sábado, 30 de septiembre de 2023

Soy Ana

 



Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

JLB, “El Aleph”

Ana y yo nos conocemos desde siempre. O nos conocemos desde tan atrás que no sabríamos decir cuándo empezamos a saber el uno del otro. Yo tengo un par de años más que ella, y la he ido contemplando crecer conmigo, envejecer conmigo. Ella, para ser sinceros, no me ha visto nunca en realidad, pero quiero pensar que sabe de mí de algún modo, que de algún modo me presiente. Allí, Matadero, fila 2, un Genet, o en aquel otro montaje tan extraño de Arrabal. Allí, del otro lado de la pantalla, ella jugando al póker tantas noches. O cuando la iban a matar y se llamaba Ángela. O Yoyes. Estábamos juntos, uno a cada lado del vidrio o de la pared transparente. O quizá no, quizá yo estaba solo, pero ella también estaba en mi estar solo y en mis ojos que se abrían, como los suyos, en aquel cine de pueblo, al ver a la Criatura.


No, no nos conocimos tan pronto. Yo tenía entonces apenas nueve años, la vi después, no sé cuándo, hace mucho en cualquier caso. Es posible que cuando la viera ya la hubiera visto en aquel Saura, o en El nido, en la tele, no sé realmente cuándo vi por primera vez El espíritu de la colmena, pero fue hace tiempo, no sé si lo suficiente como para que no hubiera ya escuchado o leído eso de la mirada de Ana, ese momento inaugural, iniciático, mágico, decisivo, que pone la portada a toda la historia del cine español. Sí, es posible que cuando la viera ya fuera yo un aprendiz de cinéfilo, pedante comme il faut. Así que ya sabía dónde mirar. Ahí, cuando se incorpora apenas, esos ojos más grandes que la cara, la boca abierta, dentro de la película como sólo se puede estar cuando uno es un niño y ha visto aún pocas películas.

¿Fui yo alguna vez un niño que se incorporaba y abría los ojos y por la pantalla entonces se paseaban los vaqueros, o los militares en su submarino, o Tarzán en su jungla? Sí, sí lo fui, antes de entender qué era una película yo también me paseaba por esos dentros que ahora son de tan difícil acceso, cargado como voy de referencias y lecturas, y años, tantos años. ¿Estuvimos juntos en el cine Ana y yo alguna vez, en la Gran Vía, en el Imperial, o el Rialto, o el Capitol, o el Coliseum, o el Palacio de la Música? ¿Podía seguir ella yendo al cine con sus padres, como yo iba con los míos (apenas nos separan un par de años, ya digo) después de haber visto Frankenstein en el cine improvisado del Ayuntamiento de Hoyuelos, el pueblo donde su otro padre tenía sus colmenas?

He visto muchas veces a esa niña con su carterita, la he visto bañada por la luz amarilla de sus interiores, la he visto acompañada por el monstruo, asomada al pozo, la he escuchado decir su nombre. Muchas veces. La ha visto alguien que fui cuando era adolescente, y alguien que empezó a ir solo al cine y agotaba todas las sesiones del Alphaville y de los cinestudios, y alguien que volvió a ir al cine acompañado, y luego volvió a ir solo, la he visto en televisores de válvulas y con sus grandes culos de rayos catódicos, y en estilizadas pantallas planas. He visto muchas veces El espíritu de la colmena. Pero sólo hoy, sólo esta mañana la he visto, la he visto de verdad, he entrado en ella, he estado con Ana, los dos asomados al pozo, y le he susurrado mi nombre al espíritu. Hoy, esta mañana, a mis casi sesenta años, después de una noche en la que he dormido fatal, de la que me he levantado muy temprano, y con nada que hacer, hasta que llegase el momento de salir para el cine a ver a Ana, a ver una película de Víctor, la última película. 

De Víctor sé también muchas cosas, y también he paseado con él por muchas salas, y un día estuvimos juntos viendo a Antonio López (que es el padre de mi compañera de promoción Carmen y qué rabia que yo no hablara de él casi nada con su hija, mientras los dos teníamos bastante con estudiar Físicas) batallar con la luz y el tiempo. Y nos quedamos en la línea de salida del viaje al Sur, a un Sur casi borgeano en su aura de lugar deseado y, por lo tanto, inalcanzable. Pero Víctor estaba, está, situado, en el pináculo de mi admiración, no podía hablar con él, sólo le escuchaba, le escuchaba sobre todo con los ojos. Hoy, esta mañana, Ana me ha hablado con los ojos de Víctor, y esta mañana, un poco más tarde (he ido a una matinal, como cuando íbamos con la familia a aquellas matinales del Imperial), cuando he cerrado los ojos con Víctor Erice he podido decir: lo entiendo, con la voz entrecortada del que solloza de emoción en una sala a obscuras. Y no estoy exagerando.



No voy a hablar de Cerrar los ojos, ni de El espíritu de la colmena, en tanto que obras cinematográficas (obras maestras). Ni tengo credenciales de crítico ni, me parece, sería algo que aportara a lo que estoy intentando transmitir hoy aquí, a sabiendas de que es imposible: la emoción. Una emoción de una pureza que había creído inalcanzable durante tanto tiempo, una emoción que me ha convertido, durante unas horas, en Ana, en esa Ana que se incorporaba apenas para ver, con la boca entreabierta, a la Criatura, en ese inconcebible encontrarse que nos proporciona el cine cuando es milagroso. Y, si no es milagroso, ¿de qué sirve?

Que la película de Erice es testamentaria es algo que él mismo no niega (al fondo está la muerte), y que en ella hay múltiples guiños y alusiones es algo que no se escapará al espectador mínimamente versado en la (ay, tan corta) obra del vasco. Hay en ella agradables sorpresas, más manos tendidas para el cinéfilo (y letraherido) que soy. Ese Triste-le-Roy por el que se pasea mi adorado José María Pou. Esa Helena Miquel, a la que escuché tantísimo cuando era Las flores azules, y me llevaba en enero a la playa en aquellos extraños, mágicos, dolorosos, gozosos, complejos años 2006-07. La luz de Almería, los ojos de otra niña, Venecia Franco, detrás de un abanico. La contención melancólica de Manolo Solo, el gozoso reencuentro con el gran Mario Pardo, la visita de Soledad Villamil, la dura dualidad de José Coronado.


No cabía dudar de que la película de Erice iba a ser un festín, al menos para un ericiano empedernido como yo, no cabía dudar de que con todo lo citado, las casi tres horas fluirían y yo saldría del cine diciendo: sí, esto era, por eso llevo toda la vida viniendo al cine, era para esto. Pero lo que ha ocurrido es otra cosa. Es decir, es eso, eso por lo que voy al cine, pero como nunca, como no antes, como quién sabe cuándo ya.

