Verflucht sei
wer uns nicht glaubt! Auf nach Clayton!
FRANZ KAFKA, Der
Verschollene
1.
El 11 de noviembre
de 1912, Franz Kafka le escribe a Felice Bauer:
Para
que se haga usted una idea provisional, la narración que escribo, concebida
para extenderse hasta el infinito, se titula El desaparecido y
transcurre única y exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica.
Esa narración acabaría
siendo la que, mucho tiempo después, en 1927, ya póstumamente, fue publicada
por Max Brod con el título, de su personal autoría (como de costumbre), de Amerika.
A partir de 1983, con la edición crítica de las obras del checo, se instauró de
forma definitiva el título que Kafka eligió en su momento, El desaparecido.
El término alemán es Verschollene y tiene una serie de connotaciones que
sugieren una especie de desvanecerse, disolverse en el aire, como la partenaire
del mago en el escenario. Desaparecido en castellano sugiere además,
tristemente, otras resonancias, que llevan a abusos gubernamentales,
detenciones ilegales, torturas y cadáveres nunca recuperados. En todo caso, la
novela, como todas las de Kafka, quedó inconclusa y no sabemos en realidad qué
hubiera acabado pasando con su protagonista, el joven Karl Rossmann.
2.
En los últimos meses
de 1912 la actividad literaria y la productividad de Kafka, sin duda acicateado
por el inicio de su relación epistolar con la berlinesa Felice (que luego acabaría
derivando, como es sabido, en una tortuosa aventura sentimental de la que da
buena cuenta el apasionante y por momentos profundamente doloroso epistolario
que se conserva), es excepcional. Al estallido de La condena sucede una
dedicación febril (Max Brod habla de éxtasis literario) al proyecto de
la novela americana, que se solaparía con la redacción de nada menos que
La transformación (este título ha acabado siendo también preferido, pues
reproduce mejor el original, Die Verwandlung que La metamorfosis).
En esa misma carta del 11 de noviembre Franz le enumera a Felice los capítulos
que ya tiene terminados o casi de El desaparecido, que son los que
constituyen el grueso de lo que se ha conservado de la novela:
Por
el momento hay cinco capítulos acabados y el sexto lo está casi. Los capítulos
se titulan: I. El fogonero; II. El tío; III. Una casa de campo junto a Nueva
York; IV. La marcha hacia Ramses; V. En el Hotel Occidental; VI. El caso de
Robinson. Nombro estos títulos como si permitieran imaginarse algo, lo cual no
es así, claro está, pero me gustaría que quedaran bajo su custodia, mientras sea
posible.
3.
Las siguientes
palabras de la carta revelan la importancia que concedía Franz a la que sería
su primera novela, después de haberse mantenido exclusivamente en el ámbito de
las composiciones breves:
Es
el primer trabajo más o menos grande en el que me siento cómodo desde hace un
mes y medio, después de quince años de esfuerzo a veces desesperado. Es preciso
que termine, y seguramente usted piensa lo mismo, así que, con su bendición,
encauzaré el escaso tiempo que me cabe emplear en cartas imprecisas,
terriblemente llenas de lagunas, imprudentes y peligrosas, dirigidas a usted,
hacia este trabajo en el que todo, al menos hasta ahora, venga de donde venga,
me ha tranquilizado y ha tomado el camino correcto.
Aparte del coqueteo
(Kafka coquetea continuamente usando su literatura, aunque lo haga, como todo
lo demás, muy a su manera) que supone la falsa amenaza de dejar a
escribir a Felice, justo ahora que están empezando (sólo la ha visto una
vez y en casa de Max Brod, en compañía de mucha otra gente, y pasará mucho
tiempo hasta que se encuentren de nuevo), amenaza que no se cumplirá, pues
justamente en este periodo inicial Kafka inunda de cartas a Felice, es
obvio que está intentando transmitir el entusiasmo que le produce el desarrollo
de un proyecto que es el más ambicioso que ha abordado hasta el momento. Sin
embargo, ese entusiasmo durará poco. En enero de 1913, es decir, en seguida,
Kafka abandona El desaparecido, y no lo retomará más que muy brevemente
un año y pico después, ya veremos de qué modo. Queridísima señorita, no sé
cuanto daría ahora por lanzar una mirada a sus ojos es la frase que cierra
el párrafo. Sí, esa mirada.
