miércoles, 30 de agosto de 2023

El Gran Castillo

Teoría de puentes, I 

 


A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

FRANZ KAFKA

El comenzar es siempre un final, el final del Antes, que arrastramos, con sus velas apagadas, como una larga cola de saurios recién extintos. En el comenzar resuenan los otros comienzos, aunque el verdadero origen siempre se oculta, velado por el territorio del magma, en el que la memoria aún era blanda y viscosa.

Nada sabemos de la vida anterior de K. Él se declara agrimensor, y se le asume un conocimiento de su oficio. Pero no hay nada tangible que pueda aportar como prueba de su experiencia o su condición. K. aparece de improviso, in medias res (todas las cosas son in medias res, y todas terminan bruscamente, cualquier otra geometría es puro artificio) y lo que viene después, en ese Después que se va consumiendo en la estufa del presente para dar apenas el humo del recordar, es algo que sólo puede relatarse a medida que acontece, si es que algo acontece, si es que algo puede relatarse.

Sí, así comienza El castillo:

Había caído la noche cuando K. llegó. El pueblo estaba sumido en la nieve. No se veía nada del cerro del castillo, lo rodeaban niebla y tinieblas, y ni la lucecita más débil sugería el gran castillo. K. permaneció largo rato en el puente de madera que llevaba de la carretera al pueblo, mirando al aparente vacío de allí en lo alto. (Traducción de Miguel Sáenz.)

En el comenzar hay un puente. Sobre qué torrente o seco lecho de río se alza ese puente, sobre qué barranco o tajo, sobre qué entramado de vías (el primer puente de Constitución, ah, Borges) es algo de lo que apenas cabe hacer conjeturas. El puente en tanto que hecho indica claramente ese hiato entre el Antes y el Después, el puente es ese Ahora frágil en el que no podemos siquiera perder el tiempo de la narración. Entramos siendo unos en el puente, salimos siendo otros. Esto es algo trivial y no merecería ni siquiera la pena repetirlo, si no fuera porque nos olvidamos tanto de ello.

En el llamado Cuaderno en octavo B, justamente contiguo a los textos relativos al Cazador Gracchus, del que se ocupó Sebald en Vértigo (el vértigo de los puentes), hay un fragmento, que luego, con su escaso rigor filológico, Max Brod publicó como un relato exento llamado El puente (Die Brücke), y que empieza así:

Yo estaba rígido y frío, era un puente tendido sobre un abismo, a un lado tenía hundidas las puntas de los pies, al otro las manos, los dientes los tenía clavados en una tierra arcillosa y quebradiza. A mis costados aleteaban los faldones de mi levita. En el fondo rugía el gélido arroyo de truchas.

Ese puente, que es el cuerpo, espera. El trabajo del puente, nos dice el narrador, es justamente la espera. Hasta que aparece el Transeúnte, y empieza a saltar sobre él. El dolor que siente el cuerpopuente le hace girar sobre sí mismo, y ese giro provoca, inevitablemente, su derrumbamiento. Queremos pensar que también la caída del Transeúnte. Caen esos cuerpos como Ícaro, en esa esquinita del paisaje que le reserva Brueghel, en la esquinita del Paisaje que es nuestra vida, pues los puentes que atravesamos para acceder al día siguiente son justamente nuestros cuerpos, y cada paso que damos retumba en nuestras entrañas.

Hay un puente anterior en Kafka, completamente decisivo. Comparece al final de La condena, esa obra extraña que fue escrita de un tirón durante ocho horas de plena concentración que acabaron en el éxtasis del ahora sí, esto era (Max Brod declara que Kafka le dijo que el tráfico incesante sobre el puente que él incluye al final del cuento le evocaba eine starke Ejaculation). Unos días antes había conocido a Felice. La condena inaugura ese tiempo terrible de la correspondencia, que analizó tan certeramente Canetti en su Otro proceso.

¿Por qué hay un puente en el final de La condena? Porque es necesario para que se ejecute el veredicto al que hace referencia el título, y así, Georg Bendemann, que ha sido condenado por su padre a morir ahogado, se arroja del puente, que es, aunque en el relato no se diga, el puente de San Nicolás, hoy puente Čech, que Kafka podía ver desde la ventana de la casa en la que vivía en ese momento, con sus padres y sus hermanas.

 


Sí, el puente es ese lugar que une el Antes y el Después, pero también es el lugar del Salto, de la perpendicular que rompe el trayecto. Una teoría de puentes, como la que aquí empezamos a esbozar, tiene que tener en cuenta todas esas posibilidades. El Salto también inaugura algo, la zambullida del tuffatore, el estallido del agua, cuya continuidad ha sido rota por el objeto grave que sobre su superficie se ha abalanzado.

De todos los puentes de Kafka, sin embargo, el más misterioso, el definitivo, es el de El castillo. Obra inconclusa, como casi todo lo kafkiano, crepuscular, obra maestra inagotable, puerto de llegada siempre, habiendo sido para mí un puerto de partida tan temprano (de nuevo El libro de Bolsillo, una gran K en la portada, en torno a mis catorce años). El puente al que arriba K. desde ese pasado sin cartografiar, tras un trayecto que ha debido de ser penoso, pues cae la nieve con fuerza. El puente junto al que se alza la Posada, donde todo se va a desencadenar, donde K. empezará a ser el agrimensor contratado, o no, por el occidental conde de Westwest, en ese territorio liminal de la Aldea, donde uno no está ya en ningún lugar, donde uno todavía no puede saberse muerto del todo.

