lunes, 23 de junio de 2025

Descripción de una lucha

Uno de los esquemas de La vie mode d'emploi a cargo de Georges Perec

 


…ma “pensée” ne pouvait réfléchir qu’en s’émiettant, se dispersant, qu’en revenant sans cesse à la fragmentation qu’elle prétendait vouloir mettre en ordre.

GEORGES PEREC, Penser/Classer

 

1.

Hoy es el Bartlebooth’s Day. Lo es, además, de manera especial, porque, como ya se apuntó en estas páginas hace algunas semanas, es justamente hoy, en este año de 2025, cuando se cumple el cincuentenario del día fatal en el que se desarrolla la frondosa acción de esas novelas, que tienen lugar en el 11 de la rue Simon-Crubellier. Como también se anunció aquí, en Barcelona, siguiendo la iniciativa del muy activo perequiano o perequés (que es la versión lipogramática de lo anterior) Kim Nguyen Baraldi, tan magna efemérides se conmemora con una lectura pública de toda la extensión de los 99 capítulos, el prólogo y el epílogo de La vie mode d’emploi, o La vida instrucciones de uso o La vida manual d’us en la librería Pere Calders, adecuadamente devenida Pere Calders y efímeramente sita en una dirección brotada mágicamente en Barna (XVIIéme arrondissement, concretamente) que corresponde, claro, al 11, Simon-Crubellier. Faltan ya pocas horas para que la lectura, iniciada ayer, concluya. Kim me invitó amablemente a realizar una de las postas, pero era realmente muy difícil para mí desplazarme a Barcelona, dado que el sábado 21 estuve celebrando, muy felizmente, mi 61º (¡ay!) cumpleaños hasta la madrugada. Pero estoy allí con el corazón y hoy he paseado por Madrid con mi ya baqueteado ejemplar de La vie, y he releído algunas partes.

 

2.

El prólogo, o, por mejor decir, Préambule, de La vie mode d’emploi consiste en una breve disertación sobre l’art du puzzle. Ya se sabe cuán importante son los puzzles en la trama que vertebra todo el entramado de historias que se nos cuentan en las más de setecientas páginas del libro. Hay algunas tesis que cabe destacar de ese preámbulo. La primera versa sobre la dialéctica, nada simple, entre el ente pieza de rompecabezas, que uno podría concebir como independiente y autosuficiente en su existencia y su, por otro lado, evidente subordinación a un rol que no se entiende más que pensando en el conjunto. El sentido de esas piezas de extrañas formas (les bonshommes, les croix de Lorraine, les croix) viene supeditado a su encaje en otra entidad que puede juzgarse de orden superior, o, como mínimo, más compleja: el puzzle. La metáfora puede entenderse de un modo directo: es en la medida en que los casi innumerables relatos que van a ir sucediéndose cuando vamos entrando, invitados o no, en las diversas estancias del inmueble, se engarzan para constituir ese conglomerado nuevo, que ya merece otro nombre (Romans), que cada uno de esos átomos-historia se justifican.

 

3.

O no, claro, ésa puede ser una interpretación corta de miras, o simplemente errónea. Porque lo cierto es que la organicidad de la obra finalmente construida no necesariamente tiene que verse disminuida por el hecho de que puedan desgajarse de ella algunas piezas o miembros, como centón que aspira a ser, como espejo de las narraciones encadenadas de Las mil y una noches. De hecho, suponer que las relaciones entre esas estructuras moleculares y el cuerpo que conjuntamente articulan son meramente temáticas, o se basan en una cierta continuidad que supera a la mera contigüidad, es limitante. Si seguimos leyendo el preámbulo, comprobamos que en él se rechaza con rotundidad la producción seriada de puzzles basados en el mismo troquel, simplemente aplicado de manera mecánica. Se aboga, en cambio (tiempos aquellos…) por la artesanía del constructor de rompecabezas, que maneja seguetas y limas para descomponer la imagen en formas intrincadas y engañosas, que lleven, incluso al más avezado recomponedor al error o al menos al titubeo.

 

4.

