jueves, 29 de febrero de 2024

Treinta de febrero

 



No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado.

JULIO CORTÁZAR

-I.-

Madrid es una ciudad peculiar, en la que el Norte está al oeste. O al menos era así, no sé si la gente sigue llamando Norte al barrio que hay junto a la estación que ahora es de Príncipe Pío. Yo siempre lo llamé así, y tenía su sentido, porque entonces hablábamos de la Estación del Norte, que era donde en su día salían los trenes en dirección al norte de España, y que estuviera situada al Oeste, al final de la Cuesta de San Vicente —que en los años de mi infancia, a los que me estoy refiriendo, aún se llamaba paseo y tenía el nombre de un falangista—, no lejos de la Plaza de España —pero Madrid ha sido siempre excéntrica, también geográficamente— era un azar como otro cualquiera, pues lo suyo hubiera sido que fuera la Estación de Chamartín la del Norte, pero la Estación del Norte es muy anterior, y lo de que acabara siendo la de Príncipe Pío tuvo que ver con que, efectivamente, ya no era la del Norte, ni casi estación, y estaba situada en el llamado cerro del Príncipe Pío, lugar pródigo en fusilamientos goyescos y propiedad en su día de un príncipe de la casa de Saboya. Pío, claro.

 

-II.-

De todas las líneas de Metro de Madrid, que me fascinaba desde pequeño, sin duda mi favorita era una especie de excrecencia mínima que no tenía derecho ni al nombre de línea —otro tanto le pasaba al Suburbano, del que hablaré en un momento— y se denominaba ramal, el Ramal Ópera-Norte, que sólo tenía dos estaciones. A saber, Ópera y Norte, que estaba al oeste. Hoy ese ramal sigue estando operativo, pero, aunque ya se le llama línea, no tiene aún entidad suficiente como para darle un número, y, así, es la línea R. Así que yo, que siempre estuve obsesionado por mapas y por el mondrianesco —Cortázar dixit, o mejor diría, porque lo dijo del métro de París, y más sobre esto también en un momento— diagrama de sus trayectos, supe que Norte era Norte porque en ese norte descentrado desembocaba un ramal, que tenía el otro extremo en la plaza de Ópera, al lado de la plaza de... Ramales.

 


-III.-

Hablamos, pues, ya se ve, de marginalidades, y apéndices. Y únicamente haciendo un ejercicio que resultaba absurdo en aquellos años uno podía llegar a pisar la estación de Metro de Norte, porque uno no iba para nada a la estación del Norte y por ella sólo pasaba el ramal, así que aunque siempre supe de la existencia del ramal y siempre me fascinó —como me fascinan las líneas 7b y 3b de París y me empeñé en recorrerlas en uno de mis viajes—, lo cierto es que no lo usé hasta muchos, muchos años después. Mientras tanto, yo pasaba sin percibirlo por Norte cuando viajaba, mucho más a menudo —y, cuando ya hice el COU en la Gran Vía, o fui universitario en la Complutense, a diario— en el Suburbano, que aún no era tampoco la línea 10, que ahora se ha extendido tanto que apenas recuerda lo que entonces era, de nuevo, un añadido a la red de Metro, mucho más delgada y menos tupida, un ferrocarril incorporado de manera precaria y sin pedigrí a un mapa que apenas entonces empezaba a pintarse en colores. Sí, hablo del ferrocarril suburbano Plaza de España-Carabanchel, en cuyo recorrido se incluían las dos estaciones respecto de las cuales mi casa de la infancia y la adolescencia y la juventud era equidistante: Campamento, que deja bien a las claras el carácter militar de las edificaciones que nos circundaban y Empalme, que era una especie de estación sobrevenida y diminuta, que, contaban las crónicas, el promotor de las urbanizaciones que poblaron los descampados del barrio —con mi familia, llegamos en los primeros setenta, cuando todo se estaba construyendo— se empeñó en hacer y movió sus influencias para conseguirlo.

 


-IV.-

Para ir hacia la Plaza de España cogía el metro en Campamento, que ya no pertenece siquiera a la línea 10, pero que entonces era casi la estación central del Suburbano. Sólo había dos estaciones entre medias, Batán y El Lago —el lago al que se refería era, claro, el de la Casa de Campo— y luego había que salvar el desnivel hacia Plaza de España en un largo túnel —aunque el Suburbano iba muy por debajo de la línea 3 con la que se transbordaba allí, y también eran muy famosas las larguísimas escaleras mecánicas, que siempre estaban estropeadas— y a veces el tren se paraba en mitad del túnel, y no arrancaba, o le costaba arrancar, y a veces incluso se iba la luz, y allí, inquieta pero disciplinada, esperaba la multitud compacta, de una compacidad suficiente como para que yo soltara la carpeta que llevaba en mi mano a la Uni y no se cayera. No tenía espacio.

 

-V.-

Hablo de muchas horas de mi vida pasadas en el Suburbano. Luego, poco a poco, el Metro fue creciendo y redefiniendo su topología y su nomenclatura. La línea 6, la circular, se fue cerrando, con no poco esfuerzo, e incluyó una parada en la Ciudad Universitaria, que evitaba la caminata desde Moncloa o el uso de los no menos atestados buses 62 y 82. Y hubo un cruce de esa 6 con la 10, la heredera del Suburbano que tenía nuevas estaciones como Casa de Campo y que se desviaba justo ahí de Campamento —degradada a la línea 5—, para ir a perderse a territorios fuera del municipio de Madrid. Ese cruce se produjo justamente en Norte, pero para entonces se había abandonado definitivamente ese nombre y se había pasado a usar Príncipe Pío, convirtiéndose ese nudo en lo que en Madrid se llama intercambiador, un lugar de locura en el que confluyen innumerables líneas de autobuses urbanos e interurbanos, varias líneas del metro, algunas de Cercanías y donde acabó construyéndose un centro comercial. Modesta, vetusta, la línea R sobrevivió, pero muy disminuida respecto a la especie de metrópolis del transporte en que se había convertido la flamante Príncipe Pío, donde se alineaban hasta cuatro vías —dos de la 10 y dos de la 6— en un espacio diáfano por el que cada día cientos de miles de pisadas golpeaban un suelo apenas subterráneo. Nadie, nunca más, volvió a hablar de Norte. Yo terminé la Universidad, me compré un coche, acabé cambiando de casa. La geografía es algo que depende del tiempo.

 

-VI.-

No obstante, por atavismo, por pereza, porque al final hay vínculos que no se rompen, seguí yendo al barrio muchas veces. El médico, el dentista, el mecánico, el fisio, el peluquero, algunos amigos, todo seguía, sigue allí. A veces voy en coche. A veces voy en metro, cada vez me cuesta más conducir en la locura de Madrid. El otro día, el martes 27, cogí la línea 10. Venía de San Blas, donde está mi facultad, en la otra punta de la ciudad. Línea 7 hasta Gregorio Marañón y entonces la 10 hasta Batán, donde tengo el fisio. No es lo habitual, y es importante que se recuerde para calibrar bien el azar que gobierna esta historia. Como todas, claro. El metro de Madrid no es el de París, pero es lo suficientemente frondoso como para que en él pasen cosas cada día. Lo que pasó el martes justo a la hora en que yo viajaba en la 10, que ya no es, ya no puede ser más —ay— el Suburbano, fue que el servicio en la 6 entre las estaciones de Moncloa y Alto de Extremadura —así repetía la megafonía— estaba suspendido por atención sanitaria por un tiempo estimado superior a dos horas, y los trenes de la 10 —aunque luego sí, al menos el mío— no realizaban parada en la estación de Príncipe Pío, que está justo en el medio del tramo de la 6 entre Moncloa y Alto de Extremadura. Entonces, cuando lo oí, yo, todos nosotros, lo supimos, supimos lo que había pasado en Príncipe Pío esa tarde del 27 de febrero, algunos minutos antes de las cuatro. Lo supimos, pero nadie nos lo dijo, porque esas cosas no se dicen, salvo que una asistencia sanitaria que dura más de dos horas y que obliga a cortar la circular, a romper el círculo, sólo puede ser una cosa. Sí, claro. Un suicidio.


