martes, 31 de diciembre de 2024

Invitación al viaje

 


Tu connais cette maladie fiévreuse qui s’empare de nous dans les froides misères, cette nostalgie du pays qu’on ignore, cette angoisse de la curiosité?

CHARLES BAUDELAIRE, L’invitation au voyage


1.

En unas horas finaliza el año Kafka. Este año Kafka, porque ha habido otros, habrá otros, el tiempo de los aniversarios es a la vez lineal y cíclico, pero ya no habrá para mí otro centenario de Kafka. Puede haber un sesquicentenario cercano (en qué momento puede uno usar semejante belleza de palabra…), cuando en el 2033, al borde de mi setentena, se celebren los 150 años del nacimiento del praguense. Si no nos hacemos trampas en el solitario con cuartos de siglo, eso es todo. Se ha pasado el año sin que, al final, cumpliera mis propósitos de dedicar mi 2024 a los Altos Estudios Kafkianos. Ha sido un año muy atareado para mí, ya lo saben Uds., que me han seguido. Y en todo caso, no me hacen falta centenarios para dedicarme a Kafka.

 

2.

No parece que haya grandes aniversarios de escritores para el 2025, o por lo menos entre los de mi preferencia. Me parece que no habrá otro de semejante magnitud hasta el año siguiente, el 2026, cuando se cumpla el centenario de la muerte de otro praguense, Rainer Maria Rilke, que justamente hace un par de días, el 29 de diciembre, cumplió sus 98 años de muerto. La coetaneidad y la coincidencia geográfica de dos gigantes como esos dos autores, que son tan divergentes en muchos aspectos, por otro lado, es uno de esos misterios gozosos de la historia de la literatura. Como ya saben, hace un tiempo les dediqué un ensayo, inevitablemente inédito, a ambos, en torno a sus epistolarios amorosos.

 

3.

Hubo una tercera persona que se coló en ese ensayo, que di en llamar “Los amores bidimensionales”, y lo hizo porque, de algún modo, apareció de forma sobrevenida, reclamando su vértice del triángulo: la gran poeta rusa Marina Tsvietáieva. También he hablado de eso por aquí: en el verano de 2015 (ya va a hacer una década el tiempo pasa de una manera insoportablemente inclemente), mientras luchaba por alumbrar Morgana en Duino, junto con su hermano mellizo, ese ensayo sobre la imposibilidad, en una librería de Girona me topé con las Cartas del verano de 1926 (que tendrán también su centenario, pues, en poco tiempo), entre Marina, Rainer y el eslabón que les unió, Borís Pasternak. Un libro difícilmente comparable a ningún otro, por el calibre de las personalidades implicadas y por la historia de amor (de un amor que no puede tener equivalente en el mundo físico, y por eso se refugia en el mundo de la poesía y las correspondencias) entre dos poetas, alejados en el espacio, también, de algún modo en el tiempo, pero capaces de definir (al menos Marina, Rainer está ya tan cansado y quebrantado por la enfermedad por ese entonces) un tercer ámbito, más allá del vivir o del estar muerto. Ése es el reino de Marina, la tercera persona. Ése es el reino en el que cabría cobijarse, especialmente en días como hoy, cuando se nota tanto el que los engranajes no se detienen, y que estamos atrapados entre las ruedas dentadas de esa maquinaria.

 

4.

También les he contado (ésta no es, me parece, una entrada para ser original, tiene otras finalidades) que, enterada Marina del fallecimiento de Rilke, pero no teniendo aún todos los detalles a su disposición, compone un poema bellísimo que se ha dado en llamar Poema del año nuevo, o Carta del año nuevo, o simplemente Del año nuevo, y que está dedicado, claro, al poeta que acaba de abandonar el siglo, que dirían los clásicos, es decir, que acaba de trasladarse a ese otro emplazamiento, esa otra habitación del tiempo, que tendrá que empezar a amueblar, a cartografiar con nuevos e inconcebibles poemas en no se sabe qué lenguas angélicas, ese territorio que está al lado, o incluso aquí mismo, como está el país de los ángeles, que pasan entre nosotros sin siquiera percibirnos con su existir más potente, ese lugar a donde Marina expide su misiva, que ha de ser entregada en propia mano.

 

5.

Y por último, igualmente saben que uno de mis rituales de capodanno es releer el poema de Marina, introduciéndome así en la intimidad de esa correspondencia privada, aceptando así el regalo de la poeta, que contestaba de ese modo al otro regalo que Rilke le hizo poco antes, cuando escribió para ella nada menos que una Elegía, la undécima de las de Duino (o eso decide ella que sea, y no sin justicia). Es algo que haré, con detenimiento y delectación, apenas termine de escribir esto, que es mi regalo, mi carta de Año Nuevo para Uds., y que les entrego, como debe ser, en propia mano.

 

6.

¿Por qué les cuento, por lo tanto, todo esto, si de algún modo ya se lo he contado, y además es algo que gira sobre mis mismos temas, mis mismos intereses, mis mismas obsesiones? ¿Lo hago porque me veo en la obligación de solemnizar el hecho de que el astro en que hemos sido depositados ha cumplido, con rigor funcionarial, su trabajo y ha concluido una nueva órbita, topándose así con el hito o mojón que de manera tan profundamente arbitraria colocamos aquí, un poco a la izquierda del solsticio, ese punto indiscernible de la sucesión de puntos indiscernibles de la trayectoria que hemos dado en llamar treinta y uno, como si fuéramos jugadores de un mus cósmico peligrosamente regado con el pacharán del hacernos viejos? ¿Lo hago para que me lean justamente hoy y se acuerden de mí en este passage? No, bueno, sí, también, pero no lo hago por eso, lo hago para invitarles al viaje.

 

7.

Fue en 2012 cuando me fui a Duino, eso también lo saben Uds. porque lo he repetido hasta la saciedad, a celebrar mi propio centenario privado, el de la voz del ángel que escuchó Rilke allí dándole el primer verso de las Elegien. Cuando se cerraba 2011 mi vida era objetivamente muy complicada. El viaje ya estaba, claro, programado, e incluyó Venecia y Trieste, la ciudad de la que me hice hijo adoptivo desde entonces. Así que propiamente no puede decirse que ese periplo, tan sumamente importante para mí, para mi vida en general, y desde luego para mi vida en tanto que escritor, pudiera definirse como un propósito de fin de año, pero sí recuerdo que poco antes la idea me asaltó con una poderosa fuerza redentora. Era eso, eso lo que era preciso hacer en ese momento, era inexcusable, y sería decisivo. Y acerté, lo fue. Lo sigue siendo. Así que, en el Fin de Año del 2011, que fue algo más bien pesadillesco por motivos que no relataré, seguramente no formulé propósito alguno, pero lo cierto es que unos días después yo bajé del autobús en Duino y vi el árbol retorcido dibujándose contra el Mar Gris y todo comenzó. Acepté la invitación al viaje.

 

8.

Un viaje me llevó a Girona a esa librería en 2015. Otros viajes igualmente fundamentales me han trasladado a ciudades que forman parte de mi mitología personal. Pero no se trata exactamente de desplazarse, no se trata de trenes o aviones o distancias o ciudades, ni siquiera de hoteles (aunque, bueno, un poco de hoteles, sí), el viaje es otra cosa, otra cosa que no seré capaz de explicar en estas líneas, sobre todo porque no puede explicarse, o no, al menos, en términos racionales. Tendría que ver, me parece, con un gesto de rebeldía, un gesto de rebeldía que lo es tanto más en tanto en cuanto se parte de un convencimiento absoluto de que en el fondo no hay nada que hacer, que las cartas están repartidas, los destinos fijados, por la biología, la suerte, la historia, que apenas tenemos margen de maniobra para doblar el fuerte brazo del Sino, que, por otro lado, no es más que un personaje que ha perdido completamente la cabeza desde siempre. Es decir, que las cosas ni siquiera nos ocurren, que nosotros ocurrimos, y que toda estrategia, todo plan, todo relato, son siempre posteriores, o falsarios, o marginales, o ineficientes. Y sin embargo… O no, no sin embargo: por eso mismo.

