Un relato de viajes
[Cuadro de Isabelle Vernay-Lévêque realizado a partir de lo descrito por Georges Perec sobre el Cabinet d'amateur de Heinrich Kürz, y que figura en la portada de la edición española de la obra, publicada por Anagrama en 1989.]
Con
el tiempo, la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas semanas no
pude trabajar y no hacía otra cosa que repetir esa extraña fórmula esperando
quizá que, por algún sortilegio, mi doble fuera a surgir del seno de la tierra.
JULIO
RAMÓN RIBEYRO, Doblaje
Un
soir, en entrant dans ma chambre, je m’aperçois assis sur mon lit. D’un coup de
poing, j’anneantis le fantôme qui a volé mon apparence.
MICHEL
LEIRIS, Nuits sans nuit, sueño del 12-13 de abril de 1923
L’auteur,
un certain Lester K. Nowak, intitulait son article Art and Reflection: “Toute
œuvre est le miroir d’une autre”, avançait-il dans son préamble.
GEORGES
PEREC, Un cabinet d’amateur
1.
El día 18 de agosto,
tres días antes de partir, acabé (o quizás sería más pertinente decir el que
yo era entonces acabó) una entrada del blog que giraba en torno a la
idea del doble, tema al que justamente esos días estaba dedicándole bastante
tiempo. Acaso ese mismo día, o quizá el día anterior o el posterior, llevado de
ese interés, leí un relato que aún no conocía del peruano Julio Ramón Ribeyro.
El cuento se titula Doblaje, está datado en el año 1955 y fue incluido
en su día en la recopilación Cuentos de circunstancias (1958), aunque yo
lo leí, claro está, en el grueso tomo de los Cuentos reunidos del
peruano, publicado por Alfaguara en 2024. Doblaje es un relato muy breve
y su trama es sencilla. El narrador en primera persona, un pintor afincado en
Londres y aficionado al ocultismo, se declara obsesionado con el tema del
doble. En un tratado de esoterismo que perteneció a su padre y que procedía de
la India, lee esta frase, que está en el origen de la acción del cuento: Todos
tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque
los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario. Ahí, en esa
formulación, radica el mayor mérito, la mayor originalidad del cuento de
Ribeyro, que es capaz, así, de innovar un género tan manido ya como el de las
historias de dobles.
2.
La peripecia del relato
no es, en sí, decisiva y, de hecho, creo que, en otros cuentos, como el que se
comentó aquí en su día (Papeles pintados), Ribeyro raya a mayor altura,
pero su solvencia como narrador le permite resolver la historia adecuadamente.
Acicateado por lo que ha leído, nuestro narrador se embarca impulsivamente en
un viaje que le llevará a Sydney, en Australia, en las antípodas de Londres (lo
que es geográficamente inexacto, pero suficientemente aproximado). Una vez allí
se da cuenta de lo alocado de su objetivo, y simplemente decide pasar unos
días, ya que ha realizado un viaje tan largo, recorriendo la ciudad. Entonces,
se enamora. Winnie, su amada, no sabe a qué atenerse con él. La voz que narra impone
también su punto de vista: hay en el comportamiento de Winnie una familiaridad que
a él le extraña, pero de algún modo él va encontrando también en ese entorno,
especialmente en una casa que alquila, un cierto reconocimiento, una cierta
tranquilidad. Todo acaba mal, por un ataque de celos ante la sospecha de que
Winnie ya ha estado con alguien en esa misma casa. Rota la relación, de
vuelta en Londres, recuperada su habitación de hotel, algunos pequeños detalles
le revelan que, durante su ausencia, alguien, que no puede ser él, ha
sido él. La presencia de una mariposa amarilla, que es un habitante del
mundo de las antípodas, pues el poseedor de la casa era un lepidopterólogo,
como Nabokov, nos da, en la última línea, la clave del relato. En el viaje se
ha producido una substitución, una doble substitución, y el viajero, en
Sydney, ha retomado la vida que dejó en suspenso el australiano que,
simultáneamente, se desplazó a Londres para vivir la vida de nuestro narrador.
