lunes, 29 de abril de 2024

La ciudad de los locos

 


Cuando por fin las llamas lo alcanzaron, rompió a reír tan fuerte como jamás se había reído en toda su vida.

ELIAS CANETTI, Auto de fe 


1.

Auto de fe, la única novela que escribió Canetti, salvo que el recién liberado legado póstumo diga lo contrario, fue publicada en Viena en 1935. Su título original es Die Blendung. Blendung es una palabra alemana que quizá podríamos traducir por enceguecimiento, en tanto está relacionada con blind y sugiere también un deslumbramiento, la ofuscación que produce un súbito resplandor. Ése fue sólo el último de los títulos que Canetti fue considerando para la novela, cuya redacción se produjo sobre todo en 1930 y Auto de fe es una sola de las posibles variantes que ese título ha ido adquiriendo en las sucesivas traducciones a las diversas lenguas.

Es, así, un libro que, desde su propia denominacion, ilustra muy bien el concepto de metamorfosis que tan caro fue a su autor. En un texto llamado “Auto de fe”, el primer libro, publicado en 1973 y recogido en Arrebatos verbales (y también como apéndice de la propia edición castellana de Auto de fe, en Debolsillo), Canetti se extiende sobre los pormenores de la génesis de esa obra y nos describe su evolución. Allí se nos citan algunas circunstancias vitales que fueron decisivas, primero en la concepción del proyecto, y luego en su desarrollo.

Así, se nos dice que este libro en realidad era sólo uno de ocho que comenzó a escribir simultáneamente y que iban a constituir una Comédie Humaine (sic, en clara referencia a Balzac) de la locura. Ninguno de los otros siete fueron finalmente escritos. En seguida veremos la razón de ese interés de Canetti en la locura.

Al comienzo, cuenta Canetti más de cuatro décadas después del momento de la redacción, el protagonista se designaba apenas por una B., que correspondía a la inicial de Büchermensch, es decir, persona-libro: estar compuesto de libros era su único atributo, por entonces: no tenía ningún otro.

Cuando comenzó a componer el relato, B. pasó a ser la inicial del apellido del protagonista, Brand, esto es, incendio. Hay un incendio también detrás de todo esto y a él también acabaremos por referirnos. Para entonces, ese nomen ya se había convertido en omen, pues el final previsto para la novela era justamente el fuego. Una biblioteca ardería, ay, inexorablemente, y él, Brand, ardería igualmente con sus libros.

En un momento dado, Brand pasó a ser Kant y el título de la novela (acaso el mejor título concebible para una novela) se convirtió en Kant se prende fuego. Sólo al final, en 1935 (las peripecias son muy variadas y la lectura del texto entero de Canetti es muy recomendable), Hermann Broch se empeñó en que se cambiara el nombre del protagonista, y así acabó por ser Kien, que, nos dice Canetti, contiene también algo de la inflamabilidad perdida al renunciar a Brand, ya que Kien, o así se anota en el pie de página del traductor, Juan José del Solar, significa leña resinosa, tea. Y la novela se tituló entonces Die Blendung, y así se sigue titulando en las ediciones en su lengua original, el alemán.

 

2.

Es en 1946, con Canetti residiendo ya en el Reino Unido desde hace unos años, cuando se publica la primera traducción al inglés, a cargo de Veronica Wedgwood. Aparentemente con el beneplácito de Canetti el título no fue un intento de traslación del concepto de Blendung (el resplandor del fuego que nos enceguece, como esa espada al rojo que se posaba sobre los ojos de Miguel Strogoff en las lecturas de mi infancia más remota), sino que se transformó por completo, pues la obra fue publicada como Auto-da-Fé.

La evocación parecía pertinente, pues hay fuego en las hogueras prendidas por el Santo Oficio y es también labor predilecta de los inquisidores la destrucción de libros. El término, que se presenta, no estrictamente en castellano, sino en portugués, remite universalmente a esa triste componente del pasado ibérico, la Inquisición. Auto de fe, inevitablemente, fue el título en las ediciones en castellano. En las traducciones al italiano el título es Auto da fé.

Sin embargo, curiosamente, según se nos informa en la cronología incluida en el Auto de fe de Debolsillo, que transcribe el texto de la edición de las Obras Completas publicadas en su día por Galaxia Gutenberg, la primera edición norteamericana no respetó el título británico, sino que pasó a denominar el libro The Tower of Babel, introduciendo una nueva vuelta de tuerca, que resuena con Brueghel y el Kunsthistorisches Museum de Viena, y con otra historia de idiomas y de confusión. La Tour de Babel fue entonces el título de la primera edición en francés, aparecida poco después, como esa librería italiana del Marais que me gusta tanto.

Sí, pues: una explanada frente a la definitivamente trunca Torre, en la que se disponen los elementos del ritual para ejecutar un auto de fe, el resplandor de cuyas hogueras nos enceguece. De este palo vamos: estamos hablando de barbarie.


3.

La labilidad lingüística y la riqueza (y pérdida, inevitablemente) de matices que conlleva la traducción no es algo, por otra parte, extraño a la propia personalidad del autor.

Cuando nace Canetti en 1905, el lugar de su nacimiento, Rustschuck, en el bajo Danubio, pertenece aún al Imperio Otomano. Bulgaria, donde se encuentra hoy esa ciudad, Ruse, se independizó oficialmente en 1908. Canetti, apellido que esconde su origen español, Cañete, forma parte de una familia de judíos sefardíes y el judeoespañol es la lengua con la que se relaciona en su infancia con sus padres y hermanos, la lengua de sus canciones infantiles. El búlgaro era el idioma de las sirvientes, muchachas campesinas, y Canetti también lo podía usar para comunciarse con ellas, aunque lo olvidó pronto, pues nunca lo aprendió en la escuela. De hecho, cuando apenas contaba seis años, su familia se traslada a Manchester, y ahí aprende el inglés, que es la lengua en que empieza a leer grandes clásicos de la literatura.

Mientras tanto, el alemán era un idioma desconocido para él, el que usaban sus padres, que se habían conocido en Viena, cuando querían hablar sin que se enteraran los chicos. La muerte temprana del padre, un hecho que condicionó poderosamente la vida de Canetti, llevó a la familia a trasladarse a Viena. Fue durante un verano pasado justamente en Lausanne, esa ciudad tan recurrente en mis notas, al borde del lago Léman, donde la madre, con disciplina leonina, enseñó a Elias el alemán, que pasó a ser entonces la lengua en la que se expresaría como escritor. El alemán, así, es, como mínimo, la cuarta lengua, de un niño que tenía entonces ocho o nueve años.

Aún llegaría el francés, en el que leyó con delectación a autores como Stendhal, y el dialecto suizo de Zürich, su ciudad de elección para los últimos años, tras su largo exilio en Inglaterra, que empezó con la huida de Viena escapando del nazismo. En Zürich había pasado un periodo de la adolescencia que recuerda como el más feliz de su vida.

Esa capacidad de metamorfosearse lingüísticamente es decisiva para entender a Canetti, quien además hizo siempre gala de su facilidad para captar lo que dio en llamar máscaras acústicas, es decir, las expresiones verbales, la sonoridad, de los diversos personajes y tipos. En esa convulsa y esplendorosa Mitteleuropa de entreguerras, a la que Canetti, centrado entonces en Viena, subyugado por Karl Kraus, de quien luego renegó, relacionado con Broch y otros autores del momento, pertenece legítimamente, esa amalgama de identidades e idiomas, ese crisol, por usar un término manido, que representó el desaparecido y añorado por algunos Imperio Austrohúngaro, nos parece a día de hoy un asunto inverosímil.

La primera vez que entre en Morawa, una de las librerías más importantes de Viena, hace muchos años, me sorprendí, ingenuamente, de que, bajo la rúbrica Autores austriacos se apilaran en las estanterías personajes que había leído, que eran muy importantes para mí, pero que nunca hubiera concebido como austriacos. Kafka, el primero. La expresión alemana de esos autores (y ni siquiera de todos) me llevaba a confundirlos en una especie de totum revolutum llamado Alemania. Pero, no: Kafka era, cuando nació en Praga, súbdito del Imperio Austrohúngaro. Como Rilke. Canetti aparecía allí también, aunque propiamente Canetti no fue austriaco. Sus padres mantuvieron el pasaporte turco y fue con un pasaporte turco como Elias pudo fugarse de la Viena del Anschluss. Acabó nacionalizándose británico y muriendo y siendo enterrado en Suiza.

La peripecia vital que ejemplifica Canetti nos hace partícipes a nosotros, gente de la periferia europea, tan castigados por la obsesión por la uniformidad cultural y la unidad de destino en lo universal, de una realidad mucho más lábil, más escurridiza, más penosa, una realidad de emigrados, exiliados, apátridas, perseguidos, desarraigados, multilingües, despojados de toda identidad que no sea la de los desheredados.

 


4.

En abril de 1927, a la sazón estudiante universitario de Química, Canetti alquiló una habitación en las afueras de Viena. La casera es, según nos narra, una inspiración directa para el tan peculiar personaje de Teresa, la funesta antagonista del sinólogo Peter Kien en Auto de fe. Canetti quedó fascinado por las vistas de su cuarto: al otro lado del valle, en lo alto de la colina opuesta, podía divisarse Steinhof, la ciudad de los locos, circundada por un muro.

En las paredes de ese cuarto clavó con chinchetas las reproducciones de los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, que por entonces le fascinaban. Después esas estampas fueron cambiadas por las del Retablo de Isenheim de Matthias Grünewald, una obra cuya contemplación en Colmar (en la que se demoró todo un día, en un retorno de un viaje a París) marcó decisivamente a Canetti. (También a mí, que he viajado dos veces a Colmar sólo para ver el monumental Altar, ya lo contaré en otra ocasión.)

