El mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie.
W.G. SEBALD, Austerlitz
Cuando el
rostro se enfrenta al espejo, el espejo lo reflejará, tanto si lo desea como si
no.
MEISTER
ECKHART
1.
El narrador de Austerlitz,
que es y no es W.G. Sebald, el autor del libro, declara sentirse mal, sin causa
aparente, a su llegada por tren a Amberes. Atormentado por el dolor de cabeza
y los pensamientos desagradables, se refugia en el Zoo, que está a poca
distancia de la Centraal Station, y allí se sienta junto al aviario hasta
sentirse mejor, y luego pasea por el parque hasta entrar, ya cerca del mediodía,
en el Nocturama, inaugurado sólo hace unos meses. El Nocturama, por
supuesto, es una instalación diseñada para que las especies de hábitos nocturnos
puedan ser exhibidas al público dentro del horario diurno de apertura del
zoológico. Así, en ese local, se invierte el flujo temporal, de modo que,
en una obscuridad artificial, y cada uno en sus cubículos o jaulas o celdas,
los animales puedan mostrarse activos a los espectadores que se les acercan en
la penumbra y los observan detrás, probablemente, de una lámina transparente de
vidrio o metacrilato.
2.
No creo que quede
nadie ya que siga suscribiendo la postura ingenua y bienintencionada de que se
puede remedar el hábitat de los animales salvajes en mitad de una metrópoli y,
salvo quizá a los niños muy pequeños, a todo el mundo la experiencia de una
visita al zoo le produce una sensación, como mínimo, agridulce. El artificio
del Nocturama parecería multiplicar esa situación abusiva pues, decididamente, sólo en un interior puede simularse la noche cuando es el día y, así,
esos animales nocturnos, que, como apunta Sebald suelen tener ojos
sorprendentemente grandes, se mantienen encerrados durante toda su vida en
los espacios reducidos que se suceden para que el paseo del cliente resulte
eficiente, ilustrativo y placentero.
3.
Dice Sebald (estamos
literalmente en la segunda página de su obra culminante, y si nos estamos
paseando por el Nocturama será por algo):
Necesité
un buen rato para que mis ojos se acostumbraran a la semioscuridad artificial y
pudieran reconocer los distintos animales que, tras los cristales, vivían sus
vidas crepusculares, iluminadas por una luna pálida.
Se extiende entonces
en una enumeración de los animales que probablemente contempló ese día,
pues no recuerda exactamente ya cuáles fueron: murciélagos, jerbos, erizos,
búhos, lechuzas, martas, lirones, lémures. De entre ellos hay uno cuyo recuerdo
sí ha persistido durante los años:
…el
mapache, al que observé largo rato mientras él estaba con rostro serio junto a
un riachuelo, lavando una y otra vez el mismo trozo de manzana, como si confiase
en poder escapar mediante esos lavados, que iban mucho más allá de toda
meticulosidad razonable, a aquel mundo falso al que, en cierto modo sin comerlo
ni beberlo, había ido a parar.
4.
En las obras de Sebald,
ya lo sabemos, se incluyen fotografías, que tienen las más de las veces una
relación ambigua y oblicua con la trama, y con cuyo valor documental o
testimonial se juega, en ese filo entre ficción y realidad en el que siempre se
mueve el alemán. En este caso tenemos cuatro, cortadas de modo que sólo
muestran los ojos, primero de dos animales nocturnos y presentes pues en
el Nocturama, un lémur (esa especie que ostenta el nombre que servía en latín
para denominar a los fantasmas) y un búho. Esos ojos tan grandes
y esas miradas tan penetrantes de los animales que viven en las sombras le
sugieren al narrador ojos y miradas de algunos pintores y filósofos. Así pues,
los otros dos pares de ojos corresponden a Jan Peter Tripp (el pintor con el
que Sebald compuso Unerzählt, aquí traducido por Sin contar, un
libro híbrido de poemas y de miradas) y a nada menos que Ludwig
Wittgenstein.
5.
La visita es breve y
también lo es su recuento, aunque la intensidad es tan grande que
produce resonancias en el narrador y su relato y también en el recuerdo de
nosotros, los lectores. Lo último que dice Sebald al respecto es extremadamente
significativo:
Además,
creo que me rondaba también por la cabeza la pregunta de si, al caer la
verdadera noche, cuando el zoo se cerraba al público, encendían para los
habitantes del Nocturama la luz eléctrica, a fin de que, al hacerse de día sobre
su universo en miniatura invertido, pudieran dormir con cierta tranquilidad.
