Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena
Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
JLB,
“El
Aleph”
Ana
y yo nos conocemos desde siempre. O nos conocemos desde tan atrás que no
sabríamos decir cuándo empezamos a saber el uno del otro. Yo tengo un par de
años más que ella, y la he ido contemplando crecer conmigo, envejecer conmigo. Ella, para ser sinceros, no me ha visto nunca en realidad, pero quiero pensar que sabe de mí de algún
modo, que de algún modo me presiente. Allí, Matadero, fila 2, un Genet, o en
aquel otro montaje tan extraño de Arrabal. Allí, del otro lado de la pantalla,
ella jugando al póker tantas noches. O cuando la iban a matar y se llamaba
Ángela. O Yoyes. Estábamos juntos, uno a cada lado del vidrio o de la pared
transparente. O quizá no, quizá yo estaba solo, pero ella también estaba en mi
estar solo y en mis ojos que se abrían, como los suyos, en aquel cine de
pueblo, al ver a la Criatura.
No,
no nos conocimos tan pronto. Yo tenía entonces apenas nueve años, la vi
después, no sé cuándo, hace mucho en cualquier caso. Es posible que cuando la
viera ya la hubiera visto en aquel Saura, o en El nido, en la tele, no sé realmente cuándo vi por primera vez El espíritu de la colmena, pero fue hace
tiempo, no sé si lo suficiente como para que no hubiera ya escuchado o leído
eso de la mirada de Ana, ese momento
inaugural, iniciático, mágico, decisivo, que pone la portada a toda la historia
del cine español. Sí, es posible que cuando la viera ya fuera yo un aprendiz de
cinéfilo, pedante comme il faut. Así
que ya sabía dónde mirar. Ahí, cuando se incorpora apenas, esos ojos más
grandes que la cara, la boca abierta, dentro de la película como sólo se puede
estar cuando uno es un niño y ha visto aún pocas películas.
¿Fui
yo alguna vez un niño que se incorporaba y abría los ojos y por la pantalla
entonces se paseaban los vaqueros, o los militares en su submarino, o Tarzán en
su jungla? Sí, sí lo fui, antes de entender qué era una película yo también me
paseaba por esos dentros que ahora
son de tan difícil acceso, cargado como voy de referencias y lecturas, y años,
tantos años. ¿Estuvimos juntos en el cine Ana y yo alguna vez, en la Gran Vía,
en el Imperial, o el Rialto, o el Capitol, o el Coliseum, o el Palacio de la
Música? ¿Podía seguir ella yendo al cine con sus padres, como yo iba con los
míos (apenas nos separan un par de años, ya digo) después de haber visto Frankenstein en el cine improvisado del
Ayuntamiento de Hoyuelos, el pueblo donde su otro padre tenía sus colmenas?
He visto muchas veces a esa niña con su carterita, la he visto bañada por la luz amarilla de sus interiores, la he visto acompañada por el monstruo, asomada al pozo, la he escuchado decir su nombre. Muchas veces. La ha visto alguien que fui cuando era adolescente, y alguien que empezó a ir solo al cine y agotaba todas las sesiones del Alphaville y de los cinestudios, y alguien que volvió a ir al cine acompañado, y luego volvió a ir solo, la he visto en televisores de válvulas y con sus grandes culos de rayos catódicos, y en estilizadas pantallas planas. He visto muchas veces El espíritu de la colmena. Pero sólo hoy, sólo esta mañana la he visto, la he visto de verdad, he entrado en ella, he estado con Ana, los dos asomados al pozo, y le he susurrado mi nombre al espíritu. Hoy, esta mañana, a mis casi sesenta años, después de una noche en la que he dormido fatal, de la que me he levantado muy temprano, y con nada que hacer, hasta que llegase el momento de salir para el cine a ver a Ana, a ver una película de Víctor, la última película.
De
Víctor sé también muchas cosas, y también he paseado con él por muchas salas, y
un día estuvimos juntos viendo a Antonio López (que es el padre de mi compañera
de promoción Carmen y qué rabia que yo no hablara de él casi nada con su hija,
mientras los dos teníamos bastante con estudiar Físicas) batallar con la luz y
el tiempo. Y nos quedamos en la línea de salida del viaje al Sur, a un Sur casi
borgeano en su aura de lugar deseado y, por lo tanto, inalcanzable. Pero Víctor
estaba, está, situado, en el pináculo de mi admiración, no podía hablar con él,
sólo le escuchaba, le escuchaba sobre todo con los ojos. Hoy, esta mañana, Ana
me ha hablado con los ojos de Víctor, y esta mañana, un poco más tarde (he ido
a una matinal, como cuando íbamos con la familia a aquellas matinales del
Imperial), cuando he cerrado los ojos con Víctor Erice he podido decir: lo entiendo, con la voz entrecortada del
que solloza de emoción en una sala a obscuras. Y no estoy exagerando.
No
voy a hablar de Cerrar los ojos, ni
de El espíritu de la colmena, en
tanto que obras cinematográficas (obras maestras). Ni tengo credenciales de
crítico ni, me parece, sería algo que aportara a lo que estoy intentando
transmitir hoy aquí, a sabiendas de que es imposible: la emoción. Una emoción de una pureza que había creído inalcanzable
durante tanto tiempo, una emoción que me ha convertido, durante unas horas, en
Ana, en esa Ana que se incorporaba apenas para ver, con la boca entreabierta, a
la Criatura, en ese inconcebible encontrarse que nos proporciona el cine cuando
es milagroso. Y, si no es milagroso, ¿de qué sirve?
