sábado, 29 de julio de 2023

Evocaciones

Un tránsito

Não sou nada.
Nunca serei nada.
Não posso querer ser nada.
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo.
ÁLVARO DE CAMPOS, Tabacaria  (comienzo)

Ayer llovió mucho en París. Esta tarde ha vuelto a hacerlo: chaparrones violentos que te empapaban en pocos minutos. Ahora, cuando va a empezar la noche, se ha calmado. He podido revisitar, como despedida, L'Écume des Pages. Es mi última noche en París en este viaje.

Esta mañana también ha hecho buen tiempo, lo que me ha permitido pasear sin rumbo y sin objetivo, quizá por primera vez en el viaje. Agotado el Quartier Latin, que es el barrio de mi preferencia, me he encaminado, sin prisa, hacia la rive droite, con la vaga idea de recorrer el Marais, que es otra zona que me gusta mucho. He pasado de prisa por Notre Dame en obras, convertidas esas obras en sí mismas en objeto de peregrinación turística, y he tocado brevemente la Île de Saint Louis para pasar ya decididamente al otro lado del río.

Como buen flâneur, acepto las reglas del juego. Puede haber un destino más o menos deseado, y eso puede fijar en cierto modo la dirección de avance, pero en todo momento se tratará de elegir la vía que resulte más sugerente o atractiva, por el motivo que sea, motivo que bien puede quedar inexpresado, y hasta situarse fuera de nuestro alcance racional. Baudelaire, y la lectura que hace Benjamin de él, y Cortázar, como digno heredero de ambos, son mis guías en ese bello y complejo arte del flâner, término que, a falta de un equivalente preciso, se ha ido adoptando en todos los idiomas.

Así, en cada bifurcación o cruce, hay que estar atento a la perspectiva que se abre o se cierra. Hay cierta preferencia por las diagonales o las curvas, pero también un terror sagrado al extravío sin épica, un extravío de calles anodinas que nos obligara a recular. Recular es la vergüenza del flâneur. Un cartel, un establecimiento comercial (ahí, las librerías gozan siempre del privilegio absoluto), un adoquinado determinado o el simple pálpito de que es por ahí son los hitos que van marcando el trayecto, al menos mientras se consigue acallar al Superyó, que siempre piensa en términos de efectividad, puntualidad y formalidad. Dice todo el rato el Superyó: ¿pero no íbamos para allá? Y uno se hace el despistado, como fascinado por cualquier mariposa que se cruzara al bies, nabokovianos al fin. 

Es un poco como escribir automáticamente: nunca es de verdad automático, siempre hay control, pero cuando hay fluencia, cuando las imágenes van saliendo en su orden, se dejan vislumbrar, se asoman a la vuelta de cualquier esquina del texto y hacen como que se escapan pero ralentizan el vuelo para que las cacemos, cuando todo eso ocurre, como ayer, por ejemplo, cuando escribí el relato de ese modo, entonces hay juego, y uno escribe para que lleguen esos momentos, y uno viaja para que lleguen esos paseos. Aunque al final triunfe, inevitablemente, el Google Maps (ay, los mapas desplegables y enormes de antes, que aún acarreo, nostálgico, en mi mochila, y sobre los que hay anotados signos ya arcanos de las otras veces), lo cierto es que a veces, cuando los hados nos son propicios, somos Cortázar.



Llegar al Marais desde el barrio Latino no es muy difícil, ya les he esbozado la ruta. Dónde aparezca en concreto uno dentro del Marais, eso es otra cosa, forma parte de los azares del paseo. Esta mañana me he topado, antes de lo previsto por mi perezosa brújula de flâneur, con una de las calles de nombre más sonoro de París, la Rue du Roi de Sicile. Y saliendo a esa esquina, como si uno hubiera salido por el arco del Quai de Conti buscando a La Maga, el flâneur ha optado, claro, por su librería.



Se trataba de la librería Tour de Babel. Es una librería italiana. Ya la conocía de las otras veces, pero la verdad es que es una librería que he frecuentado poco, y que a menudo me he encontrado cerrada. Ponerse a mirar libros italianos en París parece absurdo (no se preocupen, he visto muchos libros franceses en París, y me he comprado unos cuantos, como no podía ser menos), pero es justo si se considera que en Roma, otro de mis destinos recurrentes, nunca dejo de visitar la librería francesa Stendhal que hay justamente al lado de San Luigi dei Francesi, la iglesia donde se puede contemplar ese capolavoro que es la Vocazione di San Matteo, del Caravaggio.




Así pues, como no podía ser de otro modo, me encamino a la librería italiana y curioseo por los mostradores y los anaqueles, que diría Borges. La librería es pequeña, la regenta una señora mayor, a la que saludo en italiano. En principio no debería comprar más libros, empieza a ser comprometido el asunto del transporte, por no hablar de que hace ya tiempo que los libros no me caben en casa. Pero entonces, algo ocurre. Siempre ocurre algo. Me topo con los libros de Tabucchi. Hay que decir que ya tengo esencialmente todo de Tabucchi, me gasté hace un tiempo un dineral en sus Opere editadas por Mondadori en dos gruesos volúmenes que suman 3400 páginas. Y ya tenía antes otros libros suyos exentos, tanto en italiano como en castellano. Pero qué quieren que les diga, hay amigos a los que uno siempre saluda cálidamente.

