lunes, 29 de abril de 2024

La ciudad de los locos

 


Cuando por fin las llamas lo alcanzaron, rompió a reír tan fuerte como jamás se había reído en toda su vida.

ELIAS CANETTI, Auto de fe 


1.

Auto de fe, la única novela que escribió Canetti, salvo que el recién liberado legado póstumo diga lo contrario, fue publicada en Viena en 1935. Su título original es Die Blendung. Blendung es una palabra alemana que quizá podríamos traducir por enceguecimiento, en tanto está relacionada con blind y sugiere también un deslumbramiento, la ofuscación que produce un súbito resplandor. Ése fue sólo el último de los títulos que Canetti fue considerando para la novela, cuya redacción se produjo sobre todo en 1930 y Auto de fe es una sola de las posibles variantes que ese título ha ido adquiriendo en las sucesivas traducciones a las diversas lenguas.

Es, así, un libro que, desde su propia denominacion, ilustra muy bien el concepto de metamorfosis que tan caro fue a su autor. En un texto llamado “Auto de fe”, el primer libro, publicado en 1973 y recogido en Arrebatos verbales (y también como apéndice de la propia edición castellana de Auto de fe, en Debolsillo), Canetti se extiende sobre los pormenores de la génesis de esa obra y nos describe su evolución. Allí se nos citan algunas circunstancias vitales que fueron decisivas, primero en la concepción del proyecto, y luego en su desarrollo.

Así, se nos dice que este libro en realidad era sólo uno de ocho que comenzó a escribir simultáneamente y que iban a constituir una Comédie Humaine (sic, en clara referencia a Balzac) de la locura. Ninguno de los otros siete fueron finalmente escritos. En seguida veremos la razón de ese interés de Canetti en la locura.

Al comienzo, cuenta Canetti más de cuatro décadas después del momento de la redacción, el protagonista se designaba apenas por una B., que correspondía a la inicial de Büchermensch, es decir, persona-libro: estar compuesto de libros era su único atributo, por entonces: no tenía ningún otro.

Cuando comenzó a componer el relato, B. pasó a ser la inicial del apellido del protagonista, Brand, esto es, incendio. Hay un incendio también detrás de todo esto y a él también acabaremos por referirnos. Para entonces, ese nomen ya se había convertido en omen, pues el final previsto para la novela era justamente el fuego. Una biblioteca ardería, ay, inexorablemente, y él, Brand, ardería igualmente con sus libros.

En un momento dado, Brand pasó a ser Kant y el título de la novela (acaso el mejor título concebible para una novela) se convirtió en Kant se prende fuego. Sólo al final, en 1935 (las peripecias son muy variadas y la lectura del texto entero de Canetti es muy recomendable), Hermann Broch se empeñó en que se cambiara el nombre del protagonista, y así acabó por ser Kien, que, nos dice Canetti, contiene también algo de la inflamabilidad perdida al renunciar a Brand, ya que Kien, o así se anota en el pie de página del traductor, Juan José del Solar, significa leña resinosa, tea. Y la novela se tituló entonces Die Blendung, y así se sigue titulando en las ediciones en su lengua original, el alemán.

 

2.

Es en 1946, con Canetti residiendo ya en el Reino Unido desde hace unos años, cuando se publica la primera traducción al inglés, a cargo de Veronica Wedgwood. Aparentemente con el beneplácito de Canetti el título no fue un intento de traslación del concepto de Blendung (el resplandor del fuego que nos enceguece, como esa espada al rojo que se posaba sobre los ojos de Miguel Strogoff en las lecturas de mi infancia más remota), sino que se transformó por completo, pues la obra fue publicada como Auto-da-Fé.

La evocación parecía pertinente, pues hay fuego en las hogueras prendidas por el Santo Oficio y es también labor predilecta de los inquisidores la destrucción de libros. El término, que se presenta, no estrictamente en castellano, sino en portugués, remite universalmente a esa triste componente del pasado ibérico, la Inquisición. Auto de fe, inevitablemente, fue el título en las ediciones en castellano. En las traducciones al italiano el título es Auto da fé.

