viernes, 11 de julio de 2025

En el Nocturama

 


El mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie.

W.G. SEBALD, Austerlitz


Cuando el rostro se enfrenta al espejo, el espejo lo reflejará, tanto si lo desea como si no.

MEISTER ECKHART

 

1.

El narrador de Austerlitz, que es y no es W.G. Sebald, el autor del libro, declara sentirse mal, sin causa aparente, a su llegada por tren a Amberes. Atormentado por el dolor de cabeza y los pensamientos desagradables, se refugia en el Zoo, que está a poca distancia de la Centraal Station, y allí se sienta junto al aviario hasta sentirse mejor, y luego pasea por el parque hasta entrar, ya cerca del mediodía, en el Nocturama, inaugurado sólo hace unos meses. El Nocturama, por supuesto, es una instalación diseñada para que las especies de hábitos nocturnos puedan ser exhibidas al público dentro del horario diurno de apertura del zoológico. Así, en ese local, se invierte el flujo temporal, de modo que, en una obscuridad artificial, y cada uno en sus cubículos o jaulas o celdas, los animales puedan mostrarse activos a los espectadores que se les acercan en la penumbra y los observan detrás, probablemente, de una lámina transparente de vidrio o metacrilato.

 

2.

No creo que quede nadie ya que siga suscribiendo la postura ingenua y bienintencionada de que se puede remedar el hábitat de los animales salvajes en mitad de una metrópoli y, salvo quizá a los niños muy pequeños, a todo el mundo la experiencia de una visita al zoo le produce una sensación, como mínimo, agridulce. El artificio del Nocturama parecería multiplicar esa situación abusiva pues, decididamente, sólo en un interior puede simularse la noche cuando es el día y, así, esos animales nocturnos, que, como apunta Sebald suelen tener ojos sorprendentemente grandes, se mantienen encerrados durante toda su vida en los espacios reducidos que se suceden para que el paseo del cliente resulte eficiente, ilustrativo y placentero.

 

3.

Dice Sebald (estamos literalmente en la segunda página de su obra culminante, y si nos estamos paseando por el Nocturama será por algo):

Necesité un buen rato para que mis ojos se acostumbraran a la semioscuridad artificial y pudieran reconocer los distintos animales que, tras los cristales, vivían sus vidas crepusculares, iluminadas por una luna pálida.

Se extiende entonces en una enumeración de los animales que probablemente contempló ese día, pues no recuerda exactamente ya cuáles fueron: murciélagos, jerbos, erizos, búhos, lechuzas, martas, lirones, lémures. De entre ellos hay uno cuyo recuerdo sí ha persistido durante los años:

…el mapache, al que observé largo rato mientras él estaba con rostro serio junto a un riachuelo, lavando una y otra vez el mismo trozo de manzana, como si confiase en poder escapar mediante esos lavados, que iban mucho más allá de toda meticulosidad razonable, a aquel mundo falso al que, en cierto modo sin comerlo ni beberlo, había ido a parar.

 

4.

En las obras de Sebald, ya lo sabemos, se incluyen fotografías, que tienen las más de las veces una relación ambigua y oblicua con la trama, y con cuyo valor documental o testimonial se juega, en ese filo entre ficción y realidad en el que siempre se mueve el alemán. En este caso tenemos cuatro, cortadas de modo que sólo muestran los ojos, primero de dos animales nocturnos y presentes pues en el Nocturama, un lémur (esa especie que ostenta el nombre que servía en latín para denominar a los fantasmas) y un búho. Esos ojos tan grandes y esas miradas tan penetrantes de los animales que viven en las sombras le sugieren al narrador ojos y miradas de algunos pintores y filósofos. Así pues, los otros dos pares de ojos corresponden a Jan Peter Tripp (el pintor con el que Sebald compuso Unerzählt, aquí traducido por Sin contar, un libro híbrido de poemas y de miradas) y a nada menos que Ludwig Wittgenstein.

 

5.

La visita es breve y también lo es su recuento, aunque la intensidad es tan grande que produce resonancias en el narrador y su relato y también en el recuerdo de nosotros, los lectores. Lo último que dice Sebald al respecto es extremadamente significativo:

Además, creo que me rondaba también por la cabeza la pregunta de si, al caer la verdadera noche, cuando el zoo se cerraba al público, encendían para los habitantes del Nocturama la luz eléctrica, a fin de que, al hacerse de día sobre su universo en miniatura invertido, pudieran dormir con cierta tranquilidad.