Por la mañana, después de la mala noche, Ana Torrent y yo hemos visto Frankenstein y ha sido como si no la hubiéramos visto nunca. Y cuando, al final, hemos llamado al monstruo, los dos teníamos la piel de gallina. Los dos repetíamos Soy Ana... soy Ana. Por la mañana, algo más tarde, ya la matinal se deslizaba hacia el mediodía y lo dejaba atrás, Ana y yo hemos estado viendo una película, otra, que hablaba de miradas y de adioses. La hemos visto en un cine de un pueblo de Almería, un cine cerrado y habilitado para la ocasión. Ella estaba sentada al lado de su padre. Yo, me parece, también estaba sentado al lado del mío, o, mejor aún, de mi madre, que, como le pasaba al Gardel (ay, Gardel) de la película, tampoco se acordaba ya. Y se ha producido un milagro, como esos milagros verdaderos que ya no se producían desde Dreyer (Mario Pardo dixit), y, en el cine, a obscuras, solo, con seis o siete personas más, que no conocía, he llorado, he llorado interminablemente, y no era la alergia o la rinitis o lo que fuera que no me ha dejado dormir esta noche, y he tenido que ahogar verdaderos sollozos, para no escandalizar a mis desconocidos compañeros espectadores, aunque sospecho que a ellos les estaría pasando algo parecido.

Es vano explicarlo así, es vano tratar de enunciar algo que es una pura revelación, la revelación de un fondo de emoción, de sentimientos, que no se despierta más que de este modo, y no se despierta nunca, pues no hay películas como ésta, o casi no las hay, y algunas de las que hay las firma Víctor Erice. Cuando Ana y yo hemos entrado en la residencia (ay, la residencia) a ver a su padre, y ella ha dicho Soy Ana. Soy Ana, los dos hemos sido definitivamente Ana, para siempre Ana, temblando por el escalofrío de la muerte que acecha ahí, tan a mano, sabedores de que nuestra andanza también se encamina a la Gran Cuestión, al envejecer, y que hay que entrar en él, como dice el sabio Mario Pardo, sin temor y sin esperanza. Y me alegra que entremos juntos, terminando nuestras cincuentenas, después de tantos años de encontrarnos a salto de mata, en tal o cual grada de tal o cual teatro, o del otro lado del vidrio de la pantalla, desde donde, yo lo sé, ella también lo sabe, los actores nos miran. Y así nos miran en ese largo plano fijo del final, para que nosotros les miremos y entonces cerremos los ojos, y durmamos tranquilos, abrazados por esa mirada.

Conozco bien mis imposturas, conozco la pose de literato, el ademán interesante del exquisito gourmet de sensaciones. No hay, lo prometo, ni una pizca de mentira en todo lo dicho, en todo lo sentido: sólo hay la torpeza en su transcripción. Aquí, en mi Triste-le-Roy, de este lado del vidrio, mientras suena, aunque no se le oiga, porque ya es tarde, Gardel, o Mar el poder del Mar con Helena diciendo siento lo mismo por ti (y yo digo here’s looking at you, y tú sabes que me refiero a ti), cuando ya es casi mañana y a saber cómo dormiré esta noche, lo cierto es que hoy ha pasado algo, y por eso tengo que darle las gracias a Víctor, por haberme dejado ser Ana.

Y Ana, ojalá que de algún modo, desde ese detrás de la pantalla, puedas, quieras, también, un poco, una pizca, un momento, esta noche, ser Agus, para poder ser juntos la nada que estamos siendo, mientras aún hay proyectores que giran y los milagros siguen siendo posibles.



domingo, 24 de septiembre de 2023

Una dignidad

...pero también sabía que toda muerte es secreta.

CLARICE LISPECTOR

En noviembre de 1944, mientras la Segunda Guerra Mundial agoniza en Europa, Clarice Lispector se encuentra en la Nápoles ocupada por las fuerzas aliadas (entre las que se incluye el ejército brasileño) ejerciendo de esposa-de-cónsul, y tratando de escribir su segunda novela, La lámpara, después de que un poco antes hubiera aparecido su extraño y brillante libro de debut, Cerca del corazón salvaje. Intercambia cartas con sus hermanas y con Lúcio Cardoso, escritor, homosexual, gran amigo y también amor imposible en ese tiempo. En una carta de Cardoso él le habla de una novela que está empezando a escribir, El anfiteatro. En su contestación, Clarice, que tiene entonces 24 años, pregunta: ¿Qué es el anfiteatro? ¿Es el anfiteatro con gente viendo un espectáculo o un anfiteatro oscuro, en la hora de la limpieza? Ahí, en esa frase, creo, está todo lo que pretendo escribir aquí. Intentaré, ahora, escribirlo.

En las vísceras del anfiteatro, en los intestinos del Coliseo hay galerías y corredores, jaulas para bestias y celdas para hombres y mujeres. En el exterior, sobre su piel de arena, calcinada por un sol siempre en el puntual mediodía de la luz cegadora, se celebra el espectáculo ante las gradas llenas de un público enfervorecido. Todo estadio dispone de altares para el sacrificio. Y el ritual ha de ser cumplido hasta los últimos detalles. En cuanto a lo que los arúspices pronostican a partir de la lectura de los despojos, quizá sería mejor no saberlo...

Clarice nació en un lugar perdido de la Unión Soviética que hoy pertenece a Ucrania, aunque quién sabe... Entonces ella se llamaba Chaya, y con sólo unos meses de edad recorrió Europa y cruzó el Atlántico huyendo de los progroms. Su madre fue violada múltiples veces, contrajo una enfermedad venérea que destruyó por completo su salud: Chaya fue concebida, al parecer, porque alguien le dijo a su madre, absurdamente, que un embarazo podría curarla de sus padecimientos. Sólo poco a poco Chaya acabó siendo Clarice y brasileña y mujer de diplomático y periodista y escritora, la más grande escritora de Brasil, una de las más grandes del mundo. Su deslumbrante obra, tan deslumbrante como esa blancura de la habitación vacía de G.H., me acompaña desde hace tiempo, pero lo cierto es que no había vuelto a ella desde los confusos tiempos de la cuarentena, cuando la releía para asistir a un curso sobre ella en La Central de Madrid, porque 2020 era el centenario de Clarice Lispector, y luego 2020 acabó siendo otras cosas.

Hay estadios en Brasil, enormes estadios abarrotados donde se juega un partido infinito entre equipos cuyos nombres recorren mi infancia, una infancia sin apenas partidos televisados, con torneos veraniegos, con Mundiales legendarios ganados y perdidos por la canarinha, con Luiz Pereira y Leivinha, que vinieron al Atleti, mi equipo, como enviados de un Más Allá futbolístico que resultaba inconcebible en esos días. Palmeiras, Flamengo, Fluminense, Vasco da Gama, Santos...

Y Botafogo. Clarice era hincha de Botafogo, aunque lo era de un extraño modo, pues declaraba su ignorancia apasionada del fútbol y se reconocía con el corazón partido, porque uno de sus hijos era también de Botafogo, pero el otro era de Flamengo, y la rivalidad era máxima. Son años gloriosos para Botafogo, en el equipo están nombres legendarios como Gérson y Jairzinho, y el entrenador es Zagallo, que luego fue el seleccionador de la triunfante y mítica Brasil del Mundial de México en 1970.

