lunes, 23 de junio de 2025

Descripción de una lucha

Uno de los esquemas de La vie mode d'emploi a cargo de Georges Perec

 


…ma “pensée” ne pouvait réfléchir qu’en s’émiettant, se dispersant, qu’en revenant sans cesse à la fragmentation qu’elle prétendait vouloir mettre en ordre.

GEORGES PEREC, Penser/Classer

 

1.

Hoy es el Bartlebooth’s Day. Lo es, además, de manera especial, porque, como ya se apuntó en estas páginas hace algunas semanas, es justamente hoy, en este año de 2025, cuando se cumple el cincuentenario del día fatal en el que se desarrolla la frondosa acción de esas novelas, que tienen lugar en el 11 de la rue Simon-Crubellier. Como también se anunció aquí, en Barcelona, siguiendo la iniciativa del muy activo perequiano o perequés (que es la versión lipogramática de lo anterior) Kim Nguyen Baraldi, tan magna efemérides se conmemora con una lectura pública de toda la extensión de los 99 capítulos, el prólogo y el epílogo de La vie mode d’emploi, o La vida instrucciones de uso o La vida manual d’us en la librería Pere Calders, adecuadamente devenida Pere Calders y efímeramente sita en una dirección brotada mágicamente en Barna (XVIIéme arrondissement, concretamente) que corresponde, claro, al 11, Simon-Crubellier. Faltan ya pocas horas para que la lectura, iniciada ayer, concluya. Kim me invitó amablemente a realizar una de las postas, pero era realmente muy difícil para mí desplazarme a Barcelona, dado que el sábado 21 estuve celebrando, muy felizmente, mi 61º (¡ay!) cumpleaños hasta la madrugada. Pero estoy allí con el corazón y hoy he paseado por Madrid con mi ya baqueteado ejemplar de La vie, y he releído algunas partes.

 

2.

El prólogo, o, por mejor decir, Préambule, de La vie mode d’emploi consiste en una breve disertación sobre l’art du puzzle. Ya se sabe cuán importante son los puzzles en la trama que vertebra todo el entramado de historias que se nos cuentan en las más de setecientas páginas del libro. Hay algunas tesis que cabe destacar de ese preámbulo. La primera versa sobre la dialéctica, nada simple, entre el ente pieza de rompecabezas, que uno podría concebir como independiente y autosuficiente en su existencia y su, por otro lado, evidente subordinación a un rol que no se entiende más que pensando en el conjunto. El sentido de esas piezas de extrañas formas (les bonshommes, les croix de Lorraine, les croix) viene supeditado a su encaje en otra entidad que puede juzgarse de orden superior, o, como mínimo, más compleja: el puzzle. La metáfora puede entenderse de un modo directo: es en la medida en que los casi innumerables relatos que van a ir sucediéndose cuando vamos entrando, invitados o no, en las diversas estancias del inmueble, se engarzan para constituir ese conglomerado nuevo, que ya merece otro nombre (Romans), que cada uno de esos átomos-historia se justifican.

 

3.

O no, claro, ésa puede ser una interpretación corta de miras, o simplemente errónea. Porque lo cierto es que la organicidad de la obra finalmente construida no necesariamente tiene que verse disminuida por el hecho de que puedan desgajarse de ella algunas piezas o miembros, como centón que aspira a ser, como espejo de las narraciones encadenadas de Las mil y una noches. De hecho, suponer que las relaciones entre esas estructuras moleculares y el cuerpo que conjuntamente articulan son meramente temáticas, o se basan en una cierta continuidad que supera a la mera contigüidad, es limitante. Si seguimos leyendo el preámbulo, comprobamos que en él se rechaza con rotundidad la producción seriada de puzzles basados en el mismo troquel, simplemente aplicado de manera mecánica. Se aboga, en cambio (tiempos aquellos…) por la artesanía del constructor de rompecabezas, que maneja seguetas y limas para descomponer la imagen en formas intrincadas y engañosas, que lleven, incluso al más avezado recomponedor al error o al menos al titubeo.