Stendhal es un buen nombre para una librería. En este viaje parisino me he comprado libros de Stendhal, al que he vuelto de la mano de la relectura del Vértigo de Sebald, del que ya me he ocupado por aquí. La Torre de Babel es aún un mejor nombre. Quienes me conocen ya saben de mi obsesión por el cuadro de Brueghel de ese nombre, al que he ido a contemplar en repetidas peregrinaciones al Kunsthistorisches Museum de Viena. Desde que tengo ordenador portátil, y ya va para décadas, esa imagen es mi tapiz de escritorio, va pasando de uno a otro, de igual modo que el árbol de Duino va pasando como pantalla de bloqueo de un móvil a otro (es también mi avatar de Google). Debo probablemente a Juan Benet el primer deslumbramiento por la obra de Brueghel: en su estudio se ocupa de algunas otras Torres de Babel más, es un motivo común de la pintura flamenca y alemana de la época. Yo las he ido coleccionando. Aquí en el Louvre hay una también, la vi ayer.

Extraigo Autobiografie altrui del estante, lo hojeo. Es un librito en el que Tabucchi incorpora pequeños ensayos sobre sus propias obras. Ya lo había leído, pero no recordaba el detalle. En la primera pieza, que se titula Un universo in una sillaba. Vagabondaggio intorno a un romanzo, y que se ocupa de su gran obra Requiem, Tabucchi nos cuenta que a comienzos del enero de 1991 hizo un viaje a París, y se alojó en un hotelito de Saint Germain-des-Près (el mío está en Saint Michel, vamos a darlo por válido), y que cuando llegó apenas cenó y se acostó. Al día siguiente se dispuso a fare una passeggiata in città. La tarde la tenía ocupada por un compromiso profesional, pero la mañana la tenía libre. Tomó un autobús para el Marais, para ver a un amigo, que no estaba en casa. Entonces, decidió fare un giretto per le stradine del quartiere, o sea, decidió flâner un rato por el barrio, como yo, y entró en un pequeño bistrot de la Rue du Roi de Sicile. Es decir, la calle donde está la librería, la librería en donde está ese libro, ese libro que yo no tenía que estar ni hojeando, ese libro que ya había leído y del que sin embargo no recordaba que mencionara el Marais.

Me han pasado cosas así otras veces. Me han pasado cosas así bastantes veces. Puede decirse que las busco: ése es el impulso secreto del flâneur, exponerse a esas conexiones, a esos sucesos. Puede decirse también, más simplemente, que cuando acaecen yo me doy cuenta, estoy atento a esos acontecimientos. Compro el libro, pues. En Madrid no me hará falta, pero hoy, aquí, en París, es imprescindible. Entonces, ahí mismo, en la Place Thorigny en un angolo me encuentro una terracita de un sitio muy pequeño que se llama justamente La Petite Place, y me siento a tomar un café, para poder tener una mesa en la que anotar sobre esa página de las Autobiografie altrui esto: "compro este libro el 29.VII.2023 en la librería Tour de Babel, que está en el 10 de la Rue du Roi de Sicile, tras un paseo de flâneur", una nota que se une con una flecha al nombre de la calle impreso en la página 15 del libro de Tabucchi.

¿Interesante? Bueno, tampoco exageremos. Una bonita casualidad, puede decirse. No, es mucho más, háganme caso. Viajen un poco conmigo por el texto de Tabucchi, y, si pueden, léanlo, habiendo leído antes, claro, Requiem, que es el texto del que éste es (son palabras del italiano) una poética a posteriori (leer Requiem es una buena idea, en cualquier caso). Dice el amigo Antonio, que habiéndose sentado en el pequeño bistrot se acordó súbitamente de algo y que entonces sacó el taccuino que lleva siempre consigo porque es consciente, después de tantos años de escribir de que una historia puede llegarte de improviso, y si no tienes el instrumento para aferrarla, al menos para esbozarla, puede marcharse con la misma facilidad con la que ha llegado.

Así pues, yo, que también soy consciente de eso, para que no se me escape esta historia, saco la libreta y empiezo a anotar cosas. Anoto que Tabucchi, a continuación pasa a contarnos qué era eso que había recordado. Era un sueño de la noche anterior, de la noche que llegó a París, un sueño con su padre. Su padre había muerto ya, siete años antes, de un cáncer de laringe. El autor nos cuenta de las penalidades que sufrió su padre, a resultas de una intervención quirúrgica mal realizada, y que le dejó sin voz durante los dos últimos años. Habla de cómo se comunicaban, por gestos y con una pizarrita. Nos dice que, absurdamente (pero no, claro que no), él, el hijo, que podía hablar perfectamente a su padre, que no estaba sordo, empezó también a escribir lo que le decía, alternándose en el uso de la pizarra. Y entonces Tabucchi empieza a meditar, brillantemente, sobre lo que supone la voz, sobre todo la voz de los que ya no están.

A él le pasaba lo contrario que a mí, al parecer. Ya he hablado de eso también por aquí. Recuerdo lo visual, pero perdí desde muy pronto la voz de mi padre. Una vez, en un tren, me sentí repentinamente angustiado por eso, por el hecho cierto de que la voz se marcha y no sirven grabaciones ni recuerdos para que vuelva a sonar. He hablado de ese tren aquí: dos días después murió mi padre. Estaba mal, pero no pensaba que fuera a ser tan rápido: cuando tomaba esas notas yo no sabía que ya no iba a escuchar más esa voz.

Tabucchi era más afortunado, podía recordar la voz de su padre con facilidad. De hecho, era a partir de la voz como se producía la evocación del querido fantasma. En el sueño parisino que anotaba en la calle del Rey de Sicilia, el padre había hablado con él. Habían tenido una larga conversación que se esforzó en transcribir al lenguaje de la vigilia, intentando que no se perdiera en esa transcripción el contenido, en realidad intransferible, del sueño.