Todo comenzar se enfrenta a la indecisión del tiempo a venir. Que K. busca el Castillo es algo que sólo sabemos después, cuando ya le ha sido permitido acostarse en un jergón de paja en el salón de la posada y es despertado por un joven que le hace saber que Este pueblo pertenece al castillo. Entonces, K., quizá desorientado, quizá adormilado, quizá empezando su impostura justo ahí, dice: ¿Pero a qué pueblo he venido a parar? ¿Hay aquí un castillo?

¿Hay aquí un castillo? Fijo la mirada, que ya no es tan aguda como era, escudriño un horizonte proclive a los espejismos. Hace frío, el paisaje está cubierto de nieve. No lo sé, no sé si hay un castillo, no sé qué soy, no sé quién pregunta. Recuerdo la agrimensura, pero se parecía tanto a otras ciencias, a otros saberes. Se parecía tanto a esto, a una agrimensura del territorio vastísimo de la hoja en blanco, a un yuxtaponer palabras, falto de todo teodolito, falto de toda escala ya.

En el comenzar hay ya el libro entero que se va a escribir. No se pueden aún hojear las páginas siguientes, como en el sueño no se puede adelantar el paso cansino del Metro en el que vamos montados, aunque sepamos lo que va a ocurrir, pues en el sueño hay un conocimiento a contratiempo, un conocimiento kamikaze que no precisa de puentes para avistar esas estepas. En el sueño siempre se vuela, aunque se camine. O se nade.

¿Qué hora es en el sueño? ¿Qué hora es en el tiempo? ¿Qué hora es en el cuento, en este cuento, en el cuento de Kafka, en todos los cuentos que podamos aún contarnos? No lo sé, pero ha de ser ya muy tarde, puesto que el hilo de la memoria se desliza cada vez peor entre mis dedos, tengo a veces que darle tirones, parece que el final del laberinto no puede estar ya muy lejos.

Miguel Sáenz, gran traductor del alemán, opta por situar ese inicio, decididamente iniciático de El castillo con el atravesar del Puente de Kafka cuando ya ha caído la noche. El texto original kafkiano, sin embargo, parece aludir a otro momento de ese largo deshacerse del día hacia la noche: Es war spät abends, als K. ankam. Era al final de la tarde, pero el Abend es una tarde que dura más que la nuestra. Spät abends, en la tarde tardía. Si uno explora (y lo he hecho, sin mayor rigor ni erudición, por pura curiosidad) en las diferentes traducciones de Das Schloß (Schloß también signfica candado, viene de schliessen, cerrar, estamos ante un hortus clausus) se topa de repente con una de esas realidad lingüísticas que nos suelen pasar desapercibidas: dependiendo del idioma el día se divide de diferentes maneras. Y eso es, claro, algo muy serio...

Así, el traductor al inglés no tiene grandes problemas para ser literal: it was late in the evening, porque evening y Abend cubren espacios de tiempo semejantes. Son tardes que se introducen plenamente en nuestra noche, que es inaugurada por el ocaso, que comienza con el final de la luz. La night, la Nacht son más adelante, uno no las usa para saludar salvo cuando uno se va a ir a dormir. En alemán, en inglés, de hecho, tienen otras divisiones de la tarde que no tenemos en castellano: afternoon, Nachmittag, incluso Vormittag (Mittag es, claro, el mediodía). Así, la tarde tardía del arribo de K. es late evening, y ese late resuena bien con el spät: we are late cuando llegamos tarde y es porque en castellano tarde y tarde se dicen de igual modo, pero, claro, no...

Hay una traducción francesa que he encontrado que parece dejar la cosa en un territorio más indefinido: Il était tard lorsque K. arriva. No se nos informa del grado de luz, de la hora a la que K. llega (como si hubiera relojes válidos en ese entretiempo...). No hay soir, no hay après-midi, no hay, desde luego, nuit. Era tarde, para lo que fuera era tarde. Sí, creo que funciona bien así también en castellano: Era ya muy tarde cuando K. llegó al Castillo. La tarde termina, ya ha obscurecido, llegar a esas horas ya es inconveniente. No es, desde luego, noche cerrada, como escribe algún otro traductor, no podemos saber siquiera si ya era de noche como propone Vogelmann, el traductor de la edición de Alianza.

Es tarda sera, la tarda tarde, cuando llega el K. italiano (no la notte, no el pomerigio). Es tard al vespre si K. es catalán (el vespre, la víspera, con su oficio, y ese hermoso capvespre que es el crepúsculo). En cada lugar en que coloquemos el Castillo, las palabras edifican en torno a él un tiempo variable, difuso.

Sí, ésa es la hora: capvespre, el crepúsculo, en él estamos asentados y contemplamos el aparente vacío en el que un disiparse de la niebla dibujaría El Gran Castillo (una noche soñé con poemas, y el título de los poemas era El gran castillo, lo cuento en Morgana en Duino). Hace frío y es preciso refugiarse cuanto antes en la Posada, aunque sea en un jergón en el suelo, pero ese frío también es algo neto, algo que hace que el aire sea limpio como un cuchillo. Por eso permanecemos en el exterior, miramos un rato más, largo rato, en la niebla empiezan a dibujarse nuevas historias, todo está por escribir.

