lunes, 1 de septiembre de 2025

Doblaje

 Un relato de viajes

 

[Cuadro de Isabelle Vernay-Lévêque realizado a partir de lo descrito por Georges Perec sobre el Cabinet d'amateur de Heinrich Kürz, y que figura en la portada de la edición española de la obra, publicada por Anagrama en 1989.]



Con el tiempo, la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas semanas no pude trabajar y no hacía otra cosa que repetir esa extraña fórmula esperando quizá que, por algún sortilegio, mi doble fuera a surgir del seno de la tierra.

JULIO RAMÓN RIBEYRO, Doblaje

Un soir, en entrant dans ma chambre, je m’aperçois assis sur mon lit. D’un coup de poing, j’anneantis le fantôme qui a volé mon apparence.

MICHEL LEIRIS, Nuits sans nuit, sueño del 12-13 de abril de 1923

L’auteur, un certain Lester K. Nowak, intitulait son article Art and Reflection: “Toute œuvre est le miroir d’une autre”, avançait-il dans son préamble.

GEORGES PEREC, Un cabinet d’amateur

 

1.

El día 18 de agosto, tres días antes de partir, acabé (o quizás sería más pertinente decir el que yo era entonces acabó) una entrada del blog que giraba en torno a la idea del doble, tema al que justamente esos días estaba dedicándole bastante tiempo. Acaso ese mismo día, o quizá el día anterior o el posterior, llevado de ese interés, leí un relato que aún no conocía del peruano Julio Ramón Ribeyro. El cuento se titula Doblaje, está datado en el año 1955 y fue incluido en su día en la recopilación Cuentos de circunstancias (1958), aunque yo lo leí, claro está, en el grueso tomo de los Cuentos reunidos del peruano, publicado por Alfaguara en 2024. Doblaje es un relato muy breve y su trama es sencilla. El narrador en primera persona, un pintor afincado en Londres y aficionado al ocultismo, se declara obsesionado con el tema del doble. En un tratado de esoterismo que perteneció a su padre y que procedía de la India, lee esta frase, que está en el origen de la acción del cuento: Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario. Ahí, en esa formulación, radica el mayor mérito, la mayor originalidad del cuento de Ribeyro, que es capaz, así, de innovar un género tan manido ya como el de las historias de dobles.

 

2.

La peripecia del relato no es, en sí, decisiva y, de hecho, creo que, en otros cuentos, como el que se comentó aquí en su día (Papeles pintados), Ribeyro raya a mayor altura, pero su solvencia como narrador le permite resolver la historia adecuadamente. Acicateado por lo que ha leído, nuestro narrador se embarca impulsivamente en un viaje que le llevará a Sydney, en Australia, en las antípodas de Londres (lo que es geográficamente inexacto, pero suficientemente aproximado). Una vez allí se da cuenta de lo alocado de su objetivo, y simplemente decide pasar unos días, ya que ha realizado un viaje tan largo, recorriendo la ciudad. Entonces, se enamora. Winnie, su amada, no sabe a qué atenerse con él. La voz que narra impone también su punto de vista: hay en el comportamiento de Winnie una familiaridad que a él le extraña, pero de algún modo él va encontrando también en ese entorno, especialmente en una casa que alquila, un cierto reconocimiento, una cierta tranquilidad. Todo acaba mal, por un ataque de celos ante la sospecha de que Winnie ya ha estado con alguien en esa misma casa. Rota la relación, de vuelta en Londres, recuperada su habitación de hotel, algunos pequeños detalles le revelan que, durante su ausencia, alguien, que no puede ser él, ha sido él. La presencia de una mariposa amarilla, que es un habitante del mundo de las antípodas, pues el poseedor de la casa era un lepidopterólogo, como Nabokov, nos da, en la última línea, la clave del relato. En el viaje se ha producido una substitución, una doble substitución, y el viajero, en Sydney, ha retomado la vida que dejó en suspenso el australiano que, simultáneamente, se desplazó a Londres para vivir la vida de nuestro narrador. La sincronía perfecta ha permitido ese vaivén, que ha dejado, no obstante, algunos restos: un cuadro que estaba a medias ha sido terminado, una relación amorosa se ha roto, una mariposa ha aparecido literalmente en el otro lado del mundo.

 

3.