4.
El primer capítulo
de El desaparecido, bajo el título de El fogonero. Un fragmento,
que muestra claramente su adscripción a una entidad narrativa de mayor rango,
se publicó en mayo de 1913 en la editorial de Kurt Wolff en Leipzig, dentro de
la colección Der Jüngste Tag, donde ya había aparecido La
transformación. El nombre de la colección es significativo: Der
Jüngste Tag, que admitiría una traducción literal de El día más joven (y
el juego de palabras también seguramente está implícito, pues se trata de
publicaciones de jóvenes autores) debe traducirse como El juicio final,
el último día en la tradición apocalíptica cristiana. No cabe olvidar, por otro
lado, que la formación de Kafka era jurídica, y que su primer relato de
envergadura, más allá de otras piezas breves anteriores, se tituló Das
Urteil, la condena. Esto acabará siendo importante también para los últimos
fragmentos de El desaparecido, como veremos.
5.
Esos últimos
fragmentos se redactaron, al parecer, ya en 1914, en otro clima muy diferente
para Kafka, tras el incidente de la estruendosa primera ruptura del noviazgo
con Felice, que el checo denominó el tribunal en Berlín y que, como bien
analizó Canetti, está en el origen de El proceso. Coincidiendo con el
comienzo del trabajo en esta su segunda novela, Kafka volvió sobre el
abandonado proyecto del Desaparecido y añadió algunos episodios, sin título
(aunque Max Brod se los colocó, claro), cuya continuidad con el corpus
más o menos compacto de los seis capítulos redactados en 1912 no es tan obvia. Es
ahí donde nos encontramos con uno de los fragmentos más misteriosos y kafkianos
de Kafka, una de las decantaciones más sorprendentes y plenas de
sugerencias de su arte del deslizamiento, el texto que constituye el
objeto principal de esta entrada.
6.
Para entender el
alcance de ese episodio hemos de resumir muy brevemente el contenido de El
desaparecido. Karl Rossmann es un adolescente alemán que ha tenido que
abandonar la casa de su burguesa familia después de haber dejado embarazada a
una criada. Se embarca hacia los Estados Unidos, que en ese momento (comienzo
del siglo XX), es la tierra de promisión por excelencia, el paraíso de las
oportunidades laborales y el territorio que permite cualquier desarrollo
personal para todo tipo de gentes. O ésa es al menos la propaganda, la
mitología. Una vez en Amerika, no obstante, las peripecias de Karl se
van haciendo más enrevesadas, y sus ascensos y descensos en la escala social
son vertiginosos. Todo, en esa narrativa del deslizamiento a la que me refería:
un pequeño acontecimiento, un detalle inesperado y nimio, hace girar todo el relato,
convierte un trayecto lineal por un espacio diáfano en un tortuoso y asfixiante
deambular en un laberinto que, por demás, tiene paredes gaseosas y continuamente
mutables, y es por ello de imposible modelización. El mundo de Kafka, claro:
barcos, hoteles, mansiones, empresas desmesuradamente grandes, llenos de
pasillos, escaleras, cuartos y recovecos inasequibles a cualquier cartografía,
relaciones humanas de una complejidad y sutilidad incomprensibles para un
protagonista pleno de vigor y capaz de aceptar cualquier revés sin perder su
energía, pero evidentemente desorientado en una especie de planeta extraño
para él.
7.