El intertítulo que corona la alucinante galopada en negativo de la carroza que transporta a Hutter al Castillo de Orlok dice: cuando atravesó el puente, salieron a recibirle los fantasmas. Era un texto que adoraban los surréalistes, que acudían al cine como a un lugar de sueño. Quizá también Kafka, que era tan aficionado al cine, pudo ver Nosferatu y ahí estaban ya su puente y su castillo. Sebald así lo sugiere.

El comenzar siempre es el ser recibido por los fantasmas. Aunque los fantasmas, en realidad, también somos nosotros.

El lunes comienzo mi último curso en la Universidad. Aún quedan unos días. Me acurruco bien en el jergón de paja y me duermo otra vez. Fuera, el ruido del torrente.


sábado, 19 de agosto de 2023

Velas


En la biblioteca del Príncipe de Guermantes, mientras espera a que termine la ejecución de una pieza musical en el salón, en la matinée a la que ha sido invitado después de mucho tiempo de alejamiento de le monde, el Narrador encadena una secuencia de iluminaciones, de impactos sensoriales que le provocan memorias involuntarias que le permiten alcanzar una simultaneidad, una coincidencia perfecta entre el instante vivido y el evocado por la reminiscencia y deshacer así el trabajo del Tiempo, que de manera tan clara se pondrá de manifiesto algunos minutos más tarde, en la escena del bal de têtes, en la que comprobará los estragos del envejecimiento en sus amistades, y en él mismo. Estamos, sí, en Le Temps retrouvé.

Es, sin duda, la culminación de esa obra de magnitud inconcebible que es la Recherche, y en esas páginas, que uno no puede leer sin emoción, que uno no puede dejar de subrayar prácticamente palabra por palabra, Proust nos muestra el porqué del Arte, y se conjura (se conjura su Narrador, que es y no es él mismo) a construir su Obra, una Obra que trabajará a contratiempo, ofreciéndonos un mosaico de la vida pasada, y mostrando cómo en algunas extrañas, fugaces ocasiones, esa súbita aparición del recuerdo nos permite el vislumbre de lo extratemporal. Estamos hablando de una de las cumbres de la literatura mundial de todos los tiempos, y Proust, en esa peculiar mise-en-abyme, le hace comunicar a su Je que va a empezar a escribirla, a escribir este libro que tenemos en las manos, o su equivalente en ese París novelado en el que nosotros también tenemos, de algún modo, nuestros dobles.

Pero no hay que olvidar que el vasto proyecto de À la recherche du temps perdu nace, y se desarrolla imparable, imprevisiblemente, de una idea mucho más modesta, de la elaboración de un ensayo crítico titulado Contre Sainte-Beuve, que intentaría, mediante un pequeño artificio narrativo, entablar una discusión sobre las ideas del insigne crítico, y en particular, sobre la relación entre la creación y la biografía del autor. Poco a poco la narrativa se va imponiendo, pero hay en la Recherche pasajes de análisis literario y exposición de las teorías del propio Proust. Así, justo después de la emocionante secuencia de las iluminaciones, aún dentro de la biblioteca del Príncipe de Guermantes, el Narrador nos apunta otras instancias en las que la memoria involuntaria disparada por una impresión sensorial ha sido utilizada por los literatos. Nos habla de Chateaubriand, y de la Sylvia de Nerval, un autor del que ya nos hemos ocupado por aquí y al que seguramente reencontraremos.

Y entonces menciona a Baudelaire. Lo hace con reservas, pues considera que en ese caso hay una cierta voluntariedad, una cierta búsqueda, casi como un método, en ese establecimiento de correspondencias a veces obvias. Y nos pone dos ejemplos, que remiten a impresiones olfativas, dos poemas de Les fleurs du mal, en los que la sensualidad de la amada evoca, entre otras cosas, el viaje a tierras lejanas. El primero es La chevelure ("La cabellera"), que tiene un gemelo entre los Pequeños poemas en prosa de Le spleen de Paris, en el que la cabellera acaba convirtiéndose en el mundo entero, Un hémisphère dans une chevelure. El otro es un soneto, Parfum exotique. En ambos casos se suscita la visión de un puerto lleno de barcos, en algún lugar remoto. Proust utiliza, a modo de ejemplo, dos versos, el primero correspondiente a La chevelure: l’azur du ciel immense et rond. El segundo dice

un port rempli de flammes et de mâts,

y es un verso que no existe.

En Parfum exotique el verso al que en principio se nos remite en las notas de la edición de Gallimard (tanto en Folio como en La Pleiade) dice

Je vois un port rempli de voiles et de mâts.

Es decir, Proust ha citado incorrectamente, cambiando voiles (velas) por flammes (lo que significa aquí flammes lo tenemos que discutir un poco más).