Hablo de 1968. Clarice escribe cada semana su columna en el Jornal de Brasil. La colección de esos artículos, titulada A descoberta do mundo, es impagable. Hay uno de ellos curioso, extraño, se titula Armando Nogueira, futebol e eu, coitada, y corresponde al 30 de marzo de 1968. La intrahistoria de ese artículo es digna de ser contada. Armando Nogueira era otro colaborador del periódico, el encargado de la crónica futbolística (Brasil, años 60, el fútbol sería una religión si “religión” no fuera un término que se quedase ridículamente corto). En una de esas crónicas, que Lispector dice no haber leído, aunque se confiesa seguidora de la prosa de Nogueira, éste dice: Cambiaría de buen grado la victoria de mi equipo en un gran partido por una crónica de Clarisse [sic] Lispector sobre fútbol. El equipo de Nogueira era también Botafogo, que a la sazón acabaría ganando ese año el Campeonato Carioca y la Taça do Brasil, el Campeonato Brasileño (sólo ha ganado dos en toda su historia, así que es un año realmente especial para los albinegros).

Clarice supo de esa cita porque se recogió, en una recopilación de frases aparecidas en la prensa en la última semana, en el Correio da Manha y aceptó, a su manera, el reto, escribiendo su pieza sobre fútbol, donde dice las cosas que he venido contando, coitada por no saber nada de fútbol, recordando que sólo una vez fue a un estadio y le pareció que un partido no era para nada semejante a un ballet sino más bien a una lucha entre vida y muerte, entre gladiadores. Y entonces le devuelve el guante a Nogueira, retándole a que ahora escriba él una crónica sobre la vida, sobre lo que el fútbol representa para él no como deporte, sino como parte de su vida. Y Nogueira contestó a su vez, pero eso ya no nos interesa ahora mismo.

A salvo de un par de entrevistas medio en serio, medio en broma, a dos personalidades del fútbol brasilero como Saldanha y Zagallo, nada más escribe Clarice sobre fútbol, o sobre estadios hasta varios años después. Entonces aparece, en 1974, dentro de la recopilación Onde estivestes de noite su cuento A procura de uma dignidade. En castellano se ha vertido como La búsqueda de la dignidad, pero me parece relevante que en el título original se hable de una dignidad, una concreta, acaso pequeña, imprescindible. Si uno lee el cuento, terrible en su reconocimiento de la vejez y del deseo, entiende lo que quiere trasmitirnos Lispector al titularlo así. Es, como todo lo que escribe Clarice, genial, y lo es de un modo peculiar, sí, como todo lo que escribe ella.

El inicio del relato es decididamente kafkiano, aunque ella probablemente no se reconocería influida por Kafka, como negó a los Joyce o Woolf que se invocaron al aparecer Cerca del corazón salvaje diciendo simplemente: no los he leído. Nuestra protagonista, una mujer de 70 años (pero le echan unos 57, concretamente), se ha extraviado. Es una mujer sin nombre, durante toda la narración la voz en off que habla en tercera persona la presenta como la señora de Jorge B. Xavier. Ese extravío, profundamente onírico, desgarradoramente real (Parece que no está usted muy bien de la cabeza, le dicen, y ella arrastra sus pies de vieja) se extiende en realidad por todas las páginas del cuento, en sus taxis, en sus idas y venidas por Rio, en su casa, frente a su espejo, en busca de una salida a algo que no la tiene: la edad, la decadencia, el deseo sexual desaforado que todos tomarán por grotesco, la pasión por el joven ídolo Roberto Carlos (sí, mi infancia, los 70, un gato que está triste y azul...). Pero el extravío del inicio tiene lugar en, justamente, Maracaná.

Todo estadio tiene vísceras. La señora de Jorge B. Xavier no recuerda cómo ha ingresado a ellas. No recuerda una puerta de las muchas que sin duda tiene un campo de fútbol tan descomunal. Piensa que ha debido introducirse por una rendija, entre los escombros de las obras. En ese escenario a medio construir o a medio destruir brotan los pasillos subterráneos, cavernas estrechas que daban a salas cerradas, por las que ella va y viene, crecientemente desorientada. ¿Qué hace la señora de Jorge B. Xavier en Maracaná, por todos los santos? Pretende asistir a una conferencia, ella, que siempre está atenta a las actividades culturales. Pero se ha despistado, recuerda ahora que le dijeron que el sitio donde iba a darse estaba cerca de Maracaná, y ella, absurdamente ahora está deambulando por el laberinto de sus intestinos, y no le sirve de mucho las indicaciones del hombre que aparece de repente, y mucho menos el poder acceder al espacio de luz clara y mudez abierta del terreno de juego en ese estadio desnudo desventrado, sin balón de fútbol en el que había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.

Sí, el anfiteatro a obscuras, en la hora de la limpieza, treinta años después de aquella carta de Nápoles, el infinito viacrucis por la Construcción (¿trabaja en esas obras el héroe anónimo de la canción de Chico Buarque que tropeçou no céu como se fosse um bêbado?), todo lo que oculta la lámpara cegadora del espectáculo, todo lo que bulle bajo la superficie, un dédalo para el que no hay mapa, o, de haberlo, no está en la posesión de una mujer de 70 años envejecida de repente, aturdida, en busca de sus compañeros de la conferencia, y a la que finalmente, el hombre del estadio, le muestra, sin esfuerzo, dos amplios portones abiertos, por los que sale, pero no hay salida. Aunque ella grite al final del cuento que tiene que haberla, unaaaa saliiiida.

Analicé el cuento para una sesión de ese curso de 2020 a cargo de Laura Freixas, estudiosa de Lispector. Recuerdo bien el sótano de La Central de Callao, que ya no existe, que se perdió como se pierden todas las cosas. No olvidé ese relato, pero, lo cierto es que Lispector se había teñido de contenidos dolorosos. No sólo el confinamiento: eran de la brasileña muchas veces los libros que llevaba a los hospitales para estar junto a la cama de mi padre durante aquellos terribles días de 2017-18. Hace algunas meses releí la insuperable La pasión según G.H. y todo volvió a empezar. Entonces, un día, hace unas semanas, me di cuenta de que tendría que hablar, aquí en el blog, de Clarice y de esa búsqueda de una dignidad. Y, de repente, todo empezó a resonar.

Todos los estadios tienen vientres y producen negras excreciones. Hay uno que desde siempre para mí fue el símbolo del horror. Son los años 70, es 1973. Yo tengo 9 años, no sé nada de nada pero en realidad ya lo voy sabiendo todo, incluso lo que no podía saberse aún en el país en el que vivía. En mi colegio se hablaba. Era un raro colegio rojo de la periferia de Madrid. Nos pasábamos discos, cassettes, pegatinas. Ya soy un poco mayor, han pasado tres, cuatro años desde el golpe. Ha muerto Franco entre medias, como había muerto Allende de una manera tan radicalmente diferente. Es el año 1977. Me compro el LP, el primero que compro por mi propia voluntad, el primero de mi discoteca. Te recuerdo, Amanda, de Víctor Jara. Por supuesto.

En los años anteriores me habían hecho partícipe de la leyenda de Víctor Jara. Me habían contado que lo habían torturado, que le habían roto los dedos para que no pudiera tocar la guitarra. Que había estado detenido en el Estadio Nacional de Santiago. En aquellos años había selecciones de fútbol que boicoteaban al régimen pinochetista y recuerdo una imagen del telediario en el que Chile jugó contra nadie, sacó de centro, los jugadores se fueron pasando la pelota y marcaron el 1-0, en ese mismo estadio, aunque yo no supe relacionar todo eso hasta más tarde. Por la radio empezaba a sonar Quilapayún, cantábamos El pueblo unido jamás será vencido, y Víctor Jara era, simplemente, leyenda.

