…ma
“pensée” ne pouvait réfléchir qu’en s’émiettant, se dispersant, qu’en revenant
sans cesse à la fragmentation qu’elle prétendait vouloir mettre en ordre.
GEORGES
PEREC, Penser/Classer
1.
Hoy es el
Bartlebooth’s Day. Lo es, además, de manera especial, porque, como ya se apuntó
en estas páginas hace algunas semanas, es justamente hoy, en este año de 2025,
cuando se cumple el cincuentenario del día fatal en el que se desarrolla
la frondosa acción de esas novelas, que tienen lugar en el 11 de la rue Simon-Crubellier.
Como también se anunció aquí, en Barcelona, siguiendo la iniciativa del muy
activo perequiano o perequés (que es la versión lipogramática de lo anterior) Kim Nguyen Baraldi,
tan magna efemérides se conmemora con una lectura pública de toda la extensión
de los 99 capítulos, el prólogo y el epílogo de La vie mode d’emploi, o La
vida instrucciones de uso o La vida manual d’us en la librería Pere
Calders, adecuadamente devenida Pere Calders y efímeramente sita en una
dirección brotada mágicamente en Barna (XVIIéme arrondissement,
concretamente) que corresponde, claro, al 11, Simon-Crubellier. Faltan ya pocas
horas para que la lectura, iniciada ayer, concluya. Kim me invitó amablemente a realizar una de las postas,
pero era realmente muy difícil para mí desplazarme a Barcelona, dado que el
sábado 21 estuve celebrando, muy felizmente, mi 61º (¡ay!) cumpleaños hasta la
madrugada. Pero estoy allí con el corazón y hoy he paseado por Madrid con mi ya
baqueteado ejemplar de La vie, y he releído algunas partes.
2.
El prólogo, o, por
mejor decir, Préambule, de La vie mode d’emploi consiste en una
breve disertación sobre l’art du puzzle. Ya se sabe cuán importante son
los puzzles en la trama que vertebra todo el entramado de historias que
se nos cuentan en las más de setecientas páginas del libro. Hay algunas tesis que
cabe destacar de ese preámbulo. La primera versa sobre la dialéctica, nada simple,
entre el ente pieza de rompecabezas, que uno podría concebir como
independiente y autosuficiente en su existencia y su, por otro lado, evidente
subordinación a un rol que no se entiende más que pensando en el conjunto. El sentido
de esas piezas de extrañas formas (les bonshommes, les croix de
Lorraine, les croix) viene supeditado a su encaje en otra entidad
que puede juzgarse de orden superior, o, como mínimo, más compleja: el puzzle.
La metáfora puede entenderse de un modo directo: es en la medida en que los
casi innumerables relatos que van a ir sucediéndose cuando vamos entrando,
invitados o no, en las diversas estancias del inmueble, se engarzan para
constituir ese conglomerado nuevo, que ya merece otro nombre (Romans),
que cada uno de esos átomos-historia se justifican.
3.
O no, claro, ésa
puede ser una interpretación corta de miras, o simplemente errónea. Porque lo
cierto es que la organicidad de la obra finalmente construida no necesariamente
tiene que verse disminuida por el hecho de que puedan desgajarse de ella
algunas piezas o miembros, como centón que aspira a ser, como espejo de
las narraciones encadenadas de Las mil y una noches. De hecho, suponer
que las relaciones entre esas estructuras moleculares y el cuerpo que
conjuntamente articulan son meramente temáticas, o se basan en una cierta
continuidad que supera a la mera contigüidad, es limitante. Si seguimos leyendo
el preámbulo, comprobamos que en él se rechaza con rotundidad la producción seriada
de puzzles basados en el mismo troquel, simplemente aplicado de manera
mecánica. Se aboga, en cambio (tiempos aquellos…) por la artesanía del constructor
de rompecabezas, que maneja seguetas y limas para descomponer la imagen
en formas intrincadas y engañosas, que lleven, incluso al más avezado recomponedor
al error o al menos al titubeo.
4.