 

4.

Es, pues, sobre todo en el ámbito espacial, que es geométrico, pero de una geometría que huye del aburrido recurso euclídeo a los segmentos rectos y se sumerge en el más arriesgado ámbito de lo curvilíneo, donde se juega la partida. Así se establece el diálogo entre el constructor y el reconstructor, que tanto se asemeja a una partida de ajedrez pensada ya en su totalidad en la mente del Gran Maestro, que luego se limita a conducir a su oponente por los caminos previamente trazados que le van a abocar a una derrota, que es en el fondo una victoria, pues prueba la excelencia del Arte en el que ambos participantes no pueden ser sino cómplices. La cita que encabeza el preámbulo apunta justamente en esa dirección: L’œil suit les chemins qui lui ont été ménagés dans l’œuvre. Su autor es Paul Klee.

 

5.

Por tanto, el arte del ensamblaje es identificado aquí como el punto crucial en esa especie de intercambio, acaso diferido en el tiempo, pero continuamente reactualizado en el momento de la lectura, entre el autor y el lector. El autor, de hecho, ha tenido que superar su propio proceso, su propia lucha, seguramente encarnizada, con algo que no es identificable, pero que se siente muy claramente cuando uno va intentando enarbolar (la palabra, de resonancias náuticas, es adecuada) su proyecto de novela. Cuando ha tallado sus piezas de puzzle y las ha ordenado en el desorden en el que quiere presentarlas al lector, su tarea ha terminado, pero el libro, para ser completo, debe recibir el último golpe de cincel, que sólo pueden dar el ojo del que lee, ese ojo al que se refiere Klee (en las llamadas artes visuales esto parecería más evidente, pero es igualmente válido en la literatura). Las trampas, los trucos, las aparentes omisiones, las decididas ambigüedades, las insistencias y los escamoteos, toda la panoplia del trompe-l’œil, toda la argamasa que sostiene un edificio que puede parecer a ratos contrahecho o simplemente caótico, como lo son las ciudades de los sueños, están ahí justamente para regocijo del lector, y en ese duelo a pistola, cuanto más hábil sea nuestro oponente (nunca doy la mano a un pistolero zurdo), tanto mejor.

 

6.

Así, los andamiajes se han retirado y lo que se entrega, en la engañosa compacidad que le presta su forma paralelepipédica, es una especie de recinto cerrado, cuya llave está, paradójicamente, encerrada dentro de ese hortus clausus, así que no hay que usar llave alguna, sino más bien, valerse de rodeos, puertas camufladas, o simple artillería para hollar el espacio sagrado, colonizar el territorio mágico, hacernos dueños de lo que en realidad siempre fue nuestro. Por eso es tan maravilloso leer, porque nos invitan a hacer lo que ya está hecho, y hemos de hacerlo deshaciéndolo y barajándolo, como un solitario. Los grandes autores lo saben, porque son grandes lectores antes que nada. No es concebible un autor (al menos uno que tome algún riesgo, uno que no se limite a la pura fórmula) que no haya tenido que superar el combate con el ángel del ensamblaje, no hay nadie que se siente un día y teclee “capítulo uno” y empiece y siga así, línea a línea, hasta el tecleo de “fin”, no hay ninguno que no corrija, se arrepienta, rompa páginas, desordene los materiales, abandone la novela, la retome, la cambie completamente, la vuelva a abandonar, la deje en un cajón hasta que sea parte de su legado póstumo, le pida a su albacea que la destruya para que éste la publique desobedeciéndole, no hay ninguno que no sueñe con el libro, que no reciba (de quién: del ángel, por supuesto) las indicaciones precisas para sacar el libro del cajón, para reunir las hojas medio quemadas de la chimenea, para enderezar el entuerto, para escribir, ahora sí, ahora en serio, parece que va saliendo, hasta que sí, sale, y el fin es de verdad, y luego ya veremos que hacemos con eso y si alguien quiere publicárnoslo, eso es otra historia. Sí, a todos nos pasa: el que lo probó lo sabe.

