Il
dolore, l’arresto della vita fanno apparire il tempo troppo lungo; ma gli anni
se ne vanno sempre con la stessa rapidità.
FLEUR JAEGGY, comienzo
de Le statue d’acque
1.
El pasado 31 de
julio, es decir, hace tres días, Fleur Jaeggy ha cumplido 85 años. Me entero ese
día 31 por un tweet de Kim Nguyen Baraldi. Avergonzado, me doy cuenta de que no
era consciente de que Fleur Jaeggy estuviera aún viva. Más avergonzado aún,
pienso que llevo mucho tiempo sin leerla y que en realidad la he leído más bien
poco y además apenas sé cosas de su vida. Me pongo a averiguar esas cosas, en
la magra medida que pueden averiguarse a base de Wikipedia y poco más. Descubro
algún hecho sorprendente, como se verá. Me apetece releerla. Busco los libros
que tengo de ella. Compro algunos más. Me sumerjo en su literatura, tantas
veces calificada como gélida: precisa, cristalina, cortante como un
filo, despiadada, peligrosa… renuncio a seguir asociando adjetivos,
no sabría si identificarme con alguno. Entro, decididamente, en un nuevo
periodo Jaeggy, de cuya navegación aún no he salido, gozosamente. Les cuento
más cosas. Les cuento las cosas que me pasan cuando empiezo a releer y a
reconectar obras y autores. Vuelvo a escribir en el blog después de
mucho tiempo, después de no haber sacado adelante una entrada que parecía muy
clara al principio y luego se fue retorciendo y encerrando en un callejón sin
salida. El tema fundamental de esa entrada era Stalker, de Tarkovski.
Volverá.
2.
El tweet (y
la entrada de Instagram) de Kim incluía, como muestra de la escritura de Jaeggy,
el memorable comienzo de la que, probablemente, sea su obra más destacada, I
beati anni del castigo, un párrafo en el que se evoca a Robert Walser, y si
aparece Walser las asociaciones se disparan. Pero no nos precipitemos.
Acometido por un intensísimo deseo de releer I beati… lo busco en su
correspondiente estante. Mi biblioteca hace ya tiempo que es más grande que mi
casa, en una inconsistencia topológica del universo, pero por fortuna y con no
poco esfuerzo y rigor, mantengo un orden suficientemente apropiado en ella como
para saber que el libro estaría en la parte italiana (por más que Fleur naciera
en Zürich, y fuera, al menos, trilingüe, y se formara en alemán, eligió el
italiano para escribir), y que allí, como en todas las otras regiones de ese vasto
laberinto de estanterías en las que se almacenan obras de ficción (las de
no-ficción siguen otros criterios, pero no podemos desviarnos ahora por esos
vericuetos, ya habrá tiempo de volver a la complicada vida interior de mi
biblioteca), el orden es cronológico, por lo que Jaeggy viene precedida de otro
de mis autores más queridos, Claudio Magris, y antecede a Roberto Calasso, del que fue compañera durante muchos años. Sí, ahí está el librito de Gli
Adelphi, de portada azulgris. Lo abro. Empieza la aventura.
3.