-VII.-

Hablando de esto, alguien el otro día me dijo que en el Metro de Madrid hay doscientos suicidios al año. No sé si la cifra es correcta, pero desde luego el número es alto. No era mi primera asistencia sanitaria, pero por algún motivo ésta fue la más impactante. Porque, finalmente, y contraviniendo lo que la propia conductora nos había dicho a la altura de Plaza de España, mi tren, el de la 10 sí efectuó parada en Príncipe Pío, y es, como digo, una estación diáfana, con las vías una al lado de la otra, y desde mi vagón sí se podía ver el tren de la 6 parado en mitad de la estación y todo un contingente de chalecos fluorescentes —policía, sanitarios, empleados del Metro, bomberos— que rodeaban un punto ciego en el que debía de haber —cómo no iba a haberlo, qué sentido tendría todo esto si no lo hubiera— un cuerpo, a la espera probablemete de que el juez decretara el levantamiento del cadáver. La pulsión escópica fue, así, satisfecha a medias, para frustración, por ejemplo, de un compañero de vagón que sin mayor apuro se situó junto a mí —yo estaba pegado a la puerta— y empuñó su móvil con la cámara encendida para filmar un muerto. No pudo ser, las columnas se interpusieron cuando finalmente nos paramos. Entonces, realmente entonces, mirando la pantalla de ese móvil con el punto rojo del REC fue cuando sentí un escalofrío, cuando supe que tendría que escribir esta entrada.

 


-VIII.-

Hace un par de años, en uno de mis viajes a Lausanne, cuando me disponía a coger el tren para hacer un renovado periplo rilkiano que me conduciría a sus santos lugares, como Muzot o Raron, donde está enterrado, me encontré un aviso —que también se repetía por la megafonía— de que la línea que iba en dirección a Ginebra —yo iba en el otro sentido— se encontraba suspendida por un tiempo indefinido por accident de personne. Es el eufemismo que corresponde allí a la asistencia sanitaria —luego en los avisos del Metro se pasó a decir simplemente por causas ajenas a Metro: cuando pasé de vuelta por Príncipe Pío a la incidencia se le daba un tiempo de resolución de media hora, pero todo seguía más o menos igual en ese punto ciego que pude observar mucho mejor desde el otro lado— y yo no podía dejar de pensar que, al cabo, personne es también nadie, y que a ese vacío escópico, ese anonimato, esa ocultación mediante denominaciones neutras le cuadraba tan bien la idea de que el tren no podría trasladar a la cantidad ingente de personas que se mueven de Lausanne a Ginebra cada día a causa de un accidente de nadie, un suceso, al parecer, extremadamente común en la opulenta Suiza.

 


-IX.-

Llevo toda mi vida soñando con el Metro, llevo toda mi vida inventándome líneas nuevas en mis sueños, perdiéndome, encontrándome, ensayando nuevos transbordos. Me fascinan los metros, siempre que voy a una ciudad procuro recorrerlos, guardo sus mapas. El de París, por supuesto, es mi favorito, y los cuentos de Cortázar que se desarrollan en él siempre me resultaron inagotablemente sugerentes. De entre ellos, probablemente mi preferido era —seguramente lo sigue siendo, aunque está, claro, también Texto en una libreta, de algún modo su mellizo, y qué decir de El perseguidor, esa obra maestra— es Manuscrito hallado en un bolsillo. La primera vez que lo leí, me parece, aún no había estado en París, no había viajado aún en el Métro. Me marcó profundamente, porque hablaba de planos, de bifurcaciones, itinerarios, reglas del juego. Me marcó porque hablaba —ay, yo era entonces así— de la búsqueda de un amor legendario e imposible, de un destino que sería por una vez propicio, de un catorce que resonaría en el casino al pararse la ruleta. Lo leí muchas veces entonces, lo leyó ese adolescente. Lo consideré —ingenuo— como un cuento optimista, como un cuento en el que el final feliz no estaba descartado, puesto que el dios del Metro, que es un conductor ciego y certero, se las ingeniaría para barajar las cartas de manera adecuada, para que el solitario saliera. Y por eso me repetí luego tantas veces entonces había juego. Y lo hubo, pero no era el juego que yo pensaba. O sí, pero de igual modo el resultado siguió siendo el mismo.

 


-IX.-

Fue sólo después cuando me di cuenta de que el destino del protagonista, más allá de toda pretensión demiúrgica, más allá de todo gesto orgulloso de tahúr, estaba prefijado desde el mero título. El manuscrito es hallado. Es encontrado en un bolsillo. No es una libreta que alguien ha dejado caer, como al acaso, en una papelera. O que se ha deslizado sin querer y acaba en un pasillo para que el servicio de limpieza la conduzca a ese misterioso lugar de los objetos perdidos. No: es encontrado en un bolsillo. ¿El bolsillo de una chaqueta, o, por mejor decir, ya que por ahora somos argentinos, aunque estemos en París, de un saco que quizás se ha quedado en el respaldo de una silla en la terraza de un café en una de esas cálidas tardes parisinas que hemos tenido oportunidad de vivir? No, el bolsillo que es registrado por los sanitarios, el bolsillo del que salen las pertenencias que se introducen en una bolsa de plástico —los efectos personales— para que los recojan los familiares, o quien sea que reclame el cuerpo, el bolsillo en el que se esconden estas hojas de papel, que nuestro narrador ha rellenado, ya presa definitivamente del desaliento, al término del plazo impuesto para la nueva tirada de dados, en Chemin Vert, ese camino verde de la canción que cantaba mi madre cuando yo era pequeño y que acababa en la ermita, aunque también era, claro, cómo podría ser de otro modo, el caminito que el tiempo ha borrado desde hace tanto ya.

 


-X.-

Es obvio que el título del relato de Cortázar resuena con el de la narración de Poe que tan certeramente tradujo el argentino en su día, junto con el resto de los cuentos del americano: MS found in a bottle, el manuscrito encontrado en la botella arrojado al rugiente océano por el extraño pasajero de un barco fantasma en seguro rumbo de derrota al polo magnético y al abismo que en él se abre. Pienso entonces que alguien trasladaría el cuerpo desde Chemin Vert, o desde Daumesnil, o desde Príncipe Pío, una vez cumplidos los trámites judiciales, una vez verificado y certificado el óbito, que alguien desvestiría el cuerpo y lo prepararía para las honras fúnebres, aunque ninguno de esos actos pueden ser registrados ya en el manuscrito hallado en el bolsillo. Ahí, en esa morgue —y vuelve a guiñarnos el ojo el amigo Edgar Allan— alguien leyó esas líneas garabateadas con su extraña profusión de estaciones de metro y con nombres dobles, desdoblados —Paula, Ofelia, Ana, Margrit— y con un nombre final, único, impar, el de la muerte, que en ese cuento se llama, así son las cosas, Marie-Claude.

 


-XI.-

En uno de mis viajes a París, hace ya unos años, decidí explorar concienzudamente el Métro. Decidí viajar por todas sus líneas, incluyendo esas curiosidades que acaban en b a las que antes me refería. Y un día, en el hotel —lo recuerdo muy bien— pensé en ejecutar los trayectos del Manuscrito hallado en un bolsillo. No tenía el relato a mano, pero lo encontré fácilmente en la Red. Anoté todas las estaciones, supe que tendría que hacer mi propio trayecto para unirlas a todas, violando inevitablemente el orden del cuento, y me lancé a recorrer las vísceras parisinas, armado de un billete que me permitía salir y entrar cuando quisiera y de una máquina de fotos que iba registrando los letreros que identificaban las estaciones, tanto en el andén como en la boca de metro. El azar —el destino— quiso que empezase justamente por el final, por Daumesnil, y terminase por la primera del cuento, por la que marca el principio del juego, o al menos de esa bolita en esa ruleta, que en el fondo es rusa: Étienne Marcel. No me faltó ninguna, empleé así un día de mis vacaciones, en el subsuelo, subiendo apenas a hacer la foto de la marquesina, bajando otra vez, intentando optimizar transbordos, conociendo diferentes tipos de vagones, azulejos de pasillos, gentes infinitamente variadas. Pocas veces he tenido un día tan feliz como ése. Se lo digo para que vean a qué tipo de individuo se enfrentan.

