domingo, 8 de junio de 2025

El Gran Teatro

 


Verflucht sei wer uns nicht glaubt! Auf nach Clayton!

FRANZ KAFKA, Der Verschollene

 

1.

El 11 de noviembre de 1912, Franz Kafka le escribe a Felice Bauer:

Para que se haga usted una idea provisional, la narración que escribo, concebida para extenderse hasta el infinito, se titula El desaparecido y transcurre única y exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica.

Esa narración acabaría siendo la que, mucho tiempo después, en 1927, ya póstumamente, fue publicada por Max Brod con el título, de su personal autoría (como de costumbre), de Amerika. A partir de 1983, con la edición crítica de las obras del checo, se instauró de forma definitiva el título que Kafka eligió en su momento, El desaparecido. El término alemán es Verschollene y tiene una serie de connotaciones que sugieren una especie de desvanecerse, disolverse en el aire, como la partenaire del mago en el escenario. Desaparecido en castellano sugiere además, tristemente, otras resonancias, que llevan a abusos gubernamentales, detenciones ilegales, torturas y cadáveres nunca recuperados. En todo caso, la novela, como todas las de Kafka, quedó inconclusa y no sabemos en realidad qué hubiera acabado pasando con su protagonista, el joven Karl Rossmann.

 

2.

En los últimos meses de 1912 la actividad literaria y la productividad de Kafka, sin duda acicateado por el inicio de su relación epistolar con la berlinesa Felice (que luego acabaría derivando, como es sabido, en una tortuosa aventura sentimental de la que da buena cuenta el apasionante y por momentos profundamente doloroso epistolario que se conserva), es excepcional. Al estallido de La condena sucede una dedicación febril (Max Brod habla de éxtasis literario) al proyecto de la novela americana, que se solaparía con la redacción de nada menos que La transformación (este título ha acabado siendo también preferido, pues reproduce mejor el original, Die Verwandlung que La metamorfosis). En esa misma carta del 11 de noviembre Franz le enumera a Felice los capítulos que ya tiene terminados o casi de El desaparecido, que son los que constituyen el grueso de lo que se ha conservado de la novela:

Por el momento hay cinco capítulos acabados y el sexto lo está casi. Los capítulos se titulan: I. El fogonero; II. El tío; III. Una casa de campo junto a Nueva York; IV. La marcha hacia Ramses; V. En el Hotel Occidental; VI. El caso de Robinson. Nombro estos títulos como si permitieran imaginarse algo, lo cual no es así, claro está, pero me gustaría que quedaran bajo su custodia, mientras sea posible.

 

3.

Las siguientes palabras de la carta revelan la importancia que concedía Franz a la que sería su primera novela, después de haberse mantenido exclusivamente en el ámbito de las composiciones breves:

Es el primer trabajo más o menos grande en el que me siento cómodo desde hace un mes y medio, después de quince años de esfuerzo a veces desesperado. Es preciso que termine, y seguramente usted piensa lo mismo, así que, con su bendición, encauzaré el escaso tiempo que me cabe emplear en cartas imprecisas, terriblemente llenas de lagunas, imprudentes y peligrosas, dirigidas a usted, hacia este trabajo en el que todo, al menos hasta ahora, venga de donde venga, me ha tranquilizado y ha tomado el camino correcto.

Aparte del coqueteo (Kafka coquetea continuamente usando su literatura, aunque lo haga, como todo lo demás, muy a su manera) que supone la falsa amenaza de dejar a escribir a Felice, justo ahora que están empezando (sólo la ha visto una vez y en casa de Max Brod, en compañía de mucha otra gente, y pasará mucho tiempo hasta que se encuentren de nuevo), amenaza que no se cumplirá, pues justamente en este periodo inicial Kafka inunda de cartas a Felice, es obvio que está intentando transmitir el entusiasmo que le produce el desarrollo de un proyecto que es el más ambicioso que ha abordado hasta el momento. Sin embargo, ese entusiasmo durará poco. En enero de 1913, es decir, en seguida, Kafka abandona El desaparecido, y no lo retomará más que muy brevemente un año y pico después, ya veremos de qué modo. Queridísima señorita, no sé cuanto daría ahora por lanzar una mirada a sus ojos es la frase que cierra el párrafo. Sí, esa mirada.

 

4.