Canetti aún es un aspirante a químico, pero hay un acontecimiento histórico en el que se ve envuelto que cambia definitivamente el curso de su vida. El 15 de julio de 1927, a resultas de una sentencia absolutoria en el juicio contra agitadores nacionalistas que habían provocado varias muertes en enfrentamientos con grupos sindicalistas de izquierda, Viena entera se ve anegada en una marea de obreros y manifestantes que confluyen desde todos los puntos de la ciudad y se dirigen al Palacio de Justicia, que acabaría ardiendo.

Elias participó también en la refriega, que desembocó en una brutal intervención de las fuerzas del orden, con el resultado de decenas de muertos. Ese momento supone para él la cristalización de su experiencia con la masa y por lo tanto, el origen de su obra magna, la que le llevó más de dos décadas concluir, Masa y poder.

Pero ahí también está el origen del fuego que alimenta Auto de fe. El hombre libro dejó de llamarse Brand porque, precisamente, la vinculación de ese nombre con lo vivido en la jornada de julio, le resultaba penosa a Canetti. En agosto de 1931, nos narra, cuatro años después de aquel 15 de julio, Kant prendió fuego a su biblioteca y sucumbió en el incendio.


5.

En Steinhof, que nunca he visitado, a pesar de las numerosas veces que he estado en Viena, hay una monumental iglesia del arquitecto de la Sezession Otto Wagner, y en torno a ella, un abundante número de construcciones que, nos cuenta Joseph Roth, en 1919 (en su artículo La isla de los desdichados, el primero que publica en la prensa vienesa) se llaman “pabellones” y tienen números romanos en sus frontispicios, y las puertas cerradas.

Esa ciudad ajardinada es, pues, un inmenso manicomio, donde las personas que sufrían enfermedades mentales eran poco menos que almacenadas, habida cuenta de las escasas posibilidades terapéuticas del momento. Allí estuvo también durante un tiempo, en su periplo por diversos sanatorios, la mujer de Roth, Friedl, que, en la indecisa nomenclatura de la época, fue enferma de dementia non praecox, o trastorno maniaco depresivo, o esquizofrenia. La manutención de Friedl en los diversos centros en los que permaneció ingresada durante años le resultó una carga muy penosa a Roth, siempre en el límite de la miseria, a pesar de ser uno de los articulistas más brillantes y reputados del ámbito germanófono de entreguerras. Fue también algo muy doloroso para él, pues se consideraba, probablemente de manera injusta, de algún modo responsable del estado de su esposa.

Con un estilo que ya es depurado, a pesar de su juventud, Roth nos conduce a través de las diferentes dependencias de Steinhof, y nos muestra a algunos de los internados, con quienes conversa. El Imperio acaba de derrumbarse, con el fin de la Gran Guerra, y en Viena se pasa mucho hambre. También aquí, en Steinhof: Roth nos cuenta los menús de la semana. Todo es de una gran tristeza, pero también hay un guiño al final, cuando uno de los enfermos le invita a Roth a trasladarse allí: ¡Usted es escritor, no le costará trabajo adaptarse! y Roth concluye ¿No es práctico asegurarse un huequito tranquilo en Steinhof? Quizá lo haga... y funde un periódico. (Cito por la traducción de Carlos Fortea, el texto está incluido en Primavera de café, publicada por Acantilado en 2010.)

Roth murió como un santo bebedor en el París en el que se refugió, sabedor de lo que iba a ocurrir en cuanto Hitler tomó el poder. Fue en 1939, justo antes de que la Gran Guerra, en la que Roth había participado, se repitiera de nuevo. En el curso de esa guerra se llevó a la culminación un proyecto que se había estado dirigiendo desde una dependencia gubernamental en Berlín, en la Tiergartenstrasse, 4 y que por eso recibió el nombre de Aktion T4: el exterminio de personas con trastornos mentales, deficiencias físicas, retrasos, cualquier condición que disminuyera su valor racial, que supusiera una carga. Un exterminio denominado eutanasia, pues se hacía por el bien de los sufrientes. Una sistemática y tecnológicamente bien implementada operación de eliminación (el término alemán es Vernichtung, con ese pavoroso nicht que deja bien a las claras que hablamos de una aniquilación) que sirvió también como ensayo general para la Solución Final.

Una dependencia de Steinhof, Am Spiegelgrund (Spiegel significa espejo, acaso sea pertinente señalarlo), era uno de los centros de referencia de la T4, y se especializó en el asesinato de niños. Casi ochocientos cayeron allí. Uno de los psiquiatras responsables del cribaje que decidía el traslado a esa factoría de aniquilación fue el hoy mundialmente famoso Dr. Asperger.

Friederike, conocida familiarmente como Friedl, Roth murió en 1940, un año después de su esposo, como resultado de la Aktion T4, en su condición de enferma mental.

 

6.

Mi viaje a Suiza de julio de 2022 fue sobre todo un peregrinaje literario. Volví a los santos lugares rilkianos (Muzot, Sierre, Glion) como conmemoración del centenario de la finalización de las Elegien. Visité la tumba de Borges en Ginebra y la de Nabokov, en Clarens, junto a Montreux. Y le seguí el rastro a Robert Walser.

Walser nació en Biel/Bienne, que visité y donde hay una especie de circuito urbano de lugares que se relacionan con la vida del escritor, además de un lago espectacular (y yo venía de recorrer incesantemente el Léman). En Bern hay un centro de estudios de Walser con una pequeña exposición que visité. No acabé de ir a Thun, donde vivió Kleist, como nos cuenta Walser en un texto inolvidable para mí. Pero sí visité Herisau.

Los lectores de Vila-Matas, concretamente quienes hayan recorrido Doctor Pasavento, saben de Herisau, etapa final del narrador en su intento de desaparecer, siguiendo la técnica de Walser. Fui leyendo Doctor Pasavento durante mis largos periplos en tren por Suiza en ese viaje, casi sincronizado con mis propios movimientos. En el libro de Vila-Matas, dentro de esa combinación que le es tan propia entre la ficción, la biografía y la ironía que lo permea todo, se describe con profusión la visita al manicomio de Herisau (su nombre actual, pues sigue activo, es Psychiatrisches Zentrum Appenzell Auserrhoden), un lugar en el que Walser pasó los veintitrés últimos años de su vida, sin escribir una línea, y paseando abundantemente por los alrededores, en largas caminatas, como nos describe su albacea Carl Seelig en un libro bellísimo. En uno de esos paseos, en la navidad de 1956, acabó desplomado sobre la nieve, en una imagen que todos los lectores del suizo conocen.

Yo me alojaba entonces en Zürich, la ciudad donde está enterrado Canetti (no visité esa tumba, ni la de Joyce, que también está allí, a pesar de que eran otros de mis objetivos: la mortandad de escritores célebres en Suiza es preocupante), y tomé un tren hacia Herisau. Llegué a media mañana, visité el cementerio y encontré la tumba de Walser, cobijada bajo un árbol inmenso. Seguí otro itinerario ciudadano que llevaba a sitios relacionados con él. Ese sendero desembocaba en el Hospital Psiquiátrico, que está en las afueras, en una colina.

La disposición es peculiar. Entiendo que su extensión es menor que la de Steinhof, pero aquí tenemos de nuevo pabellones y un lugar central, que es el edificio principal, justo en el ápice de la colina. Los pabellones rodean literalmente a ese centro, pues se disponen describiendo un círculo en torno a él. Recorrí ese círculo como si fuera un itinerario iniciático. Mi disposición era notablemente ambivalente. Ese viaje a Herisau era el punto culminante de mis vacaciones literarias a Suiza, pero, además del cansancio, tenía una sensación desagradable. Una sensación de que lo que estaba haciendo era profundamente frívolo, de que ese paseo en busca de no se sabe qué souvenir personal, de no se sabe qué inicio de relato, no era apropiado para un lugar donde había gente que sufría, por más que ni las condiciones ni los tratamientos actuales sean los mismos que los de hace un siglo.

Así, en un momento dado, dejé de hacer fotos. Por supuesto, no me permití en ningún momento el atrevimiento de retratar a ninguno de los internos que se sentaban a las puertas de los pabellones o que paseaban en los mismos itinerarios que yo. Pero, además, me pareció que mi propia aventura, la propia construcción de esa mi navegación literaria y autocomplaciente, no era compatible con la realidad del trastorno mental. Sentí, lo recuerdo bien, un cierto escalofrío. El día era, por lo demás, de un calor sofocante, y el entorno era bellísimo, verde, lleno de árboles. Me marché. Renuncié a reproducir el camino de Walser en su último día. Tomé el tren de vuelta a Zürich. Acabé el libro de Vila-Matas en ese tren. Lo cerré con cierto desagrado, mi relación con el barcelonés es también muy ambivalente. Dos días después estaba en España. No había vuelto a revisar las notas del viaje hasta la semana pasada, cuando concebí esta entrada.


7.

La mayor parte de mis autores favoritos son o han sido gente problemática. Es casi un cliché. Alcóholicos como Roth, enfermos mentales como Artaud, o Unica Zürn, o Robert Walser. Suicidas como Alejandra Pizarnik, como Nerval, como tantos y tantos otros. Es algo inevitable: la fascinación nos arrastra a ellos. El morbo, se nos podría decir, más allá de otras consideraciones sobre su valor literario. Puede ser. Cada vez lo pienso más. Y sin embargo...

Conocí la enfermedad mental en mi familia siendo muy niño. Una tía mía, mi madrina para más señas, fue, probablemente, esquizofrénica, si bien no tengo constancia de cuál era su diagnóstico exacto. Era la persona más cariñosa del mundo, a mi hermano y a mí nos idolatraba. Pero estaba loca. O eso aprendí muy joven, cuando empezó a comportarse de maneras extrañas, a ver cosas, a oír voces, a tirar cosas por la ventana, a agitarse, a quedarse callada. Eran tiempos obscuros, la enfermedad mental estaba (aún lo está) profundamente estigmatizada. A mi tía no se la entendió bien al principio, no se gestionó bien su enfermedad, si es que podía gestionarse bien. Hubo internamientos. Algunos, recuerdo, en el Alonso Vega, que era un nombre siniestro, el de un militar, ministro de Franco, represor. Yo era pequeño, no solía entrar a esos sitios, pero todo resultaba muy perturbador, sabía el impacto que estaba teniendo en la familia.

