domingo, 29 de octubre de 2023

A day in the life


Escribo cada día sólo para perderme en destinos inventados.

JOSEPH ROTH

El viernes, por la mañana, di a mis alumnxs una clase sobre el cine. En realidad es una clase sobre la imagen en movimiento, o, mejor aún, sobre la captación, el registro y la reproducción del movimiento. En la clase no faltan Marey o Muybridge, o los zoótropos, y desde hace unos años incluye un prolijo apéndice visual sobre gramática cinematográfica, en la que los planos y los contraplanos, los picados y los contrapicados, las secuencias, las bandas sonoras y las elipsis se ejemplifican con muestras de mis películas fetiche. La clase empieza, no obstante, por donde ha de empezar cualquier discusión sobre el movimiento: por las aporías de Zenón de Elea.

Hace muchos años, cuando yo era un escolar y es algo que le recuerdo a mis estudiantes cada vez que yo repito esa ceremonia, en homenaje a mis predecesores se hizo una clase conjunta de Filosofía y Matemáticas, una especie de seminario, en la que se enunciaron —iba a decir explicaron, pero justo eso es lo que no cabe hacer con las aporías— las paradojas de Aquiles y la tortuga o de la flecha. Esa clase me voló la cabeza. Poco después me fui encontrando en ese Borges de mi adolescencia sucesivas formulaciones y reformulaciones de lo mismo: la limitación del argumento racional, la tiranía de lo sensorial, la inconsistencia del mundo.

Al hilo de todo aquello me permito introducir entonces en esa clase ese fascinante pasaje de uno de mis relatos favoritos del argentino, Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, en el que se discuten los idiomas primigenios de ambos hemisferios del conjetural planeta. Allí, Borges nos presenta la posibilidad de una lengua sin substantivos. Nuestra identidad se afirma, se asienta sobre los substantivos. El nombrar, el nombrarnos, apela a una permanencia parmenídea que acaso no es más que un desideratum: en el río de Heráclito somos, como mucho, derelictos. Para ilustrar lo que sería un idioma así, Borges propone una frase que enuncia la presencia de la luna: Surgió la luna sobre el río se diría detrás duradero-fluir luneció. (Apunta Borges, sardónico, que su amigo Xul Solar lo haría más fácil: upa tras perfluyue lunó.) El inglés, que nominaliza verbos y verbaliza substantivos con facilidad, se presta más a esa especie de visión fluida de las cosas: Upward, behind the onstreaming, it mooned.

Lunecer me parece una de las invenciones más poéticas de la lengua castellana, tan rotunda en sus substantivos y sintagmas nominales —así nos va, el idioma explica tantas cosas... Siempre he querido empezar un relato por la palabra lunece. Me parece que es importante que mis alumnxs la hayan escuchado al menos una vez en sus vidas. El lunecer —que en el idioma adjetival del hemisferio contrario de Tlön podría decirse anaranjadotenuedelcielo— es algo que acontece aquí abajo, a la altura de nuestros ojos, de nuestro cuello girado —dolorosamente, a veces— hacia el cielo. Es algo que no necesita de una luna para ocurrir, que es independiente de que haya una masa de roca y polvo orbitando otra masa igualmente incapaz de toda otra decisión que no sea gravitatoria.

Lunecer pertenece a los poetas. Es decir, a todo el mundo. Normalmente se nos olvida el lunecer, como se nos olvida el ausentir, que es la existencia de los ausentes, persistentes no obstante en su conatus, ajenos a nosotros pero presentes para otros, para no-nosotros, a la espera de un encuentro que es un súbito lunecer doble, sobre todo cuando es de noche y hace frío y justo por esos sitios por donde anduvimos aquella vez, la primera.



El viernes, por la noche —a day in the life—, luneció violentamente. Volvía a casa bajando por Santa Isabel, y alcé la cabeza: vagamos cabizbajos y los músculos del cuello nos tiran cuando los tensamos, hemos aprendido demasiado bien la humillación. Ahí estaba: lunecía tras una farola. La farola vencía con su resplandor eléctrico, pero al fondo, azul, azuladotenuedelcielo, el golpe de luz friolenta. Otro mes descontado, otro mes menos.


Avancé, ya inevitablemente hipnotizado. En la plaza donde está el Reina Sofía se mostraba el lunecer sin tapujo alguno ya, soberbio en un cielo imposiblemente obscuro, sometido al ultraje de la contaminación lumínica. ¿Qué hice entonces? Fui blasfemo, fui irreverente, pequé contra Heráclito. Saqué una foto, saqué varias fotos. Congelé el devenir, asesiné al lunecer. La luna es ese cadáver. La luna, que se resiste a aparecer en la imagen fija con el esplendor con que el engaño de nuestra vista nos la muestra.

Me contradije, pues. Me exilié de Tlön y acabé en ese Buenos Aires en el que el único consuelo son las enciclopedias. O en ese Madrid a punto del chillido. Volví a ser arquitectura, volví a creerme cuerpo, volví, por lo tanto, a la negación del ausentir, a la soledad de los Grandes Substantivos. La veneración de la luna siempre fue insegura, siempre fue puro riesgo: nunca hubo certeza de que habría un nuevo lunecer. Y cuando lunece siempre sabemos que es efímero, y que ese reloj marca el seguro avance de nuestros despojos hacia su desser.



La foto más rotunda muestra el ojo brillante sobre un letrero luminoso, en un contrapunto irónico. El letrero es el de un hotel, el Hotel Mediodía. El Mediodía, de noche. Recordé entonces de repente que la Estación de Atocha, sobre la que lunaba igualmente unos pasos más adelante, se había llamado una vez Estación del Mediodía, aunque ni siquiera era cierto entonces que los trenes que de ella partían fueran al Sur, al borgeano, al ericiano Sur —en Madrid la Estación que se llamó del Norte muchos años, la de Príncipe Pío, está en el Oeste, y por su causa, a ese barrio occidental aún hoy se le llama Norte: pequeños triunfos del surrealismo geográfico—: ese nombre me evocó al demonio del mediodía, la divinidad agotadora de los melancólicos. La luna del Mediodía se enseñoreaba de la confusión temporal, parecía que en cualquier momento iba a caer la tramoya, se iba a desmoronar el castillo de naipes, y el tiempo, es decir el noser, se iba a mostrar en su desnudez deslumbrante.

Pero el cuerpo se basa en su pesantez, y no puede permitirse más que disoluciones muy parciales y como a modo de juego. Me limité a contemplar en el display la foto, aprecié su cualidad un poco objet trouvé, la difundí por mis redes sociales, contribuyendo así a la banalidad de todo acto nopoético. En definitiva, una vez más, me enmohecí.

Crucé la calle para bajar hacia mi casa. Enfrente —yo lo sabía, pero sólo con la cabeza, porque el corazón estaba frío y lloviznaba— había gente apresurada que buscaba los andenes. Partían incesantes los trenes de la Estación del Mediodía a la del Ocaso. Dejé la estación a mi izquierda, enfilé hacia el río. Río, vías: todo eran fogonazos heraclíteos, una intermitencia de agua. En el bolsillo, las Crónicas berlinesas de Joseph Roth, que estaba releyendo. Al azar, la pieza llamada Declaración a favor del Gleisdreieck. ¿Cómo no declararse a favor de un lugar que se llama literalmente triángulo de vías y contiene viaductos cruzados? ¡Qué paraíso del devenir, de la escultura evanescente de sus trayectorias! Al fondo, todas las estaciones de mi vida. La estación de Lucerna, que arde en las primeras páginas del Austerlitz de Sebald. La estación de Francia, en Barcelona, en el 77, en mi viaje a Suiza. La estación de Lyon, atestada, en un retorno anómalo. La Gare de Montparnasse, en donde me fue dada la visión de los ciempiés. Las pequeñas estaciones del valle del Ródano. Los metros de los sueños.


