Teoría de puentes, I
A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.
FRANZ KAFKA
El comenzar es siempre un final, el final del Antes, que arrastramos, con sus velas apagadas, como una larga cola de saurios recién extintos. En el comenzar resuenan los otros comienzos, aunque el verdadero origen siempre se oculta, velado por el territorio del magma, en el que la memoria aún era blanda y viscosa.
Sí, así comienza El castillo:
Había caído la noche cuando K.
llegó. El pueblo estaba sumido en la nieve. No se veía nada del cerro del
castillo, lo rodeaban niebla y tinieblas, y ni la lucecita más débil sugería el
gran castillo. K. permaneció largo rato en el puente de madera que llevaba de
la carretera al pueblo, mirando al aparente vacío de allí en lo alto. (Traducción
de Miguel Sáenz.)
En
el comenzar hay un puente. Sobre qué torrente o seco lecho de río se alza ese
puente, sobre qué barranco o tajo, sobre qué entramado de vías (el primer puente de Constitución, ah, Borges)
es algo de lo que apenas cabe hacer conjeturas. El puente en tanto que hecho indica claramente ese hiato entre
el Antes y el Después, el puente es ese Ahora frágil en el que no podemos
siquiera perder el tiempo de la narración. Entramos siendo unos en el puente,
salimos siendo otros. Esto es algo trivial y no merecería ni siquiera la pena
repetirlo, si no fuera porque nos olvidamos tanto de ello.
En
el llamado Cuaderno en octavo B, justamente
contiguo a los textos relativos al Cazador Gracchus, del que se ocupó Sebald en
Vértigo (el vértigo de los puentes),
hay un fragmento, que luego, con su escaso rigor filológico, Max Brod publicó
como un relato exento llamado El puente
(Die Brücke), y que empieza así:
Yo estaba rígido y frío, era
un puente tendido sobre un abismo, a un lado tenía hundidas las puntas de los
pies, al otro las manos, los dientes los tenía clavados en una tierra arcillosa
y quebradiza. A mis costados aleteaban los faldones de mi levita. En el fondo rugía
el gélido arroyo de truchas.
Ese
puente, que es el cuerpo, espera. El
trabajo del puente, nos dice el narrador, es justamente la espera. Hasta que aparece
el Transeúnte, y empieza a saltar sobre él. El dolor que siente el cuerpopuente
le hace girar sobre sí mismo, y ese giro provoca, inevitablemente, su
derrumbamiento. Queremos pensar que también la caída del Transeúnte. Caen esos
cuerpos como Ícaro, en esa esquinita del paisaje que le reserva Brueghel, en la
esquinita del Paisaje que es nuestra vida, pues los puentes que atravesamos
para acceder al día siguiente son justamente nuestros cuerpos, y cada paso que
damos retumba en nuestras entrañas.
Hay
un puente anterior en Kafka, completamente decisivo. Comparece al final de La condena, esa obra extraña que fue
escrita de un tirón durante ocho horas de plena concentración que acabaron en
el éxtasis del ahora sí, esto era (Max
Brod declara que Kafka le dijo que el tráfico
incesante sobre el puente que él incluye al final del cuento le evocaba eine starke
Ejaculation). Unos días antes había conocido a Felice. La condena inaugura ese tiempo terrible de la correspondencia, que
analizó tan certeramente Canetti en su Otro
proceso.
¿Por
qué hay un puente en el final de La
condena? Porque es necesario para que se ejecute el veredicto al que hace referencia el título, y así, Georg Bendemann,
que ha sido condenado por su padre a morir ahogado, se arroja del puente, que
es, aunque en el relato no se diga, el puente de San Nicolás, hoy puente Čech,
que Kafka podía ver desde la ventana de la casa en la que vivía en ese momento,
con sus padres y sus hermanas.
Sí, el puente es ese lugar que une el
Antes y el Después, pero también es el lugar del Salto, de la perpendicular que
rompe el trayecto. Una teoría de puentes, como la que aquí empezamos a esbozar,
tiene que tener en cuenta todas esas posibilidades. El Salto también inaugura
algo, la zambullida del tuffatore, el
estallido del agua, cuya continuidad ha sido rota por el objeto grave que sobre su superficie se ha
abalanzado.
De todos los puentes de Kafka, sin
embargo, el más misterioso, el definitivo, es el de El castillo. Obra inconclusa, como casi todo lo kafkiano,
crepuscular, obra maestra inagotable, puerto de llegada siempre, habiendo sido
para mí un puerto de partida tan temprano (de nuevo El libro de Bolsillo, una
gran K en la portada, en torno a mis catorce años). El puente al que arriba K.
desde ese pasado sin cartografiar, tras un trayecto que ha debido de ser
penoso, pues cae la nieve con fuerza. El puente junto al que se alza la Posada,
donde todo se va a desencadenar, donde K. empezará a ser el agrimensor
contratado, o no, por el occidental conde de Westwest, en ese territorio
liminal de la Aldea, donde uno no está ya en ningún lugar, donde uno
todavía no puede saberse muerto del todo.
Todo comenzar se enfrenta a la
indecisión del tiempo a venir. Que K. busca el Castillo es algo que sólo sabemos
después, cuando ya le ha sido
permitido acostarse en un jergón de paja en el salón de la posada y es
despertado por un joven que le hace saber que Este pueblo pertenece al castillo. Entonces, K., quizá
desorientado, quizá adormilado, quizá empezando su impostura justo ahí, dice: ¿Pero a qué pueblo he venido a parar? ¿Hay
aquí un castillo?