Es curioso, porque sólo cuando empecé a preparar esta entrada, cuarenta, cincuenta años después de todo aquello, me he puesto a reflexionar sobre la relación entre esa experiencia y mi fascinación (y mi temor) por la locura. Mi tía acabó internada durante décadas en Ciempozuelos, la modesta versión madrileña de Steinhof, un nombre que supone un chiste: estás como para que te lleven a Ciempozuelos. Como el Mondragón de la Orquesta Mondragón donde pasó tantos años Leopoldo María Panero, otro de mis locos. Estuve, ya de mayor, muchas veces de visita en Ciempozuelos. Era siempre una experiencia muy dolorosa. Mi tía estuvo medicada casi toda su vida, estaba tranquila, seguía siendo muy cariñosa. Nunca pudo superar el trastorno, nunca más pudo ya ser autónoma, vivir por su cuenta.

Sí, todo es muy doloroso.

 


8.

Esta entrada habla, pues, de dos cosas que temo: la locura y el fuego.

Nuestro barrio limita siempre con la Ciudad de los Locos. Un despiste al cruzar un semáforo, un paseo demasiado largo, nos conducen a sus calles, tan parecidas en realidad a las nuestras. Acaso hay una iglesia art nouveau, o un edificio circular. De repente hay una confusión de azulejos blancos, olor a orina, chispazos de electroshock: somos Artaud. Solemos volver de esos viajes, pero no incólumes, nunca incólumes. La vista de nuestra ventana siempre da a los pabellones de la Ciudad de los Locos. Y en uno de ellos, el Pabellón del Espejo, se extermina a niños.

Lo que escribimos son esos diarios de viaje, esas crónicas. No lo hacemos con la maestría del estilo de Roth. No somos capaces, como él, de escribir largas horas en las mesas de los cafés más ruidosos, después de haber bebido varios Hennessy. No tenemos la disciplina o la obsesión de Canetti para recopilar datos de todas las culturas, de todas las religiones, de todas las literaturas, sobre la masa. Hemos leído, sí, el alucinante testimonio del Presidente Schreber. Sabemos que también hay una masa de demonios, de hombres gaseosos que habitan en nuestros pechos. Optamos por ignorarlos.

Todo es un juego, nos decimos. Y es verdad, un juego. Y entonces, al arrojar de nuevo los dados...

 

9.

Auto de fe acaba con una inmolación. El hombre libro se quema con sus más preciadas posesiones. Como aquella mujer que en la película de Truffaut se ríe a carcajadas mientras las llamas la alcanzan rodeada de paperbacks. La primera vez que vi Fahrenheit 451 (el libro de Bradbury lo leí bastante después) me impactó, ya lo he contado por aquí. No hay nada más doloroso para mí que la imagen de libros ardiendo. Es un temor real, un temor de algo que espero no tener que experimentar nunca. Espero no tener que contemplar hogueras a los que, los mismos que armaron la Aktion T4, arrojan las obras inaceptables para su credo völkish.

Espero que no ocurra. Y sin embargo...

 


10.

En La antorcha al oído, el segundo de los libros autobiográficos que acabaron constituyendo una trilogía, escrita ya al final de su vida, Canetti relata la jornada de 15 de julio de 1927. En el caos de la muchedumbre, en esa masa de la que Canetti ha pasado a ser un integrante, a disolverse en ella, un episodio le llama profundamente la atención.

En una calle lateral, no lejos del Palacio de Justicia, había un hombre que, distanciándose muy claramente de la masa (esto, claro, es crucial para Canetti) y con los brazos en alto, palmoteaba desesperado sobre su cabeza, sin dejar de gritar en tono lastimero: “¡Las actas se queman! ¡Todas las actas!”.

Canetti contesta ¡Por suerte no son personas!, pero eso no consuela al personaje, acaso un archivero, desolado por la desaparición de los documentos. Canetti le recrimina: ¡Han matado a gente a tiros, y usted sólo piensa en las actas! Pero él, sí, sólo puede pensar en la destrucción de la memoria de las actas, en esa cadena de fuego que lleva haciendo arder bibliotecas desde la de Alejandría, el fuego del inicio alternativo de Rayuela, todos los fuegos el fuego, el pálido fuego detrás de este pálido juego.

Al final de Fahrenheit 451, lo recuerdo tan bien, recuerdo tan bien el alivio que sintió el niño que yo era (un niño ya, ay, letraherido y lector compulsivo), fuera de la ciudad, lejos de los bomberos que manejaban sus lanzallamas contra los libros, en un bosque no tan diferente al de Steinhof, al de Herisau, los proscritos, los exiliados, los refugiados (como Canetti, como Roth), recitan los libros que han aprendido de memoria (en francés se diría par coeur, como en inglés se dice by heart, y me gusta tanto esto de aprender algo con el corazón), pues se han convertido en persona-libro y es en ellos como los libros podrán sobrevivir a la extinción de sus ejemplares físicos. Esos libros pasarán de padres a hijos y la memoria oral substituirá al testimonio escrito, del que tanto desconfiaba Platón. Nada se perderá. O al menos algunos, unos pocos libros, no se perderán. Cada persona-libro elige el suyo.

¿Cuál es mi libro? ¿El castillo, de Kafka? ¿Las Elegías de Duino? ¿Ficciones? ¿Pale fire? No importa, lo que importa es que, si llega el fuego, si vuelve la barbarie (no vuelve, nunca se va), si nos conducen al pabellón, tengamos en la cabeza esas frases, repitamos esos textos, nos dejemos ir poco a poco a la locura con esas palabras en los labios.


sábado, 20 de abril de 2024

Fechas


 

In that sense, both memory and imagination are a negation of time.

VLADIMIR NABOKOV

 

1.

Sin duda algo opacados por la magnitud de su obra novelística, los abundantes relatos de Vladimir Nabokov son, frecuentemente, pequeñas obras maestras, tanto los escritos en ruso como los últimos, escritos ya en inglés. Se reúnen en un grueso volumen titulado Collected Stories publicado por la Penguin. He comprado tres veces ese volumen. La primera vez, hace bastantes años. Entonces el color que identificaba los Modern Classics era gris. Recorrí el libro y lo paseé, lo anoté, fue deteriorándose. El tono de sus páginas era más bien obscuro, no era ya un libro cómodo de leer. Cuando entré definitivamente en mi furia nabokoviana, de la que aún no he salido, y me enteré de que había una nueva edición que incluía tres piezas inéditas hasta entonces, la compré, relegando al vetusto libro gris a ese doloroso exilio de la segunda fila de la estantería. El nuevo tenía una elegante portada blanca, con la reproducción del fragmento de una pintura en ella y el tono de sus páginas era mucho más claro. Me gustaba mucho. Me llevé el libro a mi segundo viaje a Turín, de 2022. Lo acarreaba por la ciudad, lo leía en las terrazas. Una noche, volviendo ya al hotel tras una larga jornada, lo coloqué en una bolsa de plástico junto a una botella de agua que me acababa de comprar en un supermercado. La botella se abrió y el libro quedó empapado. Me recuerdo en el pequeño andén del metro turinés asumiendo el desastre, la nula posibilidad de recuperar el destrozo y tomando la terrible decisión de abandonarlo en una papelera de la estación de Porta Nuova. Nunca he podido aceptar la muerte de un libro, y ése se me murió en las manos, y por mi imprudencia. Allí mismo, mientras viajaba en el vagón, encargué un nuevo ejemplar que me llegó en unos días a casa. Es el que ahora manejo, el que ahora paseo, anoto, recorro. La death by water de su compañero de camada añade otra capa más a la historia de mi relación con esos relatos, demasiado prolija para narrarla aquí. Les contaré apenas un par de cosas, de un par de cuentos. Cuentos que tienen que ver con el tiempo, con el futuro, con la muerte. Con las fechas.

 

2.

En agosto de 1944 los Nabokov llevan ya cuatro años en Estados Unidos, a donde arribaron en 1940 huyendo de Francia, a la que habían llegado poco antes huyendo de Berlín, a donde se habían trasladado unos años antes huyendo de Rusia. Sí, ésta es de nuevo una historia de desplazados. Nabokov aún no es el autor de Lolita y aunque su obra en ruso es muy relevante, lo cierto es que su trabajo como escritor no le es suficiente como para mantener a la familia, la fascinante Véra y el pequeño Dmitri, que había nacido en 1934 y al que VN retrata con gran ternura en el último capítulo de su Speak, memory, a punto de tomar el barco en el que cruzarían el Atlántico. Además de ejercer como profesor, las publicaciones de relatos en revistas de prestigio como The New Yorker suponen una inyección económica importante. Es precisamente The New Yorker quien rechaza en primera instancia el cuento Time and Ebb, en cuyo título hay uno de esos juegos de palabras intraducibles, con el baile de una letra en Tide, que nos llevaría así a Time, un tiempo sometido a mareas, a flujos y a ebbs, reflujos. No he leído la traducción al castellano pero me consta que hay al menos una cuyo título ha pasado a ser De horas y mareas, tan poco nabokoviano. De tiempo y reflujo, pues, habla este relato, escrito en unos días en los que aún la Segunda Guerra Mundial seguía sembrando de destrucción el mundo, en los que Hitler aún estaba en el poder y las bombas atómicas eran todavía un lejano desideratum de las potencias beligerantes. Un tiempo extraño que nos cuesta imaginar, pero que en realidad nunca se marcha.

 

3.