Station to Station: en los auriculares, Bowie. Justo en ese mismo lugar, justo enfrente de la estación de Atocha, metido en un atasco, una mañana lluviosa de enero de hace unos años la noticia de su muerte en la radio me hizo llorar como si fuera la de un hermano. Here are we, one magical moment, such is the stuff from where dreams are woven.

La estación es, claro, un simulacro, el lugar del estar. Satisface nuestra necesidad de cobijo, aplaca momentáneamente el miedo. En seguida sale el tren, en seguida trenamos, en seguida rielamos, como riela la luna sobre el mar, en la Canción del Pirata de Espronceda que nos aprendimos —es decir, que se aprendieron los que éramos, si es que entonces éramos todavia— siendo, sí, escolares, y en la que no faltaban dos puntitos sobre la i para recordar que ese diptongo había de romperse por el bien de la métrica. Ay, la métrica.

Por ahí anduvimos una vez, por ahí anduvieron aquellos que éramos, en su pretérito imperfecto, y se abrazaron. Dejamos de ser, pasamos a ser abrazos, a serabrazo. La huella luminosa, infinitamente tenue de aquellos pasos compite a duras penas con la violenta luna, anclada ya en el cielo por la huida vergonzante de esa poesía instantánea a la que no podemos prestar atención, ocupados por el tráfico, el frío, el hambre, el Ser con su carga pétrea de Sísifos encorvados. A duras penas compite con el Hotel del Mediodía y sus neones. Es como una de esas estrellas que está ya para siempre oculta por el inclemente abuso de la luz urbana. Pero está. Estar es otra cosa que ser, ya que no somos, sino que estamos: es presenciar, presentir, y ese pre está cargado de futuro. Estuvimos, por eso estamos. Lunecemos.

Hay otra pieza de Roth en las Crónicas berlinesas llamada Arquitectura, en la que se cuela de algún modo ese mismo viento, el que ulula entre las falsamente sólidas masas de nuestro quererser. Su primera frase resulta demoledora, aunque cuando se escribió probablemente no se sabía cuán certera acabaría siendo —pero sí, sí se sabía: nadie más lúcido que el Santo Bebedor Joseph—: A veces ocurre que confundo un cabaret con un crematorio. Estos son los malos tiempos. La luna se tapa los ojos. Lejos, nos parece, pero no, porque todo ocurre sin cesar en todas partes. Todo oscila, todo se mece, nada permanece, salvo la crueldad humana.

Así iba pensando yo la noche del viernes, de retorno a casa, pues con el móvil no sólo puedo hacer fotos, y guardarlas, y retocarlas, y mandarlas a mi gente, o colgarlas en las redes sociales. También puedo leer las noticias. Deseé entonces volver a dejardeserenelabrazo, y, desde nuestras mutuas ausencias, quise que tu lunecer fuera igualmente bello, igualmente efímero, igualmente recursivo.

I’d love to turn you on.


"A day in the life", The Beatles: https://www.youtube.com/watch?v=YSGHER4BWME

"Station to Station", David Bowie: https://www.youtube.com/watch?v=ZpIhsGg2SJ0


domingo, 22 de octubre de 2023

Ceremonias

Tres cuentos tristes



 

0.

La tristeza es como la alegría: si te detienes a examinar sus causas acabas con ella. ¿Y quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.

AUGUSTO MONTERROSO y BÁRBARA JACOBS

Ando muy atareado en este periodo del curso. Realmente muy atareado. A lo largo de la semana puedo dedicar muy poco tiempo a la lectura y literalmente ninguno a la escritura. Una vez más ejerzo el desairado papel de escritor de fin de semana. Lo acepto, al menos el blog supone un acicate para no malgastar esas pocas horas que aún puedo destinar a la literatura. Mi autoimpuesto compromiso (un compromiso que no podría ser igual si no hubiera lectores, pocos o muchos, para este cuaderno de trabajo: agradezco enormemente su compañía) me mantiene pendiente de la entrada que habré de componer cada sábado, cada domingo. Para ello, inasequible al desaliento, me embarco en investigaciones barrocas y apasionadas, que van dando frutos desordenados pero con extraña vitalidad. Hoy quería hablar de la Viena de entreguerras, de Joseph Roth, de Claudio Magris, de Elias Canetti. Pero es aún pronto, ya vendrán. Como vendrán más puentes, o Hiroshima. Y otros temas que aún no existen, aunque sí existen, porque son mis temas de siempre, los de los escalofríos. Pero basta de spoilers.

¿De qué escribir hoy, pues? Ayer, ya muy tarde por la noche, lo supe como un relámpago: de Felisberto Hernández. Empecé, como siempre hago, a acumular materiales (mi biblioteca felisbertiana es vasta y cada libro tiene su historia, pues hasta muy recientmente no era trivial ni mucho menos acceder a las obras del uruguayo), apilé tomos sobre mi mesa, revisé escritos antiguos... un buen modo de procrastinar, pues esas tareas acaban por hacerse elefantiásicas e inabordables antes del lunes. Tranquilicé mi intensidad, supe entonces que no era (que no era todavía) de Felisberto de quien quería hablar, sino de un solo cuento, de un cuento suyo memorable, de entre las decenas de cuentos memorables (se me antoja un adjetivo escaso para describirlos, pero ya lo saben si lo han leído y, si no, lo descubrirán inmediatamente cuando lo lean), Menos Julia.

Fue después, ya esta mañana, al levantarme, aún con sueños enredados en la cabeza cuando me di cuenta (no son cosas que uno pueda controlar completamente, ya se figuran) que iba a escribir, no sobre un único relato, sino sobre tres, iba a escribir sobre tres cuentos tristes, tres cuentos de los más tristes que he leído, yo, ávido lector de cuentos (hay algo de una perfección cristalina, geométrica o, mejor aún, esférica en los relatos breves, una cualidad que detecto bien y luego no sé cómo se alcanza, y luego sé que si se alcanza es no buscándola) y especialmente de cuentos tristes. Y ahí llegaron otros dos autores rioplatenses, Cortázar y Onetti. Y dos cuentos, Final del juego y Un sueño realizado que, ahora lo sé, porque ahora los he vuelto a releer por centésima vez, y sólo ahora he percibido con esta claridad, que resuenan de tal modo con Menos Julia, que podría pensarse que son tres corporeizaciones, cada una realizada por una mano distinta, de un mismo relato-objeto platónico, un cuento que habla del final de las ceremonias, de la imposibilidad de prolongar una magia, un ritual, una ensoñación, una transgresión, porque ahí, al fondo, está la edad adulta, o las obligaciones sociales, o sí, claro que sí, la muerte.

He leído miles de cuentos a lo largo de mi vida, empezando acaso por aquellos de Poe en el tomito de la colección RTV (El corazón delator, La caída de la Casa Usher, El pozo y el péndulo...), que luego releí en la edición de Alianza, ya con la traducción de, justamente, Cortázar, y luego ya en el original en inglés. De muchos de los cuentos que he leído apenas recuerdo nada, cuando los vuelvo a recorrer es como si me topara con extraños que, viviendo en la misma ciudad que yo, no han dejado en mi memoria impresión alguna, o, a lo sumo, una vaga idea de familiaridad. Pero en otros casos hay cuentos, en esa perfección de diamante o de canica (pues no se trata de lo suntuoso, sino de la pureza), que están asentados en lo más hondo de mí. Estos tres son algunos de esos cuentos.

Un día, mucho tiempo después de haber leído todo lo que pude conseguir de Felisberto, de Julio (que fue el primero) y de Onetti (que llegó después), supe de la existencia de un libro llamado Antología del cuento triste, compuesto por otros dos escritores hispanoamericanos, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs. En esa obra igualmente memorable figura Un sueño realizado, pero no Felisberto ni Cortázar. No dudo, sin embargo, de que los antólogos darían por buena la presencia de los otros dos cuentos de los que aquí me ocupo, y me creo capaz de sugerir algunos más.

