[Recupero hoy otro texto antiguo, un relato de hace una docena de años. Estoy en estos días, en estos meses, en estos años, a vueltas con el tema de la memoria y la identidad. Como no puede ser de otro modo. Éste es un relato que me gusta mucho, que bebe de las largas lecturas que hice por aquellos días sobre el Ars Memoriae, esa alambicada invención de la Retórica clásica en la que la disposición espacial, imaginada, de objetos y estancias, facilitaba el recuerdo o la ilación del discurso. Pensarnos como pensados por los otros produce un vértigo especial; sabernos recordados, habitantes de palacios ajenos, un escalofrío; entender que muchos de nuestros recuerdos vivirán más que nosotros, una cierta forma de consuelo.]
Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria.
F.W. NIETZSCHE
1.
En
principio, la Mnemotecnia es una ciencia exacta.
Sin
embargo, deambulo completamente extraviado por este mi Palacio de la Memoria
desde hace horas y me parece apenas reconocer vagamente sólo algunos objetos en
algunos estantes.
Todos
ellos, por cierto, provenientes de un tiempo muy lejano. Se diría que me
encuentro en una sala hace mucho abandonada por mí, quizás una sala clausurada
hace años.
Lo
cual me confunde aún más, porque, de algún modo, el tono suave de la luz, la
cuidadosa disposición de los topoi,
parecen sugerir más bien que me paseo por una de las alas principales.
Hace
bastante frío, eso sí. Ésa es mala señal.
2.
Si
me hallo en una sala condenada, no me explico cómo he accedido imprudentemente
a ella, ignorando los sellos que claramente la restringen (una cabeza de
Gorgona en la puerta, por lo general).
Es
verdad, no obstante, que, aunque uno sabe que apagar la luz o cerrar la puerta
de una parte del Palacio significa renunciar a esos recuerdos, no es menos
cierto que cada estancia tiene muchas lámparas y muchas entradas, por no hablar
de la inevitable porosidad de la fábrica del Palacio, y las insospechadas vías
que se abren y se cierran continuamente entre espacios que uno pensaría (o
desearía) inconexos.
3.
La
Mnemotecnia consiste en la construcción, y el eventual llenado, de estanterías.
En
ese sentido, es esencialmente un arte manual, y está por ello emparentada con
la Carpintería o la Mampostería, aunque
no falta quien la enmarque dentro de la Topografía o la Geografía.
Por
simple comodidad, solemos denominar Palacio
al conjunto de las estanterías, dispuestas en una sucesión de habitaciones,
jardines, callejones, sótanos y terrazas. El Palacio lo vamos construyendo a lo
largo de la vida aplicando con rigor las normas de la Ars Memoriae clásica, bien definidas en el Ad Herennium y en las obras de Tulio y Quintiliano, a partir de su
principio básico, brillantemente expresado en la fórmula Constat igitur artificiosa memoria ex locus et imaginibus.
4.
Si
uno se desplaza a derecha o izquierda en el Palacio, si uno transcurre entre
salones con arañas de cristal o cuartos de los trastos, uno se mueve por el
espacio. Si asciende o desciende, también lo hace por el tiempo. Pues obedece
el Palacio a una elemental topología vertical, ya que cada estrato se edifica
sobre los restos del anterior y recuperar el pasado es, como en el trabajo del
arqueólogo, esencialmente excavar.
Pero
si descendemos lo suficiente en los sótanos del Palacio, la memoria acaba
confundiéndose con el olvido, dando lugar a esa materia untuosa y de sabor
dulzón que, a falta de mejor nombre, denominamos magma.
Sin
embargo, las cosas no resultan a la larga tan sencillas, dado que se producen
continuos derrumbes y afloramientos, erupciones inesperadas y violentas de ese
magma esencial (producto de la fermentación de los recuerdos definitivos) sobre
el que el Palacio se construyó, y hay también misteriosos pozos y bocas de la
verdad por donde contemplamos y escuchamos a los que fuimos relatando
interminablemente sus historias terribles y vulgares.
5.