Time and Ebb es un relato breve, sencillo. La premisa es que es un escrito del futuro en el que el presente de su escritura, que es ya tan pasado para nosotros (1944) lo es aún más para un habitante del final del primer cuarto del siglo XXI, tan remoto cuando el cuento fue escrito. Es, así, en cierto modo, sólo en cierto modo, una de las incursiones no tan infrecuentes de Nabokov en una science fiction, siempre muy sui generis, como lo será el otro relato del que hablaremos, Lance, en el que hay todo un preámbulo crítico con el propio género y en el que Nabokov, mirando, como tantas veces a cámara, nos dice lo que va a escribir, en cierto modo por qué va a hacerlo y cómo eso no es, no puede ser de ningún modo ciencia ficción, al menos comme il faut. En cuanto a Time and Ebb, la extrañeza se consigue no tanto a partir del relato de los detalles de las things to come, sino más bien a través de la mirada vuelta hacia atrás de alguien muy anciano, que cuenta cómo eran las cosas de su infancia, en ese tiempo que es ya como otro planeta, un planeta en el que habitaba la familia Nabokov entonces, un planeta que orbita ya, también para nosotros, inalcanzable, en su pretérito anterior.

 

4.

Time and Ebb es el testimonio de un científico nonagenario que, en su convalecencia, evoca, pues para él son realmente más presentes que su presente, los días de su infancia, cuando tuvo que huir de las torturas indescriptibles que una nación degenerada infligía a la raza a la que pertenezco. Esa nación ha desaparecido aparentemente en el futuro presente del narrador, pues nos habla de una frontera común entre Francia y Rusia que se lleva por delante todo resto de una Alemania que en el presente pasado del autor estaba en el otro lado del combate. Hay que recordar que Véra era judía y también lo era, pues, parcialmente al menos, Dmitri. El narrador dice haber nacido en París y nos habla tangencialmente de otros acontecimientos que habrían tenido lugar entre el 1944 de la redacción del cuento y el momento en que transcurre la acción. Así, tenemos una gran guerra en Sudamérica, un dictador sangriento que responde al nombre de Alamillo y al que se pone al mismo nivel de Hitler u otros sucesos chocantes, como el hecho de que la aviación haya sido prohibida, acaso justamente por su funesto papel militar, o que se haya descubierto la verdadera naturaleza de la electricidad en los setenta, para shock y pesar de los científicos. Todo esto apunta, claramente, al mundo paralelo de Ada y sus hidrófonos.

 

5.

Pero no es, ya he dicho, tan relevante, esa especie de juego prospectivo, como el relato de lo ya pasado, que resuena como si se estuviera hablando de otro mundo, por más que se trate de cosas triviales, como los coches cama de las largas líneas de ferrocarril europeas, o el ruido de tráfico en la metrópoli norteamericana desde donde el narrador supuestamente nos escribe. El niño que era en ese 1944 se mueve mucho por el territorio, como lo hicieron los Nabokov, de un college a otro, y, entre medias, en expediciones entomológicas en busca de las mariposas, de las que Nabokov era un experto de gran talla. Pero en todos lugares I was sure to find a place where bicycle tires where repaired and a place where ice cream was sold, and a place where cinematographic pictures were shown. Y ahí comprendemos cómo, en efecto, para Nabokov, los Estados Unidos fueron otro mundo, donde su nave, quizás no interplanetaria, pero sí lanzada a una larga travesía por el océano, aterrizó y le trajo una sensación de libertad que no había tenido desde su propia infancia. Y, sí, cómo un ice cream parlor, incluso en esos tiempos de guerra, era un lugar paradisiaco para él y para un niño de diez años.

 

6.

La imagen de Nabokov y su propio estilo parecen descartar la idea de la ternura, pero lo cierto es que, a menudo, y sobre todo en las obras que se pueden relacionar de algún modo con Dmitri, VN puede llegar a emocionarnos hasta las lágrimas. ¿Es Time and Ebb una de esas ocasiones en las que el autor habla de su hijo? Sin duda. Para ello hay que hacer algunos números, hay que reparar en algunas fechas. El narrador dice tener noventa años y estar en my seventh year, esto es, haber cumplido seis años, cuando abandonó Europa. Justamente la edad de Dmitri entonces, y, si añadimos los 84 años que faltarían para convertirlo en nonagenario desde ese 1940, estaríamos en... ¡2024! Sí, el narrador escribe desde un futuro remotísimo para el autor del relato, una fecha que no se hace explícita, pero es fácilmente calculable a partir de los datos ofrecidos y que no soy yo, claro, el primero en determinar, habiendo ofrecido ese cómputo ya el autor de la magna biografía de VN, Brian Boyd. Cuado Boyd escribe aún falta mucho para 2024. El año pasado, cuando compartí con Boyd un inolvidable congreso sobre Nabokov en Lausanne, ya no faltaba casi nada. Ahora ya estamos ahí. Es increíble cómo pasa el tiempo.

 

7.

Sí, el juego de Nabokov en Time and Ebb es escribir el testimonio futuro que su hijo Dmitri escribiría, al final de una vida fructífera de naturalista galardonado, que ha podido llegar a observar los hesperozoa de Venus, y que reflexiona sobre su pasado y el de su familia. Ésa es la mise-en-abyme. El jovencito de diez años que acompañaba a sus padres en sus expediciones en busca de mariposas, que era pura potencialidad en ese momento, que estaba inmerso, como toda la humanidad en una gigantesca incertidumbre, en un mundo en guerra, con un futuro impredecible por delante, llegaría a cumplir noventa años, realizado, satisfecho, convaleciente de una dolencia que bien podría haber acabado con él, pero no lo hizo y le dio así la oportunidad de embarcarse en el gran Océano del tiempo y participar de su flujo y su reflujo, de su ondulación en la que algunos momentos son tan anchos, como los de la infancia, y otros son apenas ya perceptibles, y bien pueden confundirse unos con otros. Es enternecedora esa apuesta por un futuro en el que ya haya pasado todo, aunque eso se haya llevado por delante la majestuosa figura de los grandes pájaros mecánicos que el longevo e innominado redactor recuerda con fascinación, a pesar de su desaparición y de su casi inexistente iconografía, admirable monsters, great flying machines, que han emigrado como una bandada de cisnes a un lugar desconocido, dejando apenas de sí un rastro como un asterisco que remite a una nota al pie inencontrable.

 

8.

Time and Ebb fue aceptado por The Athlantic Review y publicado en el número de enero de 1945. Algunos años después, en octubre de 1951, con Lolita ya cerca de asomar, Nabokov publica, ahora sí, en The New Yorker, tras no pocas reticencias de su equipo editor, Lance, que acabaría siendo su último relato y su más abierta, aunque con todos los matices que se han mencionado ya, incursión en la ciencia ficción. Aquí estamos en un futuro aún más remoto, que no se identifica: bien puede ser, se nos dice, 2145 A.D. o 200 A.A., sea lo que sea ese A.A. que substituye al anno domini, no sin antes dejar claro que su punto de partida era justamente 1945, el año en el que nos hicimos atómicos. Dimitri ya es en 1951 un joven de diecisiete años que trae por la calle de la amargura a sus padres con su ausencia de miedo, que le lleva a escalar paredes verticales y que poco tiempo después le convertiría en piloto de coches de carrera o lanchas fuera-borda, además de a una trayectoria no especialmente lucida como cantante de ópera y, sobre todo, a un inmenso trabajo de edición y de traducción de la obra de su padre. Se habla en Lance de un lejano descendiente, se presenta a los protagonistas como la familia Boke, que bien puede considerarse como una evolución de Nabokov y se nos cuenta como el joven Lancelot, que ha recibido su nombre del paladín caballeresco al cual, junto con el resto de los personajes del ciclo artúrico (¿sera A.A. annus arthurii, como alguien ha sugerido?), su padre, Mr. Boke, ha consagrado su vida como medievalista, ha aplicado una especie de deducción lógica y ha cambiado las paredes que escalaba en su juventud, en la juventud de Dmitri, por el viaje espacial, hacia un planeta innominado, en la primera expedición tripulada a él, un viaje que no acaba bien, entre otras cosas porque vuelve a empezar de alguna manera. Pero no es de Lance en realidad de lo que quería hablar, es simplemente el principal ejemplo de escritura de Nabokov sobre el miedo de que le pase algo a su hijo, un miedo retratado en el continuo escrutar de los señores Boke, cada noche, a un universo negro en el que the planet apenas se insinúa como un punto en el campo de un potente telescopio.

 

9.

Desde aquí, desde el hoy, señalado con digitos, como si fueran coordenadas de una espacialidad que, espuriamente (Van Veen se extiende sobre ello en la famosa cuarta parte de Ada or Ardor, donde se discute The texture of time), hacemos pasar por tiempo, por transcurso, desde estos números que identifican nuestro estar, nuestro estar siendo, 2024, podemos imaginarnos situados en un balcón que se abre a dos vertientes. Una, definitivamente inalcanzable, la del pasado, en la que nuestros recuerdos creen poder realizar catas, e incluso donde nuestra soberbia nos lleva a ejercer de falsarios cartógrafos que arman mapas de acontecimientos y postulan linealidades y bifurcaciones. La otra, vaga, vana, inexistente, la de un futuro que no es más que, como dice el narrador de Time and Ebb, la obsolescencia dada la vuelta, la proyección de nuestro miedo y nuestras preocupaciones. En ese estrecho quicio, sometidos a los vientos que sacudían al angelus novus, apenas podemos hacer una cosa: escribir. Escribirnos. Escribir al hijo. Hacernos trampas en el solitario, jugar a cambiar algunos nombres, algunos números, algunas fechas. Permitirnos inventar la fauna de Venus.

 

10.