 

9.

¿En qué consiste la rebeldía, pues, en qué consiste el viaje? En decirnos de otro modo, en decirnos otras cosas, en hacernos ficticios, en hacernos poema. Nada de lo que me alteraba en 2011 tenía que ver con Duino o Rilke, ni siquiera Rilke es un poeta consolador, ni siquiera es fácil, ni siquiera es un poeta que me llevara acompañando desde la infancia, como tantos otros. No había ningún heroismo particular en partir para Duino, no era un viaje complicado, ni habría en él ningún tono de aventura caballeresca. No me esperaba ningún corazón de las tinieblas. Se trataba de tomar un desvío, pergeñar una bifurcación que no existía, cambiar el letrero junto a la carretera, como le hacía el Coyote al Correcaminos para llevarlo a la trampa. Exactamente así: sabiendo que es mentira, que no servirá, que el Correcaminos no caerá en la trampa, que seremos nosotros los que nos despeñaremos por el abismo. Precisamente por eso.

 

10.

Lo intento un poco más. En la breve posesión del futuro hipotético, en el trazado del esquema sobre la página de nuestra mente, en el anhelo, se esconde el único juego de manos que podemos hacerle al tiempo, el que lo consigue estancar, o desviar para que riegue con su río las plantaciones de los poemas, que de otro modo se agostarían, como nos ha pasado tanto tan desde siempre. No es que sea verdad, el tiempo sigue, y, si no, vean Uds. como, en breves horas, inauguraremos el segundo cuarto del siglo XXI, y pasaremos a estar más cerca del 2050 que de ese 2000 que nos parecía tan remoto cuando éramos niños y veíamos películas de ciencia-ficción. El tiempo sigue, pero arrojamos a él una materia densa, un fuerte engrudo que lo espesa, que lo congela incluso, aunque el deshielo llegue tan pronto: esa ilusión de permanencia, esa tentativa de fuga, ese brotar de poemas, es el viaje. El que lo probó, lo sabe.

 

11.

Por eso es preciso ir a Duino, o a Raron, donde la bella tumba de Rilke domina el valle del Ródano, que es a donde se desplaza, por la magia de la poesía, Marina, condenada a su Bellevue de exiliada y próximamente a un retorno letal a la Unión Soviética. Son esas inesperadas rutas postales las que hay que explorar cuando se cambia de año, son esos pasaportes escritos en lengua angélica los que hay que echarse al bolsillo cuando vienen mal dadas, es decir, siempre. El que fue a Duino en los primeros días de 2012, el que sabía ya que iría en los últimos días de 2011, cuando Rainer tenía apenas 85 años de muerto (cómo pasa el tiempo…) no es ya, claro, el que escribe estas líneas, porque justamente aquel se mudó, aquel aceptó la invitación al viaje, y nos dejó su crónica, y ahora podemos leerla. Otros no hicieron más que lo que les tocaba: ya se sabe, las cosas serias. Levantarse por la mañana, ir a trabajar, contemplar las palomas de Levrero en el edificio de enfrente, envejecer con la mínima dignidad exigible, en suma, enmohecerse. También tengo crónicas de todos ellos, todos somos el mismo. Pero las leo muy de tarde en tarde. En cambio, los viajes… Esos viajes en los que a uno le pierden el equipaje y ha de improvisar y sacarse de la manga, o de donde estuvieran, sus mejores versos. Esos viajes en los que uno puede verdaderamente perderse, y no volver a aparecer, como esos johatsu japoneses. Esos viajes. Y muchos de ellos los he emprendido (los emprendo) desde esta misma mesa, frente a esta misma pantalla, arropado por estos mismos libros, acompañado de ustedes.

 

12.

Invitación al viaje es, por supuesto, el título de uno de los poemas más conocidos de Charles Baudelaire, incluido en Les fleurs du mal. También tiene ese título un pequeño poema en prosa del francés que forma parte de su Le Spleen de Paris. En esa invitación, al del poema se le convida a un viaje que llevará a un lugar maravilloso, a un oriente de belleza y lujo, a un paisaje incomparable, a ese país que es justamente , el país que es ella. Es ahí donde el poeta quiere mudarse, es ahí, en esa tierra del encuentro infinito, donde se desea pasar el fin de un año que ya no tiene fin. Hay muchos viajes en la literatura, hay odiseas que nos vienen alcanzando desde siempre, hay remotos continentes por descubrir y luego, ay, descubiertos, hay galaxias innumerables en el espacio insondable, pero no se necesita ir a ninguna parte para encontrar ese país de Jauja que nos muestra Baudelaire, nuestro guía.

 

13.

Invitación al viaje es también un bello y triste relato de Julio Ramón Ribeyro, una pieza que seguía inédita después de la muerte del peruano, que no había sido incluida en su voluminosa colección de relatos completos, y que ha aparecido hace poco. Es un cuento de iniciación, en el que un niño transita por esos alrededores de la ciudad inmensa que son ya otro lugar, habitado por otra gente. Hay mucho de las noches nervalianas en él. Lo leí con extremo placer, me abrió la puerta a un autor que llevaba demasiado tiempo haciendo esperar en mi inabarcable lista de lecturas. Y fue, inevitablemente, el título. Fue el título lo que era imposible de soslayar: cómo va uno a negarse, nunca, bajo ningún concepto, a una invitación al viaje. Aunque sea el viaje de Dante. Especialmente si es el viaje de Dante.

 

14.

Hay un cuadro (hay muchos cuadros) que no puede reproducirse. Si uno busca entre los libros, si uno fatiga Google, aparece una y mil veces, y cada vez es distinto, cada vez es peor, cada vez es menos. Se trata del Mönch am Meer de Caspar David Friedrich. Esa combinación de grises y negros y azules plomizos no fotografía. Compruébenlo Uds. mismos. Ya lo conocen, ya les he hablado de él (les advertí que no habría novedades, para este fin de año me rodeo, como no podía ser menos, de mis fetiches). Lo vi en otro viaje fundamental, a Berlín, una ciudad a la que había ido realmente mucho, por motivos de trabajo, durante un tiempo, pero que no había podido apreciar adecuadamente y, sobre todo, un lugar lleno de museos que no había podido visitar. Ahí, en 2010, antes de todo aquello, pero después de tantas otras cosas, me quedé atónito al contemplar un cuadro que no conocía, pero que resonaba tan profundamente con algo que sólo puedo haber visto en otros viajes, en esos viajes de los que no tenemos crónicas, más allá de las deslavazadas ristras de imágenes inconexas del despertar. No he vuelto a verlo desde entonces. Es decir, lo he visto mucho, lo veo todo el rato, pero no es él, porque ese cuadro no se puede ver si no se ve, y no se ve si uno no va a verlo. Por eso tengo que volver a Berlín. Igual que no se puede ver a Rothko si no se le ve, y por eso le he perseguido tanto, y lo he atrapado en Viena aquella vez decisiva, y París hace poco, y Basel varias veces, y Zürich aquel día de todos los demonios. Y no es casual que Rothko y Friedrich salgan en el mismo párrafo, ya se lo pueden Uds. imaginar. Pero habría muchos otros: durante un tiempo fui un avezado cazador de caravaggios. Motivos para el viaje, en este caso, sí, el viaje de aviones y hoteles y museos. Pero ya no insisto más, ya me entienden.

 

15.

Sí, porque uno tendría que hablar de las librerías de París, o de los capuccini en Roma, o de las galerías y soportales de Torino. O de tardes y tardes en Barcelona, repitiendo itinerarios semejantes, en busca del otro que también fui, y soy, en esa ciudad que es el reflejo en la obsidiana (¿o es al revés?) de mi ciudad. Esa ciudad que tiene mar, aunque a mí me baste con saber que lo tiene, y jamás vaya a verlo, porque el mar es en sí mismo la purísima invitación al viaje, y en este caso uno puede ver el mar sin verlo, y yo lo hago todo el rato, y estar en el mar es justamente lo que hago cuando escribo, y ahí no soy el monje abrumado ante la inmensidad, sino esos otros paseantes de Friedrich que miran los barcos.