¿Por qué tristes? Bueno, no hay dramas ni tragedias en estos cuentos, pero sí hay ese sabor tan reconocible de la melancolía (quien lo probó, lo sabe), de la vanidad de los empeños, de la obligación de perseguir, pese a todo, esos afanes, de la posibilidad de acuñar en un momento (no duro, pero sí al menos sólido, nítido) lo efímero, lo fugaz, de reconocernos felices, o al menos contentos, o al menos tranquilos, en esa breve articulación de lo que pudo ser, de lo que ya no es, de lo que de todos modos es siempre, y por eso mismo no puede ser de otro modo que éste: dejando de ser, siendo huella, siendo cuento.

 

1.

Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se río y por fin dijo:

Todo ocurrirá en un túnel.

FELISBERTO HERNÁNDEZ.

Supe del peculiar nombre de Felisberto un día ya muy lejano, atendiendo con avidez a un programa que no me correspondía por edad, y que pasaban en La 2 de RTVE (entonces aún llamada solamente el uhachefe), Encuentros con las letras. Aunque puede que fuera en A fondo, el benemérito espacio de entrevistas de Joaquín Soler Serrano en el mismo canal. El entrevistado era Julio Cortázar, entonces vivo y activo y, casi podríamos decir, una estrella, y un personaje al que yo ya admiraba y había comenzado a leer (empezando, es justo conceder a aquel apenas adolescente que fui su arrojo, por Rayuela). Al hablar de sus influencias o antecedentes entre los escritores sudamericanos, se le sugirió el nombre de Roberto Arlt, y entonces Cortázar añadió Felisberto Hernández, y yo ya no olvidé ese nombre.

Pero no era fácil leer a Felisberto entonces, ya lo dije, y siguió siendo así mucho tiempo. Hubo un volumen que codicié largamente en la colección de Los libros del tiempo de Siruela llamado Narraciones incompletas y que nunca acabé por comprar. Hubo entonces, mucho más accesible (pero hablamos ya de 1993) la publicación en Cátedra de Nadie encendía las lámparas, una colección de relatos publicada originalmente en 1946, y que contiene trabajos de 1942 y 1943 sobre todo). Ahí está Menos Julia, que leí entonces por primera vez. Luego compré y compré libros de Felisberto. Ahora podemos contar con su Narrativa completa en una bella edición de El Cuenco de Plata, y recientemente se ha publicado toda su correspondencia.

No recuerdo con demasiada claridad Menos Julia de esa primera lectura. Me llamó, desde luego, más la atención el relato que da título a la colección, que contiene otros cuentos magistrales como El acomodador o El balcón. Pero, poco a poco, en los muchos ritornelos a la órbita del uruguayo, fue calando en mí con su extrañeza (la extrañeza, y muy probablemente sobre todo la extrañeza del cuerpo podría ser, junto con los recuerdos, el gran tema felisbertiano) y con su capacidad para representar algo que sólo limitadamente podríamos llamar onírico (es algo más allá y más acá y más dentro y más fuera de eso).

La primera persona que es casi inevitable en las narraciones de Hernández nos cuenta aquí la afición de un antiguo compañero de colegio, que posee una quinta (entre el Locus solus y Triste-le-Roy, podríamos decir): acompañado por sus cuatro empleadas y por un asistente, hace disponer en la obscuridad de un túnel una serie de objetos que va tocando mientras se desplaza a lo largo de ese túnel, en el que también están las mujeres, a las que ocasionalmente puede tocar la cara, o el brazo. Este dispositivo es una máquina de evocación. Las manos, tan autónomas como lo son siempre las diversas partes del cuerpo en el universo felisbertiano (que llegó a escribir una pieza titulada Diario del sinvergüenza: el sinvergüenza era el cuerpo) van enredándose con formas y texturas, y hay algo que nos conduce a territorios de la memoria sensorial, a paisajes de sueños y olvidos. La práctica semanal de la ceremonia le resulta imprescindible al protagonista, y es a la vez dolorosa y gloriosa.

El túnel se compone como una sinfonía. El narrador, como visitante, es autorizado a participar en el juego ritual, y es testigo de la profunda ambigüedad de lo que allí sucede. Escucha de su amigo frases como Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte o Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen (y aquí oímos a Felisberto, multiplicado en tantos otros personajes de obras que siempre giran en torno a la memoria). Cáscaras de zapallo, zapatitos de niño, impertinentes, una caja de zapatos con un pollo pelado... ese deambular por el mostrador de la obscuridad en el túnel iniciático nos proporciona un microcosmos arbitrario y banal en el que el pulsado de esas teclas inconexas puede acaso componer una sonata.

Y, entonces, finalmente, termina el juego. El narrador acaso ha sido el detonante, o acaso ha sido buscado por el ceremoniante como testigo. Julia no participará de grado nunca más. Julia no cubrirá la cabeza con un velo y se sentará en el lado opuesto a los objetos. Y de todo puede, sin duda, prescindirse, menos de Julia.

Lean el cuento. Compren libros de Felisberto, cada escrito suyo es más alucinante (el adjetivo ahora sí me parece justo) que el anterior. Y, si no, al menos, usen Uds. el link que figura al final y lean Menos Julia. Y ya me cuentan...

 

2.

Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: “Vas a ver que desde mañana se acaba el juego.” Pero se equivocó, aunque no por mucho.

JULIO CORTÁZAR

He leído tanto a Cortázar en mi vida que durante un tiempo decidí que no iba a leerlo más, pues cada vez que me ponía a escribir todo me salía cortazariano. Muchos de sus relatos (ya he hablado de eso aquí en alguna otra entrada, como la dedicada a Glenda) me han acompañado desde siempre. Uno de ellos, Final del juego (juro haber visto ediciones en las que el título, tanto del relato como de la colección a la que da nombre, publicada por primera vez en 1958 y en edición definitiva en 1964, el año de mi nacimiento, era Final de juego) desde siempre, y eso sí lo recuerdo, me pareció el cuento más triste de la historia.

Su tristeza es delicada, y lo es porque los territorios que explora son los de la infancia, y porque el dolor que hay en él está encapsulado desde el principio en un cuerpo de niña, sólo en un cuerpo, vagamente descrito como sufriente, pero rodeado de alegría y vitalidad y una vida ociosa de verano en una finca, con todo el tiempo del mundo para inventar juegos, juegos que acaban convirtiéndose en rituales de extraño poder, que acaban convirtiéndose, pues, en peligrosos.

Las tres niñas protagonistas del relato, que pueden ser hermanas o primas (de nuevo es un relato en primera persona y la innominada narradora habla de su madre y de su tía, y de las otras dos niñas, Leticia y Holanda), cuando empieza la siesta y se han acabado a regañadientes las tareas domésticas de después de comer, se lanzan a ejecutar, en el patio trasero de su casa, poses y attitudes, al estilo de aquellas que pusiera de moda en el siglo XVIII Lady Hamilton en Nápoles, disfrazándose con ropajes, intentando posturas gráciles pero esforzadas, representando figuras y también abstracciones (los celos, la envidia, la vergüenza, la generosidad, el renunciamiento, el desaliento...). Cada tarde le toca a una, y son las otras dos las que le entregan los ornamentos para que componga la estatua. Todas son diestras en el juego, pero hay una diferencia entre ellas: Leticia está enferma, no puede participar en las tareas de la casa, se pasa el tiempo leyendo, sufre de la espalda, se habla de parálisis, es el cuerpo doliente.

Las niñas eligen hacer sus representaciones justo cuando pasa un tren, cuyas vías tocan la linde de su propiedad. Los pasajeros, algunos pasajeros, las miran, saludan, en el fugacísimo instante en el que sus miradas captan la actitud. Ellas gozan de ese triunfo teatral. Y un día, un chico de su edad les manda desde la ventanilla un papelito, elogiándoles la labor. Cada día se esfuerzan más, pugnan por salir elegidas en el sorteo e impresionar al chico con nuevas poses y atuendos. Él, no obstante, declara desde casi el principio su preferencia por Leticia, la tullida (pero él no ha advertido eso, pues ella se le presenta siempre inmóvil). Y un día dice que se va a bajar del tren en la siguiente estación y que va a venir a verlas, a ver a Leticia...