En agosto de 1944, cuando Nabokov escribía Time and Ebb, Bioy Casares y Silvina Ocampo presentaron a Estela Canto a Borges. El noviazgo de ambos, dentro de los extraños parámetros que definen las abundantes y en general frustradas aventura amorosas del argentino, está detrás, según se ha contado ya tanto, de El Aleph, ese otro juego con la espacialidad y la temporalidad, ejecutado desde la imposibilidad de un amor duradero más allá de la muerte. En 1940, cuando los Nabokov huían hacia América, Borges escribe Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, que habla de un mundo nuevo, o de un mundo otro, constituido sólo por palabras. En Tlön, el autor se embarca en un juego peligroso: añade una postdata que se nos dice escrita en 1947, es decir, en el futuro. Un futuro cercano, casi de aquí al lado, pero lo cierto es que en 1940 la Guerra estaba empezando y no se sabía cuál sería su recorrido. 1947 era un año tan remoto como si estuviera del otro lado del fin del mundo. Por supuesto, 1947 llegó, porque todo llega, y cuando hemos ido leyendo Ficciones década tras década y nos hemos encontrado con la postdata de 1947, ese año ya era nuestro pasado, un año en el que lo que fuera a pasar ya había pasado, un año que se podía recordar, como se podía recordar que en el 1940 se había escrito eso porque eso era después. Borges no cambió la fecha en las sucesivas reediciones del cuento y, así, el momento en el que se postulaba, no sin alborozo, que el mundo sería Tlön, pasó a estar arrumbado en el lugar del time past, o, como mucho, en esos extraños armarios de los futuros alternativos, de los ex-futuros, de las cosas que podrían haber pasado, que hubiéramos acaso querido que hubieran pasado pero que no, que de ningún modo pasaron y por lo tanto ya no pasarán nunca.

 

11.

Time and Ebb es un cuento que habla de mellonta tauta, esa expresión griega que Edgar Allan Poe utiliza en su alucinatorio ensayo Eureka, que el desea sea recordado como A prose poem, y es también el título de un relato del virginiano, en el que un par de voces evocan justamente el pasado remoto para ellos que es nuestro presente. Esa vista de pájaro que no es desde la altura o desde el horizonte, sino de ese espacio de tiempo (ah, Nabokov se estará revolviendo en su tumba) que es el futuro, nos muestra lo que conocemos, lo que vivimos, desde una extrañeza que no percibimos cuando conjugamos de manera aparentemente inocua nuestros tiempos verbales. Mellonta tauta, cosas del futuro próximo. Cosas de los próximos meses, de los próximos años, planes, proyectos, aspiraciones, temores. Ah, quién no se aventurará en esa terra incognita sin temor y temblor.

 

12.

Es peligroso jugar con las fechas. Es peligroso escribirlas. Cuando uno escribe una fecha está poniéndole una etiqueta al devenir, está rejoneando con saña a la criatura escurridiza sobre la que viaja. En Pale fire, John Shade inicia su poema un 2 de julio. Es el 2 de julio de 1977 cuando muere Nabokov. El paréntesis entre dos nadas, entre dos inmensidades que es para el narrador de Speak, memory, la existencia, tiene en su lado derecho esa fecha, en la lápida del cementerio de Clarens, junto a Montreux, donde reposan Nabokov y Véra, una tumba que he visitado en dos ocasiones. ¿Cuál es nuestro otro paréntesis, qué otra cifra nos espera? Mientras la simple inercia del estar siendo acaba por desvelarlo, cuelga el guion sin nada en que apoyarse: Agustín González-Cano (1964-   ). Escritor y físico español, n. en Madrid. No serán mis manos las que rellenen el hueco.

 

13.

Es posible que alguien afirme que april is the cruellest month, pero lo cierto es que la luz, el calor, los largos días, Sant Jordi lleno de libros y rosas, los paseos, hacen que me sienta bien, que, a ratos al menos, las cifras incansables del cuentavueltas del velódromo de la edad (Juan Larrea dixit) me parezcan menos nocivas, me concedan pequeños respiros. El 23 de abril nació Nabokov. O no, puesto que nació en otro calendario. La misma confusión que hace coincidentes en cifra, pero no en día, las muertes de Cervantes o Shakespeare que se conmemoran entonces. Uno no puede, no debe fiarse de las fechas, y sin embargo, qué otra cosa podremos hacer que ir encargando la pintura o el cincel para el registro aritmético de un devenir que se adentra en el pantano del quién sabe. Hoy es 20 de abril, el cumpleaños del Führer, vivo en 1940, vivo en 1944, vivo siempre, pues siempre vuelven el odio y la destrucción. Joan Manuel Serrat escribió una vez una canción, A quien corresponda, que es una instancia fechada hoy, lunes 20 de abril de 1981. Han pasado 43 años. El jueves será 25 de abril y hará cincuenta años (¡cincuenta!) de la Revolución de los Claveles. El tiempo me desgasta, incesante. Fechas.

 

14.

Sí, son juegos peligrosos. Nabokov plantea siempre, de muchos modos diferentes, la negación del tiempo. En un momento dado, en 1964 (en ese número de mi paréntesis izquierdo) se puso a registrar con detalle sus Insomniac dreams, para ver si podía encontrar en ellos, siguiendo las indicaciones de J.W. Dunne, premoniciones. El experimento no fue, por supuesto, concluyente. No se trataba, probablemente, de acceder a un estado visionario o comenzar a ejercer como profeta, sino de mostrar, de mostrarse, que ese escándalo que es la muerte, que se lleva por delante justamente la memoria, lo acumulado en la vida, lo compartido, cosas que sólo tú y yo sabemos, no puede ser verdad, que todo ha de ser finalmente un gran juego, en el que hay un autor que hace lo mismo que hacemos nosotros, los autores: inventarnos, escribirnos, hacernos padecer para salvarnos en el último minuto, deus ex machina, como Nabokov al Krug de Bend sinister o al Cincinnatus de Invitation to a beheading. Es posible que sea así, es seguro que es un buen modo de afrontar la literatura. Pero inevitablemente, ineluctablemente, es un juego peligroso. En Time and Ebb, nuestro nonagenario narrador nos confiesa que para él, desde el pináculo de su ancianidad, contemplando el mar de su larga vida, es más fácil discernir los detalles de cada mes de 1944 ó 1945 (esos años no están elegidos al azar, ya lo sabemos) que los de otros años más cercanos a su momento presente. Así, seasons are utterly blurred when I pick out 1997 or 2012, años increíblemente lejanos para el Nabokov que los escribe, pertenecientes a esa región del futuro que linda con la fábula. ¿Por qué elegir 1997, por qué elegir 2012, años que para nosotros ya empiezan a ser triviales, a quedar atrás, cada vez más atrás? Quizá 2012 simplemente fue seleccionado por su equidistancia entre el año no dicho de la acción, 2024, o sea ahora, o sea hoy, y el comienzo del siglo. Quizá. Hubiera dado lo mismo 2011 ó 2013. Pero lo cierto es que fue 2012 el elegido. 2012, el año de la muerte de Dmitri.

 

15.

Nabokov, pues, sueña en su complicado presente de 1944 un sueño de su hijo en 2024 y su hijo ha muerto en 2012, es decir, morirá, pues aún no ha muerto cuando Nabokov escribe, pero ya ha muerto para nosotros, aunque aún no había muerto la primera vez que me compré Collected Stories of Vladimir Nabokov, con su cubierta gris. Fechas. Todos tenemos unas cuantas. 2012 iba a ser la del fin del mundo, uno de tantos, lo decía no sé qué profecía maya. 2012 fue un cierto fin del mundo para mí, y por lo tanto un cierto comienzo. Un comienzo que es justamente el que me lleva a aquí, el que me lleva a esto. En 1977, ya lo he dicho, pasé en el tren por el lugar donde Nabokov estaba recién enterrado, en mi primer viaje al extranjero. En 2011 me compré la edición en castellano de Habla, memoria. Leí con delectación los primeros capítulos. Entonces pasaron cosas difíciles. Cerré ese libro y no lo reabrí en años. El año en que se desarrolla Time and Ebb, 2024, será ya, a partir del año que viene, inconcebible, absurdamente pasado. O tempo não para, cantaba, ya casi póstumo, Cazuza. Su avidez es inapagable. Fechas. Toda una cronología, abundante en efemérides. Números en un display. Tiempos medidos en centímetros, en yardas, en años-luz. Todo es falso. I confess I do not believe in time, dice Nabokov, justamente al comienzo de Speak, memory. Confieso que no creo en el tiempo. Mientras, nos escribimos. Te escribo. Me lees. O no, no ahora, quizá nunca, quizá ya. En qué abril, en qué lado del Océano, en qué planeta, bajo qué nombre, desde qué futuro imposible, en medio de qué guerra, en qué exilio, en qué aniversario anticipado, desde qué pasado que ya no es de nadie. Bon Sant Jordi.


sábado, 13 de abril de 2024

Theatrum memoriae


[Recupero hoy otro texto antiguo, un relato de hace una docena de años. Estoy en estos días, en estos meses, en estos años, a vueltas con el tema de la memoria y la identidad. Como no puede ser de otro modo. Éste es un relato que me gusta mucho, que bebe de las largas lecturas que hice por aquellos días sobre el Ars Memoriae, esa alambicada invención de la Retórica clásica en la que la disposición espacial, imaginada, de objetos y estancias, facilitaba el recuerdo o la ilación del discurso. Pensarnos como pensados por los otros produce un vértigo especial; sabernos recordados, habitantes de palacios ajenos, un escalofrío; entender que muchos de nuestros recuerdos vivirán más que nosotros, una cierta forma de consuelo.]


Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria.

F.W. NIETZSCHE

 

1.

En principio, la Mnemotecnia es una ciencia exacta.

Sin embargo, deambulo completamente extraviado por este mi Palacio de la Memoria desde hace horas y me parece apenas reconocer vagamente sólo algunos objetos en algunos estantes.

Todos ellos, por cierto, provenientes de un tiempo muy lejano. Se diría que me encuentro en una sala hace mucho abandonada por mí, quizás una sala clausurada hace años.