 

16.

Por poco que me conozcan a estas alturas ya saben que no soy lo que podría decirse convencional. Y no es que no lo sea por puro esnobismo o por llamar la atención, no, es que me dibujaron así. Por lo tanto, no cabe ya que esperen de mí una simple felicitación. Lo cual no quiere decir que no desee su felicidad, antes al contrario, para mí es extremadamente importante que sean felices, o no, ya saben que no, que la felicidad es algo que me parece siempre muy sospechoso: que estén contentos, y contentas, y alegres, que tiene esa e que nos incluye a todes. Es muy importante para mí porque justamente sé que la vida es triste y compleja y llena de pozos y llena de fango y llena de angustia y llena de cosas que para qué mencionar, cuando todos somos ya mayorcitos y sabemos de lo que hablamos. Pero por eso mismo no se trata de simplemente añadir una fórmula más, repetir las palabras gastadas por el uso. De lo que se trata es de invitar al viaje, de ofrecerme como guía, o de ofrecerles mis guías (Friedrich nos espera en el muelle), de ofrecerles mi compañía, de invocar juntos a la sagrada divinidad del Encuentro, de no aplazarnos más, de no seguir jugando a ese peligroso juego de vivir que es justamente el peor modo de estar vivo, se trata de embarcarnos, de bucear a pleno pulmón, como los pescadores de perlas, de esbozar con los brazos el gesto del vuelo por si cuela, por si salimos de repente volando por el balcón y nos vamos a visitar a las palomas de Levrero, mientras Levrero sigue escribiendo incesantemente que no puede escribir.

 

17.

Marina empieza como corresponde, ¡Feliz año nuevo! Pero luego sigue en esa primera carta al nuevo domicilio póstumo y eterno de Rilke: ¡Feliz mundo, limbo, morada! O mundo y luz – borde y hogar – puerto. O mundo – faro – amparo nuevo. O bord nouveau – monde – abri (sí, también la tengo en francés…). Dice todo eso porque cada traducción dice una cosa, y eso ocurre porque ciertamente el ruso de Tsvietáieva es tan complejo y tan compacto y tan lleno de resonancias que no hay forma de verterlo unívocamente. Y ahí, ahí, ya tan ahí, apenas en la primera línea del poema, está el viaje. Ahí se abre una biblioteca infinita, un scriptorium en el que alojarse durante milenios, un paisaje inagotable. Y luego sigue otro verso. Y luego se acaba el poema. Y hay muchos otros poemas. Y hay otros poetas. Y hay otra literatura. Y hay cine. Y hay pintura. Y hay lugares. Y hay gente. Hay gente. Gente con la que encontrarse, gente con la que hablar de poesía, gente con la que pasear, gente con la que estar callados, gente a la que abrazar. Y luego empieza el poema otra vez y luego, un día, todo se acaba, claro, pero todos aquellos enviados que partieron a sus viajes, todos aquellos conquistadores que colonizaron esas llanuras del aire son inmunes a la usura del tiempo, son idénticos a la idea feliz con que los concebimos, son indestructibles en su evanescencia.

 

18.

Feliz Año Nuevo, pues. Éste es mi mensaje de Fin de Año, y se lo entrego aquí, en propia mano. Y que los vientos nos sean propicios.  

 


lunes, 23 de diciembre de 2024

La novela luminosa

 


 

…no hay nada que me destroce más los nervios que tener plazos para hacer las cosas.

MARIO LEVRERO, Diario de la beca, viernes 16 de marzo de 2000, 02.13 h. (abierto al azar)

 

1.

Mario Levrero, el gran escritor uruguayo, además de componer un Manual de Parapsicología, ser adicto a las novelas policiacas pulp que compraba en mercadillos y librerías de viejo de su adorada Montevideo y escribir algunas de las mejores novelas y cuentos de los últimos cincuenta años, fue en algún momento de su vida inventor de crucigramas. Me lo imagino, armado de todos los trucos del crucigramista de pro, engarzando palabras, letra por letra, en la cuadrícula vacía de la página, como si estuviera colocando personajes en las ventanas de un patio de vecindad, en el que él esperase, como si fuese el Jeffries de Rear window de Hitchcock, a se cometiera el crimen que luego narraría con la pasmosa destreza de la que era capaz.

 

2.

Construir, producir, escribir crucigramas no es una actividad sencilla, pues depende de la más difícil de las artes: el encaje. Una orgullosa palabra de nueve letras deberá someterse a una disciplina de afluentes, usar los codos de sus N y sus L para sostenerse entre bisílabos y términos que sólo se usan (o se usaban) en los crucigramas: extremo inferior de la antena, CAR. Al final, lo que se acaba dibujando es un extraño mapa de senderos, al cual adjuntamos, a modo de clave de lectura, una tabla con definiciones (acto de embalar, símbolo químico del platino, lapso en que la Tierra da un giro completo en torno al Sol) que nos permite orientarnos, para poder dejar caer esas miguitas de letras sobre las que volver, con la goma de borrar del otro extremo del lápiz cuando toda la conjetura se derrumba por una b imposible, o la yuxtaposición de dos consonantes impronunciables. O así era, así fue alguna vez, cuando Mario Levrero escribía sus crucigramas.

 

3.

No tengo una memoria clara de cuándo llegó a mis manos el primer libro que leí de Levrero, pero debió de haber sido a comienzos de 2020, probablemente en la desaparecida (ay) La Central de Callao, quizás cuando iba a ella en esas fechas a un curso sobre Clarice Lispector que se impartía allí, en el garito del sótano. Sí recuerdo, claro, el título del libro: Trilogía involuntaria. Es decir, no es el título del libro, sino el apelativo jocoso bajo el que se acabaron reuniendo tres novelas alucinantes (en el puro sentido alucinógeno del término): La ciudad (la primera que publicó Levrero, en 1970), El lugar y París. El impacto fue brutal, no sólo devoré las páginas de esa Trilogía sobrevenida, perdiéndome con gusto en sus vericuetos kafkianos, sino que me convertí en un levreriano instantáneo, después de haber ignorado la existencia del uruguayo tanto tiempo. Fue un enamoramiento y, como tal, fue súbito, devastador y quizás también efímero.

 

4.

No registro mis adquisiciones libreras, pero tengo la (sana) costumbre de usar los tickets de compra como separadores en los libros, así que puedo trazar más o menos bien los pasos de la fiebre levreriana que me asaltó durante el mes de febrero de 2020. Así, en un viaje que hice de fin de semana a Salamanca del 14 al 16 de febrero me hice con sus Cuentos completos (en la librería Víctor Jara) y con la decisiva La novela luminosa (en Letras corsarias). Ávido de conseguir la obra completa (algo que me pasa a menudo, pues mi relación con los libros suele ser más de gula que otra cosa) siguieron cayendo libros a mi vuelta a Madrid, y en pocos días tenía a mi disposición casi todo lo que se podía tener de y sobre Levrero, en unos tiempos en los que ya, por fortuna, y a diferencia de los años de la vida del escritor (murió en 2004), se podía conseguir con facilidad su producción. Y, contrariamente a lo que me ocurre a veces en esos periodos de glotonería, sí que leí esos libros que me compré, y lo hice con gran gozo, y manteniendo el deslumbramiento inicial.

 

5.

En particular, La novela luminosa es un libro que no tiene igual. No se puede, por otro lado, describir fácilmente, o sí, pero esa descripción de ningún modo le hará justicia. La cosa va del siguiente modo: a Levrero, que siempre ha andado a la cuarta pregunta en materia económica, que es y ha sido y seguirá siendo un glorioso vago (atareadísimo, como muchos vagos), incapaz de la disciplina que exigiría un contrato editorial comme il faut y por ello ha venido publicado a salto de mata ya un buen puñado de novelas y libros de relatos, le conceden la prestigiosa y lucrativa beca Guggenheim, lo que le da estabilidad y posibilidad de abordar compras inaplazables (como un par de sillones o un aparato de aire acondicionado para su apartamento montevideano), a cambio del desarrollo de un viejo proyecto literario, que concibió en un momento dado, como quince años antes, cuando temía morir por una operación de vesícula a la que debía someterse, él, el gran hipocondriaco. Ese proyecto es La novela luminosa, y estaba empezado, y con la beca, claro, habría de concluirse. O no…

 

6.