Sin embargo, curiosamente, según se nos informa en la cronología incluida en el Auto de fe de Debolsillo, que transcribe el texto de la edición de las Obras Completas publicadas en su día por Galaxia Gutenberg, la primera edición norteamericana no respetó el título británico, sino que pasó a denominar el libro The Tower of Babel, introduciendo una nueva vuelta de tuerca, que resuena con Brueghel y el Kunsthistorisches Museum de Viena, y con otra historia de idiomas y de confusión. La Tour de Babel fue entonces el título de la primera edición en francés, aparecida poco después, como esa librería italiana del Marais que me gusta tanto.

Sí, pues: una explanada frente a la definitivamente trunca Torre, en la que se disponen los elementos del ritual para ejecutar un auto de fe, el resplandor de cuyas hogueras nos enceguece. De este palo vamos: estamos hablando de barbarie.


3.

La labilidad lingüística y la riqueza (y pérdida, inevitablemente) de matices que conlleva la traducción no es algo, por otra parte, extraño a la propia personalidad del autor.

Cuando nace Canetti en 1905, el lugar de su nacimiento, Rustschuck, en el bajo Danubio, pertenece aún al Imperio Otomano. Bulgaria, donde se encuentra hoy esa ciudad, Ruse, se independizó oficialmente en 1908. Canetti, apellido que esconde su origen español, Cañete, forma parte de una familia de judíos sefardíes y el judeoespañol es la lengua con la que se relaciona en su infancia con sus padres y hermanos, la lengua de sus canciones infantiles. El búlgaro era el idioma de las sirvientes, muchachas campesinas, y Canetti también lo podía usar para comunciarse con ellas, aunque lo olvidó pronto, pues nunca lo aprendió en la escuela. De hecho, cuando apenas contaba seis años, su familia se traslada a Manchester, y ahí aprende el inglés, que es la lengua en que empieza a leer grandes clásicos de la literatura.

Mientras tanto, el alemán era un idioma desconocido para él, el que usaban sus padres, que se habían conocido en Viena, cuando querían hablar sin que se enteraran los chicos. La muerte temprana del padre, un hecho que condicionó poderosamente la vida de Canetti, llevó a la familia a trasladarse a Viena. Fue durante un verano pasado justamente en Lausanne, esa ciudad tan recurrente en mis notas, al borde del lago Léman, donde la madre, con disciplina leonina, enseñó a Elias el alemán, que pasó a ser entonces la lengua en la que se expresaría como escritor. El alemán, así, es, como mínimo, la cuarta lengua, de un niño que tenía entonces ocho o nueve años.

Aún llegaría el francés, en el que leyó con delectación a autores como Stendhal, y el dialecto suizo de Zürich, su ciudad de elección para los últimos años, tras su largo exilio en Inglaterra, que empezó con la huida de Viena escapando del nazismo. En Zürich había pasado un periodo de la adolescencia que recuerda como el más feliz de su vida.

Esa capacidad de metamorfosearse lingüísticamente es decisiva para entender a Canetti, quien además hizo siempre gala de su facilidad para captar lo que dio en llamar máscaras acústicas, es decir, las expresiones verbales, la sonoridad, de los diversos personajes y tipos. En esa convulsa y esplendorosa Mitteleuropa de entreguerras, a la que Canetti, centrado entonces en Viena, subyugado por Karl Kraus, de quien luego renegó, relacionado con Broch y otros autores del momento, pertenece legítimamente, esa amalgama de identidades e idiomas, ese crisol, por usar un término manido, que representó el desaparecido y añorado por algunos Imperio Austrohúngaro, nos parece a día de hoy un asunto inverosímil.

La primera vez que entre en Morawa, una de las librerías más importantes de Viena, hace muchos años, me sorprendí, ingenuamente, de que, bajo la rúbrica Autores austriacos se apilaran en las estanterías personajes que había leído, que eran muy importantes para mí, pero que nunca hubiera concebido como austriacos. Kafka, el primero. La expresión alemana de esos autores (y ni siquiera de todos) me llevaba a confundirlos en una especie de totum revolutum llamado Alemania. Pero, no: Kafka era, cuando nació en Praga, súbdito del Imperio Austrohúngaro. Como Rilke. Canetti aparecía allí también, aunque propiamente Canetti no fue austriaco. Sus padres mantuvieron el pasaporte turco y fue con un pasaporte turco como Elias pudo fugarse de la Viena del Anschluss. Acabó nacionalizándose británico y muriendo y siendo enterrado en Suiza.