¿Hay aquí un castillo? Fijo la mirada,
que ya no es tan aguda como era, escudriño un horizonte proclive a los
espejismos. Hace frío, el paisaje está cubierto de nieve. No lo sé, no sé si
hay un castillo, no sé qué soy, no sé quién pregunta. Recuerdo la agrimensura,
pero se parecía tanto a otras ciencias, a otros saberes. Se parecía tanto a
esto, a una agrimensura del territorio vastísimo de la hoja en blanco, a un
yuxtaponer palabras, falto de todo teodolito, falto de toda escala ya.
En el comenzar hay ya el libro entero
que se va a escribir. No se pueden aún hojear las páginas siguientes, como en
el sueño no se puede adelantar el paso cansino del Metro en el que vamos
montados, aunque sepamos lo que va a
ocurrir, pues en el sueño hay un conocimiento a contratiempo, un
conocimiento kamikaze que no precisa
de puentes para avistar esas estepas. En el sueño siempre se vuela, aunque se
camine. O se nade.
¿Qué hora es en el sueño? ¿Qué hora es
en el tiempo? ¿Qué hora es en el cuento, en este cuento, en el cuento de Kafka,
en todos los cuentos que podamos aún contarnos? No lo sé, pero ha de ser ya muy tarde, puesto que el
hilo de la memoria se desliza cada vez peor entre mis dedos, tengo a veces que
darle tirones, parece que el final del laberinto no puede estar ya muy lejos.
Miguel Sáenz, gran traductor del
alemán, opta por situar ese inicio,
decididamente iniciático de El castillo con el atravesar del Puente de Kafka cuando
ya ha caído la noche. El texto original kafkiano, sin embargo, parece
aludir a otro momento de ese largo deshacerse del día hacia la noche: Es war spät abends, als K. ankam. Era al
final de la tarde, pero el Abend es
una tarde que dura más que la nuestra. Spät
abends, en la tarde tardía. Si uno explora (y lo he hecho, sin mayor rigor
ni erudición, por pura curiosidad) en las diferentes traducciones de Das Schloß (Schloß también signfica candado,
viene de schliessen, cerrar, estamos
ante un hortus clausus) se topa de
repente con una de esas realidad lingüísticas que nos suelen pasar
desapercibidas: dependiendo del idioma el día se divide de diferentes maneras. Y
eso es, claro, algo muy serio...
Así, el traductor al inglés no tiene
grandes problemas para ser literal: it
was late in the evening, porque evening
y Abend cubren espacios de tiempo
semejantes. Son tardes que se
introducen plenamente en nuestra noche, que es inaugurada por el ocaso, que comienza con el final de la luz. La night,
la Nacht son más adelante, uno no las
usa para saludar salvo cuando uno se va a ir a dormir. En alemán, en inglés, de
hecho, tienen otras divisiones de la tarde
que no tenemos en castellano: afternoon,
Nachmittag, incluso Vormittag (Mittag es, claro, el mediodía). Así, la tarde tardía del arribo de K. es late evening, y ese late resuena
bien con el spät: we are late cuando llegamos tarde y es
porque en castellano tarde y tarde se dicen de igual modo, pero,
claro, no...
Hay una traducción francesa que he
encontrado que parece dejar la cosa en un territorio más indefinido: Il était tard lorsque K. arriva. No se
nos informa del grado de luz, de la hora a la que K. llega (como si hubiera
relojes válidos en ese entretiempo...).
No hay soir, no hay après-midi, no hay, desde luego, nuit. Era tarde, para lo que fuera era tarde. Sí, creo que funciona bien así
también en castellano: Era ya muy tarde
cuando K. llegó al Castillo. La tarde termina, ya ha obscurecido, llegar a
esas horas ya es inconveniente. No es, desde luego, noche cerrada, como escribe algún otro traductor, no podemos saber
siquiera si ya era de noche como
propone Vogelmann, el traductor de la edición de Alianza.
Es tarda
sera, la tarda tarde, cuando llega el K. italiano (no la notte, no el pomerigio). Es tard al vespre
si K. es catalán (el vespre, la
víspera, con su oficio, y ese hermoso capvespre
que es el crepúsculo). En cada lugar en que coloquemos el Castillo, las
palabras edifican en torno a él un tiempo variable, difuso.
Sí, ésa es la hora: capvespre, el crepúsculo, en él estamos
asentados y contemplamos el aparente
vacío en el que un disiparse de la niebla dibujaría El Gran Castillo (una
noche soñé con poemas, y el título de los poemas era El gran castillo, lo cuento en Morgana
en Duino). Hace frío y es preciso refugiarse cuanto antes en la Posada,
aunque sea en un jergón en el suelo, pero ese frío también es algo neto, algo
que hace que el aire sea limpio como un cuchillo. Por eso permanecemos en el exterior, miramos un rato más, largo rato, en la niebla empiezan a
dibujarse nuevas historias, todo está por escribir.
El intertítulo que corona la alucinante
galopada en negativo de la carroza
que transporta a Hutter al Castillo
de Orlok dice: cuando atravesó el puente,
salieron a recibirle los fantasmas. Era un texto que adoraban los surréalistes, que acudían al cine como a
un lugar de sueño. Quizá también Kafka, que era tan aficionado al cine, pudo ver Nosferatu y ahí estaban ya su puente y su castillo. Sebald así lo sugiere.
El comenzar siempre es el ser recibido
por los fantasmas. Aunque los fantasmas, en realidad, también somos nosotros.
El lunes comienzo mi último curso en la
Universidad. Aún quedan unos días. Me acurruco bien en el jergón de paja y me
duermo otra vez. Fuera, el ruido del torrente.