El verso de Baudelaire es “Veo un puerto lleno de velas y de mástiles”. En La chevelure hay otros dos versos muy similares que permiten explicar la interferencia de Proust. Refiriéndose a la cabellera de la amada (probablemente Jeanne Duval) Baudelaire dice Tu contiens, mer de ebène, un éblouissant rêve / De voiles, de rameurs, de flammes et de mâts. Ahí está la combinación de los mástiles con esas flammes, junto con las velas y los remeros, en el deslumbrante sueño del mar de ébano de la cabellera.

Curiosamente esta transferencia entre poemas no es señalada por los editores. Sin embargo, me parece significativa, toda vez que se produce en el momento decisivo de la Recherche, en el que justamente lo que se está poniendo de manifiesto por el Narrador es el valor evocador de las sensaciones. Es bien cierto que mi sorpresa inicial me vino por mi limitado conocimiento del francés, ya que asumí sin más que flammes significaba, como es habitual, llamas, lo cual convertía la imagen baudeleriana en aún más atrevida, y sugería un incendio naval provocado por los reflejos del sol, esos reflejos que encendían la cabellera. Extrañado por todo esto, por ese cambio entre la vela y la llama, profundicé un poco. Flamme es también una banderola, un pabellón que se enarbola sobre el mástil más alto en los buques de guerra. Algo que flamea (ese flamear de banderas que hemos oído a menudo a comentaristas exaltados de fervor patrio). El paisaje visual de Baudelaire se aclaraba así (a costa de perder su mordisco surrealista), y, habida cuenta de que los dos poemas citados por Proust contenían una imaginería casi idéntica, la incorrección en la cita (algo nada raro en la Recherche, por otro lado) pasaba a ser casi trivial.

Y sin embargo... Si aceptamos la posibilidad del disparo, la posibilidad de que un hasard objectif desencadene en nosotros procesos que nos conduzcan a la creación literaria a partir de una especie de posesión sagrada, en la que el poeta se convierte en médium o cadena de transmisión de no se sabe qué fuentes o potencias, lo cierto es que en los minutos en los que había visto el paisaje ardiente en ese puerto en llamas, las correspondencias empezaron a presentárseme.

En francés vela, la vela que sirve para alumbrarse es bougie, bujía o chandelle, candela (bellas palabras). Bachelard tiene un hermoso libro titulado La flamme d'une chandelle. Hay una flamme en una candela, pero no la hay en una voile. En castellano, sin embargo, había juego. Porque la substitución (acto fallido) de Proust entre las llamas y las velas nos introducía en un mundo de evocaciones casi infinito.

Vela es un vocablo extremadamente rico en polisemias y homonimias. Una vela, además de la cera y la mecha que generan la llama, es también, ya lo vemos, esa tela que el viento abomba para la navegación. Pero velar es permanecer despierto, atento, acaso como el vigía (acaso como el gaviero Maqroll: la gavia es también una vela), alumbrado por su bujía, por su pequeña candela, mientras el velamen hace avanzar el navío en la noche estrellada. La vela de la vela. Permanecemos despiertos para velar  a los muertos, junto a su cadáver, ya indefinidamente no vígil, una wake como la de Finnegan.

Si velamos algo lo ocultamos, lo cubrimos con un velo, para luego desvelarlo, y si nos desvelamos estamos despiertos, en vela. Algo puede entonces sernos revelado, como el sabor de la magdalena reveló a Proust el significado de la memoria involuntaria y desveló toda una porción de su pasado, el de la infancia en Combray.

En nuestra vela encendemos velas para ayudar al viaje del difunto, acaso en la barca de Caronte, empujadas las velas por los vientos de la Estigia, en esa travesía a la Isla de los Muertos que nos pinta Böcklin. Cuando Teseo abandonó, maligno, a Ariadna en la isla de Naxos y se dirigió a su tierra natal, olvidó cambiar las velas del barco, y Egeo, desde el cabo Sunnión, al ver las velas negras pensó que la nave sólo conducía el cadáver de su hijo, y se arrojó a su mar epónimo. Hay un verso del Pessoa ortónimo en Episodios: A múmia que parece recordar el suceso: Embandeiraram-se o barco de maneira errada.

En mi segundo viaje a Trieste, cuando ya estaba escribiendo Morgana en Duino, que describe una noche en vela (He hecho algo contra el miedo, he estado despierto toda la noche. Y he escrito, dice Rilke en el Malte) vi en Grignano, a donde en realidad ni siquiera tenía que haber ido (el episodio se cuenta en la novela), entre las muchas embarcaciones del puerto, una con una vela en la que ponía Morgana. Morgana: espejismo.



En la procesión del Grial, los objetos sagrados incluyen candelabros, cuya luz, no obstante, es superada infinitamente por esa escudilla que sólo después se convirtió en la copa de José de Arimatea. La vela es un elemento fundamental en todas las liturgias. María Zambrano se ocupa de las velas, de la llama muchas veces, sobre todo en esa obra fundamental que es De la aurora. En otro texto habla de las mariposas de aceite, de las lamparillas que mi abuela siempre encontraba un motivo para encender. Mariposas. A la luz de las velas todo se dora, todo se convierte en bizantino. Todo es un cuadro de Georges de la Tour.