Cuando el ávido lector (y/o comprador) abre las páginas de lo que se llama La novela luminosa, una simple ojeada al índice ya le transmitirá la inevitable perplejidad en la que habrá de sumergirse por muchas lunas, mientras la boca sigue abierta de pura fascinación: La novela luminosa es apenas una de las dos partes de La novela luminosa, concretamente la segunda, que sólo ocupa un centenar de las más de 500 páginas del tomo, que incorpora, antes, como una especie de prólogo hipertrofiado, que acaba colonizando la obra entera, un Diario de la beca, que es el ejercicio más brillante que concebirse pueda sobre la procrastinación, o el bloqueo del escritor, o la vaguería, o el relato de las rutinas, a ratos bastante sórdidas, de un autor ya en la sesentena, que no sabe, aunque quizá sospecha, que está tan cerca ya de su muerte.

 

7.

Y el caso es que La novela luminosa justamente era un proyecto maravilloso: se trataba de hablar de esos, tan pocos, momentos de una vida anodina que merecen el calificativo de luminosos, pero, claro, esos momentos son justamente aquellos de los que en realidad no se puede hablar, y por eso uno se enzarza interminablemente en novelas obscuras, que no acaban de resultar satisfactorias para nadie, y qué bien que el Señor Guggenheim haya decidido al fin subvencionar tan noble afán, por más que el trasnochador, adicto a la computadora, desordenado, obsesionado con las novelitas policiacas de pasta blanda Levrero no sea capaz de escribir más que la contranovela, la novela de la novela, o de la no-novela, la no-vela, por más que haya una larga vela, un largo velar en el que lo que se nos muestra, parece es el negativo de una foto que no se acaba de revelar y no revela lo que contiene esa novela, ya inevitablemente velada, y póstuma, pues La novela luminosa no se publicó hasta 2005, después de la muerte de Mario, que, por cierto, se llamaba Jorge.

 

8.

El 7 de marzo de 2020 me marché a Barcelona, para pasar allí el fin de semana. En el tren fui leyendo a Levrero, El alma de Gardel. Las noticias se habían ido haciendo más y más alarmantes, ya se acordarán ustedes. En particular, yo estaba muy agobiado, porque mi madre, enferma muy avanzada de Alzheimer, vivía desde hace muchos años en una residencia (mi padre había muerto ya en 2018), y había empezado a haber algún caso de covid en las residencias madrileñas, y, bueno, ya saben cómo acabó todo aquello, y no sabía yo entonces muy bien qué iba a pasar, y estando en La Central del Raval ese día 7 de marzo (una fecha que en mi memoria, por otro lado, resuena con desgracias, pues en los años de mi juventud fue la fecha asociada a la muerte por accidente y el suicidio, en años consecutivos, de dos personas que conocía) me llamaron de la residencia de mi madre para decirme que, bueno, que iban a cerrar el acceso a las visitas, que todo estaba bien, que nos irían diciendo, y yo, en Barcelona, en una librería, empezaba a vivir ya plenamente esa forma kafkiana de vida que luego dio en llamarse confinamiento, aunque para encerrarme en casa faltaban unos días, y una remontada del Atleti en Liverpool.

 

9.

Así pues, en esos días pasé de leer a Levrero a vivir en Levrero. Él, que tan poco aficionado era a salir de casa, y mucho menos a viajar, desde que, muy pequeño, le fue diagnosticado, acaso incorrectamente, un soplo en el corazón, que le mantuvo durante años en reposo en su habitación de Montevideo, donde empezó a devorar (y Levrero era el lector más omnívoro que existió nunca) libro tras libro. Yo, como todos ustedes, me vi encerrado en mi biblioteca, lo que fue, a pesar de todo, peor de lo que suena. Por entonces yo tenía muy avanzada una novela bastante atrabiliaria, que había arrancado en las largas estancias en el hospital por las sucesivas enfermedades de mi padre, que acabaron con su fallecimiento, como digo, en 2018. Todo eso mezclado con no poca mitología, algo de esoterismo (guiño guiño) y los consabidos paseos nocturnos por la Ciudad de los sueños. Había acumulado ya decenas y decenas de páginas y estaba todo más o menos ordenado, aunque lo cierto es que aquello aún respiraba un hedor a magma que auguraba la necesidad de muchas jornadas de trabajo, en un tiempo en el que justamente no se tenía ese tiempo, por el trabajo, que aún existía entonces. Allí, en esos días de la cuarentena, esa novela murió, y hasta la fecha. No podía seguir escribiendo sobre enfermedad, deterioro, muerte. Y allí se reorientó mi brújula de lecturas, y en esos strange days, el ciclón Levrero murió de muerte natural, después de un par de meses de entrega infinita.

 

10.

Ya saben que a veces pasan esas cosas. En mi caso, hubo un libro que cerré y no volví a abrir en años, y cuando volví a abrirlo lo hice ya en otro idioma y después de haber sido atrapado, ahora sí ya para siempre, en la órbita de su autor. Me estoy refiriendo a Habla, memoria de Nabokov. Allá por 2011 los problemas con mis padres estaban empezando a agudizarse seriamente, lo cual acabaría conduciéndonos a la mencionada residencia. El libro de Nabokov no era, claro, el primero que leía de él, ya me había cautivado muy joven Lolita, que leí en inglés, y luego Pálido fuego, que primero leí en castellano, y varios títulos más. Las memorias no me parecían entonces demasiado atrayentes, luego, tiempo después, entendí que Speak, memory es una de las obras más bellas que se hayan escrito nunca. Pero entonces, en 2011, el libro de Nabokov adquirió un aura de maldito y fue apartado. Estaba asociado a esas jornadas caóticas. También le pasó a algunos libros de Lispector o Michaux que me llevaba al hospital mientras mi padre estaba ingresado. A veces, esos autores volvieron. A veces, no. Está por escribir, me parece, el modo en que los acontecimientos se adhieren a los libros, como esas manchas de humedad que a veces tienen las portadas o las páginas de los libros de viejo, el modo en que la vida, que en el fondo no importa, altera a la literatura, que es lo que (ojalá fuera así) de verdad importa. Así que un día escribí Nabokov, asesino de mi padre, y me pareció un buen título para un relato, que no llegué nunca a componer, porque Nabokov pasó a necesitar, no ya de un relato, ni siquiera de un libro, sino de toda una enciclopedia por la importancia que adquirió en esta última década para mí.

 

11.

Pero estábamos con Levrero. Hay una celebrada serie de páginas del Diario de la beca, que está efectivamente escrito bajo la forma de un diario, en el que Jorge Varlotta, que es como de verdad se llamaba Levrero (que también se llamaba Levrero, de segundo apellido, y Mario, de segundo nombre, y todo ese juego nominalista daría para mucha discusión), en la que el ocioso y tremendamente atareado en la no-escritura de su no-novela Jorge Mario nos cuenta la evolución del cadáver de una paloma que puede contemplar en la azotea del edificio enfrente de su ventana. Hay todo un proceso de duelo por parte de las otras palomas, un ir y venir, una prontamente advertida descomposición, una transmutación sucesiva del ser vivo en un objeto decididamente inerte, la aparición final de un esqueleto cuyo cráneo era puro pico, nada más, lo cual, a decir de Levrero, venía a justificar el porqué las palomas son unos bichos tan sumamente tontos. En la extraña cadencia del Diario, en cuyo vaivén nos introducimos con gran suavidad (es un libro peculiarmente amable, aunque sea también tenebroso) para descubrirnos, un par de centenares de páginas después, atrapados en su altamar de recurrencias e impotencia, la historia de la paloma es casi la trama en sí misma, la novela obscura de la que intentamos sacar por medio de no se sabe qué alquimia, el revelado de una novela luminosa permanentemente encallada en esos escollos de lo inexpresable.

 

12.

