad del ser, la posibilidad de un intercambio, o una metamorfosis anómala y súbita. De uno, el que da título al volumen (y lo cierra), ya nos hemos ocupado aquí. El penúltimo es La noche boca arriba, alucinante en esa guerra florida que puede ser quizás una calle de París. El anterior es Axolotl, y quien lo haya leído sabe que algo cambia, algo hace clic después de haberlo hecho. Por mi parte, yo lo leí, como todos los cuentos de Cortázar, hace muchos años, cuando era muy joven.

Hablo del tiempo en el que todavía no era un axolotl o, mejor dicho, sí que lo era, pero apenas me había dado cuenta de que habitaba un acuario, en el húmedo y obscuro edificio de los acuarios del Jardin des Plantes, y creía aún que el acuario era lo otro, el mundo, el lugar por donde se paseaban los demás, que yo sentía profundamente ajenos, sí, pero que asumía como larvas de un ser que yo estaba siendo desde siempre, desde el origen, larvas de la angelica farfalla que dolorosamente yo era, agitando mis alas del triste gris de las alas de polilla y chocándome contra el vidrio del no poder ser otra cosa.

Bien conocía, claro, esos segundos en los que las miradas se cruzan y parece suscitarse no se sabe qué eco óptico que tan fácilmente puede confundirse con una identificación (ach, was hilfts!). No me entiendan mal, como ser humano o como axolotl, yo era irreprochable, funcionaba apropiadamente según los estándares exigibles y nadie hubiera dudado de que me esperaba un futuro brillante de salamandra o de profesor de universidad, lo que prefiriera. El que persistiera en mi estado larvario, en mi mezcla incoherente de atributos, pez con dedos, no era previsible, y sin embargo, los axolotl sabemos cuán inexacta es toda taxonomía, cuán inútil toda metamorfosis.

El ser persevera en su conato, y la construcción de espacios acristalados fue una tarea que acometí con el ahínco de quien no tiene otro modo de estar en el mundo. Que los demás alcanzasen sin mayor esfuerzo su imago, que les fuera leve el estado de pupa y ostentasen ahora con legítimo orgullo las señas distintivas de su filogenia, era algo que yo apenas podía contemplar desde mi piso de piedra y musgo. Escribía, sí, con mi pulcra letra de axolotl, largos memoriales, vacilantes apologías, poemas destemplados (el agua no siempre está a la temperatura exigible, son descuidados los operarios del Jardin des Plantes). Todo sonaba mucho a Cortázar, que escribió sobre mí, que escribió un cuento en el que el narrador se convertía en uno de nosotros.

Mentiroso.

Ser un ajolote no es malo, me dijeron una vez, basta con cerrar los ojos y serás una salamandra, pero lo cierto es que mis branquias seguian funcionando y nunca me hice criatura del fuego. Es verdad que abusé del amianto y me hice pasar a veces incluso por fénix, y por lo general disimulaba adecuadamente mis penachos. Aprendí la lengua común, me relacioné con éxito desigual con otras criaturas. Di el pego, en suma. Con no poco esfuerzo.

Una vez, incluso, en un puente de Budapest o de alguna otra ciudad europea, supe que estaba allí, que me esperaba. El castellano no nos ayuda, si se escribe en la lengua de los axolotl se entiende mejor: supe que yo estaba allí, que yo me esperaba. Es decir, que estabas allí, que me esperabas. El puente de Budapest conectaba los acuarios. Entonces nos intercambiamos. Fue la primera vez, luego nos fue saliendo mejor, no nos hacíamos tanto daño. Luego dejamos de hacerlo, ahora quién sabe ya si podríamos, quién sabe ya en qué puentes, quién sabe si no eres ya una salamandra, o un dragón, o una libélula.

Quién sabe si nunca fuiste un axolotl, si me confundí con mi propio reflejo en el cristal del acuario. La reflexión de la luz es caprichosa. Y mis ojos dorados no son gran cosa, nunca lo fueron. Tú veías mejor, tú lo viste más claro.


