martes, 25 de abril de 2023

Ascensiones

[En ocasiones, algunas tardes, la Musa funciona y uno puede dejar fluir la mano, y nacen textos semi-automáticos que, sin embargo, traducen con perfección obsesiones e inquietudes. En 2021 encadené estos tres textos, que coloco aquí tal cual surgieron, y sólo ahora, al repasarlos, me doy cuenta de que son tres variantes de un mismo periplo vertical que, para un enfermo de vértigo como yo, no puede disociarse del temor (¿el deseo?) de la caída. Son, además, textos de ese género tan particular que he dado en llamar imposibilidades, pues si algo ha quedado claro es que todo deseo ascensional se ve limitado por la gravitación, por esa pesanteur de la que nos hablaba la gran Simone Weil, contra la que no hay otra gracia que, si acaso, algunas tardes, la de la literatura.]


Un fotograma del comienzo de Vértigo, de Hitchcock.


I.


En la sexta terraza creyó reconocer el lugar y cuando se percató que era el mismo sitio frecuentado años antes con ruido de otros días, rodó por las anchas losas con los estertores de la asfixia.

ÁLVARO MUTIS

Una diosa de la misericordia ante la que arrodillarnos.

Ascendemos a las últimas terrazas. En cada una, un Arconte. Todos tendidos, exangües, acaso ya muertos. Temibles, en todo caso, por su tamaño desmesurado, por la tosquedad de sus miembros. Manos de grandes dedos que sabemos cómo se crisparían en torno de los cuellos del alma.

La diosa, al fondo, muda también, pero con los ojos húmedos.

Cada día de la semana pasamos la noche en un peldaño. Sin saber cómo, el lunes despertamos otra vez abajo, cuando en el domingo estábamos ya a punto de besar los pies de la diosa. Pensamos, al menos por unos segundos, que acaso han nacido nuvos escalones por la noche, que las terrazas se han seguido desplegando telescópicamente, garantizando así la inaccesibilidad de la diosa, cada vez más alta, cada vez más lejos, pero en seguida hemos de admitir que la realidad es más simple: de algún modo hemos caído de lo alto, alguien nos ha hecho rodar o nos ha arrojado. Incluso, nosotros mismos, como somnámbulos, nos hemos dejado una vez más confundir por las leyes de la gravitación.

Como fuere, lo cierto es que sentimos nuestro cuerpo como si fuera la roca de Sísifo y, como Sísifo, nos forzamos una vez más a comenzar la subida, para alcanzar a tiempo al menos el escalón del martes.

 

II.

En la azotea nos dimos cuenta de que el edificio se había convertido en un acantilado y abajo rugía furiosamente un mar, cuyo oleaje batía sobre los primeros pisos.

 

III.


Se abre la tumba y al fondo se ve el mar.

VICENTE HUIDOBRO

La escalera arranca en el fondo de la tumba. Sube entonces durante largas jornadas submarinas, hasta que la emersión, ya inesperada, se produce a la caída de la tarde, de una tarde que ya no se sabe sostener en calendario alguno, pues la cronología se ha desbaratado. Aspirando una gran bocanada de aire, proseguimos entonces la ascensión por el otro mar, el del cielo, pues sabemos que el cielo no es sino el reflejo del mar, y cuando, tras innúmeras noches de fría luna y días de sol ardiente, llegamos a la cumbre, vemos a nuestra izquierda la tumba y sentimos cómo vuelven a abrirse nuestras branquias.


viernes, 21 de abril de 2023

Doble falta

(Un poema recién escrito que mezcla muchas cosas, y que me lleva a territorios ya muy lejanos.)



Hay sueños que uno debería haber tenido ya alguna vez.


Un sueño en el que Nabokov fuera el juez de silla de un partido de tenis,

él, que jugó al tenis y fue entrenador de tenis y amaba el deporte

(también fue, es sabido, guardameta, y un boxeador que, al menos, 

fue noqueado una vez, como describe en su extraño e impagable

Breitensträter - Paolino, donde Paolino es nada menos que Uzcudun,

el año es 1925 y Nabokov es aún Sirin y escribe en ruso).


Subido en su silla, Nabokov arbitra el partido, la mayor parte del tiempo

correctamente, a ratos se distrae y hasta dormita, o se limita

a cantar los puntos con desgana, mientras los jugadores

(cuyo rostro no se distingue, pero son muy parecidos a algunos

que vimos hace ya tantos años en el Grand Prix de Madrid

cuando aún éramos también nosotros tenistas, y ágiles, y morenos,

y jóvenes, y tristes, siempre fuimos tristes, sobre todo entonces)

se limitan a ejecutar los movimientos que se esperan de ellos

y, muy de vez en cuando, a gritar victoriosos un punto, alzando,

fugazmente, un puño hacia el cielo del sueño, definitivamente 

encapotado.