Entonces, cuando el camarero, conversando con él, le preguntó si había escrito cosas interesantes para sus lectores italianos, porque había detectado por el acento la procedencia de Tabucchi, éste se dio repentinamente cuenta, para su sorpresa absoluta, de que sus notas estaban en portugués. Su padre, que no sabía más idioma que el toscano que era también la lengua materna (y paterna) de Tabucchi, le había interpelado en portugués en el sueño. El portugués no era, claro, una lengua extraña para Tabucchi, que había vivido muchos años en Lisboa (el sueño se desarrollaba en una especie de Lisboa del país de los sueños, nos dice, una ciudad en la que su padre no había estado nunca), y que era un gran estudioso de Pessoa, pero ¿por qué esa extraña aloglosia, que además él encontró como inevitable, puesto que intento autotraducirse sin éxito? Ése es el misterio que subyace a la redacción de Requiem, única novela que Tabucchi compuso en portugués, y que parte del relato del sueño con el padre y que se pierde en itinerarios lisboetas para acabar en el Terreiro do Paço, conversando con un fantasma, si es que en esa novela no son todos fantasmas.

Yo he soñado mucho con mi padre estos días. No sé por qué, no hay motivo. Sueño a menudo con él, y a veces son sueños angustiosos, pero lo cierto es que cada vez es más raro encontrármelo en ese otro lado. He soñado con él en París. No he escuchado su voz, o tal vez sí, pero no la recuerdo en la vigilia. Antes de releer el texto de Tabucchi ya había pensado en escribir algo sobre los sueños que uno tiene cuando está de viaje y duerme en otra cama, en un hotel, después de días muy intensos en los que se ha llenado de imágenes.

Marais, Roi de Sicile, Tabucchi, sueño, padre, voz... La cita inicial del texto de Tabucchi es de Cavafis, que perdió también la voz al final de su vida, y que es la figura de la que partió mi propio texto en aquel tren, un texto que era y no era ya póstumo para mi padre, póstumo para su voz. La compañía de los libros, las lenguas a las que llegamos para volver a irnos, como olas en una playa, los paseos por ciudades que tienen mapas especiales preparados para cada uno de nosotros, ciudades que nos llevan de la mano a descubrir sus secretos, modestos e incomunicables...

Cuenta Tabucchi en otro lugar que desconocía la obra de Pessoa hasta que un día, cuando se disponía a dejar París tras haber acabado aquí sus estudios, compró en un bouquiniste Tabacária, de Álvaro de Campos, el heterónimo más torrencial de Pessoa. Lo abrió mientras esperaba el tren para volver a Italia. En la Gare de Lyon. Mañana me marcho yo de París. De la Gare de Lyon. Me llevaré mi Autobiografía de otros de Tabucchi, junto con los otros libros. Y ese título será aún más cierto.

Sí, mañana por la tarde seré ya otra vez un flâneur por Barcelona, y quizá allí también se produzcan hallazgos milagrosos y encuentros inesperados. O quizá no, y acabe por consumirse la semana de Morel, de la que me alimentaré los próximos meses, ya en otra mesa, en Madrid, en la que seguiré tecleando y escribiendo cosas como ésta.

Porque, de todas las formas de alcanzar el escalofrío que define el placer de la escritura literaria, ese escalofrío del que se puede decir únicamente que quien lo probó, lo sabe, la mise-en-abyme es sin duda una de las más destacadas. Consciente, sin duda, de eso, Tabucchi data su ensayo en Parigi, febbraio 1998. Negli stessi luoghi dove fu scritto Requiem. Volver a los mismos lugares donde se escribió la obra para reflexionar sobre ella, contando como nació, aquí mismo, en París, de un sueño con su padre. En el París donde años antes Tabucchi conoció a Pessoa y su vida cambió para siempre. En el París donde yo ahora, 29 de julio de 2023, firmo esto.

viernes, 28 de julio de 2023

Impronta

Un carrusel de diapositivas



Il y a des erreurs optiques dans le temps
 comme il y en a dans l'espace.
MARCEL PROUST, Albertine disparue.

Aparentemente, a esto se había dedicado Godot mientras lo esperaban. A tener un hijo. Y a hacerse prestamista.

Yo soy el hijo de Godot. El otro hijo. Cuando nací, ya era bien sabido que no había nada que esperar de mi padre, y así lo asumí. No me pasé dando vueltas sobre cuál habría sido su vida, como si yo fuera Modiano. Lo dejé estar, y me fui a recorrer mundo. 

Entonces conocí a Delphine Seyrig. Y nos enamoramos. Era un amor circular, y se repetía. Estábamos en la canción de "Heaven" y nuestros besos estaban siempre para estrenar. También las rupturas se repetían. Y el dolor, ay, pesaba siempre más que el gozo. Eso fue cargándonos las alas. Un día, de repente, ya no hubo modo de alzar el vuelo. Ella volvió la cara y se fue a vivir junto al mar. Yo me hice tratante de unicornios.

Pero no hay futuro en ese negocio, como no lo hay en la industria del caleidoscopio (eso ya lo sabía Modiano). La demanda de unicornios ha bajado muchisimo desde que la heráldica carece de importancia. Tuve que rematar las cuadras, las bestias se estaban agostando a ojos vista. Alguno caía rendido, no era capaz de alzarse ya más. Igual que nos pasó a Delphine y a mí. Cuando eso ocurría, yo era compasivo con ellos. Para eso guardaba el revólver.

Entonces, los enanos del circo cavaban una nueva tumba, junto a la de Sorrow. Más profunda esta vez, para que, cuando llegara la estación de las lluvias, no nos viéramos sometidos al penoso espectáculo de una carroña sobrenadando las aguas.

De esa época me queda un tapiz ajado, y algunos versos en un alemán de guardarropía. Suficiente. Escribí a Delphine mandándole los versos, ella no me respondió. Luego supe que se había colocado de recepcionista en un gran hotel. Pensé en ir a verla, pero lo cierto es que no podía permitírmelo.