En efecto, en ese
espacio artificial, convertido en vivienda de decenas de seres vivos que sin
comerlo ni beberlo han acabado allí, la alternancia de día y noche
debería ser preservada para que sus ritmos vitales, que son los opuestos a los nuestros,
no se vean demasiado alterados. Esa imagen de un zoo desierto, de la obscuridad
en los lugares en los que dormitan los diurnos, rodeando un único
reducto de luz en el que justamente también duermen aquellos que
necesitan para estar vivos de la noche, es una de las muchas sugerencias
inagotables que aparecen ya en las primeras páginas de Austerlitz y está
en el origen de esta entrada, en el que voy a tratar de perseguir alguno de
esos hilos.
6.
En primer lugar,
Sebald tampoco hace demasiado para ocultar sus trucos de prestidigitador, pues
inmediatamente nos informa de que, en su memoria (esto es, en la memoria del
narrador, hay que ser cuidadosos con esto), el Nocturama se mezcla con las
imágenes de la llamada Salle des pas perdus de la Centraal Station de
Amberes. Y eso nos lleva al pasado colonial de Bélgica, una de las
aventuras humanas más crueles y destructivas que puedan concebirse, bajo la
égida del rey de los belgas, Leopoldo, emperador del Congo y genocida.
Los animales exóticos forman parte de la decoración del gran vestíbulo,
cuyas dimensiones empequeñecen a los transeúntes o a los que esperan los
trenes, devenidos así razas enanas como las que pueblan el Nocturama, de modo
que al narrador le roza el pensamiento de que se trataba de los últimos
miembros de un pueblo reducido, expulsado de su país o en extinción, por lo que esos únicos supervivientes tenían la misma expresión apesadumbrada
de los animales del zoo, en esa hora vespertina en la que la enorme sala se
iba obscureciendo como el Nocturama con un crepúsculo de inframundo.
7.
Entonces se produce
el encuentro del narrador con Jacques Austerlitz, sobre cuya historia trata la
narración, un hombre cuya identidad se vio suprimida cuando tuvo que abandonar Checoeslovaquia
en un transporte para niños que le llevó a una estación (otra, pero todas las
estaciones resuenan, como la de Lucerna en llamas, también evocada aquí), como
resultado del avance nazi y la instauración de las políticas de exterminio que acabaron
recibiendo el eufemístico nombre de Endlösung, esto es, solución
final, y que devinieron a la larga en la aniquilación, o Vernichtung de
millones de seres humanos, de diferentes nacionalidades, procedencias, etnias,
edades y condiciones. Otros muchos elementos, a partir de la semilla sembrada
con el Nocturama y la estación van apareciendo, para ir apuntando sus frases
musicales a la gran sinfonía. Lo primero, las fortificaciones, especialmente
una, la de Breendonk, donde fue torturado Jean Amery, uno de los escritores
supervivientes en torno a los que Sebald gira. Los trenes inevitablemente
apuntan a la logística de pesadilla de esa vasta operación de conducción hacia
los campos de exterminio, que se llevó a buen término con la inestimable
colaboración de cientos y miles de personas que se tendrían sin duda por probos
funcionarios y patriotas intachables, bajo la dirección irreprochable de ese
representante insuperable de la banalidad del mal que fue Adolf
Eichmann.
8.
Pero no se trata aquí de seguir la trama de Austerlitz ni tampoco de extendernos en el recuento
histórico de esas atrocidades (aunque conviene tenerlas bien presentes, ahora
que estamos asistiendo, mano sobre mano y mirada, en el mejor de los casos, de
soslayo, a otro nuevo genocidio en Palestina, que sumar a los de la Segunda
Guerra Mundial, el colonialismo o tantos otros), sino de intentar desentrañar
todo lo que despierta la breve narración de la visita al Nocturama, o al menos
lo que me despierta a mí, que vuelvo y vuelvo a ella y a Sebald. En ese
sentido, en mi maltratado ejemplar de Austerlitz, que he recorrido ya
tantas veces, aparece, de manera inevitable, anotado al lado de la descripción
de ese espacio invertido “peep show”, pues hay una congruencia
óptica y geométrica en esas disposiciones (y en otras muchas, alguna de las
cuales irá saliendo por aquí).
9.