Todo
esto es, sin duda, conocido, y su repetición bien puede juzgarse innecesaria
(mi justificación para ella es que me resulta reconfortante recitar la doctrina
en esta inquietud que ahora me invade), pues todos construimos nuestro Palacio
de la Memoria, aunque prefiramos denominarlo por otros nombres (Casa o Panteón, acaso), o lo concibamos como archipiélago o palomar, y todos
lo recorremos largas horas, efectuamos pequeñas tareas de mantenimiento,
comprobamos el buen orden de los objetos en él almacenados y nos detenemos,
perezosos, en la larga contemplación de una que otra baratija.
Nuestro
Teatro de la Memoria es cotidiano y carece de ambiciones, no aspira, como el de
Giulio Camillo, a abarcar totalidades en vastos espacios en los que todos los
saberes humanos se disponen en ricos jarrones en intrincada profusión de
hornacinas. Hablamos aquí, por el contrario, de una memoria íntima, y nuestro
Palacio contiene principalmente bibelots,
dedales, peonzas, poemas y cromos.
Hay
también en él una buena cantidad de armarios repletos de legajos, y altas
estanterías con cajitas pulcramente cerradas con lazos. No faltan cartas de
amor y hasta ceniza, por no hablar de aquellos álbumes con mariposas prendidas
con alfileres.
Cosas
nuestras, nos decimos, y caminamos otro rato más, buscando (y encontrando, pues
ahí sigue, impertérrito) el balón aquél que nos regalaron cuando cumplimos
siete años.
6.
En
principio, por tanto, y en buena aplicación de sus normas y procedimientos, la
Mnemotecnia es una ciencia exacta y toda inconsistencia es, por ello, atribuible
tan sólo a nosotros, al mal uso de esa techné,
o, acaso, al descuido al acumular y disponer los objetos.
O,
los dioses no lo quieran, a la aparición del moho.
Así,
mientras ahora, bañado por esta luz tan característica (rosada, auroral) recorro
con parsimonia este territorio de mi interioridad, y me topo con sus ocupantes,
deteniéndome aquí o allá para comprobar el contenido de los estantes,
sorprendido de encontrar en ellos cosas que
no se parecen a nada, estirpes enteras de usurpadores, y, conviviendo en
aparente armonía, imagines
indudablemente mías, como restos de un naufragio o juguetes de un tiempo niño
perdido hace milenios, en un orden que se me impone como el orden de un relato
que no recuerdo haberme narrado nunca; mientras, en definitiva, efectúo el
silencioso inventario ritual de estas mis pertenencias, siento un mortal escalofrío,
pues, de alguna manera, todo se ha vuelto
extraño.
7.
El
frío es, en efecto, el signo de la extrañeza en el Palacio.
En
ocasiones uno puede penetrar en pasillos irreconocibles, pero en seguida el
corredor desemboca en el gran salón abovedado de los veinte años.
O
nos despistamos y nos quedamos parados más de la cuenta en un rincón y se
produce, casi sobre nuestras cabezas, un pequeño derrumbe, y entre los
escombros brillan cuentas de vidrio que creemos ajenas.
No
son ajenas: nos desorientó simplemente la confusión de los niveles. Son, ahora
nos damos cuenta, las canicas de los diez años.
Otras
veces, en fin, uno se queda traspuesto y al despertarse de repente, acaso por
el estrépito de ese pandemónium que siempre nos acompaña en el Palacio (un
incesante ruido compuesto de canciones a medio escuchar, una cacofonía de
himnos confundidos), piensa que sigue en el lugar con el que estaba soñando (el
porche de los días jueves, por ejemplo).
En
todo momento, no obstante, esas confusiones son leves, efímeras, y no perturban
la sensación de acogida que el
Palacio siempre nos brinda.
Sólo
cuando hace frío uno debe empezar a preocuparse. Y yo ahora tiemblo como un
pájaro.
8.