En una de las secuencias más atrevidas y más profundamente conmovedoras de la historia del cine, el protagonista de Nostalghia, de Andréi Tarkovski, tiene que trasladar una vela encendida de un extremo a otro de un estanque vaciado. El plano no se corta, y el actor tiene que regresar más de una vez al punto de partida porque la vela se ha apagado y la promesa, o el rito, o lo que sea que le ha llevado a hacer ese recorrido, exige mantener con vida esa llamita. No he visto nunca navegación más dolorosa que ésa.

https://www.youtube.com/watch?v=O3Dp6EdFRHo

Cada año doy una conferencia a mis alumnos de Historia de la Óptica que se titula La luz como objeto poético. En un momento dado, cuando he recorrido diferentes advocaciones de la luz en algunos textos literarios, y la conferencia está próxima a su fin, recito estos versos de un poeta chino de la dinastía Tang que nunca puedo leer sin escalofrío:

A BORDO DE UNA BARCA LEYENDO LOS POEMAS DE YÜAN CHEN

Tomo tus poemas en mis manos

y los leo a la luz de una vela.

Cuando termino la lectura,

la vela está casi consumida

pero aún no  ha amanecido.

Siento escozor en los ojos,

         apago la luz

y permanezco sentado en la oscuridad

escuchando las olas que,

impulsadas por el viento, 

baten la proa de la barca.

Siempre he querido poder leerlo en la clase a obscuras, iluminada sólo por una vela, pero nunca lo he hecho. El poeta nocturno que yo soy bien puede entender lo que significa ese escozor y cómo nos mecerían entonces las olas en la habitación convertida en barca. En la isla de Kampa, a obscuras, en el ostracismo al que estaba condenado en la Checoslovaquia de entonces, Vladímir Holan escribía toda la noche, y la vela tras su ventana iluminaba el mundo.

El poema que recito a continuación del poema Tang en mi conferencia es, claro, Velas, de Cavafis.

Los días del futuro se yerguen ante nosotros

como una hilera de velas encendidas –

velas doradas, cálidas y vivaces.

Los días del pasado quedan atrás,

lúgubre hilera de velas apagadas;

humeantes aún las más cercanas,

velas frías, derretidas y dobladas.

No quiero verlas, me apena su aspecto

y me apena recordar su luz primera.

Miro adelante mis velas encendidas.

No quiero volverme por no ver y horrorizarme

cuán aprisa va alargándose la hilera sombría,

cuán aprisa van creciendo las velas apagadas.


 


La edad, el Tiempo sorprenden en su matinée a nuestro Narrador. Esas velas detrás de él ya se han apagado. El aliento de los moribundos hace moverse la llamita, empaña el espejo: así los sabemos aún vivos. Luego, al final, siempre, el espejo está claro, la llama se alza, vertical. Ya no hay aliento, ya no hay viento que empuje la vela del corazón.

Velas, y banderolas, y mástiles en un puerto lejano le parece a Baudelaire la cabellera morena de Jeanne. Un día, hace muchos años, coloqué como título de un poema La muerte es también una cabellera. No sé por qué la muerte se me apareció como cabellera, pero lo cierto es que bastante después escribí un poema para mi libro La pasión de Max Schreck, el libro de Orlok, al que ya conocemos, que podría explicarlo, si es que estas cosas tienen explicación,

Me despierto

enredado en tus cabellos

como el pez en la nasa.

 

Como a él,

esta ligadura me trae la muerte.

 

Marcel Proust escribió los textos fundamentales de Le Temps retrouvé en los primeros tiempos de la redacción de la Recherche, en muchos casos aún en la época del Contre Sainte-Beuve. El final del ciclo es coetáneo del comienzo. Siempre supo cómo iba a acabar. Lo que vino despúes fue un trabajo intensísimo, solitario, nocturno. Un trabajo a contrarreloj, pues sabía que la muerte, con su cabellera, le iba envolviendo. La Recherche es, en realidad, una obra inacabada, Proust no llegó a ver publicados los tres últimos volúmenes.

En mi conferencia sobre la luz hay un momento mágico, que me sobrecoge cada vez que ocurre, aunque se repita año tras año, con un auditorio de jóvenes de primer curso, la mayoría de los cuales no tiene realmente ningún interés en la poesía y ha sido expuesto a ella, si es que lo ha sido, de un modo muy parcial y superficial. Cuando la luz ha dejado de ser vela para ser aurora, el poema a recitar es uno de los más bellos y duros de nuestra literatura. Pertenece a un libro que me marcó decisivamente (ya lo he dicho aquí), Poeta en Nueva York.


En vez de recitar
La aurora, siempre, cada año, me callo, y pongo música. Podría elegir la versión impresionante de Morente, pero desde siempre para mí la música que acompaña al poema es la de Chico Buarque, que en un disco impagable de hace muchos años, Poetas en Nueva York, le dio a las bruscas aristas del poema la suavidad de su portugués. Todo el mundo escucha en silencio, un silencio de celebración litúrgica. Cada año, en ese momento, se me saltan las lágrimas.

https://www.youtube.com/watch?v=OhSepBb4yb0

Ayer, día 18 de agosto, fue el aniversario del asesinato de Federico García Lorca, un hecho de una magnitud tal que no puede sino dejarnos atónitos, la manifestación perfecta del absurdo y la crueldad más inverosímiles. Ayer, cuando pensé en hacer algo para homenajear a Federico, sólo se me ocurrió colocar en Twitter y en Instagram una foto suya con la música de Morente o de Chico cantando estos versos desgarradores de La aurora,


La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

 

El horror de la muerte de Federico es tal que es imposible acudir a las palabras, especialmente porque la luz se remueve aún, y siempre, en su sepulcro, encadenada por la cabellera de la muerte, y, cada vez más, deambulamos insomnes, porque el naufragio de sangre nunca deja de producirse.