Que la película de Erice es testamentaria es algo que él mismo no niega (al fondo está la muerte), y que en ella hay múltiples guiños y alusiones es algo que no se escapará al espectador mínimamente versado en la (ay, tan corta) obra del vasco. Hay en ella agradables sorpresas, más manos tendidas para el cinéfilo (y letraherido) que soy. Ese Triste-le-Roy por el que se pasea mi adorado José María Pou. Esa Helena Miquel, a la que escuché tantísimo cuando era Las flores azules, y me llevaba en enero a la playa en aquellos extraños, mágicos, dolorosos, gozosos, complejos años 2006-07. La luz de Almería, los ojos de otra niña, Venecia Franco, detrás de un abanico. La contención melancólica de Manolo Solo, el gozoso reencuentro con el gran Mario Pardo, la visita de Soledad Villamil, la dura dualidad de José Coronado.
No
cabía dudar de que la película de Erice iba a ser un festín, al menos para un ericiano empedernido como yo, no cabía
dudar de que con todo lo citado, las casi tres horas fluirían y yo saldría del
cine diciendo: sí, esto era, por eso
llevo toda la vida viniendo al cine, era para esto. Pero lo que ha ocurrido
es otra cosa. Es decir, es eso, eso por lo que voy al cine, pero como
nunca, como no antes, como quién sabe cuándo ya.
Por
la mañana, después de la mala noche, Ana Torrent y yo hemos visto Frankenstein y ha sido como si no la hubiéramos visto nunca. Y
cuando, al final, hemos llamado al monstruo, los dos teníamos la piel de
gallina. Los dos repetíamos Soy Ana...
soy Ana. Por la mañana, algo más tarde, ya la matinal se deslizaba hacia el
mediodía y lo dejaba atrás, Ana y yo hemos estado viendo una película, otra, que
hablaba de miradas y de adioses. La hemos visto en un cine de un pueblo de
Almería, un cine cerrado y habilitado para la ocasión. Ella estaba sentada al
lado de su padre. Yo, me parece, también estaba sentado al lado del mío, o,
mejor aún, de mi madre, que, como le pasaba al Gardel (ay, Gardel) de la película, tampoco se acordaba ya. Y se ha producido un milagro, como esos milagros
verdaderos que ya no se producían desde Dreyer (Mario Pardo dixit), y, en el cine, a obscuras, solo,
con seis o siete personas más, que no conocía, he llorado, he llorado
interminablemente, y no era la alergia o la rinitis o lo que fuera que no me ha
dejado dormir esta noche, y he tenido que ahogar verdaderos sollozos, para no
escandalizar a mis desconocidos compañeros espectadores, aunque sospecho que a
ellos les estaría pasando algo parecido.
Es
vano explicarlo así, es vano tratar de enunciar algo que es una pura
revelación, la revelación de un fondo de emoción, de sentimientos, que no se
despierta más que de este modo, y no se despierta nunca, pues no hay películas
como ésta, o casi no las hay, y algunas de las que hay las firma Víctor Erice.
Cuando Ana y yo hemos entrado en la residencia
(ay, la residencia) a ver a su padre, y ella ha dicho Soy Ana. Soy Ana, los dos hemos sido definitivamente Ana, para
siempre Ana, temblando por el escalofrío de la muerte que acecha ahí, tan a
mano, sabedores de que nuestra andanza también se encamina a la Gran Cuestión,
al envejecer, y que hay que entrar en él, como dice el sabio Mario Pardo, sin
temor y sin esperanza. Y me alegra que entremos juntos, terminando nuestras
cincuentenas, después de tantos años de encontrarnos a salto de mata, en tal o
cual grada de tal o cual teatro, o del otro lado del vidrio de la pantalla,
desde donde, yo lo sé, ella también lo sabe, los actores nos miran. Y así nos miran en ese largo plano fijo del
final, para que nosotros les miremos y entonces cerremos los ojos, y durmamos tranquilos, abrazados por esa mirada.
Conozco
bien mis imposturas, conozco la pose de literato, el ademán interesante del exquisito gourmet de sensaciones. No hay, lo
prometo, ni una pizca de mentira en todo lo dicho, en todo lo sentido: sólo hay
la torpeza en su transcripción. Aquí, en mi Triste-le-Roy, de este lado del
vidrio, mientras suena, aunque no se le oiga, porque ya es tarde, Gardel, o Mar el poder del Mar con Helena diciendo
siento lo mismo por ti (y yo digo here’s looking at you, y tú sabes que me
refiero a ti), cuando ya es casi mañana y a saber cómo dormiré esta noche, lo
cierto es que hoy ha pasado algo, y
por eso tengo que darle las gracias a Víctor, por haberme dejado ser Ana.
Y
Ana, ojalá que de algún modo, desde ese detrás de la pantalla, puedas, quieras,
también, un poco, una pizca, un momento, esta noche, ser Agus, para poder ser juntos la nada que estamos siendo,
mientras aún hay proyectores que giran y los milagros siguen siendo posibles.