 


-XII.-

El métro no deja de crecer. Cada vez que vuelvo a París hay novedades. Me gusta esa idea de un organismo vivo, incesantemente bullente. Una vez descubrí que mi plano de otros viajes se había quedado obsoleto porque una línea entera había sido construida y no aparecía en él. La línea 14 —¡catorce! —, con modernos trenes sin maquinista, que usé sin demora, para seguir marcando muescas en mi revólver de flâneur subterráneo. En la línea 14 —luego también las pusieron en la 1, creo que ahora hay en algunas líneas más, lo comprobaré en unos días, cuando vuelva a París a renovar mi semana de Morel— hay mamparas anti-suicidio. Entre el andén y la vía hay una barrera de metacrilato, ese modesto abismo ha sido vallado para evitar los saltos. Cuando el tren llega, sus puertas se alinean con las puertas de la barrera y se abren simultáneamente. No hay modo ya de irrumpir en el trayecto de la bestia estruendosa que aparece surgiendo desde la obscuridad. Lo agradecerán, sin duda, los conductores. Los exploradores que guardan hojas manuscritas en sus bolsillos tendrán que irse alejando del centro, a líneas marginales, donde todavía no hay mamparas. Acaso la 3b. O los trenes de cercanías, como ese tren hambriento que mordió a PeCasCor en Aravaca.

 


-XIII.-

El juego tiene sus reglas, y la violación de esas reglas conduce a la maldición y a la imposibilidad del amor. Ay, cuánto sabemos eso. Marie-Claude tiene que aceptarlo, y se lanza con nuestro narrador a navegar por el métro en busca de un encuentro que ya no sería tan fortuito. Yo no buscaba a nadie, no busco a nadie en el métro de París cuando lo recorro. Pero no puedo engañarme, también he jugado juegos privados, también he compuesto laberínticas reglas que no he osado violar, también me he dejado llevar por el optimismo taciturno del ludópata. Y he perdido, claro. No siempre, es cierto, una vez, en efecto, la ruleta se paró en el 14, pero, al cabo, de eso hace demasiado tiempo. Cada vez sueño menos con el Metro, en el Metro de mis sueños ya no se abren líneas nuevas. El tiempo me desgasta, incesante.

 


-XIV.-

En el dos mil catorce —el catorce de este párrafo, el catorce de siempre— se celebró el centenario de Cortázar. En mi Facultad, dentro de una iniciativa muy interesante, que como todas las iniciativas interesantes murió en seguida por falta de oxígeno, y que se llamaba Semana Complutense de las Letras, organicé con una compañera una serie de actividades de homenaje. Entre ellas, una proyección de la alucinante película argentina Moebius, sin duda la mejor de las que he visto con temática relacionada con el Metro. Con escaso éxito, he de decir, porque eso de la extensión cultural es algo que no se practica mucho —ay, siempre ay— por estos pagos. Reunimos la localización de esas actividades en un mapa del Metro para cronopios, en el que no faltaba, por supuesto, una línea R. La estación central se llamaba Rayuela y estaba situada en una enorme rayuela que colocamos en el centro del hall de la Facultad. Desde ella, la línea 3 llevaba a Margrit. Allí habíamos colocado una pequeña instalación: dos sillas enfrentadas con un espejo al lado. Si uno mira al reflejo del otro y el otro mira al reflejo de uno, entonces había juego. Nunca olvido mirar en ningún espejo, por si Margrit sigue aún ahí dentro, esperando.

 


-XV.-

Dentro del espejo, en el espacio Margrit, las cosas ocurren al revés, y yo soy zurdo. El conductor del tren tiene un espejo al que mira antes de cerrar las puertas. Cuando era pequeño e iba en el metro de la mano de mi madre tenía siempre mucho cuidado en no introducir el pie entre coche y andén. Ahora, cada día, cuando espero, me sitúo lo más alejado posible de la vía, con la espalda contra la pared cubierta de anuncios publicitarios. No sea que.

 

-XVI.-

Hay una persona en Madrid que salió de su casa el 27 de febrero y se metió en el Metro. No sabemos si ya lo sabía por entonces, o si fue algo que sobrevino. No sabemos si llevaba un manuscrito en su bolsillo, si buscaba a una imposible Marie-Claire. No sabemos su nombre ni su aspecto. Ni siquiera sabemos su sexo. De esas cosas no se habla, y seguramente es mejor así. Es una persona, una personne, nadie. Nadie del que hubiéramos sabido cosa alguna si no hubiéramos ido en el tren de la línea 10 que pasaba por Príncipe Pío. Hoy es 29 de febrero. No hay muchos 29 de febrero que me queden ya por vivir, hay la cuarta parte de los 17 de abril o los 23 de octubre que me quedan. Me importa ser consciente de ello, me importa conmemorar la fecha, por eso quería hacer hoy la entrada, para que en el blog ponga que se hizo el 29 de febrero de 2024, en mi sexagésimo año, en mi decimoquinto 29 de febrero. Nuestra persona no quiso, o no pudo esperar. Es importante que hoy, en este día anómalo dediquemos unos segundos a su memoria imposible, a su conmemoración anónima.

 


-XVII.-

Por los años en que Norte era Norte y estaba al oeste, cuando yo tenía trece o catorce, el panorama musical en España era, digamos, limitado. Había, eso sí, mucha presencia en las radios o en la televisión —en singular— de algunos cantantes de música ligera —ése era el nombre con el que se les identificaba, y parece una broma— que no eran, en absoluto, desdeñables: baste con citar el nombre del gran Camilo Sesto. Por aquellos años yo me compraba singles cuando podía, y empecé a grabar de la radio las canciones en cassettes. Me gustaban mucho Cecilia, Mari Trini, Nino Bravo. Me gustaba mucho Pablo Abraira. A mi amiga Elena, que ya no está, también le gustaba mucho Pablo Abraira, y nos lo decíamos en serio, cuando ya parecía que aquello no podía serlo. Ahora tenderemos a minusvalorar ese tiempo, pero esos cantantes forman parte de mi educación sentimental, como los italianos —Sandro Giacobbe, Umberto Tozzi, Gianni Bella...— y recuerdo cómo machaqué el disco de Abraira. El título del disco —del lp— era 30 de febrero y correspondía al título de una canción, definitivamente truculenta, sobre el suicidio. 30 de febrero me parece un eufemismo correcto. Lo prefiero al accidente de nadie.