Hoy, sin embargo, creo que he hecho algo mejor que ayer. Hoy le he puesto una vela a Federico. Ésta.


domingo, 13 de agosto de 2023

Fotos


 

Tout ceci doit être considéré comme dit par un personnage de roman.

ROLAND BARTHES

W.G. Sebald se mató en un accidente de tráfico el 14 de diciembre de 2001. Su coche no hizo una curva cuando llevaba a su hija a Norwich, desde su casa en las proximidades (llevaba muchos años viviendo en Inglaterra y trabajando en la Universidad de East Anglia). Chocó contra un camión que venía en el otro sentido. El camión intentó frenar y acabó en la cuneta, pero el choque fue violento. Sin embargo, no queda claro si ese impacto fue realmente la causa de la muerte de Sebald, que venía padeciendo problemas cardiacos desde hacía años. Así, aparentemente, pudo sufrir un infarto y por ese motivo el vehículo, sin control, siguió su trayectoria fatal. Alguno llegó a pensar en un suicidio, pero no parece que tal hipótesis se sostenga, especialmente por el hecho de que su hija, que resultó prácticamente ilesa, viajaba con él. Sebald, cuya obra había ido creciendo hasta extremos de calidad difícilmente alcanzables, y que sonaba ya como un firme candidato al Premio Nobel, murió a los 57 años.

La fatalidad que representa la muerte de Sebald encuentra un paralelismo en un precedente doloroso. Albert Camus, que ya había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1957, murió a los 46 años de otro accidente de tránsito. Las circunstancias son aquí aún más extrañas. Camus había ido a pasar la Nochevieja a Lourmarin con su mujer y sus dos hijos. Les acompañaban Michel Gallimard, heredero del imperio editorial Gallimard, donde publicaba Camus, la pareja de éste, Janine, y la hija de Janine. El día 2 de enero de 1960 estaba previsto que los Camus retornaran a París en tren, pero a última hora Albert decidió volver con Gallimard, Janine y la hija de ésta en el lujoso y potente coche de Michel. La mujer y los hijos de Camus se marcharon en tren. A la altura de Villeblevin el coche derrapó en el piso mojado y se estrelló contra los árboles de la cuneta. El choque fue muy violento, porque el vehículo, que acabó partiéndose, llevaba gran velocidad. El reloj del salpicadero se quedó parado en la hora del accidente, las dos menos cinco de la tarde. Camus falleció en el acto. Las lesiones de Janine y su hija no fueron graves. Michel Gallimard, que tenía 42 años, murió unos días después en el hospital. En el maletero del coche se encontró el manuscrito de la novela póstuma de Camus, Le premier homme.

Camus y Sebald, que son de dos generaciones diferentes, corresponden, en mi educación literaria, también a dos épocas muy distintas. A Camus le leí por primera vez en el colegio, en tercero de BUP, es decir, a mis dieciséis años. En la clase de Filosofía se habló, por supuesto, del existencialismo, que en ese tiempo (estamos hablando de 1980-81) era una corriente, tal vez no ya tan vigente, pero sí desde luego reciente y de gran resonancia (Sartre moriría justamente en 1980). Para hacer un trabajo de clase se nos propuso leer algunos libros. Yo elegí El extranjero. El impacto que me produjo esa lectura fue brutal. Lo recuerdo como un punto de inflexión en mi relación con la literatura, me mostró una vía que para mí, que era poeta y lector de poesía y que en narrativa estaba absolutamente entusiasmado por los autores hispanoamericanos, era bastante desconocida (aunque no del todo, porque Kafka ya era mi autor de cabecera en realidad): la posibilidad de tratar asuntos filosóficos y sí, existenciales, a partir de ficciones de gran profundidad pero de pulso narrativo trepidante. Casi inmediatamente después leí El mito de Sïsifo (los tomitos de El libro de bolsillo de Alianza Editorial de nuevo, verdadero paraíso para mí) y ahí sí que me hice camusiano militante. Para mí, como quizá para todo adolescente, o al menos para los adolescentes como yo era entonces, ya letraherido y demasiado dado a la angustia existencial, verdaderamente el único tema filosófico verdaderamente serio era el suicidio. Leí básicamente todo Camus en los años siguientes. Después, poco a poco, lo fui, no soslayando, sino de algún modo superando, o al menos combinándolo con otros estímulos. Pero L’Étranger, que fue seguramente el primer libro en francés que leí en el original, poco después de haberlo leído en castellano, y sin saber francés, sigue siendo uno de mis libros decisivos.

