(Un poema recién escrito que mezcla muchas cosas, y que me lleva a territorios ya muy lejanos.)
Hay sueños que uno debería haber tenido ya alguna vez.
Un sueño en el que Nabokov fuera el juez de silla de un partido de tenis,
él, que jugó al tenis y fue entrenador de tenis y amaba el deporte
(también fue, es sabido, guardameta, y un boxeador que, al menos,
fue noqueado una vez, como describe en su extraño e impagable
Breitensträter - Paolino, donde Paolino es nada menos que Uzcudun,
el año es 1925 y Nabokov es aún Sirin y escribe en ruso).
Subido en su silla, Nabokov arbitra el partido, la mayor parte del tiempo
correctamente, a ratos se distrae y hasta dormita, o se limita
a cantar los puntos con desgana, mientras los jugadores
(cuyo rostro no se distingue, pero son muy parecidos a algunos
que vimos hace ya tantos años en el Grand Prix de Madrid
cuando aún éramos también nosotros tenistas, y ágiles, y morenos,
y jóvenes, y tristes, siempre fuimos tristes, sobre todo entonces)
se limitan a ejecutar los movimientos que se esperan de ellos
y, muy de vez en cuando, a gritar victoriosos un punto, alzando,
fugazmente, un puño hacia el cielo del sueño, definitivamente
encapotado.
Pero, en otros momentos, Nabokov saca inesperadamente
(al parecer, ha estado en todo momento apoyado junto a la alta silla)
un cazamariposas, de mango inusualmente largo
(es un instrumento tan parecido a los que se utilizan para quitar
las hojas secas de las piscinas del relato de Cheever, o del Gran Gatsby),
e interviene abusivamente en el juego, secuestrando la bola
en la mitad del punto, y enviándola caprichosamente
al otro extremo de la pista, ante la impotencia y la perplejidad
de los jugadores, y el júbilo de un público atronadoramente ruidoso.
La pista de tenis está rodeada de otras pistas por todos los lados
y esas pistas están rodeadas por otras pistas, hasta donde se alcanza a ver,
estamos en mitad de un infinito club de tenis, pues el universo,
que otros llaman la biblioteca, no es sino un juego en el que Nabokov
nos quita la bola para divertirse él, mientras nosotros perdemos
la cuenta de los puntos, y el interés por el partido.
Esa disposición de las pistas nos recuerda, de repente (en este sueño,
como en todos los nuestros, hay pasado) la portada de un disco
que nos fascinaba (la portada, no el disco, todo sea dicho)
allá por el ochenta. "Tennis", se llamaba, claro, y era de Chris Rea.
Y nos sentimos casi bien, pues nos damos cuenta de que
en la pista de al lado, que podemos ver con sólo girar el cuello,
Guy Haines está jugando sus últimos puntos en la película de Hitchcock,
y dos pistas más allá un gigante rubio que se llama Vitas
Gerulaitis
gana el Australian Open de 1977, y todo el mundo de repente
nos empieza a llamar Vitas, y eso nos complace, porque aún
tenemos trece años y nuestra tristeza es apenas púber, y clandestina.
Jugamos toda la tarde al tenis, y por la noche se encienden los focos
y jugamos toda la noche al tenis, y a la mañana siguiente los partidos
continúan, y Nabokov y Hitchcock comparten un almuerzo y Vitas
Gerulaitis ha muerto a los cuarenta años y a nosotros no nos entra
ni un primer saque, y cada vez que el juez de línea canta OUT
asentimos, pues sabemos cuán fuera estamos, cuán poco juego
nos queda ya, y despertamos diciendo: "pero entonces había juego",
como en el relato de Cortázar,
contentos por tener un sueño que escribir en la libreta de los sueños,
atestada de preparativos de viaje y apnea y padres muertos,
y pensamos que Bioy Casares también jugaba al tenis cuando era
joven y delgado y seductor (él siempre fue joven y delgado y seductor)
y nos gusta la idea de un match transoceánico con Sirin,
en el que las pelotas amarillas vuelan de un lado a otro del Atlántico
mientras nosotros nos levantamos ya de la cama y nos calzamos
aquellas zapatillas que tanto costó que nos compraran.
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