 

7.

Por eso el lector cómplice debe penetrar en la novela como un explorador y debe tener el oído muy fino para captar todas las resonancias que ha dejado el fragor de la lucha con el ángel. Ocurre en todos los casos, por supuesto. Hasta el microrrelato más breve, hasta un haiku pueden tener elaboraciones tortuosas, ser endémicamente inconclusos. Pero es en las novelas, en algunas novelas, donde se puede saborear con más facilidad el sudor derramado por los púgiles en su combate all night long.  Novelas: es decir, en algunos de esos escritos que, a falta de mejor nombre y llevados por un afán clasificatorio que es esencialmente comercial, denominamos novelas, una vez que entendimos, allá por los inicios del siglo XX, que la novela era cualquier cosa, es decir, que lo era todo, es decir, que no era nada.

 

8.

Estoy escribiendo una novela. Es decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo uno de esos engendros más o menos teratológicos a los que me acabo de referir. Es decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo muchas, como llevo décadas escribiendo muchas novelas, mutuamente contradictorias entre sí, pero también caníbales que acaban devorándose, obras de complejidades extradimensionales y curiosamente vacías de todo contenido reconocible, o al menos resumible (no me pregunten sobre qué escribo: cuando alguien lo hace es patético verme balbucear). Pero, vaya, digamos que sí, que ahora, por el momento, es decir, a 23 de junio de 2025, a cincuenta años exactos del aciago día en que la última pieza del puzzle no tuvo la forma que debía y todo, pues, se vino al traste, estoy escribiendo una novela. O, para ser más exactos, hoy, Bartlebooth’s Day, estoy escribiendo en el blog que estoy escribiendo una novela, sobre todo para obligarme a escribirla, para darle carta de naturaleza con esta declaración tan formal, abocándome así a un emplazamiento que se hará más y más difícil de cumplir y que producirá una angustia cada vez mayor, especialmente cuando se vea agravado por las preguntas de "¿cómo va tu novela?". Pero es algo que deseo hacer, es algo que necesito hacer, o por lo menos intentar, es algo que me prometí a mí mismo hacer, ahora que tengo tiempo, justamente porque ya no hay tiempo, porque no cabe descuidarse, y hay cosas que sólo se pueden contar en una novela, es decir, en uno de esas objetos que llamamos novela y nadie sabe muy bien lo que son.

 

9.

Siempre fui un escritor de formas breves. Algo lógico, puesto que mi dedicación a la escritura siempre fue, además de clandestina, más bien montaraz, esporádica, deslavazada e inconstante, por más que también fuera de una intensidad casi religiosa y de una ambición exorbitante. Durante muchos, muchos años, fui poeta. Era raro que recurriera a la prosa, y cuando lo hacía básicamente seguía componiendo poemas, poemas en prosa. Sí hubo, desde siempre, ideas para novelas, y algunos relatos (hablo de la adolescencia, remotísima), pero sólo mucho después, y un poco azarosamente, intenté la narrativa. Significativamente, mis primeros éxitos se produjeron, ya lo he contado por aquí, dentro, una vez más, del territorio de las formas breves: microrrelatos y relatos, en general de poca extensión, no demasiado narrativos, sin tramas complejas, sin personajes realistas (qué poco me ha interesado siempre el realismo). Poco a poco, y de nuevo no fue algo buscado, ni es algo tan completamente cierto, fui dejando de ser poeta, o al menos de escribir poemas comme il faut, me fui yendo más y más a géneros híbridos (soy un hombre de mi tiempo, cabría decir, o a lo mejor soy un mal artesano y he procurado inventar un arte otro en el que me manejo, puesto que defino las reglas), como los que empleo aquí, en el blog, sin ir más lejos.

 

10.