 

-XVIII.-

Cuando he escrito al comienzo de este texto en el Word, como título, 30 de febrero, el programa ha sugerido 30 de febrero de 2024, reconociendo el formato de fecha, pero sin ponerse a plantearse sobre si la fecha es posible o no, dándole así carta de naturaleza, admitiendo la posibilidad —quién podría descartarla— de que este febrero bisiesto contenga un día 30, que estará positivamente ya en el espacio Margrit de las cosas otras. Nuestro inconnu de Príncipe Pío habita ya en ese 30, saltó a él no ya desde un andén, sino desde un 27 de febrero, a las cuatro menos algo de la tarde. Es un salto enorme. Hay mucha gente que lo da cada día, en cada metro del mundo. Hay mucha gente que muere a contramano, interrumpiendo el tráfico, como en la Construcción de Chico Buarque. Caminante, tú que has sido compañero de vagón de él, compañero de andén, de escaleras mecánicas averiadas, de vestíbulos, de bocas de metro, que has mirado al mismo tiempo que él el plano del metro, que le has visto apoyado en la puerta, cogido de la barra, sentado, cediendo el asiento, apiñado en la multitud, soltando acaso su carpeta que no podrá llegar al suelo, tú, que has recorrido el mondrianesco árbol del metro de Madrid, de Barcelona, de París, de Londres, de Berlín, tú, caminante, detente un momento y piensa en él, plongeur, pájaro de vuelo infinitamente breve, noticia de sucesos, personne, nadie, alguien, persona, y reza, si aún te quedan dioses, una plegaria por su alma.


domingo, 18 de febrero de 2024

Dos ángeles

 

Le soleil noir de la mélancolie, qui verse du rayons obscurs sur le front de l’ange revêur d’Albert Dürer.

GÉRARD DE NERVAL

-I-

Según parece, el invierno de 1855 fue uno de los más crudos que se recuerdan en París, que permaneció cubierta de nieve muchos días. Por sus calles se paseaba, vagabundo, con la razón perdida, Gérard de Nerval, que no disponía ya de un abrigo y trataba de combatir el frío duplicando el número de camisas y chalecos que portaba encima. En octubre de 1854 había abandonado definitivamente la clínica del Dr. Blanche en París, donde había permanecido desde agosto, tras la vuelta de su viaje postrero a Alemania, hacia donde partió en mayo de 1854, justamente tras un alta en esa misma clínica, en la que permanecía desde 1853.

Antes había habido otros muchos internamientos en esa y otras casas de salud, desde la primera crisis, que se desencadenó en febrero de 1841, cuando contaba 32 años de edad, a su vuelta a París tras una estancia poco afortunada en Bruselas. En esa ocasión Gérard se plantó en medio de la calle en uno de sus paseos parisinos y parsimoniosamente fue quedándose completamente desnudo.

Ese episodio se reconstruye, estilizadamente —se conserva un borrador más explícito en datos y ubicaciones— en el comienzo de su obra maestra, Aurélia, ou La rêve et la vie, cuya primera parte apareció el 1 de enero de 1855 publicada en la Revue de Paris. La continuación estaba anunciada para quince días después, pero no fue publicada hasta el 15 de febrero. Para entonces ya era póstuma.

 


-II-

De entre las faraónicas reformas acometidas por Haussmann en París una, claramente muy menor si se la compara con la apertura de grandes bulevares a prueba de barricadas, fue la eliminación de unas cuentas callejas que se hallaban en las inmediaciones del Châtelet, junto a la Tour de Saint Jacques, al lado de la rue de Saint Martin, donde había estado el hogar de Gérard en la infancia. Una de las calles ahora inexistentes, que ocupaba un espacio de lo que luego fue el Teatro de la Villa, tenía el peregrino nombre de Rue de la Vieille-Lanterne. Fue ahí donde Gérard decidió, la madrugada del 26 de enero de 1855, quitarse la vida.

Según la describe Alexandre Dumas en un obituario de su amigo Nerval, era una calle a la que se accedía descendiendo por unas escaleras, y parecía más bien un colector de alcantarilla. Ahí, en los barrotes de una ventana, junto al taller de un cerrajero, Nerval anudó una cuerda de la que se colgó en la gélida noche parisina. Las leyendas, nacidas inmediatamente, quisieron que lo que le apretó el cuello hasta la muerte fuera acaso la liga de alguna de sus amores fracasados. También alguien lanzó la hipótesis de un asesinato, que vendría justificada por la permanencia en la cabeza de Nerval de su sombrero, que la agitación de la agonía no había hecho caer.

Todo fue, seguramente, más banal. Nerval, que llevaba décadas luchando con un trastorno mental que antecede a su definición psiquiátrica, sin dinero, sin hogar, muerto de frío, diría —al parecer, no tan paradójicamente, en una de las frases de euforia de su enfermedad maniaco-depresiva— aquí estará bien y el resto fue ya una cuestión logística, que incluyó exequias —y la discusión sobre quiénes las pagaban—, elogios fúnebres, atestados que justificaran que se quitó la vida en un acto de locura y que por ello su cuerpo podía recibir honras postreras en la Catedral de Notre Dame y una tumba en el cementerio del Este, hoy Père Lachaise.

Aparentemente, llevaba encima algunas cuartillas con fragmentos de la continuación de Aurélia, que le obsesionaba, y que había comenzado como una recomendación del Dr. Blanche, quien le sugirió que escribiese sobre sus crisis. Nerval se veía incapaz de concluir la obra, de estar a la altura de la riqueza de los sueños y visiones que en ella incluye. A día de hoy, la lectura de esa novelita, que tiene tanto de autobiográfico, sigue provocando no se sabe qué estremecimientos, que uno no puede descartar sin más con la socorridas palabras la obra de un loco. O tal vez sí, pero entonces...

 


-III-

Cuando leí hace mucho tiempo por primera vez Aurelia, en la edición de Olañeta —luego he vuelto repetidas veces sobre ella, ya en francés—, de entre sus muchas imágenes, hubo una que se me quedó para siempre en ese lugar de la mente donde uno almacena su colección de monstruos, su pequeño zoológico de espantos gozosos. Aparece muy al comienzo de la obra, como parte de uno de los sueños que Nerval —o el narrador que es y no es él, en esa especie de autoficción, o informe que es Aurélia— nos va presentando.

El sueño habría tenido lugar una noche, tras el encuentro con una figura que el narrador interpreta como la muerte de su amada. Poco después aparecerá la visión de una estrella que le ordenará hacia Oriente, y de ese modo comenzará l’eponchement du songe dans la vie réelle. La navegación en ese desbordamiento nos conduce, de la mano de Aurelia, rediviva en el país de los sueños, pues muerta en la de la vigilia, a un descenso a los infiernos como el de Dante.

Lo que ve Gérard, o su narrador, en el sueño, es un vasto edificio con numerosas salas, una especie de gran Academia o Biblioteca, donde se discute sobre autores griegos y latinos, y se imparten conferencias de filosofía. En un momento dado, nuestro protagonista sale a buscar su habitación en una hospedería llena de viajeros, plena de escaleras, por cuyos incesantes pasillos se acaba perdiendo. Entonces

...al atravesar una de las galerías centrales, me vi sorprendido de repente por un extraño espectáculo. Un ser de tamaño desmesurado —hombre o mujer, no lo sé— revoloteaba penosamente en la altura y parecía debatirse entre espesas tinieblas. Carente de aliento y de fuerzas acabó por caer, finalmente, en mitad del oscuro patio, desgarrando y ajando sus alas a lo largo de los tejadillos y los balaustres. [Traducción de José-Benito Alique, subrayado mío.]

Esa criatura alada, que bien puede uno imaginar como un enorme abejorro pariente del bicho en que se convierte Gregor Samsa, agotada por el esfuerzo antinatural de tratar de subvertir la gravedad de su corpachón sin duda destinado a la vida terrestre, cuando no subterránea, me impactó desde la primera lectura, sí. Su papel en la trama —si hay tal— de la historia es esencialmente nulo. La potencia de su, justamente, impotencia, ese verle sucumbir en un sueño que había comenzado en un lugar de sueño de vastas salas de estudio, ese desgarrarse de sus alas, me producen aún hoy una sensación de desasosiego y —por qué no— compasión, que me lleva al borde de las lágrimas.

Visión aterradora y también majestuosa, si Nerval la tuvo en uno de sus accesos de locura, o en el viaje de cada noche por el país sin cartografiar del Sueño, o si la concibió como el genial escritor que era, ese ángel gordo, esa criatura de nula elegancia, de pura fatiga, entra por méritos propios en un cielo otro, en el que las jerarquías angélicas que se anillan en torno al gran vacío central de la ausencia de todo Creador y entonan cantos que acaso son aullidos de desamparo, tienen que hacerle un hueco entre sus filas, junto con otros seres anómalos, gigantescos, débiles, funestos, otros pájaros del alma que ya no son albatros, sino torpes dodos.