Pero, claro, eso no va a ser posible. De nuevo, el juego se acabará, hay cosas que trascienden a la representación, hay cosas del cuerpo. Los ojos grises del chico acabarán mirando al río que hay del otro lado del vagón...

Hoy, ahora mismo, para escribir este texto, he vuelto a releer el cuento por enésima vez. Mis lágrimas acompañan a Leticia, leyendo junto a la ventana el noveno tomo de Rocambole.

 

3.

Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente.

JUAN CARLOS ONETTI

Un sueño realizado (1951) puede ser acaso el relato más extraño de los que he leído y lo es siendo, aparentemente en principio, bastante normal. Conozco muy bien a Onetti, he leído toda su obra (bien es cierto que hace tiempo que no he vuelto a recorrer Santa María) y sé de la capacidad del uruguayo para jugar con la dualidad realidad-ficción (si es que hay tal realidad y no es, al final, todo ficticio, claro está), pero la sencillez venenosa de este cuento me parece insuperable, gozosamente mutante.

La trama empieza como algo banal, casi costumbrista. Un poco exitoso empresario teatral y su alcoholizado primer actor vegetan, sin blanca, en una ciudad de provincias tras su último fracaso, a la espera de alguna llamada salvadora de la capital que les permita volver a su noria de montajes teatrales, en la que giran hace ya demasiado tiempo. Una mujer de unos cincuenta años se acerca entonces al empresario para proponerle un plan peculiar: quiere contratarle para que se represente una obra de su autoría. La propuesta es acogida con escepticismo, la idea es deshacerse cuanto antes de la señora, que parece que no está en sus cabales. Pero la cosa no es tan obvia...

Lo que la mujer quiere que representen no es una obra, no tiene tres actos, no tiene actos, es una escena, una escena de un sueño, de un sueño que tuvo una vez y, teniéndolo, fue feliz. U otra cosa, que no es feliz, pero... Quiere volver a ver aquello, y pide la ayuda de los profesionales para que colaboren con ella en esa reconstrucción vígil de lo soñado.

Si el sueño hubiera sido grandioso, o de esa especial ternura que tiene el amor en el sueño, o desinhibidamente erótico, o simplemente trajera de nuevo a esa vida efímera y subterránea a personas queridas que ya se han ido, cabría aceptar que la pretensión de la señora es legítima, y hasta razonable. Pero no, la escena no tiene nada que ver con ella, los personajes que participan no son gente que ella conozca, es algo breve, aparentemente trivial, pero que a ella le produce resonancias profundas e infinitas.

Así la describe ella: hay algunas personas en la calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. Al final, ella, que está sentada en el bordillo de la acera y es la espectadora de la escena, se tiende sobre el suelo y el hombre llega a ella y le acaricia el pelo.

¿De qué sueño, propio o ajeno, sacó Onetti eso? Eso, que produce un escalofrío justamente por absurdo, por ordinario, por incomprensible. Cuando leo ese cuento siempre me parece que empieza a soplar un viento frío, que estoy desnudo, que se ha dado la vuelta el guante de los sueños y la vigilia se ha subvertido, me parece que soy el espectador de mis entrañas. No sé si yo tendría el valor de representar, de pedirle a alguien que represente, mis sueños. No por su contenido, que es usualmente trivial, sino por su ambiente, por las sensaciones de estar ahí, en el país del estar dormido, en donde las cosas que pasan son las cosas que hacemos que pasen, pero igualmente nos pasan a nosotros y no sabemos cómo y no sabemos que nos van a pasar, y de algún modo sí, también, claro, lo sabemos pero no podemos hacer nada.

Los profesionales, con escasos medios, limitado entusiasmo y cierta intoxicación etílica, se las apañan para cumplir el encargo. Y entonces... Los sueños no pueden ser replicados en la vigilia impunemente. No, ni siquiera se puede hablar de ellos impunemente.

 

4.

Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eléatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de La casa inundada.

JULIO CORTÁZAR

He cometido varias imprudencias escribiendo esta entrada. En primer lugar he contado cuentos en vez de proponerles simplemente que los leyeran. Es cierto que he intentado mantener al menos el misterio de su final, y que su lectura no quedará empañada por mi torpe reseña, pero justamente qué necesidad había. Bueno, había alguna necesidad, puesto que las cosas que se escriben son siempre por algo. El problema (mi segunda imprudencia) es que uno no sabe por qué, nunca lo sabe, como pasa con los sueños, pero de algún modo tiene que hacerlo. Mi vinculación con estos y otros cuentos es tan profunda, la siento tan adentro, tan en ese dentro en el que el cuerpo y la mente y los sueños tienen frontera común, que no puedo obviar que ahí hay algo, algo que probablemente es sólo para mí. Y ésa es mi tercera imprudencia: tratar de transmitir algo íntimo, algo para lo que, por definición, no hay lenguaje.

Lo que está claro, y eso sí que está claro, al menos para mí, es que en estos tres cuentos se describen juegos (en el último caso, jugado sólo una vez; en los otros, de forma recurrente) y en esos juegos (en todo juego) se intentan universos otros, se intentan construcciones que llenan vacíos, se intentan tiempos tangentes y moderadamente eternos. Se intenta todo eso porque nos hace falta, porque hay algo que se engarza así, hay algo que se recompone arcoíris, algo que suena sinfonía, algo que nos permite dormir mejor, para soñar de nuevo.

O, al menos, son cosas que me pasan a mí. Como me pasan cosas como ésta: estar toda una semana pensando escribir sobre Roth y la Viena de entreguerras y acabar hablando sobre Felisberto y Cortázar y Onetti, porque después de despertarme esta mañana tras uno de mis consabidos sueños de preparativos de viaje, donde hay cosas que hacer y nunca se hacen, sitios a los que ir y nunca se llega, tareas triviales pero repentinamente infinitas (hoy, dejar una nota, no recuerdo para quién o para qué y no encontrar un papel, y no saber escribir entonces mi nombre), porque mientras me decía a mí mismo que no podía dejar de escribir hoy una entrada del blog, he sabido que no podía pasar más tiempo sin que compartiéramos mis cuentos tristes, y he sentido una inmensa alegría al darme cuenta de que esta entrada, algunas horas después, estaría escrita.

Ya me cuentan.

* * *

Los relatos en línea (preferiblemente, compren los libros, ya saben):

https://ciudadseva.com/texto/menos-julia/

https://ciudadseva.com/texto/final-del-juego/

https://ciudadseva.com/texto/un-sueno-realizado/


sábado, 14 de octubre de 2023

Bellevue

Un panel


La cuestión siempre es hasta qué punto es consciente la metamorfosis. Todo cuanto vemos no es más que metamorfosis.

ABY WARBURG

El 16 de abril de 1921, Aby Warburg, una de las personalidades más destacadas de la cultura del siglo XX, fue internado en la clínica Bellevue, en la localidad suiza de Kreuzlingen, junto al lago Constanza, que dirigía Ludwig Binswanger. Warburg, que pertenecía a una acaudalada familia de banqueros, había ido reuniendo a lo largo de los años una biblioteca monumental, en torno a cuyos círculos concéntricos orbitaba en busca de paralelismos, sugerencias, recurrencias y asociaciones entre las manifestaciones artísticas de la historia, pues su afán era fundar una nueva ciencia que podría llamarse filosofía de la cultura, o psicología de la cultura o Kulturwissenschaft, es decir, ciencia de la cultura. Afanes desmesurados como ése (páginas de la historia del Congreso del Mundo) pueden considerarse condenados al fracaso, pero tal fracaso, de producirse finalmente, brilla con un resplandor acaso superior al de cualquier éxito.