Estaba varado en París, un París lluvioso y gris, en el que los libros de los bouquinistes se empapaban y sus páginas se pegaban unas con otras, apelmazando los volúmenes, que se convertían así en extraños ladrillos con los que los clochards construian parapetos tras los que guarecerse y los estudiantes, barricadas. Los textos, aparentemente, habían encontrado su cometido.

Aterido, como Sabato en aquel invierno de los treinta en el que buscaba la bomba atómica, me refugiaba en Gibert Joseph. Me perdía entre los mostradores, en las infinitas estanterías. Mi sitio favorito era junto a la literatura húngara. La librería, en esos días, no cerraba nunca, se había convertido en un refugio contra los bombardeos. Comunicaba directamente con el métro, había un pasadizo que conducía a la estación de Odéon. Allí, un saxofonista repetía entonces habia juego y tocaba incesantemente Amorous. Cuando paraba de llover, lo cual ocurría cada vez menos, salía a la superficie y tocaba por unas monedas junto al Fiore. O al menos así hacía entonces, no sé lo que hará ahora. Yo esto lo estoy escribiendo mañana.

Por entonces yo aún no había encontrado aún a Laura y malvivía vendiendo planos de la ciudad. Ahora puedo ya decirlo: yo alteraba esos planos. Mínimamente, alguna bifurcación que se abría paso entre las casas (planchando las fachadas, devenidas súbitamente agudas), alguna estación de un métro que conectaba paradas en líneas que sólo funcionaban en el sueño. Pequeñas cosas, topónimos somnámbulos, parques violentos, flechas que señalaban a nortes desplazados. Suficiente. Al cabo de un tiempo, a la ciudad no le quedó más remedio que adaptarse a mis planos. Los pasos de los transeúntes iban horadando veredas. Una mañana, el alcalde, visiblemente somnoliento, inauguró una avenida que había surgido inesperadamente la noche anterior. Entonces me di por contento, y dejé los planos, como había dejado los unicornios, o el comercio del incienso. Otro día les contaré del comercio del incienso.

Fue Laura la que me convenció para que buscase a mi padre. Me compró un traje de anchas solapas y una corbata malva, me hizo afeitarme y me peinó con un pequeño peine de nácar que yo no sabía que guardaba en su bolso. Me acompañó hasta la puerta de la casa de empeños, pero no quiso entrar: más tarde, dijo, u otro día, quizás. El local era enorme y estaba atestado. Era tan grande como Gibert Joseph, tan grande como el Louvre, y en él circulaba la misma multitud, pululante como un pueblo de insectos bípedos e inquietos. Ese templo del desasosiego estaba presidido por un retrato descomunal de mi padre. Reconocí el estilo: Delacroix. Empecé a ponerme realmente nervioso.

Me abrí paso como pude entre los clientes. Cuando finalmente llegué al mostrador (me parecía estar en uno de esos locales que tanto frecuentaba Kafka en sus narraciones), reconocí a Roth, sentado en un pequeño taburete. Ignoraba los gritos de los demandantes, no reaccionaba ante las peticiones, sólo estaba interesado en los corales. Pero cuando me vio se puso en pie de un salto. ¿Quieres que avise a tu hermano?, me dijo, con deferencia. No me había visto desde que yo era un niño. No, no hace falta, contesté yo, y le di la mano. Me sonrió. Ya estaba muy borracho a esas horas.

Con la misma dificultad que antes, conseguí atravesar la tienda hacia la salida. Laura me esperaba en una esquina. Ella tambien me sonrió. Fuimos caminando lentamente por Raspail, hacia Les Deux Magots. Yo sabía que no nos alcanzaría el dinero ni para tomar un café, pero era hermoso pasear en la mañana parisina, una mañana en la que por fin el sol brillaba.

Cuando llegamos, vi a Johnny junto al Fiore, con su saxo. Me acerqué hasta él y le di un abrazo. Arrojé sobre la funda de su instrumento mis últimos francos. Laura miraba el escaparate de L'écume des pages. Entonces, entre el tráfico, vi al unicornio. Se acercó, manso, a mí, y yo le tendí la mano, como si todavía hubiera en ella un terrón de azúcar.


lunes, 24 de julio de 2023

La semana de Morel

Introducción a la teoría del bucle



Aún veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal vez este parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.

ADOLFO BIOY CASARES, La invención de Morel

 

Esta noche estoy en Barcelona. Mañana me voy a París, en tren. Estaré allí cinco noches y luego volveré en tren aquí, a este mismo hotel, para estar dos noches más antes de retornar a Madrid de nuevo. En tren.

Éstas son mis vacaciones del verano de 2023. Son un calco de mis vacaciones de las navidades de 2022. Los mismos días en las mismas ciudades. Coinciden los hoteles y hasta los trenes. Podríamos pensarlas como una repetición, o como la segunda mitad de un periplo que no pude hacer entonces tan largo como hubiera querido.

Mis intenciones son las mismas que en el viaje anterior: pasearme por el Barrio Latino, asaltar las librerías, recorrer algunos lugares que me resultan sugerentes, o que parecen ya formar parte de mi vida, de una extraña forma de vida en la que cada cierto tiempo soy un habitante de París. O de Barcelona. Me tomaré cafés en terrazas que ya conozco. En diciembre no pude hacerlo, hacía frío, llovía. Visitaré a la Europea en el Louvre para decirle las mismas cosas de siempre, para apuntar en mi libreta las mismas notas, para hacer inevitablemente las mismas fotos.