El relato está, sí, fechado en 1955 y, junto al dato del año se añade la ciudad en la que fue escrito: París. Ya sabemos que Ribeyro vivió largos años en la capital francesa. Hacia ella me disponía yo a ir dos, tres días después de la lectura, a revivir (el verbo es apropiado) mi semana de Morel. La mera economía en la enunciación nos obliga a ser inexactos. El que yo era el 17, el 18 o el 19 de agosto, el que leyó el cuento de Ribeyro, dio paso al que yo fui el 20 y entonces al que yo fui el 21 de agosto, ése que tuvo que madrugar para ir a Barajas a tomar un avión que le depositó en Orly algunas horas después. Y aún somos demasiado sintéticos, pues nos conformamos con una sucesión de animales de un día, que tienen un tiempo de vida semejante al de algunas mariposas, tal vez amarillas. Tendríamos que ir, quizás, al minuto o al segundo y aún así no habría motivo real para quedarnos en ninguna de esas divisiones, y poco a poco se iría abriendo paso la verdadera realidad: la absoluta liquidez de nuestro ser, que no es sino un estar siendo. Por eso asesinamos nuestras mariposas, por eso nos vemos obligados a colocarlas, infinitamente rígidas, en nuestros álbumes de insectos. Para poder nombrarnos. Para poder contarnos.

 

4.

Lleguemos, pues, a un compromiso. Digamos que el 21 de agosto yo, el que estoy escribiendo esto en la misma mesa en la que leí el cuento de Doblaje hace dos semanas, me desplacé a Barajas y tomé un avión. Aceptemos que el yo de siempre, el que vive en esta casa, el que posee este ordenador (aunque este ordenador es un portátil y eso, como se verá, plantea dificultades nuevas) concibió un viaje de retorno a París, la ejecución de un ritual que se repite cada año, y ejecutó las acciones pertinentes para llevarlo a cabo. La actuación de ese yo, que no hace falta que veamos como precario y fluido hasta la evanescencia, pues su insistente repetición de tantos años en las mismas rutinas, en las mismas localizaciones, le ha dotado a estas alturas de cierta consistencia, ese yo que soy, o sea, yo, la primera persona, me marché a París el día 21 para pasar una semana. Y ahí, justo ahí, justo en esa frase, se acaba mi historia, o se acaba la primera persona, que entra en un letargo o hibernación del que sólo se despierta, justamente, una semana después.

 

5.

Sí, es así como funciona. Por eso nos debemos dotar de espacios liminales como aeropuertos o estaciones, de rituales de paso, por eso debemos solemnizar y dificultar el proceso, ubicando hitos en un trayecto que de ninguna manera puede ser fluido, porque en esa fluencia nos perderíamos, o, por mejor decir, se perdería él, el no nato, el naciente, el Viajero, que es el protagonista de esta historia. Así, en algún momento, quizá en el traslado en autobús o en metro o en taxi al aeropuerto, o ya allí, en la cola de la facturación, o en el control de pasaportes (sí, justo ahí, en el momento en el que nuestro documento de identificación se convierte quizás así en un acta de defunción y una partida de nacimiento), o aún sentado tomando un café, o leyendo un libro (el libro que yo, es decir, el que yo era el 20 al preparar la maleta, eligió) junto a la puerta de embarque, o más probablemente ya en el avión, en ese lugar inconcebible que puede no estar en el suelo, ahí, a la vista de todos (pero todos están sufriendo la misma metamorfosis) nace el Viajero, y su parto suele ser complejo, involucra esperas, malos tratos por parte de las autoridades aeroportuarias, que se han venido multiplicando con los años, inmovilidad forzosa en asientos mal dimensionados, frío, calor, sed, turbulencias, retrasos, ascensos y descensos. Y entonces, ya en otro lugar, ya en otro país, ya interpelado en otra lengua, ya recuperando la maleta tras nuevas esperas, ya tomando otro autobús, otro metro, otro tren, cumplimos el objetivo: dejar de ser nosotros.

 

6.

