Cuando por fin las llamas lo
alcanzaron, rompió a reír tan fuerte como jamás se había reído en toda su vida.
ELIAS CANETTI, Auto de fe
1.
Auto de fe,
la única novela que escribió Canetti, salvo que el recién liberado legado
póstumo diga lo contrario, fue publicada en Viena en 1935. Su título original
es Die Blendung. Blendung es una palabra alemana que quizá podríamos traducir por enceguecimiento, en tanto está
relacionada con blind y sugiere
también un deslumbramiento, la ofuscación que produce un súbito resplandor. Ése
fue sólo el último de los títulos que Canetti fue considerando para la novela,
cuya redacción se produjo sobre todo en 1930 y Auto de fe es una sola de las posibles variantes que ese título ha
ido adquiriendo en las sucesivas traducciones a las diversas lenguas.
Es,
así, un libro que, desde su propia denominacion, ilustra muy bien el concepto
de metamorfosis que tan caro fue a su
autor. En un texto llamado “Auto de fe”,
el primer libro, publicado en 1973 y recogido en Arrebatos verbales (y también como apéndice de la propia edición
castellana de Auto de fe, en
Debolsillo), Canetti se extiende sobre los pormenores de la génesis de esa obra
y nos describe su evolución. Allí se nos citan algunas circunstancias vitales
que fueron decisivas, primero en la concepción del proyecto, y luego en su
desarrollo.
Así,
se nos dice que este libro en realidad era sólo uno de ocho que comenzó a
escribir simultáneamente y que iban a constituir una Comédie Humaine (sic, en
clara referencia a Balzac) de la locura.
Ninguno de los otros siete fueron finalmente escritos. En seguida veremos la
razón de ese interés de Canetti en la locura.
Al
comienzo, cuenta Canetti más de cuatro décadas después del momento de la
redacción, el protagonista se designaba apenas por una B., que correspondía a
la inicial de Büchermensch, es decir,
persona-libro: estar compuesto de libros
era su único atributo, por entonces: no tenía ningún otro.
Cuando
comenzó a componer el relato, B. pasó a ser la inicial del apellido del
protagonista, Brand, esto es, incendio. Hay un incendio también detrás
de todo esto y a él también acabaremos por referirnos. Para entonces, ese nomen ya se había convertido en omen, pues el final previsto para la
novela era justamente el fuego. Una biblioteca ardería, ay, inexorablemente, y
él, Brand, ardería igualmente con sus libros.
En
un momento dado, Brand pasó a ser Kant y el título de la novela (acaso el mejor
título concebible para una novela) se convirtió en Kant se prende fuego. Sólo al final, en 1935 (las peripecias son
muy variadas y la lectura del texto entero de Canetti es muy recomendable),
Hermann Broch se empeñó en que se cambiara el nombre del protagonista, y así
acabó por ser Kien, que, nos dice
Canetti, contiene también algo de la inflamabilidad
perdida al renunciar a Brand, ya que Kien,
o así se anota en el pie de página del traductor, Juan José del Solar,
significa leña resinosa, tea. Y la
novela se tituló entonces Die Blendung,
y así se sigue titulando en las ediciones en su lengua original, el alemán.
2.
Es
en 1946, con Canetti residiendo ya en el Reino Unido desde hace unos años,
cuando se publica la primera traducción al inglés, a cargo de Veronica
Wedgwood. Aparentemente con el beneplácito de Canetti el título no fue un
intento de traslación del concepto de Blendung
(el resplandor del fuego que nos enceguece, como esa espada al rojo que se
posaba sobre los ojos de Miguel Strogoff en las lecturas de mi infancia más
remota), sino que se transformó por completo, pues la obra fue publicada como Auto-da-Fé.
La
evocación parecía pertinente, pues hay fuego en las hogueras prendidas por el
Santo Oficio y es también labor predilecta de los inquisidores la destrucción
de libros. El término, que se presenta, no estrictamente en castellano, sino en
portugués, remite universalmente a esa triste componente del pasado ibérico, la
Inquisición. Auto de fe,
inevitablemente, fue el título en las ediciones en castellano. En las traducciones al italiano el título es Auto da fé.
Sin
embargo, curiosamente, según se nos informa en la cronología incluida en el Auto de fe de Debolsillo, que transcribe
el texto de la edición de las Obras Completas publicadas en su día por Galaxia Gutenberg,
la primera edición norteamericana no respetó el título británico, sino que pasó
a denominar el libro The Tower of Babel,
introduciendo una nueva vuelta de tuerca, que resuena con Brueghel y el
Kunsthistorisches Museum de Viena, y con otra historia de idiomas y de
confusión. La Tour de Babel fue
entonces el título de la primera edición en francés, aparecida poco después,
como esa librería italiana del Marais que me gusta tanto.