Sebald llegó en mi treintena, con otra formación y otras circunstancias. Ya he hablado aquí de la veneración que siento por él, pero lo curioso es que, siendo un autor tan tardío para mí, me haya calado tan hondo. Es posible que necesitase justamente una mayor maduración y un mayor rango de lecturas para entrar a fondo en él. El hecho es que me acerqué a él de una manera bastante casual e indirecta, pero inmediatamente, desde que leí su incomparable Austerlitz, comencé a resonar en su frecuencia. No es ya sólo su hipnótico estilo, la abundancia casi inagotable de sus referencias, la profundidad de su compromiso ético, hay algo, que los sebaldianos conocemos bien y que no podemos en realidad transmitir que tiene que ver con un cierto reconocimiento, con una cierta familiaridad que nos hace ser uno de los suyos, que nos hace, o al menos a mí me hace, lamentar infinitamente los malos hados del 14 de diciembre de 2001, que acabaron con la posibilidad de que escribiera más, aún más, y nos lleva a releer en bucle sus obras, de igual modo que el adolescente de los 80 se lamentaba de que Camus no hubiera escrito más, aún más y releía también esos tomitos de Alianza, que ahora aún están en mi biblioteca, conviviendo con algunas versiones francesas, maltratados por el tiempo, pero gallardos en sus anotaciones y en su pátina.


No es necesariamente Camus una de las referencias de Sebald, y no hay entre ellos en realidad grandes afinidades. Lo que les reúne aquí tiene que ver, como se ve, sobre todo conmigo, y con el hecho de que en ambos casos algo como un accidente de coche se los llevara por delante de esa manera absurda y desafortunada. El tercer nombre de la entrada de hoy es también una víctima del tráfico, pero en este caso ni siquiera iba montado en un coche: fue atropellado en una calle parisina, la rue des Écoles, por la que he vuelto a pasar hace unos días, como paso cada vez que voy, porque, además de estar en mi barrio de París, tiene librerías como Compagnie o L’Harmattan, que me gustan mucho. En la rue des Écoles, que transcurre entre Saint Michel y Monge, dos de las calles donde he vivido en mis viajes parisinos, porque en ellas se situaban sendos hoteles que he usado, se encuentra también el Collège de France. Hacia él se dirigía el 25 de febrero de 1980 el gran semiólogo Roland Barthes, una personalidad extremadamente destacada dentro de la intelectualidad francesa de la época. Al cruzar de una acera a otra, fue embestido por la furgoneta de una tintorería, quedando malherido. Trasladado a la Pitié-Salpetrière, su estado se complicó por una insuficiencia respiratoria crónica y tal vez por la depresión que venía arrastrando desde la muerte de su madre poco más de dos años antes. Murió el 26 de marzo de 1980. Tenía 64 años.

No he trabajado, para ser sincero, la obra más técnica de Barthes, le he venido leyendo más bien a salto de mata y sólo en los últimos meses parece que me lo estoy tomando más en serio, justamente a raíz de mis últimos viajes a París. Pero, igual que hay libros como El extranjero o Austerlitz que representan hitos en mi vocación de lector y escritor, hay un libro de Barthes (extremadamente sui generis en sí mismo) que también me marcó profundamente cuando lo leí. Se trata, claro, de La cámara lúcida, ese ensayo sobre la fotografía escrito justamente como tributo a la memoria de la madre muerta y en el que el tono más profesoral deja paso ya abiertamente a la confesión personal, decidido como estaba en ese tiempo Barthes a emprender la tarea de construir una ciencia del sujeto, a elevar a categoría de conocimiento científico sus emociones personales.


Además de ser un texto que me ha permitido reflexionar sobre el hecho fotográfico (la fotografía es algo que me acompaña desde siempre, aunque sin pretensión alguna, y que últimamente está adquiriendo para mí una gran importancia) y que he empleado en mis clases de Historia de la Óptica, lo cierto es que Cámara Lúcida es una obra de una gran intensidad, en la que, además, mis circunstancias personales en los momentos en los que he vuelto a ella, me han permitido, de nuevo, entrar hasta el fondo, de la mano del trabajo de duelo que emprende el reputado semiólogo a partir del estudio del contenido sentimental de las fotos, de su relación con el tiempo y con la muerte.

El hallazgo por parte de Barthes, revisando las imágenes de la madre ausente, de la famosa (y anicónica, pues se declara incapaz de hacerla pública) foto del Jardin d’hiver de su madre cuando era niña es, sin duda, uno de los momentos que más emoción me ha provocado en tantos años de lectura y tantísimos libros leídos.

He comprado tres veces el libro de Barthes. La primera, creo recordar (pero puede ser un recuerdo falso: más de esto un poco más abajo) fue en el Guggenheim de Bilbao, acaso la primera vez que lo visité, al comienzo del milenio. Ese ejemplar tuvo luego su propia vida, en otras manos y en otra biblioteca, donde ojalá que esté aún. Es una historia bonita e interesante, pero no la voy a contar aquí ahora. Pasados unos años me lo compré otra vez, de nuevo en castellano, y lo releí. Era 2015, yo estaba escribiendo Morgana en Duino. Finalmente, en mi viaje de las Navidades de 2022 me lo compré en francés, La chambre claire, justamente en la librería La chambre claire de París (La nouvelle chambre claire, para ser exactos, porque cambió de nombre, de dueños y de ubicación respecto de la original), al lado de la rue Monge, al lado de la rue des Écoles, al lado del lugar donde Barthes fue atropellado.