Así, sólo he escrito una novela. Tampoco se puede decir que se me diera mal: me puse a ello, me la pensé durante dos años, nunca fue una novela, sólo lo fue siendo cuando me di cuenta de que la única caja en la que cabía era ésa, etiquetada como Otros, que acaba siendo llamada novela, ya saben, a falta de mejor nombre. Cuando me puse a escribirla en serio, me la ventilé en poco tiempo (el verbo es apropiado, porque acabé escribiéndola poco menos que a manotazos, imbuido de un fervor y una potencia creadora completamente inesperados en unos meses del verano y el otoño de 2015), la presenté a un concurso, lo gané y me la publicaron. Hice una presentación en una librería, firmé libros en la Feria del Libro, mi amigo Luis de Dios tuvo el maravilloso gesto de mantener el libro en la mesa de novedades de La Central de Madrid durante muchas semanas. Es decir, todo lo que cabe esperar del hecho de haber escrito una novela. No vendí casi nada, salvo a cuanto amigo y familiar pude extorsionar, pero eso nos pasa a todos, incluso a los autores consagrados. Estuve muy orgulloso, también me dio mucha vergüenza, mucho pudor. Luego pasaron los años y aquello me parece ya tan lejano como los premios de poesía que me daban en el colegio. Todo es parecido: el tiempo se pasa tan rápido. De hecho, es imposible para mí aceptar que ya ha pasado otro año y no he vendido una escoba. Así pues, el otro día, hace algunas semanas, en la ducha (que es un sitio donde se me ocurren muchas cosas literarias) me dije: Agus, elige una de las infinitas novelas en ciernes que tienes, y haz algo que, por si no te habías dado cuenta, es necesario para que exista: escribe. Dije: escribe, carajo, para ser exactos. Pero da igual, porque aún no estoy tan mal como para hablarme en voz alta, ni siquiera en la ducha. Mi monólogo interior es en silencio, muy discreto.

 

11.

Y entonces me investí con las sagradas vestiduras del constructor de puzzles, y empecé a reunir fragmentos y fragmentos que había ido anotando durante eones en mis asendereadas libretas. Si abren una de ellas verán líneas que se suceden pulcramente, sin indicación ninguna de a qué vienen, a qué proyecto pertenecen, si son impresiones personales, anotaciones de diario o agenda (las menos), pasajes textuales usables para algún relato, aforismos o simples ocurrencias más o menos automáticas. Es decir, la legibilidad extrema que proporciona mi cuidada caligrafía es sólo el reflejo obscuro de la verdadera naturaleza ilegible de esos escritos: son el magma. Sólo hay, pues, un lector posible para esa amalgama, y soy yo, que, por definición, soy finito, y a lo peor estoy dando las boqueadas, así que es imperioso insistir en la nunca abandonada pero sisífea tarea de la transcripción y la distribución en carpetas de ordenador, de naturaleza igualmente intrincada, pero más cercanas a un verdadero uso en tareas de más largo alcance, como por ejemplo, escribir una novela.

 

12.

El inconfesado, o no tanto, porque, como se puede suponer, en mi monólogo interior no tengo secretos para mí mismo (bueno, quizá sí), propósito de esta transcripción, que ha de ser concienzuda hasta lo obsesivo, para no dejar fuera ni una miguita de las que pueden resultar, a la larga, claves para el retorno a casa de Pulgarcito, el inconfesado propósito (me pongo hipotáctico, y eso, ya lo saben, es porque empiezo a sobreexcitarme en esta escritura a tumba abierta, sin guion y, ella sí, lineal desde el capítulo 1 al capítulo un millón, que practico en el blog), el inconfesado propósito (arranquemos de una buena vez) es comprobar si, por azar, en ese maremágnum de mis notas (que obedecen, o eso dicen ellas, a una lúcida búsqueda ininterrumpida en el proceloso territorio de lo todavía no escrito para seleccionar las perlas que constituirán el collar de la obra) estuviera ya escrita la novela. Es decir, que, como en los sueños, cuando fuera hojeando todo ese material (con su carácter, por tanto, matérico, apto para la edificación de sólidas estructuras) me diera cuenta de que mi labor simplemente era hacer el puzzle, coger de aquí, añadir de allá, dar algún pespunte y, un poco de la noche a la mañana, revestir el esqueleto que había ido perfilando en el otro montón de notas paralelo, que se ocupa de número de capítulos, título de los mismos, estructuras, superestructuras, infraestructuras, armazones y miriñaques, todo bien asentado en el vacío, es decir, flotando, y todo bien desprovisto de relleno.