Es, pues, sobre todo
en el ámbito espacial, que es geométrico, pero de una geometría que huye
del aburrido recurso euclídeo a los segmentos rectos y se sumerge en el más
arriesgado ámbito de lo curvilíneo, donde se juega la partida. Así se
establece el diálogo entre el constructor y el reconstructor, que
tanto se asemeja a una partida de ajedrez pensada ya en su totalidad en la
mente del Gran Maestro, que luego se limita a conducir a su oponente por
los caminos previamente trazados que le van a abocar a una derrota, que es en
el fondo una victoria, pues prueba la excelencia del Arte en el que ambos
participantes no pueden ser sino cómplices. La cita que encabeza el preámbulo
apunta justamente en esa dirección: L’œil suit les chemins qui lui ont été
ménagés dans l’œuvre. Su autor es Paul Klee.
5.
Por tanto, el
arte del ensamblaje es identificado aquí como el punto crucial en esa
especie de intercambio, acaso diferido en el tiempo, pero continuamente reactualizado
en el momento de la lectura, entre el autor y el lector. El autor, de hecho, ha
tenido que superar su propio proceso, su propia lucha, seguramente encarnizada,
con algo que no es identificable, pero que se siente muy claramente
cuando uno va intentando enarbolar (la palabra, de resonancias náuticas,
es adecuada) su proyecto de novela. Cuando ha tallado sus piezas de puzzle y
las ha ordenado en el desorden en el que quiere presentarlas al lector, su
tarea ha terminado, pero el libro, para ser completo, debe recibir el último
golpe de cincel, que sólo pueden dar el ojo del que lee, ese ojo al que se
refiere Klee (en las llamadas artes visuales esto parecería más
evidente, pero es igualmente válido en la literatura). Las trampas, los trucos,
las aparentes omisiones, las decididas ambigüedades, las insistencias y los escamoteos,
toda la panoplia del trompe-l’œil, toda la argamasa que sostiene un
edificio que puede parecer a ratos contrahecho o simplemente caótico, como lo
son las ciudades de los sueños, están ahí justamente para regocijo del
lector, y en ese duelo a pistola, cuanto más hábil sea nuestro oponente
(nunca doy la mano a un pistolero zurdo), tanto mejor.
6.
Así, los andamiajes
se han retirado y lo que se entrega, en la engañosa compacidad que le presta su
forma paralelepipédica, es una especie de recinto cerrado, cuya llave está,
paradójicamente, encerrada dentro de ese hortus clausus, así que no hay
que usar llave alguna, sino más bien, valerse de rodeos, puertas camufladas, o
simple artillería para hollar el espacio sagrado, colonizar el territorio
mágico, hacernos dueños de lo que en realidad siempre fue nuestro. Por eso es
tan maravilloso leer, porque nos invitan a hacer lo que ya está hecho, y hemos
de hacerlo deshaciéndolo y barajándolo, como un solitario. Los grandes autores
lo saben, porque son grandes lectores antes que nada. No es concebible un autor
(al menos uno que tome algún riesgo, uno que no se limite a la pura fórmula)
que no haya tenido que superar el combate con el ángel del ensamblaje, no hay
nadie que se siente un día y teclee “capítulo uno” y empiece y siga así, línea
a línea, hasta el tecleo de “fin”, no hay ninguno que no corrija, se arrepienta,
rompa páginas, desordene los materiales, abandone la novela, la retome, la
cambie completamente, la vuelva a abandonar, la deje en un cajón hasta que sea
parte de su legado póstumo, le pida a su albacea que la destruya para que éste
la publique desobedeciéndole, no hay ninguno que no sueñe con el libro,
que no reciba (de quién: del ángel, por supuesto) las indicaciones precisas
para sacar el libro del cajón, para reunir las hojas medio quemadas de la
chimenea, para enderezar el entuerto, para escribir, ahora sí, ahora en serio, parece
que va saliendo, hasta que sí, sale, y el fin es de verdad, y luego ya
veremos que hacemos con eso y si alguien quiere publicárnoslo, eso es otra
historia. Sí, a todos nos pasa: el que lo probó lo sabe.