El
Palacio es, sin duda, vasto, y, a medida que nuestra vida se hace más larga,
dejamos de frecuentar algunas zonas y cada vez nos identificamos menos con su
ornamentación (demasiado básica o abusivamente barroca), por más que nos
sepamos con ternura arquitectos de esos balbuceos. Tal vez esas partes más
antiguas del Palacio revelen la impericia del artista novel que éramos, pero en
su persistente solidez bien podemos recostarnos el tiempo que haga falta, pues
testimonian que ya para entonces respondía un Yo por nosotros y que la
perfección técnica (si es que tiene sentido invocar tal cosa) era más que nada
una cuestión de práctica.
No
hace frío en las habitaciones de nuestra juventud. Antes bien, el calor de
nuestra pasión las caldea hasta hacernos sudar en ellas.
Pero
antes de esas primeras edificaciones existió un tiempo confuso en el que a la
acción no le acompañaba necesariamente un recuerdo, en que hasta la propia
argamasa de la memoria estaba por formarse. Ésa es la etapa del magma, del
substrato previo que precede a toda coherencia en el diseño o el llenado de
estanterías, a toda noción, incluso, de estanterías, pero que forma parte de
pleno derecho (de hecho, forma parte con
mayor derecho que cualquier otra construcción) de este espacio de la
memoria y contiene en sí algunos de los objetos decisivos.
El
tacto del magma es untuoso, sí. Y frío.
Y,
sin embargo, no nos repele ese moco que aparece por todas las grietas de todos
los pabellones (como aparecen por ellas las pequeñas cucarachas de los
recuerdos diminutos pero persistentes). Así como la rugosa materia de los
ladrillos y la basta carpintería de los armarios cumplen su misión en nuestro
Teatro, este interior húmedo y orgánico, esta materia uterina, nos parece
igualmente adecuada para nuestros fines.
Ahora
bien, si la memoria falla, si uno pierde la memoria en la vejez, en la
enfermedad, en la indecible desgracia, al magma inferior se le une otro superior
que empieza apareciendo en balcones y cornisas, que acaba por dominar todo el
paisaje con su aspecto musgoso. Es una invasión, hace que se pudran las
estanterías, se desbarate todo orden, caigan las fragilísimas cristalerías y se
hagan añicos, hace que se destruya el Palacio, que se consuma el Teatro, que
todo se convierta en el Desierto de la Memoria, lleno de recuerdos
pulverizados.
Eso
es el moho.
9.
El
moho progresa de fuera adentro. Las habitaciones interiores suelen quedar
preservadas. A lo sumo, algunos tornasoles en los cubículos superiores anuncian
un deterioro que carece de importancia, en realidad, pues el daño mayor ya se
ha hecho y fuera de esas puertas cunde la desolación de la desmemoria.
Pero
no, no parece que haya moho en este salón de la extrañeza (aunque quién sabe si
nos negamos a verlo, si el moho ha entrado ya en nuestros ojos y nos impide
reconocerlo). No hay aparentemente desorden en sus anaqueles. Todo parece adecuadamente
dispuesto.
Simplemente,
no reconozco las imagines. No sé qué
significan.
Salvo,
a lo sumo, aquellas gafas de la esquina izquierda. O ese castillo en la arena,
que hicimos juntos hace tantos años. O la letra de algunas cartas. Algunas
cartas que escribí yo. Otras que me escribieron. Y unos discos. Y allí, debajo
de esa pila de ropa, un folio con un poema. Un poema muy malo.
Eso
es todo, creo.
10.
Tampoco
reconozco a los que se pasean conmigo por esta zona del Palacio. Hace un rato
me pareció distinguir a lo lejos a Carlos, pero no estoy muy seguro. En todo
caso, era irrazonablemente joven.
Hay
bastante gente por aquí, en realidad. Algunos permanecen quietos, junto a un
estante, en el que hay un objeto al que alzan sus manos, sin tocarlo, como ostentándolo.
Otros están demediados, o son muy tenues. Ninguno habla.
Hay
un perro que pasa una y otra vez. Parece el perro de Beatrice, el perro que
tenía Beatrice entonces.
Todos,
en cualquier caso, tienen un aspecto fantasmal, en esta luz de eclipse solar. Hasta
yo parezco tenerlo.
Uno,
ante todo, recuerda máscaras. Y cuando llega el Olvido, incluso los rostros más
conocidos se convierten en monstruos.