 

13.

Pero no, claro, la novela no está ahí, como no lo han estado algunas otras que en los años anteriores llegaron al estatus de prenovela, es decir, al estatus de páginas y páginas de fragmentos inconexos con un vago aire de familia que uno va colocando como bolitas espejadas en las ramas de un árbol de Navidad progresivamente peor equilibrado y pronto al derrumbe, ya a principios de diciembre. Estoy exagerando, claro: hay muchas cosas, hay decenas y decenas de notas, hay un cierto plan que va madurando (en algunos casos hasta ponerse pocho y tener que ser arrojado sin más miramientos al cubo de la basura), hay una novela posible. Pero hay que escribirla, casi nada de lo ya escrito sirve en realidad. Es decir, sí sirve, pero no para ser verdaderamente el texto que acabará de verdad siendo la novela. Sirve como sirven los bocetos o los croquis, como sirven los montones de arcilla. Así pues, manos a la obra. En ello estamos. A trompicones.

 

14.

Es muy interesante, de todos modos, este estado, que no cabe llamar en realidad de gestación, pues se supone que justamente la gestación es lo que ha venido teniendo lugar los meses y años anteriores, y esto sería el parto. Pero es un parto larguísimo, extremadamente no lineal, lleno de idas y vueltas, próximo siempre al aborto, con riesgo evidente de malformaciones que hagan inviable a la criatura, con la necesidad de seguir gestando mientras no se deja de parir, o de decidir entre siameses, gemelos multivitelinos, algún alien que se nos ha colado no se sabe cómo en la matriz, en fin, ya se hacen una idea, no se trata tampoco de ponernos tan obstétricos. Es muy interesante, sí, incluso apasionante. Como no soy novelista, y la novela que escribí una vez tampoco era una novela, del mismo modo que ésta tampoco va a serlo, no tengo metodología alguna. Intento remedar la que, intuitivamente, fui pergeñando hace una década con Morgana en Duino. Allí partí igualmente de un mar de fragmentos que acabaron más o menos acercándose a su imán. Ahora quiero ser un poco más sistemático, no dejarme llevar tanto por las digresiones, darle un aire más apolíneo (por usar un adjetivo profundamente inapropiado). No me saldrá, no me sale. Pero me lo estoy pasando en grande. Es decir, me lo estoy pasando en grande salvo cuando sufro como un perro, que es a menudo.

 

15.

Como no soy un novelista, y tampoco tengo en realidad muchas historias que contar, y tampoco me han pasado en la vida sucesos de ésos que sirven para hacer relatos apasionantes, y como sobre todo he leído y leo vorazmente, y muy pocas veces a novelistas más o menos convencionales, pues me gustan ante todo los textos embrollados, inclasificables, arriesgados, textos en los que a menudo se ven las costuras (me encanta cuando eso pasa), como, por otro lado, tampoco soy capaz de crear nada que esté muy alejado del ensayo, del recurso continuo a citas de autores, a historias que les pertenecen a ellos, o sea, lo que hago aquí, en el blog, que es, al fin y al cabo, mi cuaderno de trabajo, como me pasa todo eso, para poder escribir, lo que hago es leer, leer incluso más y con mayor intensidad de lo habitual. Lo cual, claro, es paradójico, porque leer lleva tiempo y en ese tiempo no escribo, pero lo cierto es que ya he dicho que yo no sirvo para escribir con sistema, para sentarme y decir: “por dónde íbamos”. Toda mi escritura se basa en la inspiración, sea eso lo que sea, todo gira en torno al hallazgo, a la aparición de imágenes, de flores raras. El cemento para que esos ladrillos multicolores y de formas caprichosas permitan construir, siquiera un cobertizo, las frases más o menos anodinas pero necesarias desde el punto de vista técnico, me aburren soberanamente, me desmotivan, me parecen trabajo y no recreo o juego o magia o misterio, que es a lo que yo he venido a la literatura.