7.
Por eso el lector
cómplice debe penetrar en la novela como un explorador y debe tener el oído muy
fino para captar todas las resonancias que ha dejado el fragor de la lucha con
el ángel. Ocurre en todos los casos, por supuesto. Hasta el microrrelato más
breve, hasta un haiku pueden tener elaboraciones tortuosas, ser endémicamente
inconclusos. Pero es en las novelas, en algunas novelas, donde se puede saborear
con más facilidad el sudor derramado por los púgiles en su combate all
night long. Novelas: es decir, en
algunos de esos escritos que, a falta de mejor nombre y llevados por un afán
clasificatorio que es esencialmente comercial, denominamos novelas, una vez que
entendimos, allá por los inicios del siglo XX, que la novela era cualquier cosa,
es decir, que lo era todo, es decir, que no era nada.
8.
Estoy escribiendo
una novela. Es decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo uno de
esos engendros más o menos teratológicos a los que me acabo de referir. Es
decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo muchas, como llevo
décadas escribiendo muchas novelas, mutuamente contradictorias entre sí, pero
también caníbales que acaban devorándose, obras de complejidades extradimensionales
y curiosamente vacías de todo contenido reconocible, o al menos resumible (no
me pregunten sobre qué escribo: cuando alguien lo hace es patético verme
balbucear). Pero, vaya, digamos que sí, que ahora, por el momento, es decir, a
23 de junio de 2025, a cincuenta años exactos del aciago día en que la última pieza
del puzzle no tuvo la forma que debía y todo, pues, se vino al
traste, estoy escribiendo una novela. O, para ser más exactos, hoy, Bartlebooth’s
Day, estoy escribiendo en el blog que estoy escribiendo una novela, sobre
todo para obligarme a escribirla, para darle carta de naturaleza con esta
declaración tan formal, abocándome así a un emplazamiento que se hará más y más
difícil de cumplir y que producirá una angustia cada vez mayor, especialmente
cuando se vea agravado por las preguntas de "¿cómo va tu novela?". Pero
es algo que deseo hacer, es algo que necesito hacer, o por lo menos intentar,
es algo que me prometí a mí mismo hacer, ahora que tengo tiempo,
justamente porque ya no hay tiempo, porque no cabe descuidarse, y hay cosas que
sólo se pueden contar en una novela, es decir, en uno de esas objetos
que llamamos novela y nadie sabe muy bien lo que son.
9.
Siempre fui un
escritor de formas breves. Algo lógico, puesto que mi dedicación a la escritura
siempre fue, además de clandestina, más bien montaraz, esporádica, deslavazada
e inconstante, por más que también fuera de una intensidad casi religiosa y de
una ambición exorbitante. Durante muchos, muchos años, fui poeta. Era raro que
recurriera a la prosa, y cuando lo hacía básicamente seguía componiendo poemas,
poemas en prosa. Sí hubo, desde siempre, ideas para novelas, y algunos relatos
(hablo de la adolescencia, remotísima), pero sólo mucho después, y un poco
azarosamente, intenté la narrativa. Significativamente, mis primeros éxitos se
produjeron, ya lo he contado por aquí, dentro, una vez más, del territorio de
las formas breves: microrrelatos y relatos, en general de poca extensión, no
demasiado narrativos, sin tramas complejas, sin personajes realistas (qué poco
me ha interesado siempre el realismo). Poco a poco, y de nuevo no fue algo buscado,
ni es algo tan completamente cierto, fui dejando de ser poeta, o al menos de
escribir poemas comme il faut, me fui yendo más y más a géneros híbridos
(soy un hombre de mi tiempo, cabría decir, o a lo mejor soy un mal artesano y
he procurado inventar un arte otro en el que me manejo, puesto que defino las
reglas), como los que empleo aquí, en el blog, sin ir más lejos.
10.