Pero
la Ars Memoriae es ante todo, desde
su fundación por Simónides, el arte del reconocimiento de cadáveres. Deberíamos
reconocer a toda esta gente.
O,
al menos, ellos deberían reconocernos a nosotros.
11.
En
el Palacio de la Memoria hay estancias techadas y también amplios jardines,
sótanos con claraboyas y grandes extensiones vacías, como esos terrenos de los
cementerios a la espera de nuevas sepulturas.
Hay
cielo en el Palacio de la Memoria, pero no hay estrellas en él. Las constelaciones
que contemplamos en nuestra vida también se guardan en cajas en los estantes.
Y
en cuanto a las estatuas del Palacio, todas son ciegas. Si pintamos los ojos a
una estatua, puede vernos. Nos cuidamos muy bien de hacerlo, pues son muy
pudorosos los recuerdos, y siempre temen desvanecerse si se distrae la atención
de quien les sueña.
Pero
todas las estatuas de este salón tienen grandes ojos azules, y largas pestañas.
Y si miro hacia arriba, me sonríe un cielo estrellado.
Todo
esto me aterra.
12.
Cabría
pensar que, por alguna razón me enfrento simplemente con recuerdos falsos. Pero
no: los recuerdos falsos se distinguen fácilmente porque sus colores son más
brillantes y más planos, porque están menos matizados, menos perfilados. Estos
recuerdos son auténticos.
Cabría
recordar que el orden en el Palacio viene definido esencialmente a partir de la
emoción, y que el criterio de
ordenación tiene sobre todo que ver con los estremecimientos. Eso es cierto,
pero hay aquí una correcta gradación de emociones.
Cabría
interrogarse sobre la familiaridad
del recinto, pero es peligroso adentrarse por esos senderos. Es peligroso
pensar en el Palacio estando en el Palacio. Es peligroso despertar las resonancias, asomarse al vértigo de los
vórtices.
No
debo recordar mis otros paseos por el Palacio. Si tal hiciera, duplicaría el
Palacio, construiría uno mayor que contendría a éste, el Palacio de Palacios,
donde estaría registrada la evolución de éste, la sutil sucesión de transformaciones,
sus crecimientos y sus desgastes.
Pero
iniciar ese proceso significa condenarnos al abismo. Se haría preciso un
Palacio aún mayor para contener ése, y aún otro, y otro más, en una sucesión
sin término, que terminaría en el Gran Palacio, en el Palacio Global, que
algunos creen haber visto en sus arrebatos místicos.
Pero
es un juego vano: no podemos pensar en el Palacio, no podemos acordarnos de su
construcción (y por eso tendemos a considerarlo anterior a nosotros), no
podemos entrar o salir del Palacio, sólo podemos estar en él, sólo podemos aceptarlo en su disposición,
infinitamente preñada de sentido.
Sólo
me es dado, pues, seguir recorriéndolo, seguir contemplando las imagines, escuchando las conversaciones
de los que conmigo deambulan, aceptando esta extrañeza, aceptando esta gelidez,
aceptando este nosaber.
13.
Hay
quienes afirman que el contenido sensorial del Palacio es indeseablemente pobre,
que ceder a la vista todo el protagonismo nos obliga a la renuncia inaceptable
de otros códigos, de otros recuerdos. El caos de ruidos no permite afinar el
oído para quizás hacer sonar la Memoria como un violín. Hay ciertos olores, un
sutil regusto en la boca, cuando pasamos por ciertas habitaciones, pero apenas
podemos adscribir a esas sensaciones imperfectas ningún contenido. En cuanto al
tacto, nos está vedado el acceso a los objetos, todos ellos de una fragilidad
extrema. No debemos sostener los objetos, no debemos moverlos con nuestras
manos: eso sería alterar el tiempo y el tiempo es aún más frágil que las
vasijas.
Por
ello, el paseo por el Palacio se caracteriza adecuadamente con la figura de la theoria, de la contemplación. Por ello,
sentir un beso, sentir una caricia en el Palacio es signo de mal agüero. Por
ello, las sombras pasan ante nosotros y apenas nos miran.