Es, pues, sobre todo en el ámbito espacial, que es geométrico, pero de una geometría que huye del aburrido recurso euclídeo a los segmentos rectos y se sumerge en el más arriesgado ámbito de lo curvilíneo, donde se juega la partida. Así se establece el diálogo entre el constructor y el reconstructor, que tanto se asemeja a una partida de ajedrez pensada ya en su totalidad en la mente del Gran Maestro, que luego se limita a conducir a su oponente por los caminos previamente trazados que le van a abocar a una derrota, que es en el fondo una victoria, pues prueba la excelencia del Arte en el que ambos participantes no pueden ser sino cómplices. La cita que encabeza el preámbulo apunta justamente en esa dirección: L’œil suit les chemins qui lui ont été ménagés dans l’œuvre. Su autor es Paul Klee.

 

5.

Por tanto, el arte del ensamblaje es identificado aquí como el punto crucial en esa especie de intercambio, acaso diferido en el tiempo, pero continuamente reactualizado en el momento de la lectura, entre el autor y el lector. El autor, de hecho, ha tenido que superar su propio proceso, su propia lucha, seguramente encarnizada, con algo que no es identificable, pero que se siente muy claramente cuando uno va intentando enarbolar (la palabra, de resonancias náuticas, es adecuada) su proyecto de novela. Cuando ha tallado sus piezas de puzzle y las ha ordenado en el desorden en el que quiere presentarlas al lector, su tarea ha terminado, pero el libro, para ser completo, debe recibir el último golpe de cincel, que sólo pueden dar el ojo del que lee, ese ojo al que se refiere Klee (en las llamadas artes visuales esto parecería más evidente, pero es igualmente válido en la literatura). Las trampas, los trucos, las aparentes omisiones, las decididas ambigüedades, las insistencias y los escamoteos, toda la panoplia del trompe-l’œil, toda la argamasa que sostiene un edificio que puede parecer a ratos contrahecho o simplemente caótico, como lo son las ciudades de los sueños, están ahí justamente para regocijo del lector, y en ese duelo a pistola, cuanto más hábil sea nuestro oponente (nunca doy la mano a un pistolero zurdo), tanto mejor.

 

6.

Así, los andamiajes se han retirado y lo que se entrega, en la engañosa compacidad que le presta su forma paralelepipédica, es una especie de recinto cerrado, cuya llave está, paradójicamente, encerrada dentro de ese hortus clausus, así que no hay que usar llave alguna, sino más bien, valerse de rodeos, puertas camufladas, o simple artillería para hollar el espacio sagrado, colonizar el territorio mágico, hacernos dueños de lo que en realidad siempre fue nuestro. Por eso es tan maravilloso leer, porque nos invitan a hacer lo que ya está hecho, y hemos de hacerlo deshaciéndolo y barajándolo, como un solitario. Los grandes autores lo saben, porque son grandes lectores antes que nada. No es concebible un autor (al menos uno que tome algún riesgo, uno que no se limite a la pura fórmula) que no haya tenido que superar el combate con el ángel del ensamblaje, no hay nadie que se siente un día y teclee “capítulo uno” y empiece y siga así, línea a línea, hasta el tecleo de “fin”, no hay ninguno que no corrija, se arrepienta, rompa páginas, desordene los materiales, abandone la novela, la retome, la cambie completamente, la vuelva a abandonar, la deje en un cajón hasta que sea parte de su legado póstumo, le pida a su albacea que la destruya para que éste la publique desobedeciéndole, no hay ninguno que no sueñe con el libro, que no reciba (de quién: del ángel, por supuesto) las indicaciones precisas para sacar el libro del cajón, para reunir las hojas medio quemadas de la chimenea, para enderezar el entuerto, para escribir, ahora sí, ahora en serio, parece que va saliendo, hasta que sí, sale, y el fin es de verdad, y luego ya veremos que hacemos con eso y si alguien quiere publicárnoslo, eso es otra historia. Sí, a todos nos pasa: el que lo probó lo sabe.

 

7.

Por eso el lector cómplice debe penetrar en la novela como un explorador y debe tener el oído muy fino para captar todas las resonancias que ha dejado el fragor de la lucha con el ángel. Ocurre en todos los casos, por supuesto. Hasta el microrrelato más breve, hasta un haiku pueden tener elaboraciones tortuosas, ser endémicamente inconclusos. Pero es en las novelas, en algunas novelas, donde se puede saborear con más facilidad el sudor derramado por los púgiles en su combate all night long.  Novelas: es decir, en algunos de esos escritos que, a falta de mejor nombre y llevados por un afán clasificatorio que es esencialmente comercial, denominamos novelas, una vez que entendimos, allá por los inicios del siglo XX, que la novela era cualquier cosa, es decir, que lo era todo, es decir, que no era nada.

 

8.