La sincronía perfecta ha permitido ese vaivén, que ha dejado, no obstante,
algunos restos: un cuadro que estaba a medias ha sido terminado, una relación
amorosa se ha roto, una mariposa ha aparecido literalmente en el otro lado del
mundo.
3.
El relato está, sí,
fechado en 1955 y, junto al dato del año se añade la ciudad en la que fue
escrito: París. Ya sabemos que Ribeyro vivió largos años en la capital
francesa. Hacia ella me disponía yo a ir dos, tres días después de la lectura,
a revivir (el verbo es apropiado) mi semana de Morel. La mera economía
en la enunciación nos obliga a ser inexactos. El que yo era el 17, el 18 o el
19 de agosto, el que leyó el cuento de Ribeyro, dio paso al que yo fui el 20 y
entonces al que yo fui el 21 de agosto, ése que tuvo que madrugar para ir a
Barajas a tomar un avión que le depositó en Orly algunas horas después. Y aún
somos demasiado sintéticos, pues nos conformamos con una sucesión de animales
de un día, que tienen un tiempo de vida semejante al de algunas mariposas,
tal vez amarillas. Tendríamos que ir, quizás, al minuto o al segundo y aún así
no habría motivo real para quedarnos en ninguna de esas divisiones, y poco a
poco se iría abriendo paso la verdadera realidad: la absoluta liquidez de
nuestro ser, que no es sino un estar siendo. Por eso asesinamos nuestras
mariposas, por eso nos vemos obligados a colocarlas, infinitamente rígidas, en
nuestros álbumes de insectos. Para poder nombrarnos. Para poder contarnos.
4.
Lleguemos, pues, a
un compromiso. Digamos que el 21 de agosto yo, el que estoy escribiendo
esto en la misma mesa en la que leí el cuento de Doblaje hace dos semanas,
me desplacé a Barajas y tomé un avión. Aceptemos que el yo de siempre,
el que vive en esta casa, el que posee este ordenador (aunque este ordenador es
un portátil y eso, como se verá, plantea dificultades nuevas) concibió un
viaje de retorno a París, la ejecución de un ritual que se repite cada año, y ejecutó
las acciones pertinentes para llevarlo a cabo. La actuación de ese yo,
que no hace falta que veamos como precario y fluido hasta la evanescencia, pues
su insistente repetición de tantos años en las mismas rutinas, en las mismas
localizaciones, le ha dotado a estas alturas de cierta consistencia, ese yo que
soy, o sea, yo, la primera persona, me marché a París el día 21
para pasar una semana. Y ahí, justo ahí, justo en esa frase, se acaba mi
historia, o se acaba la primera persona, que entra en un letargo o hibernación
del que sólo se despierta, justamente, una semana después.
5.
Sí, es así como
funciona. Por eso nos debemos dotar de espacios liminales como aeropuertos o
estaciones, de rituales de paso, por eso debemos solemnizar y dificultar el
proceso, ubicando hitos en un trayecto que de ninguna manera puede ser fluido,
porque en esa fluencia nos perderíamos, o, por mejor decir, se perdería él,
el no nato, el naciente, el Viajero, que es el protagonista de esta historia. Así,
en algún momento, quizá en el traslado en autobús o en metro o en taxi al
aeropuerto, o ya allí, en la cola de la facturación, o en el control de
pasaportes (sí, justo ahí, en el momento en el que nuestro documento de
identificación se convierte quizás así en un acta de defunción y una partida de
nacimiento), o aún sentado tomando un café, o leyendo un libro (el libro que yo,
es decir, el que yo era el 20 al preparar la maleta, eligió) junto a la puerta
de embarque, o más probablemente ya en el avión, en ese lugar
inconcebible que puede no estar en el suelo, ahí, a la vista de todos
(pero todos están sufriendo la misma metamorfosis) nace el Viajero, y su parto
suele ser complejo, involucra esperas, malos tratos por parte de las
autoridades aeroportuarias, que se han venido multiplicando con los años,
inmovilidad forzosa en asientos mal dimensionados, frío, calor, sed,
turbulencias, retrasos, ascensos y descensos. Y entonces, ya en otro lugar, ya
en otro país, ya interpelado en otra lengua, ya recuperando la maleta tras nuevas
esperas, ya tomando otro autobús, otro metro, otro tren, cumplimos el objetivo:
dejar de ser nosotros.
