lunes, 18 de agosto de 2025

El mal

  


And yet when I looked upon that ugly idol in the glass, I was conscious of no repugnance, rather of a leap of welcome. This, too, was myself.

ROBERT LOUIS STEVENSON, Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde


1.

La irrupción del cine al final del siglo XIX cambia de muchas maneras nuestra vida, y expande nuestras posibilidades artísticas y las emociones que como espectadores podemos obtener de esa experiencia única de enfrentarse con la imagen en movimiento artificialmente generada y reproducida. Pero tiene, al menos, un efecto secundario no necesariamente muy positivo, en la compleja relación que mantiene con la literatura: una vez un relato o una historia de ficción se ha filmado, especialmente si se ha convertido en un motivo recurrente, como el que aquí nos va a ocupar, ya nos es imposible acceder a la fuente literaria original con la virginidad que requiere toda primera lectura, por lo que la emoción que obtengamos vendrá mediatizada por el hábito adquirido de contemplar esas películas que usan los personajes, la trama o siquiera la mitología de la narración en cuestión.

 

2.

Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (sin el the inicial) apareció publicado en Londres el 9 de enero de 1886, en la casa Longman. El relato había sido compuesto con inusitada velocidad y en circunstancias peculiares, a las que nos referiremos más adelante, en el otoño de 1885. El éxito obtenido fue apabullante, convirtiéndose en un best seller a un lado y otro del Atlántico y dando lugar ipso facto a adaptaciones teatrales, como una en Broadway a cargo de Richard Mansfield, que provocó furor, y a la que pudo asistir el propio Stevenson apenas unos meses después de publicada su obra. Faltaba muy poco para que naciera el cine y, cuando lo hizo, y casi podríamos decir que de un modo metafísicamente apropiado, se empezaron a rodar películas a partir de la historia original de Stevenson, pero en muchas ocasiones tomando como punto de partida las adaptaciones teatrales y alejándose en general de la trama del cuento, para ir apoyándose de algún modo unas en las anteriores y generando su propia panoplia de efectos y temas recurrentes, no siempre congruentes ni con la estructura ni con el alcance de la historia original.

 

3.

Así, no menos de una decena de films mudos sobre la conocida criatura doble vieron la luz, hasta culminar con la producción de 1920 en la que el doctor y su particular sosias fueron interpretados por John Barrymore. Entre los talkies las más destacadas fueron la dirigida por Ruben Mamoulian en 1931, con Fredric March en el rol principal y su remake de 1941, dirigido por Victor Fleming y con una destacada terna de protagonistas: Spencer Tracy como el doctor y su sombra y una extraña pareja de acompañantes femeninas, Lana Turner e Ingrid Bergman, con el decidido propósito de establecer una dualidad entre ellas también, la mujer de los bajos fondos y la distinguida prometida del doctor. Curiosamente, fue Bergman la mala y Turner, tan femme fatale habitualmente, la buena. De esa película cabe señalar una escena onírica de Jekyll (que es también Hyde, no lo olvidemos) conduciendo un carruaje tirado por sus dos partenaires. Luego, el número de adaptaciones ya es legión, incluyendo todo tipo de variantes, como la feminización de Hyde en la bastante bizarra e interesante Dr. Jekyll and sister Hyde, de 1971, versiones paródicas como la de Abbott y Costello o rendiciones bastante ajustadas del original, que sin embargo aparecen paradójicamente con todos los nombres cambiados, como la muy destacable Le testament du Docteur Cordelier, de Jean Renoir (1959). Casi se podría decir que hay todo un subgénero jekylliano dentro del cine de terror y sería casi imposible recorrer todas las propuestas realizadas.

 

4.