En efecto, en ese espacio artificial, convertido en vivienda de decenas de seres vivos que sin comerlo ni beberlo han acabado allí, la alternancia de día y noche debería ser preservada para que sus ritmos vitales, que son los opuestos a los nuestros, no se vean demasiado alterados. Esa imagen de un zoo desierto, de la obscuridad en los lugares en los que dormitan los diurnos, rodeando un único reducto de luz en el que justamente también duermen aquellos que necesitan para estar vivos de la noche, es una de las muchas sugerencias inagotables que aparecen ya en las primeras páginas de Austerlitz y está en el origen de esta entrada, en el que voy a tratar de perseguir alguno de esos hilos.

 

6.

En primer lugar, Sebald tampoco hace demasiado para ocultar sus trucos de prestidigitador, pues inmediatamente nos informa de que, en su memoria (esto es, en la memoria del narrador, hay que ser cuidadosos con esto), el Nocturama se mezcla con las imágenes de la llamada Salle des pas perdus de la Centraal Station de Amberes. Y eso nos lleva al pasado colonial de Bélgica, una de las aventuras humanas más crueles y destructivas que puedan concebirse, bajo la égida del rey de los belgas, Leopoldo, emperador del Congo y genocida. Los animales exóticos forman parte de la decoración del gran vestíbulo, cuyas dimensiones empequeñecen a los transeúntes o a los que esperan los trenes, devenidos así razas enanas como las que pueblan el Nocturama, de modo que al narrador le roza el pensamiento de que se trataba de los últimos miembros de un pueblo reducido, expulsado de su país o en extinción, por lo que esos únicos supervivientes tenían la misma expresión apesadumbrada de los animales del zoo, en esa hora vespertina en la que la enorme sala se iba obscureciendo como el Nocturama con un crepúsculo de inframundo.

 

7.

Entonces se produce el encuentro del narrador con Jacques Austerlitz, sobre cuya historia trata la narración, un hombre cuya identidad se vio suprimida cuando tuvo que abandonar Checoeslovaquia en un transporte para niños que le llevó a una estación (otra, pero todas las estaciones resuenan, como la de Lucerna en llamas, también evocada aquí), como resultado del avance nazi y la instauración de las políticas de exterminio que acabaron recibiendo el eufemístico nombre de Endlösung, esto es, solución final, y que devinieron a la larga en la aniquilación, o Vernichtung de millones de seres humanos, de diferentes nacionalidades, procedencias, etnias, edades y condiciones. Otros muchos elementos, a partir de la semilla sembrada con el Nocturama y la estación van apareciendo, para ir apuntando sus frases musicales a la gran sinfonía. Lo primero, las fortificaciones, especialmente una, la de Breendonk, donde fue torturado Jean Amery, uno de los escritores supervivientes en torno a los que Sebald gira. Los trenes inevitablemente apuntan a la logística de pesadilla de esa vasta operación de conducción hacia los campos de exterminio, que se llevó a buen término con la inestimable colaboración de cientos y miles de personas que se tendrían sin duda por probos funcionarios y patriotas intachables, bajo la dirección irreprochable de ese representante insuperable de la banalidad del mal que fue Adolf Eichmann.

 

8.

Pero no se trata aquí de seguir la trama de Austerlitz ni tampoco de extendernos en el recuento histórico de esas atrocidades (aunque conviene tenerlas bien presentes, ahora que estamos asistiendo, mano sobre mano y mirada, en el mejor de los casos, de soslayo, a otro nuevo genocidio en Palestina, que sumar a los de la Segunda Guerra Mundial, el colonialismo o tantos otros), sino de intentar desentrañar todo lo que despierta la breve narración de la visita al Nocturama, o al menos lo que me despierta a mí, que vuelvo y vuelvo a ella y a Sebald. En ese sentido, en mi maltratado ejemplar de Austerlitz, que he recorrido ya tantas veces, aparece, de manera inevitable, anotado al lado de la descripción de ese espacio invertidopeep show”, pues hay una congruencia óptica y geométrica en esas disposiciones (y en otras muchas, alguna de las cuales irá saliendo por aquí).