6.
No nos engañemos: el
Viajero nace, después de esos dolores de parto, visiblemente disminuido, como
un Hyde cualquiera, y, sobre todo al comienzo, los primeros dos días quizás,
siente una fatiga muy particular, y no acaba de estar a gusto en su piel, en
sus sábanas, en la mesa de la habitación de hotel que he insistido en poder
tener. Hay en él como rastros de la piel perdida, hay como una hibridez un poco
desasosegante, la permanencia de afanes y cuestiones que corresponden al otro,
al que leyó el cuento de Ribeyro, al que preparó la maleta, al que decidió los
libros para el viaje, al que puso el despertador a las seis y cuarto. Y
entonces, más fácilmente de lo que parecía al principio, el Viajero renace y
toma posesión de sus dominios y depone a su vez los atributos de su carácter
transitorio, y cede su cuerpo al siguiente protagonista, el más extraño de
todos, el más precario, el que tiene una vida más corta a la que se aferra sabiendo que sus días están contados, y que su existencia depende infinitamente
de las decisiones de sus predecesores. Hablo del que vive en París, del Doppelganger
al que substituyo o me substituye, al figurante en el tableau vivant de
la Invención de Morel, al que deambula, acaso, por la Rue de Seine hacia
el arco que da al Quai de Conti y de ahí al Pont des Arts,
habitante de pleno derecho de esa toponimia que la Ciudad Luz comparte con la
obscura Ciudad de nuestros sueños.
7.
Por lo tanto, hay trampa
en esto, hay truco. Porque el que escribe soy yo, el monótono yo de
siempre, el viejo que vive en Madrid desde siempre. Así, soy, en el mejor
de los casos, un ejecutor testamentario, y en el peor (y siempre es el peor) un
impostor, porque al hablar de lo ocurrido lo hago del lado de acá,
ya que nos hemos puesto cortazarianos, y el lado de acá está lleno de tics,
vicios, cobardías y una fatiga que no es la del cambio de piel, sino la fatiga
que lleva instalada en los huesos desde hace ya tanto. Pero eso pasa siempre.
Por eso la literatura siempre es mentira, y la literatura es incompatible
con la vida, es lo contrario de vivir. Lo que ocurre, y eso ya lo hemos
discutido bastante por aquí, es que, para ciertos seres como yo, es decir, como
yo, o Yo, si quieren, y por cierto también para el Viajero, en
eso no es diferente, ese modo de no vivir es el único modo de vivir posible.
Ésa es la excusa, eso es lo que nos permite recurrir a las notas en la libreta
Leuchtturm, repasar los libros que se han comprado (abundantes hasta la
demencia) y las cosas que se han anotado en ellos, recuperar algunos indicios,
objetos, mirar fotos, recurrir al archivo de la memoria del Otro, del que también
somos dueños, por más que usurpadores, y pergeñar así una cierta crónica, un
cierto informe, más que nada para que la Desmemoria, que es algo que constituye
al yo en igual medida que la Memoria que lo funda, no acabe por llevarse
más de lo que le corresponde, ya que ante todo viajamos, ante todo transigimos
a la metamorfosis, para densificar el tiempo, para convertir en melaza
ese hilillo de agua que no deja de descender hacia el Nunca.
8.