Te recuerdo, Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel. Aún hoy puedo recitar las letras de todas las canciones de ese disco, que está todavía en una de mis  estanterías. No entendía muy bien qué quería decir que Manuel partió a la sierra, pero sí me estremecía cuando sabía que en cinco minutos quedó destrozado, y lloraba con Amanda su amor trunco, mientras corríamos, ella a la fábrica y yo al colegio.

50 años ha hecho hace unos días del asalto al Palacio de la Moneda. Sólo ahora (s-ó-l-o a-h-o-r-a) se ha condenado a los torturadores de Víctor Jara. Cuando fueron a detenerlos, ya octogenarios, uno se suicidó, confirmando así de manera indiscutible su cobardía: un buen modo de ocupar el sitio más bajo en la jerarquía de los infames. No es ya la violencia o el asesinato: es la tortura. Crecí, crecimos, con las informaciones espeluznantes de las torturas perpetradas en las dictaduras del Cono Sur, que rimaban (ay) con las que se ejecutaban a pocos metros de nuestras casas, en los sótanos de la Puerta del Sol. En penumbra, fuera del espectáculo. Sin duda los torturadores (si Terencio afirmaba aquello de nihil humanum a me alienum puto, yo hago una excepción con los torturadores: no me reconozco de su misma especie, no me une con ellos ningún vínculo, ni siquiera zoológico) pensarían que era la hora de la limpieza, y la ejecutaban, perfectos lacayos, dispensadores de un dolor maximizado, conocedores de la técnica y los procedimientos, en el vértice del muladar de la crueldad que ocupaban de pleno derecho.

Hay un episodio (hay tantos) de la crónica familiar que me fue relatado más bien con medias palabras, en un tono desabrido. No eran tiempos aquellos para hablar de esas cosas, y luego la gente se fue haciendo mayor, y luego murió y yo no pregunté lo suficiente. Y ahora no tengo a quién preguntar, nadie que me corrobore, que me dé detalles. En ese episodio, al acabar la Guerra Civil española, mi abuelo está preso en un estadio, menos monumental que el de Santiago, sin duda, o que el justamente llamado Monumental, el estadio de River, donde en 1978 el dictador celebró el triunfo de la selección argentina mientras ahí, al lado, se ahogaban los gritos de los torturados o el chapotear de los cadáveres cayendo desde los aviones y helicópteros al Río de La Plata (Rodrigo Fresán lo cuenta en su cuento de fútbol titulado La pasión de multitudes).

Se trata del campo del Rayo, con su franja roja como la de River, del Estadio de Vallecas, convertido en campo de prisioneros tras el triunfo definitivo de los sublevados. En ese retazo inconexo de la crónica familiar mi abuela se desplaza cada día, a pie, desde la Avenida de Aragón, en la otra punta de Madrid, muy cerca de donde está ahora el Metropolitano, cruzando descampados, temblando ante la posibilidad bien cierta de que pudieran violarla los soldados, para llevarle una manta seca a mi abuelo, y llevarse la manta húmeda del día anterior. No sé cuánto tiempo estuvo mi abuelo en ese campo de concentración, ni sé dónde estuvo, en qué intemperie o qué corredor obscuro, sólo sé que mi abuela era, sin duda, la persona más miedosa que he conocido (miedosa, no cobarde, no era cobarde en absoluto, pero todo le hacía temblar) y mi abuelo un personaje complejo, torvo a ratos, lleno de ira y de una furia que no podía sacar. Ellos sabían. Mis padres sabían, pero no contaban, o contaban al sesgo, como para no tener que volver a pensar en ello, a revivirlo, porque eran cosas tristes, cosas que los niños no teníamos por qué saber. Los niños nos hicimos mayores y ya no tenemos esas historias, y sin embargo esos laberintos están ahí, en nuestros sueños, entre las ruinas de los estadios desaparecidos, en los pasillos de los estadios por los que ahora transitamos.

La primera vez que fui consciente del calvario de mi abuela en su larga caminata con la manta fue un día en que, siendo yo ya adulto, mi madre (que era su nuera) me lo contó así: tenía miedo de que le hicieran algo. Mi madre era una mujer pudorosa, y muy miedosa también, pero ese algo resonó como un mazazo. Ambos nos estremecimos. Cosas tristes.

¿Cuándo acabará el espectáculo de nuevo, cuándo se apagarán las luces del rectángulo de juego, o se callarán los vatios del equipo de sonido en el concierto, y las vísceras del estadio volverán a servir para lo que acaso fueron secretamente concebidas, para desorientar a los transeúntes, para conducirlos a su encierro, como si estuviéramos en The Cask of Amontillado de Poe, y el infierno, una vez más, se quitase la máscara? ¿Cuándo volverán a reverberar en esas desoladas arquitecturas de gris hormigón los gritos?

No acaba nunca el espectáculo, siguen sus luces y su música, pero igualmente sigue también a obscuras la hora de la limpieza, la hora interminable de la crueldad, pues siempre hay tiranos y torturadores, y eso es algo que me ha hecho plantearme siempre, desde que era un niño y escuchaba a Víctor Jara, la pertinencia de ser humano.

Aunque, claro, por fortuna, a veces son otros los gritos que se escuchan en los estadios, a veces mi equipo gana, y a veces ganamos todas algo más importante. A veces la hora de la limpieza, la de la verdadera limpieza, la de la que acaba con la mugre, se ejecuta, de verdad, en el lado del espectáculo, bajo la potencia de los focos, y uno dice ya era hora, y ve desfilar la procesión de los insectos, aturdidos ahora ellos (ya era hora), avanzando hacia su Nada, hacia un futuro en el que acaso (ay, bien quisiéramos) a nadie le rompen los dedos para que no pueda tocar la guitarra o le violan en un descampado, o en su casa, o en su trabajo. Ojalá siga habiendo esas voces, esas veces, cada vez más. Por todos nosotros. Por todas nosotras. Para que acabe.

#SeAcabó.




domingo, 17 de septiembre de 2023

Cabalgata

 

 

LES AÉROPLANES         LES AÉROPLANES

Ne fermeront pas leurs ailes ce matin

LES AÉROPLANES         LES AÉROPLANES


VICENTE HUIDOBRO, Hallali.

El estreno de la película había sido convenientemente difundido por los medios. Arrastraba ya entonces una aureola de film maudit y se contaban las bizarras peripecias de su rodaje, que incluía infartos de protagonistas y largas jornadas en la húmeda jungla filipina. Todo parecía rodeado de una locura como la de Ahab. En los comentarios se decía que el guion partía de El corazón de las tinieblas, que yo no había aún leído (tenía quince años solamente). Todo aquello era, sin duda, subyugante, y contribuía a que mi deseo de ver la película alcanzara niveles estratosféricos. Era, además, decían, una película sobre Vietnam, y no precisamente triunfalista, y yo era ya un pacifista irredento para el que, desde niño, la guerra era la de Vietnam. En seguida pasó a ser la del Líbano. (De fondo, claro, la guerra era otra, la que dividía el tiempo en antes de la Guerra y la postguerra, pero de ésa se hablaba poco y aún con un cierto temblor en los labios.)