La peripecia vital que ejemplifica Canetti nos hace partícipes a nosotros, gente de la periferia europea, tan castigados por la obsesión por la uniformidad cultural y la unidad de destino en lo universal, de una realidad mucho más lábil, más escurridiza, más penosa, una realidad de emigrados, exiliados, apátridas, perseguidos, desarraigados, multilingües, despojados de toda identidad que no sea la de los desheredados.

 


4.

En abril de 1927, a la sazón estudiante universitario de Química, Canetti alquiló una habitación en las afueras de Viena. La casera es, según nos narra, una inspiración directa para el tan peculiar personaje de Teresa, la funesta antagonista del sinólogo Peter Kien en Auto de fe. Canetti quedó fascinado por las vistas de su cuarto: al otro lado del valle, en lo alto de la colina opuesta, podía divisarse Steinhof, la ciudad de los locos, circundada por un muro.

En las paredes de ese cuarto clavó con chinchetas las reproducciones de los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, que por entonces le fascinaban. Después esas estampas fueron cambiadas por las del Retablo de Isenheim de Matthias Grünewald, una obra cuya contemplación en Colmar (en la que se demoró todo un día, en un retorno de un viaje a París) marcó decisivamente a Canetti. (También a mí, que he viajado dos veces a Colmar sólo para ver el monumental Altar, ya lo contaré en otra ocasión.)

Canetti aún es un aspirante a químico, pero hay un acontecimiento histórico en el que se ve envuelto que cambia definitivamente el curso de su vida. El 15 de julio de 1927, a resultas de una sentencia absolutoria en el juicio contra agitadores nacionalistas que habían provocado varias muertes en enfrentamientos con grupos sindicalistas de izquierda, Viena entera se ve anegada en una marea de obreros y manifestantes que confluyen desde todos los puntos de la ciudad y se dirigen al Palacio de Justicia, que acabaría ardiendo.

Elias participó también en la refriega, que desembocó en una brutal intervención de las fuerzas del orden, con el resultado de decenas de muertos. Ese momento supone para él la cristalización de su experiencia con la masa y por lo tanto, el origen de su obra magna, la que le llevó más de dos décadas concluir, Masa y poder.

Pero ahí también está el origen del fuego que alimenta Auto de fe. El hombre libro dejó de llamarse Brand porque, precisamente, la vinculación de ese nombre con lo vivido en la jornada de julio, le resultaba penosa a Canetti. En agosto de 1931, nos narra, cuatro años después de aquel 15 de julio, Kant prendió fuego a su biblioteca y sucumbió en el incendio.


5.

En Steinhof, que nunca he visitado, a pesar de las numerosas veces que he estado en Viena, hay una monumental iglesia del arquitecto de la Sezession Otto Wagner, y en torno a ella, un abundante número de construcciones que, nos cuenta Joseph Roth, en 1919 (en su artículo La isla de los desdichados, el primero que publica en la prensa vienesa) se llaman “pabellones” y tienen números romanos en sus frontispicios, y las puertas cerradas.

Esa ciudad ajardinada es, pues, un inmenso manicomio, donde las personas que sufrían enfermedades mentales eran poco menos que almacenadas, habida cuenta de las escasas posibilidades terapéuticas del momento. Allí estuvo también durante un tiempo, en su periplo por diversos sanatorios, la mujer de Roth, Friedl, que, en la indecisa nomenclatura de la época, fue enferma de dementia non praecox, o trastorno maniaco depresivo, o esquizofrenia. La manutención de Friedl en los diversos centros en los que permaneció ingresada durante años le resultó una carga muy penosa a Roth, siempre en el límite de la miseria, a pesar de ser uno de los articulistas más brillantes y reputados del ámbito germanófono de entreguerras. Fue también algo muy doloroso para él, pues se consideraba, probablemente de manera injusta, de algún modo responsable del estado de su esposa.

Con un estilo que ya es depurado, a pesar de su juventud, Roth nos conduce a través de las diferentes dependencias de Steinhof, y nos muestra a algunos de los internados, con quienes conversa. El Imperio acaba de derrumbarse, con el fin de la Gran Guerra, y en Viena se pasa mucho hambre. También aquí, en Steinhof: Roth nos cuenta los menús de la semana. Todo es de una gran tristeza, pero también hay un guiño al final, cuando uno de los enfermos le invita a Roth a trasladarse allí: ¡Usted es escritor, no le costará trabajo adaptarse! y Roth concluye ¿No es práctico asegurarse un huequito tranquilo en Steinhof? Quizá lo haga... y funde un periódico. (Cito por la traducción de Carlos Fortea, el texto está incluido en Primavera de café, publicada por Acantilado en 2010.)