Estoy escribiendo una novela. Es decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo uno de esos engendros más o menos teratológicos a los que me acabo de referir. Es decir, no estoy escribiendo una novela, estoy escribiendo muchas, como llevo décadas escribiendo muchas novelas, mutuamente contradictorias entre sí, pero también caníbales que acaban devorándose, obras de complejidades extradimensionales y curiosamente vacías de todo contenido reconocible, o al menos resumible (no me pregunten sobre qué escribo: cuando alguien lo hace es patético verme balbucear). Pero, vaya, digamos que sí, que ahora, por el momento, es decir, a 23 de junio de 2025, a cincuenta años exactos del aciago día en que la última pieza del puzzle no tuvo la forma que debía y todo, pues, se vino al traste, estoy escribiendo una novela. O, para ser más exactos, hoy, Bartlebooth’s Day, estoy escribiendo en el blog que estoy escribiendo una novela, sobre todo para obligarme a escribirla, para darle carta de naturaleza con esta declaración tan formal, abocándome así a un emplazamiento que se hará más y más difícil de cumplir y que producirá una angustia cada vez mayor, especialmente cuando se vea agravado por las preguntas de "¿cómo va tu novela?". Pero es algo que deseo hacer, es algo que necesito hacer, o por lo menos intentar, es algo que me prometí a mí mismo hacer, ahora que tengo tiempo, justamente porque ya no hay tiempo, porque no cabe descuidarse, y hay cosas que sólo se pueden contar en una novela, es decir, en uno de esas objetos que llamamos novela y nadie sabe muy bien lo que son.

 

9.

Siempre fui un escritor de formas breves. Algo lógico, puesto que mi dedicación a la escritura siempre fue, además de clandestina, más bien montaraz, esporádica, deslavazada e inconstante, por más que también fuera de una intensidad casi religiosa y de una ambición exorbitante. Durante muchos, muchos años, fui poeta. Era raro que recurriera a la prosa, y cuando lo hacía básicamente seguía componiendo poemas, poemas en prosa. Sí hubo, desde siempre, ideas para novelas, y algunos relatos (hablo de la adolescencia, remotísima), pero sólo mucho después, y un poco azarosamente, intenté la narrativa. Significativamente, mis primeros éxitos se produjeron, ya lo he contado por aquí, dentro, una vez más, del territorio de las formas breves: microrrelatos y relatos, en general de poca extensión, no demasiado narrativos, sin tramas complejas, sin personajes realistas (qué poco me ha interesado siempre el realismo). Poco a poco, y de nuevo no fue algo buscado, ni es algo tan completamente cierto, fui dejando de ser poeta, o al menos de escribir poemas comme il faut, me fui yendo más y más a géneros híbridos (soy un hombre de mi tiempo, cabría decir, o a lo mejor soy un mal artesano y he procurado inventar un arte otro en el que me manejo, puesto que defino las reglas), como los que empleo aquí, en el blog, sin ir más lejos.

 

10.

Así, sólo he escrito una novela. Tampoco se puede decir que se me diera mal: me puse a ello, me la pensé durante dos años, nunca fue una novela, sólo lo fue siendo cuando me di cuenta de que la única caja en la que cabía era ésa, etiquetada como Otros, que acaba siendo llamada novela, ya saben, a falta de mejor nombre. Cuando me puse a escribirla en serio, me la ventilé en poco tiempo (el verbo es apropiado, porque acabé escribiéndola poco menos que a manotazos, imbuido de un fervor y una potencia creadora completamente inesperados en unos meses del verano y el otoño de 2015), la presenté a un concurso, lo gané y me la publicaron. Hice una presentación en una librería, firmé libros en la Feria del Libro, mi amigo Luis de Dios tuvo el maravilloso gesto de mantener el libro en la mesa de novedades de La Central de Madrid durante muchas semanas. Es decir, todo lo que cabe esperar del hecho de haber escrito una novela. No vendí casi nada, salvo a cuanto amigo y familiar pude extorsionar, pero eso nos pasa a todos, incluso a los autores consagrados. Estuve muy orgulloso, también me dio mucha vergüenza, mucho pudor. Luego pasaron los años y aquello me parece ya tan lejano como los premios de poesía que me daban en el colegio. Todo es parecido: el tiempo se pasa tan rápido. De hecho, es imposible para mí aceptar que ya ha pasado otro año y no he vendido una escoba. Así pues, el otro día, hace algunas semanas, en la ducha (que es un sitio donde se me ocurren muchas cosas literarias) me dije: Agus, elige una de las infinitas novelas en ciernes que tienes, y haz algo que, por si no te habías dado cuenta, es necesario para que exista: escribe. Dije: escribe, carajo, para ser exactos. Pero da igual, porque aún no estoy tan mal como para hablarme en voz alta, ni siquiera en la ducha. Mi monólogo interior es en silencio, muy discreto.