Me he releído en estos días La chambre claire y también el Journal de Deuil, las notas que Barthes escribió cuando murió su madre. Mi madre murió en el 2021, pero el Alzheimer la había hecho lejana ya mucho tiempo atrás. No sé muy bien si he hecho el trabajo de duelo por mi madre, las circunstancias son extrañas con esa enfermedad. Pero algo, quizás, debe de estar pendiente, porque me doy cuenta de que, desde hace unas entradas, recurro una y otra vez a los recuerdos de mi infancia, introduzco aspectos biográficos que no son comunes para nada en mi prosa, y su figura (su figura de antes de la enfermedad, que fui perdiendo durante los largos años de ésta) es invocada con frecuencia. Así, el blog está alcanzando un tono confesional que no me disgusta, porque me parece liberador y porque tengo la sensación de poder escribir aquí en confianza. Voy elaborando así, aquí, poco a poco, mi propia ciencia del sujeto, del sujeto que soy, con todas sus historias, con todos sus libros, con todas sus historias de libros.

La chambre claire está lleno, como no podía ser menos, de fotografías. Más extrañamente (y ése es uno de los rasgos que más llaman la atención a los que se acercan a la obra de Sebald) Austerlitz también tiene una buena cantidad de fotos incluidas en el texto. La relación entre esas fotos y la literatura de Sebald es extremadamente compleja, y no nos da aquí para hacer una disertación. Pero, sobre esas fotos, o una concreta de entre ellas, sí hay algo que tengo que contarles para cerrar esta entrada, porque me parece algo muy extraño.



La portada de Austerlitz representa a un niño, quizás de unos cinco años, ataviado como un paje para la representación de Die Rosenkönigin. Es una foto de los años treinta. En la trama de la novela, que no desvelaré, es una imagen decisiva que aparece, además de en la portada, en un momento fundamental de la narración (p. 184 de la edición de Compactos Anagrama, 2002, con traducción del alemán de Miguel Sáenz). Es una foto extraña. La fijeza de la mirada del niño y la desenvoltura de su pose, unidas a lo peculiar de los ropajes y lo difuso y deslocalizado del fondo le dan un carácter onírico.

Estos días, cuando pensaba en esta entrada, de repente, me di cuenta de que había generado un recuerdo falso: estaba convencido de que esa foto se encontraba también entre las páginas de Cámara lúcida. Recordaba, pero nunca ocurrió, mi sensación de sorpresa cuando la volvía a encontrar en el libro de Barthes, asociada a no sé qué príncipe decimonónico. Como diría Borges, he fatigado La chambre claire en sus dos versiones y no, claro, no está, nunca estuvo. La procedencia de las fotos de Sebald siempre es compleja y él nunca fue explícito al respecto. A día de hoy no parece haber ninguna información clara sobre la identidad de ese niño. Sebald, sí, conoció y anotó profusamente La chambre claire y puede que su relación con la fotografía deba mucho a ese libro, pero la conexión establecida por mí entre los dos textos, es eso: sólo mía, pertenece a mi ciencia del sujeto.

Creo tener alguna explicación, desde la más banal de la pura yuxtaposición en dos diapositivas de mi presentación de clase de Historia de la Fotografía de las imágenes de Sebald y de Barthes, hasta algunos pormenores de mi relación biográfica (y no sólo mía) con esos libros. No me interesa desentrañar el misterio: me gusta poder escribir con él mi historia, multiplicar los referentes.

Porque, y esto es lo verdaderamente importante, si en la foto del Invernadero la madre de Barthes tiene unos cinco años, si en la foto del joven paje, que tan importante es para Austerlitz (y para Sebald, que declaró en alguna ocasión que esa foto fue el origen del libro) aparece un niño de unos cinco años, si en esas fotos hay un punctum que tiene que ver con la mirada que taladra, que tiene que ver con la evidencia de ese haber estado ahí de la que nos habla Barthes, hay una foto de un niño de unos cinco años, una foto que hizo su padre con su Yashica, en torno a 1968-69 probablemente en el Parque del Retiro de Madrid, desde la que ese niño, que soy, por supuesto, yo mismo, me mira con una mirada que parece poner de manifiesto que ese niño sabía ya cosas, probablemente demasiadas para su edad.


Esa mirada me viene persiguiendo desde siempre, desde su posición preferente, en una ampliación con un marco bien historiado, sobre la cómoda de la habitación de mis padres hasta que hubo que vender la casa. Esos ojos (y el gesto ambiguo de esa boca) han conformado sin duda mi identidad. Hay ahí un conocimiento intrasladable (¿intransitable?) de mi propio ser, me dice ahí estabas, me dice ya eras eso.

En el último libro de Sebald, publicado póstumamente, un conjunto de poemas se acompañan de fotos de ojos, de miradas. Así, también, este texto: el misterio de mi foto del Invernadero no se puede (¿no se debe?) desentrañar completamente o, de hacerlo, ha de desentrañarse muy despacio, en muchos textos como éste, porque lo que aquí está en juego es el reconocimiento. Un reconocimiento-de-sí del que Austerlitz no era capaz, pues había perdido su pasado, pero sobre el que yo, desde aquí, desde ahora, puedo, quiero, construir el edificio de mi biografía.