El 15 de febrero de 2020 había comprado en Letras Corsarias de Salamanca La novela luminosa de Mario Levrero. No llego a tener anotado cuánto tardé en leerla, pero en el cuaderno que estaba vigente en esos días transcribí un pasaje correspondiente a la página 447 el día 24 de febrero, así que ya estaba por terminarla. Desde luego, la concluí antes del confinamiento, pero todavía resonaba fuertemente cuando yo mismo pasé a ser el del Diario de la beca, encerrado, intentando escribir algo que justamente ya no podía escribir, anotando esquemas, variantes, proyectos, ideas, que se arrojaban a un futuro indescifrable, en medio de la extraña calma del ojo del huracán en que se había convertido mi barco biblioteca. En mi mesa de trabajo, la mesa en la que estoy escribiendo esto, extendía cuadernos, pequeñas libretas, portaminas, rotuladores de varios colores, plumas estilográficas. Todo parecía abierto justamente en ese estar cerrado. Empecé a escribir listas de cosas sobre las que escribir, a ejecutar índices, concebí un libro híbrido que se llamaría Las cosas serias, lo que hacía referencia justamente al final de Morgana en Duino, un libro sobre autores (Borges, lo primero, el Sur, pero luego tantos otros) que fue engordando cebado con la zozobra del encierro hasta encallar él también, pretendido libro luminoso, como había encallado su hermano obscuro al comienzo de los extraños días. Son etapas confusas, qué les voy a contar. Recién ahora (recién porque he estado (re)leyendo a muchos autores argentinos estos días) parece que estoy en condiciones de cartografiar esos territorios de sequedad. Y es ahí cuando reaparece Levrero, que en realidad había vuelto a reclamar espacio porque el otro día, hace unas semanas, me compré una novedad editorial, unas cartas a la que fue su compañera de vida, Alicia Hoppe, la Princesa, que es la médica que le da bola durante todo el Diario de la beca a ese hipocondriaco que también era yo, en el puente de mando de mi barquichuela, asustado ante la posibilidad de que aquello que estaba pasando me pudiera pasar a mí también.

 

13.

Frente a esa mesa de trabajo (este blog se subtitula Cuaderno de trabajo, y así puede acoger a textos como éste, indecisos y en pleno despliegue de alas en una etapa imago incipiente tras largos años de estado pupa), frente a esta mesa en la que tecleo, trapecista sin red, el texto a la que sale, yo también tengo mi paisaje invariable, como Jeffries con su pierna escayolada, como Levrero mirando a sus palomas. También hay una azotea donde van y vienen las palomas, que no dudan en invadir el alféizar de esta mi ventana con su amenazante corpachón de insalubre ave ciudadana. Largas horas de aquel confinamiento se consumieron en vigilar lo que no sucedía, en atisbar breves movimientos furtivos en el patio, en las ventanas de la casa de enfrente. Las palomas no parecían morirse frente a mí, en ningún momento llegué a ver ningún esqueleto, ningún cráneo que fuera puro pico, pero eran, desde luego, las palomas de Levrero, y yo era, extrañamente, el afortunado becario de la Guggenheim en busca, en desesperada búsqueda, de las bombillas que prender para componer una novela luminosa que aún a día de hoy no ha acabado de encenderse.

 

14.

Y también, claro, teletrabajaba. En un doloroso ejercicio de sinsentido, yo, el docente que amaba las tablas, que adoraba ejercer su oficio histriónico de intérprete teatral ante el auditorio (forzado, pero quiero creer que complacido) del alumnado, pasé, como todos, a transmitirme, a grabarme, a mantener largas reuniones áridas por Zoom, en definitiva, a enmohecerme (gracias, Juan Larrea, por la cita; Larrea, que me atrapó en esos días). Hubo que inventar procedimientos de examen. Por fortuna, el grueso de mi docencia ya estaba concluido en el primer cuatrimestre, sólo estaba impartiendo una asignatura de máster que se llamaba Procesado de imágenes. Durante las clases yo miraba mis ventanas de enfrente, mi azotea, mis palomas. Entonces, inevitablemente, acabaron saliendo hasta en el examen:

 

A lo largo de nuestro confinamiento y, por la posición de nuestra mesa de trabajo, hemos contemplado siempre el mismo paisaje, consistente en un edificio frente al nuestro, con una fachada en la que hay una sucesión de ventanas, que corresponden a los diferentes apartamentos que en él se encuentran. Aburridos de ver todo el rato lo mismo, pero muy interesados en nuestro curso de Procesado, decidimos que nos interesaría poder, a partir de una fotografía localizar esas ventanas, mediante la detección de sus contornos. ¿Cuáles serían los procedimientos a los que podríamos recurrir para ese fin? Haz tu propuesta y ten en cuenta que debe ser personal y estar justificada, procurando que tu algoritmo sea lo más robusto posible frente a los diferentes factores que pueden influir en el proceso, y pueda funcionar satisfactoriamente en todo momento, a lo largo del confinamiento (piensa que habrá diferentes niveles de luz, variaciones en el tiempo atmosférico, las imágenes pueden no ser de buena calidad, etc.). Haz una evaluación de esos aspectos a partir de tu propio análisis sobre esos factores. Bastará en todos los casos con una descripción cualitativa de los procedimientos.

 

No se preocupen, aprobó todo el mundo.

 

15.

En un momento dado empecé durante el confinamiento a leer sobre Caspar David Friedrich, un autor que me había impactado cuando vi sus cuadros en Berlín, años atrás. La idea de esos personajes de espaldas, que contemplan un paisaje abrumador, me parecía, supongo, resonar en cierto modo con esa posición ya plenamente congelada del escritor en su mesa (anclado, como querría Kafka) frente, no ya a un mar infinito que se confunde con el cielo, o a una llanura de hielo, sino a las inmóviles ventanas del paisaje ortogonal que era todo lo que ofrecía mi modesta rear window, sin ningún crimen a la vista. Es ahí, me parece, cuando se pone de manifiesto de una manera más clara ese extraño conflicto entre lo interior y la intemperie, entre la geometría casi ciclópea de toda arquitectura y la irredenta curvatura blanda de las entrañas. Es verdad que la mesa también se quiere rectangular, como lo hacen igualmente la pantalla de ordenador o el folio, pero nuestros dedos, la caligrafía que emiten, las volutas de nuestros pensamientos, no acaban de rellenar todas esas celdas, no acaban de resolver ningún crucigrama.

 

16.

El mundo de los diarios de beca es el mundo interior de las rutinas domésticas, el mundo privado al que uno se acerca sólo con cierto reparo, el mundo de la ropa de andar por casa, de los hábitos de aseo, de los instrumentos de limpieza, el mundo despeinado de las mañanas, el de la manta en el sofá, el mundo del estar viviendo en plena tiranía del tiempo. Del otro lado de la ventana, en el espacio de aire que la separa de las otras ventanas, inabarcable salvo para las palomas, estamos los que no somos, precisamente por lo mucho que nos esforzamos en serlo, y estamos vestidos con el abrigo, porque ya hace frío, y nos saludamos, y caminamos con cuidado de que nuestro trayecto evite los zigzags que evidenciarían que, acaso, nuestras facultades motoras están perturbadas, y nuestra mirada recorre, con cierto placer geométrico, ángulos racionales que han traducido en ladrillo y cemento las líneas que trazaron los rotrings de un arquitecto de hace unas décadas, y todo tiene la coherencia indiscutible que llamamos vigilia. Mientras, lo luminoso espera ser narrado.

  

17.