 

11.

Y entonces me investí con las sagradas vestiduras del constructor de puzzles, y empecé a reunir fragmentos y fragmentos que había ido anotando durante eones en mis asendereadas libretas. Si abren una de ellas verán líneas que se suceden pulcramente, sin indicación ninguna de a qué vienen, a qué proyecto pertenecen, si son impresiones personales, anotaciones de diario o agenda (las menos), pasajes textuales usables para algún relato, aforismos o simples ocurrencias más o menos automáticas. Es decir, la legibilidad extrema que proporciona mi cuidada caligrafía es sólo el reflejo obscuro de la verdadera naturaleza ilegible de esos escritos: son el magma. Sólo hay, pues, un lector posible para esa amalgama, y soy yo, que, por definición, soy finito, y a lo peor estoy dando las boqueadas, así que es imperioso insistir en la nunca abandonada pero sisífea tarea de la transcripción y la distribución en carpetas de ordenador, de naturaleza igualmente intrincada, pero más cercanas a un verdadero uso en tareas de más largo alcance, como por ejemplo, escribir una novela.

 

12.

El inconfesado, o no tanto, porque, como se puede suponer, en mi monólogo interior no tengo secretos para mí mismo (bueno, quizá sí), propósito de esta transcripción, que ha de ser concienzuda hasta lo obsesivo, para no dejar fuera ni una miguita de las que pueden resultar, a la larga, claves para el retorno a casa de Pulgarcito, el inconfesado propósito (me pongo hipotáctico, y eso, ya lo saben, es porque empiezo a sobreexcitarme en esta escritura a tumba abierta, sin guion y, ella sí, lineal desde el capítulo 1 al capítulo un millón, que practico en el blog), el inconfesado propósito (arranquemos de una buena vez) es comprobar si, por azar, en ese maremágnum de mis notas (que obedecen, o eso dicen ellas, a una lúcida búsqueda ininterrumpida en el proceloso territorio de lo todavía no escrito para seleccionar las perlas que constituirán el collar de la obra) estuviera ya escrita la novela. Es decir, que, como en los sueños, cuando fuera hojeando todo ese material (con su carácter, por tanto, matérico, apto para la edificación de sólidas estructuras) me diera cuenta de que mi labor simplemente era hacer el puzzle, coger de aquí, añadir de allá, dar algún pespunte y, un poco de la noche a la mañana, revestir el esqueleto que había ido perfilando en el otro montón de notas paralelo, que se ocupa de número de capítulos, título de los mismos, estructuras, superestructuras, infraestructuras, armazones y miriñaques, todo bien asentado en el vacío, es decir, flotando, y todo bien desprovisto de relleno.

 

13.

Pero no, claro, la novela no está ahí, como no lo han estado algunas otras que en los años anteriores llegaron al estatus de prenovela, es decir, al estatus de páginas y páginas de fragmentos inconexos con un vago aire de familia que uno va colocando como bolitas espejadas en las ramas de un árbol de Navidad progresivamente peor equilibrado y pronto al derrumbe, ya a principios de diciembre. Estoy exagerando, claro: hay muchas cosas, hay decenas y decenas de notas, hay un cierto plan que va madurando (en algunos casos hasta ponerse pocho y tener que ser arrojado sin más miramientos al cubo de la basura), hay una novela posible. Pero hay que escribirla, casi nada de lo ya escrito sirve en realidad. Es decir, sí sirve, pero no para ser verdaderamente el texto que acabará de verdad siendo la novela. Sirve como sirven los bocetos o los croquis, como sirven los montones de arcilla. Así pues, manos a la obra. En ello estamos. A trompicones.

 

14.