Dado que compro
libros con una avidez digna de estudio psiquiátrico y dado que además los leo, o
por lo menos los comienzo, o por lo menos los hojeo, mi consumo de separadores,
marcapáginas y puntos de lectura excede igualmente lo razonable. Por ello, especialmente
cuando estoy de viaje, introduzco entre las páginas el ticket de compra en la
librería, el recibo de la tarjeta de crédito, el billete de metro o de tren, la
factura del restaurante en el que he comido mientras leía ese libro y en
general toda pieza de papel de pequeño tamaño que a partir de ahí queda
indisolublemente asociada a su libro-huésped, configurándose así una
adecuada estratigrafía, pues esos libros, con sus pequeñas muestras arqueológicas
anexas, permiten reconstruir visitas a museos, paseos por ciudades, sensaciones
de exaltación o cansancio, y además resuenan con los textos que se escriben en
esas mismas fechas en las libretas que igualmente acarrea el flâneur en
sus trayectos. Hay, me parece, toda una ciencia posible, y seguramente necesaria,
que versaría sobre el modo en que el objeto-libro se constituye en contenedor-de-tiempo,
en espacio de almacenamiento de tangibles-intangibles, de un modo paralelo a lo
que haría la llamada psicogeografía respecto de los lugares,
especialmente de los parajes urbanos. Pero eso tampoco puede ahora
desarrollarse, es necesario que focalice porque hay muchas cosas que tengo que
contar sobre lo que me ha venido pasando estos últimos tres o cuatro días, y ya
me estoy extendiendo demasiado.
4.
Abro, pues, mi
ejemplar de I beati anni del castigo, del que estoy seguro de que no me
he vuelto a ocupar desde mi retorno del viaje donde lo compré y de la ciudad en
donde lo leí, nada más comprarlo: Torino. Y, en efecto, esa sensación queda
corroborada por la aparición entre sus páginas de un resto arqueológico de
primera magnitud. Se trata de una entrada de cine. Para un cine muy particular,
concretamente el Cortile del Palazzo Reale turinés. La fecha
permite datar la adquisición y lectura del libro (también tengo una libreta en
el que están anotados esos datos, cosa que no tendría por qué ocurrir, pero a
veces, sobre todo en los viajes, intento mantener una especie, no de diario,
pero sí de crónica de algunos aspectos relevantes): 23 de agosto de 2017. Ese
día, alle ore 22.00 en el Cortile, al aire libre, dentro de una
especie de ciclo estival, pasaban nada menos que París, Texas, de Wim
Wenders, de la que casualmente (pero no, nunca casualmente), me ocupaba en la entrada
anterior de este blog, un poco desacostumbradamente alejada de la de hoy.
Por supuesto, no recordaba haber guardado la entrada en esa especie de voluble
archivo que constituyen las páginas del libro-acompañante que me llevé a
cenar ese día, antes de sentarme en la obscuridad de la magnífica plaza y emocionarme
una vez más con esa película-fetiche mía, sin duda en el visionado más peculiar
entre los muchos que he tenido de ella.
5.
De hecho, la
película estaba doblada al italiano. El hecho no me importó lo más mínimo, por
más que no soportaría ver París, Texas (ni ninguna otra película, la
verdad) más que en su versión original. Pero esa extrañeza de las voces inesperadas
de Jane o de Travis (que me remitía a otra película doblada como Viaggio
in Italia), en esa extraña noche turinesa, me parecía adecuada. La
proyección me resultó memorable por diferentes motivos que no detallaré ahora.
Ese viaje entero a Turín, que fue el primero para mí (luego volví, algún tiempo
después, a retomar algunos hilos, entre otros los de la película) fue propicio,
y me ofreció posibilidades literarias que no he acabado de desarrollar, y que
voy difiriendo, como hago con tantos proyectos, maestro en el arte de la
procrastinación como soy. El día antes de esa velada cinéfila había estado
visitando la habitación de Pavese en el Albergo Roma, donde me alojaba. Ya les
he contado algo de eso por aquí. Algún día, esperemos, todo aquello, y algunas
otras cosas de mi segundo viaje, se reunirán en un relato, que no es, de nuevo,
lo que estamos contando aquí. No se detengan, todavía hay mucho sendero serpenteante
que recorrer.
6.
