[Un poema que acabo de escribir en este momento, a partir de imágenes con las que he trabajado desde hace tiempo.]
When Lucinda asked where he was going he said that he was going to swim home.
JOHN CHEEVER, The swimmer
Hay una piscina que es la primera, y un
gesto
que nos emparenta con el tuffatore: un arrojarse a la
gravitación,
un arco en el que el cuerpo es vuelo y luego espuma.
Nadar ese largo es poca cosa, y del
otro lado ya hay otro relato,
y las piscinas se extienden en una
serie infinita
que nos lleva de un lado a otro del
Valle, y eventualmente
a casa.
Hablo de The swimmer, de John Cheever, o de la película
de Frank Perry. Hablo de Burt
Lancaster, glorioso y luego decrépito,
y un largo atardecer que va metiéndonos
el frío en los huesos
húmedos.
Hablo, claro, de un viaje a Ítaca, de
piscina a piscina, que, por algún motivo,
acaba en Troya. Todo
acaba en Troya,
acaba en calcinación. Y este viaje es
en el tiempo.
Todo viaje es una máquina del tiempo.
En cada piscina, en el
largo buceo del sernos
somos levemente abisales, torpemente
fusiformes,
y en el silencio amniótico proseguimos
el largo diálogo circular
que nos resuena en el hueco del Dentro.
Estamos solos, sí, nadie nada junto a
nosotros, ésta es nuestra piscina.
Acaso hay otras piscinas, y en ellas
nadadoras paralelas.
Acaso hay otras Ítacas. En este
atardecer, no sé hallarlas.
Así el vivir: este fatigoso arcade de zambullidas y tiritonas,
este sumergirse y emerger que otros
llaman respiración,
el Lucinda
river con sus barcos de vapor de grandes ruedas
dedicados al tráfico de esclavos, y un
tahúr que, de vez en cuando,
nos hace trampas en el solitario.
Pero existen los istmos, dices, y al
decirlo, tu garganta es un istmo,
tu voz lo es, como la de las sirenas
que cantan de una playa a otra,
lo decisivo, dices, ocurre en los
istmos, no en las navegaciones,
ocurre entre una piscina y otra,
en los entremedias, en los tránsitos, en las salas de espera,
en las cafeterías donde la mesita es el
istmo, y los vasos se vacían
del agua del mar, que tanta sed nos
daba.
Es verdad, te digo, los besos nacen en los istmos.
Y de repente, sacando la cabeza del
agua, me doy cuenta
de que todo son istmos, de que lo son
estos dedos y las letras que emiten,
de que lo son la memoria, y también el
olvido,
de que lo son los objetos, y también su
vacío,
de que lo fuimos, aunque no lo supimos,
y lo seremos, aunque
no lo sepamos.
Y en esta pasarela entre estanques, en
este boardwalk bajo el cual
construyen los niños sus castillos,
en estos puentes que unen las orillas
nos juntamos, entre largo y largo,
entre una soledad y otra,
para pasar la tarde,
y yo te cuento que César Vallejo
inventó una vez el verbo
istmarse
en un poema que contiene el verso que
dice:
Hay
ganas de un gran beso que amortaje a la Vida,
y tú sonríes y me recuerdas que la
playa no es el mar,
que es justo antes.
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