El internamiento de Warburg constituye el último capítulo de un doloroso descensus ad inferos, que arranca quizás en la infancia, plagada de fobias y caprichos de niño malcriado, que se desarrolla en medio de obsesiones y temores por una guerra que acabaría con la derrota del Imperio Alemán y que culmina con un episodio que tiene lugar en noviembre de 1918, donde el primogénito de la dinastía banquera, que había renunciado a sus privilegios a cambio de dinero para comprar cuanto libro quisiera, amenazó con un revólver a su familia y trató de quitarse la vida.

Fue trasladado a un hospital de su ciudad natal, Hamburgo, para luego ser tratado en Jena, en una clínica dirigida por Otto, el tío de Ludwig Binswanger, un lugar donde en su día había estado también Nietzsche, un personaje del que Warburg se encuentra sin duda próximo, y con el que probablemente se identifica: en su cuarto de Bellevue tuvo colgado durante toda su estancia un retrato del Nietzsche enfermo ejecutado por Hans Olde en 1899.

Se ha publicado hace unos años, bajo el título de La curación infinita, el historial médico de Warburg durante la estancia en el sanatorio. Resulta desolador. Una de las mentes más brillantes de su tiempo, alguien que revolucionó el modo de entender las formas artísticas y cuyos discípulos extendieron el método iconológico, se describe como un enfermo iracundo, propenso a los gritos, los malos modos y la violencia, a quien hay que obligar a hacer las tareas más elementales, incluyendo las del propio aseo, y que depende de los somníferos y otros remedios simplemente para poder mantener la calma, alejado de todo trabajo científico, y diagnosticado como esquizofrénico incurable.

Sin embargo, la estancia en Bellevue, a pesar del pesimista pronóstico, acabó, mediando la intervención de otro reputado psiquiatra, Kraepelin, en una curación casi milagrosa, o al menos en una remisión suficiente de los males de Warburg para permitirle ser funcional de nuevo y retomar sus trabajos, que culminarían en esa obra extraña y decisiva que es el Atlas Mnemosyné, con su sucesión de paneles en los que imágenes alejadas en el tiempo y en el espacio resuenan entre sí, constituyendo una nueva historia de los gestos y las formas.

El síntoma de la mejoría de Warburg fue una conferencia que pronunció en la clínica el 21 de abril de 1923, y de la que en este año se ha conmemorado el centenario. En ella se retoman las experiencias vividas en un viaje a los Estados Unidos de un cuarto de siglo antes, donde Warburg tuvo la oportunidad de entrar en contacto con diferentes comunidades de indios pueblo, y asistir a alguna de sus ceremonias. La conferencia, una pieza extraña, por el tono, el contenido y por la peculiar escenografía en la que se desarrolla (el paciente sigue siendo descrito como vociferante y conflictivo, pero a la par ha sido capaz de realizar, junto con su discípulo Saxl, un increíble trabajo de recopilación y síntesis de materiales, estando, como estaba, a tantos kilómetros de su inagotable biblioteca) ha pasado a la historia como El ritual de la serpiente.

La serpiente, para los indios que estudia Warburg, es un animal totémico y en la danza se intenta, mediante una magia meteorológica, propiciar las lluvias, necesarias en el árido hábitat del desierto en que moran. Durante la ceremonia, algún danzante llega a morder con su boca a la serpiente de cascabel, muy venenosa. La sinuosa serpiente evoca el rayo y al final del ritual, los ofidios son liberados para que transmitan a los dioses las peticiones del pueblo. Warburg encuentra en los rituales de las comunidades primitivas una continuidad con las formas de la cultura basadas en el distanciamiento racional, juzga al arte como producto de una necesidad biológica, y lo sitúa en un punto intermedio entre la magia y la ciencia. En la conferencia se mencionan también a elementos clásicos como Laocoonte o Asclepio.

El enfermo maniaco-depresivo consiguió llevar a buen término su reto, expuso con claridad sus tesis, y el acto fue un éxito. Aún permaneció en la clínica algún tiempo más, pero finalmente recibió un alta que ni los más optimistas hubieron creído posible poco antes. La ciencia salvó a Warburg, o ésa es al menos su creencia: su voluntad derrotó a sus demonios. No viviría mucho más, pues su vida se extinguió en 1929, pero recuperó su posición preeminente, y su incomparable biblioteca logró ser trasladada tras su muerte a Inglaterra, donde el instituto que lleva su nombre es aún hoy en día uno de los centros fundamentales del panorama cultural mundial.

¿Cómo fueron esos días de Warburg en los que, entre aullidos y somníferos, encontraba el camino hacia sus recuerdos, elaboraba su delicado entramado de correspondencias? ¿Por dónde transcurría, en las noches de su delirio, apagado apenas con el Veronal, la serpiente de lengua flechada, que los niños hopi dibujaban saliendo de las nubes? ¿Qué decir de esa psiquiatría brutal y también impotente, qué decir de Freud, consultado por Binswanger, que había sido doctorando de Jung? ¿Cómo entender el modo de entender, de entender el arte, de entendernos, sin ese extraño filo de navaja de la razón y la locura? Al fondo, Artaud, y sus tarahumara. O Unica Zürn, que dibujaba tantas cosas, algunas parecidas a serpientes, otras decididamente libélulas.

Nietzsche, el Gran Antecesor, antes de abrazar el caballo de Turín y apagarse para siempre, deambuló, en su imposible reposo, por muchos enclaves, en busca de no se sabe qué clima, de no se sabe qué aposento, en el que sus infinitos padecimientos físicos le dieran una tregua, para seguir escribiendo textos que son también aullidos. En Sils Maria, no lejos de Kreuzlingen, en la Engadina, un inmortal día de primeros de agosto de 1881 tuvo el vislumbre de la más nefanda de todas las ideas, el eterno retorno de lo mismo. Allí, a 6000 pies sobre el nivel del mar, ¡y a mucho más sobre todo lo humano! se le reveló el conocimiento definitivo, y ese resplandor le deslumbró. La apuesta, entonces, ya fue inevitable: el infinito valor de cada acto, que reverberaría incesantemente, que se reproduciría en los más mínimos detalles, una y otra vez, que ya ha sido reproducido también incesantemente antes, hace obligatorio el amor fati, hace necesaria una fuerza sobrehumana sobre la que asentar el inicio de la tragedia que decretará la aparición entre las brumas de Zaratustra. Ahí, de nuevo, en el filo, en la cresta de la montaña, en el desfiladero, al borde del abismo. Y entonces, la caída. Pero hemos sido deslumbrados.

Hay una curiosa película del igualmente curioso cineasta Olivier Assayas (que también nos mostró en su día a la fascinante Maggie Cheung en Irma Vep, el homenaje al serial de los Vampires del mudo francés) que en España se ha dado en titular Viaje a Sils Maria, en la que Nietzsche no parece, en principio, estar presente. La historia versa sobre la relación entre los personajes de Juliette Binoche y Kristen Stewart, una actriz y su asistente, y sobre la figura de un autor muerto, cuya obra de teatro Binoche representó en su juventud y ahora tiene que volver a afrontar, ya desde el otro personaje, el de su edad presente. El film, sin embargo, tiene como verdadero leitmotiv un extraño fenómeno meteorológico que al parecer tiene lugar esporádicamente (cuando se dan ciertas condiciones) en el llamado Paso de Maloja, junto a Sils Maria. Los vientos generan una especie de danza de nubes, que se han dado en llamar, precisamente, la serpiente de Maloja. La película la muestra, trucada o no, y en efecto, parece que las nubes reptan en torno a las cumbres, esas nubes que llevan en su vientre las otras serpientes, las que resplandecen en el relámpago, las que alcanzan con sus lenguas de fuego el desierto en el que habitamos.