Sí, pues: una explanada frente a la definitivamente trunca Torre, en la que se disponen los elementos del ritual para ejecutar un auto de fe, el resplandor de cuyas hogueras nos enceguece. De este palo vamos: estamos hablando de barbarie.
3.
La
labilidad lingüística y la riqueza (y pérdida, inevitablemente) de matices que
conlleva la traducción no es algo, por otra parte, extraño a la propia
personalidad del autor.
Cuando
nace Canetti en 1905, el lugar de su nacimiento, Rustschuck, en el bajo
Danubio, pertenece aún al Imperio Otomano. Bulgaria, donde se encuentra hoy esa
ciudad, Ruse, se independizó oficialmente en 1908. Canetti, apellido que
esconde su origen español, Cañete, forma parte de una familia de judíos
sefardíes y el judeoespañol es la lengua con la que se relaciona en su infancia
con sus padres y hermanos, la lengua de sus canciones infantiles. El búlgaro
era el idioma de las sirvientes, muchachas campesinas, y Canetti también lo
podía usar para comunciarse con ellas, aunque lo olvidó pronto, pues nunca lo
aprendió en la escuela. De hecho, cuando apenas contaba seis años, su familia
se traslada a Manchester, y ahí aprende el inglés, que es la lengua en que
empieza a leer grandes clásicos de la literatura.
Mientras
tanto, el alemán era un idioma desconocido para él, el que usaban sus padres,
que se habían conocido en Viena, cuando querían hablar sin que se enteraran los
chicos. La muerte temprana del padre, un hecho que condicionó poderosamente la
vida de Canetti, llevó a la familia a trasladarse a Viena. Fue durante un
verano pasado justamente en Lausanne, esa ciudad tan recurrente en mis notas,
al borde del lago Léman, donde la madre, con disciplina leonina, enseñó a Elias
el alemán, que pasó a ser entonces la lengua en la que se expresaría como
escritor. El alemán, así, es, como mínimo, la cuarta lengua, de un niño que tenía entonces ocho o nueve años.
Aún
llegaría el francés, en el que leyó con delectación a autores como Stendhal, y
el dialecto suizo de Zürich, su ciudad de elección para los últimos años, tras
su largo exilio en Inglaterra, que empezó con la huida de Viena escapando del
nazismo. En Zürich había pasado un periodo de la adolescencia que recuerda como
el más feliz de su vida.
Esa
capacidad de metamorfosearse
lingüísticamente es decisiva para entender a Canetti, quien además hizo siempre
gala de su facilidad para captar lo que dio en llamar máscaras acústicas, es decir, las expresiones verbales, la
sonoridad, de los diversos personajes y tipos. En esa convulsa y esplendorosa
Mitteleuropa de entreguerras, a la que Canetti, centrado entonces en Viena,
subyugado por Karl Kraus, de quien luego renegó, relacionado con Broch y otros
autores del momento, pertenece legítimamente, esa amalgama de identidades e
idiomas, ese crisol, por usar un
término manido, que representó el desaparecido y añorado por algunos Imperio
Austrohúngaro, nos parece a día de hoy un asunto inverosímil.
La
primera vez que entre en Morawa, una de las librerías más importantes de Viena,
hace muchos años, me sorprendí, ingenuamente, de que, bajo la rúbrica Autores austriacos se apilaran en las
estanterías personajes que había leído, que eran muy importantes para mí, pero
que nunca hubiera concebido como austriacos. Kafka, el primero. La expresión
alemana de esos autores (y ni siquiera de todos) me llevaba a confundirlos en
una especie de totum revolutum llamado
Alemania. Pero, no: Kafka era, cuando nació en Praga, súbdito del Imperio
Austrohúngaro. Como Rilke. Canetti aparecía allí también, aunque propiamente
Canetti no fue austriaco. Sus padres mantuvieron el pasaporte turco y fue con
un pasaporte turco como Elias pudo fugarse de la Viena del Anschluss. Acabó
nacionalizándose británico y muriendo y siendo enterrado en Suiza.
