Un tránsito
Ayer llovió mucho en París. Esta tarde ha vuelto a hacerlo: chaparrones violentos que te empapaban en pocos minutos. Ahora, cuando va a empezar la noche, se ha calmado. He podido revisitar, como despedida, L'Écume des Pages. Es mi última noche en París en este viaje.
Esta mañana también ha
hecho buen tiempo, lo que me ha permitido pasear sin
rumbo y sin objetivo, quizá por primera vez en el viaje. Agotado el Quartier Latin,
que es el barrio de mi preferencia, me he encaminado, sin prisa, hacia la rive droite, con la vaga idea de
recorrer el Marais, que es otra zona que me gusta mucho. He pasado de prisa por
Notre Dame en obras, convertidas esas obras en sí mismas en objeto de
peregrinación turística, y he tocado brevemente la Île de Saint Louis para
pasar ya decididamente al otro lado del río.
Como buen flâneur, acepto las reglas del juego.
Puede haber un destino más o menos deseado, y eso puede fijar en cierto modo la
dirección de avance, pero en todo momento se tratará de elegir la vía que
resulte más sugerente o atractiva, por el motivo que sea, motivo que bien puede
quedar inexpresado, y hasta situarse fuera de nuestro alcance racional.
Baudelaire, y la lectura que hace Benjamin de él, y Cortázar, como digno
heredero de ambos, son mis guías en ese bello y complejo arte del flâner, término que, a falta de un
equivalente preciso, se ha ido adoptando en todos los idiomas.
Así, en cada bifurcación o cruce, hay que estar atento a la perspectiva que se abre o se cierra. Hay cierta preferencia por las diagonales o las curvas, pero también un terror sagrado al extravío sin épica, un extravío de calles anodinas que nos obligara a recular. Recular es la vergüenza del flâneur. Un cartel, un establecimiento comercial (ahí, las librerías gozan siempre del privilegio absoluto), un adoquinado determinado o el simple pálpito de que es por ahí son los hitos que van marcando el trayecto, al menos mientras se consigue acallar al Superyó, que siempre piensa en términos de efectividad, puntualidad y formalidad. Dice todo el rato el Superyó: ¿pero no íbamos para allá? Y uno se hace el despistado, como fascinado por cualquier mariposa que se cruzara al bies, nabokovianos al fin.
Es un poco como escribir automáticamente: nunca es
de verdad automático, siempre hay control, pero cuando hay fluencia, cuando las
imágenes van saliendo en su orden, se dejan vislumbrar, se asoman a la vuelta
de cualquier esquina del texto y hacen como que se escapan pero ralentizan el vuelo
para que las cacemos, cuando todo eso ocurre, como ayer, por ejemplo, cuando
escribí el relato de ese modo, entonces
hay juego, y uno escribe para que lleguen esos momentos, y uno viaja para
que lleguen esos paseos. Aunque al final triunfe, inevitablemente, el Google
Maps (ay, los mapas desplegables y enormes de antes, que aún acarreo,
nostálgico, en mi mochila, y sobre los que hay anotados signos ya arcanos de las otras veces), lo cierto es que a
veces, cuando los hados nos son propicios, somos Cortázar.
Llegar al Marais desde el barrio Latino no es muy difícil, ya les he esbozado la ruta. Dónde aparezca en concreto uno dentro del Marais, eso es otra cosa, forma parte de los azares del paseo. Esta mañana me he topado, antes de lo previsto por mi perezosa brújula de flâneur, con una de las calles de nombre más sonoro de París, la Rue du Roi de Sicile. Y saliendo a esa esquina, como si uno hubiera salido por el arco del Quai de Conti buscando a La Maga, el flâneur ha optado, claro, por su librería.
Así pues, como no podía ser de otro modo, me encamino a la librería italiana y curioseo por los mostradores y los anaqueles, que diría Borges. La librería es pequeña, la regenta una señora mayor, a la que saludo en italiano. En principio no debería comprar más libros, empieza a ser comprometido el asunto del transporte, por no hablar de que hace ya tiempo que los libros no me caben en casa. Pero entonces, algo ocurre. Siempre ocurre algo. Me topo con los libros de Tabucchi. Hay que decir que ya tengo esencialmente todo de Tabucchi, me gasté hace un tiempo un dineral en sus Opere editadas por Mondadori en dos gruesos volúmenes que suman 3400 páginas. Y ya tenía antes otros libros suyos exentos, tanto en italiano como en castellano. Pero qué quieren que les diga, hay amigos a los que uno siempre saluda cálidamente.
Stendhal es un buen
nombre para una librería. En este viaje parisino me he comprado libros de
Stendhal, al que he vuelto de la mano de la relectura del Vértigo de Sebald, del que ya me he ocupado por aquí. La Torre de Babel es aún un mejor nombre.