Éstos son, pues, los
santos del viaje (santos llamaba Unamuno a los cromos en Recuerdos
de niñez y de mocedad, y también figuras y vistas). O al
menos una selección de ellos, hecha un poco al descuido, y dejando correr la
pluma, o los dedos por el teclado, que es como yo (ese yo que soy
casi siempre) escribo estas entradas. El Viajero acaso apostillaría, o incluso
se rebelaría ante el atrevimiento de desvelar sus andanzas (y no hablemos del Doppelganger
parisino, que siempre ha llevado muy mal su dependencia absoluta de este
ser ajado y pretencioso que soy). Da lo mismo, la literatura siempre es a
posteriori. Sólo en los extraños instantes de la iluminación mística nos anticipamos,
o, para ser más exacto, nos marchamos del Aquí y el Ahora a un notiempo
que es la tierra que nos prometieron las musas cuando empezamos, tan niños, a
juntar letras.
9.
La primera tarde,
después de la visita obligada (estamos hablando de los rituales del Viajero) a L’écume
des pages, donde ya cayeron algunos libros, me dirijo (se dirige él, pero
es mejor que no sigamos por ahí, porque nos perderemos: yo ahora es él)
a otra de la lista de librerías imprescindibles que está, por lo demás, en
el barrio, a unos pasos del hotel, que es el mismo de los últimos cuatro
años. Ahí es donde vive el Doble. Esa librería es Compagnie (en los días
sucesivos, no lo detallaré, compré muchos otros libros, y visité mis otras
librerías y algunas más: Joseph Gibert, la Gallimard de Raspail, Tschann, La Procure,
Les Traversées…). Tengo algunas compras ya prefijadas, llevo días y semanas en
Madrid pensando en autores y libros. Encuentro algunos. Entonces, hojeo otros
en las mesas. Hay uno de la colección L’imaginaire de Gallimard, no es
en absoluto una novedad. El autor ha andado rondando por mi cabeza, asociado a
Raymond Roussel, uno de los protagonistas del viaje cuyo santo, sin embargo,
no aparecerá por aquí (ya habrá tiempo en alguna entrada futura): Michel
Leiris. El libro se titula Nuits sans Nuit et quelques jours sans jour,
y es un diario de sueños.
10.
El Viajero tiene al
menos dos privilegios que yo no poseo, por más que fatigue las librerías
madrileñas con un empeño digno de mejor causa. El primero es que no se las sabe
ya, puede sorprenderse por una mesa de novedades, puede hojear autores que
no esperaba, encontrar frases que le llamen la atención, comprar libros que no
conocía. El segundo de esos privilegios es que a él le pasan cosas. El
Viajero es un ser, sí, efímero y frágil, como la mariposa amarilla que es, pero
por eso mismo está abierto a otras corrientes de aire, ha dejado atrás
la inmovilidad de la crisálida y sus pesadas reflexiones, la vida rastrera de
la oruga, tan alejada del vuelo, tan angustiada ante la aparición de los pájaros.
Es al Viajero y sólo a él al que le corresponde, en tanto oficiante del rito,
abrir un libro al azar por una página al azar y leer la descripción de un sueño
suyo. Es decir, de un sueño de Leiris que es igual a sus sueños. Un
sueño de hace cien años. He abierto desde entonces varias veces el
volumen, nunca ha vuelto a abrirse por esa página, la 45. Tampoco ahora, que lo
abro para copiarlo aquí.
11.