No nos engañemos: el Viajero nace, después de esos dolores de parto, visiblemente disminuido, como un Hyde cualquiera, y, sobre todo al comienzo, los primeros dos días quizás, siente una fatiga muy particular, y no acaba de estar a gusto en su piel, en sus sábanas, en la mesa de la habitación de hotel que he insistido en poder tener. Hay en él como rastros de la piel perdida, hay como una hibridez un poco desasosegante, la permanencia de afanes y cuestiones que corresponden al otro, al que leyó el cuento de Ribeyro, al que preparó la maleta, al que decidió los libros para el viaje, al que puso el despertador a las seis y cuarto. Y entonces, más fácilmente de lo que parecía al principio, el Viajero renace y toma posesión de sus dominios y depone a su vez los atributos de su carácter transitorio, y cede su cuerpo al siguiente protagonista, el más extraño de todos, el más precario, el que tiene una vida más corta a la que se aferra sabiendo que sus días están contados, y que su existencia depende infinitamente de las decisiones de sus predecesores. Hablo del que vive en París, del Doppelganger al que substituyo o me substituye, al figurante en el tableau vivant de la Invención de Morel, al que deambula, acaso, por la Rue de Seine hacia el arco que da al Quai de Conti y de ahí al Pont des Arts, habitante de pleno derecho de esa toponimia que la Ciudad Luz comparte con la obscura Ciudad de nuestros sueños.

 

7.

Por lo tanto, hay trampa en esto, hay truco. Porque el que escribe soy yo, el monótono yo de siempre, el viejo que vive en Madrid desde siempre. Así, soy, en el mejor de los casos, un ejecutor testamentario, y en el peor (y siempre es el peor) un impostor, porque al hablar de lo ocurrido lo hago del lado de acá, ya que nos hemos puesto cortazarianos, y el lado de acá está lleno de tics, vicios, cobardías y una fatiga que no es la del cambio de piel, sino la fatiga que lleva instalada en los huesos desde hace ya tanto. Pero eso pasa siempre. Por eso la literatura siempre es mentira, y la literatura es incompatible con la vida, es lo contrario de vivir. Lo que ocurre, y eso ya lo hemos discutido bastante por aquí, es que, para ciertos seres como yo, es decir, como yo, o Yo, si quieren, y por cierto también para el Viajero, en eso no es diferente, ese modo de no vivir es el único modo de vivir posible. Ésa es la excusa, eso es lo que nos permite recurrir a las notas en la libreta Leuchtturm, repasar los libros que se han comprado (abundantes hasta la demencia) y las cosas que se han anotado en ellos, recuperar algunos indicios, objetos, mirar fotos, recurrir al archivo de la memoria del Otro, del que también somos dueños, por más que usurpadores, y pergeñar así una cierta crónica, un cierto informe, más que nada para que la Desmemoria, que es algo que constituye al yo en igual medida que la Memoria que lo funda, no acabe por llevarse más de lo que le corresponde, ya que ante todo viajamos, ante todo transigimos a la metamorfosis, para densificar el tiempo, para convertir en melaza ese hilillo de agua que no deja de descender hacia el Nunca.

 

8.

Éstos son, pues, los santos del viaje (santos llamaba Unamuno a los cromos en Recuerdos de niñez y de mocedad, y también figuras y vistas). O al menos una selección de ellos, hecha un poco al descuido, y dejando correr la pluma, o los dedos por el teclado, que es como yo (ese yo que soy casi siempre) escribo estas entradas. El Viajero acaso apostillaría, o incluso se rebelaría ante el atrevimiento de desvelar sus andanzas (y no hablemos del Doppelganger parisino, que siempre ha llevado muy mal su dependencia absoluta de este ser ajado y pretencioso que soy). Da lo mismo, la literatura siempre es a posteriori. Sólo en los extraños instantes de la iluminación mística nos anticipamos, o, para ser más exacto, nos marchamos del Aquí y el Ahora a un notiempo que es la tierra que nos prometieron las musas cuando empezamos, tan niños, a juntar letras.

 

9.

La primera tarde, después de la visita obligada (estamos hablando de los rituales del Viajero) a L’écume des pages, donde ya cayeron algunos libros, me dirijo (se dirige él, pero es mejor que no sigamos por ahí, porque nos perderemos: yo ahora es él) a otra de la lista de librerías imprescindibles que está, por lo demás, en el barrio, a unos pasos del hotel, que es el mismo de los últimos cuatro años. Ahí es donde vive el Doble. Esa librería es Compagnie (en los días sucesivos, no lo detallaré, compré muchos otros libros, y visité mis otras librerías y algunas más: Joseph Gibert, la Gallimard de Raspail, Tschann, La Procure, Les Traversées…). Tengo algunas compras ya prefijadas, llevo días y semanas en Madrid pensando en autores y libros. Encuentro algunos. Entonces, hojeo otros en las mesas. Hay uno de la colección L’imaginaire de Gallimard, no es en absoluto una novedad. El autor ha andado rondando por mi cabeza, asociado a Raymond Roussel, uno de los protagonistas del viaje cuyo santo, sin embargo, no aparecerá por aquí (ya habrá tiempo en alguna entrada futura): Michel Leiris. El libro se titula Nuits sans Nuit et quelques jours sans jour, y es un diario de sueños.