En diciembre no pude hacerlo, porque hacía frío. Hoy ha hecho un calor húmedo insoportable aquí en Barcelona. He cumplido con el ceremonial sofocado, incómodo en la ropa que se pegaba al cuerpo, agradeciendo el aire acondicionado de cada librería. En el tren, esta mañana, he tenido que ponerme una chaqueta. Era todo mentira: en cuanto he empezado a caminar por el andén de Sants he sentido el agobio.

Es, por lo tanto, todo muy simple. Mi viaje de verano no puede ser un clon de mi viaje de invierno. Algo ha cambiado: media órbita, media traslación de la Tierra en torno al Sol. Siete meses más de edad. Otro cumpleaños. Algunas páginas más escritas, algunas entradas en este blog. Conversaciones retomadas, abandonadas, retomadas de nuevo. Mensajes en botellas, no siempre legibles. Algunas muertes, inevitablemente. Acontecimientos con los que elaborar una crónica. Poca cosa. Suficiente.

Mi viaje de verano a París no puede ser como mi viaje de invierno a París. Tampoco puede ser como mi viaje de verano a París de 2016, o de 2017, que se quisieron también clónicos entre ellos. No puede serlo porque en aquellos relatos todavía aparecían mis padres, acababa de ganar un premio, intentaba adelgazar y no me permitía ningún desliz, estaba inquieto y triste, tenía pesadillas con máquinas que ruedan y ruedan. No pueden ser iguales porque en este viaje de 2023 ya sé lo que ocurrió en aquellos otros viajes, sé qué notas escribía, puedo releerlas, con mayor o menor benevolencia, sé de un proyecto de novela que acabó enfangado en su propio magma, sé de ciertas culpabilidades y zozobras, de cosas que no iban a ocurrir y ocurrieron, de cosas que aún están por ocurrir.

Eso es todo, esencialmente. En el pequeño Scalextric que mi padre montaba en el cuarto que compartíamos mi hermano y yo en la casa de Aluche, por las navidades, o al comienzo del verano, los coches recorrían incesantemente el circuito. Eran dignos herederos del tren eléctrico que existía previamente a ellos, y que fue cayendo en desuso. La repetición incluía, claro está, aparatosas salidas en las curvas, triunfos de las fuerzas centrífugas, que corríamos a corregir para no perder comba en la carrera infinita. Había tiempo: teníamos, mi hermano y yo, ocho, nueve años. Acababan de empezar las vacaciones. Podíamos hacer que los coches corrieran interminablemente hasta que el cuentavueltas se quedara sin dígitos y el 99 volviera a ser el 00. Porque había un cuentavueltas y esa dinámica cíclica a la que le obligaba la propia limitación de su mecánica era tan tramposa como el artificio del circuito de carreras. Lo sé, porque un día tuvimos diez años, y luego once. Y otro día el Scalextric dejó de montarse, aunque fueran esas Navidades que volvían con la misma terquedad con la que se sucedían las estaciones y los aniversarios. Y luego dejé, dejamos de vivir allí. No sé qué fue del Scalextric: acabaría en algún vertedero, como los enormes trozos de hormigón que constituían el Scalextric de Atocha, junto a la estación de la que he salido esta mañana, ese monstruo por el que nos encantaba pasar a mi hermano y a mí cuando íbamos a ver a los abuelos, que vivían en Delicias, donde habíamos vivido antes nosotros, donde vivo yo ahora.


Algo así, por tanto: ciclos, bucles, órbitas, tiovivos, retornos. Cosas que vuelven a pasar: el carrusel en el que a cada vuelta repetimos el mismo gesto de saludo a la madre que espera el final del viaje, sólo para tener que volver a esperar el nuevo viaje: por favor, uno más, el último. Toda la tarde. Movimiento circular uniforme, tema 4 del programa de Física General. Velocidad angular, aceleración centrípeta, periodo.

Pero había un cuentavueltas, siempre hay uno. Y los números avanzan, ninguna rotación queda impune. El zoótropo se desgasta y cada vez hacer girar las pelotas sobre su cabeza le cuesta más esfuerzo al malabarista. Edad, se llamaría, pero eso es también una consecuencia: como de verdad se llama es entropía, y va impresa en el devenir desde cualquier fiat lux que fuera pronunciado. Hay apenas cosas que parecen durar más, trompos que resisten heroicamente, soberbios monumentos incorruptibles, que admirarán quién sabe qué estudiosos cuando sean ruinas. Pero al final el círculo se agota y hay una nueva geometría de espirales y vórtices.

¿Y entonces? Entonces nada, ésa era la condición de la partida. Los coches pierden las escobillas que les mantenían en el carril, los caballos del tiovivo se descascarillan, nos sale la barba, y luego las canas, cambiamos la voz, y luego ya somos pura carraspera. Ubi sunt, y las coplas de Jorge Manrique, qué novedad. Ninguna originalidad, no sé para qué escribes entradas como ésta, me dicen, y tienen razón: todo el rato es lo mismo. Todo el rato es la repetición de lo irrepetible.

¿Y entonces? Entonces nada. Arribar, náufragos, ateridos de frío y agotados de una natación desesperada, fugitivos, prófugos, a una isla en medio del Pacífico (o de cualquier otro océano, incluso de papel), y encontrarnos con la Semana. Con los bailes de la Semana, las conversaciones de la Semana, los cócteles, los amaneceres, los atardeceres, los besos de la Semana. Esa Semana que se nos niega, convexa, hasta que conseguimos inscribirnos en ella, hasta que nos recogemos en el bucle, en compañia de Faustine. A cambio de morir, por supuesto: ésa era la condición de la partida. Y en esa pervivencia del año pasado en Marienbad nos garantizamos el año que viene en Marienbad, y es hermoso naufragar en esos mares.