 

9.

La asimetría en la mirada, la iluminación artificial de un ámbito reducido y cerrado, la penumbra o la inaccesibilidad visual que proporciona un espejo parcial del lado del espectador, la sordidez del espectáculo, el que se produzca sin posibilidad alguna de comunicación táctil entre los dos ámbitos separados justamente por una lámina, una superficie esencialmente bidimensional que con su escaso grosor delimita parcelas inmiscibles del Cosmos… todo eso me lleva necesariamente a otro lugar, a otro Nocturama humano, un local sin nombre conocido (no nos lo proporciona la película) en el que, entre otras criaturas, y de vez en cuando, cuando es requerida, un lémur llamado Jane Henderson se ofrece a las miradas de personajes anónimos que han pagado por ese servicio, y por supuesto a las miradas de todos nosotros, espectadores de cine, voyeurs de voyeurs, en la penumbra de las butacas, absortos en la contemplación de lo que aparece en el otro lado de la pantalla.

 


10.

Hablo, claro de Paris, Texas. Jane está interpretada por Nastassja Kinski. Su exmarido, Travis, magistralmente representado por Harry Dean Stanton, y su hijo Hunter (de apellido real Carson) la han localizado en Houston tras no pocas peripecias. Siguen a su utilitario hasta la trasera de un edificio en las afueras. Allí se queda Hunter, en el coche, mientras Travis se introduce, justamente por la puerta de atrás, en el garito, que no está realmente operativo a esas horas. Nunca vemos la entrada principal, seguimos con Travis un itinerario por los lugares que están normalmente vedados a los visitantes, esos pasillos de servicio que utilizan los cuidadores del Nocturama para llevar los alimentos o limpiar las jaulas (la división es así, por lo menos, cuatripartita: el lugar sombrío, el lugar artificialmente iluminado, y lo que hay tras las puertas, esos fondos del edificio y el día calcinante del exterior de la instalación). Finalmente se produce el encuentro, un encuentro mediado por la plancha de metacrilato tras la cual aparece Jane, de rosa, en una especie de remedo de una habitación de hotel. La comunicación se produce mediante un teléfono y un intercomunicador. Ella no puede ver a su cliente. Sólo al final, tras el primer intento frustrado, Travis encontrará el modo de que su sombra acompañe a la figura luminosa de Jane, destruyendo el espejo parcial, iluminándose para que la luz refractada adquiera más potencia.

 

11.

La idea podría ser entonces, la siguiente: existen unos lugares que podemos llamar cápsulas donde se encierran a animales o seres humanos en ámbitos con decoraciones artificiosas para que procedan a realizar lo que hemos venido a ver: un striptease, un número, el compulsivo lavado de un trozo de manzana, un languidecer tan sólo, acaso. Por supuesto, la estructura es escalable, y puede ser reinvertida. Para el dentro, nuestro dentro es el fuera. En sus obscuros corredores, las chicas que trabajan en el peep show texano se encuentran entre ellas y con sus pimps, comen y beben, esperan las llamadas. Travis transgrede el tabú de la frontera, y con él lo hace el ojo mecánico que lo acompaña, y por eso nosotros también podemos abandonar por un momento ese fuera irrebasable que es el de los espectadores de cine para estar en ese dentro, que limita con el dentro de las cabinas. Cuando salgamos de la sala y vayamos al metro o al coche, generaremos de nuevo otras cápsulas. Nos dirigiremos a nuestra casa y nos sentaremos en mesas como ésta, que acaso tendrán una ventana delante, como ésta, y que contemplarán un fuera que parece ilimitado, mientras los habitantes de ese fuera, que a lo mejor son bañistas en una piscina, pueden, distraídamente, dirigir su mirada al hombre que teclea en el tercer piso, desde su estar dentro de sí, para el que la morada de otro es un lugar en principio prohibido. Y así sucesivamente.

 

12.