No hago una transcripción
completa, y además lo traduzco con mi siempre dudosa capacidad de traducir el
francés. Comienza en un paisaje que me es muy familiar, que ha sido un paisaje
recurrente en mis sueños desde siempre: Viajes, ferrocarriles. Antes
de abandonar París, o pasando por París, me he citado con mi madre en, por
ejemplo, la estación de Amsterdam. Es decir, y esto es algo decisivo,
porque constituye uno de los hechos diferenciales de mis sueños más
interesantes: hay un antes, la acción del sueño comienza in medias
res y se sabe de dónde se viene. Leiris, de hecho, lo hace
explícito: en el sueño me parece recordar un sueño antiguo, que se me
presenta como un precedente a la situación presente. En ese sueño, que dentro
de la vida del soñador (otro de esas entidades-mariposa de nuestra larga
familia del estar siendo) es el pasado inmediato a ese presente del ser-en-el-sueño,
es decir, de su vida, Leiris dice haber olvidado su maleta en otro
tren. Como conoce en qué compartimento se la dejó espero el tren
siguiente con la certeza de que la recuperaré en el compartimento
correspondiente, y termina, rotundamente, ce qui arriva, en effet,
es decir, lo que tenía que ocurrir acaba ocurriendo, porque el soñador disfruta
de una cierta precognición, como también dispone de una memoria que le permite
situar este sueño en una sucesión de sueños que se desarrollan en esa Estación
del mundo onírico, donde las cosas se pierden y se recuperan, porque
nosotros, es decir, los que estamos del lado de acá, o quién sabe si es el lado
de allá, o de arriba o de abajo, somos los guionistas de ese sueño, y a veces
nos permitimos hacernos pequeñas trampas en el solitario.
12.
Trenes, sueños con
pasado, capacidad de anticipación, cosas que se pierden y acaban por
recuperarse justo ya en el límite de la vigilia, o tal vez no, pero
igualmente uno se despierta y se dice: era un sueño, no has perdido ninguna
maleta, ni te has dejado el coche aparcado en una calle que no recuerdas, ni se
ha marchado el avión mientras tú no acababas de organizar un equipaje demencialmente
escurridizo, ni te has extraviado una vez más por esa parte de la Ciudad que
conoces pero en la que recuerdas haberte perdido, ni, no, tampoco eso
era cierto, te has besado con Ella, ni tus padres están vivos otra vez, ni esos
poemas que tan claramente viste, mecanografiados en un montón de folios bien
ordenados, existen de este lado, del lado de acá o de allá o de dónde sea al
que has vuelto, porque eres yo, Je, eres tú, eres el vígil, eres
el que debe darse la vuelta cuanto antes para respirar de una buena vez. Ese
sueño es el de Leiris, y fue al día siguiente un sueño de Henri Michaux, un
autor al que recorrí con avidez hasta que se convirtió en uno de esos escritores
marcados por mis lecturas hospitalarias en los meses en los que mi padre tuvo
que transitar el doloroso sendero hacia su muerte. El diario de sueños de
Michaux tenía también trenes. Era más elaborado, menos directo que el de Leiris
y extrañamente me era desconocido, a mí, que dispongo ya de una buena quincena
de libros de Michaux en mi biblioteca y, por eso, cuando me lo topé (cuando se
lo topó el Viajero, que es al que le pasan las cosas) en Gallimard de Raspail
al día siguiente acepté el guiño y supe que eso sería lo primero que contaría
en la entrada que escribiría (pero no ya el Viajero, que escribiría yo, aunque
al fin y al cabo él y yo compartimos futuro), que ese sería el primer santo del
álbum.
13.
Como se ve, todo se
dispone bajo la estética de la mise en abyme, que me es tan cara. Eso se
hizo ya del todo evidente cuando el Viajero (que estrictamente no lo había
leído todavía, pero yo sí, yo lo había leído de corrido y conteniendo la
respiración y estallando de puro goce, en castellano, cuando lo compré un día,
así, de improviso, en el Thyssen de Madrid) se compró (en L’écume des pages,
justo antes del libro de Leiris, pero no lo empezó a leer, o releer o lo que
fuera, hasta la mañana siguiente) Un cabinet d’amateur, de Georges
Perec, que justamente me faltaba tener en francés. Esa obrita, una de las
últimas de su autor, es una maquinaria endiablada, una extraña joya que casi, en
abyme, reproduce la geometría de La vie mode d’emploi a una escala
de miniaturista, elevando si cabe la apuesta aún más. Hablamos de un cuadro
(imaginario, claro, pero quién se pondrá a establecer fronteras en el planeta
llamado Perec) que representa justamente un gabinete de aficionado, una
colección particular de pinturas, un género frecuente en ciertos periodos,
especialmente en el arte flamenco. A partir de la idea de ese cuadro-hecho-de-cuadros,
Perec saca de su chistera la familia entera de conejos, y algún tiranosaurio,
como diciendo: ahí os dejo eso, yo ya me voy marchando. Y es una pena, porque
soy tan joven y aún tengo tantas otras chisteras llenas de animales
inconcebibles…
14.