¿Funciona ese ingenio, esa fábrica, esa industria, esa máquina (todas esas palabras son anteriores a esta pesadilla de la producción masiva y la polución)? Este ingenio, esta máquina sirve para producir fantasmagorías en una novela, que es una fantasmagoría. Funciona porque existen las mareas, periódicas, también en la Isla de Morel, también en el libro que habla de la Isla de Morel, de igual modo que funcionan en el mundo en el que habitaba quien escribió la historia, Adolfo Bioy Casares.

¿Se acabarán las mareas? Se acabarán, sin duda (la entropía) pero durarán más que nosotros. Nuestras imágenes durarán más que nosotros. En compañía de Faustine, en compañía de Delphine Seyrig, en Marienbad: simulacros, abrazados. Algún otro fugitivo llegará a la playa para contemplarnos. O quizás no. Tampoco importa.

Borges, famosamente, dejó escritas en el prólogo de la obra de su amigo estas palabras: he discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta. Borges sabía de bucles: debo a la conjunción, no de un espejo y una enciclopedia (aunque tal vez), sino de mi temprano conocimiento de su Historia de la eternidad y mi vertiginosa pasión adolescente por Nietzsche el vislumbre, cegador, del Ewige Wiederkunft, al que, por supuesto, vuelvo siempre. Pero eso ya no cabe en esta entrada, aquí apenas esbozo una introducción a la teoría del bucle, y el bucle lo es todo.

Así pues, asentados en la cobardía de la órbita, que es sólo un retrasar el impacto, una procrastinación de la Física, que sabe que todo acaba en conflagración o desistimiento, nos permitimos (otra más, por favor, la última) una vuelta más en el carrusel, mientras la madre espera. La madre que un día entró en su propio carrusel y empezó a repetir la misma pregunta interminablemente, cada vez más lejos de sí misma y cada vez más lejos, por tanto, del tiempo. Así funciona: la Biblioteca es infinita, y periódica. Sólo en la repetición nos hacemos eternos. Ay.

Mañana me cogeré el tren a París y llegaré a mi hotel en el Barrio Latino y, aunque ya será algo tarde, es verano, y habrá luz, y seguramente no resistiré la tentación de ir a L'écume des pages, probablemente mi librería favorita del mundo, como hago siempre. Ese siempre quiere decir cuando voy, que quiere decir las veces que he ido, que no son tantas, que quiere decir lo que haré algunas veces más, si puedo, que quiere decir es mi semana de Morel, quiero dejarme llevar por la ilusión de la permanencia, olvidar la edad, darle un mazazo al cuentavueltas. En el invierno no lo pude hacer cuando llegué: hacía frío, llovía, ya era de noche, bajé a cenar algo al restaurante del hotel. Fui a la mañana siguiente. First thing in the morning.

¿Eso sirve, pues, para algo? Sirve para todo. Es mi semana de Morel, la he diseñado con cuidado, he colocado todas las casitas del pueblo que recorren las vías del tren eléctrico, he escrito los nombres adecuados en la toponimia de sus paisajes. Es mi vida, me ha costado toda una vida construirla.

Revel in your time, le dice Tyrell a Roy Batty. Vive. Y entonces muere. Recoge tus vivencias, ordénalas en tu palacio de la memoria, recorre esas estancias con calma, ése es tu hotel de Marienbad: así han sido las cosas, ofréndalas a la entropía. I've seen things. Quién no, quién no tiene sus propios rayos C danzando rutilantes en la puerta de la habitación en la que escribe cosas como ésta.

El jueves, a primera hora, estaré en el Louvre. Habrá la misma cola de siempre, junto a la pirámide. Seré de los primeros, pero se irán acumulando los turistas. Habrá muchos japoneses. O a lo mejor no, ya no. Entraré, e iré corriendo al sótano, donde se muestran los retratos funerarios de El Fayum. No habrá casi nadie allí, no lo habrá durante todo el día, estaré solo. Podré sentarme, podré apuntar en la libreta las mismas notas de siempre, podré tomar las mismas fotografías. Podré hablar con la Europea. Y ella no me mirará, nunca lo hace, sus ojos se dirigen a algún otro lugar, un poco hacia abajo, un poco a su derecha. Me insertaré así otra vez en su semana de Morel, que dura ya milenios, porque ella estaba hecha para durar, es un retrato que acompaña a una difunta en su viaje a la eternidad. En las fotos, las mismas cada año, aparezco, un año más viejo, en el reflejo de la lámina de metacrilato que protege el retrato. Formo parte de esa historia de simulacros, también. Formo parte de tu historia.

Y, así, todo volverá a ser lo mismo, y por nada del mundo quisiera que esos ojos dejaran de nomirarme, por nada del mundo los arrancaría como hace el iracundo Batty con los de Tyrell. Porque sé que un día, cuando me miren, cuando finalmente me miren, ya todo estará bien. O no importará. O ya no habrá nada que decir.

Y todo, así, habrá acabado bien. Todo acaba bien, repetía, extática, Juliana de Norwich.

Mientras tanto, acumulo recuerdos, repito visitas, escribo entradas del blog, tomo trenes. Para que, si llega el olvido y la órbita de las preguntas repetidas, las cosas que ya no pueda recordar hayan sido, por lo menos, gloriosas.

sábado, 15 de julio de 2023

Tres


 1. Tres de la mañana

 

...and in a real dark night of the soul
it is always three o’clock in the morning,
day after day.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
“Pasting it together”, marzo, 1936 

Cuando acababa de cumplir los quince años escribí un poema decisivo para mí (para el yo que era yo entonces). En ese poema se narraba por primera vez esa aventura nocturna por la ciudad que parece ser mi tema recurrente. Uno de los versos decía: 

tres de la madrugada, persigo las palabras por la habitación.