Como una entrada de
cine tan particular como ésa tiene un componente muy alto de magdalena
proustiana, mi memoria recuperó las circunstancias en las que por primera
vez me adentré de la mano de Fleur en los pasillos del Bausler Institut, donde
nuestra narradora, que no puede estar muy alejada de la propia autora, pero a
la que no haríamos bien en identificar así por completo (un caveat que
siempre conviene incluir) nos habla de esos bellos años del castigo, de
esos reinos de disciplina de los internados para señoritas de buena familia en
la Suiza de los cincuenta, y de la complejidad jerárquica y sentimental de las
asociaciones que se producen allí, entre adolescentes de diferente procedencia
y lengua. La fascinación por Frédérique, criatura angélica pero letal, se va
desgranando, hasta llegar a un finale desolado y a la vez dolorosamente
justo, el de una desposesión que se muestra excepcionalmente bien en el
episodio del reencuentro fugaz en la Cinémathèque parisina con la visita
al apartamento desnudo de una Frédérique ya plenamente instalada en su caminata
hacia los lugares donde ya no se la puede acompañar. Esa crónica de la malafelicità
de esos años, reconocidos como los mejores, pero transcurridos en un
espacio coercitivo, en una geometría de disciplina y deseos costosamente
aherrojados, nos regala, además, otras figuras inolvidables (esa aparición de
la ya no tan pequeña Marion esmaltada de negro en la fiesta de
Micheline, esa conversación con la madre de Frédérique) y nos muestra una
particular danza de la muerte en la que una fisiognomica da morgue se
asienta en el rostro de las educandas y el gesto de tocar un brazo puede
calificarse de anatómico.
7.
Sí, ya lo habrán
notado, he releído I beati anni del castigo hace dos días, de una
sentada y completamente fascinado, y bajo ese hechizo nace esta entrada y
reanudo así mi presencia en el blog. Les podría decir muchas más cosas,
y también de otras obras de la suiza que he recorrido o he empezado a recorrer
estos días, pero siempre me he considerado poco diestro en la reseña y en
última instancia he intentado mantener una cierta reserva sobre la mera
conveniencia de escribir sobre un libro otra cosa que no fuera una mera invitación
a su lectura. Lean, pues, a Jaeggy. Un catador tan exquisito como Enrique
Vila-Matas ha declarado en muchas ocasiones su admiración por la escritora.
Dice, por ejemplo, Vila-Matas en Educando mujeres correctas, incluida en
Impón tu suerte:
Fleur
Jaeggy va siempre a lo esencial y, como si tuviera bien aprendida la involuntaria
lección de Kafka, consigue muchas veces en una sola página, y a veces en una
sola línea, que se haga visible de golpe, a modo de repentina revelación, la
estructura desnuda de la verdad.
En otro lugar, Vila-Matas habla del momento en que abrió por primera vez un libro de esta escritora que es tan peligrosa, que fue justamente Los felices años del castigo y se sorprendió de su comienzo, ese párrafo en el que aparece Walser que fue justamente el elegido por Kim en sus mensajes celebratorios. Nadie ignora la importancia de Walser en la obra de Vila-Matas. Así pues, nuestra cadena de asociaciones nos obliga ya sin más demora a decir algunas cosas de ese escritor tan sumamente personal, también suizo (de la ciudad bilingüe de Biel/Bienne) que no cabe, ni de lejos, en una entrada de blog como ésta y a lo mejor no cabe siquiera en un blog entero.
8.
Copio aquí, pues, el
tantas veces mencionado comienzo de I beati anni. Como no tengo la
edición traducida al castellano, lo tomo directamente del texto incluido en el
Instagram de Baraldi. La traductora es Juana Bignozzi.
A
los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. Lugares por los
que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en
Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que
muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no
conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía.