Sin embargo, como ya he venido mencionando, y de un modo muy similar a lo que ocurre con otras dos obras fundamentales de la literatura de ese mismo periodo, Frankenstein, de Mary Shelley y Dracula, de Bram Stoker, en un momento dado la referencia original se pierde y la traslación a imágenes de las palabras del relato se desvirtúa o directamente se hace fantasmal. Así, y sin entrar mucho en detalles, aspectos fundamentales como la estricta masculinidad de la historia tal como la narra Stevenson (donde nos encontramos con un grupo de bachelors sin relaciones femeninas conocidas, lo que ha hecho a muchos críticos apuntar a los tintes homosexuales más o menos ocultos que podrían estar en la base de la doble vida de Jekyll, que le lleva a crear a Hyde) desaparecen ante la necesidad comercial, especialmente en Hollywood, de incorporar una relación amorosa más o menos convencional entre los protagonistas. Mucho más importante, quizás, es el hecho de que en el relato de Stevenson no se sabe que Jekyll es Hyde y viceversa (spoiler alert, pero a estas alturas…) hasta el final. El suspense que se construye en el camino hacia una revelación ya póstuma, que tiene lugar con la lectura de un testimonio dejado por Jekyll, se pierde desde el momento en que, en las producciones cinematográficas, el efectismo que se busca con las imágenes de la transformación de uno en otro (con aciertos mayores o menores a lo largo de la evolución de los medios técnicos) es directamente el punto fuerte de las películas, así que, frecuentemente ya desde el comienzo del metraje hemos visto que el hombre y la bestia son el mismo y que basta con ingerir un brebaje para provocar tan espectacular metamorfosis.

 

5.

Este estado de cosas, probablemente inevitable, pero que no deja de ser en algunos aspectos insatisfactorio, ya le llevó a Jorge Luis Borges, tan amante de Stevenson y a la sazón escritor de no pocas reseñas cinematográficas en los 40 para la revista Sur entre otras, a protestar amargamente en su comentario justamente al film de Victor Fleming:

Hollywood, por tercera vez, ha difamado a Robert Louis Stevenson. Esta difamación se titula El hombre y la bestia: la ha perpetrado Victor Fleming, que repite con aciaga fidelidad los errores estéticos y morales de la versión (de la perversión) de Mamoulian.

Esa nota fue publicada en el número 87 de Sur, correspondiente a diciembre de 1941 y acabó siendo reproducida también en ediciones posteriores de Discusión. Borges se refiere justamente a lo temprano de la revelación de la relación, podríamos decir que más que íntima, entre Jekyll y Hyde y también a la burda representación de ambos aspectos de la personalidad del famoso doctor, en la que se olvida, como tantas veces ocurre, que el Jekyll original no es ni mucho menos un ser angélico, sino que justamente es una mezcla del Bien y el Mal (signifiquen lo que quieran esos palabros, y más en la época victoriana), de la que Hyde vendría a ser un precipitado de los componentes obscuros, lo que, entre otras cosas, justifica que su tamaño sea menor que el de su antecesor.

 

6.

Conviene, pues, recular, si queremos ser coherentes con nuestro planteamiento inicial, y resumir ahora brevemente el relato de Stevenson, ignorando los desarrollos escénicos y fílmicos posteriores. Está construido en buena medida como una yuxtaposición de testimonios y documentos, no de un modo diferente al de Dracula, partiendo de un suceso en principio más bien trivial, como el que un tal Enfield presencia en un Londres propicio en medida más bien inverosímil a todo tipo de encuentros casuales entre los protagonistas. Un personaje que se describe desde el principio como repulsivo y simiesco atropella a una niña que deambulaba en la madrugada neblinosa de la capital británica. No muestra compasión alguna, sigue su camino de extraños andares. Recriminado por Enfield y otros transeúntes, se ve forzado a compensar económicamente a la víctima, para lo cual traspasa una puerta, de la que tiene la llave, en un edificio sin ventanas. Utterson, un abogado al que Enfield relata la historia, se da cuenta entonces de que ese edificio pertenece en realidad a la casa de su amigo, el notable investigador Henry Jekyll, concretamente a su laboratorio, que aprovecha el espacio que el anterior poseedor del inmueble destinó a su teatro anatómico. Ese conocimiento produce la inquietud de Utterson, que ya había sido despertada por el extraño testamento de Jekyll, que tiene depositado en su caja fuerte y donde se lega toda la fortuna del doctor, tanto en caso de muerte como de desaparición a un tal Edward Hyde.

 

7.