Así, sólo he escrito
una novela. Tampoco se puede decir que se me diera mal: me puse a ello, me la
pensé durante dos años, nunca fue una novela, sólo lo fue siendo cuando me di
cuenta de que la única caja en la que cabía era ésa, etiquetada como Otros,
que acaba siendo llamada novela, ya saben, a falta de mejor nombre. Cuando
me puse a escribirla en serio, me la ventilé en poco tiempo (el verbo es
apropiado, porque acabé escribiéndola poco menos que a manotazos,
imbuido de un fervor y una potencia creadora completamente inesperados en unos
meses del verano y el otoño de 2015), la presenté a un concurso, lo gané y me
la publicaron. Hice una presentación en una librería, firmé libros en la Feria
del Libro, mi amigo Luis de Dios tuvo el maravilloso gesto de mantener el libro
en la mesa de novedades de La Central de Madrid durante muchas semanas. Es
decir, todo lo que cabe esperar del hecho de haber escrito una novela. No vendí
casi nada, salvo a cuanto amigo y familiar pude extorsionar, pero eso nos pasa a
todos, incluso a los autores consagrados. Estuve muy orgulloso, también me dio
mucha vergüenza, mucho pudor. Luego pasaron los años y aquello me parece ya tan
lejano como los premios de poesía que me daban en el colegio. Todo es parecido:
el tiempo se pasa tan rápido. De hecho, es imposible para mí aceptar que ya ha
pasado otro año y no he vendido una escoba. Así pues, el otro día, hace algunas
semanas, en la ducha (que es un sitio donde se me ocurren muchas cosas
literarias) me dije: Agus, elige una de las infinitas novelas en ciernes que
tienes, y haz algo que, por si no te habías dado cuenta, es necesario para que
exista: escribe. Dije: escribe, carajo, para ser exactos. Pero da
igual, porque aún no estoy tan mal como para hablarme en voz alta, ni siquiera
en la ducha. Mi monólogo interior es en silencio, muy discreto.
11.
Y entonces me investí
con las sagradas vestiduras del constructor de puzzles, y empecé a
reunir fragmentos y fragmentos que había ido anotando durante eones en mis
asendereadas libretas. Si abren una de ellas verán líneas que se suceden pulcramente,
sin indicación ninguna de a qué vienen, a qué proyecto pertenecen, si son
impresiones personales, anotaciones de diario o agenda (las menos), pasajes
textuales usables para algún relato, aforismos o simples ocurrencias más o
menos automáticas. Es decir, la legibilidad extrema que proporciona mi cuidada
caligrafía es sólo el reflejo obscuro de la verdadera naturaleza ilegible de
esos escritos: son el magma. Sólo hay, pues, un lector posible para esa amalgama,
y soy yo, que, por definición, soy finito, y a lo peor estoy dando las
boqueadas, así que es imperioso insistir en la nunca abandonada pero sisífea
tarea de la transcripción y la distribución en carpetas de ordenador, de
naturaleza igualmente intrincada, pero más cercanas a un verdadero uso en
tareas de más largo alcance, como por ejemplo, escribir una novela.
12.
El inconfesado, o no
tanto, porque, como se puede suponer, en mi monólogo interior no tengo secretos
para mí mismo (bueno, quizá sí), propósito de esta transcripción, que ha de ser
concienzuda hasta lo obsesivo, para no dejar fuera ni una miguita de las que
pueden resultar, a la larga, claves para el retorno a casa de Pulgarcito, el inconfesado
propósito (me pongo hipotáctico, y eso, ya lo saben, es porque empiezo a
sobreexcitarme en esta escritura a tumba abierta, sin guion y, ella sí, lineal
desde el capítulo 1 al capítulo un millón, que practico en el blog), el
inconfesado propósito (arranquemos de una buena vez) es comprobar si, por azar,
en ese maremágnum de mis notas (que obedecen, o eso dicen ellas, a una lúcida
búsqueda ininterrumpida en el proceloso territorio de lo todavía no escrito
para seleccionar las perlas que constituirán el collar de la obra) estuviera
ya escrita la novela. Es decir, que, como en los sueños, cuando fuera
hojeando todo ese material (con su carácter, por tanto, matérico,
apto para la edificación de sólidas estructuras) me diera cuenta de que mi
labor simplemente era hacer el puzzle, coger de aquí, añadir de allá,
dar algún pespunte y, un poco de la noche a la mañana, revestir el esqueleto
que había ido perfilando en el otro montón de notas paralelo, que se ocupa de
número de capítulos, título de los mismos, estructuras, superestructuras,
infraestructuras, armazones y miriñaques, todo bien asentado en el vacío, es
decir, flotando, y todo bien desprovisto de relleno.