Roth murió como un santo bebedor en el París en el que se refugió, sabedor de lo que iba a ocurrir en cuanto Hitler tomó el poder. Fue en 1939, justo antes de que la Gran Guerra, en la que Roth había participado, se repitiera de nuevo. En el curso de esa guerra se llevó a la culminación un proyecto que se había estado dirigiendo desde una dependencia gubernamental en Berlín, en la Tiergartenstrasse, 4 y que por eso recibió el nombre de Aktion T4: el exterminio de personas con trastornos mentales, deficiencias físicas, retrasos, cualquier condición que disminuyera su valor racial, que supusiera una carga. Un exterminio denominado eutanasia, pues se hacía por el bien de los sufrientes. Una sistemática y tecnológicamente bien implementada operación de eliminación (el término alemán es Vernichtung, con ese pavoroso nicht que deja bien a las claras que hablamos de una aniquilación) que sirvió también como ensayo general para la Solución Final.

Una dependencia de Steinhof, Am Spiegelgrund (Spiegel significa espejo, acaso sea pertinente señalarlo), era uno de los centros de referencia de la T4, y se especializó en el asesinato de niños. Casi ochocientos cayeron allí. Uno de los psiquiatras responsables del cribaje que decidía el traslado a esa factoría de aniquilación fue el hoy mundialmente famoso Dr. Asperger.

Friederike, conocida familiarmente como Friedl, Roth murió en 1940, un año después de su esposo, como resultado de la Aktion T4, en su condición de enferma mental.

 

6.

Mi viaje a Suiza de julio de 2022 fue sobre todo un peregrinaje literario. Volví a los santos lugares rilkianos (Muzot, Sierre, Glion) como conmemoración del centenario de la finalización de las Elegien. Visité la tumba de Borges en Ginebra y la de Nabokov, en Clarens, junto a Montreux. Y le seguí el rastro a Robert Walser.

Walser nació en Biel/Bienne, que visité y donde hay una especie de circuito urbano de lugares que se relacionan con la vida del escritor, además de un lago espectacular (y yo venía de recorrer incesantemente el Léman). En Bern hay un centro de estudios de Walser con una pequeña exposición que visité. No acabé de ir a Thun, donde vivió Kleist, como nos cuenta Walser en un texto inolvidable para mí. Pero sí visité Herisau.

Los lectores de Vila-Matas, concretamente quienes hayan recorrido Doctor Pasavento, saben de Herisau, etapa final del narrador en su intento de desaparecer, siguiendo la técnica de Walser. Fui leyendo Doctor Pasavento durante mis largos periplos en tren por Suiza en ese viaje, casi sincronizado con mis propios movimientos. En el libro de Vila-Matas, dentro de esa combinación que le es tan propia entre la ficción, la biografía y la ironía que lo permea todo, se describe con profusión la visita al manicomio de Herisau (su nombre actual, pues sigue activo, es Psychiatrisches Zentrum Appenzell Auserrhoden), un lugar en el que Walser pasó los veintitrés últimos años de su vida, sin escribir una línea, y paseando abundantemente por los alrededores, en largas caminatas, como nos describe su albacea Carl Seelig en un libro bellísimo. En uno de esos paseos, en la navidad de 1956, acabó desplomado sobre la nieve, en una imagen que todos los lectores del suizo conocen.

Yo me alojaba entonces en Zürich, la ciudad donde está enterrado Canetti (no visité esa tumba, ni la de Joyce, que también está allí, a pesar de que eran otros de mis objetivos: la mortandad de escritores célebres en Suiza es preocupante), y tomé un tren hacia Herisau. Llegué a media mañana, visité el cementerio y encontré la tumba de Walser, cobijada bajo un árbol inmenso. Seguí otro itinerario ciudadano que llevaba a sitios relacionados con él. Ese sendero desembocaba en el Hospital Psiquiátrico, que está en las afueras, en una colina.