A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en
un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, después de casi treinta años de
manicomio en Herisau. Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la
existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant, antes
de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa. En Appenzell
no se puede dejar de pasear. Si se miran las pequeñas ventanas con franjas
blancas y las laboriosas e incandescentes flores en los balcones, se advierte
un remanso tropical, una lujuria sofrenada, se tiene la impresión de que dentro
sucede algo serenamente tenebroso y un poco enfermizo. Una Arcadia de la
enfermedad. Podría parecer que allí dentro hay paz e idilio de muerte, en la
pureza. Una exultación de cal y flores. Fuera de las ventanas el paisaje nos
reclama; no es un espejismo, es un Zwang, se decía en el colegio, una
imposición
En efecto, durante la
larga estancia de Walser en el manicomio de Herisau, que visité en 2022 y del
que hablé ya en otra entrada, el escritor, gran caminante, acompañado por lo
general por el editor Carl Seelig, hacía excursiones por los alrededores, en
muchas ocasiones por el cantón de Appenzell. La presencia de Walser en esas
primeras líneas de la novela no es, de ningún modo, casual. De hecho, podría
decirse que en este comienzo se ponen ya de manifiesto muchas de las líneas
fundamentales del texto, por lo demás breve, que va a seguir. Esa Arcadia de
la enfermedad, como aquel sanatorio igualmente suizo de La montaña
mágica, de Thomas Mann. Esa lujuria sofrenada, ese algo serenamente
tenebroso que ocurre dentro… Es, sin duda, un comienzo memorable. Y,
además, presenta como debe, dándoles toda la importancia que merecen, a las dos
verdaderas protagonistas del libro, en última instancia: la Locura y la Muerte.
9.
Como esta entrada, al
igual que ocurre muy a menudo en este blog, no es tanto de crítica
literaria como de desahogo personal, no se trata aquí de hablar de Walser sino
de mí (perdónenme la inmodestia, que justamente es una de las señas de identidad,
me temo, de todo lo aquí incluido) y mi vida con Walser. De entre los
muchos capítulos que podría contener esa obra en marcha (pues con Walser
tengo, inevitablemente un movimiento de flujo y reflujo que me sumerge en su
magma, del que salgo dando bocanadas de aire, para luego volver a hundirme
placenteramente en esa literatura hormigueante y magistral) citaré apenas uno,
que justamente tiene que ver con la gelidez de Jaeggy y esa muerte en
la nieve del escritor de Biel. Cuando en 2022 me embarqué en un periplo que
recorrió buena parte de la Confederación Helvética en una especie de tour
funeral, que incluía un nutrido número de visitas a cementerios y tumbas (Borges,
Nabokov, Rilke, justamente Walser, entre otros) fui, ya he dicho, a Herisau,
donde descansan los restos de Walser y donde aún hoy existe el Sanatorio del
que partió para encontrar justamente su muerte el 25 de diciembre de 1956. Se
puede recorrer ese camino final, como una cierta atracción turística,
conduce al bosque próximo al Sanatorio. Yo no lo hice. Si lo hubiera hecho, mis
pisadas se habrían de algún modo superpuesto a las huellas que dejaron los pies
de Walser esa mañana sobre la nieve que cubría todo el territorio.
10.
Hay fotos que
muestran esas pisadas y también el cuerpo muerto y también, puede que incluso
más ominosamente, las pisadas conduciéndonos a un vacío final, a una ausencia
del cuerpo ya retirado. La muerte sucedió de manera repentina, y podemos pensar
que fue indolora. Walser se desplomó sobre la nieve, quedando tendido boca
arriba, con el brazo izquierdo extendido y el derecho recogido sobre su pecho. El
cuerpo describe una perpendicular respecto de la línea de las huellas.
Separado, no muy cerca, el sombrero parece colocar un punto sobre la i del
cadáver escrita en la página en blanco de la nieve con la tinta obscura del
traje. La corbata está perfectamente anudada. A partir de esas imágenes, el
artista Thomas Hirschhorn realizó en 2020 una instalación denominada Robert
Walser-Modell en el Robert Walser Zentrum de Berna. Yo no pude ver
esa instalación, porque sólo visité ese Zentrum en 2022, en otra de esas
paradas de mi viaje suizo. Pero sí me hice allí con un folleto muy interesante
que he vuelto a hojear para escribir esto. Con materiales sencillos (cajas,
tablero de contrachapado, borriquetas), se muestra en la pequeña habitación de
ese centro (que está en un segundo piso, alberga una bella biblioteca walseriana,
es atendido por personal extremadamente amable y mantiene una instalación de
ese estilo: la que yo vi era otra, también interesante, sobre los paseos de Seelig
y Walser) una representación en pendiente de una ladera que contiene las
huellas y el cuerpo del escritor, una especia de versión tridimensional de la
secuencia de las cuatro fotos que se publicaron en 1980 y que he descrito más
arriba.