Es muy interesante, de todos modos, este estado, que no cabe llamar en realidad de gestación, pues se supone que justamente la gestación es lo que ha venido teniendo lugar los meses y años anteriores, y esto sería el parto. Pero es un parto larguísimo, extremadamente no lineal, lleno de idas y vueltas, próximo siempre al aborto, con riesgo evidente de malformaciones que hagan inviable a la criatura, con la necesidad de seguir gestando mientras no se deja de parir, o de decidir entre siameses, gemelos multivitelinos, algún alien que se nos ha colado no se sabe cómo en la matriz, en fin, ya se hacen una idea, no se trata tampoco de ponernos tan obstétricos. Es muy interesante, sí, incluso apasionante. Como no soy novelista, y la novela que escribí una vez tampoco era una novela, del mismo modo que ésta tampoco va a serlo, no tengo metodología alguna. Intento remedar la que, intuitivamente, fui pergeñando hace una década con Morgana en Duino. Allí partí igualmente de un mar de fragmentos que acabaron más o menos acercándose a su imán. Ahora quiero ser un poco más sistemático, no dejarme llevar tanto por las digresiones, darle un aire más apolíneo (por usar un adjetivo profundamente inapropiado). No me saldrá, no me sale. Pero me lo estoy pasando en grande. Es decir, me lo estoy pasando en grande salvo cuando sufro como un perro, que es a menudo.

 

15.

Como no soy un novelista, y tampoco tengo en realidad muchas historias que contar, y tampoco me han pasado en la vida sucesos de ésos que sirven para hacer relatos apasionantes, y como sobre todo he leído y leo vorazmente, y muy pocas veces a novelistas más o menos convencionales, pues me gustan ante todo los textos embrollados, inclasificables, arriesgados, textos en los que a menudo se ven las costuras (me encanta cuando eso pasa), como, por otro lado, tampoco soy capaz de crear nada que esté muy alejado del ensayo, del recurso continuo a citas de autores, a historias que les pertenecen a ellos, o sea, lo que hago aquí, en el blog, que es, al fin y al cabo, mi cuaderno de trabajo, como me pasa todo eso, para poder escribir, lo que hago es leer, leer incluso más y con mayor intensidad de lo habitual. Lo cual, claro, es paradójico, porque leer lleva tiempo y en ese tiempo no escribo, pero lo cierto es que ya he dicho que yo no sirvo para escribir con sistema, para sentarme y decir: “por dónde íbamos”. Toda mi escritura se basa en la inspiración, sea eso lo que sea, todo gira en torno al hallazgo, a la aparición de imágenes, de flores raras. El cemento para que esos ladrillos multicolores y de formas caprichosas permitan construir, siquiera un cobertizo, las frases más o menos anodinas pero necesarias desde el punto de vista técnico, me aburren soberanamente, me desmotivan, me parecen trabajo y no recreo o juego o magia o misterio, que es a lo que yo he venido a la literatura.

 

16.

Pero, bueno, ahí ando, más o menos encarrilándome, viendo cómo crece la criatura. La he alimentado de momento con Lorca, Cernuda o Kafka (lean las últimas entradas del blog, son por eso), que son, por supuesto, autores míos, que he leído muchas veces y ahora releo a propósito. Como estoy en modo antena los acercamientos a mi biblioteca son especialmente decisivos. Por algún motivo, he recaído (un verbo apropiado, por el carácter patológico de esa prosa excelsa) en Thomas Bernhard, que fue un autor que me deslumbró en la veintena, y al que devoré en pocos años, para luego alejarme considerablemente. Es curioso pensar que el Agus de entonces, que no manejaba demasiado dinero (estaba empezando mi carrera docente) y que compraba tantos libros como podía, pero tenía tantos y tantos autores aún por explorar, invirtió muchas pesetas en el atrabiliario austriaco, en ediciones de la colección Alianza Tres, que tanto me gustaba, o Alfaguara, libros que ahora he vuelto a recorrer de modo casi maniaco. Ya dije un día por aquí que habría que reconstruir la cronología de la educación literaria, estableciendo los diferentes periodos con técnicas estratigráficas, para entender cómo hemos llegado hasta aquí. Calzarme los guantes de boxeo para reemprender el combate con Bernhard es un síntoma de mi elevada confianza en un periodo tan propicio a la zozobra. Una buena señal.

 

17.