La disposición es peculiar. Entiendo que su extensión es menor que la de Steinhof, pero aquí tenemos de nuevo pabellones y un lugar central, que es el edificio principal, justo en el ápice de la colina. Los pabellones rodean literalmente a ese centro, pues se disponen describiendo un círculo en torno a él. Recorrí ese círculo como si fuera un itinerario iniciático. Mi disposición era notablemente ambivalente. Ese viaje a Herisau era el punto culminante de mis vacaciones literarias a Suiza, pero, además del cansancio, tenía una sensación desagradable. Una sensación de que lo que estaba haciendo era profundamente frívolo, de que ese paseo en busca de no se sabe qué souvenir personal, de no se sabe qué inicio de relato, no era apropiado para un lugar donde había gente que sufría, por más que ni las condiciones ni los tratamientos actuales sean los mismos que los de hace un siglo.

Así, en un momento dado, dejé de hacer fotos. Por supuesto, no me permití en ningún momento el atrevimiento de retratar a ninguno de los internos que se sentaban a las puertas de los pabellones o que paseaban en los mismos itinerarios que yo. Pero, además, me pareció que mi propia aventura, la propia construcción de esa mi navegación literaria y autocomplaciente, no era compatible con la realidad del trastorno mental. Sentí, lo recuerdo bien, un cierto escalofrío. El día era, por lo demás, de un calor sofocante, y el entorno era bellísimo, verde, lleno de árboles. Me marché. Renuncié a reproducir el camino de Walser en su último día. Tomé el tren de vuelta a Zürich. Acabé el libro de Vila-Matas en ese tren. Lo cerré con cierto desagrado, mi relación con el barcelonés es también muy ambivalente. Dos días después estaba en España. No había vuelto a revisar las notas del viaje hasta la semana pasada, cuando concebí esta entrada.


7.

La mayor parte de mis autores favoritos son o han sido gente problemática. Es casi un cliché. Alcóholicos como Roth, enfermos mentales como Artaud, o Unica Zürn, o Robert Walser. Suicidas como Alejandra Pizarnik, como Nerval, como tantos y tantos otros. Es algo inevitable: la fascinación nos arrastra a ellos. El morbo, se nos podría decir, más allá de otras consideraciones sobre su valor literario. Puede ser. Cada vez lo pienso más. Y sin embargo...

Conocí la enfermedad mental en mi familia siendo muy niño. Una tía mía, mi madrina para más señas, fue, probablemente, esquizofrénica, si bien no tengo constancia de cuál era su diagnóstico exacto. Era la persona más cariñosa del mundo, a mi hermano y a mí nos idolatraba. Pero estaba loca. O eso aprendí muy joven, cuando empezó a comportarse de maneras extrañas, a ver cosas, a oír voces, a tirar cosas por la ventana, a agitarse, a quedarse callada. Eran tiempos obscuros, la enfermedad mental estaba (aún lo está) profundamente estigmatizada. A mi tía no se la entendió bien al principio, no se gestionó bien su enfermedad, si es que podía gestionarse bien. Hubo internamientos. Algunos, recuerdo, en el Alonso Vega, que era un nombre siniestro, el de un militar, ministro de Franco, represor. Yo era pequeño, no solía entrar a esos sitios, pero todo resultaba muy perturbador, sabía el impacto que estaba teniendo en la familia.

Es curioso, porque sólo cuando empecé a preparar esta entrada, cuarenta, cincuenta años después de todo aquello, me he puesto a reflexionar sobre la relación entre esa experiencia y mi fascinación (y mi temor) por la locura. Mi tía acabó internada durante décadas en Ciempozuelos, la modesta versión madrileña de Steinhof, un nombre que supone un chiste: estás como para que te lleven a Ciempozuelos. Como el Mondragón de la Orquesta Mondragón donde pasó tantos años Leopoldo María Panero, otro de mis locos. Estuve, ya de mayor, muchas veces de visita en Ciempozuelos. Era siempre una experiencia muy dolorosa. Mi tía estuvo medicada casi toda su vida, estaba tranquila, seguía siendo muy cariñosa. Nunca pudo superar el trastorno, nunca más pudo ya ser autónoma, vivir por su cuenta.

Sí, todo es muy doloroso.

 


8.

Esta entrada habla, pues, de dos cosas que temo: la locura y el fuego.