Heinrich Kürz se
llama el pintor que representa la colección del industrial norteamericano de
origen alemán Hermann Raffke. Como cabe esperar de Perec, los guiños son infinitos
(he descubierto, de hecho, uno espectacular en esta última lectura, que no
revelaré, pues es un secreto de iniciado…) y el juego es por momentos
hilarante. Pero lo más relevante para este pequeño informe es el hecho
de que, en el cuadro de Kürz, entre otras muchas obras, se incluye a ese mismo
cuadro, lo que genera, claro, la mise en abyme paradigmática de los
espejos enfrentados, pues dentro de ese cuadro que está en el cuadro está otra
vez el cuadro y dentro de ése otra vez está el cuadro y cada vez esos cuadros
son más pequeños, acaban por ser diminutos, pero la pericia de Kürz hace que
los detalles puedan seguir distinguiéndose y entonces (otra vuelta de tuerca)
uno aprecia que la reproducción no es exacta, que el pintor introduce, voluntariamente,
pequeñas variantes, y además todo eso está inmerso en otro nivel superior en el
que el cuadro está en una exposición acompañado de los cuadros reales que en él
se representan, y su dueño, orgulloso, se sitúa frente a él, y se ve a sí mismo
representado en él, y acaba por hacer que en su mausoleo se le entierre frente
a él y todo esto no es sino una pequeña, pequeñísima parte de los misterios
gozosos que encierra esa obrita de menos de un centenar de páginas, un pequeño
milagro que nos revela, por si aún no estábamos convencidos, que Perec es
otra liga.
15.
Es abusivo, pues, no
ya comprarse libros sin mesura, sino comprarse libros que ya se tienen, y
además ponerse a leer justamente esos libros en vez de otros, en París, y es ya
casi un gesto de exhibicionista hacerlo en el Café de la Mairie, en la Place de Saint
Sulpice, esa atalaya donde Perec se instaló para pergeñar su Tentative d’épuisement,
pero éstas son las cosas que hace el Viajero y a él le salen bien. Así pues, en
dos días ya habíamos pasado de los dobles a los sueños, a los abismos y a los
juegos matemáticos y literarios, y eso ya justificaba el viaje y elevaba
directamente al éxtasis al Viajero, que, por otro lado, baqueteado como está ya
por muchas aventuras no siempre exitosas, tampoco le pide tanto a sus periplos.
Por eso, el que esa noche, en el hotel, en su portátil, que es un objeto, pues,
transdimensional, porque es este mismo que uso para la crónica, pero él, o una
réplica suya, también estuvo hace unos días en el hotel de París conectado con un
HDMI que previsoramente yo incluyo en el equipaje siempre para que el Viajero
pueda ver en la televisión de la habitación lo que él quiera, esa noche, digo,
con ese portátil, que es éste, de entre todas las películas posibles eligiera,
una vez más (en los hoteles, al final, acabo siempre poniéndome las mismas
películas, son como fetiches del Viajero) Vértigo.
16.
Vértigo, de la que podría decir tantas
cosas que agotaría no ya el espacio disponible de la entrada, que ya va siendo
escaso (en el 20 paramos, como siempre), sino libros enteros (y a lo mejor
alguna vez escribo uno) trae de vuelta al doble, y a la mise-en-abyme, y
a la révenante, y a la espiral, y al vértigo (el vértigo de los
puentes, de las torres de las catedrales), y tantas otras cosas que rimaban bien
con lo que ya estaba pasando, pero eso el Doppelganger lo halla por instinto,
sin pensar, y por eso tengo que desvestirme de mí y dejarle mi lugar, para que desenrede
mis madejas y me regale las perlas que encuentra donde yo no veo sino ostras.