Pero, en otros momentos, Nabokov saca inesperadamente

(al parecer, ha estado en todo momento apoyado junto a la alta silla)

un cazamariposas, de mango inusualmente largo

(es un instrumento tan parecido a los que se utilizan para quitar

las hojas secas de las piscinas del relato de Cheever, o del Gran Gatsby),

e interviene abusivamente en el juego, secuestrando la bola

en la mitad del punto, y enviándola caprichosamente

al otro extremo de la pista, ante la impotencia y la perplejidad

de los jugadores, y el júbilo de un público atronadoramente ruidoso.


La pista de tenis está rodeada de otras pistas por todos los lados

y esas pistas están rodeadas por otras pistas, hasta donde se alcanza a ver,

estamos en mitad de un infinito club de tenis, pues el universo,

que otros llaman la biblioteca, no es sino un juego en el que Nabokov

nos quita la bola para divertirse él, mientras nosotros perdemos

la cuenta de los puntos, y el interés por el partido.


Esa disposición de las pistas nos recuerda, de repente (en este sueño,

como en todos los nuestros, hay pasado) la portada de un disco

que nos fascinaba (la portada, no el disco, todo sea dicho) 

allá por el ochenta. "Tennis", se llamaba, claro, y era de Chris Rea.

Y nos sentimos casi bien, pues nos damos cuenta de que

en la pista de al lado, que podemos ver con sólo girar el cuello,

Guy Haines está jugando sus últimos puntos en la película de Hitchcock,

y dos pistas más allá un gigante rubio que se llama Vitas

Gerulaitis

gana el Australian Open de 1977, y todo el mundo de repente

nos empieza a llamar Vitas, y eso nos complace, porque aún

tenemos trece años y nuestra tristeza es apenas púber, y clandestina.


Jugamos toda la tarde al tenis, y por la noche se encienden los focos

y jugamos toda la noche al tenis, y a la mañana siguiente los partidos

continúan, y Nabokov y Hitchcock comparten un almuerzo y Vitas

Gerulaitis ha muerto a los cuarenta años y a nosotros no nos entra

ni un primer saque, y cada vez que el juez de línea canta OUT

asentimos, pues sabemos cuán fuera estamos, cuán poco juego 

nos queda ya, y despertamos diciendo: "pero entonces había juego",

como en el relato de Cortázar,

contentos por tener un sueño que escribir en la libreta de los sueños,

atestada de preparativos de viaje y apnea y padres muertos,

y pensamos que Bioy Casares también jugaba al tenis cuando era 

joven y delgado y seductor (él siempre fue joven y delgado y seductor)

y nos gusta la idea de un match transoceánico con Sirin,

en el que las pelotas amarillas vuelan de un lado a otro del Atlántico

mientras nosotros nos levantamos ya de la cama y nos calzamos

aquellas zapatillas que tanto costó que nos compraran.

jueves, 6 de abril de 2023

Teoría del istmo

[Un poema que acabo de escribir en este momento, a partir de imágenes con las que he trabajado desde hace tiempo.]



When Lucinda asked where he was going he said that he was going to swim home.

JOHN CHEEVER, The swimmer

 

Hay una piscina que es la primera, y un gesto

que nos emparenta con el tuffatore: un arrojarse a la gravitación,

un arco en el que el cuerpo es vuelo y luego espuma.

Nadar ese largo es poca cosa, y del otro lado ya hay otro relato,

y las piscinas se extienden en una serie infinita

que nos lleva de un lado a otro del Valle, y eventualmente

a casa.

 

Hablo de The swimmer, de John Cheever, o de la película

de Frank Perry. Hablo de Burt Lancaster, glorioso y luego decrépito,

y un largo atardecer que va metiéndonos el frío en los huesos

húmedos.

Hablo, claro, de un viaje a Ítaca, de piscina a piscina, que, por algún motivo,

acaba en Troya. Todo

acaba en Troya,

acaba en calcinación. Y este viaje es en el tiempo.

Todo viaje es una máquina del tiempo.

 

En cada piscina, en el largo buceo del sernos

somos levemente abisales, torpemente fusiformes,

y en el silencio amniótico proseguimos el largo diálogo circular

que nos resuena en el hueco del Dentro.