Quiero imaginarme a Nietzsche domeñando esa serpiente celeste, agarrándola por el cuello, acaso con los dientes, como los indios hopi, y forzándola a morderse la cola, construyendo así el uroboros, el anillo sempiterno del Eterno Retorno, que no transige a espiral, que se muestra incombustible en su zoótropo de eones. La araña, el claro de luna, las callejas de la vieja ciudad, todo vuelve una y otra vez. Todo instante es un aleph, y se contiene a sí mismo de manera insondable, y ese absurdo tiovivo es nuestra forma de ser eternos. Aunque, claro está, all of this is academic, como le diría Tyrell a Roy Batty. Hemos nacido para brillar breve o largamente, tenue o intensamente, y entonces extinguirnos, como lágrimas en la lluvia.




Y sin embargo... llegados a este punto, acaso ya sólo sirva intentar el contraluz, apostar al eterno retorno todas las fichas que nos quedan, y esperar que otra vez en la ruleta salga el catorce. No nos queda ya mucho tiempo, somos replicantes de modelos lastimosamente obsoletos. Hay paneles del Atlas Mnemosyné que podemos seguir llenando, podemos seguir jugando al solitario de las imágenes, podemos recombinarlas, reordenarlas, destruirlas incluso, pero, ay, ya no podemos hacer imágenes nuevas. O podemos poco, hay pocas fotos en el carrete, hay apenas luz ya, es un crepúsculo rapidísimo. Al fondo, unos fluorescentes anuncian con su luz filosa el espacio último de la sala de disección. Allí la película se vela.

Nos han dado un álbum con los cromos de la infancia, pasamos las páginas, nos quedamos arrebatados. Había algunos que no recordábamos, los colores parecen tan vivos... Otra vuelta más al zoótropo: la cabeza vuela de una mano a otra, el caballo salta su obstáculo limpiamente, y otra vez el obstáculo y otra vez el salto. Sí, al menos eso nos queda, al menos nos queda la rotación de los recuerdos, al menos esas moneditas suenan aún en la hucha del corazón que avanza.

¿Dónde estuvo nuestro Sils Maria? ¿Cuál es el instante eterno? ¿Cuál es el momento que nos justificará en la eternidad de eternidades, como a Nietzsche le justificó ese encuentro de cara con Zaratustra? ¿Será (sí, bien puede ser) ese 4 de enero de 2012 en el que por primera vez nos recibió Duino, y volvimos al hotel en Trieste y escribimos largamente en aquella mesa, y junto a nosotros había un libro de Magris que se titulaba Itaca e oltre? Eran malos tiempos aquellos, acaso los peores, y sin embargo, ese día, en el Sendero Rilke algo parecido a un Zaratustra, algo parecido a un ángel, nos salió al paso... ¿Era eso, entonces, un poner el contador en marcha, un aceptar que el pasado sería infinito, y de ese modo lo sería el futuro, y que nuestros fantasmas siempre podrían proporcionarnos one last kiss?

Cuando estos días he estado leyendo el recuento de la estancia de Warburg en Bellevue, ese nombre inevitablemente ha resonado con otros Bellevues de mi pasado, con una pareja de ellos que me golpeó en lo más íntimo cuando me los encontré en otro de esos libros decisivos, en otro de esos Sils Maria que bien pueden ser entonces Girona, la librería y restaurante Somiatruites, un viaje extraño, en 2015, que supuso la conciencia de la imposibilidad de Barcelona sobre la que volví una y otra vez en el Morgana en Duino cuya gestación estaba concluyendo entonces. Se trata de las llamadas Cartas del verano de 1926, que intercambiaron Borís Pasternak, Marina Tsvietáieva y un ya casi agonizante Rainer Maria Rilke. Marina irrumpe como un torrente (olas, Marina, nosotros mar) en la correspondencia de Rilke y lo hace para asistir a su finale, desde una dolorosa distancia, en dos Bellevues gemelos, ella en la banlieue de París, él en un hotel de Sierre que abandonará para dirigirse a la Clínica Valmont, en Glion, sobre Montreux, en esa Suiza con la que hemos abierto la entrada, y que reaparece una y otra vez en mis evocaciones, inevitablemente.

Este año, en mi vuelta al Léman, cuando nos aproximábamos en el barco a Montreux, hablando con algún compañero del congreso sobre Nabokov, señalé la clínica y un acto fallido me hizo llamarla precisamente Bellevue. Era incapaz de acordarme de su nombre, Valmont (como el protagonista de Les liaisons dangereuses, dice Marina). Esas cosas no son, por supuesto, azarosas. Había estado el año anterior en Valmont, había entrado y recorrido sus pasillos. También volví a Sierre, pero el Bellevue no existe ya.

Rilke morirá la madrugada del 29 de diciembre de 1926. Marina no se enterará hasta unos días más tarde. Le escribirá a Pasternak ya no viajaremos a Rilke, ese lugar ya no existe, y compondrá el tierno y desgarrador Poema del Año Nuevo, que releo cada 31 de diciembre, y que ella envía al recién difunto Rainer Maria (Maria...) en propia mano. Me alejo de Rilke, de Tsvietáieva, sobre quienes llegué a escribir un ensayo en ese 2015, para volver eternamente. Eternamente envío mis señales de humo y hay otras señales que las replican. O eso quiero ver en el horizonte, en un horizonte curvo de bola de cristal en el que los espejos nos devuelven la mirada.

Hay un cuento de Rilke llamado Serpientes de plata. Esas serpientes son los raíles, en su transcurrir hacia el horizonte. Los raíles por los que pasa el ferrocarril al que esperar, acaso, en una perpendicular definitiva, ese tren que Warburg sabía que acabaría con las ceremonias de la serpiente.

La alternativa son los raíles, el avance, por tanto. Lícito será, puestas así las cosas, volver a jugar a las canicas, junto a ese vórtice que habían excavado las manos de un niño y que se llamaba guá.

Al final, pues, el trato es sencillo: hay que construir una pequeña cabaña, como aquella del final de la Melancolía de Von Trier, para colgar de sus paredes nuestras estampas, para que sepas donde encontrarme, para que los rayos se despisten. Y al día siguiente hay que construirla otra vez. Y hay que volver a los sitios donde hemos estado, los sitios del corazón, y hay que hacerlo aunque los sitios no existan, aunque cuando existieron eran sitios vulgares y sin ninguna belleza, porque es allí donde nos esperamos, simulacros resistentes, apenas perceptibles, babas del diablo de reflejos plateados.

Es allí donde nos besamos por primera vez y ese beso se repite a cada vuelta del zoótropo y lo hará eternamente, porque la serpiente que cabalgamos es un uroboros y los dioses aman las cosas circulares. 


domingo, 8 de octubre de 2023

Un pequeño vacío en la pared

 


Araño en la pared con una uña,

la cal va cayendo

como si fuese un pedazo

de la tortuga celeste

JOSÉ LEZAMA LIMA, El pabellón del vacío

Debemos al malogrado escritor Víctor Lázaro la primera descripción detallada de los tokonoma del Metro. Si bien no es concebible que haya sido él el primero en reparar en ellos, lo cierto es que se obsesionó de tal modo con esos misteriosos elementos que es gracias a su investigación sistemática como hoy podemos tener una idea algo más aproximada de lo que son (lo que fueron) y lo que representan.