Un tiempo después (ya en octubre de 2021, unos meses después de la muerte de mi madre, y cuando aún no habíamos recuperado del todo la normalidad), en esta misma mesa, escribí un fragmento que en principio correspondería a otra novela (mi fecundidad es infinita en los proyectos, otra cosa son las ejecuciones). Ahí estamos justamente en el quicio entre el dentro y el fuera, en el mentiroso avance de una mirada que bien puede inventar un crimen del otro lado del patio. No tenía título. Luego acabó siendo El cuarto del vértigo:

 

En noches como ésta yo entraba en el cuarto del vértigo, y lo hacía casi imperceptiblemente, como si hubieran sido los cuartos, y no yo, quienes se hubiesen desplazado, en su ruleta rusa o su baraja de Mabuse, para posarse en torno de mi cuerpo, alerta en una madrugada que se prometía larga como una caminata, porque yo me imaginaba los cuartos como estanterías de vidrio, como acuarios secos que se apilaban en un raro tetris o cubo de Rubik, no se me ocurren imágenes menos pedestres, más aptas, y es justo que sean ellas, pues algo de juego, mucho de juego, en realidad, había en todo aquello, y era allí, en el cuarto del vértigo, en noches como ésta, cuando ya en el patio que se veía a través de mi ventana, tan inútilmente indiscreta, se habían encendido las discontinuas luces de ese morse estático de mis vecinos de enfrente, yo me refugiaba, refugiaba es la palabra justa, en el cuarto del vértigo y extraía el documento del arcón, del viejo arcón que llevaba depositado allí desde mucho antes de que se pudiera formular siquiera un sintagma como muerte de mis padres, de ese viejo arcón en el que no había nada que tuviera valor, salvo ese valor blando, dulzón, un poco rancio de las llamadas posesiones familiares y donde, a saber por qué, en virtud de qué deseo de protección u olvido, había depositado yo el cuadernillo, entremezclado con candelabros de falsa plata y álbumes de fotografías progresivamente desvaídas, y de ahí era de donde lo extraía en noches como ésta, cuando me refugiaba en la habitación del vértigo, donde, por supuesto, estaba expuesto a todas las miradas del Enfrente, de los otros tetris y colmenas que cabía ubicar en las cabezas de los transeúntes, y en última instancia, por descontado, a la mirada del Demiurgo, no tan indiferente como la de los vecinos, sobre todo a esas horas, en las que nos dedicamos a extraer de viejos arcones o baúles o aparadores o cómodas o nichos cuadernillos y folletos y gruesos tomos de enciclopedias desparejas y hasta alguna libreta de escolar en la que reconocemos nuestra caligrafía despeinada, y bajo la mirada inclemente del Demiurgo, era así cómo extraía yo el documento, y lo apoyaba en cualquier lado, o lo sostenía en mis manos mientras paseaba por la mínima extensión del cubículo, un paseo que era más una pura oscilación, un vaivén, y recorría las páginas iluminadas violentamente por la luz azulada de los fluorescentes, muchas veces desnudo, o vestido de cualquier modo, pues estaba en mi casa y era de noche, aunque también estuviera en el acuario múltiple de la Compañía, en la habitación llamada Vértigo, oscilando desnudo con el cuadernillo en la mano, volviendo a anotar en él breves comentarios, a subrayar sobre lo ya subrayado, a veces a detenerme y, cerrando el Informe, a quedarme pensando, aún, a pesar de todo, confuso, y por ello también ilusionado, y a apuntar dos o tres ideas en alguna de las libretitas que había en el cuarto del vértigo, dispuestas allí justamente para eso, ideas que en ese momento me parecían decisivas para desentrañar el sentido de todo aquello, y así desbloquear la redacción de mi libro, tantas veces detenido, tan fatigosamente reacio a ser alumbrado y, mientras lo hacía, algo no tan lejano a la felicidad se hacía notar en mis entrañas, justo ahí, en el lugar del Hueco, porque entonces había juego, aunque fuera efímero, como lo son siempre los éxitos parciales en esas interminables partidas de solitario, y así pasaba muchas noches como ésta, hojeando el Informe, y tomando notas interminables para un libro que estaba escribiendo y que iba a llamarse El Informe y que iba a entregar con orgullo a las autoridades de la Compañía, que sobrevuelan los cubículos y velan nuestros sueños de escritores impotentes, y en ese gesto de orgullo cifraba yo el sentido de los años de vida que me quedaban, la compensación, incompleta y precaria, por supuesto, de los dolores que me esperaban sin duda en esos años, cuya cuenta menguaba inexorablemente, mientras una noche como ésta sucedía a otra noche como ésta y yo era consciente de esa aceleración de desagüe, y había también un vértigo en ello, un vértigo temporal, y por eso volvía yo una y otra vez al Informe, convencido de que en él se hallaban las claves de esa irritante física del desastre a la que parecíamos sujetos los tristes habitantes de este desolado barrio del Insomnio, y así pasaba muchas noches como ésta yo, antes de tirarme por la ventana una noche como ésta, esta noche, y despanzurrarme en el pavimento del patio, húmedo aún de la tormenta de esta tarde, y yacer allí, en un charco de sangre, con menos sangre de la que hubiera pensado, bajo la mirada siempre desasosegante del Demiurgo, que al fin y al cabo no es más que uno de los innumerables lacayos de la Compañía.

 

18.

Los que escribimos al levreriano modo (y a veces como si quisiéramos ser de mayores Thomas Bernhard) sabemos que los diarios de la beca son infinitamente más importantes que las novelas, luminosas u obscuras, del mismo modo que los interiores, por parcamente iluminados que estén, por mal ventilados que se encuentren, con ese olor de las cosas que no han acabado de pasar del todo, de los instantes pretéritos que no supieron morirse a tiempo, como esos dientes de leche que no se nos cayeron cuando ya estaban naciendo los dientes de verdad, los del hacerse mayor, esos interiores por los que se pasean nuestros monstruos en pijama, en la asumida coexistencia a la que nos tuvimos que adaptar desde que, ya tan pequeños, ya tan dientes-de-leche nosotros mismos, fuimos alertados por sus mugidos, por sus agudos chirridos de aguja entre las vértebras, esos interiores en los que estamos del lado de la ventana que se empaña, son los únicos sitios en los que se puede vivir, y la intemperie, el lugar de la geometría, es inhóspita, como lo son siempre las cosas que sólo pueden dibujarse a mano alzada, con la pericia y el pulso firme de un delineante que otros llaman Demiurgo.

 

19.

La primera colección de cuentos de Mario Levrero, publicada en 1970, se llama, fascinantemente La máquina de pensar en Gladys, un título que corresponde, no a uno, sino a dos de los relatos que contiene, a saber, el primero y el último, que añade al título una puntualización: La máquina de pensar en Gladys (negativo), dejando claro que la relación que se establece entre ellos es la del clisé y la copia en papel. En ambos casos se trata de un repaso de rutinas que ejecuta el narrador, del que no se nos dice nada, por lo que tendemos a identificarlo con ese Levrero que se enseñorea con su yo un poco obeso y de indumentaria proverbialmente descuidada de textos muy posteriores, como La novela luminosa. Así, le vemos apagando luces, cerrando ventanas, o dejándolas abiertas, chequeando la heladera, apretando la canilla de la pileta, desconectando el amplificador (el tocadiscos ya se había apagado automáticamente)… todas ellas tareas cotidianas, normales, si acaso narradas con extraña prolijidad, como revelando el componente fuertemente obsesivo del narrador. Hasta que reparamos en la frase que se nos cuela en el inventario, una de las más gloriosas de toda la obra levreriana:

 

La máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual.

Y ahí (guiño guiño) se nos pone de manifiesto lo que en realidad los diaristas de beca sabemos bien: que el móvil perpetuo existe, que está alojado en nuestras cabezas, que no se para nunca, ni se le desconecta como a un amplificador, o se le cierra como una ventana, y que su incesante vaivén nos acompaña, y nuestra máquina de pensar en Gladys o en quien sea (siempre hay alguien en quien pensar con nuestra máquina de pensar en Gladys) es justamente lo que nos constituye. Porque, como bien advierte el cuento, lo que rodea a toda esa planilla de items que hay que cumplir para que sea posible el descanso nocturno es el lugar inconquistable de los sueños, el espacio entre la pared de la casa y la pared de enfrente, mentirosamente alumbrado por los faroles, y es entonces cuando llega, con absoluta normalidad, el final de la página, el final del relato, es decir, el final de todo aquello, y la casa se derrumba.

 

20.