Quienes me conocen ya saben de mi obsesión por el cuadro de Brueghel de ese
nombre, al que he ido a contemplar en repetidas peregrinaciones al Kunsthistorisches Museum de Viena. Desde que tengo ordenador portátil, y ya va para décadas, esa imagen es
mi tapiz de escritorio, va pasando de uno a otro, de igual modo que el árbol de
Duino va pasando como pantalla de bloqueo de un móvil a otro (es también mi
avatar de Google). Debo probablemente a Juan Benet el primer deslumbramiento
por la obra de Brueghel: en su estudio se ocupa de algunas otras Torres de
Babel más, es un motivo común de la pintura flamenca y alemana de la época. Yo
las he ido coleccionando. Aquí en el Louvre hay una también, la vi ayer.
Extraigo Autobiografie altrui del estante, lo
hojeo. Es un librito en el que Tabucchi incorpora pequeños ensayos sobre sus
propias obras. Ya lo había leído, pero no recordaba el detalle. En la primera
pieza, que se titula Un universo in una
sillaba. Vagabondaggio intorno a un romanzo, y que se ocupa de su gran obra
Requiem, Tabucchi nos cuenta que a
comienzos del enero de 1991 hizo un viaje a París,
y se alojó en un hotelito de Saint Germain-des-Près (el mío está en Saint
Michel, vamos a darlo por válido), y que cuando llegó apenas cenó y se acostó.
Al día siguiente se dispuso a fare una
passeggiata in città. La tarde la tenía ocupada por un compromiso
profesional, pero la mañana la tenía libre. Tomó un autobús para el Marais, para ver a un amigo, que no
estaba en casa. Entonces, decidió fare un
giretto per le stradine del quartiere, o sea, decidió flâner un rato por el barrio, como yo, y entró en
un pequeño bistrot de la Rue du Roi de Sicile. Es decir, la calle
donde está la librería, la librería en donde está ese libro, ese libro que yo
no tenía que estar ni hojeando, ese libro que ya había leído y del que sin
embargo no recordaba que mencionara el Marais.
Me han pasado cosas
así otras veces. Me han pasado cosas así bastantes
veces. Puede decirse que las busco: ése es el impulso secreto del flâneur, exponerse a esas conexiones, a
esos sucesos. Puede decirse también,
más simplemente, que cuando acaecen
yo me doy cuenta, estoy atento a esos
acontecimientos. Compro el libro, pues. En Madrid no me hará falta, pero hoy,
aquí, en París, es imprescindible. Entonces, ahí mismo, en la Place Thorigny
en un angolo me encuentro una
terracita de un sitio muy pequeño que se llama justamente La Petite Place, y me siento a tomar un café, para poder tener una
mesa en la que anotar sobre esa página de las Autobiografie altrui esto: "compro este libro el 29.VII.2023 en la
librería Tour de Babel, que está
en el 10 de la Rue du Roi de Sicile,
tras un paseo de flâneur", una
nota que se une con una flecha al nombre de la calle impreso en la página 15
del libro de Tabucchi.
¿Interesante? Bueno,
tampoco exageremos. Una bonita casualidad, puede decirse. No, es mucho más,
háganme caso. Viajen un poco conmigo por el texto de Tabucchi, y, si pueden, léanlo,
habiendo leído antes, claro, Requiem,
que es el texto del que éste es (son palabras del italiano) una poética a posteriori (leer Requiem es una buena idea, en cualquier
caso). Dice el amigo Antonio, que habiéndose sentado en el pequeño bistrot se acordó súbitamente de algo y
que entonces sacó el taccuino que
lleva siempre consigo porque es consciente, después de tantos años de escribir
de que una historia puede llegarte de
improviso, y si no tienes el instrumento para aferrarla, al menos para
esbozarla, puede marcharse con la misma facilidad con la que ha llegado.
Así pues, yo, que
también soy consciente de eso, para que no se me escape esta historia, saco la libreta y empiezo a anotar cosas. Anoto que
Tabucchi, a continuación pasa a contarnos qué era eso que había recordado. Era
un sueño de la noche anterior, de la noche que llegó a París, un sueño con su
padre. Su padre había muerto ya, siete años antes, de un cáncer de laringe. El
autor nos cuenta de las penalidades que sufrió su padre, a resultas de una
intervención quirúrgica mal realizada, y que le dejó sin voz durante los dos
últimos años. Habla de cómo se comunicaban, por gestos y con una pizarrita. Nos
dice que, absurdamente (pero no, claro que no), él, el hijo, que podía hablar
perfectamente a su padre, que no estaba sordo, empezó también a escribir lo que
le decía, alternándose en el uso de la pizarra. Y entonces Tabucchi empieza a
meditar, brillantemente, sobre lo que supone la voz, sobre todo la voz de los que ya no están.