Hoy he visto una vez más Persona, de Ingmar Bergman. El juego es el mismo. Hay una escena duplicada, contada cada vez de un punto de vista distinto. Las dos mujeres, que acaso son el mismo axolotl, que acaso son el axolotl y Cortázar, que son Bibi y Liv además de ser Alma y Elisabet, y por lo tanto que somos tú y yo, se enfrentan, sentadas una a cada lado de la mesa. Podría haber un espejo entre ellas, acaso lo hay, un espejo demediado y cómplice que se las apaña para fundir los dos rostros en uno (no se reconocían, dice Bergman, cada una pensaba que era el rostro de la otra), es decir, para recomponer el andrógino cuya sutura nos tira desde antes de nacer, para abrigarnos al fin del frío del costado expuesto.

Sí, ya sé, no sirve. Cosas de axolotl, una escritura muy complicada para decir cosas muy simples, un horror vacui que se colma con místicas de agua estancada. Pero Cortázar dice que larva es lo mismo que máscara y fantasma. Máscara, persona. Nos reconocemos entre nosotros: nuestro rostro es el mismo. Nuestro rostro de axolotl.

La máscara funciona, uno puede parecer una salamandra, un tigre, un águila. En la soledad del desvestirnos la mirada al espejo se hace cada vez más de soslayo. Las luces del Jardin des Plantes se extinguen para la noche. Nos damos la vuelta en la cama, estamos allí, del otro lado del sueño. Entonces nos despertamos y el acuario se renueva. Son cosas que pasan.

No hay ningún problema en no ser, me dirías, lo malo es ser a medias, y yo asentiría, cómo no asentir cuando soy yo mismo quien compongo la frase, siendo tú, o siendo los dos cada uno un lado del ser el otro, no objeto e imagen, no habitación y reflejo, sino puro frío de andrógino demediado, puro eco en el que ninguna de las frases precede a otra, en la que la contestación no exige otra pregunta que su mera formulación, la necesidad de su énfasis. No, no hay ningún problema en no ser, te diría y tú responderías: lo malo es ser a medias, y te marcharías una vez más, y yo me quedaría en el acuario, inmóvil, o ejecutado mis obscuros movimientos, pues soy un axolotl y todavía no me ha sido dado ser otra cosa.

Teshigahara, en El rostro ajeno, basada en la novela de Kobo Abe, de quien también te he hablado (ayer vi la película en la Filmoteca), nos cuenta que la máscara, la persona, acaba siendo la que manda, que el cuerpo, la voz, el traje, los ademanes, los besos, se adaptan a la máscara. Cambiamos de casa, de nombre, alquilamos habitaciones de hotel con el número 2047. Y así transcurre la película. Acaba mal. Es decir, acaba bien. Todo acaba bien, ya lo sabes. Acaba con ese momento final en el que pasan a toda prisa las imágenes. En una de esas imágenes estás, estamos. Somos ángeles. Nunca fuimos axolotl, sólo éramos polluelos de ángel.

Sí, esa foto, ese trozo de película. Ángeles abriendo las alas por primera vez. Brillantes alas de ángel, no de polilla. El cristal, finalmente blando: nuestras alas se tocaron, apenas las puntas, breves dedos de pluma en el corazón del otro. Entonces las extendimos del todo, las batimos y cada uno se marchó en una dirección.

Sí, esa foto, la del alejarnos en nuestro vuelo, definitivamente ficticios. Aquella vez, cuando el axolotl supo, y comenzó a escribir de otro modo. Cuando empezó a escribir así, como por espejo.

 

[En el texto hay referencias más o menos explícitas a algunos relatos de Cortázar como Axolotl, por supuesto, o Lejana (recogido en Bestiario), en la que el puente de Budapest es el escenario decisivo. Los cuentos de Cortázar se pueden comprar en ediciones baratas y son extremadamente recomendables. No obstante, pongo aquí sendos links para quien quiera leerlos y no tenga a mano el libro:

https://ciudadseva.com/texto/axolotl/

https://ciudadseva.com/texto/lejana/

El fascinante libro Axolotiada, de Roger Bartra, editado por Fondo de Cultura Económica en 2012 (ISBN 9786071605597) es una referencia ineludible para todo el que esté interesado en obtener información de los ajolotes como criaturas zoológicas y literarias.