 

10.

El Viajero tiene al menos dos privilegios que yo no poseo, por más que fatigue las librerías madrileñas con un empeño digno de mejor causa. El primero es que no se las sabe ya, puede sorprenderse por una mesa de novedades, puede hojear autores que no esperaba, encontrar frases que le llamen la atención, comprar libros que no conocía. El segundo de esos privilegios es que a él le pasan cosas. El Viajero es un ser, sí, efímero y frágil, como la mariposa amarilla que es, pero por eso mismo está abierto a otras corrientes de aire, ha dejado atrás la inmovilidad de la crisálida y sus pesadas reflexiones, la vida rastrera de la oruga, tan alejada del vuelo, tan angustiada ante la aparición de los pájaros. Es al Viajero y sólo a él al que le corresponde, en tanto oficiante del rito, abrir un libro al azar por una página al azar y leer la descripción de un sueño suyo. Es decir, de un sueño de Leiris que es igual a sus sueños. Un sueño de hace cien años. He abierto desde entonces varias veces el volumen, nunca ha vuelto a abrirse por esa página, la 45. Tampoco ahora, que lo abro para copiarlo aquí.

 

11.

No hago una transcripción completa, y además lo traduzco con mi siempre dudosa capacidad de traducir el francés. Comienza en un paisaje que me es muy familiar, que ha sido un paisaje recurrente en mis sueños desde siempre: Viajes, ferrocarriles. Antes de abandonar París, o pasando por París, me he citado con mi madre en, por ejemplo, la estación de Amsterdam. Es decir, y esto es algo decisivo, porque constituye uno de los hechos diferenciales de mis sueños más interesantes: hay un antes, la acción del sueño comienza in medias res y se sabe de dónde se viene. Leiris, de hecho, lo hace explícito: en el sueño me parece recordar un sueño antiguo, que se me presenta como un precedente a la situación presente. En ese sueño, que dentro de la vida del soñador (otro de esas entidades-mariposa de nuestra larga familia del estar siendo) es el pasado inmediato a ese presente del ser-en-el-sueño, es decir, de su vida, Leiris dice haber olvidado su maleta en otro tren. Como conoce en qué compartimento se la dejó espero el tren siguiente con la certeza de que la recuperaré en el compartimento correspondiente, y termina, rotundamente, ce qui arriva, en effet, es decir, lo que tenía que ocurrir acaba ocurriendo, porque el soñador disfruta de una cierta precognición, como también dispone de una memoria que le permite situar este sueño en una sucesión de sueños que se desarrollan en esa Estación del mundo onírico, donde las cosas se pierden y se recuperan, porque nosotros, es decir, los que estamos del lado de acá, o quién sabe si es el lado de allá, o de arriba o de abajo, somos los guionistas de ese sueño, y a veces nos permitimos hacernos pequeñas trampas en el solitario.

 

12.

Trenes, sueños con pasado, capacidad de anticipación, cosas que se pierden y acaban por recuperarse justo ya en el límite de la vigilia, o tal vez no, pero igualmente uno se despierta y se dice: era un sueño, no has perdido ninguna maleta, ni te has dejado el coche aparcado en una calle que no recuerdas, ni se ha marchado el avión mientras tú no acababas de organizar un equipaje demencialmente escurridizo, ni te has extraviado una vez más por esa parte de la Ciudad que conoces pero en la que recuerdas haberte perdido, ni, no, tampoco eso era cierto, te has besado con Ella, ni tus padres están vivos otra vez, ni esos poemas que tan claramente viste, mecanografiados en un montón de folios bien ordenados, existen de este lado, del lado de acá o de allá o de dónde sea al que has vuelto, porque eres yo, Je, eres tú, eres el vígil, eres el que debe darse la vuelta cuanto antes para respirar de una buena vez. Ese sueño es el de Leiris, y fue al día siguiente un sueño de Henri Michaux, un autor al que recorrí con avidez hasta que se convirtió en uno de esos escritores marcados por mis lecturas hospitalarias en los meses en los que mi padre tuvo que transitar el doloroso sendero hacia su muerte. El diario de sueños de Michaux tenía también trenes. Era más elaborado, menos directo que el de Leiris y extrañamente me era desconocido, a mí, que dispongo ya de una buena quincena de libros de Michaux en mi biblioteca y, por eso, cuando me lo topé (cuando se lo topó el Viajero, que es al que le pasan las cosas) en Gallimard de Raspail al día siguiente acepté el guiño y supe que eso sería lo primero que contaría en la entrada que escribiría (pero no ya el Viajero, que escribiría yo, aunque al fin y al cabo él y yo compartimos futuro), que ese sería el primer santo del álbum.