Porque sí, hay una parentela, y Nerval nos la desvela inmediatamente, fijando definitivamente la iconografía de lo que había sido justo hasta la última línea citada, una criatura desafortunada:

Pude contemplarlo durante un instante. Parecía teñido con tintes bermejos y sus alas brillaban con mil reflejos cambiantes. Vestido con un ropaje largo de vetustos pliegues, se parecía al ángel de la Melancolía de Albrecht Dürer...

Y entonces, ante esta visión de un ángel torpe y caído, de un ser masivo que se ha derrumbado ante sus ojos de soñador, éste no puede sino ponerse a gritar cris d’effroi y despertarse sobresaltado.

Aun cuando uno sea un ciudadano de la Nación Melancólica, a la que nos honramos tantos en pertenecer, semejante espectáculo, sí, resulta difícil de soportar, sobre todo porque sabemos lo que significa.

 


-IV-

¿Es un ángel la figura alada del grabado Melencolia I de Dürer, que fue ejecutado en 1514 y que ha sido reproducido hasta la saciedad, con su abigarrada reunión de objetos, su propuesta de infinitos acertijos, su rara composición que incluye, al fondo, unos lejos de mar en el cielo del poniente? ¿Es varón o hembra, si tales distinciones son pertinentes —Nerval dice justamente que homme ou femme, je ne sais? Preguntas fútiles. Lo que sí sabemos de esa figura es que es enorme, y su mirada es sombría, y sobre su frente caen los rayos del sol negro que Nerval fue el primero en bautizar, y que sostiene la cabeza desalentada con su mano izquierda, como se supo siempre que hacían los melancólicos, para acallar el zumbido de sus oídos, un murmurar continuo que les —que nos recuerda la pérdida que no saben, que no podemos ya ubicar en ninguna región del tiempo.

Lo que también sabemos es que el ángel, o la ángela, o el pájaro del alma, o el monstruoso pterodáctilo, cuya mirada se pierde en un fuera de cuadro donde, acaso, no quepan ya más instrumentos de medida, o cuadrados mágicos, o cuerpos geométricos, es que esa figura desmesurada que vino a visitar el sueño del peregrino de Aurélia, está sentada y sostiene en su mano derecha un compás.

No parece fácil distinguir una hoja de papel, o una tablilla de arcilla sumeria, o ninguna otra superficie en la que los movimientos del compás se insccriban, y sin embargo, parecería que, falto de pluma o estilete, el ángel empuña una de las dos patas del compás, aquella que tenía una puntita de mina de grafito, en los compases de la escuela —los míos, de los que estaba tan orgulloso y a los que destrocé con tanta facilidad, me los habían enviado desde Suiza—, mientras que en la otra lo que había era una punzante aguja que dejaba siempre en la lámina la traza de un pequeño orificio, de un pozo minúsculo por donde, inevitablemente, se escurría toda pretensión de exactitud geográfica.

¿Qué podremos escribir con un compás salvo círculos? ¿Cómo evitaremos que se nos clave ese alfiler del otro brazo continuamente en la pierna, como la rastra del relato de Kafka, grabándonos en letras de sangre el mensaje que no ha de ser soslayado? ¿Qué podrá trazar ese mísero carbón de la mitad del compás que aferramos, que no gire sobre sí mismo, que no se enrede en espirales, que no repita una y otra vez su misma nada?

Ah, sí, la escritura circular, inevitable, inútil, sin salida. La escritura de la Melancolía. Quien la probó, lo sabe.

 


-V-

Algún tiempo después, inesperadamente, volví a encontrar al ángel gordo en otra nueva advocación, aún más extrema. Ahora es el 25 de junio de 1914, han pasado, pues, menos de 60 años de su último vuelo. Franz Kafka, a pocos días del decisivo viaje al encuentro de lo que, de manera certera, denominó el tribunal de Berlín, donde se iba a decidir el destino de su atrabiliario noviazgo con Felice —esas palabras inspiran en buena medida a Canetti su lectura de El proceso como una transposición de la relación con la berlinesa—, anota en su Diario un esbozo, un fragmento de relato, de los muchos que pueden hallarse en esos diarios y también en otros lugares, como los Cuadernos en Octavo, que puede acaso pasar desapercibido en esa masa de apuntes geniales y extraños. No se presenta como un sueño, no identifica al narrador, aunque sí se desarrolla en primera persona.

Ese yo dice encontrarse encerrado en su cuarto, dando vueltas por él, desde primera hora de la mañana hasta ahora que anochece —sí, ahora anochece—, adquiriendo un conocimiento perfecto y agotador de cada detalle de los objetos que contiene esa habitación. En un momento dado se sitúa en el alfeizar de la ventana —cuidado, el salto— y mira el cielo raso —incorporé ese término a mi vocabulario, lo recuerdo bien, la primera vez que lo leí en Cortázar, aún hoy no sé si no tiene más sentido decir simplemente techo, pero ese cielo al alcance de la mano, propicio a vuelos rasantes, me parece sin duda más poético— de un cuarto que probablemente sus movimientos pendulares y circulares habrían acabado por agitar.

En efecto, empieza a producirse una especie de transformación cromática, como la del irisado de las alas del ángel de Nerval. El cielo raso blanco se empieza a teñir de violeta azulado, ese violeta se extiende desde el centro hacia los lados, aparece entonces un amarillo, un dorado, todavía en pleno desenfoque, y por encima, de algún modo, el techo se va haciendo transparente: lo que iba a advenir va cobrando forma. Ya parece distinguirse un brazo, una espada de plata. Entonces, el narrador salta sobre la mesa, arranca la bombilla que está en el centro geométrico del cuarto, aparta los muebles, desplazándolos hacia las paredes, para hacer espacio a esa anunciación inminente. Y

Desde una gran altura, yo la había calculado mal, iba descendiendo lentamente en la penumbra un ángel vestido con paños de color violeta azulado, ceñido por cordones dorados, sostenido por unas grandes alas blancas, de un resplandor de seda; en su brazo alzado tendía horizontalmente la espada. [Traducción de Andrés Sánchez-Pascual.]

Ese ángel que se amasa desde una especie de paleta brutal, donde un creador sin identificar mezcla los tintes y los dorados, se cierne sin que se sepa bien por qué sobre nuestro jinete del alfeizar que entonces se dice: o sea, que era un ángel, y piensa el pobre ha debido estar persiguiéndome todo el día y a mí me ha faltado fe para verlo. Expectante, espera su anunciación: ahora me hablará.

Pero entonces, ese ángel desmesurado que viene de un cielo inevitablemente raso sufre la más inesperada —y, para mí, angustiosa— de las metamorfosis:

Pero cuando volví a alzar la mirada, el ángel aún estaba allí, ciertamente suspendido a bastante distancia por debajo del cielo raso, que había vuelto a cerrarse, pero no era un ángel viviente, sino uno de esos mascarones de proa de madera pintada que cuelgan del techo en las tabernas de marineros. Nada más. [Subrayado mío.]

Y de repente estamos en Nantucket y nos vamos a ir a cazar a la ballena blanca, y uno se imagina una talla basta, coloreada de manera burda, unos labios demasiado rojos, unos ojos no bien ajustados al rostro, un ángel de pacotilla, hubiera dicho, reverencialmente, Schulz, colgando del techo, no descendiendo de ningún empíreo, acechando apenas, en su largo sueño de madera, al inquilino ocasional que sólo ahora, sólo cuando ha mirado finalmente arriba desde su larga jornada de miradas horizontales que se chocaban contra las baratijas y las paredes, ha reparado en él.