La asimetría en la mirada,
la iluminación artificial de un ámbito reducido y cerrado, la penumbra o la
inaccesibilidad visual que proporciona un espejo parcial del lado del
espectador, la sordidez del espectáculo, el que se produzca sin posibilidad
alguna de comunicación táctil entre los dos ámbitos separados justamente por una
lámina, una superficie esencialmente bidimensional que con su escaso grosor delimita
parcelas inmiscibles del Cosmos… todo eso me lleva necesariamente a otro lugar,
a otro Nocturama humano, un local sin nombre conocido (no nos lo proporciona la
película) en el que, entre otras criaturas, y de vez en cuando, cuando es requerida,
un lémur llamado Jane Henderson se ofrece a las miradas de personajes anónimos
que han pagado por ese servicio, y por supuesto a las miradas de todos
nosotros, espectadores de cine, voyeurs de voyeurs, en la
penumbra de las butacas, absortos en la contemplación de lo que aparece en el otro
lado de la pantalla.
10.
Hablo, claro de Paris,
Texas. Jane está interpretada por Nastassja Kinski. Su exmarido, Travis,
magistralmente representado por Harry Dean Stanton, y su hijo Hunter (de
apellido real Carson) la han localizado en Houston tras no pocas peripecias.
Siguen a su utilitario hasta la trasera de un edificio en las afueras. Allí se
queda Hunter, en el coche, mientras Travis se introduce, justamente por la
puerta de atrás, en el garito, que no está realmente operativo a esas
horas. Nunca vemos la entrada principal, seguimos con Travis un itinerario por
los lugares que están normalmente vedados a los visitantes, esos pasillos de
servicio que utilizan los cuidadores del Nocturama para llevar los alimentos o
limpiar las jaulas (la división es así, por lo menos, cuatripartita: el lugar
sombrío, el lugar artificialmente iluminado, y lo que hay tras las puertas,
esos fondos del edificio y el día calcinante del exterior de la
instalación). Finalmente se produce el encuentro, un encuentro mediado
por la plancha de metacrilato tras la cual aparece Jane, de rosa, en una especie
de remedo de una habitación de hotel. La comunicación se produce mediante un
teléfono y un intercomunicador. Ella no puede ver a su cliente. Sólo al
final, tras el primer intento frustrado, Travis encontrará el modo de que su
sombra acompañe a la figura luminosa de Jane, destruyendo el espejo
parcial, iluminándose para que la luz refractada adquiera más potencia.
11.
La idea podría ser
entonces, la siguiente: existen unos lugares que podemos llamar cápsulas donde
se encierran a animales o seres humanos en ámbitos con decoraciones
artificiosas para que procedan a realizar lo que hemos venido a ver: un striptease,
un número, el compulsivo lavado de un trozo de manzana, un languidecer tan sólo,
acaso. Por supuesto, la estructura es escalable, y puede ser reinvertida.
Para el dentro, nuestro dentro es el fuera. En sus obscuros corredores,
las chicas que trabajan en el peep show texano se encuentran entre ellas
y con sus pimps, comen y beben, esperan las llamadas. Travis transgrede
el tabú de la frontera, y con él lo hace el ojo mecánico que lo acompaña, y por
eso nosotros también podemos abandonar por un momento ese fuera irrebasable
que es el de los espectadores de cine para estar en ese dentro, que limita con
el dentro de las cabinas. Cuando salgamos de la sala y vayamos al metro o al
coche, generaremos de nuevo otras cápsulas. Nos dirigiremos a nuestra casa y
nos sentaremos en mesas como ésta, que acaso tendrán una ventana delante, como
ésta, y que contemplarán un fuera que parece ilimitado, mientras los
habitantes de ese fuera, que a lo mejor son bañistas en una piscina, pueden,
distraídamente, dirigir su mirada al hombre que teclea en el tercer piso, desde
su estar dentro de sí, para el que la morada de otro es un lugar en
principio prohibido. Y así sucesivamente.
12.
Es decir, la
estructura del Nocturama es la del peep show, que es la del teatro, con
su caja obscura y sus filas de butacas, que es la de los escaparates de las
avenidas violentamente iluminadas, que es la de nuestras viviendas y dentro de
ellas nuestras habitaciones, y es la del cuerpo que protege a toda costa su
homeostasis y es la de los acuarios con su espacio azul y sus peces en
una travesía interminable que no les conduce más que a la misma pared tras la
cual parecen adivinarse otros monstruos abisales inconcebibles, que somos
nosotros. En esas estructuras dos espacios se yuxtaponen y, al hacerlo,
lo hacen dos tiempos que son inmiscibles e insincronizables, por más que
se dejen someter por el relato, que siempre se formulará desde uno solo de los
lados (a salvo de esa especie de intercambio mágico del Axolotl cortazariano,
otro de esos animales encerrados que ya ha aparecido por aquí).