11.
Estuve en Bern y en
Biel/Bienne antes de estar en Herisau. Leía además, al mismo tiempo, en los
trayectos de tren, Doctor Pasavento de Vila-Matas, que incluía un recorrido
esencialmente paralelo al mío. No recuerdo haber pensado en ese viaje en Fleur
Jaeggy. Ni siquiera cuando estuve una vez más en Zürich. Me parece una omisión
inaceptable. De algún modo, Jaeggy para mí era una italiana de la Italia
septentrional, donde la había conocido. Eso también ocurre: también de algún
modo uno acaba ubicando los autores en los lugares en donde se producen las
lecturas de sus libros. Pero, hace tres días, cuando se dispara el proceso de
recuperación de Jaeggy, todo ocurre como debe: Vila-Matas y Walser están
prestos para comparecer y formar parte de la constelación así suscitada.
Constelación efímera, como todas, pero al mismo tiempo indestructible en su
flexibilidad y versatilidad, pues todo conecta con todo, especialmente cuando
todo está resonando en frecuencias semejantes. Éste es, pues, el segundo acorde
de la melodía, o el segundo conjunto de pisadas.
12.
El tercero es
igualmente inevitable, forma parte de la paleta de resonancias ya bien
consolidada en mí. Walser me lleva a Sebald. Además de su magistral obra
novelística, la producción ensayística de Sebald es extremadamente destacable,
especialmente en lo que se refiere a sus estudios sobre autores en lengua
alemana. La traducción al castellano de esos ensayos no es tan completa como
sería deseable. En 2005 Anagrama publicó, bajo el título de Pútrida Patria,
una selección, proveniente de dos colecciones diferentes, Unheimliche Heimat,
cuyo juego de palabras pretende traducir el título castellano y Logis in
einem Landhaus, un título que es precisamente una expresión extraída del
maravilloso Kleist en Thun de Walser. Es en esta segunda colección donde
se incluye el texto Le promeneur solitaire. Zur Erinnerung an Robert Walser,
que, sin embargo, no fue seleccionado para Pútrida Patria. Sí existió, por
fortuna, una publicación exenta del ensayo sobre Walser (ninguna de las
colecciones originales de Sebald ha sido vertida al castellano en su totalidad)
a cargo de la Editorial Siruela, en 2007, en la serie menor (es un libro
de muy pequeño tamaño) de su Biblioteca de Ensayo. Es un libro ahora mismo
difícil de conseguir, por decirlo suavemente. Lo cual es lamentable, pues es un
texto fundamental y de lectura extremadamente placentera.
13.
Cuando ya había
leído mucho de Walser y todo lo que se podía leer de Sebald (incluyendo la
opción de leer en otros idiomas, como el inglés, el francés o el alemán, lo que
no estaba traducido al castellano), me encapriché notablemente con el librito
de Siruela y me puse a buscarlo. En ese momento (estamos en 2020, como se
verá), fatigando Iberlibro y otras webs semejantes, supe que,
inesperadamente, sí se podía conseguir un ejemplar a un precio razonable en
una librería de Barcelona, Taifa Llibres, en Gràcia, en el Carrer de Verdi.