Angelica farfalla es en origen una metáfora de la Commedia de Dante que Primo Levi utiliza como título de un relato alucinante incluido en Storie naturali, 1966.

Se mencionan también en la entrada las películas Persona, de Ingmar Bergman y El rostro ajeno, de Hiroshi Teshigahara, ambas también de 1966 y con una cierta resonancia entre ellas. Las dos pueden verse en YouTube, además de en otras plataformas:

Persona: https://www.youtube.com/watch?v=pkhvH7HojEo

El rostro ajeno: https://www.youtube.com/watch?v=4wYHtei_6rQ

Como se dice en el texto, la película de Teshigahara se basa en la novela de Kobo Abe publicada por Siruela, en traducción de Fernando Rodriguez Izquierdo, ISBN 9788498411010. El guion de Persona está editado por Nórdica con traducción de Carmen Montes Cano, ISBN 9788492683147. Hay información interesante sobre la película en libros de Bergman como Imágenes o Cuadernos de trabajo, editados por Tusquets y Nórdica, respectivamente.

Independientemente de estas referencias, obviamente el texto debe entenderse como un relato de ficción o una prosa poética, no como un ensayo.]

jueves, 21 de diciembre de 2023

A escala


El Demiurgo amaba los materiales refinados, soberbios y complicados; nosotros damos preferencia a la pacotilla. Sencillamente estamos seducidos, cautivados por la baratija, la fruslería y la pacotilla. ¿Comprendéis preguntaba mi padre el profundo sentido de esa debilidad, de esa pasión por los trozos de papel de colores, por el papier mâché, por la laca, la estopa y el serrín?

BRUNO SCHULZ

En uno de los textos incluidos en Judíos errantes, dentro de la sección dedicada a Berlín, Joseph Roth hace referencia al Templo de Salomón que un tal Frohmann exhibe de manera itinerante por las juderías. Se trata de una maqueta que le ha llevado siete años construir y se pretende fiel a las descripciones del templo que aparecen en la Biblia, bien entendido que los materiales a los que ha podido acceder Frohmann no son la madera de cedro o el oro del original, sino más bien el papier maché, la madera de pino y la purpurina. Por otro lado, según Roth, a la réplica no le falta detalle: cortinajes, objetos sagrados, torres terminadas en finas agujas. Al fondo de la taberna, entre olor a pescado y cebolla, se muestra la construcción, ante el desinterés general de los parroquianos. Apenas un viejo judío se acerca a la maqueta y Roth piensa en el único muro que sobrevive del templo destruido en Jerusalén, ante el que otros hombres, no inclinados sobre una miniatura, sino erguidos ante una pared, rezan y lloran.

Paredes que se derrumban, gentes que lloran... Fuera de la maqueta, el mundo es dolor, el mundo es guerra y exterminio. Roth lo sabe. Todos lo sabemos. No deja de ocurrir nunca.

Frohmann es de Drohobycz, la ciudad que vio nacer a Bruno Schulz, conocedor de maniquíes y otros seres intermedios, que narró lo que ocurría en una ciudad que era y no era la del sueño, y que en un relato inolvidable, nos condujo al Sanatorio de la Clepsidra, donde el tiempo tiene una pendiente negativa.