El primer capítulo de El desaparecido, bajo el título de El fogonero. Un fragmento, que muestra claramente su adscripción a una entidad narrativa de mayor rango, se publicó en mayo de 1913 en la editorial de Kurt Wolff en Leipzig, dentro de la colección Der Jüngste Tag, donde ya había aparecido La transformación. El nombre de la colección es significativo: Der Jüngste Tag, que admitiría una traducción literal de El día más joven (y el juego de palabras también seguramente está implícito, pues se trata de publicaciones de jóvenes autores) debe traducirse como El juicio final, el último día en la tradición apocalíptica cristiana. No cabe olvidar, por otro lado, que la formación de Kafka era jurídica, y que su primer relato de envergadura, más allá de otras piezas breves anteriores, se tituló Das Urteil, la condena. Esto acabará siendo importante también para los últimos fragmentos de El desaparecido, como veremos.

 

5.

Esos últimos fragmentos se redactaron, al parecer, ya en 1914, en otro clima muy diferente para Kafka, tras el incidente de la estruendosa primera ruptura del noviazgo con Felice, que el checo denominó el tribunal en Berlín y que, como bien analizó Canetti, está en el origen de El proceso. Coincidiendo con el comienzo del trabajo en esta su segunda novela, Kafka volvió sobre el abandonado proyecto del Desaparecido y añadió algunos episodios, sin título (aunque Max Brod se los colocó, claro), cuya continuidad con el corpus más o menos compacto de los seis capítulos redactados en 1912 no es tan obvia. Es ahí donde nos encontramos con uno de los fragmentos más misteriosos y kafkianos de Kafka, una de las decantaciones más sorprendentes y plenas de sugerencias de su arte del deslizamiento, el texto que constituye el objeto principal de esta entrada.

 

6.

Para entender el alcance de ese episodio hemos de resumir muy brevemente el contenido de El desaparecido. Karl Rossmann es un adolescente alemán que ha tenido que abandonar la casa de su burguesa familia después de haber dejado embarazada a una criada. Se embarca hacia los Estados Unidos, que en ese momento (comienzo del siglo XX), es la tierra de promisión por excelencia, el paraíso de las oportunidades laborales y el territorio que permite cualquier desarrollo personal para todo tipo de gentes. O ésa es al menos la propaganda, la mitología. Una vez en Amerika, no obstante, las peripecias de Karl se van haciendo más enrevesadas, y sus ascensos y descensos en la escala social son vertiginosos. Todo, en esa narrativa del deslizamiento a la que me refería: un pequeño acontecimiento, un detalle inesperado y nimio, hace girar todo el relato, convierte un trayecto lineal por un espacio diáfano en un tortuoso y asfixiante deambular en un laberinto que, por demás, tiene paredes gaseosas y continuamente mutables, y es por ello de imposible modelización. El mundo de Kafka, claro: barcos, hoteles, mansiones, empresas desmesuradamente grandes, llenos de pasillos, escaleras, cuartos y recovecos inasequibles a cualquier cartografía, relaciones humanas de una complejidad y sutilidad incomprensibles para un protagonista pleno de vigor y capaz de aceptar cualquier revés sin perder su energía, pero evidentemente desorientado en una especie de planeta extraño para él.

 

7.

Así, el encuentro con el fogonero en el momento del desembarco a la llegada a Nueva York, cuando Karl se da cuenta de que ha olvidado su paraguas (!) y se lanza a buscarlo a contracorriente de la multitud que abarrota las rampas hacia el puerto, lleva a la aparición, como deus ex machina, de su tío, un emigrante que le precedió y que se ha convertido en alguien inmensamente rico y hasta senador, que acoge a su sobrino, pero que lo repudia un par de capítulos más adelante por un desaire tan complicado de desentrañar para Karl como para nosotros. Robinson y Delamarche, dos pícaros que empiezan por robar a Rossmann, se convierten luego en sus inseparables y estrafalarios compañeros de fatigas. Karl consigue un puesto de ascensorista en el inabarcable Hotel Occidental, en la ciudad inventada de Ramses. Acaba convirtiéndose luego en sirviente de la obesa Brunilda, cantante de ópera venida a menos, y aparentemente, a tenor de los fragmentos desconectados del final, termina por entrar en contacto con el hampa cuando se convierte en una especie de botones de burdel. El desarrollo de la trama es trepidante y cada situación sucede a la otra con la lógica absurda y también incontestable de los sueños. Y, como Franz avisa a Felice en su carta, aparentemente esto debía seguir transcurriendo así, como una especie de novela bizantina de principios del siglo XX en la Metrópolis que identificaba el futuro y el triunfo de la tecnología, hasta el infinito.