Eso también cuadraba. He visitado Barcelona con regularidad a lo largo
de los años y hay algunas zonas de la ciudad que he ido haciendo más mías por
diferentes motivos. Justamente esa calle, justamente a la altura de esa
librería es un lugar relevante para mí. La propia librería solía estar entre aquellas
a las que no dejaba de acudir si el tiempo de mi estancia me lo permitía. Me
fui para allá, pues, y compré, sí, el librito. Lo leí con gran interés. No me animé
a subrayarlo siquiera, porque, a pesar de su aspecto modesto, lo cierto es que
se ha convertido en una obra rara. Me parece un estudio acertadísimo de Sebald
en el que él mismo, y la figura de su abuelo, que fue decisiva en su infancia y
al que asocia, por su aspecto físico y por otras causas, al propio Walser,
también aparecen. Se lo recomiendo, si pueden conseguirlo. Si no, intenten en
otros idiomas. O montemos de una vez esa editorial que recupere los textos
perdidos. Si hay algún editor en la sala, que se ponga a ello. Aunque a saber cuál
será el lío con los derechos… Pero me desvío.
14.
Como soy tan disciplinado
como lo eran las pupilas del Bausler Institut (no lejos resuena también el
Instituto Benjamenta de Walser, claro), sigo mi cadena de asociaciones o mi
proceso de engranado de constelaciones, y busco en la estantería alemana
el pequeño ejemplar de Siruela. Lo abro. Contiene también tickets,
restos arqueológicos. El resguardo de la tarjeta de crédito me sitúa la compra.
7 de marzo de 2020. Parecería una fecha inocente, pero no lo es, ni mucho
menos. Ese 7 de marzo, que era sábado, pertenece al fin de semana de antes,
ya me entienden. A lo largo de la semana siguiente la idea del confinamiento se
fue estableciendo como inevitable. Yo todavía trabajé normalmente el lunes 9,
pero ya el martes 10 sólo fui a recoger las cosas, porque la Facultad se iba a
cerrar. El 11 todavía me junté con amigas para ver al Liverpool contra el
Atleti, que fue el último partido con público en las gradas durante muchos
años. Celebré los goles de Llorente y Morata, me abracé alborozado por la
remontada. El virus todavía parecía ser algo conjetural, éramos incapaces de
calibrar la que se nos veía encima. El 12 salí a desayunar a una cafetería del
barrio. Luego me metí en mi casa y ya no pude salir más. Como todos ustedes,
por supuesto. Imagino que ustedes también tendrán una memoria tan definida como
la mía de aquellos días tan extrañamente surrealistas que se convirtieron en
seguida en un periodo pavoroso. El paseante que yo también soy quedó encerrado
en su particular sanatorio unipersonal en el que, al menos, estaba acompañado
por una biblioteca enorme, cuya última adquisición era un librito de portada en
dos tonos de verde que se llamaba El paseante solitario. En recuerdo de
Robert Walser.
15.
Cuando se desató la
pandemia, mi padre ya había muerto, pero mi madre, sumida en la profundidad ya
inaccesible de su Alzheimer, permanecía en la Residencia donde llevaba ya
viviendo muchos años. El 7 de marzo, el día que compré en Taifa el libro de
Sebald sobre Walser, también fui a otras librerías, por supuesto, como siempre
hago cuando estoy en Barcelona (ahora tengo una nueva La Central que me está
esperando para cuando encuentre una ocasión propicia para ir). Es justamente en
La Central del Raval donde recibo una llamada de la Residencia. Me dicen que todo
va bien, pero que ya han decidido cerrar la Residencia ante la posibilidad
de los contagios y de ese modo los familiares no podremos visitar a los
ancianos hasta nueva orden. Me doy por enterado. Llevo unos días muy preocupado
por ese tema. Los primeros casos en las residencias madrileñas ya han comenzado
a producirse. Lo que vino después fue, ya se sabe, algo criminal. Mi madre no
se vio afectada, ni tampoco su Residencia, sobre todo por la profesionalidad impresionante
de todo su personal. Pero hubo miles de personas que murieron en las peores
condiciones posibles debido a las decisiones de las autoridades de la Comunidad
de Madrid, cuya actuación ha resultado, hasta el día de hoy, impune. Los días,
pues, se fueron obscureciendo. En ese clima de miedo es cuando entra el libro
de Sebald sobre Walser en mi casa. Ése es su particular ex libris, esas
líneas temblorosas constituyen su registro de entrada.