Así, el encuentro
con el fogonero en el momento del desembarco a la llegada a Nueva York, cuando
Karl se da cuenta de que ha olvidado su paraguas (!) y se lanza a buscarlo
a contracorriente de la multitud que abarrota las rampas hacia el puerto, lleva
a la aparición, como deus ex machina, de su tío, un emigrante que le
precedió y que se ha convertido en alguien inmensamente rico y hasta senador, que
acoge a su sobrino, pero que lo repudia un par de capítulos más adelante por un
desaire tan complicado de desentrañar para Karl como para nosotros. Robinson y Delamarche,
dos pícaros que empiezan por robar a Rossmann, se convierten luego en sus
inseparables y estrafalarios compañeros de fatigas. Karl consigue un puesto de
ascensorista en el inabarcable Hotel Occidental, en la ciudad inventada de
Ramses. Acaba convirtiéndose luego en sirviente de la obesa Brunilda, cantante
de ópera venida a menos, y aparentemente, a tenor de los fragmentos
desconectados del final, termina por entrar en contacto con el hampa cuando se
convierte en una especie de botones de burdel. El desarrollo de la trama es
trepidante y cada situación sucede a la otra con la lógica absurda y también
incontestable de los sueños. Y, como Franz avisa a Felice en su carta,
aparentemente esto debía seguir transcurriendo así, como una especie de novela bizantina
de principios del siglo XX en la Metrópolis que identificaba el futuro y el
triunfo de la tecnología, hasta el infinito.
8.
Por supuesto, Kafka
nunca ha estado ni nunca estará en Amerika. Lo que conoce de los Estados
Unidos, más allá de algún testimonio personal de gente que ha estado allí, se
basa sobre todo en películas y libros. Hay uno muy concreto que ostenta el
título de Amerika heute und morgen: Reiseerlebnisse, es decir: América,
hoy y mañana. Experiencias de viaje, cuyo autor es Arthur Holitscher, que
se ha probado que resultó decisivo para la caracterización digamos imaginal (el
libro contiene ilustraciones que influyeron mucho a Kafka para su relato) de
esa especie de territorio mágico que serían unos Estados Unidos en el momento
de su más espectacular aparición como potencia económica y política (la cercana
Gran Guerra les convertiría también en un actor fundamental en el terreno
militar), pero aún muy remotos, para los medios de transporte de la época, e inimaginablemente
extensos. Así, la América de Kafka es un territorio ficticio, en el que
poder dar rienda suelta a su peculiar fantasía, sin tener que, obviamente,
preocuparse por realizar una crónica fidedigna.
9.
Llegamos así por fin
al último de los fragmentos de El desaparecido (deberíamos decir el penúltimo,
pues hay otro muy breve, ligeramente posterior, del que nos ocuparemos al
final), que fue publicado como un capítulo más de Amerika por Brod bajo
el título de Das Naturtheater von Oklahoma, es decir, el Teatro Natural
(o el Teatro de la Naturaleza) de Oklahoma. Por supuesto, el título es de su
cosecha, y por ello arbitrario. Primero, el fragmento no tiene título alguno.
Luego, aunque se habla profusamente de un Theater, en ningún momento se
emplea para él el calificativo de Natur, a lo sumo se habla del Gran Teatro.
Y… el teatro no es de Oklahoma, sino de Oklahama, con una a que
es decisiva, y que en última instancia es el motivo por el que estoy
escribiendo esta entrada.
10.