 

8.

Por supuesto, Kafka nunca ha estado ni nunca estará en Amerika. Lo que conoce de los Estados Unidos, más allá de algún testimonio personal de gente que ha estado allí, se basa sobre todo en películas y libros. Hay uno muy concreto que ostenta el título de Amerika heute und morgen: Reiseerlebnisse, es decir: América, hoy y mañana. Experiencias de viaje, cuyo autor es Arthur Holitscher, que se ha probado que resultó decisivo para la caracterización digamos imaginal (el libro contiene ilustraciones que influyeron mucho a Kafka para su relato) de esa especie de territorio mágico que serían unos Estados Unidos en el momento de su más espectacular aparición como potencia económica y política (la cercana Gran Guerra les convertiría también en un actor fundamental en el terreno militar), pero aún muy remotos, para los medios de transporte de la época, e inimaginablemente extensos. Así, la América de Kafka es un territorio ficticio, en el que poder dar rienda suelta a su peculiar fantasía, sin tener que, obviamente, preocuparse por realizar una crónica fidedigna.

 

9.

Llegamos así por fin al último de los fragmentos de El desaparecido (deberíamos decir el penúltimo, pues hay otro muy breve, ligeramente posterior, del que nos ocuparemos al final), que fue publicado como un capítulo más de Amerika por Brod bajo el título de Das Naturtheater von Oklahoma, es decir, el Teatro Natural (o el Teatro de la Naturaleza) de Oklahoma. Por supuesto, el título es de su cosecha, y por ello arbitrario. Primero, el fragmento no tiene título alguno. Luego, aunque se habla profusamente de un Theater, en ningún momento se emplea para él el calificativo de Natur, a lo sumo se habla del Gran Teatro. Y… el teatro no es de Oklahoma, sino de Oklahama, con una a que es decisiva, y que en última instancia es el motivo por el que estoy escribiendo esta entrada.

 

10.

Oklahoma, tras un siglo de westerns y hasta algún musical, es un nombre tan familiar para nosotros como cualquiera de los de nuestra geografía. Lo asociamos a granjeros, o caravanas que van hacia el Oeste, a vastas extensiones despobladas, nos hace gracia su sonoridad, sólo a ratos recordamos que muchos de los topónimos de los USA provienen de los nativos americanos que fueron sistemáticamente exterminados y arrojados de sus poblaciones originales. Oklahoma para Kafka y para un lector promedio del Imperio Austrohúngaro en los comienzos de la segunda década del siglo XX sería sin duda un nombre mucho más exótico. Por ello, no cabría descartar que Kafka cometiera un error al transcribir ese nombre, que por supuesto, no corresponde en realidad al de ningún territorio existente, sino que en la dinámica del fragmento se plantea como una especie de tierra de Canaán, muy lejana, donde, al menos aparentemente, los deseos del protagonista (un trabajo estable y bien remunerado, unas condiciones de vida dignas, la integración en la comunidad) iban a alcanzarse. Así, la a de Oklahoma y el nacimiento del lugar-llamado-Oklahama podría plantearse como un mero azar, cuando no como una de esos “descuidos” del escritor sobre los que se lanzan los editores y los correctores de pruebas con saña digna de mejor causa… Pero no.

 

11.

No, porque la a de Oklahama se repite una y otra vez en el manuscrito de Kafka. Es el nombre elegido para ese territorio soñado. Sistemática y tristemente, no obstante, en prácticamente todas las ediciones de El desaparecido (muchas de las cuales, ay, siguen llamándose América) el encargado (me lo imagino con un lápiz en la oreja que acerca a su lengua antes de trazar, con un ojo medio guiñado, el tachón sobre la galerada) se toma la libertad de restituir (no sea que un tropel de granjeros cabreados asalte la editorial) el sagrado nombre del estado nº 46 de la Unión. Pero no: no se puede hacer eso. No se puede incluso si Kafka estaba equivocado. Se puede anotar esa supuesta equivocación. Si se opta por cambiar de vocal, se tiene al menos que señalar en una nota a pie de página esa alteración. De lo contrario, es como si un brillante funcionario de la corrección ortográfica decidiera que la letra K no es propia del castellano (véase güisqui)  y que por lo tanto Josef K. (ah, yo que tanto fui Josef K.) pasara a llamarse José C. (o Pepe Q. o vaya usted a saber, y lo cierto es que prácticas de ese tipo, que acababan en la invención de constructos como Guillermo Shakespeare o Carlos Dickens eran bien habituales hace algunas décadas). Kafka (ya saben, el señor Paco Grajo, pues kavka es grajo en checo, ya hablamos de esto hace unos meses) se obstinó en añadir la tercera a a las otras dos que ya tiene Oklahoma. Sería por algo…

 

12.