Pero
ahora, aquí, yo siento una lengua húmeda en mis dedos, siento una lengua rugosa
lamiendo los dedos de mi mano izquierda. Es, de nuevo, el perro, el perro que
parece seguirme por los corredores. El perro de Beatrice.
14.
¿Por
qué me sigue el perro de Beatrice, el perro que entonces tenía Beatrice, el que paseábamos juntos, el perro que entonces me lamía los dedos?
¿Por
qué invoco a esa presencia olvidada? ¿Por qué doy cobijo en este mi último
santuario a un animal muerto hace tantos años?
No,
la retórica de esos apóstrofes es falsaria. No me pregunto por el perro, la
pregunta correcta es: ¿por qué (por qué ahora, aquí, de este modo) Beatrice?
Nunca
he escrito sobre Beatrice (salvo entonces,
claro). En el fondo, por otro lado, es una historia de una trivialidad
asombrosa. Una vieja fábula adolescente, un apocalipsis doméstico y más bien de
opereta.
Sí,
Beatrice, la de los ojos claros, aquella de la boca no besada. Aquella de las
noches en vela. La de los largos poemas destruidos, la de las fotos rotas.
¿Por
qué Beatrice, víctima de una tan histriónica Damnatio Memoriae, ocupante de vastas alas del Palacio cerradas con
siete sellos?
No
sé, quizás hay algún motivo que se me escapa para que ahora, aquí (al fin,
diríamos, al fin) me aventure entre
los recuerdos de Beatrice, que ahora sí parece llenar de algún modo la
estancia, conferir algún sentido al trayecto, perfumar con su suave olor el
ambiente, que se caldea un poco, quizás un poco, quizás incluso lo suficiente.
15.
Se
haya procedido de manera precipitada o no, a partir de criterios erróneos o
acertados, la clausura de las salas es un proceso de grueso calado y es preciso
respetar las propias decisiones. Detenerse aquí, como yo lo hago, impotente o
renuente, languideciendo entre objetos que de repente son míos y de Beatrice,
de los diecisiete años, de aquellos días de entonces,
es un riesgo que no sé si he calculado apropiadamente.
En
todo caso, no soy enteramente dueño de mis paseos por el Palacio. He de agotar
este viaje para saber su destino y su significado.
Indago,
pues, busco detalles.
Allí,
por ejemplo, tras la columna, hay un vaso de cerveza a medio vaciar. Una
poderosa imago agente, que
desencadena un vertiginoso proceso de remembranza.
Aquella
cafetería, aquella tarde.
El
dolor. Es un vaso cargado de dolor. El dolor sí que llega hasta el borde.
Sí,
por supuesto, ¿cómo no me había dado cuenta? Éstas son las salas de Beatrice,
los recuerdos empiezan a aparecer lentamente, como la imagen de una Polaroid.
En
el tercer estante de la izquierda, unas llaves. Las llaves de un coche.
No
de mi coche. Del suyo. Maldita sea.
Y
un teléfono, un teléfono de los de entonces,
de esos teléfonos que permanecían pacientemente en una mesita a la espera de
ser llamados. Esos teléfonos que ostentan números insuficientes y que contestan
recurrentemente madres acaso ya muertas.
Hay
muchas cosas en esta imago del
teléfono. Muchas conversaciones. Todas ellas vuelven, todas ellas resuenan en
mi cabeza, oponen sus ecos al rechinar constante del Palacio.
Especialmente
aquella conversación, aquella.
Uno
dispone cabezas de Gorgona en ciertas puertas del Palacio por algún motivo. Uno
sabe que no debe someterse a según qué ordalías.
Mi
inquietud aumenta. Acaso es esa inquietud la que me impide reconocer tantas
cosas cuando estoy reconociendo tantas otras, acaso por ello sigo aún
extraviado, sigo aún temblando, se va extinguiendo tan rápidamente ese calor
que emanaba de tantos objetos olvidados.