Oklahoma, tras un
siglo de westerns y hasta algún musical, es un nombre tan familiar para
nosotros como cualquiera de los de nuestra geografía. Lo asociamos a granjeros,
o caravanas que van hacia el Oeste, a vastas extensiones despobladas, nos hace
gracia su sonoridad, sólo a ratos recordamos que muchos de los topónimos
de los USA provienen de los nativos americanos que fueron sistemáticamente
exterminados y arrojados de sus poblaciones originales. Oklahoma para Kafka y
para un lector promedio del Imperio Austrohúngaro en los comienzos de la
segunda década del siglo XX sería sin duda un nombre mucho más exótico. Por
ello, no cabría descartar que Kafka cometiera un error al transcribir ese
nombre, que por supuesto, no corresponde en realidad al de ningún territorio
existente, sino que en la dinámica del fragmento se plantea como una especie de
tierra de Canaán, muy lejana, donde, al menos aparentemente, los deseos del
protagonista (un trabajo estable y bien remunerado, unas condiciones de vida
dignas, la integración en la comunidad) iban a alcanzarse. Así, la a de
Oklahoma y el nacimiento del lugar-llamado-Oklahama podría
plantearse como un mero azar, cuando no como una de esos “descuidos” del escritor
sobre los que se lanzan los editores y los correctores de pruebas con saña
digna de mejor causa… Pero no.
11.
No, porque la a de
Oklahama se repite una y otra vez en el manuscrito de Kafka. Es el nombre
elegido para ese territorio soñado. Sistemática y tristemente, no obstante, en prácticamente
todas las ediciones de El desaparecido (muchas de las cuales, ay,
siguen llamándose América) el encargado (me lo imagino con un
lápiz en la oreja que acerca a su lengua antes de trazar, con un ojo medio
guiñado, el tachón sobre la galerada) se toma la libertad de restituir (no
sea que un tropel de granjeros cabreados asalte la editorial) el sagrado nombre
del estado nº 46 de la Unión. Pero no: no se puede hacer eso. No se puede
incluso si Kafka estaba equivocado. Se puede anotar esa supuesta equivocación.
Si se opta por cambiar de vocal, se tiene al menos que señalar en una nota a
pie de página esa alteración. De lo contrario, es como si un brillante
funcionario de la corrección ortográfica decidiera que la letra K no es
propia del castellano (véase güisqui) y que por lo tanto Josef K. (ah, yo que tanto fui Josef
K.) pasara a llamarse José C. (o Pepe Q. o vaya usted a saber, y lo cierto
es que prácticas de ese tipo, que acababan en la invención de constructos como
Guillermo Shakespeare o Carlos Dickens eran bien habituales hace algunas décadas).
Kafka (ya saben, el señor Paco Grajo, pues kavka es grajo en
checo, ya hablamos de esto hace unos meses) se obstinó en añadir la tercera
a a las otras dos que ya tiene Oklahoma. Sería por algo…
12.
De entrada, y por
decir una obviedad, Oklahama no es, no puede ser, el mismo sitio que Oklahoma.
Lo primero, porque es un topónimo que es aplicable a un lugar puramente ficticio,
un lugar que, de hecho, nunca es alcanzado por nuestro protagonista, un lugar
que está en la lejanía, en la remota lejanía. Así, de igual manera que
la existencia de un pueblo llamado Comala en algún lugar de México no implica
que el Comala de Rulfo (que al principio, por ejemplo, fue Tuxcacuesco,
un lugar que sí existe) sea ese sitio. Y, ya que estamos, obsérvese que Oklahama
puede, si nos ponemos anagramáticos resultar en un Ah, Komala, una
Comala kafkiana con K. Por otro lado, se me hace cuesta arriba pensar que Kafka
no hubiera accedido siquiera a un mapa de esos Estados Unidos aún en proceso
de formación (1907 es el año de la incorporación de Oklahoma a ese imperio del Go
west!). En última instancia, él no editó Der Verschollene, ni Amerika,
pues lo que él hizo es pedir, si creemos el relato de Brod, su albacea, que todo
eso se quemase. Así que, sólo por esas razones, el lugar donde se ubica el
Gran Teatro al que Rossmann aspira a pertenecer es, debe ser… Oklahama.
13.