 

16.

Pero, bueno, ahí ando, más o menos encarrilándome, viendo cómo crece la criatura. La he alimentado de momento con Lorca, Cernuda o Kafka (lean las últimas entradas del blog, son por eso), que son, por supuesto, autores míos, que he leído muchas veces y ahora releo a propósito. Como estoy en modo antena los acercamientos a mi biblioteca son especialmente decisivos. Por algún motivo, he recaído (un verbo apropiado, por el carácter patológico de esa prosa excelsa) en Thomas Bernhard, que fue un autor que me deslumbró en la veintena, y al que devoré en pocos años, para luego alejarme considerablemente. Es curioso pensar que el Agus de entonces, que no manejaba demasiado dinero (estaba empezando mi carrera docente) y que compraba tantos libros como podía, pero tenía tantos y tantos autores aún por explorar, invirtió muchas pesetas en el atrabiliario austriaco, en ediciones de la colección Alianza Tres, que tanto me gustaba, o Alfaguara, libros que ahora he vuelto a recorrer de modo casi maniaco. Ya dije un día por aquí que habría que reconstruir la cronología de la educación literaria, estableciendo los diferentes periodos con técnicas estratigráficas, para entender cómo hemos llegado hasta aquí. Calzarme los guantes de boxeo para reemprender el combate con Bernhard es un síntoma de mi elevada confianza en un periodo tan propicio a la zozobra. Una buena señal.

 

17.

Uno de los leitmotive de Bernhard, autor que vuelve una y otra vez a los mismos territorios, es la imposibilidad de la obra. Los personajes, encerrados en un bucle infinito de pesimismo, aquejados de una sensibilidad mórbida, sometidos a circunstancias extenuantes, giran y giran en torno a un vórtice en el que se encuentra su única posibilidad de salvación (es un decir, en el mundo bernhardiano no hay salvación posible para nadie): la Obra. Puede ser un estudio sobre El oído, como en La calera, que he releído estos días, más de treinta años después de la primera vez, y que es uno de los textos más crueles (y eso es mucho decir) del autor austriaco. Un estudio que lleva a la destrucción del protagonista y de su torturada esposa. Un estudio que, según nos insiste el narrador, su autor, Konrad, tiene completo en la cabeza y, por lo tanto, apenas precisa de un vertido, de un volcarse en una redacción infinitamente preterida y que, por supuesto no se realizará. Corrección, para mí la obra maestra de Bernhard, la primera que leí de él (con los ojos como platos) y a la que sí he ido volviendo a menudo, plantea esa misma imposibilidad, pero en una versión todavía más desoladora: la obra, inabordable desde su mera concepción, a la que hay que dedicarse arduamente, contra todo pronóstico es completada, y es justamente esa conclusión la que resulta funesta. El inconcebible cono, que ha de ser edificado en el centro exacto del bosque, como ofrenda a la Hermana, produce la muerte de ésta y el inevitable final de su autor.

 

18.