Es decir, la estructura del Nocturama es la del peep show, que es la del teatro, con su caja obscura y sus filas de butacas, que es la de los escaparates de las avenidas violentamente iluminadas, que es la de nuestras viviendas y dentro de ellas nuestras habitaciones, y es la del cuerpo que protege a toda costa su homeostasis y es la de los acuarios con su espacio azul y sus peces en una travesía interminable que no les conduce más que a la misma pared tras la cual parecen adivinarse otros monstruos abisales inconcebibles, que somos nosotros. En esas estructuras dos espacios se yuxtaponen y, al hacerlo, lo hacen dos tiempos que son inmiscibles e insincronizables, por más que se dejen someter por el relato, que siempre se formulará desde uno solo de los lados (a salvo de esa especie de intercambio mágico del Axolotl cortazariano, otro de esos animales encerrados que ya ha aparecido por aquí).

 

13.

No sé, llevo muchos días, más de lo normal, pensando esta entrada y veo que no soy capaz de transmitir, no ya el concepto, sino la sensación que me acompaña cuando mis pensamientos deambulan por esa especie de laberinto, de esa construcción como la del último animal kafkiano de Der Bau, una sensación que me avisa de que estoy cerca de algo, de que hay un hallazgo decisivo que tengo al alcance de la mano, que tantos años de dedicarme a la Óptica, y estudiar los dispositivos artificiales de producción de imágenes, y muy en particular los espejos, pueden acabar conduciéndome a algún lugar… Son tiempos fecundos, pero también de continua zozobra, éstos en los que intento llevar a buen puerto un proyecto de novela que está cobrando vida propia, con lo que eso supone de profusión de excrecencias y miembros de hidra, con lo que eso supone de ingobernabilidad y sequía y borbotones.

 


14.

Pero hay resonancias. El otro día, sin ir más lejos, en La infancia de Iván, de Andréi Tarkovski (porque, sí, he vuelto a Tarkovski, como a Sebald, como a otros autores que sé que son buena compañía en estos trances), en una de las secuencias oníricas, la madre le dice a Iván que hay una estrella que habita en el pozo, y que está ahí porque para ella ahí, en la negrura del pozo, es de noche, aun cuando sea de día. Los espacios capsulares permiten esa disrupción, permiten, con el mero accionar de un interruptor, generar vigilias infinitas, torturas de privación de sueño, o bocas de lobo, o suaves penumbras propicias a las caricias. En Solaris la cápsula lo es literalmente. Cuando Kelvin quiere deshacerse de la primera Hari, esa criatura oceánida que ha aparecido en la estación espacial (otro ámbito hermético, pues fuera de ahí no se puede respirar ni sobrevivir), la introduce en un vehículo espacial y la eyecta al exterior, a un vuelo sin rumbo ni término en el que ella, ominosamente, sobrevivirá, pues esas criaturas son indestructibles, al menos mientras Sartorius no acabe de perfeccionar su rayo mortal.

 

15.

En mi gozosa relectura de La vie mode d’emploi de Georges Perec me encuentro con el capítulo L, en el medio, en el quicio, en el lugar de esa superficie que separa las fases, un capítulo literalmente lleno de mises-en-abyme en cascada, con espejos y cuadros, y cuadros en los que hay espejos y espejos que reflejan cuadros en los que hay espejos, y alguien, del lado de acá (y entonces se enciende la máquina de pensar en Rayuela y en tantos otros espejos cortazarianos) que narra todo eso y alguien del lado de más acá, que lo lee, yo, y alguien, del lado de allá, ustedes, que lo leen, mientras todo tiene lugar en una pantalla bidimensional, ésta, en la que van brotando las letras.

 

16.

Así pues, una vez más, mi mundo ha devenido especular, y mi conciencia del Nocturama se ha vuelto a despertar. Escribir es algo que genera inmediatamente estructuras de Nocturama. En la jaula del libro cerrado se apelotonan las criaturas planas de nuestros relatos. Al abrirlo, las páginas se convierten en un paisaje. Pero en ese paisaje sólo hay palabras (y, si uno es Sebald, fotos, pero las fotos abren sus propios Nocturamas y el problema sube su dimensionalidad, estamos ya decididamente escalando el Monte Aleph), así que ese paisaje no es más que otra-vez-nosotros, allí estampados y yacentes, aptos para nuevas contemplaciones, lémures sobrevenidos, y por lo tanto, este gesto aparentemente inocente de enunciar una frase nos duplica, nos triplica, nos multiplica, somos el animal prisionero que intenta de algún modo contarle su historia al pálido reflejo de sí mismo que ve en la lámina de metacrilato (pues toda lámina transparente es a la vez un precario espejo), y somos el espectador que comenta qué ojos tan grandes tienes, y somos el cuidador en su submundo de calderas y tuberías y despensas y cuartos cerrados, y somos el guardián en la puerta y el que nos ha vendido la entrada, y el fotógrafo que nos ha retratado inesperadamente al cruzar el umbral y somos, interminablemente, los habitantes de esas fotos que abren nuevas salas de Nocturama y que son igualmente cápsulas en vuelo asintótico. Y sí, así sucesivamente, así infinitamente.