13.
No sé, llevo muchos
días, más de lo normal, pensando esta entrada y veo que no soy capaz de
transmitir, no ya el concepto, sino la sensación que me acompaña cuando mis
pensamientos deambulan por esa especie de laberinto, de esa construcción como la
del último animal kafkiano de Der Bau, una sensación que me avisa
de que estoy cerca de algo, de que hay un hallazgo decisivo que tengo al
alcance de la mano, que tantos años de dedicarme a la Óptica, y estudiar los dispositivos
artificiales de producción de imágenes, y muy en particular los espejos, pueden
acabar conduciéndome a algún lugar… Son tiempos fecundos, pero también de continua
zozobra, éstos en los que intento llevar a buen puerto un proyecto de
novela que está cobrando vida propia, con lo que eso supone de profusión de
excrecencias y miembros de hidra, con lo que eso supone de ingobernabilidad y
sequía y borbotones.
14.
Pero hay
resonancias. El otro día, sin ir más lejos, en La infancia de Iván, de
Andréi Tarkovski (porque, sí, he vuelto a Tarkovski, como a Sebald, como a
otros autores que sé que son buena compañía en estos trances), en una de las
secuencias oníricas, la madre le dice a Iván que hay una estrella que habita en
el pozo, y que está ahí porque para ella ahí, en la negrura del pozo, es de noche, aun cuando sea de
día. Los espacios capsulares permiten esa disrupción, permiten, con el
mero accionar de un interruptor, generar vigilias infinitas, torturas de
privación de sueño, o bocas de lobo, o suaves penumbras propicias a las
caricias. En Solaris la cápsula lo es literalmente. Cuando Kelvin quiere
deshacerse de la primera Hari, esa criatura oceánida que ha aparecido
en la estación espacial (otro ámbito hermético, pues fuera de ahí no se
puede respirar ni sobrevivir), la introduce en un vehículo espacial y la eyecta
al exterior, a un vuelo sin rumbo ni término en el que ella, ominosamente, sobrevivirá,
pues esas criaturas son indestructibles, al menos mientras Sartorius no acabe
de perfeccionar su rayo mortal.
15.
En mi gozosa relectura
de La vie mode d’emploi de Georges Perec me encuentro con el capítulo L,
en el medio, en el quicio, en el lugar de esa superficie que separa las
fases, un capítulo literalmente lleno de mises-en-abyme en cascada,
con espejos y cuadros, y cuadros en los que hay espejos y espejos que reflejan
cuadros en los que hay espejos, y alguien, del lado de acá (y entonces se
enciende la máquina de pensar en Rayuela y en tantos otros espejos cortazarianos) que narra todo eso y alguien del
lado de más acá, que lo lee, yo, y alguien, del lado de allá, ustedes,
que lo leen, mientras todo tiene lugar en una pantalla bidimensional, ésta,
en la que van brotando las letras.
16.
Así pues, una vez
más, mi mundo ha devenido especular, y mi conciencia del Nocturama se ha vuelto
a despertar. Escribir es algo que genera inmediatamente estructuras de Nocturama.
En la jaula del libro cerrado se apelotonan las criaturas planas de nuestros
relatos. Al abrirlo, las páginas se convierten en un paisaje. Pero en ese
paisaje sólo hay palabras (y, si uno es Sebald, fotos, pero las fotos abren sus
propios Nocturamas y el problema sube su dimensionalidad, estamos ya
decididamente escalando el Monte Aleph), así que ese paisaje no es más que otra-vez-nosotros,
allí estampados y yacentes, aptos para nuevas contemplaciones, lémures
sobrevenidos, y por lo tanto, este gesto aparentemente inocente de enunciar una
frase nos duplica, nos triplica, nos multiplica, somos el animal prisionero que
intenta de algún modo contarle su historia al pálido reflejo de sí mismo
que ve en la lámina de metacrilato (pues toda lámina transparente es a la vez
un precario espejo), y somos el espectador que comenta qué ojos tan grandes
tienes, y somos el cuidador en su submundo de calderas y tuberías y
despensas y cuartos cerrados, y somos el guardián en la puerta y el que nos ha
vendido la entrada, y el fotógrafo que nos ha retratado inesperadamente al
cruzar el umbral y somos, interminablemente, los habitantes de esas fotos que
abren nuevas salas de Nocturama y que son igualmente cápsulas en vuelo asintótico.