Ahí arranca la parte más detectivesca del relato. Utterson se da cuenta de que ese ominoso caballero de la madrugada anterior no puede ser sino el mismísimo Mr. Hyde, que tiene, por tanto, derecho de entrada a la casa de Jekyll. Los detalles de la trama no son aquí relevantes y, de hecho, una de las recriminaciones que se suele hacer a Stevenson es que justamente esos detalles resultan más o menos difusos. Si, como se ve al final, Hyde es el epítome del mal, al menos del mal contenido en el cuerpo y el alma de Jekyll, no queda claro de qué manera ejerce ese mal, más allá de insinuaciones que tienen que ver con bajos fondos, garitos de mala nota y perversiones sexuales de tintes sádicos. A la larga, no obstante, Hyde acaba cometiendo un asesinato y una testigo accidental lo identifica. Poco a poco la verdad va saliendo a la luz, pero no antes de que Jekyll desaparezca, Hyde aparezca muerto tras haber ingerido un veneno en el laboratorio de Jekyll y dos documentos sucesivos nos muestren finalmente que, en efecto, Jekyll ha desarrollado una portentosa droga que ha producido a Hyde y que ese proceso, que estaba controlado al principio, acabó por hacerse ingobernable, hasta llevar al dúo a una muerte inevitable.

 

8.

Como se ve, pues, si no hubiéramos visto cientos de veces la transformación más o menos imaginativa en términos visuales de Jekyll en Hyde, lo que tendríamos sería una historia en la que hay un personaje abominable relacionado de un modo obscuro con un miembro destacado de la comunidad londinense. El relato en sí es muy recomendable, se deja leer con facilidad y contiene momentos muy destacables. Nabokov, que va a reclamar algunos párrafos más adelante el foco de esta entrada, se refirió a él como minor masterwork y le consagró un estudio extremadamente atinado. Me quedo con algunos momentos y algunas sugerencias, sin poder alargarme más ahora. Así, de manera consistente, aunque Jekyll, exclusivamente desde el punto de vista moral deplora las acciones de Hyde, encuentra satisfactorias las sensaciones corporales que tiene en su fase-Hyde: una extrema vitalidad, un desprecio por el riesgo o el peligro, una disposición a realizar su voluntad sin pararse en barras. Hyde, además, es joven, y lleno de apetitos cuya consumación no difiere ni oculta, como sí lo tiene que hacer el muy victoriano Jekyll. La relación entre ambos, al menos al principio es, pues, de una eficiente alternancia, y sólo más adelante el miedo de ambos, uno por la perspectiva de no poder revertir más el proceso y acabar siendo sólo Hyde, y otro, el criminal, por la más prosaica razón de no querer acabar en el patíbulo, va complicando las cosas hasta un punto de no retorno.

 

9.

En ese sentido, me parece que convendría fijarse muy bien justamente en el papel fundamental que juegan los espejos en el relato. Hace ya algunos años, dentro de esas investigaciones variadísimas, interminables y, con bastante probabilidad, ay, ya definitivamente inconclusas que fui emprendiendo dentro del territorio de la historia de la Óptica o, por mejor decir, de la interacción de la Óptica con la cultura en sus muchos ámbitos, empecé a redactar un artículo sobre ese particular. Apunto sólo dos datos aquí. Cuando se produce la primera transformación, sorpresiva incluso para el científico que había encontrado, por no se sabe qué razonamientos teóricos, la fórmula química de su preparado, Jekyll se siente diferente, se siente Hyde, sabe que algo ha pasado, tiene una sensación corporal completamente inusitada (y placentera, como se ha visto), pero no tiene un espejo a mano en el laboratorio. Tiene que salir, cruzar el patio, a riesgo de ser visto por los sirvientes, para llegar a su dormitorio, donde dispone de un cheval glass, un espejo de cuerpo entero, frente al cual tiene lugar el reconocimiento. This, too, was myself. Que vale tanto como el Iste ego sum de Narciso encorvado sobre el estanque y fascinado por la visión de su propio rostro.

 

10.

Esa especie de conocimiento especular se reproduce en cierto modo al final, y ése sería mi segundo dato de entre la vasta colección de ellos que aquí se podría citar. Jekyll no se suicida. A esas alturas del cuento, es un personaje debilitado y anulado, incapaz de contener el afloramiento de Hyde apenas cierra sus ojos. Se empeña en la redacción de su memoria final, en los últimos segundos antes de la transformación definitiva, que ya no será reversible, pues no dispone de los componentes de la fórmula original (una extraña e indeterminada impureza en una de las sales es la responsable del éxito de la operación, y ya no puede conseguirla). Entonces, le deja a Hyde que sea él quien se mate. Es decir, Narciso ha sacado del agua a su imagen y ahora es la imagen la que se ha convertido en el objeto y, de este lado del espejo, tiene que ser ella la que decida lo que hacer con su vida, que ya es sólo suya. Jekyll ya no verá su muerte en el espejo que trasladó al laboratorio, será Hyde, y sólo Hyde quien se contemple morir cuando ingiera el cianuro, minutos antes de la irrupción de Utterson y los otros. Jekyll se despide sin saber lo que va a ocurrir y firma, por última vez, con su nombre ese documento póstumo. Jekyll no ha sido capaz de poner fin a su vida y, por lo tanto, de algún modo, es inmortal, su muerte ya no puede tener lugar.