De entrada, y por decir una obviedad, Oklahama no es, no puede ser, el mismo sitio que Oklahoma. Lo primero, porque es un topónimo que es aplicable a un lugar puramente ficticio, un lugar que, de hecho, nunca es alcanzado por nuestro protagonista, un lugar que está en la lejanía, en la remota lejanía. Así, de igual manera que la existencia de un pueblo llamado Comala en algún lugar de México no implica que el Comala de Rulfo (que al principio, por ejemplo, fue Tuxcacuesco, un lugar que existe) sea ese sitio. Y, ya que estamos, obsérvese que Oklahama puede, si nos ponemos anagramáticos resultar en un Ah, Komala, una Comala kafkiana con K. Por otro lado, se me hace cuesta arriba pensar que Kafka no hubiera accedido siquiera a un mapa de esos Estados Unidos aún en proceso de formación (1907 es el año de la incorporación de Oklahoma a ese imperio del Go west!). En última instancia, él no editó Der Verschollene, ni Amerika, pues lo que él hizo es pedir, si creemos el relato de Brod, su albacea, que todo eso se quemase. Así que, sólo por esas razones, el lugar donde se ubica el Gran Teatro al que Rossmann aspira a pertenecer es, debe ser… Oklahama.

 

13.

Pero es que hay algo más, algo muy importante que hace girar nuestra historia. Antes mencionamos el libro de Holitscher del que, de manera muy evidente, Kafka toma elementos para la construcción de su América particular. Como también dijimos, ese libro incluía una serie de fotografías, si no me equivoco a cargo del propio explorador Holitscher, que ilustraban diferentes aspectos de la vida en el nuevo continente. De todas ellas hay una que se ha hecho famosa, por su crudeza, y por el acto terrible que representa. Está incluida en el capítulo dedicado a Der Neger, el Negro y se puede ver en ella a un conjunto de sonrientes granjeros, todos de raza caucásica, por utilizar el eufemismo al uso, y a otros dos miembros de otra raza, dos personas de color, dos personas a las que esos honrados granjeros del Midwest se habrían referido utilizando la nefanda N-word. Esos dos negros no forman parte del alegre grupo, no comparten espacio con los festejantes. No están siquiera en el mismo suelo, por la sencilla razón de que cuelgan de sendas sogas, en las que sus cuerpos, si el estatismo de la foto permitiera la realización de un anacrónico gif, se verían balanceándose. En resumen, es la foto de un linchamiento, un género muy popular en la fotografía de los finales del siglo XIX y los principios del XX, época dorada para esa práctica de justicia popular (ejem…) que recibió el nombre de Ley de Lynch.

 

14.

Pues bien: en el pie de foto de ese horror hay una errata. O, de nuevo (pero no se trata de escalar el debate, que se haría interminable) acaso Holitscher simplemente transcribió mal el nombre del lugar, acaso la ortografía de la transcripción de un topónimo de origen alejado del inglés fuera inestable: lo cierto es que ese pie de foto indica que lo que se ve allí, haciendo un evidente uso del sarcasmo es un Idyll aus Oklahama, un idilio de Oklahama, con a, una escena campestre en una Arcadia en la que, cuando la cosa apetece, se cuelga a uno o más seres humanos por las buenas. Parece indudable que de ahí tomó Kafka el nombre del lugar lejano, suposición que puede apoyarse en el hecho de que también otras fotografías del mismo libro, como una que muestra el palco del Presidente de los EE.UU. en un teatro, aparecen citadas de algún modo en el fragmento sobre el Gran Teatro.

 


15.