 

13.

Como se ve, todo se dispone bajo la estética de la mise en abyme, que me es tan cara. Eso se hizo ya del todo evidente cuando el Viajero (que estrictamente no lo había leído todavía, pero yo sí, yo lo había leído de corrido y conteniendo la respiración y estallando de puro goce, en castellano, cuando lo compré un día, así, de improviso, en el Thyssen de Madrid) se compró (en L’écume des pages, justo antes del libro de Leiris, pero no lo empezó a leer, o releer o lo que fuera, hasta la mañana siguiente) Un cabinet d’amateur, de Georges Perec, que justamente me faltaba tener en francés. Esa obrita, una de las últimas de su autor, es una maquinaria endiablada, una extraña joya que casi, en abyme, reproduce la geometría de La vie mode d’emploi a una escala de miniaturista, elevando si cabe la apuesta aún más. Hablamos de un cuadro (imaginario, claro, pero quién se pondrá a establecer fronteras en el planeta llamado Perec) que representa justamente un gabinete de aficionado, una colección particular de pinturas, un género frecuente en ciertos periodos, especialmente en el arte flamenco. A partir de la idea de ese cuadro-hecho-de-cuadros, Perec saca de su chistera la familia entera de conejos, y algún tiranosaurio, como diciendo: ahí os dejo eso, yo ya me voy marchando. Y es una pena, porque soy tan joven y aún tengo tantas otras chisteras llenas de animales inconcebibles…

 

14.

Heinrich Kürz se llama el pintor que representa la colección del industrial norteamericano de origen alemán Hermann Raffke. Como cabe esperar de Perec, los guiños son infinitos (he descubierto, de hecho, uno espectacular en esta última lectura, que no revelaré, pues es un secreto de iniciado…) y el juego es por momentos hilarante. Pero lo más relevante para este pequeño informe es el hecho de que, en el cuadro de Kürz, entre otras muchas obras, se incluye a ese mismo cuadro, lo que genera, claro, la mise en abyme paradigmática de los espejos enfrentados, pues dentro de ese cuadro que está en el cuadro está otra vez el cuadro y dentro de ése otra vez está el cuadro y cada vez esos cuadros son más pequeños, acaban por ser diminutos, pero la pericia de Kürz hace que los detalles puedan seguir distinguiéndose y entonces (otra vuelta de tuerca) uno aprecia que la reproducción no es exacta, que el pintor introduce, voluntariamente, pequeñas variantes, y además todo eso está inmerso en otro nivel superior en el que el cuadro está en una exposición acompañado de los cuadros reales que en él se representan, y su dueño, orgulloso, se sitúa frente a él, y se ve a sí mismo representado en él, y acaba por hacer que en su mausoleo se le entierre frente a él y todo esto no es sino una pequeña, pequeñísima parte de los misterios gozosos que encierra esa obrita de menos de un centenar de páginas, un pequeño milagro que nos revela, por si aún no estábamos convencidos, que Perec es otra liga.

 

15.

Es abusivo, pues, no ya comprarse libros sin mesura, sino comprarse libros que ya se tienen, y además ponerse a leer justamente esos libros en vez de otros, en París, y es ya casi un gesto de exhibicionista hacerlo en el Café de la Mairie, en la Place de Saint Sulpice, esa atalaya donde Perec se instaló para pergeñar su Tentative d’épuisement, pero éstas son las cosas que hace el Viajero y a él le salen bien. Así pues, en dos días ya habíamos pasado de los dobles a los sueños, a los abismos y a los juegos matemáticos y literarios, y eso ya justificaba el viaje y elevaba directamente al éxtasis al Viajero, que, por otro lado, baqueteado como está ya por muchas aventuras no siempre exitosas, tampoco le pide tanto a sus periplos. Por eso, el que esa noche, en el hotel, en su portátil, que es un objeto, pues, transdimensional, porque es este mismo que uso para la crónica, pero él, o una réplica suya, también estuvo hace unos días en el hotel de París conectado con un HDMI que previsoramente yo incluyo en el equipaje siempre para que el Viajero pueda ver en la televisión de la habitación lo que él quiera, esa noche, digo, con ese portátil, que es éste, de entre todas las películas posibles eligiera, una vez más (en los hoteles, al final, acabo siempre poniéndome las mismas películas, son como fetiches del Viajero) Vértigo.