Pero es que hay algo
más, algo muy importante que hace girar nuestra historia. Antes mencionamos el
libro de Holitscher del que, de manera muy evidente, Kafka toma elementos para la
construcción de su América particular. Como también dijimos, ese libro incluía
una serie de fotografías, si no me equivoco a cargo del propio explorador Holitscher,
que ilustraban diferentes aspectos de la vida en el nuevo continente. De todas
ellas hay una que se ha hecho famosa, por su crudeza, y por el acto terrible
que representa. Está incluida en el capítulo dedicado a Der Neger, el
Negro y se puede ver en ella a un conjunto de sonrientes granjeros, todos
de raza caucásica, por utilizar el eufemismo al uso, y a otros dos
miembros de otra raza, dos personas de color, dos personas a las que
esos honrados granjeros del Midwest se habrían referido utilizando la
nefanda N-word. Esos dos negros no forman parte del alegre grupo,
no comparten espacio con los festejantes. No están siquiera en el mismo suelo,
por la sencilla razón de que cuelgan de sendas sogas, en las que sus cuerpos,
si el estatismo de la foto permitiera la realización de un anacrónico gif,
se verían balanceándose. En resumen, es la foto de un linchamiento, un
género muy popular en la fotografía de los finales del siglo XIX y los
principios del XX, época dorada para esa práctica de justicia popular (ejem…)
que recibió el nombre de Ley de Lynch.
14.
Pues bien: en el pie
de foto de ese horror hay una errata. O, de nuevo (pero no se trata
de escalar el debate, que se haría interminable) acaso Holitscher simplemente
transcribió mal el nombre del lugar, acaso la ortografía de la transcripción de
un topónimo de origen alejado del inglés fuera inestable: lo cierto es que ese
pie de foto indica que lo que se ve allí, haciendo un evidente uso del sarcasmo
es un Idyll aus Oklahama, un idilio de Oklahama, con a, una escena campestre en
una Arcadia en la que, cuando la cosa apetece, se cuelga a uno o más seres
humanos por las buenas. Parece indudable que de ahí tomó Kafka el nombre
del lugar lejano, suposición que puede apoyarse en el hecho de que también
otras fotografías del mismo libro, como una que muestra el palco del
Presidente de los EE.UU. en un teatro, aparecen citadas de algún modo en el fragmento
sobre el Gran Teatro.
15.
Pero aún hay más. Sin
entrar en los muy jugosos detalles del texto del fragmento, cuya lectura
recomiendo vivamente (puede hacerse bastante bien incluso ignorando el resto de
El desaparecido, como si fuera un relato independiente, aunque esto,
claro, no sea lo más deseable), Karl se ve envuelto en una de esas pesadillas
emergentes de la escritura kafkiana, en la que, atraído por un elocuente y hasta
estridente cartel, se desplaza hacia el Hipódromo de Clayton (de nuevo, un
nombre común para muchos pueblos de USA, pero en este caso haciendo referencia
a un lugar estrictamente ficticio), a donde llega en metro. Hipódromo
remite inevitablemente a Bizancio, y las dimensiones de éste, como no puede
ser menos, son de nuevo desmesuradas. Ahí es donde se hace el
reclutamiento para el Teatro de Oklahama. Todo el mundo es bienvenido,
la empresa es de una vastedad tal que tiene capacidad para proporcionar empleo
a todos los solicitantes, independientemente de su origen, cualificación o
aspiraciones. Rossmann se adentra en el laberinto burocrático en que
inevitablemente se convierte toda aventura en el país de Kafka. Finalmente, y
contra toda lógica (o a favor de la lógica de los sueños, que es donde estamos),
es contratado. Sin que quede muy claro tampoco por qué, no se anima a
proporcionar su verdadero nombre al escribiente que está incluyéndolo en la
lista de los elegidos y, a cambio, dice llamarse Negro, para la incredulidad
del reclutador. Como Negro (tal cual, usando ese término que procede del
castellano, pero se incorpora al inglés para indicar, no ya a una persona de
raza negra, sino a una persona con la que se está comerciando como esclavo)
queda, pues, incorporado a esa entidad que parece equivaler al propio Universo,
exactamente como ocurre con el Congreso del Mundo de Borges (Alberto Manguel en
una publicación reciente relaciona ambos objetos conjeturales), y
entonces marcha hacia la remota Oklahama en un propiamente último fragmento
que describe un interminable viaje en tren por un peculiar paisaje.