Pero aún hay más. Sin entrar en los muy jugosos detalles del texto del fragmento, cuya lectura recomiendo vivamente (puede hacerse bastante bien incluso ignorando el resto de El desaparecido, como si fuera un relato independiente, aunque esto, claro, no sea lo más deseable), Karl se ve envuelto en una de esas pesadillas emergentes de la escritura kafkiana, en la que, atraído por un elocuente y hasta estridente cartel, se desplaza hacia el Hipódromo de Clayton (de nuevo, un nombre común para muchos pueblos de USA, pero en este caso haciendo referencia a un lugar estrictamente ficticio), a donde llega en metro. Hipódromo remite inevitablemente a Bizancio, y las dimensiones de éste, como no puede ser menos, son de nuevo desmesuradas. Ahí es donde se hace el reclutamiento para el Teatro de Oklahama. Todo el mundo es bienvenido, la empresa es de una vastedad tal que tiene capacidad para proporcionar empleo a todos los solicitantes, independientemente de su origen, cualificación o aspiraciones. Rossmann se adentra en el laberinto burocrático en que inevitablemente se convierte toda aventura en el país de Kafka. Finalmente, y contra toda lógica (o a favor de la lógica de los sueños, que es donde estamos), es contratado. Sin que quede muy claro tampoco por qué, no se anima a proporcionar su verdadero nombre al escribiente que está incluyéndolo en la lista de los elegidos y, a cambio, dice llamarse Negro, para la incredulidad del reclutador. Como Negro (tal cual, usando ese término que procede del castellano, pero se incorpora al inglés para indicar, no ya a una persona de raza negra, sino a una persona con la que se está comerciando como esclavo) queda, pues, incorporado a esa entidad que parece equivaler al propio Universo, exactamente como ocurre con el Congreso del Mundo de Borges (Alberto Manguel en una publicación reciente relaciona ambos objetos conjeturales), y entonces marcha hacia la remota Oklahama en un propiamente último fragmento que describe un interminable viaje en tren por un peculiar paisaje.

 

16.

Rossmann, pues, se identifica con la minoría oprimida, con la que es objeto de linchamiento. Negro y Oklahama resuenan entre sí. Por eso es un crimen corregir (no hay corrección, sino todo lo contrario) el supuesto error. Incluso, hoy en día, en ediciones en alemán (no hablemos de las que hay en castellano) eso se hace impunemente. La excepción, de entre las que conozco, es la publicada por Fischer a partir del manuscrito original. Allí, religiosamente, cada vez que se habla del Teatro se dice que es el de Oklahama, ese país de los sueños que está empezando a resultar siniestro. Si alguien se llama Negro y va a Oklahama, puede tal vez encontrarse con una escena idílica como la del libro de Holitscher.

 

17.

Y esto es muy importante, porque, además, muchísimos críticos y comentadores se han empeñado en repetir que el pasaje del Teatro Natural (ya sé que Kafka nunca lo dijo, pero en este caso hay que reconocerle a Brod que ese epíteto condice bien con la grandeza cósmica de la entidad que quiere denominar) es esperanzador, que Kafka en este supuesto final apunta, por una vez, a la posibilidad de que los deseos se cumplan, a diferencia del wie ein Hund de la ejecución de Josef K. en El proceso o al bucle interminable del agrimensor K. en El castillo, por no hablar del cadáver del bicho sucintamente barrido en La transformación. Pero no, claro que no. En una (más bien ignorada, a lo que se ve) entrada de su diario, del 29 de noviembre de 1915, cuando El proceso ya es, Kafka apunta:

Rossmann y K., el inocente y el culpable, a la postre ajusticiados ambos, el inocente con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes.

Karl Rossmann, nuestro simpático, algo atolondrado, pero pleno en recursos, joven amigo, va a Oklahama a ser ajusticiado, a ser linchado, porque el Teatro Natural es una vasta compañía, tan vasta que incluye a todo el mundo, también a nosotros, que se dedica a representar una sola obra, interminablemente: el Juicio Final. El exterminio entendido como Gesamtkunstwerk. ¿Les suena?

 

18.

Y no será por falta de detalles o guiños. Al acercarse al Hipódromo, sobre un tablado hay un número elevadísimo de pedestales (de altura desigual) donde centenares de mujeres ataviadas como ángeles hacen sonar las trompetas. Las trompetas del Juicio Final. Una de ellas es Fanny, a la que Karl conocía de antes. Ella le explica que las ángelas se van turnando con hombres vestidos de demonios. Cuando Rossmann se anima a entrar va siendo dirigido a sucesivos despachos en función de una clasificación que parece a ratos la de aquella enciclopedia (apócrifa) china que Borges famosamente cita. En esos despachos se le examina. Tienen que sopesarse, como en el pesaje del alma en el Libro de los Muertos egipcio, sus méritos para ser aceptado, para ser incluido en la pizarra en la que se da cuenta de los incorporados a la Compañía. Tras ese paso por el tribunal, es invitado a un gran banquete fúnebre, del que hay que salir a toda prisa para tomar el tren a Oklahama. Nadie lleva equipaje. Negro, ayudando a otro postulante que ha conocido en la cola a arrastrar el carrito de su infante, que lleva en brazos su esposa, accede así a esa barca de Caronte que, como no podía ser menos en el país de la tecnología, es una máquina de vapor.