A él le pasaba lo
contrario que a mí, al parecer. Ya he hablado de eso también por aquí. Recuerdo
lo visual, pero perdí desde muy pronto la voz de mi padre. Una vez, en un tren,
me sentí repentinamente angustiado por eso, por el hecho cierto de que la voz
se marcha y no sirven grabaciones ni recuerdos para que vuelva a sonar. He
hablado de ese tren aquí: dos días después murió mi padre. Estaba mal, pero no
pensaba que fuera a ser tan rápido: cuando tomaba esas notas yo no sabía que ya no iba a escuchar más esa voz.
Tabucchi era más afortunado, podía recordar la voz de su padre con facilidad. De hecho, era a partir de la voz como se producía la evocación del querido fantasma. En el sueño parisino que anotaba en la calle del Rey de Sicilia, el padre había hablado con él. Habían tenido una larga conversación que se esforzó en transcribir al lenguaje de la vigilia, intentando que no se perdiera en esa transcripción el contenido, en realidad intransferible, del sueño.
Entonces, cuando el
camarero, conversando con él, le preguntó si había escrito cosas interesantes
para sus lectores italianos, porque había detectado por el acento la
procedencia de Tabucchi, éste se dio repentinamente cuenta, para su sorpresa
absoluta, de que sus notas estaban en
portugués. Su padre, que no sabía más idioma que el toscano que era también
la lengua materna (y paterna) de Tabucchi, le había interpelado en portugués en el sueño. El portugués
no era, claro, una lengua extraña para Tabucchi, que había vivido muchos años en
Lisboa (el sueño se desarrollaba en una especie de Lisboa del país de los
sueños, nos dice, una ciudad en la que su padre no había estado nunca), y que
era un gran estudioso de Pessoa, pero ¿por qué esa extraña aloglosia, que además él encontró como inevitable, puesto que
intento autotraducirse sin éxito? Ése
es el misterio que subyace a la redacción de Requiem, única novela que Tabucchi compuso en portugués, y que parte del relato del sueño con el padre y que se
pierde en itinerarios lisboetas para acabar en el Terreiro do Paço, conversando
con un fantasma, si es que en esa novela no son todos fantasmas.
Yo he soñado mucho con mi padre estos días. No sé por
qué, no hay motivo. Sueño a menudo con él, y a veces son sueños angustiosos,
pero lo cierto es que cada vez es más raro encontrármelo en ese otro lado. He soñado con él en París. No
he escuchado su voz, o tal vez sí, pero no la recuerdo en la vigilia. Antes de
releer el texto de Tabucchi ya había pensado en escribir algo sobre los sueños
que uno tiene cuando está de viaje y duerme en otra cama, en un hotel, después
de días muy intensos en los que se ha llenado de imágenes.
Marais, Roi de Sicile,
Tabucchi, sueño, padre, voz... La cita inicial del texto de Tabucchi es de
Cavafis, que perdió también la voz al final de su vida, y que es la figura de
la que partió mi propio texto en aquel tren, un texto que era y no era ya
póstumo para mi padre, póstumo para su voz. La compañía de los libros, las
lenguas a las que llegamos para volver a irnos, como olas en una playa, los
paseos por ciudades que tienen mapas especiales preparados para cada uno de
nosotros, ciudades que nos llevan de la mano a descubrir sus secretos, modestos
e incomunicables...
Cuenta Tabucchi en
otro lugar que desconocía la obra de Pessoa hasta que un día, cuando se
disponía a dejar París tras haber acabado aquí sus estudios, compró en un bouquiniste Tabacária, de Álvaro de Campos, el heterónimo más torrencial de
Pessoa. Lo abrió mientras esperaba el tren para volver a Italia. En la Gare de
Lyon. Mañana me marcho yo de París. De la Gare de Lyon. Me llevaré mi Autobiografía de otros de Tabucchi,
junto con los otros libros. Y ese título será aún más cierto.
Sí, mañana por la
tarde seré ya otra vez un flâneur por
Barcelona, y quizá allí también se produzcan hallazgos milagrosos y encuentros inesperados. O quizá no, y acabe por consumirse la semana de Morel, de la que me
alimentaré los próximos meses, ya en otra mesa, en Madrid, en la que seguiré
tecleando y escribiendo cosas como ésta.
Porque, de todas las formas de alcanzar el escalofrío que define el placer de la escritura literaria, ese escalofrío del que se puede decir únicamente que quien lo probó, lo sabe, la mise-en-abyme es sin duda una de las más destacadas. Consciente, sin duda, de eso, Tabucchi data su ensayo en Parigi, febbraio 1998. Negli stessi luoghi dove fu scritto Requiem. Volver a los mismos lugares donde se escribió la obra para reflexionar sobre ella, contando como nació, aquí mismo, en París, de un sueño con su padre. En el París donde años antes Tabucchi conoció a Pessoa y su vida cambió para siempre. En el París donde yo ahora, 29 de julio de 2023, firmo esto.