La
peripecia vital que ejemplifica Canetti nos hace partícipes a nosotros, gente
de la periferia europea, tan castigados por la obsesión por la uniformidad
cultural y la unidad de destino en lo universal, de una realidad mucho más
lábil, más escurridiza, más penosa, una realidad de emigrados, exiliados,
apátridas, perseguidos, desarraigados, multilingües, despojados de toda
identidad que no sea la de los desheredados.
En
abril de 1927, a la sazón estudiante universitario de Química, Canetti alquiló
una habitación en las afueras de Viena. La casera es, según nos narra, una
inspiración directa para el tan peculiar personaje de Teresa, la funesta
antagonista del sinólogo Peter Kien en Auto
de fe. Canetti quedó fascinado por las vistas de su cuarto: al otro lado
del valle, en lo alto de la colina opuesta, podía divisarse Steinhof, la ciudad de los locos, circundada por un
muro.
En
las paredes de ese cuarto clavó con chinchetas las reproducciones de los
frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, que por entonces le fascinaban.
Después esas estampas fueron cambiadas por las del Retablo de Isenheim de Matthias Grünewald, una obra cuya
contemplación en Colmar (en la que se demoró todo un día, en un retorno de un
viaje a París) marcó decisivamente a Canetti. (También a mí, que he viajado dos
veces a Colmar sólo para ver el monumental Altar,
ya lo contaré en otra ocasión.)
Canetti
aún es un aspirante a químico, pero hay un acontecimiento histórico en el que
se ve envuelto que cambia definitivamente el curso de su vida. El 15 de julio
de 1927, a resultas de una sentencia absolutoria en el juicio contra agitadores
nacionalistas que habían provocado varias muertes en enfrentamientos con grupos
sindicalistas de izquierda, Viena entera se ve anegada en una marea de obreros
y manifestantes que confluyen desde todos los puntos de la ciudad y se dirigen
al Palacio de Justicia, que acabaría ardiendo.
Elias
participó también en la refriega, que desembocó en una brutal intervención de
las fuerzas del orden, con el resultado de decenas de muertos. Ese momento
supone para él la cristalización de su experiencia con la masa y por lo tanto, el origen de su obra magna, la que le llevó
más de dos décadas concluir, Masa y poder.
Pero ahí también está el origen del fuego que alimenta Auto de fe. El hombre libro dejó de llamarse Brand porque, precisamente, la vinculación de ese nombre con lo vivido en la jornada de julio, le resultaba penosa a Canetti. En agosto de 1931, nos narra, cuatro años después de aquel 15 de julio, Kant prendió fuego a su biblioteca y sucumbió en el incendio.
5.
En
Steinhof, que nunca he visitado, a pesar de las numerosas veces que he estado
en Viena, hay una monumental iglesia del arquitecto de la Sezession Otto Wagner, y en torno a ella, un abundante número de
construcciones que, nos cuenta Joseph Roth, en 1919 (en su artículo La isla de los desdichados, el primero que publica en la prensa
vienesa) se llaman “pabellones” y tienen
números romanos en sus frontispicios, y las puertas cerradas.
Esa
ciudad ajardinada es, pues, un
inmenso manicomio, donde las personas que sufrían enfermedades mentales eran
poco menos que almacenadas, habida
cuenta de las escasas posibilidades terapéuticas del momento. Allí estuvo
también durante un tiempo, en su periplo por diversos sanatorios, la mujer de
Roth, Friedl, que, en la indecisa nomenclatura de la época, fue enferma de dementia non praecox, o trastorno
maniaco depresivo, o esquizofrenia. La manutención de Friedl en los diversos
centros en los que permaneció ingresada durante años le resultó una carga muy
penosa a Roth, siempre en el límite de la miseria, a pesar de ser uno de los
articulistas más brillantes y reputados del ámbito germanófono de entreguerras.
Fue también algo muy doloroso para él, pues se consideraba, probablemente de
manera injusta, de algún modo responsable del estado de su esposa.
Con
un estilo que ya es depurado, a pesar de su juventud, Roth nos conduce a través
de las diferentes dependencias de Steinhof, y nos muestra a algunos de los
internados, con quienes conversa. El Imperio acaba de derrumbarse, con el fin
de la Gran Guerra, y en Viena se pasa mucho hambre. También aquí, en Steinhof:
Roth nos cuenta los menús de la semana. Todo es de una gran tristeza, pero
también hay un guiño al final, cuando uno de los enfermos le invita a Roth a trasladarse allí: ¡Usted es escritor, no le costará trabajo
adaptarse! y Roth concluye ¿No es
práctico asegurarse un huequito tranquilo en Steinhof? Quizá lo haga... y funde
un periódico. (Cito por la traducción de Carlos Fortea, el texto está
incluido en Primavera de café,
publicada por Acantilado en 2010.)