Nuestro barrio limita siempre con la Ciudad de los Locos. Un despiste al cruzar un semáforo, un paseo demasiado largo, nos conducen a sus calles, tan parecidas en realidad a las nuestras. Acaso hay una iglesia art nouveau, o un edificio circular. De repente hay una confusión de azulejos blancos, olor a orina, chispazos de electroshock: somos Artaud. Solemos volver de esos viajes, pero no incólumes, nunca incólumes. La vista de nuestra ventana siempre da a los pabellones de la Ciudad de los Locos. Y en uno de ellos, el Pabellón del Espejo, se extermina a niños.

Lo que escribimos son esos diarios de viaje, esas crónicas. No lo hacemos con la maestría del estilo de Roth. No somos capaces, como él, de escribir largas horas en las mesas de los cafés más ruidosos, después de haber bebido varios Hennessy. No tenemos la disciplina o la obsesión de Canetti para recopilar datos de todas las culturas, de todas las religiones, de todas las literaturas, sobre la masa. Hemos leído, sí, el alucinante testimonio del Presidente Schreber. Sabemos que también hay una masa de demonios, de hombres gaseosos que habitan en nuestros pechos. Optamos por ignorarlos.

Todo es un juego, nos decimos. Y es verdad, un juego. Y entonces, al arrojar de nuevo los dados...

 

9.

Auto de fe acaba con una inmolación. El hombre libro se quema con sus más preciadas posesiones. Como aquella mujer que en la película de Truffaut se ríe a carcajadas mientras las llamas la alcanzan rodeada de paperbacks. La primera vez que vi Fahrenheit 451 (el libro de Bradbury lo leí bastante después) me impactó, ya lo he contado por aquí. No hay nada más doloroso para mí que la imagen de libros ardiendo. Es un temor real, un temor de algo que espero no tener que experimentar nunca. Espero no tener que contemplar hogueras a los que, los mismos que armaron la Aktion T4, arrojan las obras inaceptables para su credo völkish.

Espero que no ocurra. Y sin embargo...

 


10.

En La antorcha al oído, el segundo de los libros autobiográficos que acabaron constituyendo una trilogía, escrita ya al final de su vida, Canetti relata la jornada de 15 de julio de 1927. En el caos de la muchedumbre, en esa masa de la que Canetti ha pasado a ser un integrante, a disolverse en ella, un episodio le llama profundamente la atención.

En una calle lateral, no lejos del Palacio de Justicia, había un hombre que, distanciándose muy claramente de la masa (esto, claro, es crucial para Canetti) y con los brazos en alto, palmoteaba desesperado sobre su cabeza, sin dejar de gritar en tono lastimero: “¡Las actas se queman! ¡Todas las actas!”.

Canetti contesta ¡Por suerte no son personas!, pero eso no consuela al personaje, acaso un archivero, desolado por la desaparición de los documentos. Canetti le recrimina: ¡Han matado a gente a tiros, y usted sólo piensa en las actas! Pero él, sí, sólo puede pensar en la destrucción de la memoria de las actas, en esa cadena de fuego que lleva haciendo arder bibliotecas desde la de Alejandría, el fuego del inicio alternativo de Rayuela, todos los fuegos el fuego, el pálido fuego detrás de este pálido juego.

Al final de Fahrenheit 451, lo recuerdo tan bien, recuerdo tan bien el alivio que sintió el niño que yo era (un niño ya, ay, letraherido y lector compulsivo), fuera de la ciudad, lejos de los bomberos que manejaban sus lanzallamas contra los libros, en un bosque no tan diferente al de Steinhof, al de Herisau, los proscritos, los exiliados, los refugiados (como Canetti, como Roth), recitan los libros que han aprendido de memoria (en francés se diría par coeur, como en inglés se dice by heart, y me gusta tanto esto de aprender algo con el corazón), pues se han convertido en persona-libro y es en ellos como los libros podrán sobrevivir a la extinción de sus ejemplares físicos. Esos libros pasarán de padres a hijos y la memoria oral substituirá al testimonio escrito, del que tanto desconfiaba Platón. Nada se perderá. O al menos algunos, unos pocos libros, no se perderán. Cada persona-libro elige el suyo.

¿Cuál es mi libro? ¿El castillo, de Kafka? ¿Las Elegías de Duino? ¿Ficciones? ¿Pale fire? No importa, lo que importa es que, si llega el fuego, si vuelve la barbarie (no vuelve, nunca se va), si nos conducen al pabellón, tengamos en la cabeza esas frases, repitamos esos textos, nos dejemos ir poco a poco a la locura con esas palabras en los labios.


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