Cuando leí hace unos meses el texto de Roth, la idea de esa maqueta en perpetuo desplazamiento, no de museo en museo, sino de tugurio en tugurio, me evocó inmediatamente una referencia semejante que aparece en un texto de Sebald incluido en Los emigrados, que había leído mucho antes. En el capítulo dedicado al pintor Max Ferber éste, pretendidamente, relata un sueño en el que se ve a sí mismo con la Reina Victoria, allá por 1887, inaugurando una muestra de arte en un palacio de cristal construido para la ocasión, y en el interior del cual, tras una puerta disimulada, había un gabinete polvoriento en el que reconoció, no sin esfuerzo, la sala de estar de la casa de sus padres (que tan diminuta nos parecería ahora si nos fuera dado retornar a ella desde aquellos cinco o seis años de estatura), donde un caballero desconocido sostenía en su regazo una maqueta del templo de Salomón hecha de madera de pino, papel maché y pintura dorada. El caballero se presenta como Frohmann, de Drohobycz y declara que le ha llevado siete años construir el Templo y entonces, Frohmann se vuelve a la cámara del sueño y nos invita: Miren aquí, se distingue cada una de las almenas, cada cortina, cada umbral, cada instrumento litúrgico. Y dice Sebald que dijo Ferber que en su sueño se inclinó sobre el templecillo y supe por primera vez en mi vida cómo era una obra de arte.

En su inconfundible estilo, en el que los episodios supuestamente autobiográficos se unen sin solución de continuidad con los datos históricos, la crónica periodística o la pura y simple ficción, esta aparición manifiestamente onírica del Templo atruena, casi ópticamente, como una mise-en-abîme al cuadrado, pues es obvio que, de manera intencionada, Sebald repite lo que Roth ha escrito en su testimonio sobre Herr Frohmann, y lo ubica en el sueño de un personaje que se presenta como real, pero que apenas lo es a medias, porque en Sebald todas las cosas son así, justamente: intermedias. Y es en ese reino intermedio donde nos venimos a vivir, a esas maquetas donde nos mudamos.

No conocía, como dije antes, el origen de la anécdota, pues leí a Sebald antes que a Roth, pero la aparición del arquetipo de la maqueta, al que soy tan sensible, fue suficiente para que la conexión se estableciera. Hay, de hecho, un paso anterior, un milagro previo, que acaso también deba consignarse: según anoto en mi libreta de esos días (29 de abril de 2023, he estado escribiendo sobre el artículo de Roth que habla de la tienda de relojes de su infancia, al que ya me he referido en otra entrada, y del que habla Sebald en su Un kaddisch para Austria (Sobre Joseph Roth) incluido en Pútrida patria), “en algún momento de estos días me fascinó una referencia a un episodio que Joseph Roth incluye en sus Judios errantes, y que me llevó a comprar el libro. Ahora no localizo esa referencia inicial, pero sí he encontrado, con cierta dificultad el pasaje”, y a continuación transcribo el fragmento de Roth. Así pues, hay un acorde inicial, una voz-de-ángel que susurra maqueta (pienso en la que sostiene en tantos cuadros San Agustín, mi santo homónimo, la Civitas Dei) y todo se pone en marcha.


Sebald, por otra parte, da una vuelta de tuerca más al Templo portátil. Lo hace dentro de Los anillos de Saturno, en su capítulo IX, donde se nos dice que un tal Alec Garrard lleva más de dos décadas construyendo un modelo del templo de Jerusalén, y Sebald se extiende durante varias páginas en la descripción de la visita que hizo a Garrard en Moat Farm, no lejos de Harleston, en Norfolk, Inglaterra, y en la minuciosa exposición de los detalles del templo, incluyendo, como no podía ser de otro modo, fotografías. Porque lo cierto es que, en esta ocasión, Garrard y su templo son reales. Garrard recibe a Sebald con su mono verde de trabajo y sus gafas de relojero y le muestra su obra de décadas, en la que minuciosamente ha reproducido todos los detalles del Templo de Jerusalén, a partir de exhaustivas investigaciones y el estudio de un material ingente procedente de los exégetas bíblicos o los arqueólogos, lo que en no pocas ocasiones le lleva a introducir constantes modificaciones en su construcción, que contiene no menos de dos mil figuritas delicadamente pintadas.