Pero ninguna de esas razones fueron la principal para que arrastrase a mi padre al cine (yo era menor, teóricamente no me hubieran dejado entrar solo) a ver Apocalypse Now en el Palacio de la Música (¿o fue el Avenida?), una de las enormes salas que se alineaban antaño en el Broadway madrileño, la Gran Vía, hoy prácticamente todas desaparecidas y convertidas en no menos enormes tiendas de ropa. No: lo fundamental era la llamada escena de los helicópteros. Así, desgajada del resto, se mostraba en los noticieros y era objeto del boca a boca. Se decía (era verdad) que los cines habían tenido que adaptar su sistema de sonido para cumplir con los requisitos técnicos de la producción, y que, vista en la sala, la escena era algo que no tenía comparación en la historia del cine bélico... No se hablaba de la larga marcha por el río, de las escenas con Marlon Brando en perpetuo claroscuro, de la alucinógena versión de la guerra en la jungla: todo eso vino también, pero hubo que procesarlo en sucesivos visionados que cubrieron toda mi adolescencia y juventud. Lo importante era la escena de los helicópteros.

[https://www.youtube.com/watch?v=VE03Lqm3nbI]   

Y, sí, allí, junto a mi padre, en la obscuridad del Palacio de la Música, comandada la patrulla por el Coronel Kilgore, al que nada le gustaba más que el olor a nápalm por las mañanas, empezaron a aparecer esos raros insectos mecánicos, desplegándose por el cielo clarísimo, avanzando sobre el mar, y entonces, por supuesto, la música, atronando el nuevo sistema acústico de la ya veterana sala. Poco sabía yo de Wagner entonces, y menos del Ring, pero la palabra valquiria, asociada a vagos conocimientos de mitología germánica, me permitía casar ese vuelo con la danza letal de esos otros pájaros dolorosos. Y, acaso no lo recuerden, pero, si pueden, vuelvan a ver la escena: en un momento dado, cuando se estaba cercano ya al clímax: pan-paran-pan-pan, el silencio absoluto. El silencio del poblado que es el objetivo del ataque. Los niños que salen de la escuela, la alarma, los nidos de ametralladoras. Y entonces, otra vez, la música, ya terminal sin ambages, ya letal en cada acorde. Y el nápalm, para coronar la masacre.


Desde el punto de vista cinematográfico es, indudablemente, una escena legendaria, memorable. Aún hoy la uso en mi clase de Historia de la Óptica para mostrarle a los estudiantes un ejemplo de montaje cinematográfico, de manejo de ritmos y de adecuación entre imagen y sonido. Ahora sé muchas más cosas que la primera vez que la vi y también les cuento a qué se asocia la música de Wagner, por qué la elección de Coppola fue en su momento polémica, y cómo esa escena se engarza en todo un rosario de episodios que van marcando el descenso por el río del Capitán Willard en busca del Coronel Kurtz, y cómo, en la novela de Conrad, ese río está en África y la sinrazón que sirve de fondo es el delirio colonialista de Leopoldo, rey de los belgas. Cómo, en fin, la brillante pieza de arte que constituye la danza de los helicópteros es un epítome de la crueldad y el dolor, y no debe tomarse at face value, porque la estetización de la destrucción y de la inhumanidad es peligrosa, muy peligrosa, y es un pecado original del arte y la literatura, tan proclives a epopeyas y exaltaciones de tiranos. 

O tal vez no, tal vez no me da tiempo a contar tantas cosas, pero cuando muestro la escena no lo hago desde un entusiasmo acrítico. Eso lo fui aprendiendo, cuando, tras haber sido educado por largas tardes sabatinas de películas de guerra de sobremesa, que se desarrollaban frecuentemente en submarinos, fui dándome cuenta de que la violencia era un territorio que no quería habitar, y la mili algo que no quería, desde luego, hacer, y entonces empezó lo de la objeción con todos sus líos, y el cine bélico fue haciéndose distinto, o yo lo miré con otros ojos, y luego vi muchas otras guerras, vi en directo, en prime time desde mi cómodo sillón, las imágenes de las cámaras de infrarrojo en los bombardeos de Bagdad en la primera guerra del Golfo, y los Balcanes ardieron una vez más, y ahora arde Ucrania, y en tantos otros lugares alguien, muchos, ceden a la tentación de olvidar que las marchas militares, la música wagneriana a todo volumen desde los grandes altavoces que cargan los helicópteros, las historias de heroísmo y camaradería, esconden los montones de escombros, los montones de muertos, la barbarie y la sinrazón.

Sí, es un juego peligroso el arte cuando pasa al lado de la guerra. No hay belleza en el asesinato, pero estamos demasiado acostumbrados a la estilización del gesto criminal y obviamos sin mayor esfuerzo la otra mitad de la historia. Vae victis, sobre todo, porque los vencidos somos nosotros mismos. Por mi parte, siempre preferí la Odisea a la Iliada, pero en ambos casos se habla de guerreros, de hombres que han alcanzado la gloria masacrando a sus semejantes. Es una historia triste, y no ayudan los oropeles, ni los discursos estereotipados a poner las cosas en su sitio.

Hubieron de pasar muchos años hasta que, sorprendido, aprendiera que la conexión entre la Walkürenritt y el bombardeo no era una idea original de Coppola. El aroma bélico de lo wagneriano iba de suyo, desde los nazis en adelante, pero el que un ataque aéreo tuviera como banda sonora ese pasaje concreto de El anillo de los Nibelungos se le ocurrió antes a... nada menos que Proust. He buscado en la Red esta asociación y las menciones son raras, no soy consciente de que Coppola se haya referido a ello, aunque tampoco he hecho una búsqueda exhaustiva. A mí, desde luego, me sorprendió la primera vez que lo leí.

Estamos en el melancólico y definitivo Le Temps retrouvé. El Narrador ha vuelto a París tras una de sus prolongadas estancias en la maison de santé. Es la Primera Guerra Mundial, y ha traído una novedad con ella: el uso de los aeroplanos como arma de combate. Cada noche suenan las alarmas, se apagan las luces de las calles, se encienden los reflectores (algunos, desde la Tour Eiffel que cantara Huidobro por esos años) y la población corre a refugiarse en el métro. Se combinan esas descripciones con la crónica social de un París a medio gas, pero que no deja de tener sus reuniones de buen tono. Robert de Saint-Loup, al que hemos conocido tan joven, al que hemos visto en el cuartel de Doncières, del que hemos sabido sus aventuras y vicios, y que ahora está casado, cerrando el gran círculo de la Recherche, con Gilberte Swann, reuniendo así los dos côtés, es un militar que participa en la guerra pero que a veces pasa por París y conversa con nuestro cronista que, por motivos de salud, está exento del servicio. La posición de Saint-Loup es ambivalente, pues no puede evitar una cierta admiración por el enemigo germánico y porque las consideraciones de clase social y las relaciones familiares de la aristocracia se superponen a la razón patriótica.