Pero aún nos espera el último giro de guion de este texto brevísimo e infinito. Nos dice Kafka que dice el narrador, acaso el soñador, que en realidad ese mascarón se había adaptado para convertirlo en una lámpara. La bombilla estaba destrozada, la penumbra aumentaba. Se subió a la silla, colocó una vela sobre el pomo de la espada y simplemente se sentó, ya tranquilo, ya no en la ventana que linda con un exterior profundamente innecesario, y hasta bien entrada la noche le iluminó la débil luz del ángel.  

 


-VI-

En Vértigo, al comienzo de la sección Viaje del Dr. K a un sanatorio de Riva, que narra el periplo italiano de Kafka durante 1913, W.G. Sebald, en uno de sus deliciosos juegos intertextuales decide que, justamente la única noche que K. pasó en Trieste tuvo ese sueño del ángel mascarón, el 14 de septiembre de 1913, casi un año antes de que lo soñado se convirtiera en el esbozo narrativo del cuaderno séptimo del Diario. Pero añade algo sorprendente,

En el hotel se tumba en la cama, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, mirando el techo. Desde fuera, por entre las cortinas agitadas por una corriente de aire, en la habitación se introducen gritos aislados, mecidos por el viento. El Dr. K. sabe que en esta ciudad hay un ángel de bronce que acaba con la vida de los viajeros procedentes del norte y ansía marcharse con todas sus fuerzas.

En Duino, junto a Trieste, un año y pico antes, Rilke había recibido de los labios del ángel los primeros versos de su Elegie y nos lo había dejado claro: los ángeles son terribles. Es apropiado que el Dr. K. —bien lo sé yo, que tanto he sido el doctor ka— tema por su suerte cuando hay ángeles enormes que vuelan por la bahía. Aunque quizás el juego sebaldiano —que siempre tiene más vueltas de tuerca— esconda aquí una alusión a Winckelmann, el historiador del arte, que fue asesinado en Trieste por Francesco Arcangeli. Winckelmann, de Stendhal, en homenaje al cual Henri Beyle, del que se ocupa la primera parte de Vértigo, eligió su seudónimo.

Puede ser, pero estos divertimentos filológicos no son en el fondo relevantes. Lo que para mí resulta estremecedor es la congruencia de mis vislumbres. Sebald, que se convirtió, ya lo sabemos, en uno de mis monstruos sagrados casi instantáneamente, ha reparado en el ángel mascarón de Kafka, que es también el Ángel de la Melancolía de Durero, que tiene un papel muy relevante en los comienzos de Los anillos de Saturno, ese recorrido espiral de Sebald por los territorios de la Melencolia. Y en ese ángel resuena, inevitablemente, el ángel gordo de Nerval, con sus alas chisporroteantes de abejorro.

Así es como construyo mis escalofríos.

 


-VII-

En la edición que manejo de Vértigo hay una extraña errata que parece más bien un acto fallido. El 14 de septiembre —si consultamos el ejemplar en alemán de Schwindel. Gefühle ahí está, bien claro: Am 14. September— se trastoca en el 14 de febrero (la traducción es de Carmen Gómez, la edición es la de Destino, 2001). Esa sería la fecha en la que, en un universo paralelo, Kafka habría llegado por primera y última vez a la ciudad de mis sueños, Trieste. Cuando me empecé a plantear esta entrada durante esta semana era justamente 14 de febrero. Un catorce es siempre una fecha importante para mí, independientemente del santo que conmemore.

En ese Catorce, pues, asistimos a un extraño espectáculo en el que los ángeles se derrumban. Algunas de esas figuras parecen de bronce, o de cera, algunas son apenas mascarones de proa —ay, de qué nave, de qué Pequods—, pero ninguno es grácil, ninguno es rubio y pálido como los ángeles de Tiepolo que Rilke vio en su fugaz paso por el Museo del Prado... en 1913. Es un espectáculo doloroso y glorioso al mismo tiempo. Esos ángeles de la melancolía, de la pesanteur, esos ángeles incapaces de vencer a la gravedad, ni siquiera rebeldes, apenas torpes, apenas derrotados por la acedia, son nuestros hermanos, con ellos formamos las huestes del ejército melancólico que retrocede, retrocede, retrocede hasta quedar arrinconado en una habitación en cuyo extremo más obscuro hay una mesa, con una breve lámpara. Allí hacemos lo que nos corresponde: escribimos. Escribimos hasta que nos sangra la otra mano, en la que se clava la punta del compás que nos recuerda nuestra pertenencia.

En un curioso relato, Hell is the absence of God, el siempre ocurrente Ted Chiang nos presenta las visitaciones angélicas como sucesos catastróficos, breaking news en las que dar cuenta de los destrozos y las bajas humanas provocadas por la irrupción de esos seres monstruosamente grandes y poderosos, que aparecen inopinadamente de vez en cuando en tal o cual punto de la geografía, acarreando una destrucción material adecuadamente compensada por el ascenso inmediato de todas las víctimas a los cielos. Jeder Engel ist schrecklich, sí, y todo encuentro con él será devastador, pues, desdeñoso, nos atropellará, nos aniquilará con su existir más potente, nos convertirá en daños colaterales.

Y, sin embargo, qué otra cosa podríamos hacer sino empuñar el compás aún con más fuerza y seguir escribiendo, mandándonos señales entre los que tenemos colgado del techo el mismo mascarón, entre los que vemos a cada atardecer como el púrpura del cielo, los últimos rayos dorados de un sol que agoniza y que aún no es el soleil noir, se cuela en nuestra habitación, en la que llevamos toda la tarde intentando acabar esta carta, y tiñe el cielo raso blanco donde nuestros ojos se pierden a ratos, como buscando inspiración, o, simplemente, intentando ver el mar, como podía hacerlo, tendido en su lecho circundado de libros de Gli Adelphi, Jep Gambardella en La grande bellezza.

Para tener algo que colocar en el pico del ángel paloma mensajera cuando venga a buscarlo. Para esperar que la siguiente vez que venga traiga algo en el pico para nosotros.


viernes, 9 de febrero de 2024

Imposibilidad de cornejas

 


A partir de un cierto punto ya no hay vuelta atrás. Ése es el punto al que hay que llegar.

FRANZ KAFKA, 20.X.1917

 

-I-

He aquí un ejemplo casi insuperable de escritura extrema:

 

Las cornejas sostienen que una sola corneja podría destruir el cielo. Esto es indudable, pero no prueba nada contra el cielo, ya que cielo significa justamente imposibilidad de cornejas.

 

-II-

Nada puede o debe decirse de un texto en el que lo que se está tocando ya —por el lado de afuera— es la frontera de lo inexpresable. Nada puede o debe decirse, por más que de su sola enunciación broten cataratas de palabras que tienden a una incoherencia aún mayor, a una gratuidad tanto más dolorosa. Esta entrada, por lo tanto, no debería haberse escrito. Pero así es todo: imposible.

 

-III-

Una vez, en 2012 —un año de todos los demonios, y de todos los ángeles— armé un libro de poemas titulado Imposibilidad de cornejas que contenía cuatro composiciones largas. Apunto sus títulos: Pesca de sirenas, Lo que dice la cabeza parlante, Electrocución de un elefante, Optograma. Presidiendo, en alemán, la cita de Kafka. En los poemas, una búsqueda sin término y sin éxito de eso mismo, de lo inexplorable, de lo incartografiable, de lo que no se sabe decir, de lo que no sabe ser dicho. Un derelicto más en la larga colección de los libros de los sueños. Una arqueología.