16.
Siempre llevo papel
para poder escribir lo que me viene a la cabeza cuando paseo por la ciudad, en
cualquier momento. Frases, ideas. A veces también uso la grabadora del móvil.
Si llevo el bolso o estoy sentado en el hotel, tengo cuadernos, libretas
Leuchtturm. Pero a veces son simplemente hojitas pequeñas que coloco entre las
páginas del libro que indefectiblemente me acompaña en todos mis
desplazamientos, en el bolsillo o en la mano. Luego, ya en casa o en el lugar
que esté, transcribo esas notas a vuelapluma en el cuaderno vigente en el
momento. Entonces cancelo con una raya diagonal el texto que ya he
pasado y no destruyo la hojita, sino que la coloco, con otras cientos de ellas,
en una caja. No es infrecuente que a veces alguna de esas hojitas se quede
despistada en el libro en el que fue colocada, y que los textos que contiene no
hayan sido aún transcritos. Esos textos, por tanto, se transforman en algo así
como insectos alojados en ámbar, o como esos animales, a veces enormes como mamuts,
que permanecen miles y miles de años congelados. Congelados como en la atmósfera
glacial de los libros de Jaeggy, bajo las nieves que recorren interminablemente
las pisadas vacías de Walser.
17.
En mi librito de
Sebald sobre Walser había, increíblemente, una de esas hojas perdidas. No corresponde,
me parece, al 7 de marzo de 2020, debe de ser posterior. Ese libro lo he paseado
en más ocasiones. No puedo datar, de todos modos, el texto, y es muy peculiar,
porque no parece estar conectado con ningún proyecto en concreto de los muchos
que desarrollo interminablemente. Lo transcribo aquí, como muestra de ese hasard
objectif que es el verdadero tema de esta entrada:
Caronte
extiende las cartas de navegación, que otros llaman Mapas del Suplicio, pues
existe sin duda una cartografía del tormento, una ingeniería de la recurrencia
y la ruina.
En la traducción al
inglés de I beati anni del castigo se ha preferido (inadecuadamente, a
mi juicio) el término discipline en vez de castigo. La traducción
francesa sí mantiene châtiment. Suplicio podría haber sido una
opción, sobre todo si lo ligamos a esa mitología que incluye tormentos,
otro buen término, basados en la recurrencia como el de Sísifo. Esta
nota está completamente desconectada, eso sí que puedo asegurarlo, de Fleur Jaeggy,
de la que, como ya he dicho, mea culpa, me he acordado poco estos años.
Ha aparecido de un modo sólo muy tenuemente conectado con ella, a partir del
juego de asociaciones que aquí he descrito. Ha aparecido literalmente minutos
antes de ponerme a escribir la entrada, siempre un poco sin red, como es mi
costumbre. Pero, como se ve, la concluye perfectamente, cierra el círculo. La
constelación ya está completa, con esos hilitos invisibles que atan una
estrella a otra. Haría bien Caronte en incluirla en sus cartas de navegación.
18.