 

11.

Es significativo, justamente, en ese sentido, que Jekyll, en las últimas páginas del relato, se refiera a la motivación de Hyde para seguir transigiendo a las transformaciones de vuelta (pues en todo momento, la realización del proceso ha de partir de un gesto voluntario de los protagonistas, no hay un tiempo de reversión, es necesario tragar el bebedizo): es justamente el miedo a ser apresado y condenado lo que lo lleva a buscar refugio en el santuario más perfecto posible, la disolución en el cuerpo de Jekyll, de reputación intachable. Y es así como lo formula Stevenson: his terror of the gallows drove him continually to commit temporary suicide (subrayado mío). Ese suicidio voluntario, recurrente y reversible de Hyde es la base del cuento, y me parece un hallazgo en el que no se hace suficiente hincapié, volcado como está el relato hacia el lado-Jekyll, quien tiene la palabra (junto con sus amigos, todos bachelors, respetados profesionales, de conducta intachable al menos en las apariencias, y posición extremadamente acomodada). Esta otra lectura, una de las muchas imaginables, nos llevaría a la posibilidad de considerar el punto de vista de la Criatura, llamada a la vida sin que ella lo pidiera, pero rabiosamente deseosa de seguir en esa vida ejerciendo su papel, justamente el papel para el que fue creada: el de alguien sin empatía alguna y sin ningún escrúpulo moral.

 

12.

Si bien el tema del doble, del que este cuento es un ejemplo un poco peculiar, como vemos (no hay parecido físico, ni siquiera hay dos personas distintas, se trata más bien de la dualidad interna de un individuo que se externaliza por un procedimiento supuestamente científico) es muy recurrente en la historia de la literatura, lo cierto es que Stevenson no reconoció más antecedentes a su historia que su propia imaginación, o, por ser más exacto, la de sus brownies, criaturas del folklore escocés que le ayudaban en sus sueños a encontrar tramas para sus relatos. En un periodo de extremas dificultades de salud (una salud siempre quebrantada por afecciones pulmonares), una noche se le aparecieron algunas escenas clave de la historia, que luego redactó con gran rapidez, sólo para que Fanny, su mujer y lectora privilegiada, le manifestara su falta de entusiasmo, lo que llevó a Stevenson a quemar esa versión y escribir, de modo igualmente vertiginoso, otra más centrada en el aspecto alegórico de la lucha entre el Bien y el Mal, sea lo que sea lo que esto quiera decir. Esa lectura es la que ha ido condicionando de un modo irreversible la suerte del cuento, que se ha simplificado en demasiadas ocasiones, conduciendo a una especie de maniqueísmo primario que se lleva por delante muchas de las virtudes de su particular construcción.

 

13.

Así, el pasaje que mejor define esa orientación de la confesión de Jekyll, que se ha convertido de manera casi monopolística en la única clave de lectura, sería éste:

…that truth, by whose partial discovery I have been doomed to such a dreadful shipwreck: that man is not truly one, but truly two.

Pero eso es quedarse corto, eso es limitarnos al dos, que como bien nos dijo Federico (que ha vuelto a ser asesinado hoy mismo) en su Pequeño poema infinito, no ha sido nunca un número, porque es una angustia y su sombra. Ahí se han quedado casi todos los lectores y adaptadores, pero bastaba con seguir leyendo unas líneas para comprobar cómo Jekyll sabe que esa conclusión no es sino temporal, que responde al estado de sus conocimientos, pero que sin duda no tardarán en venir otros investigadores que le superen y demuestren, no ya la dualidad, sino la multiplicidad del alma humana, de modo que

man will be ultimately known for a mere polity of multifarious, incongruous and independent denizens

y ahí sí que estamos entrando en harina, porque lo que salta por los aires es el mero sancta sanctorum de la identidad, la idea de que en el fondo, más allá de las transformaciones que el inclemente paso del tiempo produce en nuestro cuerpo, más allá de los años que cumplimos, las cosas que aprendemos y las que olvidamos, del modo en que los afectos estallan y se extinguen, somos uno, como cantaba Roger Daltrey al comienzo de Quadrophenia, una obra que justamente quiere demostrar lo contrario: I’m one. Pero no, claro que no.