Roth
murió como un santo bebedor en el
París en el que se refugió, sabedor de lo que iba a ocurrir en cuanto Hitler
tomó el poder. Fue en 1939, justo antes de que la Gran Guerra, en la que Roth
había participado, se repitiera de nuevo.
En el curso de esa guerra se llevó a la culminación un proyecto que se había
estado dirigiendo desde una dependencia gubernamental en Berlín, en la Tiergartenstrasse, 4 y que por eso
recibió el nombre de Aktion T4: el
exterminio de personas con trastornos mentales, deficiencias físicas, retrasos,
cualquier condición que disminuyera su valor racial, que supusiera una carga. Un exterminio denominado eutanasia, pues se hacía por el bien de los sufrientes. Una
sistemática y tecnológicamente bien implementada operación de eliminación (el
término alemán es Vernichtung, con
ese pavoroso nicht que deja bien a
las claras que hablamos de una aniquilación)
que sirvió también como ensayo general para la Solución Final.
Una
dependencia de Steinhof, Am Spiegelgrund (Spiegel significa espejo, acaso sea pertinente señalarlo), era uno de los centros de
referencia de la T4, y se especializó en el asesinato de niños. Casi ochocientos cayeron allí. Uno de los psiquiatras
responsables del cribaje que decidía
el traslado a esa factoría de
aniquilación fue el hoy mundialmente famoso Dr. Asperger.
Friederike,
conocida familiarmente como Friedl, Roth murió en 1940, un año después de su
esposo, como resultado de la Aktion T4,
en su condición de enferma mental.
6.
Mi
viaje a Suiza de julio de 2022 fue sobre todo un peregrinaje literario. Volví a
los santos lugares rilkianos (Muzot,
Sierre, Glion) como conmemoración del centenario de la finalización de las Elegien. Visité la tumba de Borges en
Ginebra y la de Nabokov, en Clarens, junto a Montreux. Y le seguí el rastro a
Robert Walser.
Walser
nació en Biel/Bienne, que visité y donde hay una especie de circuito urbano de
lugares que se relacionan con la vida del escritor, además de un lago
espectacular (y yo venía de recorrer incesantemente el Léman). En Bern hay un
centro de estudios de Walser con una pequeña exposición que visité. No acabé de
ir a Thun, donde vivió Kleist, como nos cuenta Walser en un texto inolvidable
para mí. Pero sí visité Herisau.
Los
lectores de Vila-Matas, concretamente quienes hayan recorrido Doctor Pasavento, saben de Herisau,
etapa final del narrador en su intento de desaparecer,
siguiendo la técnica de Walser. Fui leyendo Doctor
Pasavento durante mis largos periplos en tren por Suiza en ese viaje, casi
sincronizado con mis propios movimientos. En el libro de Vila-Matas, dentro de
esa combinación que le es tan propia entre la ficción, la biografía y la ironía
que lo permea todo, se describe con profusión la visita al manicomio de Herisau (su nombre actual, pues sigue activo, es Psychiatrisches Zentrum Appenzell
Auserrhoden), un lugar en el que Walser pasó los veintitrés últimos años de
su vida, sin escribir una línea, y paseando abundantemente por los alrededores,
en largas caminatas, como nos describe su albacea Carl Seelig en un libro
bellísimo. En uno de esos paseos, en la navidad de 1956, acabó desplomado sobre
la nieve, en una imagen que todos los lectores del suizo conocen.
Yo
me alojaba entonces en Zürich, la ciudad donde está enterrado Canetti (no
visité esa tumba, ni la de Joyce, que también está allí, a pesar de que eran
otros de mis objetivos: la mortandad de escritores célebres en Suiza es
preocupante), y tomé un tren hacia Herisau. Llegué a media mañana, visité el
cementerio y encontré la tumba de Walser, cobijada bajo un árbol inmenso. Seguí
otro itinerario ciudadano que llevaba a sitios relacionados con él. Ese sendero
desembocaba en el Hospital Psiquiátrico, que está en las afueras, en una
colina.
La
disposición es peculiar. Entiendo que su extensión es menor que la de Steinhof,
pero aquí tenemos de nuevo pabellones
y un lugar central, que es el
edificio principal, justo en el ápice de la colina. Los pabellones rodean literalmente a ese centro, pues
se disponen describiendo un círculo en torno a él. Recorrí ese círculo como si
fuera un itinerario iniciático. Mi disposición era notablemente ambivalente.