Y sí, así sucesivamente, así infinitamente.
17.
Esta especie de
inestabilidad ontológica no me es, desde luego, desagradable. Sólo, a ratos, me
abruma, pues intento domeñarla, intento estabular a todas las criaturas fantásticas
que de repente han dado en ser pobladoras de Nocturamas incontables. Cuando
me dejo llevar por el vértigo de las asociaciones, cuando soy un surrealista
digno de tal nombre todo se parece a todo y en todo hay una clave para
entender todo. Entonces, dos rectángulos yuxtapuestos parecen servir para la
descripción definitiva: el lado de dentro y el lado de fuera, falsos
ambos, pues luego hay otros rectángulos, y el manto donde reposan los rectángulos,
que es ese lugar que Nabokov aconseja escribir siempre con comillas, la “realidad”.
Y ahí justamente todo se intrinca, todo se desposee, todo se astilla, todo se
remezcla. Ésas son las tardes del éxtasis, las noches de la maravilla. Ocurren
una vez cada milenio. Ayer mismo, sin ir más lejos.
18.
Sí, escribo frente a
una ventana, ya lo saben. El vidrio de la ventana es transparente. Cuando es de
día, como ahora, la luz transmitida es la predominante, y yo veo lo de fuera.
Lo de fuera también me ve, pero vamos a ignorar esa parte del problema. Pero,
cuando se hace de noche (sea del lado que sea en el Nocturama), la luz transmitida
empieza a disminuir, y la parte de la reflexión en el vidrio, que siempre ha
estado ahí, se hace visible. Es decir, se hace visible mi rostro.
Empiezo a estar de los dos lados. Si mis ojos se dirigen a la pantalla
del ordenador, también allí aparezco, tenuemente. El papel de la libreta o las
páginas de un libro son mates, y opacos, pero hay tantas superficies reflectoras
que nos acompañan o nos acechan… En The philosophy of furniture, el
presumiblemente catoptrófobo Poe (otros temerosos de los espejos ilustres
fueron, claro, Borges, o Unamuno, o Juan Ramón, durante un tiempo estudié mucho
eso) desaconseja el glitter (Baudelaire lo traduce por éclat, “brillo”
no parece ser exactamente el equivalente) y en particular deja claro que los
espejos en una estancia la desordenan, la quitan su forma, y de ese modo
la despojan de toda armonía posible. Pero da lo mismo, siguen ahí los reflejos,
y, si uno se fija, no hay compañeros más fieles ni más despiadados.
19.
Anoche había luna
llena. Me sorprendió verla desde mi mesa, mientras escribía. La saqué una foto.
En esa foto la reflexión en el vidrio de la ventana hace que el lado de acá (la
cortina, las estanterías llenas de libros) se proyecte hacia el lado de allá,
ese lugar donde habita el Océano de Solaris. En medio, milagrosamente encuadrada,
junto a la casa de enfrente, que está donde debe, la luna, redonda,
brillante, más pequeña en la imagen fotográfica que en el engaño de nuestra
percepción. Todo, lo transmitido y lo reflejado, parece estar en el mismo plano,
habitar el mismo ámbito. Sí, un engaño. Duplicado, además, por el carácter de doble
superficie refractora y reflectora de la lámina de vidrio de la ventana.
Esas filas de libros que se sostienen en el aire, como esa vela duplicada de
las Magdalenas de Georges De La Tour, esa imagen de Jane en su dentro, pero
enfrentándola, que se superpone con precisión mágica (de la magia de ese otro
prestidigitador que es Wim Wenders, otra presencia protectora) con la de
Travis, que ve de su lado esos mismos dos rostros al revés, esa extraña imagen
de sí mismo que acaso verá el mapache en su metacrilato mientras se pregunta
por qué esa criatura, que no sabe reconocer que es él, lava una y otra vez un trozo
de manzana, todas esas rupturas de la pared, que es la cuarta o la cuadragésima
en esta compleja escenografía del vivir, todas esas trayectorias inerciales en
el espacio que conducen a la estación Prometeo, todas esas líneas de la página
que se hacen inesperadamente perpendiculares y nos perforan el pecho, son la
prueba de que hay otro modo de contarse la vida, y si hay otro modo de
contarla, hay otro modo de vivirla.