 

14.

Eso, de algún modo clandestino e inadvertido, abre a mi juicio la gran puerta a las narraciones del siglo XX y lo que va del XXI en las que justamente lo que no se puede sostener ya de ningún modo es al soberbio Yo decimonónico, encarnado en el tan seguro de sí mismo Narrador Omnisciente, desgranando la linealidad de la historia como si todo fuera tan claro. Los dobles son apenas el primer capítulo del libro, luego viene todo lo demás. Luego vienen los dobles sucesivos, los que nos van substituyendo a cada día, para ser substituidos a cada día ellos mismos. A cada segundo. Luego vienen las personalidades disjuntas, y a veces hostiles entre ellas, que acoge ese patio de Monipodio que llamamos nuestra mente. Y la hetronimia. Y, al final, la posibilidad de que el número sea simplemente un cero. Y por ahí se pasean Kafka y Pessoa y Pirandello y Beckett y tantos otros para los cuales hace tiempo que el dos no es más que una de las caras del dado infinito. Borges, como al desgaire, como de rondón, en esa notita sin aparente trascendencia de Sur hablando de una película que encuentra execrable, también, muy a su manera, nos anticipa:

Más allá de la parábola dualista de Stevenson y cerca de la Asamblea de los pájaros que compuso (en el siglo XII de nuestra era) Farid ud-din Attar, podemos concebir un film panteísta cuyos cuantiosos personajes, al fin, se resuelven en Uno, que es perdurable.

Ahí queda eso.

 

15.

Y en eso, inevitablemente, llega Nabokov. Aparte de ser uno de los mejores escritores de la historia, Nabokov fue, ya lo sabemos, un destacado lepidopterólogo (lo llegó a ser incluso profesionalmente durante un tiempo) y dedicó una gran parte de su vida a la caza y estudio de las mariposas de Europa y América. Y también, mucho más para su pesar, pero había que ganarse la vida, fue profesor de literatura en algunos colleges de los Estados Unidos, a los que había llegado huyendo de la Europa que se estaba empezando a autodestruir una vez más (cómo nos gusta hacerlo, ay), en la época de antes-de-Lolita, antes de pasar de la penuria económica a la opulencia y trasladarse a Montreux, donde acabó falleciendo mucho después. A Nabokov no le entusiasmaba la docencia, por decirlo suavemente, así que, para intentar que le fuera menos gravosa, optó por escribir una serie de textos sobre un conjunto de obras destacadas de la literatura europea y es a partir de ahí como construyó sus cursos. No llegó a preparar esas notas para la publicación, que se produjo bastante después, pero lo cierto es que en esas líneas encontramos desarrolladas con la brillantez que le caracteriza algunas de sus strong opinions sobre novelas de Joyce, Kafka, Austen, Proust, Dickens… y el Jekyll de Stevenson.

 

16.

La lectura de esas notas es extremadamente recomendable, sobre todo por hallazgos tan impagables como el paralelismo entre la dualidad Jekyll-Hyde y la estructura arquitectónica de la casa donde vive y donde tiene su laboratorio Jekyll. Estos dos ámbitos están separados y Hyde se constituye en una criatura del espacio alejado de la parte más social de la mansión. Todo esto se resume en una frase insuperable: there are corridors leading to Hyde, pasillos que nos llevan a Hyde. Quién no ha vislumbrado alguna vez esos pasillos, hacia Hyde y hacia los tantos-que-somos. Sólo ahí tenemos ya para una colección de novelas de terror. Otro aspecto muy relevante del análisis nabokoviano, que luego otros muchos autores han retomado es el que se refiere a la composición de esa dualidad Jekyll-Hyde, para el que Nabokov se vale incluso de diagramas. Así, anota que no hay dos sino tres personajes, pues, mientras Hyde es Hyde y campa a sus anchas, Jekyll sigue allí, como una especie de residuo o de halo o de presencia en la buhardilla, que observa con horror los manejos de su rozagante criatura. Stevenson apunta en su relato que Jekyll y Hyde comparten su memoria (lo que no siempre se respeta en las adaptaciones cinematográficas, por ejemplo), porque en realidad, Hyde no es ajeno o exterior a Jekyll: son el mismo. La necesidad de mostrar la corporalidad del Segundo para producir efectos en los lectores o espectadores bien podría obviarse y entonces nos estaríamos enfrentando a esos dobles sucesivos, a esa procesión de simulacros que somos. Que somos todos nosotros y en todo momento.