 

19.

Y, mucho antes de eso, aún en El fogonero, en el mero comienzo de la novela, Karl relata la entrada en el puerto de Nueva York y la impresionante visión de la hercúlea Estatua de la Libertad, que alza su brazo portando en su mano una espada. Una espada, no una antorcha. La Estatua de la Libertad no nos ilumina ni nos acoge, no es una representación de la Ilustración ni de la igualdad de los hombres. Es el querubín con la espada flamígera que guarda las tapias de un jardín del Edén al que nunca regresaremos. Cuando Rossmann llega a América está llegado a los Infiernos o, si somos benévolos, al Purgatorio, y todo lo que le ocurre, a pesar de su inveterada resiliencia, es terrible. Y no es de extrañar, pues, que el final de la novela apunte justamente a Der jüngste Tag, a ese último día en el que todos seremos asignados a nuestro puesto en el Teatro Divino en el que se representa interminablemente el auto sacramental del dolor, la vergüenza y la sumisión. No en vano, el referente remoto de la Vernichtung de los Lager nazis es la propia creación de Yahveh, que nos formó para que muriéramos, que introdujo la muerte en la Creación y decretó que todo lo vivo pereciese. No, no cabe pensar que en el inmenso palco presidencial del Teatro de Oklahama pueda sentarse un anciano benévolo, sino el terrible dios de los ejércitos del Antiguo Testamento.

 

20.

Billie Holiday cantó muchas veces Strange fruit, ese obscurísimo poema que habla de los extraños frutos que cuelgan de los southern trees. Cuerpos negros que se balancean mecidos por la brisa, pastoral scene of the gallant south. Un idilio, en suma. Billie Holiday, que cantaba como una ángela negra, y que tuvo la vida más terrible que imaginarse pueda, no habría sido tan ingenua como Fanny. Los imperios, aunque se presenten en sus vertientes más teatrales, más espectaculares, se basan en la crueldad, en el desprecio, en la violencia. Del Árbol del Bien y del Mal colgaba una extraña fruta, un cuerpo muerto, un linchado: lo que se consumaba allí era la introducción irrevocable de la Muerte. Así los cuervos, primos hermanos de las kavka, tendrían algo que picar. Cuencas de ojos.

 

y 21.

Se quiere leer siempre a Kafka como si hubiera sido omnisciente y profético, como si sus textos contuvieran claves que permitirían comprender el terrible futuro que acechaba ya a Europa en ese siglo cruel que fue el XX. Pero eso lo podemos seguir haciendo. Una sola letra, una a de Angst, sirve también para leer el fragmento del Naturtheater como un anticipo de lo que vivimos en el XXI, un siglo en el que todo parece estar derrumbándose, en el que los linchamientos, los exterminios, las desigualdades, los abusos a las minorías, la arbitrariedad de los dirigentes van a favor de corriente, en el que vuelve a estar de moda ser el sonriente granjero de Oklahama que se hace un selfie sobre un fondo de patíbulos rústicos de los que cuelga el género humano entero. No hay truco. No es necesario suponerle a Kafka clarividencia o convertirlo en una Casandra de la Mitteleuropa. Simplemente, todo es siempre así. La constante que nunca desaparece de la historia es la barbarie. Eso es lo que contempla horrorizado el Angelus Novus arrastrado por el viento hacia el futuro cuando vuelve la cara, como nos reveló Walter Benjamin. Un paisaje desolado. Es en esos escenarios donde nosotros representamos incansablemente desde hace milenios la misma tragedia, que no ha escrito ningún Guillermo Shakespeare, sino Nadie, el Nadie que somos nosotros mismos, todos nosotros, los desaparecidos. Kafka, simplemente, se da más cuenta y entonces nos lo cuenta mejor. Por eso hay que leerlo como a un oráculo, como si fueran las Sagradas Escrituras, y cualquier exégeta y cualquier cabalista saben que a esos textos revelados no hay que cambiarles ni tan siquiera una letra.

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