16.
Rossmann, pues, se
identifica con la minoría oprimida, con la que es objeto de linchamiento. Negro
y Oklahama resuenan entre sí. Por eso es un crimen corregir (no
hay corrección, sino todo lo contrario) el supuesto error. Incluso, hoy en día,
en ediciones en alemán (no hablemos de las que hay en castellano) eso se hace
impunemente. La excepción, de entre las que conozco, es la publicada por Fischer
a partir del manuscrito original. Allí, religiosamente, cada vez que se habla
del Teatro se dice que es el de Oklahama, ese país de los sueños
que está empezando a resultar siniestro. Si alguien se llama Negro y va
a Oklahama, puede tal vez encontrarse con una escena idílica como
la del libro de Holitscher.
17.
Y esto es muy
importante, porque, además, muchísimos críticos y comentadores se han empeñado
en repetir que el pasaje del Teatro Natural (ya sé que Kafka nunca lo dijo,
pero en este caso hay que reconocerle a Brod que ese epíteto condice bien con
la grandeza cósmica de la entidad que quiere denominar) es esperanzador,
que Kafka en este supuesto final apunta, por una vez, a la posibilidad de que
los deseos se cumplan, a diferencia del wie ein Hund de la ejecución de
Josef K. en El proceso o al bucle interminable del agrimensor K. en El
castillo, por no hablar del cadáver del bicho sucintamente barrido
en La transformación. Pero no, claro que no. En una (más bien ignorada,
a lo que se ve) entrada de su diario, del 29 de noviembre de 1915, cuando El
proceso ya es, Kafka apunta:
Rossmann
y K., el inocente y el culpable, a la postre ajusticiados ambos, el inocente
con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes.
Karl Rossmann, nuestro
simpático, algo atolondrado, pero pleno en recursos, joven amigo, va a
Oklahama a ser ajusticiado, a ser linchado, porque el Teatro
Natural es una vasta compañía, tan vasta que incluye a todo el mundo,
también a nosotros, que se dedica a representar una sola obra, interminablemente:
el Juicio Final. El exterminio entendido como Gesamtkunstwerk. ¿Les suena?
18.
Y no será por falta
de detalles o guiños. Al acercarse al Hipódromo, sobre un tablado hay un número
elevadísimo de pedestales (de altura desigual) donde centenares de
mujeres ataviadas como ángeles hacen sonar las trompetas. Las trompetas
del Juicio Final. Una de ellas es Fanny, a la que Karl conocía de antes. Ella le
explica que las ángelas se van turnando con hombres vestidos de demonios.
Cuando Rossmann se anima a entrar va siendo dirigido a sucesivos despachos en
función de una clasificación que parece a ratos la de aquella enciclopedia
(apócrifa) china que Borges famosamente cita. En esos despachos se le examina.
Tienen que sopesarse, como en el pesaje del alma en el Libro de los
Muertos egipcio, sus méritos para ser aceptado, para ser incluido en la pizarra
en la que se da cuenta de los incorporados a la Compañía. Tras ese paso por
el tribunal, es invitado a un gran banquete fúnebre, del que hay
que salir a toda prisa para tomar el tren a Oklahama. Nadie lleva equipaje.
Negro, ayudando a otro postulante que ha conocido en la cola a arrastrar el
carrito de su infante, que lleva en brazos su esposa, accede así a esa barca
de Caronte que, como no podía ser menos en el país de la tecnología, es una
máquina de vapor.
19.
Y, mucho antes de
eso, aún en El fogonero, en el mero comienzo de la novela, Karl relata
la entrada en el puerto de Nueva York y la impresionante visión de la hercúlea
Estatua de la Libertad, que alza su brazo portando en su mano una espada.