Entonces,
por supuesto, aparece él. No es que me sorprenda, es justo que lo haya
arrumbado en este mismo desván de los recuerdos atroces. Es inevitable (y es
sarcástico) que en su particular damnatio
memoriae se haya acabado encontrando de nuevo con ella, en mi Palacio.
Se
planta frente a mí. Es tan joven (tiene diecisiete años, todos tenemos diecisiete
años). Me mira, al principio extrañado. Entonces sonríe, se saca del bolsillo
una servilleta, una servilleta arrugada, de papel.
Una
servilleta de cafetería, de esa cafetería.
“Eres
estúpido”, me dice. “Toma, lee.”
Miro
hacia la servilleta. Es la letra de Beatrice. Ha escrito un poema en la
servilleta. Un poema de Beatrice. Un poema dedicado
a mí. Un poema de infinita tristeza y privación, de absoluta melancolía. Un
poema que no conozco, que nunca he leído, que nunca me dio, que nunca podría
haberme dado, porque yo nunca le habría dejado
que me lo diera.
Le
miro a él, temblando de miedo. Sigue sonriéndome, creo que con desprecio.
También con dolor.
Vuelvo
a leer el poema, las últimas líneas, son bellísimas. Son las más bellas que he
leído.
Él
se marcha, me ha vuelto la espalda desdeñoso y se pierde entre el resto de las
sombras.
¿Cómo
puedo recordar lo que nunca he visto, algo cuya existencia desconocía? ¿Cómo
puede haber entrado ese objeto ajeno en mi Palacio?
Echo
a correr detrás de él. Le alcanzo en seguida (inconcebiblemente, me he vuelto
ligero y rápido), le digo: “Pero, ¿cómo es posible?”.
“No
lo sé, yo apenas soy un recuerdo. Ella, por lo demás, es una persona
esencialmente imprecisa. Recordar es
una operación complicada. Requiere de la memoria, pero también de la memoria de
los otros, de nuestro olvido y del suyo, de la invención, de la falsedad, de la
impunidad, del deseo, del tiempo… Para recordar no es imprescindible haber
vivido. Es más, es irrelevante. Es más, puede ser contraproducente.”
Dice
todo eso despacio, tan despacio, con esa voz,
con su voz. Me acaricia la cabeza, suavemente: “No te preocupes, ya no tardará
mucho.”
Se
vuelve otra vez. Le grito: “¿Pueden tener recuerdos los recuerdos?”
“No”,
me dice, “lo único que tienen los recuerdos es miedo.”
Se
marcha, definitivamente.
16.
¿He
encerrado injustamente a Beatrice en esta mazmorra de mi Palacio? ¿Me he
contado una historia falsa de desamor y celos para ocultar quién sabe qué terror,
quién sabe qué cobardías, quién sabe qué
bajezas? ¿Me amaba entonces Beatrice, existían en la baraja otras cartas que
habrían escrito otro futuro? ¿Es ése el significado de este paseo por el
Palacio, es preciso abrir de par en par estas puertas? ¿Es preciso derribar el
Palacio, reconstruirlo?
Beatrice
y yo no nos vimos más durante muchos años. Sólo hace poco, ya tan mayores, nos
encontramos por casualidad e, inesperadamente, nos reconocimos. Charlamos
cordialmente, nos tomamos un café. Nos despedimos con dos besos, nos dijimos
que nos llamaríamos, no lo hicimos.
Todo
resultó tranquilo, nadie habló demasiado de aquello, nadie volvió a contar su
historia.
¿He
causado todo este tiempo el dolor de Beatrice cuando me repetía constantemente
a mí mismo el dolor que ella me había causado? ¿Ha pensado tanto en mí
Beatrice todo este tiempo como yo en ella? ¿De qué modo me ha recordado?
No
puedo aguantar más la angustia. Echo a correr, sin rumbo. Me adentro en
incontables salas. Están atestadas de objetos, que apenas reconozco. Hay
jarrones agrietados de los que gotea el agua de colores que contienen. Hay
estatuas con muchos ojos, hay estatuas sin brazos, dolorosas estatuas yacentes.
Hay arena y cenizas, muchos pasillos anegados en agua, proveniente de
filtraciones indeterminadas. En el suelo, empapados, se pudren muchos libros.