El trabajo de Víctor sobre los tokonoma se recoge, sobre todo, en su último relato, Lázaro, prófugo, texto póstumo y presumiblemente inconcluso y, como prácticamente toda su obra, inédito, incluido ahora en la recopilación de su narrativa La rebelión del taxidermista (Ediciones Complutense, 2017) que ha realizado su principal estudiosa, la hispanista Angela G. Whitehead. Los materiales que se encontraron en el archivo de Lázaro tras su muerte fueron tan abundantes y tan heterogéneos que Whitehead se conformó, en primera instancia, con realizar una selección de las piezas más elaboradas o más próximas a la completitud (algo que siempre es difícil de precisar en Lázaro). Otras muchas piezas y notas esperan, presumiblemente, para ser incorporadas a nuevos tomos de sus aún quiméricas Obras completas. Whitehead trabaja en la actualidad en La inquietud del inquilino, que estaría compuesto por sus trabajos ensayísticos. Algunos privilegiados, gracias a la amistad que nos une con Angela hemos podido acceder a algunas páginas inéditas, que arrojan luz, si es que esa terminología es aplicable aquí, sobre la cuestión de los tokonoma. Angela y yo nos conocimos en un curso en Barcelona, y entablamos desde el primer momento un intercambio muy fructífero. Yo, aunque muy vagamente, había conocido a Víctor en los años 2006-07 y había compartido con él algunas inquietudes literarias.

En lo que parece ser un diario de los comienzos del milenio, Lázaro anota que su primer conocimiento de la voz tokonoma se debe a la lectura del poema El pabellón del vacío, de José Lezama Lima. Este poema es el último del libro póstumo Fragmentos a su imán, publicado en 1977 (Lezama había muerto el 9 de agosto de 1976). Me recuerdo buscando ese libro por las librerías de Madrid por el 1978 o el 1979 (yo tenía catorce años) acompañado de mi padre.


El pabellón del vacío está fechado 1º abril y 1976 [sic] y es, por tanto, uno de los últimos que escribió Lezama. Por mi parte, yo conocía ese poema desde bastante más atrás, y en mi caso también supe a partir de él lo que era un tokonoma. No recuerdo, no obstante, en las breves conversaciones que Lázaro y yo mantuvimos, en alguno de aquellos bares, a los que nos había llevado quizás Laia, nuestra amiga común, que se mencionara ni el término japonés ni tampoco al excelso escritor cubano. Por entonces, ciertamente, Lázaro ya estaba inmerso en sus investigaciones, pero no parece que estuviera dispuesto a compartirlas conmigo, y tal vez tampoco con Laia, si bien las menciones de ésta a Víctor siempre tendían a ser oblicuas. 

Hace mucho que no me he vuelto a encontrar con Laia, si descuento aquella vez en que nos topamos en Madrid inesperadamente (como no podía ser de otra manera, en una librería, en el viejo edificio de La Central de Callao). Mencionamos el suceso de Lázaro de pasada, lamentamos el olvido de su obra (aún Angela no había aparecido en escena, al menos para mí) y nos despedimos sin mayores remordimientos. Se me ocurre que es posible que Laia vaya a leer esto ahora, y es algo en lo que no había pensado. Seguramente ella lo recuerda de otro modo, seguramente ella quiera, y deba, contradecirme.

Las anotaciones inéditas de Lázaro en sus “diarios” (por inadecuado que sea tal nombre) sobre los tokonoma tienden a ser muy breves y bastante crípticas, al menos antes de la redacción de Lázaro, prófugo, que tiene lugar bastantes años después. Es posible que desarrollara un código ad hoc que conferiría sentido a lo que en una primera lectura parece un galimatías: tk l9 10e apenas luz - marchito, o, inesp tk l5 cul-de-sac 1ªbif abd, o, en un viaje a París, anterior al último, un registro algo más diáfano: l10 Mé junto al bucle: nítido - los graffiti lo respetan.

Hay que ir a los borradores de Lázaro, prófugo, que son abundantes y muy trabajados (sin duda Víctor sabía de la inminencia de la consumación) y de los que la versión editada por Whitehead deja fuera una buena parte (a la espera, según sus palabras, de una edición crítica de la obra completa, que aún se vislumbra lejana) para encontrar lo más parecido a una descripción sistemática, si bien no cabe olvidar que el relato se presenta como una obra de ficción en la que la trama arranca con un sudoroso fugitivo deslizándose en un asiento de un vagón de Metro, entre dos personas anormalmente obesas, agotado por un deambular constante, y empieza a dormir y a soñar con metros que se congregan siguiendo la gran rosa de las vías en la Plaza Metafísica, mientras los niños se acercan a ellos y los acarician como a mascotas, pues eso son los trenes, alegres bestezuelas que abren y cierran las puertas como por juego, hasta que se hace de noche en el sueño y Lázaro abre los ojos cuando el personal de limpieza le sacude por los hombros y le dice que ha de abandonar el coche, ya que ha llegado a la estación término de la línea. Es caminando, aterido de frío, por un barrio desierto, desconocido para él, en los confines de la ciudad, como Lázaro empieza a recapitular sus aventuras en la cacería de tokonoma y de ese modo sabemos hasta qué punto había llegado también el propio autor, que aparece en cierto modo también en el relato, representado como Viktor, un bibliotecario al que Lázaro conoce en uno de sus trayectos, y que dispone ya de un grueso cuaderno de observaciones que, tras no poca reticencia, decide compartir con Lázaro, un hombre, del que se dice que está cansado ya de resurrecciones.

Un tokonoma es un elemento de la decoración tradicional japonesa, que consiste esencialmente en un hueco, generado por la disposición de unas maderas y la creación de una pequeña tarima en una esquina del cuarto, y que se deja vacío excepto por la inclusión de una serie de objetos muy selectos, que pueden incluir un arreglo floral o ikebana, un panel con caligrafía o pintura o alguna estatuilla. La sutil y fatigosa etiqueta concerniente al tokonoma incluye la prohibición del acceso a ese espacio de algún modo sacralizado (excepto para su limpieza y cuidado, para lo que se requiere de un elaborado ritual) y la costumbre, o norma, de que el anfitrión haga gala de su humildad ante un visitante ilustre sentándose él de espaldas al tokonoma para no hacer ostentación de los ricos elementos allí congregados.

La observación de los tokonoma del Metro requiere, desde luego, de cierta pericia, y a simple vista es posible que pasen desapercibidos, incluso para los viajeros habituales de las líneas en las que se encuentran. Su número exacto siempre fue desconocido, si bien ha habido autores posteriores que se han afanado en la elaboración de catálogos que pretenden exhaustivos. No son, en todo caso, muy comunes, y tienden, por otra parte, a ser efímeros. Aparentemente su aparición no fue premeditada, o eso dice Lázaro que le dijo Viktor, según nos cuenta Víctor Lázaro: alguien (¿quién? ¿un empleado del Metro que recorría las vías cuando el servicio había concluido? ¿un viajero que contemplaba, hipnotizado por la negrura, la sucesión de los tubos de las conducciones que van de una estación a la siguiente?) concibió la posibilidad de un tokonoma en alguno de los rebajes de la pared, en alguno de los huecos que rompían la continuidad del muro, acaso con alguna finalidad de servicio que se nos escapa, acaso también por puro azar o por desidia. Ahí, en esas hornacinas, alguien (¿quién? ¿qué mano ruda o delicada? ¿en qué primavera subterránea?) colocó un día (¿era la línea 9?) un pequeño florerito de vidrio traslúcido, con un par de flores, acaso de papel. Algunos días después, un papel apareció pegado a la pared, junto a las flores. Era una cita del poema de Lezama: De pronto con la uña trazo un pequeño hueco en la mesa. Entonces, dice Lázaro, supimos (en ese plural indefinido con el que hilvana una narración que se quiere impersonal) que debíamos aprender a recordar con las uñas. Alguien añadió el tercer elemento: una piedra, o un vidrio, o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. El tokonoma parecía completo y, como una consecuencia ineludible, fue preciso encontrar otros huecos o vanos u hornacinas en los que depositar esos pequeños museos.