 

17.

Esta especie de inestabilidad ontológica no me es, desde luego, desagradable. Sólo, a ratos, me abruma, pues intento domeñarla, intento estabular a todas las criaturas fantásticas que de repente han dado en ser pobladoras de Nocturamas incontables. Cuando me dejo llevar por el vértigo de las asociaciones, cuando soy un surrealista digno de tal nombre todo se parece a todo y en todo hay una clave para entender todo. Entonces, dos rectángulos yuxtapuestos parecen servir para la descripción definitiva: el lado de dentro y el lado de fuera, falsos ambos, pues luego hay otros rectángulos, y el manto donde reposan los rectángulos, que es ese lugar que Nabokov aconseja escribir siempre con comillas, la “realidad”. Y ahí justamente todo se intrinca, todo se desposee, todo se astilla, todo se remezcla. Ésas son las tardes del éxtasis, las noches de la maravilla. Ocurren una vez cada milenio. Ayer mismo, sin ir más lejos.

 

18.

Sí, escribo frente a una ventana, ya lo saben. El vidrio de la ventana es transparente. Cuando es de día, como ahora, la luz transmitida es la predominante, y yo veo lo de fuera. Lo de fuera también me ve, pero vamos a ignorar esa parte del problema. Pero, cuando se hace de noche (sea del lado que sea en el Nocturama), la luz transmitida empieza a disminuir, y la parte de la reflexión en el vidrio, que siempre ha estado ahí, se hace visible. Es decir, se hace visible mi rostro. Empiezo a estar de los dos lados. Si mis ojos se dirigen a la pantalla del ordenador, también allí aparezco, tenuemente. El papel de la libreta o las páginas de un libro son mates, y opacos, pero hay tantas superficies reflectoras que nos acompañan o nos acechan… En The philosophy of furniture, el presumiblemente catoptrófobo Poe (otros temerosos de los espejos ilustres fueron, claro, Borges, o Unamuno, o Juan Ramón, durante un tiempo estudié mucho eso) desaconseja el glitter (Baudelaire lo traduce por éclat, “brillo” no parece ser exactamente el equivalente) y en particular deja claro que los espejos en una estancia la desordenan, la quitan su forma, y de ese modo la despojan de toda armonía posible. Pero da lo mismo, siguen ahí los reflejos, y, si uno se fija, no hay compañeros más fieles ni más despiadados.

 

19.

Anoche había luna llena. Me sorprendió verla desde mi mesa, mientras escribía. La saqué una foto. En esa foto la reflexión en el vidrio de la ventana hace que el lado de acá (la cortina, las estanterías llenas de libros) se proyecte hacia el lado de allá, ese lugar donde habita el Océano de Solaris. En medio, milagrosamente encuadrada, junto a la casa de enfrente, que está donde debe, la luna, redonda, brillante, más pequeña en la imagen fotográfica que en el engaño de nuestra percepción. Todo, lo transmitido y lo reflejado, parece estar en el mismo plano, habitar el mismo ámbito. Sí, un engaño. Duplicado, además, por el carácter de doble superficie refractora y reflectora de la lámina de vidrio de la ventana. Esas filas de libros que se sostienen en el aire, como esa vela duplicada de las Magdalenas de Georges De La Tour, esa imagen de Jane en su dentro, pero enfrentándola, que se superpone con precisión mágica (de la magia de ese otro prestidigitador que es Wim Wenders, otra presencia protectora) con la de Travis, que ve de su lado esos mismos dos rostros al revés, esa extraña imagen de sí mismo que acaso verá el mapache en su metacrilato mientras se pregunta por qué esa criatura, que no sabe reconocer que es él, lava una y otra vez un trozo de manzana, todas esas rupturas de la pared, que es la cuarta o la cuadragésima en esta compleja escenografía del vivir, todas esas trayectorias inerciales en el espacio que conducen a la estación Prometeo, todas esas líneas de la página que se hacen inesperadamente perpendiculares y nos perforan el pecho, son la prueba de que hay otro modo de contarse la vida, y si hay otro modo de contarla, hay otro modo de vivirla.