Una espada, no una antorcha. La Estatua de la Libertad no nos ilumina ni nos
acoge, no es una representación de la Ilustración ni de la igualdad de los
hombres. Es el querubín con la espada flamígera que guarda las tapias de un jardín
del Edén al que nunca regresaremos. Cuando Rossmann llega a América está
llegado a los Infiernos o, si somos benévolos, al Purgatorio, y todo lo
que le ocurre, a pesar de su inveterada resiliencia, es terrible. Y no
es de extrañar, pues, que el final de la novela apunte justamente a Der
jüngste Tag, a ese último día en el que todos seremos asignados a
nuestro puesto en el Teatro Divino en el que se representa interminablemente el
auto sacramental del dolor, la vergüenza y la sumisión. No en vano, el
referente remoto de la Vernichtung de los Lager nazis es la
propia creación de Yahveh, que nos formó para que muriéramos, que introdujo
la muerte en la Creación y decretó que todo lo vivo pereciese. No, no cabe pensar
que en el inmenso palco presidencial del Teatro de Oklahama pueda sentarse un anciano
benévolo, sino el terrible dios de los ejércitos del Antiguo Testamento.
20.
Billie Holiday cantó
muchas veces Strange fruit, ese obscurísimo poema que habla de los
extraños frutos que cuelgan de los southern trees. Cuerpos negros que se
balancean mecidos por la brisa, pastoral scene of the gallant south. Un
idilio, en suma. Billie Holiday, que cantaba como una ángela negra, y que tuvo
la vida más terrible que imaginarse pueda, no habría sido tan ingenua como
Fanny. Los imperios, aunque se presenten en sus vertientes más teatrales, más
espectaculares, se basan en la crueldad, en el desprecio, en la violencia.
Del Árbol del Bien y del Mal colgaba una extraña fruta, un cuerpo muerto, un
linchado: lo que se consumaba allí era la introducción irrevocable de la
Muerte. Así los cuervos, primos hermanos de las kavka, tendrían
algo que picar. Cuencas de ojos.
y 21.
Se quiere leer
siempre a Kafka como si hubiera sido omnisciente y profético, como si sus
textos contuvieran claves que permitirían comprender el terrible futuro que
acechaba ya a Europa en ese siglo cruel que fue el XX. Pero eso lo podemos
seguir haciendo. Una sola letra, una a de Angst, sirve
también para leer el fragmento del Naturtheater como un anticipo de lo
que vivimos en el XXI, un siglo en el que todo parece estar derrumbándose, en
el que los linchamientos, los exterminios, las desigualdades, los abusos a las
minorías, la arbitrariedad de los dirigentes van a favor de corriente,
en el que vuelve a estar de moda ser el sonriente granjero de Oklahama que se
hace un selfie sobre un fondo de patíbulos rústicos de los que cuelga el
género humano entero. No hay truco. No es necesario suponerle a Kafka
clarividencia o convertirlo en una Casandra de la Mitteleuropa.
Simplemente, todo es siempre así. La constante que nunca desaparece de
la historia es la barbarie. Eso es lo que contempla horrorizado el Angelus
Novus arrastrado por el viento hacia el futuro cuando vuelve la cara, como
nos reveló Walter Benjamin. Un paisaje desolado. Es en esos escenarios donde
nosotros representamos incansablemente desde hace milenios la misma tragedia,
que no ha escrito ningún Guillermo Shakespeare, sino Nadie, el Nadie que
somos nosotros mismos, todos nosotros, los desaparecidos. Kafka,
simplemente, se da más cuenta y entonces nos lo cuenta mejor. Por
eso hay que leerlo como a un oráculo, como si fueran las Sagradas Escrituras, y
cualquier exégeta y cualquier cabalista saben que a esos textos revelados no hay que cambiarles ni
tan siquiera una letra.
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