Hay otras muchas obras de Bernhard, más allá de esas dos cumbres, en las que la procrastinación del artista, la simultánea conciencia de la necesidad de ejecutar la obra y de la imposibilidad de hacerlo, es la clave de la trama. Hormigón, por ejemplo, es otra. Aquí se trata de un musicólogo que intenta escribir una monografía definitiva sobre su compositor favorito, Mendelssohn-Bartholdy. La Hermana, ahora, es una de las causas aducidas para el retraso asintótico que le impide, no ya terminar el estudio, sino simplemente encontrar la primera frase. ¿Cómo concluir lo que no se puede empezar? He dado muchas vueltas estos días en busca de la primera frase, y seguiré dándolas. De nuevo, hay una idea, en el fondo tan ingenua, de que una gravitación irá atrayendo las sucesivas frases a ese pilar inicial de la primera. No hay garantía de esto. Los personajes de Bernhard son pesimistas. Sin embargo, lo cierto es que Bernhard escribió, escribió mucho, concluyó una obra vasta a pesar de su temprana muerte. Una obra impresionante.

 

19.

He estado también con Imre Kertész, especialmente con Liquidación, en la que justamente la búsqueda de la obra perdida, acaso inexistente, lleva a la ejecución de la obra. A mí me pasa algo parecido: hay un libro que me gustaría que hubiera sido escrito y lo busco en todas mis lecturas. Al final me resigno y me digo: tengo que escribirlo yo. Pero lo que sale no se parece a lo que tenía que haber salido. Y ahí que va Sísifo pendiente abajo a volver a cargar con la roca. Feliz, como yo, es decir, agobiado, avejentado, desalentado, pesimista, especialmente apabullado por la deriva de lo que se sigue llamando, absurdamente visto lo visto, política internacional, pero feliz de volver a subir pensando en el siguiente capítulo. He retomado a algunos otros pesimistas, o lúcidos: Di Benedetto, que cada vez me gusta más, Kobo Abe, Hofmannsthal (esta entrada iba a empezar con un análisis de ese increíble documento que es la Carta de Lord Chandos, y luego iba a invitar a Bartleby, pero al final he optado por esta vía, así que esa otra entrada seguirá existiendo en el mundo de las potencialidades, como mi novela). Hoy, Perec, por la fecha, y porque andaba un poco bajo de moral y estancado en el libro, y sabía que la lectura del gran Georges me iba a poner las pilas, como así ha sido. Una prueba de ello es esta entrada, desbloqueada, que me estaba costando afrontar y que me viene muy bien para desentumecer los dedos.

 

20.

De entre las pocas cosas que he escrito estos días (ésta, ayer concretamente) que no está conectada con el proyecto de novela (ésa es una de las cosas malas: si quiero ser constante y metódico me tengo que concentrar en ello, y se me escapan posibilidades creativas por el camino), voy a seleccionar este texto que les coloco aquí y que creo que resume bien toda este, más bien caótico, desahogo que empezó con los puzzles. Es, como todo lo que escribo, sólo un esbozo, que merecería un mayor desarrollo y algún pulido, pero me apetece compartirlo.

Un Doctor Frankenstein que dispone de cadáveres perfectamente viables, pero que decide no utilizarlos en sus experimentos de reviviscencia, sino que procede a diseccionarlos minuciosamente, para luego combinar los miembros de una manera caprichosa y burda, generando nuevos cuerpos híbridos, en los que las costuras son perfectamente visibles ―y que en principio resultan muy inferiores a los cuerpos originales que tenía a su disposición―, que procede entonces, exitosamente, a reanimar, generando así una prole de monstruos deformes y contrahechos que se pasean dando tumbos por el laboratorio y que, incapaces de toda locución inteligible, se limitan a mirar con una mezcla de odio y perplejidad a su Criador. Interpelado el Doctor por sus estudiantes sobre este comportamiento aparentemente paradójico, él responde impertérrito: “Señores, su planteamiento es erróneo. El objetivo del experimento nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el perfeccionamiento en el arte del ensamblaje”.

El objetivo de este blog nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el perfeccionamiento en el arte del ensamblaje. Y, como hay confianza, y esto es un cuaderno de trabajo, en el que anoto los resultados de los experimentos, les diré que, torpe como soy en la sutura y el serrado, soy a cambio un avezado componedor de monstruos, y espero contar con su benévola acogida si un día produzco uno lo suficientemente bien (es decir, mal) acabado como para arrojarlo al mundo.

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