Lo cual me confunde aún más, porque, de algún modo, el tono suave de la luz, la cuidadosa disposición de los topoi, parecen sugerir más bien que me paseo por una de las alas principales.

Hace bastante frío, eso sí. Ésa es mala señal.

 

2.

Si me hallo en una sala condenada, no me explico cómo he accedido imprudentemente a ella, ignorando los sellos que claramente la restringen (una cabeza de Gorgona en la puerta, por lo general).

Es verdad, no obstante, que, aunque uno sabe que apagar la luz o cerrar la puerta de una parte del Palacio significa renunciar a esos recuerdos, no es menos cierto que cada estancia tiene muchas lámparas y muchas entradas, por no hablar de la inevitable porosidad de la fábrica del Palacio, y las insospechadas vías que se abren y se cierran continuamente entre espacios que uno pensaría (o desearía) inconexos.

 

3.

La Mnemotecnia consiste en la construcción, y el eventual llenado, de estanterías.

En ese sentido, es esencialmente un arte manual, y está por ello emparentada con la Carpintería o la Mampostería, aunque no falta quien la enmarque dentro de la Topografía o la Geografía.

Por simple comodidad, solemos denominar Palacio al conjunto de las estanterías, dispuestas en una sucesión de habitaciones, jardines, callejones, sótanos y terrazas. El Palacio lo vamos construyendo a lo largo de la vida aplicando con rigor las normas de la Ars Memoriae clásica, bien definidas en el Ad Herennium y en las obras de Tulio y Quintiliano, a partir de su principio básico, brillantemente expresado en la fórmula Constat igitur artificiosa memoria ex locus et imaginibus.

 

4.

Si uno se desplaza a derecha o izquierda en el Palacio, si uno transcurre entre salones con arañas de cristal o cuartos de los trastos, uno se mueve por el espacio. Si asciende o desciende, también lo hace por el tiempo. Pues obedece el Palacio a una elemental topología vertical, ya que cada estrato se edifica sobre los restos del anterior y recuperar el pasado es, como en el trabajo del arqueólogo, esencialmente excavar.

Pero si descendemos lo suficiente en los sótanos del Palacio, la memoria acaba confundiéndose con el olvido, dando lugar a esa materia untuosa y de sabor dulzón que, a falta de mejor nombre, denominamos magma.

Sin embargo, las cosas no resultan a la larga tan sencillas, dado que se producen continuos derrumbes y afloramientos, erupciones inesperadas y violentas de ese magma esencial (producto de la fermentación de los recuerdos definitivos) sobre el que el Palacio se construyó, y hay también misteriosos pozos y bocas de la verdad por donde contemplamos y escuchamos a los que fuimos relatando interminablemente sus historias terribles y vulgares.

 

5.

Todo esto es, sin duda, conocido, y su repetición bien puede juzgarse innecesaria (mi justificación para ella es que me resulta reconfortante recitar la doctrina en esta inquietud que ahora me invade), pues todos construimos nuestro Palacio de la Memoria, aunque prefiramos denominarlo por otros nombres (Casa o Panteón, acaso), o lo concibamos como archipiélago o palomar, y todos lo recorremos largas horas, efectuamos pequeñas tareas de mantenimiento, comprobamos el buen orden de los objetos en él almacenados y nos detenemos, perezosos, en la larga contemplación de una que otra baratija.

Nuestro Teatro de la Memoria es cotidiano y carece de ambiciones, no aspira, como el de Giulio Camillo, a abarcar totalidades en vastos espacios en los que todos los saberes humanos se disponen en ricos jarrones en intrincada profusión de hornacinas. Hablamos aquí, por el contrario, de una memoria íntima, y nuestro Palacio contiene principalmente bibelots, dedales, peonzas, poemas y cromos.

Hay también en él una buena cantidad de armarios repletos de legajos, y altas estanterías con cajitas pulcramente cerradas con lazos. No faltan cartas de amor y hasta ceniza, por no hablar de aquellos álbumes con mariposas prendidas con alfileres.

Cosas nuestras, nos decimos, y caminamos otro rato más, buscando (y encontrando, pues ahí sigue, impertérrito) el balón aquél que nos regalaron cuando cumplimos siete años.

 

6.

En principio, por tanto, y en buena aplicación de sus normas y procedimientos, la Mnemotecnia es una ciencia exacta y toda inconsistencia es, por ello, atribuible tan sólo a nosotros, al mal uso de esa techné, o, acaso, al descuido al acumular y disponer los objetos.

O, los dioses no lo quieran, a la aparición del moho.

Así, mientras ahora, bañado por esta luz tan característica (rosada, auroral) recorro con parsimonia este territorio de mi interioridad, y me topo con sus ocupantes, deteniéndome aquí o allá para comprobar el contenido de los estantes, sorprendido de encontrar en ellos cosas que no se parecen a nada, estirpes enteras de usurpadores, y, conviviendo en aparente armonía, imagines indudablemente mías, como restos de un naufragio o juguetes de un tiempo niño perdido hace milenios, en un orden que se me impone como el orden de un relato que no recuerdo haberme narrado nunca; mientras, en definitiva, efectúo el silencioso inventario ritual de estas mis pertenencias, siento un mortal escalofrío, pues, de alguna manera, todo se ha vuelto extraño.

 

7.

El frío es, en efecto, el signo de la extrañeza en el Palacio.

En ocasiones uno puede penetrar en pasillos irreconocibles, pero en seguida el corredor desemboca en el gran salón abovedado de los veinte años.

O nos despistamos y nos quedamos parados más de la cuenta en un rincón y se produce, casi sobre nuestras cabezas, un pequeño derrumbe, y entre los escombros brillan cuentas de vidrio que creemos ajenas.

No son ajenas: nos desorientó simplemente la confusión de los niveles. Son, ahora nos damos cuenta, las canicas de los diez años.

Otras veces, en fin, uno se queda traspuesto y al despertarse de repente, acaso por el estrépito de ese pandemónium que siempre nos acompaña en el Palacio (un incesante ruido compuesto de canciones a medio escuchar, una cacofonía de himnos confundidos), piensa que sigue en el lugar con el que estaba soñando (el porche de los días jueves, por ejemplo).

En todo momento, no obstante, esas confusiones son leves, efímeras, y no perturban la sensación de acogida que el Palacio siempre nos brinda.

Sólo cuando hace frío uno debe empezar a preocuparse. Y yo ahora tiemblo como un pájaro.

 

8.

El Palacio es, sin duda, vasto, y, a medida que nuestra vida se hace más larga, dejamos de frecuentar algunas zonas y cada vez nos identificamos menos con su ornamentación (demasiado básica o abusivamente barroca), por más que nos sepamos con ternura arquitectos de esos balbuceos. Tal vez esas partes más antiguas del Palacio revelen la impericia del artista novel que éramos, pero en su persistente solidez bien podemos recostarnos el tiempo que haga falta, pues testimonian que ya para entonces respondía un Yo por nosotros y que la perfección técnica (si es que tiene sentido invocar tal cosa) era más que nada una cuestión de práctica.

No hace frío en las habitaciones de nuestra juventud. Antes bien, el calor de nuestra pasión las caldea hasta hacernos sudar en ellas.

Pero antes de esas primeras edificaciones existió un tiempo confuso en el que a la acción no le acompañaba necesariamente un recuerdo, en que hasta la propia argamasa de la memoria estaba por formarse. Ésa es la etapa del magma, del substrato previo que precede a toda coherencia en el diseño o el llenado de estanterías, a toda noción, incluso, de estanterías, pero que forma parte de pleno derecho (de hecho, forma parte con mayor derecho que cualquier otra construcción) de este espacio de la memoria y contiene en sí algunos de los objetos decisivos.

El tacto del magma es untuoso, sí. Y frío.

Y, sin embargo, no nos repele ese moco que aparece por todas las grietas de todos los pabellones (como aparecen por ellas las pequeñas cucarachas de los recuerdos diminutos pero persistentes). Así como la rugosa materia de los ladrillos y la basta carpintería de los armarios cumplen su misión en nuestro Teatro, este interior húmedo y orgánico, esta materia uterina, nos parece igualmente adecuada para nuestros fines.

Ahora bien, si la memoria falla, si uno pierde la memoria en la vejez, en la enfermedad, en la indecible desgracia, al magma inferior se le une otro superior que empieza apareciendo en balcones y cornisas, que acaba por dominar todo el paisaje con su aspecto musgoso. Es una invasión, hace que se pudran las estanterías, se desbarate todo orden, caigan las fragilísimas cristalerías y se hagan añicos, hace que se destruya el Palacio, que se consuma el Teatro, que todo se convierta en el Desierto de la Memoria, lleno de recuerdos pulverizados.

Eso es el moho.

 

9.

El moho progresa de fuera adentro. Las habitaciones interiores suelen quedar preservadas. A lo sumo, algunos tornasoles en los cubículos superiores anuncian un deterioro que carece de importancia, en realidad, pues el daño mayor ya se ha hecho y fuera de esas puertas cunde la desolación de la desmemoria.

Pero no, no parece que haya moho en este salón de la extrañeza (aunque quién sabe si nos negamos a verlo, si el moho ha entrado ya en nuestros ojos y nos impide reconocerlo). No hay aparentemente desorden en sus anaqueles. Todo parece adecuadamente dispuesto.

Simplemente, no reconozco las imagines. No sé qué significan.

Salvo, a lo sumo, aquellas gafas de la esquina izquierda. O ese castillo en la arena, que hicimos juntos hace tantos años. O la letra de algunas cartas. Algunas cartas que escribí yo. Otras que me escribieron. Y unos discos. Y allí, debajo de esa pila de ropa, un folio con un poema. Un poema muy malo.

Eso es todo, creo.

 

10.

Tampoco reconozco a los que se pasean conmigo por esta zona del Palacio. Hace un rato me pareció distinguir a lo lejos a Carlos, pero no estoy muy seguro. En todo caso, era irrazonablemente joven.