 

17.

Pero lo más relevante, me parece, es el modo en que Nabokov plantea la cuestión de la metamorfosis en el relato de Stevenson, ligándolo justamente con La transformación de Kafka (es en el texto dedicado a ésta donde esto se desarrolla en mayor grado) y también con El capote de Gogol, otro de sus autores de referencia. Entomólogo como es, al fin, conoce bien el penoso trayecto que conduce de la larva a la pupa y de ahí a la imago que agitará sus alas tornasoladas para provocar en nosotros ese suspiro que las mariposas históricamente han suscitado (psiqué es la mariposa y psiqué es el alma, y son innumerables las metáforas literarias, filosóficas y teológicas asociadas a ese proceso biológico más bien sórdido). No entraremos aquí en el cuento de Kafka, que, a no dudar, acabará también apareciendo, como tantas otras historias parientes de la aquí tratada. Lo que destacaré será ante todo el modo en que Nabokov aborda la cuestión (A metamorphosis is something always exciting to me) y su precisión técnica.

 

18.

Pero es justamente en un pasaje no incluido en la edición de las Lectures on literature donde eso se pone más claramente de manifiesto. Sólo los muy nabokovianos como yo, que además hemos invertido un capital en hacernos con una biblioteca bien nutrida de textos de y sobre el ruso, podemos localizarlo más o menos fácilmente. Está, de hecho, en un libro maravilloso, a la par que de un grosor casi orgiástico, titulado Nabokov’s butterflies que reúne todo el material imaginable producido por Nabokov relacionado con las mariposas. Si alguien tiene interés, le puedo hacer llegar el fragmento, bastante breve, por lo demás, que fue recortado. Es decisivo, y es destacable que formara parte de la discusión en el aula sobre el Jekyll, hasta el punto de que, tras una a ratos espeluznante exposición del proceso, se concluya memorablemente Let us now turn to the transformation of Jekyll into Hyde. Bienvenidos al mundo de la teratología.

 

19.

La cosa empieza fuerte: Transformation is a marvelous thing… Aunque a partir de ahí todo se va dejando meridianamente claro: though wonderful to watch, transformation from larva to pupa or from pupa to butterfly is not a particularly pleasant process for the subject involved. No, no es particularmente placentero: pasamos a ser la oruga, que empieza a experimentar un odd sense of discomfort. Una especie de desazón, de picor, que le empuja, literalmente, a deshacerse de su piel, en un proceso complejísimo que implica colgarse boca abajo e ir eliminando lo que se ha convertido en un mero exterior para que aparezca, desde dentro, el capullo de la crisálida. Ahí podemos quedarnos algunos días y también algunos años, pero entonces, de nuevo, algo ocurre, algo estalla, la pupa se rompe como se rompió la larva y poco a poco emerge otro nuevo ser que es en realidad el mismo ser en otra nueva etapa de esta saga penosísima: la mariposa, al principio no tan bella, pero poco a poco convertida en criatura grácil de los aires, o al menos eso dicen los poetas. La oruga, seguramente, no pensará lo mismo.

You will ask – what is the feeling of hatching? Oh, no doubt, there is a rush of panic to the head, a thrill of breathless and strage sensation, but the eyes see, in a flow of sunshine, the butterfly sees the word. the large and awful face of the gaping entomologist.