En el negativo del relato, las frases comienzan igual, pero los predicados se descontrolan y nos damos cuenta de que estamos hablando de las rutinas de la casa de enfrente, de la casa del sueño. Así, tenemos caballos degollados en la bañera, o serpientes, y hay mucha gente, y uno acaba durmiendo en el armario de la habitación, tiritando porque alguien se ha dejado la ventana abierta, y entre los restos de la fiesta de la noche anterior no parece aparecer ninguna Gladys, y está definitivamente claro que no vamos a ser capaces de resolver el crucigrama, que Jeffries estaba en lo cierto y somos la mujer del viajante de comercio y hemos sido asesinados y desmembrados, que el algoritmo no puede funcionar de ningún modo, que el barco que pilotamos se ha perdido hace rato en las marismas del estar dormidos y que no hay modo de escapar de este confinamiento que se llama cuerpo. Y es ahí donde inevitablemente descolgamos el auricular y marcamos el teléfono del Señor Guggenheim para pedir disculpas por el retraso, un retraso que, lo sabemos bien, será infinito, y aprovechamos para desearle, con mucho cariño, felices fiestas, felices fiestas a todos, y sobre todo a Gladys, que nos estará leyendo.

viernes, 13 de diciembre de 2024

Restos de olas


 

No hay razón ni lógica detrás de esa acumulación de sedimentos, pero, una vez que aparece, se asienta ahí durante un tiempo, efímera.

RYOKO SEKIGUCHI

 

1.

Al comienzo de la novela a la que presta su nombre, el asesor letrado del Virreinato de La Plata, don Diego de Zama, se dirige al muelle viejo a la espera de un barco que le traiga noticias de su esposa y sus hijos, que ha dejado hace tanto tiempo en su ciudad natal, que acaso sea Mendoza, como la del autor del libro. Éste nos dice que esa construcción es y siempre fue inexplicable, pues la ciudad y el puerto se encuentran un cuarto de legua arriba. Aún no podemos saberlo, porque acabamos de empezar el libro, pero la dedicatoria podría ya orientarnos: a las víctimas de la espera. En efecto, esa caminata de don Diego no es un simple paseo, sino un ritual recurrente que ejecuta a menudo, puede que cada día. Él es uno de esos esperantes, lleva siéndolo desde que fue destinado a ese lugar dejado de la mano de Dios, que acaso sea la Asunción del Paraguay: espera que llegue plata para que pueda cobrar sus honorarios, espera un traslado que le lleve a la Península, de la que en realidad no es nativo, pues ha de reconocerse como americano, lo que sin duda supone una merma de sus aspiraciones. Buenos Ayres o incluso Santiago de Chile podrían ser buenas opciones. No faltarán oficios, solicitudes, recomendaciones, súplicas. La dedicatoria es clara: don Diego de Zama no podrá evadirse de ese su destino. No podría, ni aunque llegasen los tártaros.

 

2.

Estamos en 1790. El puerto es un puerto fluvial, si es que el Río de la Plata es un río. Entre los palos del muelle viejo, el agua se mece. Y en ella, nos cuenta Antonio di Benedetto, que es quien nos alcanza el monólogo interior de Zama, con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. Toda la tarde, todo el día, toda la vida acaso, el vaivén del agua llevaba y traía con precisión de reloj suizo el cadáver de un mono, que no se alejaba corriente abajo ni quedaba tampoco propiamente encallado en la orilla. El tiempo, sin embargo, avanzaba inclemente: a cada arreón, un segundo; a cada retorno, otro. El río de Heráclito tiene sus remolinos. El mono, nos dice Di Benedetto, no hizo el viaje que el río le prometía hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua codiciaba su presa, ansiaba llevárselo allá donde fuera ella, donde no sabía ella dónde, pues el río se hace perpetuamente y no queda hecho nunca, salvo cuando ya es no río, sino cadáver de río, es decir, mar. Y cae la noche, y el mono sigue en sus rebotes, insistiendo en su ostinato. Y no hay barco ni carta ni traslado para don Diego:  el agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no.

 

3.

Y ahí estábamos, y aquí estamos, por irnos y no, en esa región indecisa de la playa eternamente golpeada, en ese principio de la tierra que merma y crece en una respiración interminable. Conscientes de que en cada playa del universo hay una lucha sorda, o quizá sea tan sólo un baile, una danza pautada y pactada, gozosa incluso para los intervinientes, entre la lengua del mar y el regazo de la arena. Donde acaso tú, quién sabe.

 

4.

Conscientes, sí, de que esa lucha no se detiene, y marca, así, un tiempo que no es mesurable por dispositivo alguno, que es superior a toda denominación, un tiempo del no-reloj eterno del oleaje. Una forma de tiempo que no precisa de nosotros, que nos ignora, pues depende apenas de su propia agitación y limita sólo con la sorda erosión, que es otro nombre de la entropía. Es cierto que las playas nacen y desaparecen (también se muere el mar), pero, desde nuestra mísera atalaya, desde nuestro 1790 sobre una construcción ruinosa de madera comida por las termitas que un día fue un muelle a un cuarto de legua de una ciudad cualquiera, somos mucho más breves que el mar y nuestros atardeceres son una cuenta atrás.

 

5.

En el bello libro de Ryoko Sekiguchi Nagori: la nostalgia por la estación que termina se nos explica que las estaciones en el Japón (que pueden ser cuatro o muchas más), y en general todo transcurrir, todo movimiento dentro del tiempo circular (que se sucede, él también, ajeno a nosotros, dependiente sólo de una dinámica de elipses, órbitas y gravitación), presentan tres momentos, tres sazones. El sabor, amargo aún, de los frutos que empiezan a aparecer en los primeros días, la madurez cumplida del periodo intermedio de la estación, y la resistencia o la agonía de los últimos ejemplares cuando ya un tiempo se va encontrando con el siguiente. Ese tercer tiempo es el nagori, y tiene el valor melancólico de saberse definitivo, de saberse sin alternativa. Es bien cierto que pasará un año, se cumplirá un nuevo ciclo, y volverán las mismas flores (no, no las mismas, las flores nuevas, las descendientes) y habrá otras cosechas, pero nosotros somos tangentes a ese carrusel, nosotros vamos navegando en el río de Heráclito, y acaso no nos alcance para el nuevo florecer. O, aunque lleguemos, sabemos muy bien la cuenta de nuestros años, y cada sabor nuevo resuena con los sabores que le precedieron, y esa resonancia cada vez es más densa, más profunda, más difícil de acordar.

 

6.

Sekiguchi nos explica, y hemos de creerla, pues sólo tenemos respecto del Japón una inagotable fascinación y un, ay, muy escaso y superficial conocimiento de su cultura, que nagori proviene de una abreviatura o contracción del término nami-nokori, formado por las palabras que corresponden a ola y a resto o vestigio. Ese vocablo serviría para designar lo que dejan las olas en la orilla, en su vaivén. No tiene equivalente posible en castellano, y por eso mismo su poder evocador se multiplica. No sólo es la humedad que alcanza a una porción de la arena. Es también la espuma que brevemente burbujea allí, en una habitación efímera, pues era sólo la avanzadilla de un cobarde ejército de agua que se retira a su trinchera del mar y la deja allí, derrotada, sometida a la sed de la tierra y el aire. Nami-nokori son también las conchas, las algas, los objetos que han sido arrastrados por esa última ola, que acaso sean reclamados de nuevo por la siguiente que, a no dudar, traerá también su propio nami-nokori, componiendo así una acumulación arbitraria, una wunderkammer litoral que poco a poco se convertirá en sedimento y modificará a su vez el relieve y la organización de esa frontera de agua. Estamos en el principio del mar, y el principio del mar avanza y retrocede, se atreve y duda, va y se vuelve, nos abraza y nos abandona.

 

7.