En algún momento de los comienzos de mi adolescencia empecé a acostarme tarde. Al principio sólo en verano, de vacaciones, en el calor sofocante de aquella casa de mis padres que nunca conoció el aire acondicionado. Luego me fui haciendo más y más vampírico, y fui tratando de combatir esa tendencia, para no hacerme imposible una vida normal de trabajo y horarios compatibles con el resto de la humanidad. Ahora, con la edad, cada vez me cuesta más acostarme tarde y funcionar durante el curso, pero de nuevo, con las vacaciones, volverá sin duda la deriva hacia la madrugada.

Madrugada es un término más alarmante que mañana, o al menos lo era en el vocabulario de mi madre, y por lo tanto en mi lengua materna. La madrugada era un tiempo de peligro en el que uno debía estar refugiado en casa, a salvo de no se sabe qué submundos que en la imaginación de mi madre (tan miedosa, tan justificadamente miedosa por la vida que le había tocado llevar) eran laberintos en los que toda pureza se extraviaba y en los que la ciudad acogía a una raza de seres obviamente no compatibles con las formas de vida que, basadas en la sumisión y la cobardía, permitían medrar o al menos no padecer demasiado en aquella España tan obscura, por muy diurna que se quisiera.

Así, mis primeros trasnoches fueron, efectivamente, dentro de mi casa, en mi habitación, persiguiendo las palabras para hacerlas encajar en poemas que decían, con Lorca, cosas como no hay siglo nuevo ni luz redentora. Luego vendrían otras noches, y en algunas de ellas me encontré con los Lotófagos, pero ésa no es la historia que ahora voy a contar.

A las tres de la madrugada, nos dice Francis Scott Fitzgerald, un paquete olvidado tiene la misma importancia trágica que una sentencia de muerte. Estamos en el crack-up, todo se ha rajado de parte a parte, y ni siquiera tenemos el consuelo de los añicos: hay una disensión irrestañable, un ser inviables.

En aquel poema salíamos a la calle, nos enfrentábamos a la luz imposiblemente redentora, a los coches y sus cláxones, al temblor del frío y los nervios, a la grieta (otro poema de entonces se llamaba Grieta y decía: hoy es noche, noche hasta la noche que viene: tenía diecisiete años). Cuando nos marchamos aquella vez de casa, aunque siguiéramos en la habitación buscando palabras, perdimos para siempre el camino de vuelta y la madre nos esperó en vano hasta que se le olvidó, primero, qué esperaba, y luego a quién, quiénes éramos.

Scott tomaba el trenecito que le llevaba a Glion y descendía entonces a Valmont para ver a Zelda, internada allí. Ese Valmont que visité el año pasado para ver el lugar en el que murió Rilke. Sobre el lago, ése donde Eliot se sentó a llorar, como si fueran los ríos de Babilonia. Tanta muerte en el país de los sanatorios.

Sí, las tres de la mañana, entonces (¿y ahora? ¿y siempre? ¿siempre, en la grieta?), cuando teníamos quince años, eran una frontera de la madrugada aún prohibida, una vigilia que tomaba conciencia de sí misma, nos elevaba un escalón en ese malditismo de guardarropía que practicábamos, no sin riesgo, y que acababa por dejarnos siempre el corazón en cabestrillo. Ahí conocimos la impotencia de los neones, la definitiva derrota de los olímpicos contra los hijos del subsuelo, e instauramos esta poética de susurros, para no despertar al miedo, que duerme con sus jadeos de perro el frágil sueño de la frontera.

Parece ser que existía, en la Jazz Age, un vals llamado Three O’Clock in the morning (no hay nada parecido a madrugada en inglés), compuesto por el español Julián Robledo, y popularizado por la grabación de Paul Whiteman en 1922, o eso dice la Wikipedia, que también afirma que la canción suena en el capítulo seis de The Great Gatsby. Convertido en un estándar de jazz fue interpretado por numerosos artistas, entre ellos Dexter Gordon. En la letra, compuesta un par de años después de la música de Robledo se nos dice que hemos estado bailando toda la noche, que son las tres, y que pronto se hará de día y pedimos entonces

just one more waltz with you,
that melody is so entrancing,
seems to be made for us two.

¿Bailamos, querida, pues, como Zelda y Scott, mientras el cuerpo aguante, para que las tres de la madrugada no sea ya ni el tiempo del miedo ni el tiempo del frío y para que las palabras vengan bailando a nosotros en esta noche obscura del alma? Por que lo cierto es que

I could just keep dancing forever, dear, with you. 


 


2. Tres minutos de marzo


Oh, everywhere. All around you. Trees are harlequins,
words are harlequins. So are situations and sums.
Put two things together jokes, images and you get
a triple harlequin. Come on! Play! Invent the world!
Invent reality!
VLADIMIR NABOKOV, Look at the harlequins!

En ese peculiar cuasi-testamento que es Look at the harlequins!, una especie de autobiografía bufa, Nabokov incluye una frase seguramente anodina: 

The Villa Iris, he said, was at three minutes of march.

Con Nabokov nunca se puede descartar ningún juego de palabras o alusión, pero es posible que en este caso no lo haya. Y, sin embargo, cuando leí la frase por primera vez no pude evitar encontrar una resonancia que, desmentida por la minúscula, resultaba sin embargo enormemente sugerente, por permitir confundir, muy al nabokoviano modo, espacio por tiempo. Así, los tres minutos de marcha que nos separaban de Villa Iris pasaban a ser tres minutos de marzo, y esa extraña ubicación cronológica albergaba entonces una edificación que parecía pertenecer (Iris!) a no sé sabe ya qué flora ya deseosamente primaveral (you must believe in spring, dice ese otro estándar), en un marzo recién estrenado, tanto que aún estamos deshojando el último día de febrero que, quién sabe, puede ser un 29, porque a veces tú y yo también resultamos bisiestos, corazón.