Sí, el pánico de la eclosión, y la presencia, ineludible, como en sus novelas, de Él, del autor, del entomólogo que observa el proceso. Hay muchos lugares en la obra de Nabokov en los que aparecen metamorfosis. Toda ella podría verse a través de ese prisma en el que la actual existencia de los seres humanos no es más que un estado larval o pupario y nos espera una psiqué que estará ya en otro lugar, y que no tendrá que someterse al tiempo de la narración ni a ningún otro. De hecho, aún en Rusia, un joven Nabokov escribió un poema que incluye un verso que se tradujo por We are the caterpillars of angels, y eso nos llevaría, claro, a la Angelica farfalla de Dante y también de Primo Levi, pero aquí la entrada ya se va a acabar y no puedo desarrollar eso: será, a lo mejor, a la siguiente.

 

20.

Concluimos, con dos notas más del estudio de Nabokov sobre el Extraño caso. La primera es, como corresponde, el final. El final de la lecture y el final de la obra y de la vida de Stevenson. Como es sabido, el escocés, en un momento dado, marchó a los mares del Sur y acabó viviendo mucho tiempo en Samoa, donde los nativos le conocían como Tusitala, el que cuenta historias. Allí, el enfermo pulmonar crónico no murió a causa de problemas respiratorios, sino de una hemorragia cerebral. La versión la da su compañera, Fanny, y se ha transmitido con algunas variantes. Nabokov, de hecho, le pone su guinda haciendo que Stevenson justamente vuelva de su bodega con una botella de vino (había apuntado antes cuánto vino hay en el relato de Jekyll y Hyde), aunque más probablemente estaba en la cocina aliñando una ensalada. Como fuere, el hecho es que Stevenson sintió algo extraño, algo inusitado, exactamente del mismo modo en que Jekyll sintió algo por primera vez cuando fue Hyde. Según cuentan, se tocó la cara, incapaz de explicar qué le había ocurrido, y dijo, según Nabokov, What, has my face changed?  Y, ahí mismo, cayó muerto. Qué falta le hubiera hecho en ese momento el cheval glass que Jekyll corrió a buscar a hurtadillas en su habitación el magno día en el que dejó de ser Uno para ser Dos, o cento milla, y que vuelve a reaparecer justamente en el momento último, vuelto al techo, no mostrando ya a nadie.

 

y 21.

La nota final es de pura perplejidad, entre otras cosas porque el detalle lo he percibido sólo en la lectura que he hecho estos días para escribir la entrada, no en las anteriores. Y, como Nabokov no es que no dé puntada sin hilo, sino que tiene hilos y madejas para tejer millones de sudarios de Príamo, conviene no pasarla por alto. En el relato de Stevenson se habla de un phial para referirse al contenedor del veneno con el que Hyde pone fin a su vida. Esa escena queda oculta para los que acuden al laboratorio, que ven ya su cuerpo muerto. Phial es vial. En una traducción al castellano que he consultado se habla de frasco. Lo podemos imaginar como un pequeño recipiente de vidrio. Las palabras exactas de Stevenson son:

…and by the crushed phial in the hand and the strong smell of kernels that hung upon the air, Utterson knew that he was looking on the body of a self-destroyer.

Y sin embargo, esto es lo que dice Nabokov cuando comenta la escena:

…and [Utterson] finds Hyde in Jekyll’s too-large clothes, dead on the floor and with the reek of the cyanide capsule he has just crushed in his teeth.

El phial se transforma en una cápsula de cianuro que Hyde ha mordido. Las lectures se escriben en los cuarenta y los primeros cincuenta. Para entonces a nadie se le podía escapar que ése es el modo de suicidio paradigmático de los jerarcas nazis. Con ese guiño, ¿Nabokov está apuntando en la dirección del Mal Absoluto, le está diciendo a Stevenson dónde hay un verdadero Hyde, para el que atropellar a niñas o matar a bastonazos a un Lord son empeños de poca monta, pudiendo llevarse por delante, de la manera más cruel y ajena a toda empatía, a millones de personas? Yo creo que sí, y me huelgo de haber podido puntuar en el juego diabólico que Nabokov propone siempre a sus buenos lectores. Pero no me jacto demasiado: todo texto nabokoviano es infinito y lo es múltiplemente, es un aleph de alephs, y la siguiente vez que lo lea encontraré otros guiños o desvíos o sugerencias. Quieran los dioses que esa siguiente vez, al menos, no haya en marcha ningún nuevo genocidio en la Tierra, que los Hydes interminables de ayer y hoy hayan acabado definitivamente despanzurrados en el suelo de un antiguo teatro anatómico para que les podamos mostrar todo el desprecio que merecen.


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