Kafkianamente (pienso en Der Bau o en la muralla china), Garrard afirma que lo que queda por hacer sigue siendo muchísimo, hasta podría decirse que hoy día, dado que mis conocimientos son cada vez más precisos, mi trabajo me parece en todos los aspectos más difícil de llevar a cabo que hace diez o quince años, y nos muestra así el vértigo de las tareas interminables, ésas que bien podrían llenar los días de una vida eterna, así justificada, en la inútil morosidad de esos gestos, en el insobornable rigor de la representación.

A veces, cuando la luz de la tarde penetra de soslayo por la ventana, dice Sebald que dice Garrard, éste contempla su obra con sosiego, reparando en los infinitos elementos que contiene (sus pórticos, las habitaciones de los sacerdotes, la guarnición romana, los baños, el mercado de avituallamiento, los lugares de sacrificio, las galerías y casas de campo, las grandes puertas y escaleras, los antepatios y las provincias externas y las montañas al fondo) y se imagina el Templo construido ya de modo definitivo, como si estuviese en la antesala del Paraíso, idéntico al fin a su objeto platónico. En esa enumeración caótica tan característica, Sebald es capaz de transmitirnos el vértigo de la reproducción: al fondo, las provincias externas; al fondo, las montañas. La maqueta incluye el mundo que incluye la maqueta, como aquel mapa borgiano que se superpone sobre el territorio. Y el arquetipo vuelve a funcionar: de repente somos pájaros que nos cernimos sobre un mundo diminuto pero prolijo, ordenado y exacto, más allá de todo dolor, más allá de todo abrazo posible.


Al salir del taller, Garrard le dice a Sebald: el templo sólo sobrevivió cien años. Perhaps this one will last a little longer, y esa frase en inglés, que Sebald incluye en el original alemán, hace que se remueva aún más el oleaje de la eternidad: construir una maqueta que sea imperecedera, que sea sempiterna, pues no lo son las cosas reales. Sí, efectivamente, topos uranos, ese almacén de maquetas.

Una maqueta al fondo de una taberna maloliente, una maqueta en un gabinete polvoriento en el Palacio de Cristal de los Sueños, una maqueta en la campiña inglesa, la maqueta de esa maqueta en un texto de Roth, la maqueta de esa maqueta de esa maqueta en un texto de Sebald, y una foto abismática en la que las arcadas corren a encontrarse en su perspectiva acelerada, mientras un solo personaje, minúsculo, uno de esos habitantes que son figuritas pintadas por Garrard parece esperar no se sabe qué advenimiento.

La reconstrucción, a escala reducida y por lo tanto inhabitable, salvo para los maniquíes, de lo perdido para siempre, como una metáfora de este acto de escribir, inútil, inevitable.

El 30 de abril de 2023, en la página siguiente de la libreta, doy cuenta de otra maqueta próxima, aquella que abre El último lector del escritor argentino Ricardo Piglia, una Buenos Aires modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. Así, propiamente, una ciudad de los sueños, ese Madrid o Barcelona o Buenos Aires que contiene todas las calles que son, en un desorden perfectamente perpendicular, como si nuestros sentimientos las hubieran barajado para dar un patrón de nula contingencia, por el que nos paseamos con vaga sensación de alarma, andando incansables hacia una meta que se llama despertar. O muerte.

El constructor de ese Buenos Aires otro es un tal Russell, del barrio de Flores, que dice ser fotógrafo y tener su estudio en la calle Bacacay donde, nos dice Piglia, trabaja incesantemente en una maqueta mudable, que se ve obligado a modificar incesantemente, para dar cuenta de las transformaciones que introduce el tiempo o las crecidas del Río en los barrios del Sur. Pues la maqueta es la verdadera ciudad y de su mantenimiento depende la supervivencia de la Otra, de la Gran Ciudad, que no es sino un remedo grosero en su enormidad de las finas orfebrerías de ese su modelo. Un Aleph tan monstruoso como todos los Alephs, un cementerio hormigueante de criaturas de las que no sabemos nada, de las que sólo sabemos que son lo que no podríamos ser nosotros de ningún modo.