Hay bastante gente por aquí, en realidad. Algunos permanecen quietos, junto a un estante, en el que hay un objeto al que alzan sus manos, sin tocarlo, como ostentándolo. Otros están demediados, o son muy tenues. Ninguno habla.

Hay un perro que pasa una y otra vez. Parece el perro de Beatrice, el perro que tenía Beatrice entonces.

Todos, en cualquier caso, tienen un aspecto fantasmal, en esta luz de eclipse solar. Hasta yo parezco tenerlo.

Uno, ante todo, recuerda máscaras. Y cuando llega el Olvido, incluso los rostros más conocidos se convierten en monstruos.

Pero la Ars Memoriae es ante todo, desde su fundación por Simónides, el arte del reconocimiento de cadáveres. Deberíamos reconocer a toda esta gente.

O, al menos, ellos deberían reconocernos a nosotros.

 

11.

En el Palacio de la Memoria hay estancias techadas y también amplios jardines, sótanos con claraboyas y grandes extensiones vacías, como esos terrenos de los cementerios a la espera de nuevas sepulturas.

Hay cielo en el Palacio de la Memoria, pero no hay estrellas en él. Las constelaciones que contemplamos en nuestra vida también se guardan en cajas en los estantes.

Y en cuanto a las estatuas del Palacio, todas son ciegas. Si pintamos los ojos a una estatua, puede vernos. Nos cuidamos muy bien de hacerlo, pues son muy pudorosos los recuerdos, y siempre temen desvanecerse si se distrae la atención de quien les sueña.

Pero todas las estatuas de este salón tienen grandes ojos azules, y largas pestañas. Y si miro hacia arriba, me sonríe un cielo estrellado.

Todo esto me aterra.

 

12.

Cabría pensar que, por alguna razón me enfrento simplemente con recuerdos falsos. Pero no: los recuerdos falsos se distinguen fácilmente porque sus colores son más brillantes y más planos, porque están menos matizados, menos perfilados. Estos recuerdos son auténticos.

Cabría recordar que el orden en el Palacio viene definido esencialmente a partir de la emoción, y que el criterio de ordenación tiene sobre todo que ver con los estremecimientos. Eso es cierto, pero hay aquí una correcta gradación de emociones.

Cabría interrogarse sobre la familiaridad del recinto, pero es peligroso adentrarse por esos senderos. Es peligroso pensar en el Palacio estando en el Palacio. Es peligroso despertar las resonancias, asomarse al vértigo de los vórtices.

No debo recordar mis otros paseos por el Palacio. Si tal hiciera, duplicaría el Palacio, construiría uno mayor que contendría a éste, el Palacio de Palacios, donde estaría registrada la evolución de éste, la sutil sucesión de transformaciones, sus crecimientos y sus desgastes.

Pero iniciar ese proceso significa condenarnos al abismo. Se haría preciso un Palacio aún mayor para contener ése, y aún otro, y otro más, en una sucesión sin término, que terminaría en el Gran Palacio, en el Palacio Global, que algunos creen haber visto en sus arrebatos místicos.

Pero es un juego vano: no podemos pensar en el Palacio, no podemos acordarnos de su construcción (y por eso tendemos a considerarlo anterior a nosotros), no podemos entrar o salir del Palacio, sólo podemos estar en él, sólo podemos aceptarlo en su disposición, infinitamente preñada de sentido.

Sólo me es dado, pues, seguir recorriéndolo, seguir contemplando las imagines, escuchando las conversaciones de los que conmigo deambulan, aceptando esta extrañeza, aceptando esta gelidez, aceptando este nosaber.

 

13.

Hay quienes afirman que el contenido sensorial del Palacio es indeseablemente pobre, que ceder a la vista todo el protagonismo nos obliga a la renuncia inaceptable de otros códigos, de otros recuerdos. El caos de ruidos no permite afinar el oído para quizás hacer sonar la Memoria como un violín. Hay ciertos olores, un sutil regusto en la boca, cuando pasamos por ciertas habitaciones, pero apenas podemos adscribir a esas sensaciones imperfectas ningún contenido. En cuanto al tacto, nos está vedado el acceso a los objetos, todos ellos de una fragilidad extrema. No debemos sostener los objetos, no debemos moverlos con nuestras manos: eso sería alterar el tiempo y el tiempo es aún más frágil que las vasijas.

Por ello, el paseo por el Palacio se caracteriza adecuadamente con la figura de la theoria, de la contemplación. Por ello, sentir un beso, sentir una caricia en el Palacio es signo de mal agüero. Por ello, las sombras pasan ante nosotros y apenas nos miran.

Pero ahora, aquí, yo siento una lengua húmeda en mis dedos, siento una lengua rugosa lamiendo los dedos de mi mano izquierda. Es, de nuevo, el perro, el perro que parece seguirme por los corredores. El perro de Beatrice.

 

14.

¿Por qué me sigue el perro de Beatrice, el perro que entonces tenía Beatrice, el que paseábamos juntos, el perro que entonces me lamía los dedos?

¿Por qué invoco a esa presencia olvidada? ¿Por qué doy cobijo en este mi último santuario a un animal muerto hace tantos años?

No, la retórica de esos apóstrofes es falsaria. No me pregunto por el perro, la pregunta correcta es: ¿por qué (por qué ahora, aquí, de este modo) Beatrice?

Nunca he escrito sobre Beatrice (salvo entonces, claro). En el fondo, por otro lado, es una historia de una trivialidad asombrosa. Una vieja fábula adolescente, un apocalipsis doméstico y más bien de opereta.

Sí, Beatrice, la de los ojos claros, aquella de la boca no besada. Aquella de las noches en vela. La de los largos poemas destruidos, la de las fotos rotas.

¿Por qué Beatrice, víctima de una tan histriónica Damnatio Memoriae, ocupante de vastas alas del Palacio cerradas con siete sellos?

No sé, quizás hay algún motivo que se me escapa para que ahora, aquí (al fin, diríamos, al fin) me aventure entre los recuerdos de Beatrice, que ahora sí parece llenar de algún modo la estancia, conferir algún sentido al trayecto, perfumar con su suave olor el ambiente, que se caldea un poco, quizás un poco, quizás incluso lo suficiente.

 

15.

Se haya procedido de manera precipitada o no, a partir de criterios erróneos o acertados, la clausura de las salas es un proceso de grueso calado y es preciso respetar las propias decisiones. Detenerse aquí, como yo lo hago, impotente o renuente, languideciendo entre objetos que de repente son míos y de Beatrice, de los diecisiete años, de aquellos días de entonces, es un riesgo que no sé si he calculado apropiadamente.

En todo caso, no soy enteramente dueño de mis paseos por el Palacio. He de agotar este viaje para saber su destino y su significado.

Indago, pues, busco detalles.

Allí, por ejemplo, tras la columna, hay un vaso de cerveza a medio vaciar. Una poderosa imago agente, que desencadena un vertiginoso proceso de remembranza.

Aquella cafetería, aquella tarde.

El dolor. Es un vaso cargado de dolor. El dolor sí que llega hasta el borde.

Sí, por supuesto, ¿cómo no me había dado cuenta? Éstas son las salas de Beatrice, los recuerdos empiezan a aparecer lentamente, como la imagen de una Polaroid.

En el tercer estante de la izquierda, unas llaves. Las llaves de un coche.

No de mi coche. Del suyo. Maldita sea.

Y un teléfono, un teléfono de los de entonces, de esos teléfonos que permanecían pacientemente en una mesita a la espera de ser llamados. Esos teléfonos que ostentan números insuficientes y que contestan recurrentemente madres acaso ya muertas.

Hay muchas cosas en esta imago del teléfono. Muchas conversaciones. Todas ellas vuelven, todas ellas resuenan en mi cabeza, oponen sus ecos al rechinar constante del Palacio.

Especialmente aquella conversación, aquella.

Uno dispone cabezas de Gorgona en ciertas puertas del Palacio por algún motivo. Uno sabe que no debe someterse a según qué ordalías.

Mi inquietud aumenta. Acaso es esa inquietud la que me impide reconocer tantas cosas cuando estoy reconociendo tantas otras, acaso por ello sigo aún extraviado, sigo aún temblando, se va extinguiendo tan rápidamente ese calor que emanaba de tantos objetos olvidados.

Entonces, por supuesto, aparece él. No es que me sorprenda, es justo que lo haya arrumbado en este mismo desván de los recuerdos atroces. Es inevitable (y es sarcástico) que en su particular damnatio memoriae se haya acabado encontrando de nuevo con ella, en mi Palacio.

Se planta frente a mí. Es tan joven (tiene diecisiete años, todos tenemos diecisiete años). Me mira, al principio extrañado. Entonces sonríe, se saca del bolsillo una servilleta, una servilleta arrugada, de papel.

Una servilleta de cafetería, de esa cafetería.

“Eres estúpido”, me dice. “Toma, lee.”

Miro hacia la servilleta. Es la letra de Beatrice. Ha escrito un poema en la servilleta. Un poema de Beatrice. Un poema dedicado a mí. Un poema de infinita tristeza y privación, de absoluta melancolía. Un poema que no conozco, que nunca he leído, que nunca me dio, que nunca podría haberme dado, porque yo nunca le habría dejado que me lo diera.

Le miro a él, temblando de miedo. Sigue sonriéndome, creo que con desprecio. También con dolor.

Vuelvo a leer el poema, las últimas líneas, son bellísimas. Son las más bellas que he leído.

Él se marcha, me ha vuelto la espalda desdeñoso y se pierde entre el resto de las sombras.

¿Cómo puedo recordar lo que nunca he visto, algo cuya existencia desconocía? ¿Cómo puede haber entrado ese objeto ajeno en mi Palacio?

