[En ocasiones, algunas tardes, la Musa funciona y uno puede dejar fluir la mano, y nacen textos semi-automáticos que, sin embargo, traducen con perfección obsesiones e inquietudes. En 2021 encadené estos tres textos, que coloco aquí tal cual surgieron, y sólo ahora, al repasarlos, me doy cuenta de que son tres variantes de un mismo periplo vertical que, para un enfermo de vértigo como yo, no puede disociarse del temor (¿el deseo?) de la caída. Son, además, textos de ese género tan particular que he dado en llamar imposibilidades, pues si algo ha quedado claro es que todo deseo ascensional se ve limitado por la gravitación, por esa pesanteur de la que nos hablaba la gran Simone Weil, contra la que no hay otra gracia que, si acaso, algunas tardes, la de la literatura.]
I.
En la sexta terraza creyó reconocer el lugar y cuando se percató que era el mismo sitio frecuentado años antes con ruido de otros días, rodó por las anchas losas con los estertores de la asfixia.
ÁLVARO MUTIS
Una diosa de la misericordia ante la que arrodillarnos.
Ascendemos a las últimas terrazas. En
cada una, un Arconte. Todos tendidos, exangües, acaso ya muertos. Temibles, en
todo caso, por su tamaño desmesurado, por la tosquedad de sus miembros. Manos
de grandes dedos que sabemos cómo se crisparían en torno de los cuellos del
alma.
La diosa, al fondo, muda también, pero
con los ojos húmedos.
Cada día de la semana pasamos la noche
en un peldaño. Sin saber cómo, el lunes despertamos otra vez abajo, cuando en
el domingo estábamos ya a punto de besar los pies de la diosa. Pensamos, al
menos por unos segundos, que acaso han nacido nuvos escalones por la noche, que
las terrazas se han seguido desplegando telescópicamente, garantizando así la
inaccesibilidad de la diosa, cada vez más alta, cada vez más lejos, pero en
seguida hemos de admitir que la realidad es más simple: de algún modo hemos
caído de lo alto, alguien nos ha hecho rodar o nos ha arrojado. Incluso,
nosotros mismos, como somnámbulos, nos hemos dejado una vez más confundir por
las leyes de la gravitación.
Como fuere, lo cierto es que sentimos
nuestro cuerpo como si fuera la roca de Sísifo y, como Sísifo, nos forzamos una
vez más a comenzar la subida, para alcanzar a tiempo al menos el escalón del
martes.
II.
En la azotea nos dimos cuenta de que el
edificio se había convertido en un acantilado y abajo rugía furiosamente un
mar, cuyo oleaje batía sobre los primeros pisos.
III.
Se abre la tumba y al fondo se ve el mar.
VICENTE HUIDOBRO
La escalera arranca en el fondo de la
tumba. Sube entonces durante largas jornadas submarinas, hasta que la emersión,
ya inesperada, se produce a la caída de la tarde, de una tarde que ya no se
sabe sostener en calendario alguno, pues la cronología se ha desbaratado.
Aspirando una gran bocanada de aire, proseguimos entonces la ascensión por el
otro mar, el del cielo, pues sabemos que el cielo no es sino el reflejo del
mar, y cuando, tras innúmeras noches de fría luna y días de sol ardiente,
llegamos a la cumbre, vemos a nuestra izquierda la tumba y sentimos cómo
vuelven a abrirse nuestras branquias.