Al final, pues, y
bien inesperadamente también, esta entrada es una extraña melliza de la
anterior. Empieza en París, Texas, y acaba en Sebald. Es decir: estamos todavía
(y siempre) en el Nocturama. Hay una explicación sencilla para estas
coincidencias: la obsesión. Vuelvo una y otra vez a los mismos lugares, a los
mismos nombres, a las mismas obras. Cuando no encuentro esas resonancias, no
sé qué escribir aquí. Este blog se basa justamente en esos hallazgos,
en esas correlaciones, en esas, sí, recurrencias. Es un registro de todo
eso, es mi particular Mapa de los Suplicios, suplicios frecuentemente gozosos
como el de hoy, que me permiten escribir con vértigo, sin saber muy bien
lo que va a salir, abierto a las revelaciones, valiente ante los callejones sin
salida y las trampas. Como un stalker, ese stalker que me espera
para la siguiente salida, o para una salida que a lo mejor tarda en producirse
más tiempo, pero que acabará inevitablemente teniendo lugar. Son buenos tiempos
para la lírica para mí. No hay que moverse mucho, no hay que hacer ruido, para
que los ecos y los armónicos de esas resonancias no se pierdan. Ni uno.
19.
Éste va a ser el
último eco de hoy. He comenzado diciendo que me enterado de cosas muy curiosas de
Fleur Jaeggy. La que más me ha impresionado es que, a veces bajo el pseudónimo
de Carlotta Wieck, Fleur fue letrista de Franco Battiato. Mi amor y mi
admiración por Battiato no pueden ser más grandes, como no ignora, por ejemplo,
alguna otra cofrade como Lara López, la maravillosa locutora de RNE y Radio 3,
que nos ha dejado algunos programas impagables sobre Il Nostro en Músicas
Posibles (programa de absoluta referencia que, sin embargo, continúa su
travesía por el desierto y ha pasado a estar presente sólo ya en la web,
sin lugar en la parrilla), y con la que he podido compartir mi entusiasmo por
el siciliano. Un entusiasmo que, una vez más, no puedo detallar aquí,
pues requeriría de su propia entrada, que tal vez tendrá, cuando la resonancia
me obligue. No sabía, no, de esa conexión Jaeggy-Battiato, que se produce a
lo largo del tiempo en varios temas y álbumes. Era lo que me faltaba para
alimentar esta fascinación que siento ahora mismo por la suiza. Una fascinación
que también pasará, sin duda, para dar lugar a otras y volver renovada un
tiempo después, en esta especie de carrusel de mis afectos en el que voy
montado, intentando con esta circularidad despistar un poco al tiempo y
hacer que estos años, ya, ay, finales del castigo, sigan siendo beati.
20.
Una de las canciones
en las que intervino Fleur Jaeggy es Shakleton. Sic, pues el nombre
del explorador polar Shackleton está en el álbum Gommalacca mal
transcrito. Hay una versión en vivo más corta, pero el tema original se
extiende por más de ocho minutos. En él Jaeggy lee unos versos suyos en
alemán que comienzan por Stille Dämmerung, tranquilo ocaso y que repiten
muchas veces Sage mich warum, dime por qué. No te calles, por favor,
dime por qué. La entrada, una vez más, se hace sola. La glacial Jaeggy
acaba apareciendo en una canción que narra una cattastrofe psicocosmica,
la del naufragio y posterior rescate de los miembros de la expedición de
Shackleton. En este calor infernal del agosto madrileño se agradecen estos improvisados
paseos polares de flâneur antártico. En I beati anni del castigo,
Fleur Jaeggy nos recuerda que, a veces, una cierta glacialidad también
revela sentimientos. Definitivamente, el bucle está cerrado. He construido,
pues, una burbuja en la que me he encerrado con algunos de mis protectores. Y
suena la música. Es mi canción favorita de Franco Battiato, La cura, y
en ella, efectivamente, Franco me dice que avrà cura di me, porque sono
un essere speciale. Y yo me acuerdo de aquel día, la única vez que lo he
visto en concierto, en las Noches del Botánico en Madrid y, como entonces, se
me saltan las lágrimas. Feliz cumpleaños, Fleur, y por muchos años.
2 comentarios:
Hola Agus,Un saludo muy cariñoso
Desde Murcia.
Otro para ti! Un abrazo
Publicar un comentario