13.
Pero no, claro, la
novela no está ahí, como no lo han estado algunas otras que en los años
anteriores llegaron al estatus de prenovela, es decir, al estatus de
páginas y páginas de fragmentos inconexos con un vago aire de familia que uno
va colocando como bolitas espejadas en las ramas de un árbol de Navidad
progresivamente peor equilibrado y pronto al derrumbe, ya a principios de diciembre.
Estoy exagerando, claro: hay muchas cosas, hay decenas y decenas de notas, hay
un cierto plan que va madurando (en algunos casos hasta ponerse pocho
y tener que ser arrojado sin más miramientos al cubo de la basura), hay una
novela posible. Pero hay que escribirla, casi nada de lo ya escrito
sirve en realidad. Es decir, sí sirve, pero no para ser verdaderamente el texto
que acabará de verdad siendo la novela. Sirve como sirven los bocetos o
los croquis, como sirven los montones de arcilla. Así pues, manos a la obra. En
ello estamos. A trompicones.
14.
Es muy interesante,
de todos modos, este estado, que no cabe llamar en realidad de gestación,
pues se supone que justamente la gestación es lo que ha venido teniendo lugar
los meses y años anteriores, y esto sería el parto. Pero es un parto larguísimo,
extremadamente no lineal, lleno de idas y vueltas, próximo siempre al aborto,
con riesgo evidente de malformaciones que hagan inviable a la criatura, con la
necesidad de seguir gestando mientras no se deja de parir, o de decidir entre siameses,
gemelos multivitelinos, algún alien que se nos ha colado no se sabe cómo
en la matriz, en fin, ya se hacen una idea, no se trata tampoco de ponernos tan
obstétricos. Es muy interesante, sí, incluso apasionante. Como no soy
novelista, y la novela que escribí una vez tampoco era una novela, del mismo
modo que ésta tampoco va a serlo, no tengo metodología alguna. Intento remedar
la que, intuitivamente, fui pergeñando hace una década con Morgana en Duino.
Allí partí igualmente de un mar de fragmentos que acabaron más o menos
acercándose a su imán. Ahora quiero ser un poco más sistemático, no
dejarme llevar tanto por las digresiones, darle un aire más apolíneo (por
usar un adjetivo profundamente inapropiado). No me saldrá, no me sale. Pero me
lo estoy pasando en grande. Es decir, me lo estoy pasando en grande salvo
cuando sufro como un perro, que es a menudo.
15.
Como no soy un
novelista, y tampoco tengo en realidad muchas historias que contar, y tampoco me
han pasado en la vida sucesos de ésos que sirven para hacer relatos
apasionantes, y como sobre todo he leído y leo vorazmente, y muy pocas veces a
novelistas más o menos convencionales, pues me gustan ante todo los textos
embrollados, inclasificables, arriesgados, textos en los que a menudo se ven
las costuras (me encanta cuando eso pasa), como, por otro lado, tampoco soy
capaz de crear nada que esté muy alejado del ensayo, del recurso continuo a
citas de autores, a historias que les pertenecen a ellos, o sea, lo que hago
aquí, en el blog, que es, al fin y al cabo, mi cuaderno de trabajo, como
me pasa todo eso, para poder escribir, lo que hago es leer, leer incluso más y
con mayor intensidad de lo habitual. Lo cual, claro, es paradójico, porque leer
lleva tiempo y en ese tiempo no escribo, pero lo cierto es que ya he dicho que yo
no sirvo para escribir con sistema, para sentarme y decir: “por dónde íbamos”.