Ese viaje a Herisau era el punto culminante de mis vacaciones literarias a Suiza, pero, además del cansancio, tenía
una sensación desagradable. Una sensación de que lo que estaba haciendo era
profundamente frívolo, de que ese
paseo en busca de no se sabe qué souvenir
personal, de no se sabe qué inicio de relato, no era apropiado para un lugar
donde había gente que sufría, por más
que ni las condiciones ni los tratamientos actuales sean los mismos que los de
hace un siglo.
Así,
en un momento dado, dejé de hacer fotos. Por supuesto, no me permití en ningún
momento el atrevimiento de retratar a ninguno de los internos que se sentaban a
las puertas de los pabellones o que paseaban en los mismos itinerarios que yo.
Pero, además, me pareció que mi propia aventura, la propia construcción de esa
mi navegación literaria y autocomplaciente, no era compatible con la realidad del trastorno mental. Sentí, lo
recuerdo bien, un cierto escalofrío. El día era, por lo demás, de un calor
sofocante, y el entorno era bellísimo, verde, lleno de árboles. Me marché.
Renuncié a reproducir el camino de Walser en su último día. Tomé el tren de
vuelta a Zürich. Acabé el libro de Vila-Matas en ese tren. Lo cerré con cierto
desagrado, mi relación con el barcelonés es también muy ambivalente. Dos días
después estaba en España. No había vuelto a revisar las notas del viaje hasta
la semana pasada, cuando concebí esta entrada.
La
mayor parte de mis autores favoritos son o han sido gente problemática. Es casi
un cliché. Alcóholicos como Roth,
enfermos mentales como Artaud, o Unica Zürn, o Robert Walser. Suicidas como
Alejandra Pizarnik, como Nerval, como tantos y tantos otros. Es algo
inevitable: la fascinación nos arrastra a ellos. El morbo, se nos podría decir, más allá de otras consideraciones sobre
su valor literario. Puede ser. Cada vez lo pienso más. Y sin embargo...
Conocí
la enfermedad mental en mi familia siendo muy niño. Una tía mía, mi madrina
para más señas, fue, probablemente, esquizofrénica, si bien no tengo constancia
de cuál era su diagnóstico exacto. Era la persona más cariñosa del mundo, a mi
hermano y a mí nos idolatraba. Pero estaba loca.
O eso aprendí muy joven, cuando empezó a comportarse de maneras extrañas, a ver cosas, a oír voces, a tirar cosas
por la ventana, a agitarse, a quedarse callada. Eran tiempos obscuros, la
enfermedad mental estaba (aún lo está) profundamente estigmatizada. A mi tía no
se la entendió bien al principio, no se gestionó bien su enfermedad, si es que
podía gestionarse bien. Hubo internamientos. Algunos, recuerdo, en el Alonso Vega, que era un nombre
siniestro, el de un militar, ministro de Franco, represor. Yo era pequeño, no
solía entrar a esos sitios, pero todo resultaba muy perturbador, sabía el
impacto que estaba teniendo en la familia.
Es
curioso, porque sólo cuando empecé a preparar esta entrada, cuarenta, cincuenta
años después de todo aquello, me he puesto a reflexionar sobre la relación
entre esa experiencia y mi fascinación (y mi temor) por la locura. Mi tía acabó
internada durante décadas en Ciempozuelos,
la modesta versión madrileña de Steinhof, un nombre que supone un chiste: estás como para que te lleven a Ciempozuelos.
Como el Mondragón de la Orquesta Mondragón donde pasó tantos años Leopoldo
María Panero, otro de mis locos.
Estuve, ya de mayor, muchas veces de visita en Ciempozuelos. Era siempre una
experiencia muy dolorosa. Mi tía estuvo medicada casi toda su vida, estaba
tranquila, seguía siendo muy cariñosa. Nunca pudo superar el trastorno, nunca
más pudo ya ser autónoma, vivir por su cuenta.
Sí,
todo es muy doloroso.
8.
Esta
entrada habla, pues, de dos cosas que temo: la locura y el fuego.