En una de esas conversaciones, trufadas de detalles técnicos y discusiones estratégicas, Robert se refiere con emoción a los combates aéreos, que llenan de estrellas otras el firmamento y evoca el momento de la señal inicial de la incursión, cuando ils font apocalypse (sus palabras, y las cursivas son de Proust). Esas sirenas tan wagnerianas, lo que se considera natural para saludar a los alemanes: cabría preguntarse, prosigue Saint-Loup, si no son aviadores, sino las mismas Valquirias las que pilotan. Concluye, con un tono que casi ya podemos tildar de sarcástico: La música de las sirenas es la de la Cabalgata. Ha hecho falta finalmente la llegada de los alemanes para que se pueda escuchar a Wagner en París.

Cuando leí por primera vez el pasaje, no lo creí. Ahí estaba todo, ahí estaba la escena de los helicópteros que me había marcado a los quince años. Ahí estaba la combinación letal de la muerte y el arte, de la crueldad y la belleza. Esa death from above la servían las nórdicas damas mitológicas sobre París, con los primeros aeroplanos, como la servía la caballería en las playas de Vietnam con sus cazas, y como ahora, ay, la servirán en las llanuras ucranianas y como, ay, fue servida en Guernica por los nazis, aliados del ejército sublevado, y como, ay, en cualquier momento será servida de nuevo sobre nuestras cabezas.

¿Coppola y Proust, pues? ¿La Recherche y Apocalypse now, ya desde el mero título del film de 1979? Me parece justo, me parece adecuado que Proust, testigo de algo nuevo, de una nueva modalidad de asesinato, que es la muerte que viene del cielo, inaugure una saga, proporcione una escenografía, regale una visión tan certera. Él, cuyo gran amor, su chófer y secretario Alfred Agostinelli, murió estrellando su avión en las costas de Antibes. Hay muchos aviones en la Recherche y en la figura de Albertine, prisionera y fugitiva, resuena la historia de Alfred, que se apuntó a las clases de vuelo con el nombre de Marcel Swann.

Recuerdo que, de muy pequeño, cuando vivía en Legazpi, muy cerca de donde vivo ahora, a mi hermano y a mí nos estaba vedada la (minúscula) terraza exterior de la casa, pero que se nos franqueaba el paso a ella, acompañados, claro, de mi madre o de mi abuela, para ver los aviones, que pasaban justo por arriba de la casa, en su camino al Desfile de la Victoria, para honrar al Dictador y su Heredero. Ya he hablado por aquí de las visitas a Barajas los domingos para ver los aviones. Ver los aviones es algo que entonces generaba fascinación, y aún la sigue produciendo. Por eso, esa muerte aérea nos suscita el pánico que pueden producir tan sólo los dioses más despiadados.


Me acuerdo, claro, aquí, de esa otra obra maestra, Estrella distante, de Roberto Bolaño, y los poemas escritos en el cielo por el aviador torturador. Citaré, como no puede ser de otro modo, Sobre la historia natural de la destrucción de Sebald, con sus descripciones de lo atroz y la pregunta que se repite: ¿por qué hablamos de la guerra como esplendor pero callamos sobre sus consecuencias? ¿Por qué en la literatura alemana de la postguerra apenas hay relatos sobre las ruinas de las ciudades alemanas, sometidas a bombardeos arrasadores día tras día, más allá de todo objetivo militar, con el fin declarado de acabar con la moral de la población? ¿Por qué aún ahora hay desfiles y cazas que sobrevuelan las poblaciones en bellas formaciones, esos mismos cazas que serán empleados, cuando toque (y tocará, siempre toca), para arrasar al enemigo?

A partir de la obra de Sebald conocí el escalofriante ensayo de Alexander Kluge Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945. Este informe se abre con la matinal interrumpida en el cine Capitol de Halberstadt. El ataque aéreo se lanza y una parte del teatro queda dañada. La encargada se apresta a limpiar los escombros con la esperanza de que la sesión de las dos de la tarde pueda llevarse a cabo (en las ciudades sitiadas hay cine y conciertos, y todo eso es raro de entender, porque hemos olvidado lo que es la guerra, porque hemos sido tan afortunados de no haber vivido una guerra, pero nuestros padres sabían, nuestros abuelos sabían). Entonces cae otra bomba y se lleva por delante el cine. La ciudad entera se convierte en un enorme incendio, todo queda destruido. Kluge no ahorra detalles sobre el estado de los cadáveres o sobre la desorientación de los supervivientes.

La película que se proyectaba en el Capitol de Halberstadt esa mañana era Heimkehr, que podemos traducir como Regreso a casa. El Capitol era (es) otro de los cines de la Gran Vía madrileña. ¿Qué película pasarán en qué cine cuando se desencadene el próximo apocalipsis? ¿Con qué palita intentaremos recoger una montaña de escombros más grande que el Everest? ¿Qué música sonará antes de que el pitido en los oídos ya no nos permita oír nada?

Es difícil hablar sobre la historia natural de la destrucción, las palabras se quedan cortas o no aciertan en el blanco, los detalles desagradables desmovilizan, hacen que apartemos la mirada de la pantalla, que arrojemos el libro: no funcionan. Funciona mejor la prestancia de los uniformes, el espectáculo de pirotecnia, las estelas en el cielo (sólo estelas en la mar, caminante), la Cabalgata de las Valquirias. Por eso, cuando al final, Kurtz (que es el agente de comercio de Conrad y el coronel de Coppola) encuentra la palabra justa, sólo cabe repetirla:

the Horror,

the

Horror.

Saint-Loup muere en la guerra. El Capitán Willard ordena un ataque aéreo con la contraseña: Almighty, todopoderoso. En unos días los cazas pasarán por encima de mi casa: parece que tiendo a encontrarme en su trayectoria. No sé si se siguen bendiciendo: la cruz sobre la cruz que el aeroplano dibuja en el firmamento y que contemplaba alucinado Huidobro. No veo ningún triunfo en esto. Soy, siempre lo he sido, parte de los derrotados.



jueves, 7 de septiembre de 2023

Puente Borges

Teoría de puentes, II




Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo mismo.

JLB

Cuando el puente se alza, no sobre un curso de agua o sobre otra calle, sino sobre un manojo de vías, quizás en las inmediaciones de una estación, que es el lugar donde las vías se mueren, el río de Heráclito se hace metálico y duro, y próximo a la herrumbre, y hay grandes remaches que sabemos en el fondo frágiles, pues todo puente acaba por ser derribado de su soberbia. En puentes así uno puede optar por cualquiera de las dos bandas. A un lado habrá, seguramente una larga bóveda, del otro, si hay suerte, no habrá sino el punto de fuga que construyen, trabajando juntos como buenos instrumentos de la finitud que son, nuestra fatiga ocular y la curvatura del orbe.

El brazo de la cruz que es el puente soporta pasos y vehículos que se deslizan sobre el asfalto. Su perpendicular es esa corriente de caminos de hierro, que en las proximidades de su desembocadura se curvan, se entrecruzan, se multiplican, en un intento de elevar su complejidad matemática, acaso para que en esas fugaces bandas de Möbius nazcan nodos o vórtices donde puedan alojarse Alephs inesperados, difíciles de observar para los transeúntes, para los viajeros del tren, para los operarios de la Compañía Ferroviaria (de Kalda, acaso), para los conductores, para cualquiera que no sepa mirar, que no sepa acodarse en la baranda y esperar un cierto destello del sol poniente, una extraña música hecha de estruendos y disonancias, un frío que pone en marcha ese mecanismo del que estamos, finalmente, todos dotados, el temblor del Mysterium tremendum.