Hay, en efecto, una región indecisa. En ella, en esa superficie engañosamente tersa, más fresca que la ardiente arena que se acumula a su lado, nuestros pies descalzos dejan su impronta, observamos la huella de los dedos, la marca inequívoca de nuestro avanzar paralelos al mar. Esa impresión tiene muy corta vida, se diría que, rechazada por ese flexible material que ya no es tierra pero tampoco es agua, es incapaz de imponerse, de penetrar. Los leves surcos son reabsorbidos por esa arcilla y el siguiente paso que damos parecería ser el primero, siendo el último, y estando él mismo condenado a una pronta desaparición. Así, nuestro trayecto, que se escribe como estelas en el mar, no puede ser leído por nuestros sucesores. Es como si hubiésemos volado bajo junto al oleaje. Es como si nosotros mismos fuéramos también, inevitablemente, nami-nokori.

 

8.

Al principio de su cuento Magush, la gran Silvina Ocampo dice: Una bruja tesálica adivinó el destino de Polícrates en los dibujos que al retirarse hacía el mar en la orilla de la playa. Hay, así, una mancia que consiste en leer las rayas de la mano del agua a cada acometida, a cada caricia a la playa. Pechinas, veneras y conchas del Mediterráneo le lleva Clara Janés a Vladimir Holan, a la isla de Kampa, en Praga, y el checo ya había anticipado ese regalo y la visita de su alma gemela en la distancia. La poesía es también una mancia, y en cada poema asistimos a la ejecución de un nami-nogori, pues las palabras llegan adentro, a las secretas moradas del corazón y dejan allí quién sabe qué espumas, que aguantan, aguantan, un poco apenas, o para siempre. El oleaje de los versos, que vuelven y vuelven con su eterno golpear, y nosotros llenándonos de conchas, convirtiéndonos en un acuario.

 

9.

¿Qué había escrito el mar en Tesalia, para que la bruja pudiera leerlo? ¿Y nosotros? ¿Cuál es nuestro dibujo en la playa? ¿Sabremos leer el uno el dibujo del otro? En su agonía, las burbujas de la espuma reflejan un sol que cae sobre ellas como una espada: su venganza es ese descomponer del espectro, ese abrir la luz, que ya no podrá volver ella tampoco a su mar de cielo siendo la misma. Y suenan, suenan las burbujas, aunque la atronadora galerna no nos deje escucharlas. Esa voz resiste igualmente. Y habría un poema que podría transcribir el mensaje, si no tuviéramos tanta prisa en ser, si no estuviéramos tan obsesionados por la navegación. Y si tuviéramos un poco más de calma, un poco de atención, veríamos alrededor pechinas, veneras y conchas, una riqueza opulenta de esas monedas incorruptibles, las monedas que se intercambian dos poetas separados por océanos de tiempo.

 

10.

Hay, por lo tanto, formas alternativas del tiempo. Hay un penetrar hacia el futuro, una resaca que arrastra hacia un pasado vivo y palpitante. Hay una tabla de mareas que acoge el recuento de las veces en las que fuimos capaces de transgredir las fronteras del cono de luz. Hay una zona de solapado entre los fotogramas del hoy y del nunca. En ese ámbito crepuscular se ensayan los nuevos tintes del alba, y hay dos nami-nokori nuestros que perseveran en el conatus de su no ser. Inalcanzables por la erosión, interminables.

 

11.

Al principio de la semana pasada busqué en el calendario de mi móvil el 21 de junio de 2064. Era, es decir, será, ya lo sabía, sábado. Escribí una anotación: Mi centenario. No seleccioné una hora: coloqué todo el día. Y me pareció oportuno añadir una alarma para el día anterior a las 17 h. Es dudoso que ni Google Calendar ni Android ni ninguno de los artilugios tecnológicos que nos rodean aguanten los cuarenta años que faltan. Mucho menos, que aguante yo, que no lo deseo ni por asomo. Pero, de algún modo, esa anotación es el dedo del agua del estar siendo hollando los territorios inconcebibles del ya no ser. Allí, el nami-nokori de ese mensaje quizá deposite veneras que alguien recogerá. Alguien más joven. Alguien que, tal vez, ni siquiera existe aún.

 

12.

Es sabido que 2046 no es un año, o tal vez sí, también, sino un lugar. En la inmensa red ferroviaria de un futuro fluorescente hay trenes que llevan allí. Los viajeros de esos trenes van a 2046 en busca de los recuerdos perdidos, porque en 2046 nada cambia nunca, la muerte no tiene dominio. Nadie sabe si en verdad esos exploradores consiguen sus deseos, pues nadie retorna. Nadie, salvo el narrador de la película de Wong Kar Wai, que vive en la habitación 2047 porque no puede retornar a la 2046, donde en otra vida, en otro universo, en otra película, escribía con Maggie Cheung relatos de artes marciales. Cuando estoy en hoteles suelo ponerme siempre las mismas películas, una y otra vez. En la pantalla hoy, quizá, esta noche, vea partir los trenes a 2046 y me monte en alguno. A veces, se dice en los caravanserais de la red ferroviaria, los trenes se equivocan porque los números bailan: es fácil que pueda acabar en 2064, y aún alcance a escuchar la débil pero inquebrantable voz de la última burbuja del nami-nokori que inauguró mi acto temerario. Será, probablemente, un verso lo que se oiga en ese último vagón en el que puede que estemos ambos. Un verso: ¿cuál?

 

13.

Restos de olas: me parece que no es un destino despreciable. Una vez escribí: Somos lo que queda de la ola: espuma, apenas. Y luego nada. Pero fuimos oleaje, y rugir. Y galerna. Entonces no sabía aún que todo eso se llama nami-nokori. Los trenes en los que me montaba iban casi siempre a Trieste. Y es verdad que allí están los recuerdos perdidos. De este lado, el mar, aunque no llega aquí su rumor. O sí, tal vez sí. Vamos a guardar silencio, a ver si lo escuchamos.

 

14.

Detenido al comienzo del golpe que inició el infame proceso en la Argentina, en 1976, Di Benedetto fue trasladado de su Mendoza, donde dirigía el periódico Los Andes, a una prisión en Buenos Aires (ya no Ayres), en la que fue torturado durante muchos meses. Algunos días era arrastrado fuera de la celda, al patio, quizá con los ojos vendados o encapuchado. Iban a fusilarlo. Lo colocaban en el paredón, y el pelotón se alineaba frente a él. Se emitían, estentóreas, las órdenes oportunas, el escritor, sin duda, sentía ya llegar la ola definitiva, de plomo, que le sumergiría sin posible emerger. Pero todo era una broma macabra, un simulacro que se repitió hasta cuatro veces, en un ejercicio de crueldad insoportable. El retorno a la celda debía de ser algo así como el alivio más doloroso que pueda uno sentir. Di Benedetto nunca se recuperó de eso, quién podría hacerlo.

 

15.

Zama había sido publicada veinte años antes. En ella hay un mono muerto que oscila entre los palos de un muelle abandonado. El tictac es justamente eso, un no poder salir de la jaula de la maquinaria, el insistir en un irse y no. Pero hay otros tiempos, hay dedos de tiempo que se aventuran en una arena permeable y apta para los poemas. El instante se prolonga, su cola asintótica contiene aún la información que podemos hacer saltar, como un guijarro sobre la superficie del lago. A eso se le llama onda evanescente. Cada vez que nos fuimos, cada vez que el abrazo se truncó, cada vez que el beso no acabó de dibujarse, algo, una nada, se coló en el otro lado del puesto fronterizo, inauguró, no una bifurcación, sino una nueva historia, propicia en centenarios. Eso es lo que escribimos. Quiero decir, eso es lo que escribimos cuando nos sale, las mejores tardes, en los mejores poemas.

 

16.

No hay ola que se pierda, todas ellas arrastran su ser hacia su haber sido, y su haber sido pertenece ya a la arena, y la arena se mueve con el viento, dunas enteras que se desplazan como una caravana de camellos, y vuelan los granos de arena, y se depositan sobre los mármoles de las viejas tumbas en los desiertos calcinados, y alteran sus inscripciones, y todo se combina, todo se engarza en un poema incontenible, y en ese poema está todo, y todos los calendarios son igualmente inexactos. Y es en ese mar en el que es bello naufragar, y es allí donde nos llevan, vencedores ya de la espera, los trenes fluorescentes que salen cada noche de cada habitación de hotel, a la playa llamada 2046.