Estamos solos, sí, nadie nada junto a nosotros, ésta es nuestra piscina.

Acaso hay otras piscinas, y en ellas nadadoras paralelas.

Acaso hay otras Ítacas. En este atardecer, no sé hallarlas.

 

Así el vivir: este fatigoso arcade de zambullidas y tiritonas,

este sumergirse y emerger que otros llaman respiración,

el Lucinda river con sus barcos de vapor de grandes ruedas

dedicados al tráfico de esclavos, y un tahúr que, de vez en cuando,

nos hace trampas en el solitario.

 

Pero existen los istmos, dices, y al decirlo, tu garganta es un istmo,

tu voz lo es, como la de las sirenas que cantan de una playa a otra,

lo decisivo, dices, ocurre en los istmos, no en las navegaciones,

ocurre entre una piscina y otra, 

en los entremedias, en los tránsitos, en las salas de espera,

en las cafeterías donde la mesita es el istmo, y los vasos se vacían

del agua del mar, que tanta sed nos daba.

 

Es verdad, te digo, los besos nacen en los istmos.

Y de repente, sacando la cabeza del agua, me doy cuenta

de que todo son istmos, de que lo son estos dedos y las letras que emiten,

de que lo son la memoria, y también el olvido,

de que lo son los objetos, y también su vacío,

de que lo fuimos, aunque no lo supimos, y lo seremos, aunque

no lo sepamos.

 

Y en esta pasarela entre estanques, en este boardwalk bajo el cual

construyen los niños sus castillos,

en estos puentes que unen las orillas

nos juntamos, entre largo y largo, entre una soledad y otra,

para pasar la tarde,

y yo te cuento que César Vallejo inventó una vez el verbo

istmarse

en un poema que contiene el verso que dice:

Hay ganas de un gran beso que amortaje a la Vida,

y tú sonríes y me recuerdas que la playa no es el mar,

que es justo antes.


domingo, 2 de abril de 2023

Desde la sequedad todo es mar

[Puede parecer extraño, pero cuando estoy en Barcelona, como ahora mismo, rara vez voy a ver el mar, a pesar de mi anhelo secular de él, un anhelo de gente del interior, de niño que conoció la playa como correlato de un seiscientos con una baca llena de bolsas y un viaje que obligaba a parar en algún lugar de Albacete. Mi Barcelona, la ciudad que he creado dentro de ella, tiene otras coordenadas, y otros rituales, que ejecuto con probidad y rigor, con la esperanza de que rindan sus réditos en términos de poemas y otros textos igualmente contingentes, igualmente mágicos. 

El mar, en todo caso, está ahí, al alcance de la mano, y esa disponibilidad, esa posibilidad de la contemplación de los lejos, está abierta a poco que nos sea necesaria. No es, desde luego, el mar abrumador del monje de Caspar David Friedrich, que conocí en un viaje a Berlín hace ya muchos años. Pero el gesto es el mismo. El gesto del Odiseo aquel que buscaba el espejismo, que él soñaba regreso. 

Al hilo de Friedrich, en 2020, escribí este texto, que ahora he modificado ligeramente para convertir en poema. Al final habrá que ir al mar, y habrá que entrar en él desnudos, y definitivos. Que los vientos nos sean propicios.]


Caspar David Friedrich, Der Monch am Meer, 1808-9, Alte Nationalgalerie, Berlin


Este mar sólo tiene una orilla:

ésta.

Este mar sólo tiene una playa:

ésta.

Es tu playa, existe sólo

porque existes tú,

porque la pronuncias con tu voz,

pero cada vez es más pequeña,

cada vez el mar avanza.

No hay otra orilla del otro lado,

ese paréntesis no se cierra,

se queda dolorosamente abierto.

Mira:

(

 

La playa del Eco es, finalmente,

el Espejismo.

 

Levántate,

es preciso alzarse para contemplar el mar.

Abandona los elementos de escritura,

déjalos en tu celda de San Jerónimo

—esas gafas sin varillas que coges por el perno con dos dedos,

pesadas, hasta que se te cansa el brazo,

y las cañas y los tinteros—,

aléjate de ese interior atestado,

ábrete la camisa del destino,

encuentra en tu pecho el lugar de tu partida,

mira el mar,

míralo como un monstruo cuyos tentáculos te alcanzan,

y sumérgete entonces, 

y vuelve a ser

ola,

vuelve a ser

nada.