Algo así funciona. Uno debe saber perderse por las penúltimas calles, desechar viejas bifurcaciones conocidas, afrontar el escalofrío de la noche ya casi cerrada, en los confines de un espacio que habíamos aprendido a llamar Ciudad, como si Ciudad no fuera igualmente un tiempo, y una altura, y, sobre todo, una profundidad. Así es como se sueña, o así al menos sueño yo, y si alguna vez aciertan mis pasos somnámbulos, los pasos que da mi cuerpo inerte en ese lecho que transportan los ascensores del sueño, y me acercan al Puente, me acodo y leo los hilos de los tendidos eléctricos, cuento las piezas del puente y canto al compás del traqueteo de los trenes incesantes.


Pero ese paisaje no es mío. Ese paisaje es de Borges, el paseante, el que se lanzaba a recorrer Buenos Aires en sus grandes caminatas nocturnas. Hacia su Palermo natal, hacia el Sur, hacia esos lugares donde podía aún detectar la traza sepultada de su Villa Mitológica, esa que inventó llena de conventillos, arroyos, guapos y esquinas rosadas. María Esther Vázquez se hace eco en su biografía, por ejemplo, de esos paseos hacia Barracas, en los que había forjas resplandecientes y fábricas abandonadas con vidrios de losanges milagrosamente intactos, y en el libro que dedica Mariana Enríquez a la impar Silvina Ocampo también se recuerda la afición de Borges a comandar la expedición a los confines, que acababa a menudo en el Puente Alsina, que se elevaba sobre la basura y la pestilencia del agua, y tras el que venía la Nociudad, en la que podían hallarse caballos o vacas perdidas. No había nada en el mundo como ese puente, narraba Silvina, y eso que, según ella, era uno de los lugares más sucios y lúgubres de Buenos Aires.

Borges era, ya a estas alturas esta afirmación no sirve para epatar, un místico. Cuánto de místico, cómo de místico, son cosas que no merece la pena tratar de calibrar, porque lo cierto es que hay en sus letras muchas instancias en las que se enfrenta al numen y balbucea con la afasia propia de los que se hallan en pleno vuelo. La mística atea y quizá impostada (porque en Borges todo es impostado, pero justamente por eso es real, porque Borges se edifica desde siempre como impostura, como construcción-de-biblioteca, como doble múltiple en un laberinto de espejos que le cabe en el bolsillo) trajo intentos como el Zahir, como el Aleph, como las largas tiradas de versos en enumeración caótica, como las simetrías de Triste-le-Roy, como la suave escritura que se extiende por la piel de un felino, como los Tigres, amarillos sobre un negro ya total, azules, transparentes en Tlön.

Es sabido que Borges mismo confesó (¿sería ése el verbo?), a Willis Barnstone (se recoge ese testimonio en el libro de conversaciones Borges at eighty) haber sufrido (¿sería, ay, ése el verbo?) dos experiencias místicas en su vida, de las que quedaron reflejos en sus textos, muy particularmente en el llamado Sentirse en muerte, que publicó, casi repetido, hasta en cuatro lugares distintos a lo largo de las décadas. Ahí tenemos las calles penúltimas, un momento en el que la contemplación de una tapia rosada le extrae del tiempo (estoy en mil ochocientos y tantos). Yo leí ese texto en Historia de la eternidad, que fue el segundo libro de Borges que tuve en mis manos, hace ya tanto. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo... me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Puede ser, quizás, el texto borgeano que más veces he leído, y sólo muy recientemente reparé en una palabra que había pasado por alto todos estos años, una palabra rara en Borges, y que hace que me salten las lágrimas: ternura.

Luce López-Baralt, la inmensa estudiosa de la mística (y mística ella misma, como ha confesado, si de nuevo ése es el verbo, en su La cima del éxtasis), tuvo la posibilidad de preguntarle directamente a Borges por sus experiencias, y lo hizo en más de una ocasión. El argentino le dijo, supongo que mirándola con esos ojos ciegos que ya no miraban: usted estudia a San Juan de la Cruz, así que sabrá que una experiencia de esas características simplemente no puede expresarse con palabras. Una vez, en la Facultad de Filología de mi universidad, la Complutense, escuché a Luce en una conferencia, en un ciclo en el que estaba también mi amiga, la gran escritora Menchu Gutiérrez. Al terminar su charla, pude conversar un momento con ambas. Hablamos del Aleph, del Aleph que el narrador declara falso en su postdata. Yo llevo mucho tiempo estudiando El Aleph desde el punto de vista de la Óptica (de una Óptica mística, en la que el hic stans eleva la dimensionalidad de la mirada y complica hasta lo inconcebible el juego de ángulos de las perspectivas) y le sugerí que el Aleph sonoro que se acaba proponiendo era, acaso, el lamento impotente del Borges progresivamente ciego que ya no vería el Aleph ni ninguna otra cosa, salvo, acaso, confusamente, el oro de los tigres. La emoción con la que Luce (cuyo estudio sobre El Zahir es fundamental) hablaba de Borges, la certeza que ella tenía de la veracidad de esas experiencias místicas, es algo que no olvido. He leído mucho sobre mística, he leído mucho a los místicos y las místicas, toda la vida, y resueno con facilidad en esas frecuencias.

He hablado (Borges ha hablado) de dos experiencias. El otro texto clave para el estudio de la torpe transcripción verbal de tales extrañamientos es, como de nuevo es bien sabido, el poema Mateo XXV, 30, que se puede hallar en el libro El otro, el mismo. Mi historia con ese poema es muy peculiar. Aunque empecé conociendo al Borges narrador y ensayista, en seguida me interesé por su poesía (en puridad, ya conocía algunos poemas desde mi célebre libro de literatura de octavo de Básica) y me hice con la edición de Alianza / Emecé (en la bella colección Alianza Tres) de la Obra poética 1923-1977 (obsérvese que Borges aún vivía, y de hecho en esa recopilación no estaban incluidos sus dos poemarios postreros, La cifra y Los conjurados, que también compré, tomos ellos mismos de Alianza Tres). Pues bien, como pude comprobar ya demasiado tarde, en mi Obra poética había una serie de páginas en blanco, defecto de impresión que había pasado desapercibido para mí (son una docena más o menos, en un volumen de más de 500 páginas). Es sorprendente la cantidad de veces que me ha pasado eso mismo a lo largo de mi vida con libros muy variados: se diría que esos blancos siempre transmiten no se sabe qué mensaje.

Cuando empecé a saber de Mateo XXV, 30, me dispuse a leerlo y no lo encontré. El poema místico de Borges se había hecho apofático y lo tuve que localizar por otro lado. De hecho, me acabé comprando el tomito de la poesía completa que para entonces había sacado en El Libro de Bolsillo Alianza, dividida en tres volúmenes (El otro, el mismo estaba en el segundo). Pasados los años también me compré la edición compacta de la Poesía completa en Debolsillo. ¿La página en blanco era un signo de los misteriosos dioses que escribieron la piel del tigre, quienes me transmitían así que aún no era digno? Acaso. Lo cierto es que cuando finalmente me adentré en el poema (que, ay, no me parece que sea de los más altos de la gran producción borgiana, fatigado como está por la enumeración caótica, prima hermana de la del Aleph, recurso del que Borges, obviamente, llega a abusar) me fascinó, absolutamente, el arranque:

El primer puente de Constitución y a mis pies

fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.