 

-IV-

En otra ocasión, cuando ya estaba decididamente sumergido en la escritura magmática en la que sigo a duras penas buceando en busca de no se sabe ya qué perlas —pesca de sirenas—, esa escritura fragmentaria y persistente, que tanto debe a los Cuadernos en octavo de Kafka, al Libro del desasosiego de Pessoa, esa escritura que no acumula ladrillos con vistas a no se sabe qué torre de Babel por construir en un futuro imprevisible, sino más bien escombros de un derrumbe prenatal, intrazable, de un terremoto cuyo estruendo reverbera en cada gesto del escribiente, que se quisiera a ratos autómata de Jaquet-Droz para escribir sin miedo Je pense donc je suis —y Pris hace los coros de ese atrevimiento—, en otra ocasión, digo, anoté: El juicio final iba realizándose de manera sucesiva en todas las habitaciones del hotel. Y entonces miré al cielo: se había llenado de cornejas y se estaba haciendo añicos.

 

-V-

Cada día, al menos esos días en los que la fortuna quiere que me siente a la mesa para escribir, me engaño con proyectos infinitos, con planes progresivamente más demenciales para el asalto a la inexpugnable fortaleza de la Novela Definitiva, me contradigo —contengo multitudes, diría Whitman, pero no yo, yo estoy cada vez más hueco, mis palabras, cuando me aventuro a declamar en voz alta, resuenan como en una tinaja y persevero en este conatus, en esta autoimpuesta tarea interminable que sólo en las ocasiones más faustas podría seguir llamándose escribir, pues los nombres importan. De esas jornadas, de esos periplos retorno a veces, si los dioses han sido propicios, a la vida cotidiana, a sus sofás, sus televisores, su metro o sus aulas, con dos o tres piedras de extraño brillo, substitutas de esas perlas que se esconden en las ostras de los baúles de Pessoa sumergidos en los transatlánticos hundidos de Rilke. Esas joyas a medio desbastar coinciden exactamente con lo contrario que iba a escribir cuando las escribía, van exactamente en la dirección opuesta, son inesperadas, como visitas en la noche de fantasmas que ni siquiera son de nuestra familia. Pequeños relatos que hablan de un cielo hecho añicos. Poemas mínimos que ordenan piensa en la resurrección. Enunciados que sólo en caso de extrema necesidad cabría calificar de aforismos. Fragmentos, en suma, magma, en suma, moho, en suma. Y por esos textos daría, doy, daré la vida.

 

-VI-

No siempre fue así. Hubo tiempos en los que creía en el poema, un poema de decenas de líneas, en los que creía en una novela que empezaba por el principio y acababa por el final, con todas las estaciones del recorrido perfectamente señaladas, y donde el bolígrafo avanzaba sin despistarse montado en los raíles del optimismo, aunque fuera hasta Kalda. Pero un día leí los Cuadernos en octavo de Kafka, y supe que existe una meta, pero no un camino: lo que llamamos camino es vacilación.

 

-VII-

Ah, sí, recuerdo muy bien el momento. Yo fui amamantado literariamente con leche de Kafka esa leche negra del alba de Celan, me paseé por el barrio yendo hacia el colegio con un libro de Kafka en las manos. Leí sus novelas. Un día, cuando aún tenía que ir con mi madre y mi hermano de compras, tardé horas en decidir qué libro me llevaba a casa, para su enfado. Elegí finalmente América de Kafka —América es el título de Max Brod, la novela, inconclusa como todas, se publica ya como El desaparecido—: yo debía de tener trece, catorce años. En la edición de El castillo —siempre en El Libro de Bolsillo de Alianza Editorialhabía una gran K en la portada: mi inicial desde entonces, la de mi verdadero nombre. Leí y leí a Kafka hasta pulverizarme los ojos —sí, Alejandra Pizarnik y aprendí en qué consistía el infinito, pues en cada palabra, y sobre todo en los intersticios entre las palabras anidaba un infinito de lecturas, un enjambre de cornejas que había que tener cuidado de no alarmar, pues, es sabido, una sola corneja podría destruir el cielo, y yo era un Atlas aún tan joven...

 

-VIII-

Ah, sí, recuerdo muy bien el momento. Yo tenía veinte años, había empezado a estudiar alemán para poder leer a Kafka en alemán así le contestaba a mis profesoras cuando me preguntaban por mis razones, y era cierto y en la biblioteca del Goethe Institut mi nomadismo encontraría siempre un caravanseray propicio en cada biblioteca que me saliera al paso cogí un tomo de las Obras completas de Kafka y había en ella textos que yo no conocía, porque aún no habían sido publicados por Alianza, aún no eran libros de bolsillo que comprar en una librería de aquellas por las que ya me paseaba solo, y tanto. Poco después me compré los Cuadernos en octavo en inglés —no los podía conseguir en castellano, también me compré las Cartas a Felice en francés, en París, en Gibert Joseph, cuando no conseguía reunir los tres tomos de la traducción castellana: ávido de tenerlo todo de Kafka y luego salieron por fin en Alianza, y luego Galaxia Gutenberg publicó las Obras completas, salvo las cartas, y tuve al fin toda esa cueva de Alí Babá atestada de joyas de colores imposibles de describir.

 

-IX-

Ahí vinieron las cornejas, y otras faunas igualmente mitológicas (ocultos bajo los faldones del mantel que cubre el altar, somos víctimas a la espera):

 

Los leopardos entran en el templo y beben hasta vaciarlos los cálices de las ofrendas. Esto se repite una y otra vez. Al final puede contarse con que lo volverán a hacer y pasa a convertirse en parte de la ceremonia.

 

Hay escrituras extremas que chirrían en una región de las vísceras que no puede determinarse. Hay escrituras extremas que ululan provocándonos un terror inexpresable. Hay escrituras extremas que suenan como un theremin destemplado y nos hablan de los planetas exteriores. Hay otras que resuenan como coros celestiales en un firmamento de iglesia románica. Hay otras en las que nos reconocemos íntimamente, por las que ya nos hemos paseado en esos sueños de justo antes del despertar, los que se nos quedan en la punta de la lengua. Y luego está Kafka.

 

-X-

Algunos de esos textos fueron compuestos en el otoño de 1917. En agosto había aparecido la sangre, el primer indicio de la tuberculosis, que Kafka señaló como un cumplimiento y como una liberación —ése es el punto al que hay que llegar— y que condujo a la separación definitiva de Felice hace unos años, ya lo saben, escribí todo un libro sobre K. y Felice, que hacía eco con el decisivo de Canetti, El otro proceso, pero de Canetti hablaré en un momentoy a un obligado cambio de régimen de vida que en primera instancia condujo a Franz a una estancia junto a su hermana Ottla en el campo, en Zürau, o Siřem si queremos decirlo en checo, donde escribió en sus cuadernos en octavo un conjunto de textos que no podemos calificar de otro modo que alucinantes. Después, seleccionó de entre ellos una centena, constituyendo un conjunto que quedó inédito y que pasó a llamarse Aforismos de Zürau, si bien no todos fueron escritos allí, o, en el atrevimiento irritante del titulador Max Brod, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero. Las cornejas graznan furiosamente al oír ese título.

 

-XI-

Kafka cumple en unos meses cien años de muerto. El 3 de junio de 1924 en Kierling, Austria, llegaba a término el desigual partido que había inaugurado aquella mancha de sangre en el pañuelo de siete años antes. El 3 de junio de 2024 quedarán 18 días para que yo tenga sesenta años. Mi nacimiento ni siquiera está a mitad de camino: cuando yo nací Kafka había muerto menos años antes de los años que han pasado de mi nacimiento aquí. Kafka y yo somos contemporáneos. Lo cual no quiere decir nada, pues Kafka significa precisamente infinito.