Cerradas. Vértigo se acompañó al día siguiente (las señales se
encadenaban ya vertiginosamente) en Tschann con un libro titulado Vertiges
y una ostentosa espiral en su faja que versaba… sobre Borges (aunque luego
no tanto). Y con Borges ya viene todo. Si añadimos a Nabokov, que también me
acompañaba desde Madrid (estoy releyendo Despair, acaso por tercera o
cuarta vez, cosa de los dobles, ya les contaré), ya estábamos todos. Las claves
de lectura de la ciudad del flâneur van así cambiando, y el Luxembourg,
o el Sena, o el Panthéon, o la Tour de Saint Jacques y hasta la mismísima Tour
Eiffel se ven de otro modo cuando uno piensa en que ese paseo a ninguna parte
es compartido con Madeleine, porque dos personas pueden también errar juntas
sin rumbo.
17.
Chartres entonces,
pero Chartres no puede contarse aquí tampoco, da para demasiado. Era mi tercera
visita, y, como ocurre siempre cuando uno (o él, o quien sea) retorna a un
lugar, el lugar no puede ser ya el mismo, porque uno ya no lo es. Y más cosas,
más lugares sagrados, y otros que lo son igualmente, pero no lo habían sido hasta
ahora, se han incorporado. Así, perequianamente, la manzana de casas del 17éme
arrondissement que cortaría diagonalmente la rue Simon-Crubellier,
en cuyo número 11 tiene lugar la múltiple peripecia de La vie mode d’emploi.
O la iglesia de Sainte-Marie-des-Batignolles, donde Andreas, el Santo Bebedor,
de Joseph Roth, no acaba de ir para depositar su ofrenda ante la estatua de
Santa Teresa de Lissieux. Todos mis paseos por París están, inevitablemente, teñidos de literatura.
18.
También volví al
Cementerio de Montparnasse, donde fui aquella Navidad de 2022 en la que el blog
justamente estaba por nacer (y volví a repetir, porque la repetición es el
signo del ritual, y por lo tanto de mis retornos a París, el café de la rue de
la Gaité donde escribí las notas que figuran en la segunda entrada de este Pálido
juego, ya lejana en el tiempo). Allí visité a Julio Cortázar, entre algunos
amigos más: la tumba de Baudelaire con su lápida sempiternamente cubierta de
besos, sin los de Angélica esta vez, o la de César Vallejo, en donde alguien
había dejado unas gafitas, o la de Cioran, que tiene un buzón donde se puede mandar
correspondencia de ultratumba para el difunto, o la de Beckett, o la de Éric
Rohmer, que fue decisivo, para bien o para mal, en mi educación sentimental de
cinéfilo juvenil de los ochenta. Si buscan por el blog verán que ya les
he contado cosas parecidas (lo tienen fácil: en el listado de categorías o de
palabras clave que aparece a la derecha en la versión PC cliqueen París).
Ahora, para evitar que la lápida de Cortázar se ensucie o quede cubierta por
billetitos de metro y otras pequeñas ofrendas, se ha colocado como un árbol en
miniatura con unas pincitas para colgar en esas ramas los mensajes. El Viajero
cumplió escrupulosamente con la ceremonia: sacó su billete de Métro, escribió
en él Entonces había juego, que es la frase que abre todos los juegos y
que viene de un relato en el que alguien acaba arrojándose, como Madeleine,
y firmó con mi nombre y con la fecha del día. En París, entre otras cosas, uno
visita a sus muertos.
19.
Y sus muertos pueden
no tener que ver con París y ni siquiera estar muertos al comienzo del viaje.