Humo y silbatos escalaban la noche

que de golpe fue el Juicio Universal.

Constitución hace referencia a una estación de trenes en Buenos Aires. El primer puente, como uno averigua tras una leve investigación, es el que se alza sobre las vías a la altura de la calle Ituzaingó, que comienza de un lado del entramado ferroviario, en la calle Paracas, para alcanzar, ya del otro lado, la calle Guanahaní y seguir su camino. Las tapias y los alambres de púas que impiden el acceso al territorio vedado a las vías (vedado para quienes no somos trenes) se extienden por Paracas y Guanahaní (estamos en el barrio de Barracas), y el primer puente es metálico, y desde él se ve, Borges ve, el Juicio Universal.

Mateo XXV, 30 es un poema triste, un poema de culpabilidad. El versículo evangélico corresponde al relato de la parábola de los talentos y contiene una de esas frases que atruenan en la cabeza de cualquier niño al que se le expuso tempranamente a esas fuentes: el llanto y el crujir de dientes. Ahí, a las tinieblas exteriores, es destinado el servidor por el amo por no haber sacado rédito de la moneda que le entregó. Borges escucha una voz, una voz que dice las cosas, pero no las dice así, no las dice como se dicen en el poema, y, tras haber enumerado todos los objetos del Universo, le amonesta, cruelmente:

En vano te hemos prodigado el océano;

en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;

has gastado los años y te han gastado,

y todavía no has escrito el poema.

En las tinieblas de su ceguera, Borges, que sabe que no es Whitman, que se sabe inexacto, innecesariamente abundante, impotentemente secuencial, esconde la cabeza entre las manos, en el frío de la noche, en el extremo de su trayecto, sintiendo el tacto frío del metal del Puente Ituzaingó y se calla.

He estado dos veces en mi vida en Buenos Aires. Nunca, ay, se me ocurrió ir a Constitución, seguir los pasos del flâneur Borges, llegar a Ituzaingó y Paracas, cruzar el puente. Cuando he vuelto tantas veces a él, de la mano del texto, he necesitado verlo. Es fácil hacerlo ahora, la tecnología nos favorece. Me transformo en el pequeño muñequito amarillo (¿amarillo-tigre?) del Google Maps y desciendo, como un paracaidista, sobre el mapa de Buenos Aires. Sí, ahí está. Puedo entrar en él, desde Paracas. Avanzo. Entonces, algo ocurre. Mis pasos no progresan, el programa me envía de vuelta al comienzo. No había llegado ni a la mitad del puente, quería girar para mirar las vías, que apenas se vislumbran tras la barandilla. Lo intento desde Guanahaní. Entro en el puente. Avanzo. Soy rechazado. De nuevo. No se puede cruzar el puente Borges en Google Maps, no se puede cruzar desde casa, desde tan lejos, no se puede mirar las vías. No se puede contemplar el Juicio Final. Es preciso ir allí. Hay que volver a Buenos Aires, y arriesgarse, arriesgarse al llanto y al crujir de dientes. 


Una vez fui a Edinburgh, con otros compañeros, para participar en un congreso científico (sensores de fibra óptica, ese trabajo mío de verdad, por lo menos hasta ahora, y por poco tiempo ya). Pudimos hacer poco turismo, pero no dejamos de pasear por la bella ciudad. Avanzando hacia el Parlamento uno se encuentra con la peculiar Jacob’s ladder. Cerca de allí hay un lugar donde uno puede ver las vías. La estación de Waverley no está lejos. Hice algunas fotos, he sentido de golpe la necesidad de recuperarlas. Sí, ahí estaban: fascinantes. Siempre me han fascinado vistas así, entiendo tan bien que tuviera que ser en el primer puente de Constitución donde se produjo la epifanía. Sobre ese río de Heráclito de metal y herrumbre, porque uno no puede subirse dos veces al mismo tren, porque los trenes entran y salen, y avanzan, avanzan, siguiendo horarios, itinerarios, protocolos que nos trascienden a nosotros, meros ejecutores de laberintos de papel y palabras.

El Puente Borges, que no se llama así, me parece, aunque iba a llamarse, pero quién sabe lo que puede y no puede pasar en un lugar maravilloso y caótico como la República Argentina, se cierne, como el espíritu del génesis, sobre los trenes que nos conducen hacia el futuro (todo se mueve siempre hacia el futuro, todo transcurre hacia la Estación Término, hacia Kalda). Yo construyo puentes en mis sueños, siento el vértigo de atravesarlos, recorro puentes en las Ciudades y el corazón me late más fuerte, acaso porque estoy conversando contigo y de repente es el sueño y de repente nos hemos hecho ficticios (ay, sí, el vértigo, dame la mano). Yo invento místicas, me sorprendo de ciertos tonos de luz, rememoro instantes ambiguos, me hago merecedor de la parábola, asciendo escaleras de Jacob, quiero ser digno de la revelación, quiero recibir, gozosa, aniquiladora, la ternura.

En la enumeración de Mateo XXV, 30 hay un verso que siempre me pareció bien logrado, y que he utilizado muchas veces como cita: amor y víspera de amor y recuerdos intolerables. Sí, el amor. La víspera del amor, esa expectativa que no nos deja dormir. Los recuerdos. ¿Intolerables? Sí, quizás: hay noches, hay palabras, hay gestos, hay un alejarse. Pero no hay llanto ni hay crujir de dientes. En este territorio, vasto e íntimo, de la ternura no hay dioses crueles ni castigos. Hay puentes que cruzar y en los que estamos, estás, estuvimos, estaremos, del otro lado, de este lado, de todos los lados.


Aniquilado por la experiencia del dolor, de la fiebre, del delirio (que traduce la experiencia real de Borges en la septicemia), tras haber entrado en ese territorio crepuscular que se llama convalecencia, Juan Dahlmann resuelve ir a El Sur. Un coche de punto lo lleva a Constitución, donde toma el tren. Lo que le espera al final de las vías es, claro, la muerte (al fondo está la muerte), la muerte heroica que había soñado en los largos días del hospital. La que, acaso, pudo chalanear a los Hados, en un pacto que incluía la obligación de acuñar ese destino onírico en uno de los relatos más perfectos que se hayan escrito.

Cuando está en el tren, acompañado de Las mil y una noches, Dahlmann formula un pensamiento gozoso:

Mañana me despertaré en la estancia.

El convaleciente mira hacia un futuro de quietud, de aire, de luz, de lejanía. Ese futuro nunca llegará, pero en esa frase Borges amoneda la fórmula de la felicidad.

Mañana iré a Atocha a tomar un tren para Barcelona, mi tren gestionará con destreza su paso por el laberinto de las vías y, ya por la tarde, en el hotel, formularé un pensamiento: Mañana despertaré en Barcelona y tomaré el Metro y me trasladaré a un lugar en el que hablaremos de Borges. Un buen modo para coronar esta intensa primera semana del curso académico, de mi último curso académico. Algo que se parece bastante a la felicidad.