 

-XII-

Quizás por esa efemérides, bienvenida, empezarán a aparecer publicaciones que permitirán que engrose mis ya bien nutridos anaqueles kafkianos. La primera de ellas, que ya está en las librerías, es una bella edición de Acantilado siendo de Acantilado, ya se sabe que es bella siempre de los Aforismos de Zürau, bajo el título que, imagino, se pretende catchy de Tú eres la tarea que, claro, proviene de uno de ellos. En la portada, una foto de Kafka con Ottla en Zürau. Sonrientes ambos. La foto se ha teñido de azul. El diseño es impecable, como siempre. Dentro, los textos se acompañan con un prólogo y un análisis aforismo por aforismo de Reiner Stach, el autor de una monumental biografía de Kafka. Por supuesto, apenas vi el libro en la mesa de novedades, lo compré. Fue el sábado pasado, en Zaragoza, en Cálamo, una de las dos librerías la otra es, por supuesto, Antígona que nunca dejo de visitar cuando voy por allí. Lo he ido leyendo esta semana, sobre todo en el metro. Me interesan más bien poco los comentarios, y no soy especialmente partidario de algunas traducciones, pero la aparición de este libro me ha permitido recordar algo que en realidad no olvido, sino que sólo soslayo: sigo viviendo en el país de Kafka, nunca saldré de él, el ferrocarril a Kalda no pasa nunca, y sería hermoso poder acometer esa tarea interminable de la lectura infinita de Kafka, de la exploración de cada uno de esos meandros, de la consagración a una alta escolástica kafkiana, a la que yo, modesto sacerdote en un convento que se parece en todo al Castillo del Conde Westwest, me sometería como a un suplicio gozoso.

 

-XIII-

Por algún motivo que se me escapa, las cornejas en la edición de Acantilado se han transformado en grajos. Mi ornitología es básica hasta la indigencia, y cuando uno traduce nombres de animales o plantas a otros idiomas se da cuenta de que no hay un verdadero solapamiento entre los vocablos, y que la imprecisión es casi inevitable. Krähe, el término alemán, parece identificar a los córvidos en general, así que corneja, o grajo, o simplemente cuervo, podrían ser opciones válidas, pero, aunque grajo en castellano resuena mejor fonéticamente con ese substantivo que parece sugerir la onomatopeya del graznido, no puedo renunciar a mis cornejas. No después de tanto tiempo, después de verlas revolotear tanto por mis cuadernos. Y en cuanto al cuervo, mejor dejémoslo para Poe.

 

-XIV-

Kafka escribió, es sabido, interminablemente, en una escritura igualmente magmática, que sólo arbitrariamente se divide en diarios o relatos. Canetti escribió mucho sobre Kafka Galaxia Gutenberg publicó hace poco un volumen reuniendo todos sus apuntes sobre el checo, incluyendo su lúcido El otro proceso que me sirvió tanto para entender la magnitud de esa novela llamada Cartas a Felice— y también escribió sobre la escritura de diarios. Diálogo con el interlocutor cruel se llama ese texto impagable. En esos pugilatos nos agotamos los escritores clandestinos, que no cesamos de murmurar, como el Océano de Solaris.

 

-XV-

La circunstancia afortunada de que en 1981 le concedieran a Elias Canetti el Premio Nobel de Literatura merecidísimo, pero también extraño, pues Canetti es, sin duda, un escritor peculiarhizo que justo en los años en los que yo iba a la Universidad o al Goethe en metro, cada día, pudiera tener muchos libros de Canetti que leer, y entre ellos sus aforismos, que constituyen otra de esas colecciones inagotables a las que poder acudir siempre. A menudo practico una bibliomancia con el tomo de las Obras completas de Canetti también en Galaxia Gutenberg que reúne todos esos tesoros de breves líneas: abro el libro por cualquier página al azar y leo. Siempre acierto. Lo hago ahora, para completar la entrada: No nos libramos al punto de una palabra que se haya vuelto peligrosa. Antes tenemos que torturarnos largo tiempo utilizándola indebidamente. ¿Se dan cuenta? Funciona siempre.

 

-XVI-

Si practico esa mancia con el Sobre Kafka, de Canetti obtengo esto:

 

La hipnosis de este siglo se llama Kafka.

Es la hipnosis verdadera, y también existe la falsa, que no nombro, pues la han nombrado ya hasta la saciedad.

Pero la hipnosis Kafka, que es la verdadera, es muy tenaz. Aún no ha disminuido en mí, solo a veces siento que podría disminuir.

 

No, Elias, no disminuye.

 

-XVII-

En los apuntes del llamado Cuaderno en octavo G, escritos en Zürau, donde están las cornejas y los leopardos, a veces Kafka incluye fechas. Cuando escribe el día siguiente al 30 de noviembre de 1917 por error fecha esos fragmentos el 31 de noviembre. Así quedan datados, ya para siempre. Es ahí, a esa estación de metro llamada 31 de noviembre ¿qué batalla inmortal, qué revolución conmemorará esa fecha de un universo paralelo? a donde nos conduce la lectura de Kafka, ahí es donde se encuentra el monasterio. Leemos en el monasterio el santoral del día: Qué ridículamente te has enjaezado para este mundo. Y cómo decirnos que no fuimos nosotros quienes nos enjaezamos, ni quienes nos engancharon al tiro, ni quienes nos golpearon con el látigo, cómo decirnos que somos, como mucho, palabras.

 

-XVIII-

Al fondo, quizás Pascal. Para mí fue sobre todo Bernardo Soares, ya lo he dicho. Cioran también, a ratos. Es necesario proveerse de un breviario, en el que poder encontrar las enseñanzas apropiadas para sobrellevar esta travesía que nos conduce desde la oficina del nacimiento a la oficina de la muerte. Miro las notas que tomé antes de empezar esta redacción, las que decían de qué quería escribir. No me falta casi nada, me parece. Y sin embargo... Nada puede ser dicho, y si algo pudiera ser dicho, no debería decirse. Por la esquina del cielo asoma la cabeza de una corneja. No nos queda mucho tiempo.

 

-XIX-

Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach, escribía Borges en el Museo de El hacedor por boca de su heterónimo instantáneo Gaspar Camerarius. Yo, que tantos hombres he sido, apenas he podido ser Josef K., vencido por el cansancio de un Odiseo que no acaba de encontrar la puerta de Troya, obturada acaso por un enorme caballo de madera. Los nombres importan. Yo fui Josef K. una vez, cuando era muy joven, y escribí una especie de columna de una especie de fanzine que titulé Der Prozeß —la ortografía correcta parece ser ahora Proceß—, me bauticé así, jugando con fuego, acepté como heterónimo a un oficinista perdido en un laberinto que era y no era el de sus propias vísceras. Lo demás fue inevitable: cuando me preguntaron mi nombre contesté así, ya no me daba tiempo a ser otro. Si me preguntan ahora, creo que ni siquiera diría Josef, me limitaría a contestar K., la inicial de mi verdadero apellido, Krähe, corneja.

 

-XX-

Yo, que tanto he sido Josef K., en cuyo abrazo de palabras desfalleció acaso quién lo recuerda ya una Matilde Urbach de la que Borges no pudo saber nada, me levanto ahora de la silla, salgo del sótano de escribir en donde no cabe ninguna Felice, me arreglo el nudo de la corbata, ando a grandes zancadas por una ciudad que se llama Praga y es Madrid, me sitúo en el centro exacto, que se llama Zürau, o Siřem si queremos decirlo en checo, empiezo a batir mis alas negras, alzo el vuelo y me dirijo al cielo, porque el cielo es algo que debe ser destruido. Y si es verdad que cielo significa imposibilidad de cornejas, mi vuelo, sostenido hasta el agotamiento, me permitirá llegar entonces a ese detrás del firmamento, a esa tramoya donde los dioses juegan sus solitarios, a esos despachos de paredes desconchadas donde, en grandes archivos, se almacenan las fichas de todos los nacidos, a esa biblioteca infinita donde las obras de Kafka se leen interminablemente, en silencio, durante una eternidad así justificada. Pues sólo hay una meta, pero no hay camino. Todo camino es vacilación.


 [Por si alguien está interesado, ésta es la dirección de YouTube donde puede encontrarse completa mi conferencia sobre "El ojo cortado" del pasado lunes: https://www.youtube.com/watch?v=XZp5PgyOqRo]