Echo a correr detrás de él. Le alcanzo en seguida (inconcebiblemente, me he vuelto ligero y rápido), le digo: “Pero, ¿cómo es posible?”.

“No lo sé, yo apenas soy un recuerdo. Ella, por lo demás, es una persona esencialmente imprecisa. Recordar es una operación complicada. Requiere de la memoria, pero también de la memoria de los otros, de nuestro olvido y del suyo, de la invención, de la falsedad, de la impunidad, del deseo, del tiempo… Para recordar no es imprescindible haber vivido. Es más, es irrelevante. Es más, puede ser contraproducente.”

Dice todo eso despacio, tan despacio, con esa voz, con su voz. Me acaricia la cabeza, suavemente: “No te preocupes, ya no tardará mucho.”

Se vuelve otra vez. Le grito: “¿Pueden tener recuerdos los recuerdos?”

“No”, me dice, “lo único que tienen los recuerdos es miedo.”

Se marcha, definitivamente.

 

16.

¿He encerrado injustamente a Beatrice en esta mazmorra de mi Palacio? ¿Me he contado una historia falsa de desamor y celos para ocultar quién sabe qué terror,  quién sabe qué cobardías, quién sabe qué bajezas? ¿Me amaba entonces Beatrice, existían en la baraja otras cartas que habrían escrito otro futuro? ¿Es ése el significado de este paseo por el Palacio, es preciso abrir de par en par estas puertas? ¿Es preciso derribar el Palacio, reconstruirlo?

Beatrice y yo no nos vimos más durante muchos años. Sólo hace poco, ya tan mayores, nos encontramos por casualidad e, inesperadamente, nos reconocimos. Charlamos cordialmente, nos tomamos un café. Nos despedimos con dos besos, nos dijimos que nos llamaríamos, no lo hicimos.

Todo resultó tranquilo, nadie habló demasiado de aquello, nadie volvió a contar su historia.

¿He causado todo este tiempo el dolor de Beatrice cuando me repetía constantemente a mí mismo el dolor que ella me había causado? ¿Ha pensado tanto en mí Beatrice todo este tiempo como yo en ella? ¿De qué modo me ha recordado?

No puedo aguantar más la angustia. Echo a correr, sin rumbo. Me adentro en incontables salas. Están atestadas de objetos, que apenas reconozco. Hay jarrones agrietados de los que gotea el agua de colores que contienen. Hay estatuas con muchos ojos, hay estatuas sin brazos, dolorosas estatuas yacentes. Hay arena y cenizas, muchos pasillos anegados en agua, proveniente de filtraciones indeterminadas. En el suelo, empapados, se pudren muchos libros. Hay zonas enteras en ruinas, grandes estanterías derrumbadas, urnas rotas.

Me topo con brigadas de obreros que derriban muros del Palacio con pesadas mazas. “No se inquiete, no estamos demoliendo nada, sólo hacemos reformas”, dicen con una sonrisa que quieren beatífica. Pero todo está lleno de escombros y muchas puertas han sido tapiadas.

Ante mí se abre una inmensa escalinata, probablemente la Escalera Principal (no lo sé, cada vez estoy más perdido). Subo por ella, a toda prisa, ligero como hace años que no me sentía, subo por el tiempo. Sé que no debo hacerlo, sé los riesgos que corro, pero necesito saber, necesito respuestas. Cruzo salas vacías. Me asomo a los balcones: sólo la Niebla. Más allá de la Niebla debería estar la Ciudad, pero no puedo verla, no puedo alcanzarla.

Llego a la azotea, al pináculo de la Memoria. Todo alrededor es blanquecino y lechoso. La Niebla.

Entonces, percibo claramente cómo todo se mueve, cómo el Palacio entero avanza entre la Niebla, por lo que parecería un mar negrísimo. El Palacio es en realidad un barco, un barco enorme, un transatlántico en busca de quién sabe qué Américas o Maelströms.

Bajo de nuevo, incapaz de quedarme quieto, incapaz de pensar, raudo, incansable. Intento volver a las habitaciones de Beatrice, pero no las encuentro. De repente, entro en el Salón de los Espejos. Todos los Palacios de la Memoria tienen un Salón de los Espejos. En él (es sabido) algunos espejos nos reflejan, otros no. Cada espejo tiene su propio tiempo, en cada uno habita uno de nuestros dobles.

Me miro en los espejos. Es absurdo. Todos me reflejan. Todos me reflejan igual. Soy yo, a los diecisiete años. Soy incontablemente yo, en mis imposibles diecisiete años, en los diecisiete años de entonces.

Pero no, no tengo diecisiete años, tengo muchos más.

Sí, ahora me explico cómo ha sido posible mi frenético subir y bajar escaleras, cómo no me he fatigado: soy mi propio recuerdo.

 

17.

Entonces, de nuevo, siento algo en los dedos. Ahora son otros dedos, un roce muy suave. Me vuelvo.

Una chica me mira. Es muy joven, una adolescente.

Se parece tanto a ella. Pero no, no es ella.

La interpelo, tan confuso: “¿Pero cómo es posible?”

“Es que te ha llamado la Soñadora.”

“¿La Soñadora?”

“Sí, la Soñadora sueña el Palacio. Mientras lo ve, el Palacio existe, pero no hace falta que tenga los ojos abiertos para verlo. Dormida, tiene el Palacio siempre en la cabeza.”

“¿Dónde está la Soñadora?”

“No sé, algunos dicen que en un sótano del Palacio, en una habitación sin ventanas, en una cama, inmóvil. Otros dicen que en el fondo del mar, del mar por el que avanza el barco de la memoria. Yo no la he visto soñar. Nadie la ha visto.”

Me quedo quieto, en silencio, abrumado. Ella se suelta, leve, se hace a un lado, parece no querer interrumpirme, ahora que todo se está resolviendo, ahora que voy comprendiendo.

“Espera”, la digo, “¿te llamas Beatrice?”

“No, es mi madre la que se llama Beatrice.”

 

18.

En principio, la Mnemotecnia es una ciencia exacta. La memoria artificial consta de lugares y de imágenes, consta de estanterías y vasijas, consta de pasillos y salones, consta de jardines y de sótanos.

Éste es el Palacio de la Memoria. Está atestado de recuerdos, está poblado por una multitud de sombras.

Éste es el Palacio de la Memoria: por él las sombras vagan, en él los recuerdos se ordenan.

Éste es el Palacio de la Memoria. Pero no el mío, el suyo. El de Beatrice. Es el Palacio de la Memoria de Beatrice.

Yo soy un recuerdo de Beatrice. Beatrice me sueña. Me sueña intensamente, me sueña sólido y activo. Me sueña doble, puesto que me sueña joven y viejo. Pero no me sueña de ninguna otra forma, porque durante largos años no nos vimos, durante largos años me alejé y le dejé sólo la nostalgia de mi ausencia, sólo el dolor de la pérdida.

Beatrice me sueña, y me sueña con frío, y me sueña a ratos más cálidamente, y sueña con él, y nos sueña juntos a los dos, y sueña con poemas que yo le escribí, largos poemas que yo destruí hace tiempo, y sueña con un poema que ella me escribió, un único poema, el poema más bello del mundo.

Sí, todo está bien, todo está en orden, todo tiene sentido. El Teatro me acoge.

Estoy exhausto. Estoy tranquilo.

Beatrice me sueña tranquilo.

 

19.

Ahora ya no tengo diecisiete años, tengo muchos más, tengo los que tengo. Contemplo en silencio los objetos de Beatrice. Hay muchos objetos que son también míos, que son de los dos. Es increíble el espacio tan enorme que ocupo en el Palacio de Beatrice. Es terrible que haya ignorado eso todo este tiempo. Es maravilloso que al final lo haya sabido, que bajo esta forma precaria e inconstante de recuerdo, al menos haya uno de entre mis dobles que es finalmente feliz, que está finalmente tranquilo.

Habrá otros dobles atormentados, otros dobles evanescentes. Ocuparán espacios diminutos o enormes en otros Palacios de tanta gente que me ha conocido. Serán su recuerdo, su olvido, serán lo que yo fui para ellos. Ellos me ostentan, como yo a ellos.

Desconozco si sólo existo ya de esa manera, como memoria, como memoria discontinua y fragmentaria, si existo de algún modo más fuerte en otro lugar, si existo aún en la Ciudad, de alguna otra forma más precisa.

Tal vez nadie me recuerda ya. Tal vez soy el último de mis recuerdos, el recuerdo que Beatrice tiene de mí.

Acaso por eso he sido convocado. Acaso, en efecto, ya no tarde mucho.

Lo que sea.

 

20.

Y justo en ese momento se produce una horrible convulsión en el Palacio, un temblor. Todos los objetos se tambalean, las estanterías se derrumban, hay un fragor indescriptible.

Por todas partes aflora el Magma, todo se hace polvo. Por todas partes se rompe el orden. Se han abierto las ventanas. Todo se llena de Niebla, de agua negra. Todo está a la deriva.

Y de todas partes surgen las sombras, en toda suerte de figuras, seres evanescentes, pesados recuerdos incapaces, monstruos de muchas cabezas, muchas niñas encantadoras, todas tan parecidas, una multitud de sombras, todas corriendo desesperadas, aullando, gritando como ménades: ¡La Soñadora ha muerto! ¡Ha muerto la Soñadora del Palacio! ¡Ahora todo se volverá blando y se escurrirá por el desagüe de la Nada!

Y yo, entonces, sé que me queda muy poco tiempo, y siento tanta, tanta pena por ti, que te has muerto, como seguramente me he muerto yo hace ya algunos años, y me pregunto, en medio de la barahúnda, mientras me desvanezco, mientras me hago polvo, polvo de recuerdos, si quedará alguien que nos recuerde aún a ambos.

Alguien en cuyo Palacio de la Memoria nos podamos encontrar y saludarnos con dos besos y tomarnos un café y conversar tranquilamente sobre lo de entonces o sobre cualquier otra cosa.