 

16.

Vértigo, de la que podría decir tantas cosas que agotaría no ya el espacio disponible de la entrada, que ya va siendo escaso (en el 20 paramos, como siempre), sino libros enteros (y a lo mejor alguna vez escribo uno) trae de vuelta al doble, y a la mise-en-abyme, y a la révenante, y a la espiral, y al vértigo (el vértigo de los puentes, de las torres de las catedrales), y tantas otras cosas que rimaban bien con lo que ya estaba pasando, pero eso el Doppelganger lo halla por instinto, sin pensar, y por eso tengo que desvestirme de mí y dejarle mi lugar, para que desenrede mis madejas y me regale las perlas que encuentra donde yo no veo sino ostras. Cerradas. Vértigo se acompañó al día siguiente (las señales se encadenaban ya vertiginosamente) en Tschann con un libro titulado Vertiges y una ostentosa espiral en su faja que versaba… sobre Borges (aunque luego no tanto). Y con Borges ya viene todo. Si añadimos a Nabokov, que también me acompañaba desde Madrid (estoy releyendo Despair, acaso por tercera o cuarta vez, cosa de los dobles, ya les contaré), ya estábamos todos. Las claves de lectura de la ciudad del flâneur van así cambiando, y el Luxembourg, o el Sena, o el Panthéon, o la Tour de Saint Jacques y hasta la mismísima Tour Eiffel se ven de otro modo cuando uno piensa en que ese paseo a ninguna parte es compartido con Madeleine, porque dos personas pueden también errar juntas sin rumbo.

 

17.

Chartres entonces, pero Chartres no puede contarse aquí tampoco, da para demasiado. Era mi tercera visita, y, como ocurre siempre cuando uno (o él, o quien sea) retorna a un lugar, el lugar no puede ser ya el mismo, porque uno ya no lo es. Y más cosas, más lugares sagrados, y otros que lo son igualmente, pero no lo habían sido hasta ahora, se han incorporado. Así, perequianamente, la manzana de casas del 17éme arrondissement que cortaría diagonalmente la rue Simon-Crubellier, en cuyo número 11 tiene lugar la múltiple peripecia de La vie mode d’emploi. O la iglesia de Sainte-Marie-des-Batignolles, donde Andreas, el Santo Bebedor, de Joseph Roth, no acaba de ir para depositar su ofrenda ante la estatua de Santa Teresa de Lissieux. Todos mis paseos por París están, inevitablemente, teñidos de literatura.

 

18.

También volví al Cementerio de Montparnasse, donde fui aquella Navidad de 2022 en la que el blog justamente estaba por nacer (y volví a repetir, porque la repetición es el signo del ritual, y por lo tanto de mis retornos a París, el café de la rue de la Gaité donde escribí las notas que figuran en la segunda entrada de este Pálido juego, ya lejana en el tiempo). Allí visité a Julio Cortázar, entre algunos amigos más: la tumba de Baudelaire con su lápida sempiternamente cubierta de besos, sin los de Angélica esta vez, o la de César Vallejo, en donde alguien había dejado unas gafitas, o la de Cioran, que tiene un buzón donde se puede mandar correspondencia de ultratumba para el difunto, o la de Beckett, o la de Éric Rohmer, que fue decisivo, para bien o para mal, en mi educación sentimental de cinéfilo juvenil de los ochenta. Si buscan por el blog verán que ya les he contado cosas parecidas (lo tienen fácil: en el listado de categorías o de palabras clave que aparece a la derecha en la versión PC cliqueen París). Ahora, para evitar que la lápida de Cortázar se ensucie o quede cubierta por billetitos de metro y otras pequeñas ofrendas, se ha colocado como un árbol en miniatura con unas pincitas para colgar en esas ramas los mensajes. El Viajero cumplió escrupulosamente con la ceremonia: sacó su billete de Métro, escribió en él Entonces había juego, que es la frase que abre todos los juegos y que viene de un relato en el que alguien acaba arrojándose, como Madeleine, y firmó con mi nombre y con la fecha del día. En París, entre otras cosas, uno visita a sus muertos.