Tres minutos, el tiempo de una canción, acaso de un vals que suena a las tres de la mañana (a Nabokov, que vivió en Montreux, justo debajo de ese Glion y ese Valmont que recorría Fitzgerald, The Great Gatsby le parecía terrible, mientras que encontraba magnífica Tender is the night), un beso que dura tres minutos a las tres de la madrugada, mientras el cuerpo se va quedando frío. Las tres y tres minutos del tercer mes. En mi tercero mar estabas tú, le cantaba Juan Ramón al dios deseado y deseante. Y nosotros, mientras, aquí, en este extraño topónimo que se llama Tres minutos de marzo, acaso en la isla de Morel y como resultado de la corrupción de alguna lectura de astrolabio, pues hay, quién lo duda, minutos de arco, y en una latitud eso puede ser decisivo.

Y March no puede ser otro que el de April March, ese mes siamés con el que jugaba Borges en su Examen de la obra de Herbert Quain, en donde se nos advierte que no, que no hay ninguna marcha de abril, sino una subversión del calendario que se lleva por delante los idus, y que abre la posibilidad de las bifurcaciones y por tanto la de que las cosas que hubieran podido ser de otro modo hubieran sido, justamente, de otro modo.

Puesto que no participamos en realidad del amor, sino de su historia, sigamos el mandato de los arlequines (que juegan con la muerte y la brújula): inventemos la realidad. O al menos, si ya no nos quedan pinturas de colores en el estuche, hagamos lo que le pedía su madre a Nabokov, para hacer que su vida fuera memorable:

Vot zapomni, 

es decir, ahora, recuerda, así luego la memoria tendrá algo que decirnos.

Porque en el lugar llamado Tres Minutos de Marzo, desde donde los días más claros puede avistarse Tristan Da Cunha, Herbert Quain escribió un libro que se llamaba El dios del laberinto y todos sabemos, y sobre todo Borges lo sabe, que el dios del laberinto es, por supuesto, una araña.

Una migala, acaso, como en la historia de Cortázar.


 


y 3. Tres palabras


Con tres palabras te diré
todas mis cosas,
cosas del corazón
que son preciosas.
De un bolero original de Osvaldo Farrés
(Aquí, por el gran Nat King Cole,
que tanto nos gustaba a mi madre y a mí:

Cómo me gustas eran esas tres palabras, con ese cómo que demuestra lo inexpresable de nuestro sentimiento. Cuánto te quiero, nos habremos dicho sin duda alguna vez, y ese cuánto significaba justamente lo incuantificable.

En uno de esos textos inolvidables (¿cuál no lo es?) de mi adorado Álvaro Mutis, el colombiano nos enfrenta una vez más, con sencillez sólo aparente, a la profundidad de la melancolía que articula nuestros corazones: 


En el Crac de los Caballeros de Rodas, cuyas ruinas se levantan en un acantilado cerca de Trípoli, hay una tumba anónima que tiene la siguiente inscripción: “No era aquí”. No hay día que no medite en estas palabras. Son tan claras y al mismo tiempo encierran todo el misterio que nos es dado soportar.

Yo visité una vez un Crac de los Caballeros, en Siria (ay, Siria), que no sería ese mismo, pues hay varios por la zona, que remiten a la época de las Cruzadas. Recuerdo la mole inmensa en medio del desierto, la sensación clarísima de encontrarme en otro mundo, un mundo que no era necesariamente hostil, pero al que yo, mi pequeña persona, le resultaba profundamente indiferente.

El Crac, el crack-up. La fortaleza y sus grietas. No era aquí: no, no era aquí. O al menos no era yo. No era aquí donde tenía que haber vivido, ni ahora. Rumbo equivocado, mapa inexacto, el cansancio que nos hace transigir con un sucedáneo de llegada: aquí, vale aquí, pero no, no vale, nunca valdrá.

 Tres palabras. Las tres palabras que repetía mi madre:


no vengas tarde
no cojas frío
avísame cuando llegues

y, sí, a las tres de la mañana la despertaba suavemente y le decía

ya estoy aquí
no te preocupes. 

Al comienzo de Los bandidos, Walser, suizo y vagabundo, escribió tres palabras que me producen un escalofrío: 

Lo olvidaré majestuosamente.

No sé si es posible un olvido majestuoso, pero, puesto que el olvido ha de llegar, al menos que sea suntuoso, que sea un olvido de grandes salones vacíos, como el salón aquel del piano del Hotel Palace de Montreux que recorrí el otro día, y donde una vez Nabokov se dejó retratar con sus pantalones cortos y sus calcetines largos.

Con tres palabras basta, sí, qué les voy a decir yo, que he esperado toda mi vida para poder pronunciar (o, mejor aún, escuchar) el conjuro mágico:

entonces había juego,

aún a sabiendas de que el juego concluía con un manuscrito en un bolsillo de un cuerpo arrojado a las vías. Pero, ah, Margrit, cuánto te retrasaste y entonces nos pasamos de parada.

Una vez Roberto Bolaño compuso un libro que llamó Tres. Hoy ese libro es difícil de encontrar, pero sus contenidos se incluyen en la recopilación de su Poesía reunida. Hace unas semanas, en aquel sábado de Horta, Valerie Miles nos contó lo importante que era el tres en la literatura del chileno.

Hoy se cumplen, ay, veinte años ya de la muerte de Roberto Bolaño.

Dentro de Tres está la Prosa del otoño en Gerona, y en ella, estas tres palabras:

Luego desaparece todo.

No diré más.