Nuestro
barrio limita siempre con la Ciudad de los Locos. Un despiste al cruzar un
semáforo, un paseo demasiado largo, nos conducen a sus calles, tan parecidas en
realidad a las nuestras. Acaso hay una iglesia art nouveau, o un edificio circular. De repente hay una confusión
de azulejos blancos, olor a orina, chispazos de electroshock: somos Artaud. Solemos volver de esos viajes, pero no
incólumes, nunca incólumes. La vista de nuestra ventana siempre da a los
pabellones de la Ciudad de los Locos. Y en uno de ellos, el Pabellón del Espejo, se extermina a niños.
Lo
que escribimos son esos diarios de viaje, esas crónicas. No lo hacemos con la
maestría del estilo de Roth. No somos capaces, como él, de escribir largas
horas en las mesas de los cafés más ruidosos, después de haber bebido varios Hennessy. No tenemos la disciplina o la
obsesión de Canetti para recopilar datos de todas las culturas, de todas las
religiones, de todas las literaturas, sobre la masa. Hemos leído, sí, el
alucinante testimonio del Presidente Schreber. Sabemos que también hay una masa
de demonios, de hombres gaseosos que habitan en nuestros pechos. Optamos por
ignorarlos.
Todo
es un juego, nos decimos. Y es verdad, un juego. Y entonces, al arrojar de
nuevo los dados...
9.
Auto de fe
acaba con una inmolación. El hombre libro
se quema con sus más preciadas posesiones. Como aquella mujer que en la
película de Truffaut se ríe a carcajadas mientras las llamas la alcanzan
rodeada de paperbacks. La primera vez
que vi Fahrenheit 451 (el libro de
Bradbury lo leí bastante después) me impactó, ya lo he contado por aquí. No hay
nada más doloroso para mí que la imagen de libros ardiendo. Es un temor real,
un temor de algo que espero no tener que experimentar nunca. Espero no tener
que contemplar hogueras a los que, los mismos que armaron la Aktion T4, arrojan las obras
inaceptables para su credo völkish.
Espero
que no ocurra. Y sin embargo...
En
La antorcha al oído, el segundo de
los libros autobiográficos que acabaron constituyendo una trilogía, escrita ya
al final de su vida, Canetti relata la jornada de 15 de julio de 1927. En el
caos de la muchedumbre, en esa masa
de la que Canetti ha pasado a ser un integrante, a disolverse en ella, un
episodio le llama profundamente la atención.
En
una calle lateral, no lejos del Palacio de Justicia, había un hombre que, distanciándose muy claramente de la masa (esto,
claro, es crucial para Canetti) y con los
brazos en alto, palmoteaba desesperado sobre su cabeza, sin dejar de gritar en
tono lastimero: “¡Las actas se queman! ¡Todas las actas!”.
Canetti
contesta ¡Por suerte no son personas!,
pero eso no consuela al personaje, acaso un archivero, desolado por la
desaparición de los documentos. Canetti le recrimina: ¡Han matado a gente a tiros, y usted sólo piensa en las actas! Pero
él, sí, sólo puede pensar en la destrucción de la memoria de las actas, en esa
cadena de fuego que lleva haciendo arder bibliotecas desde la de Alejandría, el
fuego del inicio alternativo de Rayuela, todos los fuegos el fuego, el pálido fuego detrás de este pálido juego.
Al
final de Fahrenheit 451, lo recuerdo
tan bien, recuerdo tan bien el alivio que sintió el niño que yo era (un niño
ya, ay, letraherido y lector
compulsivo), fuera de la ciudad, lejos de los bomberos que manejaban sus lanzallamas contra los libros, en un
bosque no tan diferente al de Steinhof, al de Herisau, los proscritos, los exiliados, los refugiados (como Canetti, como
Roth), recitan los libros que han aprendido de memoria (en francés se diría par coeur, como en inglés se dice by heart, y me gusta tanto esto de
aprender algo con el corazón), pues
se han convertido en persona-libro y
es en ellos como los libros podrán sobrevivir a la extinción de sus ejemplares
físicos. Esos libros pasarán de padres a hijos y la memoria oral substituirá al testimonio escrito,
del que tanto desconfiaba Platón. Nada se perderá. O al menos algunos, unos
pocos libros, no se perderán. Cada persona-libro elige el suyo.
¿Cuál
es mi libro? ¿El castillo, de Kafka? ¿Las Elegías
de Duino? ¿Ficciones? ¿Pale fire? No importa, lo que importa es
que, si llega el fuego, si vuelve la barbarie (no vuelve, nunca se va), si nos
conducen al pabellón, tengamos en la
cabeza esas frases, repitamos esos textos, nos dejemos ir poco a poco a la
locura con esas palabras en los labios.