Toda mi escritura se basa en la inspiración, sea eso lo que sea, todo
gira en torno al hallazgo, a la aparición de imágenes, de flores raras.
El cemento para que esos ladrillos multicolores y de formas caprichosas
permitan construir, siquiera un cobertizo, las frases más o menos anodinas pero
necesarias desde el punto de vista técnico, me aburren soberanamente, me
desmotivan, me parecen trabajo y no recreo o juego o magia o misterio,
que es a lo que yo he venido a la literatura.
16.
Pero, bueno, ahí
ando, más o menos encarrilándome, viendo cómo crece la criatura. La he
alimentado de momento con Lorca, Cernuda o Kafka (lean las últimas entradas del
blog, son por eso), que son, por supuesto, autores míos, que he leído
muchas veces y ahora releo a propósito. Como estoy en modo antena los
acercamientos a mi biblioteca son especialmente decisivos. Por algún motivo, he
recaído (un verbo apropiado, por el carácter patológico de esa
prosa excelsa) en Thomas Bernhard, que fue un autor que me deslumbró en la
veintena, y al que devoré en pocos años, para luego alejarme considerablemente.
Es curioso pensar que el Agus de entonces, que no manejaba demasiado dinero
(estaba empezando mi carrera docente) y que compraba tantos libros como podía,
pero tenía tantos y tantos autores aún por explorar, invirtió muchas pesetas
en el atrabiliario austriaco, en ediciones de la colección Alianza Tres,
que tanto me gustaba, o Alfaguara, libros que ahora he vuelto a recorrer de modo
casi maniaco. Ya dije un día por aquí que habría que reconstruir la cronología
de la educación literaria, estableciendo los diferentes periodos con
técnicas estratigráficas, para entender cómo hemos llegado hasta aquí.
Calzarme los guantes de boxeo para reemprender el combate con Bernhard es un
síntoma de mi elevada confianza en un periodo tan propicio a la zozobra. Una
buena señal.
17.
Uno de los leitmotive
de Bernhard, autor que vuelve una y otra vez a los mismos territorios, es
la imposibilidad de la obra. Los personajes, encerrados en un bucle
infinito de pesimismo, aquejados de una sensibilidad mórbida, sometidos a
circunstancias extenuantes, giran y giran en torno a un vórtice en el que se
encuentra su única posibilidad de salvación (es un decir, en el mundo bernhardiano
no hay salvación posible para nadie): la Obra. Puede ser un estudio sobre El
oído, como en La calera, que he releído estos días, más de treinta
años después de la primera vez, y que es uno de los textos más crueles (y
eso es mucho decir) del autor austriaco. Un estudio que lleva a la destrucción
del protagonista y de su torturada esposa. Un estudio que, según nos insiste el
narrador, su autor, Konrad, tiene completo en la cabeza y, por lo tanto,
apenas precisa de un vertido, de un volcarse en una redacción
infinitamente preterida y que, por supuesto no se realizará. Corrección,
para mí la obra maestra de Bernhard, la primera que leí de él (con los ojos
como platos) y a la que sí he ido volviendo a menudo, plantea esa misma
imposibilidad, pero en una versión todavía más desoladora: la obra, inabordable
desde su mera concepción, a la que hay que dedicarse arduamente, contra todo
pronóstico es completada, y es justamente esa conclusión la que resulta
funesta. El inconcebible cono, que ha de ser edificado en el centro
exacto del bosque, como ofrenda a la Hermana, produce la muerte de ésta y el inevitable
final de su autor.
18.
Hay otras muchas
obras de Bernhard, más allá de esas dos cumbres, en las que la procrastinación
del artista, la simultánea conciencia de la necesidad de ejecutar la
obra y de la imposibilidad de hacerlo, es la clave de la trama. Hormigón,
por ejemplo, es otra. Aquí se trata de un musicólogo que intenta escribir una
monografía definitiva sobre su compositor favorito, Mendelssohn-Bartholdy. La
Hermana, ahora, es una de las causas aducidas para el retraso asintótico que le
impide, no ya terminar el estudio, sino simplemente encontrar la primera frase.