 

19.

Y sus muertos pueden no tener que ver con París y ni siquiera estar muertos al comienzo del viaje. Verónica Echegui se nos murió como el rayo y justo un poco después cayó Eusebio Poncela. El Viajero, que lee esas noticias en la pantalla de su móvil o de su portátil, él, que antes buscaba con avidez El País por los quioscos de todas las ciudades del mundo, y lo conseguía, hasta en Shanghái, se entera de estas cosas y las incorpora a su relato. Y decide, entonces, que esa noche, en la pantalla en la que ha visto Vértigo, y poco más, porque está muy cansado por la noche y además lee y escribe y entonces directamente se duerme, va a poner Arrebato, que es otra de sus (y mis) películas sagradas. Y entonces, porque el destino tiene estas cosas, el círculo acaba por cerrarse, porque ahí tenemos de nuevo el doble y la mise en abyme y el amour fou y la muerte y hay un vampiro cinematográfico que es el ojo de una cámara y es también una jeringuilla y uno se da cuenta de cuánto ha admirado, ha querido, a Eusebio Poncela a lo largo de su carrera (por La ley del deseo, que es mi película favorita de Almodóvar, y eso es mucho decir, y por Martín (Hache) y por Intacto y por tantas más) y cómo todas esas películas recurrentes puntúan el transcurso por mi vida, y cómo nos hemos hecho tan viejos repitiendo esas cosas, pero es justamente esas cosas a las que cabe aferrarse, como a esa colcha o sábana a la que se agarra Eusebio, o José Sirgado, en el último plano, con los ojos vendados, mientras el tic tic tic del disparador de la máquina le conduce a la deflagración final, y el Viajero recuerda, con los ojos empapados en lágrimas, incómodo porque no le gusta ver la televisión tumbado en la cama y cansado de un día de muchos kilómetros andados y muchas líneas escritas y leídas, cuánto me gusta el cine, y cuánto le apetecería que, como le ocurre a Sirgado, al cine le gustara yo también.

 

20.

El veinte. Acabamos este memorial que se añade a los anteriores de mis semanas de Morel en París. Esto sirve, aunque no sea para nada más, para eso: para dejar constancia, para poder no olvidar, o, sí, olvidar (la memoria del Viajero es inestable) pero acabar recordando lo que se ha escrito. Perec sabe bien que para eso es para lo que se escribe, en última instancia. Me dejo cosas y gente, como Christian Bobin, y la extraña constelación que se reúne en torno a él y que estoy empezando a conocer: Lydie Dattas, Alexandre Romanès, Jean Grosjean, Jean Marie Kerwich, Jacques Reda, Dominique Pagnier… de casi todos he comprado libros. También, la enésima reaparición de Nerval, que reclama ya desde hace mucho mi atención para que le escriba, para que escriba algo, que no es una entrada en el blog, algo más grande, sobre él. Hay que acabar, hay que mandar esto al ciberespacio para que empiece a generar sus propios ecos, para que la mise en abyme se complique aún más, para seguir añadiendo capas a los sueños y las historias, para que todos los que somos, en todas las antípodas imaginarias, se conecten y sean consumados en esa conexión. Cierro, pues, les dejo un último mandato (un último ruego, no estoy en posición de imponerles nada): el de Pedro a Sirgado cuando, pasando las páginas del álbum de cromos (Unamuno diría santos) de Las minas del rey Salomón pronuncia las palabras mágicas (Pausa, Arrebato) y señala con su dedo al cromo con más colores y le dice ¡mira! En ese ¡mira! está toda la magia y la poesía del cine y en la mirada de Poncela, que se abisma en la contemplación de su propia infancia, acaba por encerrarse, en un último rizo, en un último bucle, en una última vuelta de tuerca, toda la arquitectura efímera del Viaje, todo el bagaje del Viajero, que no ha tenido que facturar, sino dejar simplemente en la habitación donde vive el Doppelganger, hasta su próxima visita, que esperemos que se llame abril y Angélica Liddell en el Odéon.

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