Verónica Echegui se nos murió como el rayo y justo un poco después cayó
Eusebio Poncela. El Viajero, que lee esas noticias en la pantalla de su móvil o
de su portátil, él, que antes buscaba con avidez El País por los quioscos
de todas las ciudades del mundo, y lo conseguía, hasta en Shanghái, se entera
de estas cosas y las incorpora a su relato. Y decide, entonces, que esa noche,
en la pantalla en la que ha visto Vértigo, y poco más, porque está muy
cansado por la noche y además lee y escribe y entonces directamente se duerme,
va a poner Arrebato, que es otra de sus (y mis) películas sagradas. Y
entonces, porque el destino tiene estas cosas, el círculo acaba por cerrarse,
porque ahí tenemos de nuevo el doble y la mise en abyme y el amour
fou y la muerte y hay un vampiro cinematográfico que es el ojo de una
cámara y es también una jeringuilla y uno se da cuenta de cuánto ha admirado,
ha querido, a Eusebio Poncela a lo largo de su carrera (por La ley
del deseo, que es mi película favorita de Almodóvar, y eso es mucho decir,
y por Martín (Hache) y por Intacto y por tantas más) y cómo todas
esas películas recurrentes puntúan el transcurso por mi vida, y cómo nos hemos
hecho tan viejos repitiendo esas cosas, pero es justamente esas cosas a las que
cabe aferrarse, como a esa colcha o sábana a la que se agarra Eusebio, o José
Sirgado, en el último plano, con los ojos vendados, mientras el tic tic tic del
disparador de la máquina le conduce a la deflagración final, y el Viajero
recuerda, con los ojos empapados en lágrimas, incómodo porque no le gusta ver
la televisión tumbado en la cama y cansado de un día de muchos kilómetros
andados y muchas líneas escritas y leídas, cuánto me gusta el cine, y cuánto
le apetecería que, como le ocurre a Sirgado, al cine le gustara yo también.
20.
El veinte. Acabamos
este memorial que se añade a los anteriores de mis semanas de Morel en
París. Esto sirve, aunque no sea para nada más, para eso: para dejar
constancia, para poder no olvidar, o, sí, olvidar (la memoria del Viajero es
inestable) pero acabar recordando lo que se ha escrito. Perec sabe bien que
para eso es para lo que se escribe, en última instancia. Me dejo cosas y gente,
como Christian Bobin, y la extraña constelación que se reúne en torno a él y
que estoy empezando a conocer: Lydie Dattas, Alexandre Romanès, Jean Grosjean,
Jean Marie Kerwich, Jacques Reda, Dominique Pagnier… de casi todos he comprado
libros. También, la enésima reaparición de Nerval, que reclama ya desde hace
mucho mi atención para que le escriba, para que escriba algo, que no es
una entrada en el blog, algo más grande, sobre él. Hay que acabar, hay
que mandar esto al ciberespacio para que empiece a generar sus propios ecos,
para que la mise en abyme se complique aún más, para seguir añadiendo
capas a los sueños y las historias, para que todos los que somos, en todas las
antípodas imaginarias, se conecten y sean consumados en esa conexión. Cierro,
pues, les dejo un último mandato (un último ruego, no estoy en posición de
imponerles nada): el de Pedro a Sirgado cuando, pasando las páginas del álbum
de cromos (Unamuno diría santos) de Las minas del rey Salomón pronuncia
las palabras mágicas (Pausa, Arrebato) y señala con su dedo al
cromo con más colores y le dice ¡mira! En ese ¡mira! está toda la
magia y la poesía del cine y en la mirada de Poncela, que se abisma en
la contemplación de su propia infancia, acaba por encerrarse, en un último
rizo, en un último bucle, en una última vuelta de tuerca, toda la arquitectura efímera
del Viaje, todo el bagaje del Viajero, que no ha tenido que facturar, sino
dejar simplemente en la habitación donde vive el Doppelganger, hasta
su próxima visita, que esperemos que se llame abril y Angélica Liddell en el
Odéon.
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