Dice Piglia La construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro, pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines del otro lado fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infestado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Ese alguien es, inevitablemente, Morel. Así: todo igual que en un sueño, que en un relato. A otra escala, en otro tiempo, imaginando lo único que puede ser ya real. Lo ficticio.

Leí El último lector, o al menos algunas partes de él (singularmente, la dedicada a Kafka) allá por 2014-5. Hoy, en el primer rato libre que he tenido en semanas me he encontrado una nueva edición, la de Cátedra, recién salida, en la fantástica librería Iberoamericana de la calle de Huertas. La he hojeado, he visto la mención a la maqueta, eso ha iniciado el proceso. La visión del arquetipo nunca es impune.

Escribía yo en ese 30 de abril, a partir de la relectura de Piglia en ese otro ejemplar: “Las reparaciones y actualizaciones de la maqueta, para seguir siendo una representación fiel de la Ciudad que la contiene y la trasciende. O no, acaso lo que cabría hacer es construir ex novo, ab initio, ciudades-maqueta inexistentes y dejar entonces que la realidad se las componga para replicarlas. Maqueta-proyecto (sueño premonitorio) frente a maqueta-representación (sueño-recuerdo).”

Hay una fotografía famosa del Führer en la que su querido arquitecto de cabecera, el letal y charmant Albert Speer, le muestra la desmesurada maqueta de Germania, la nueva versión de Berlín (ese Berlín en cuyas tabernas Frohmann exhibía su templo) que será construida tras el triunfo militar para que sea la capital del Reich milenario. El delirio de grandeza, fielmente representado en la cúpula del edificio principal, que habría de ser muchas veces mayor que la mayor cúpula jamás construida, la de San Pedro del Vaticano, se hace más palpable justamente porque se trata de una maqueta, sobre la que se ciernen (es el verbo apropiado, pues es el verbo del Génesis) los genocidas, con una sonrisa de satisfacción. Estamos en pleno asedio de Berlín, Oliver Hirschbiegel lo muestra muy bien en ese film impagable que es Der Untergang, presentado en España como El hundimiento. El que Berlín sea destruido es algo bueno, de hecho, opina Hitler (así lo cuenta Speer en sus memorias), pues es más fácil construir a partir de los escombros que verse obligado a derribar los edificios devenidos obsoletos.


Hay una demencial lógica en todo esto: se trata de imponer a la realidad la extraña pureza de lo imaginado. A costa de lo que sea. A costa de cuantas vidas sea preciso. Ah, todo vuelve a ocurrir, siempre, incesantemente, y todo es de verdad, no estamos en el sueño, estamos en la maqueta de los dioses que se parten de risa mientras nos desangramos.

En esa película iniciática que es The shining hay una gran maqueta del laberinto, una maqueta que tuve la oportunidad de contemplar hace unos años en la exposición que se dedicó en Barcelona a Kubrick. Cuando Jack Torrance se cierne sobre ella puede ver, diminutos, fácilmente eliminables, a su mujer Wendy y a su hijo Danny que, verdaderamente, están paseando por entre los setos, sólo moderadamente extraviados. Los ojos demoniacos siguen a esos habitantes de la maqueta. Toda mirada que provenga de arriba es pura amenaza. Por eso construimos maquetas: para ser Dios.


Vae victis: nadie tendrá nunca piedad, nadie que crea en las maquetas, que se olvide de la carne, de los latidos, de las bocas.

En la traducción al inglés de Die Ringe des Saturn, Sebald cambió el nombre (verdadero) de Alec Garrard por Thomas Abrams, en un nuevo retorcimiento de la relación dificilmente cartografiable entre realidad y ficción. Garrard / Abrams dice a Sebald, o eso dice Sebald que le dijo Ahora, cuando comienza a oscurecer lentamente en los márgenes de mi campo visual, a veces me pregunto si alguna vez acabaré la construcción y si todo lo que he creado hasta ahora no es una miserable chapuza.

Exactamente.