20.
El 22 de julio de 2014
estoy en Trieste. Ese día he comprado libros, recorrido la ciudad, una vez que
me he encontrado el Castillo de Duino cerrado (volví al día siguiente, y ya
había estado, ya bien lo saben Uds., en 2012, y luego volví en 2019), por la
tarde ha llovido, menos que la tarde anterior, en la que una tormenta me obligó
a cobijarme en los arcos de la Piazza dell’Unità. Por la noche, en el Hotel
Urban, en un escritorio más bien precario y nefastamente iluminado, sigo
escribiendo en mi libreta. Escribo mi novela de entonces, en ese proceso
que de algún modo intento reproducir estos días. Frente a mí, no una ventana,
no el tímido reflejo en un vidrio cuya misión es la transparencia, sino un espejo.
Un espejo enorme, rotundo. Dentro del espejo, otro, yo, un zurdo, un escritor
que escribe, al revés, lo mismo que yo escribo. Por el mismo precio podría,
atravesando los obscuros corredores, aparecer Jane o un lémur. La extrañeza de
ese dentro plano y profundo, suscitado con mi gesto de encender la
lámpara, extinto cuando ésta se apaga, me subyuga. Escribo estas frases, que
pasaron prácticamente tal cual a Morgana en Duino
En
esta mesa escribo con un gran espejo, que me refleja, como le es inevitable, a
tenor de lo prescrito por el Maestro Eckhart, en todo momento, y en cuyo espacio-otro,
el zurdo que soy produce irreprochables líneas de escritura inversa, que, con
cierta destreza, podemos seguir en el preciso instante en que se escriben, sin más
efecto que un leve desvío en su paralelismo. Esa visión del Otro, de la Otra
Mano, la que avanza hacia nosotros desde el agua del espejo, es una conveniente
ilustración de cómo la escritura es, ante todo, secreción, y también extrañeza:
emisión de símbolos que a duras penas tendrán otro sentido que su insistencia
en tiznar los blancos lechos de los cuadernos que habitan por igual de un lado
y de otro del espejo.
Sí, algo así es.
y 21.
Al comienzo del
poema de John Shade, en esa obra maestra que es Pale fire, de Vladimir
Nabokov, de cuyo título nace el nombre este blog (el título nos recuerda
que la luna, la pálida luna que igualmente invocaba Sebald al
principio de la entrada, es también un espejo, pero de eso ya nos
tendremos que ocupar en el futuro, dado que las ocurrencias del espejo
son infinitas), hay un escritor frente a una ventana contemplando un pájaro y
junto al pájaro su propio reflejo, en una confusión de dentro y fuera que en
Nabokov, inequívocamente, remite a un dentro y un fuera primordiales, a un lado
y el otro de esos paréntesis que para él encierran la vida, ese suspiro entre
dos negruras. La belleza de esos versos ha de apreciarse en el original, y por
eso los dejo así aquí para terminar esta entrada arrebatada. No me animo a traducirlos,
aunque traducciones hay. Déjense llevar por ellos, contienen toda la sabiduría
que se requiere para orientarse en estos extraños mundos vítreos, hialinos y
cristalinos del estar y no, del ver y el ser visto, de la luna en el cielo y la
luna del espejo y el espejo de luna y los lunáticos, que leemos y escribimos de
noche, a veces imprudentemente sentados frente a un espejo, un espejo que nos recuerda
que del otro lado del texto están los lectores, esos que, leyéndonos, nos convierten
en el pájaro de fuera y nos invitan al interior de sus casas, donde la lumbre
del hogar nos acompaña en las noches obscuras del alma.
I was the shadow
of the waxwing slain
By the false
azure in the windowpane;
I was the
smudge of ashen fluff – and I
Lived on, flew
on in the reflected sky.
And from the
inside, too, I’d duplicate
Myself, my lamp,
an apple on a plate:
Uncurtaining
the night, I’d let dark glass
Hang all the
furniture above the grass,
And how
delightful when a fall of snow
Covered my glimpse
of lawn and reached up so
As to make chair
and bed exactly stand
Upon that snow,
out in that crystal land!
Yes, indeed, how
delightful!
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