 

20.

El 22 de julio de 2014 estoy en Trieste. Ese día he comprado libros, recorrido la ciudad, una vez que me he encontrado el Castillo de Duino cerrado (volví al día siguiente, y ya había estado, ya bien lo saben Uds., en 2012, y luego volví en 2019), por la tarde ha llovido, menos que la tarde anterior, en la que una tormenta me obligó a cobijarme en los arcos de la Piazza dell’Unità. Por la noche, en el Hotel Urban, en un escritorio más bien precario y nefastamente iluminado, sigo escribiendo en mi libreta. Escribo mi novela de entonces, en ese proceso que de algún modo intento reproducir estos días. Frente a mí, no una ventana, no el tímido reflejo en un vidrio cuya misión es la transparencia, sino un espejo. Un espejo enorme, rotundo. Dentro del espejo, otro, yo, un zurdo, un escritor que escribe, al revés, lo mismo que yo escribo. Por el mismo precio podría, atravesando los obscuros corredores, aparecer Jane o un lémur. La extrañeza de ese dentro plano y profundo, suscitado con mi gesto de encender la lámpara, extinto cuando ésta se apaga, me subyuga. Escribo estas frases, que pasaron prácticamente tal cual a Morgana en Duino

En esta mesa escribo con un gran espejo, que me refleja, como le es inevitable, a tenor de lo prescrito por el Maestro Eckhart, en todo momento, y en cuyo espacio-otro, el zurdo que soy produce irreprochables líneas de escritura inversa, que, con cierta destreza, podemos seguir en el preciso instante en que se escriben, sin más efecto que un leve desvío en su paralelismo. Esa visión del Otro, de la Otra Mano, la que avanza hacia nosotros desde el agua del espejo, es una conveniente ilustración de cómo la escritura es, ante todo, secreción, y también extrañeza: emisión de símbolos que a duras penas tendrán otro sentido que su insistencia en tiznar los blancos lechos de los cuadernos que habitan por igual de un lado y de otro del espejo.

Sí, algo así es.

 

y 21.

Al comienzo del poema de John Shade, en esa obra maestra que es Pale fire, de Vladimir Nabokov, de cuyo título nace el nombre este blog (el título nos recuerda que la luna, la pálida luna que igualmente invocaba Sebald al principio de la entrada, es también un espejo, pero de eso ya nos tendremos que ocupar en el futuro, dado que las ocurrencias del espejo son infinitas), hay un escritor frente a una ventana contemplando un pájaro y junto al pájaro su propio reflejo, en una confusión de dentro y fuera que en Nabokov, inequívocamente, remite a un dentro y un fuera primordiales, a un lado y el otro de esos paréntesis que para él encierran la vida, ese suspiro entre dos negruras. La belleza de esos versos ha de apreciarse en el original, y por eso los dejo así aquí para terminar esta entrada arrebatada. No me animo a traducirlos, aunque traducciones hay. Déjense llevar por ellos, contienen toda la sabiduría que se requiere para orientarse en estos extraños mundos vítreos, hialinos y cristalinos del estar y no, del ver y el ser visto, de la luna en el cielo y la luna del espejo y el espejo de luna y los lunáticos, que leemos y escribimos de noche, a veces imprudentemente sentados frente a un espejo, un espejo que nos recuerda que del otro lado del texto están los lectores, esos que, leyéndonos, nos convierten en el pájaro de fuera y nos invitan al interior de sus casas, donde la lumbre del hogar nos acompaña en las noches obscuras del alma.

I was the shadow of the waxwing slain

By the false azure in the windowpane;

I was the smudge of ashen fluff – and I

Lived on, flew on in the reflected sky.

And from the inside, too, I’d duplicate

Myself, my lamp, an apple on a plate:

Uncurtaining the night, I’d let dark glass

Hang all the furniture above the grass,

And how delightful when a fall of snow

Covered my glimpse of lawn and reached up so

As to make chair and bed exactly stand

Upon that snow, out in that crystal land!

Yes, indeed, how delightful!


No hay comentarios:

Publicar un comentario