¿Cómo concluir lo que no se puede empezar? He dado muchas vueltas estos días en
busca de la primera frase, y seguiré dándolas. De nuevo, hay una idea, en el
fondo tan ingenua, de que una gravitación irá atrayendo las sucesivas
frases a ese pilar inicial de la primera. No hay garantía de esto. Los
personajes de Bernhard son pesimistas. Sin embargo, lo cierto es que Bernhard
escribió, escribió mucho, concluyó una obra vasta a pesar de su temprana
muerte. Una obra impresionante.
19.
He estado también
con Imre Kertész, especialmente con Liquidación, en la que justamente la
búsqueda de la obra perdida, acaso inexistente, lleva a la ejecución de la obra.
A mí me pasa algo parecido: hay un libro que me gustaría que hubiera sido
escrito y lo busco en todas mis lecturas. Al final me resigno y me digo: tengo
que escribirlo yo. Pero lo que sale no se parece a lo que tenía que haber salido.
Y ahí que va Sísifo pendiente abajo a volver a cargar con la roca. Feliz, como
yo, es decir, agobiado, avejentado, desalentado, pesimista, especialmente
apabullado por la deriva de lo que se sigue llamando, absurdamente visto lo visto, política internacional,
pero feliz de volver a subir pensando en el siguiente capítulo. He retomado a
algunos otros pesimistas, o lúcidos: Di Benedetto, que cada vez me gusta más,
Kobo Abe, Hofmannsthal (esta entrada iba a empezar con un análisis de ese increíble
documento que es la Carta de Lord Chandos, y luego iba a invitar a
Bartleby, pero al final he optado por esta vía, así que esa otra entrada
seguirá existiendo en el mundo de las potencialidades, como mi novela). Hoy,
Perec, por la fecha, y porque andaba un poco bajo de moral y estancado en el
libro, y sabía que la lectura del gran Georges me iba a poner las pilas,
como así ha sido. Una prueba de ello es esta entrada, desbloqueada, que
me estaba costando afrontar y que me viene muy bien para desentumecer los
dedos.
20.
De entre las pocas
cosas que he escrito estos días (ésta, ayer concretamente) que no está conectada
con el proyecto de novela (ésa es una de las cosas malas: si quiero ser
constante y metódico me tengo que concentrar en ello, y se me escapan posibilidades
creativas por el camino), voy a seleccionar este texto que les coloco aquí y
que creo que resume bien toda este, más bien caótico, desahogo que empezó con los
puzzles. Es, como todo lo que escribo, sólo un esbozo, que merecería un
mayor desarrollo y algún pulido, pero me apetece compartirlo.
Un
Doctor Frankenstein que dispone de cadáveres perfectamente viables, pero que
decide no utilizarlos en sus experimentos de reviviscencia, sino que procede a
diseccionarlos minuciosamente, para luego combinar los miembros de una manera
caprichosa y burda, generando nuevos cuerpos híbridos, en los que las costuras
son perfectamente visibles ―y que en principio resultan muy inferiores a los cuerpos
originales que tenía a su disposición―, que procede entonces, exitosamente, a
reanimar, generando así una prole de monstruos deformes y contrahechos que se
pasean dando tumbos por el laboratorio y que, incapaces de toda locución inteligible,
se limitan a mirar con una mezcla de odio y perplejidad a su Criador. Interpelado
el Doctor por sus estudiantes sobre este comportamiento aparentemente
paradójico, él responde impertérrito: “Señores, su planteamiento es erróneo. El
objetivo del experimento nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el
perfeccionamiento en el arte del ensamblaje”.
El objetivo de este
blog nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el perfeccionamiento en
el arte del ensamblaje. Y, como hay confianza, y esto es un cuaderno de
trabajo, en el que anoto los resultados de los experimentos, les diré que,
torpe como soy en la sutura y el serrado, soy a cambio un avezado componedor
de monstruos, y espero contar con su benévola acogida si un día produzco
uno lo suficientemente bien (es decir, mal) acabado como para arrojarlo al
mundo.