En ningún momento de la narración Víctor Lázaro se preocupa por las cuestiones que todo lector, maleducado en la tradición de los narradores omniscientes o de las cómodas tramas noir de los policiales, ansiaría ver dilucidadas: el quién, el cómo, el cuándo, sobre todo el porqué. Su recorrido es rápido, ejecutado con rotundos y escasos golpes de pincel (hay prisa). La observación de los tokonoma es necesariamente fugaz, a ritmo de tren que avanza, pero el adiestramiento, la costumbre, los fueron haciendo nítidos para Lázaro, quien nos cuenta cómo fueron apareciendo más y más hornacinas, decoradas pobre o ampulosamente, en todas las líneas, en todos los grandes ferrocarriles metropolitanos, cómo empezó entonces a hacerse más fácil el detectar los tokonoma, como si los autores se fueran haciendo más indiscretos o quisieran que su obra fuera conocida más allá del círculo de los iniciados. Quien más, quien menos, tuvo la tentación de ejecutar su propio tokonama, adentrándose apenas unos metros en el túnel, bajando por los tres, cuatro peldaños del final del andén cuando nadie miraba (pero las cámaras siempre miran), depositando burdos bibelots en cualquier recoveco. A nadie le engañaban esos intentos: antes bien, anunciaban ya una nueva etapa, la de la banalización de lo sagrado, la de la desaparición del misterio.

Lázaro confiesa, en el relato, que entre los adeptos cundió el desencanto. Viktor, de hecho, abandonó por completo las investigaciones, le legó su archivo a Lázaro, que en ese punto ya no sabía muy bien qué hacer con él. En los periódicos sensacionalistas empezaban a aparecer noticias, torpemente redactadas, sobre la cuestión. Se hicieron documentales especiales, cundieron los expertos, todo se confundió y se trivializó. Lázaro cuenta que vio a Viktor un día en televisión, en uno de esos programas de misterio, diciendo que los tokonoma nunca habían existido, que habían sido una invención de un lezamiano irredento (fueron sus palabras, y parecía referirse a sí mismo) que no soportaba la rutina diaria de escaleras, andenes, multitudes y estaciones que le llevaba de la nada de su vida a la ficción de su trabajo. Lázaro sintió, o eso nos dice Víctor Lázaro en su relato, pena, o alivio, por su amigo. Esa noche apagó la luz para dormir y soñó por primera vez con la Plaza Metafísica y sus grandes rebaños de trenes, y él era un niño que esperaba con su banderita la llegada de los vagones, que se anunciaba con ruidosa música de banda de pueblo. El reloj marcaba casi las tres. Despertó sonriendo: era la primera vez en muchos años que no se sentía agotado cuando se levantó de la cama.

Ahí termina el relato en la versión publicada preparada por Whitehead, que aduce que Víctor preparó una versión mecanografiada en limpio que hizo concluir por tres vistosos asteriscos. En el prólogo de La rebelión anota, no obstante, que hay entre los papeles de Lázaro en el ordenador que dejó encendido en su habitación de hotel el día de su muerte, un archivo llamado Profugo2 en el que se incluye lo que sería la segunda parte, o el colofón, de la historia, bajo el epígrafe: habría que elaborar más esto, pero no hay tiempo ya. Las líneas que siguen son confusas, hay evidentes fallos de continuidad (tokonoma se podría decir) en la narración, frecuentes contradicciones. Nos encontramos ante un borrador, nos dice Angela, y por lo tanto, publicarlo como coda de un relato suficientemente delimitado como es Lázaro, prófugo, sería de algún modo, desvirtuar éste.

Tras insistir mucho, conseguí que Angela me pasase una transcripción de ese texto, violando así el acuerdo que estableció con los sobrinos del autor, quienes le encomendaron la custodia de sus escritos. Es gracias a eso que yo puedo aquí, ignorando a mi vez toda elemental norma de discreción (pero qué importa ya, cuando ya no hay más tiempo), compartirlo con ustedes, aunque quién sabe qué recorrido tendrá a su vez este texto, este escrito, tal vez tan póstumo como los de Lázaro, tal vez tan inédito como los de él.

Tras aquel bello sueño, que se repitió muchas noches, Lázaro supo. Supo lo que faltaba. Cogió la carpeta con los mapas, revisó los itinerarios (hay innumerables dibujos y esquemas en las carpetas de Víctor, a veces con muchos colores, uno por cada línea, a veces con ineficaces y torpes representaciones de los contenidos de los tokonoma, en los que había empezado a aparecer como seña de identidad, la efigie de Lezama, frecuentemente en la forma de un sello de correos de Cuba que conmemoraba el aniversario de su natalicio), y empezó la búsqueda de la grieta. No explica en ningún momento Lázaro, ni lo explica Víctor Lázaro, cómo llegó a la conclusión de la existencia de la grieta, apenas incluye en uno de los borradores unos versos que dice haber escrito cuando era un adolescente y que empiezan Cristales de frío colgando de las uñas / cuando la luz se niega a venir, / cuando la noche permanece hasta la noche siguiente. Lo cierto es que la grieta se convirtió entonces en la meta de Lázaro, a la que se consagró completamente.

Lo que viene entonces es la sucesión de los intentos fallidos, que son muchos, hasta el último viaje a París. Allí, en el tokonoma entre Saint Michel y Odéon (línea 4, uno de los más conocidos, por el saxofón que alguien colocó junto al pequeño bouquet de flores), por fin la vio. Apenas una rendija, cuenta Lázaro, en la esquina superior, como si una puerta no estuviera bien cerrada, como si de algún modo la bisagra estuviera cediendo, una nada de resplandor, inapreciable para el ojo no entrenado, invitando a traspasar el umbral, a violar el tabú, a desbaratar el tokonoma, a evaporar al otro que sigue caminando. Lo que viene ahora, concluye entonces, es lo que cabía esperar desde el principio: la historia no podía acabar de otra manera.

Y ahí termina el archivo Profugo2. Quién sabe si Víctor hubiera tratado en un futuro ya inalcanzable (no hay tiempo) de escribir un Profugo3 en el que se adentrase en el detrás del tokonoma, accediera a ese resplador, a ese espacio de luz que acaso es una inacabable explanada de hormigón con una gran rosa de vías en el suelo, y una estatua yacente, a la sombra de la cual esperar la llegada de los trenes. Algo así parece sugerir una línea garabateada en la última libreta, la que encontraron en su bolsillo: había hallado el lugar sin nunca y ahora lo recorrería interminablemente. Es la penúltima línea. La última dice: María Zambrano escribió una carta a María Luisa Batista, la viuda de Lezama, el día 6 de agosto de 1978. En el encabezamiento dice: “Día de la Transfiguración”. Sigue una flecha y una palabra: Hiroshima.

Lo que sí puede saberse es el final de Lázaro, de Víctor Lázaro. La historia no podía acabar de otra manera. Cuentan que el comisario de policía, que al parecer era inusualmente obeso y sudaba copiosamente en el tunel escasamente ventilado dijo: a veces prefieren no saltar, prefieren que no haya tanta luz. Junto al tokonoma, que tapaba el comisario con su gran corpachón, el cuerpo tendido de Víctor trazaba una perpendicular imperfecta con la vía. El saxo permanecía callado.

En pocos días vuelvo a Barcelona. Coincidiré con Angela en un curso. Es posible que sea una buena oportunidad para contactar con Laia. Comparar notas. Parece que los tokonoma han ido desapareciendo. Ya sólo hay informes de avistamientos en algunos metros remotos de ciudades chinas superpobladas. Ha empezado un comercio semiclandestino de estatuillas y paneles de temblorosa caligrafía. La rebelión del taxidermista no se ha vendido apenas. Angela se quejó desde siempre del desinterés de la editorial, está pensando en enviar La inquietud del inquilino a otra, pero no está segura de que los atrabiliarios escritos de Víctor sobre laberintos, gnosticismo y cometas tengan mucha mejor salida. Parece que la época de los descubrimientos ha pasado, y nos adentramos en ese territorio ambiguo de la memoria, que linda con el olvido. Lázaro ha muerto una vez más. Ahora le tocará resucitar de nuevo, lo cual, inevitablemente, acrecentará su agotamiento.