Hay zonas enteras en ruinas, grandes estanterías derrumbadas, urnas rotas.
Me
topo con brigadas de obreros que derriban muros del Palacio con pesadas mazas.
“No se inquiete, no estamos demoliendo nada, sólo hacemos reformas”, dicen con
una sonrisa que quieren beatífica. Pero todo está lleno de escombros y muchas
puertas han sido tapiadas.
Ante
mí se abre una inmensa escalinata, probablemente la Escalera Principal (no lo
sé, cada vez estoy más perdido). Subo por ella, a toda prisa, ligero como hace
años que no me sentía, subo por el tiempo. Sé que no debo hacerlo, sé los
riesgos que corro, pero necesito saber, necesito respuestas. Cruzo salas
vacías. Me asomo a los balcones: sólo la Niebla. Más allá de la Niebla debería
estar la Ciudad, pero no puedo verla, no puedo alcanzarla.
Llego
a la azotea, al pináculo de la Memoria. Todo alrededor es blanquecino y
lechoso. La Niebla.
Entonces,
percibo claramente cómo todo se mueve, cómo el Palacio entero avanza entre la
Niebla, por lo que parecería un mar negrísimo. El Palacio es en realidad un
barco, un barco enorme, un transatlántico en busca de quién sabe qué Américas o
Maelströms.
Bajo
de nuevo, incapaz de quedarme quieto, incapaz de pensar, raudo, incansable.
Intento volver a las habitaciones de Beatrice, pero no las encuentro. De
repente, entro en el Salón de los Espejos. Todos los Palacios de la Memoria
tienen un Salón de los Espejos. En él (es sabido) algunos espejos nos reflejan,
otros no. Cada espejo tiene su propio tiempo, en cada uno habita uno de
nuestros dobles.
Me
miro en los espejos. Es absurdo. Todos me
reflejan. Todos me reflejan igual. Soy yo, a los diecisiete años. Soy
incontablemente yo, en mis imposibles diecisiete años, en los diecisiete años
de entonces.
Pero
no, no tengo diecisiete años, tengo muchos más.
Sí,
ahora me explico cómo ha sido posible mi frenético subir y bajar escaleras,
cómo no me he fatigado: soy mi propio recuerdo.
17.
Entonces,
de nuevo, siento algo en los dedos. Ahora son otros dedos, un roce muy suave.
Me vuelvo.
Una
chica me mira. Es muy joven, una adolescente.
Se
parece tanto a ella. Pero no, no es
ella.
La
interpelo, tan confuso: “¿Pero cómo es posible?”
“Es
que te ha llamado la Soñadora.”
“¿La
Soñadora?”
“Sí,
la Soñadora sueña el Palacio. Mientras lo ve, el Palacio existe, pero no hace
falta que tenga los ojos abiertos para verlo. Dormida, tiene el Palacio siempre
en la cabeza.”
“¿Dónde
está la Soñadora?”
“No
sé, algunos dicen que en un sótano del Palacio, en una habitación sin ventanas,
en una cama, inmóvil. Otros dicen que en el fondo del mar, del mar por el que
avanza el barco de la memoria. Yo no la he visto soñar. Nadie la ha visto.”
Me
quedo quieto, en silencio, abrumado. Ella se suelta, leve, se hace a un lado,
parece no querer interrumpirme, ahora que todo se está resolviendo, ahora que
voy comprendiendo.
“Espera”,
la digo, “¿te llamas Beatrice?”
“No,
es mi madre la que se llama Beatrice.”
18.
En
principio, la Mnemotecnia es una ciencia exacta. La memoria artificial consta
de lugares y de imágenes, consta de estanterías y vasijas, consta de pasillos y
salones, consta de jardines y de sótanos.
Éste
es el Palacio de la Memoria. Está atestado de recuerdos, está poblado por una
multitud de sombras.
Éste
es el Palacio de la Memoria: por él las sombras vagan, en él los recuerdos se
ordenan.
Éste
es el Palacio de la Memoria. Pero no el
mío, el suyo. El de Beatrice. Es el Palacio de la Memoria de Beatrice.
Yo
soy un recuerdo de Beatrice. Beatrice me sueña. Me sueña intensamente, me sueña
sólido y activo. Me sueña doble, puesto que me sueña joven y viejo. Pero no me
sueña de ninguna otra forma, porque durante largos años no nos vimos, durante
largos años me alejé y le dejé sólo la nostalgia de mi ausencia, sólo el dolor
de la pérdida.
Beatrice
me sueña, y me sueña con frío, y me sueña a ratos más cálidamente, y sueña con
él, y nos sueña juntos a los dos, y sueña con poemas que yo le escribí, largos
poemas que yo destruí hace tiempo, y sueña con un poema que ella me escribió,
un único poema, el poema más bello del mundo.
Sí,
todo está bien, todo está en orden, todo tiene sentido. El Teatro me acoge.
Estoy
exhausto. Estoy tranquilo.
Beatrice
me sueña tranquilo.
19.
Ahora
ya no tengo diecisiete años, tengo muchos más, tengo los que tengo. Contemplo
en silencio los objetos de Beatrice. Hay muchos objetos que son también míos,
que son de los dos. Es increíble el espacio tan enorme que ocupo en el Palacio
de Beatrice. Es terrible que haya ignorado eso todo este tiempo. Es maravilloso
que al final lo haya sabido, que bajo esta forma precaria e inconstante de
recuerdo, al menos haya uno de entre mis dobles que es finalmente feliz, que
está finalmente tranquilo.
Habrá
otros dobles atormentados, otros dobles evanescentes. Ocuparán espacios
diminutos o enormes en otros Palacios de tanta gente que me ha conocido. Serán su
recuerdo, su olvido, serán lo que yo fui para ellos. Ellos me ostentan, como yo
a ellos.
Desconozco
si sólo existo ya de esa manera, como memoria, como memoria discontinua y
fragmentaria, si existo de algún modo más fuerte en otro lugar, si existo aún
en la Ciudad, de alguna otra forma más precisa.
Tal
vez nadie me recuerda ya. Tal vez soy el último de mis recuerdos, el recuerdo
que Beatrice tiene de mí.
Acaso
por eso he sido convocado. Acaso, en efecto, ya no tarde mucho.
Lo que sea.
20.
Y
justo en ese momento se produce una horrible convulsión en el Palacio, un
temblor. Todos los objetos se tambalean, las estanterías se derrumban, hay un
fragor indescriptible.
Por
todas partes aflora el Magma, todo se hace polvo. Por todas partes se rompe el
orden. Se han abierto las ventanas. Todo se llena de Niebla, de agua negra.
Todo está a la deriva.
Y
de todas partes surgen las sombras, en toda suerte de figuras, seres evanescentes,
pesados recuerdos incapaces, monstruos de muchas cabezas, muchas niñas
encantadoras, todas tan parecidas, una multitud de sombras, todas corriendo
desesperadas, aullando, gritando como ménades: ¡La Soñadora ha muerto! ¡Ha muerto la Soñadora del Palacio! ¡Ahora todo
se volverá blando y se escurrirá por el desagüe de la Nada!
Y
yo, entonces, sé que me queda muy poco tiempo, y siento tanta, tanta pena por
ti, que te has muerto, como seguramente me he muerto yo hace ya algunos años, y
me pregunto, en medio de la barahúnda, mientras me desvanezco, mientras me hago
polvo, polvo de recuerdos, si quedará alguien que nos recuerde aún a ambos.
Alguien
en cuyo Palacio de la Memoria nos podamos encontrar y saludarnos con dos besos
y tomarnos un café y conversar tranquilamente sobre lo de entonces o sobre cualquier otra cosa.
4 comentarios:
Hola Agus.Después de saludarte cariñosamente,paso a darte mi benedicto de lo que acabo de leer.
Impresionante, precioso ,cómo tú .
Un abrazo
Gracias!
Muy interesante, el complejo laberinto de la memoria, decorado y vivo a pesar del tiempo.
Me gusta como escribes, me sigue gustando leerte.
ana
Gracias!
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