Uno de los leitmotive de Bernhard, autor que vuelve una y otra vez a los mismos territorios, es la imposibilidad de la obra. Los personajes, encerrados en un bucle infinito de pesimismo, aquejados de una sensibilidad mórbida, sometidos a circunstancias extenuantes, giran y giran en torno a un vórtice en el que se encuentra su única posibilidad de salvación (es un decir, en el mundo bernhardiano no hay salvación posible para nadie): la Obra. Puede ser un estudio sobre El oído, como en La calera, que he releído estos días, más de treinta años después de la primera vez, y que es uno de los textos más crueles (y eso es mucho decir) del autor austriaco. Un estudio que lleva a la destrucción del protagonista y de su torturada esposa. Un estudio que, según nos insiste el narrador, su autor, Konrad, tiene completo en la cabeza y, por lo tanto, apenas precisa de un vertido, de un volcarse en una redacción infinitamente preterida y que, por supuesto no se realizará. Corrección, para mí la obra maestra de Bernhard, la primera que leí de él (con los ojos como platos) y a la que sí he ido volviendo a menudo, plantea esa misma imposibilidad, pero en una versión todavía más desoladora: la obra, inabordable desde su mera concepción, a la que hay que dedicarse arduamente, contra todo pronóstico es completada, y es justamente esa conclusión la que resulta funesta. El inconcebible cono, que ha de ser edificado en el centro exacto del bosque, como ofrenda a la Hermana, produce la muerte de ésta y el inevitable final de su autor.

 

18.

Hay otras muchas obras de Bernhard, más allá de esas dos cumbres, en las que la procrastinación del artista, la simultánea conciencia de la necesidad de ejecutar la obra y de la imposibilidad de hacerlo, es la clave de la trama. Hormigón, por ejemplo, es otra. Aquí se trata de un musicólogo que intenta escribir una monografía definitiva sobre su compositor favorito, Mendelssohn-Bartholdy. La Hermana, ahora, es una de las causas aducidas para el retraso asintótico que le impide, no ya terminar el estudio, sino simplemente encontrar la primera frase. ¿Cómo concluir lo que no se puede empezar? He dado muchas vueltas estos días en busca de la primera frase, y seguiré dándolas. De nuevo, hay una idea, en el fondo tan ingenua, de que una gravitación irá atrayendo las sucesivas frases a ese pilar inicial de la primera. No hay garantía de esto. Los personajes de Bernhard son pesimistas. Sin embargo, lo cierto es que Bernhard escribió, escribió mucho, concluyó una obra vasta a pesar de su temprana muerte. Una obra impresionante.

 

19.

He estado también con Imre Kertész, especialmente con Liquidación, en la que justamente la búsqueda de la obra perdida, acaso inexistente, lleva a la ejecución de la obra. A mí me pasa algo parecido: hay un libro que me gustaría que hubiera sido escrito y lo busco en todas mis lecturas. Al final me resigno y me digo: tengo que escribirlo yo. Pero lo que sale no se parece a lo que tenía que haber salido. Y ahí que va Sísifo pendiente abajo a volver a cargar con la roca. Feliz, como yo, es decir, agobiado, avejentado, desalentado, pesimista, especialmente apabullado por la deriva de lo que se sigue llamando, absurdamente visto lo visto, política internacional, pero feliz de volver a subir pensando en el siguiente capítulo. He retomado a algunos otros pesimistas, o lúcidos: Di Benedetto, que cada vez me gusta más, Kobo Abe, Hofmannsthal (esta entrada iba a empezar con un análisis de ese increíble documento que es la Carta de Lord Chandos, y luego iba a invitar a Bartleby, pero al final he optado por esta vía, así que esa otra entrada seguirá existiendo en el mundo de las potencialidades, como mi novela). Hoy, Perec, por la fecha, y porque andaba un poco bajo de moral y estancado en el libro, y sabía que la lectura del gran Georges me iba a poner las pilas, como así ha sido. Una prueba de ello es esta entrada, desbloqueada, que me estaba costando afrontar y que me viene muy bien para desentumecer los dedos.

 

20.

De entre las pocas cosas que he escrito estos días (ésta, ayer concretamente) que no está conectada con el proyecto de novela (ésa es una de las cosas malas: si quiero ser constante y metódico me tengo que concentrar en ello, y se me escapan posibilidades creativas por el camino), voy a seleccionar este texto que les coloco aquí y que creo que resume bien toda este, más bien caótico, desahogo que empezó con los puzzles. Es, como todo lo que escribo, sólo un esbozo, que merecería un mayor desarrollo y algún pulido, pero me apetece compartirlo.

Un Doctor Frankenstein que dispone de cadáveres perfectamente viables, pero que decide no utilizarlos en sus experimentos de reviviscencia, sino que procede a diseccionarlos minuciosamente, para luego combinar los miembros de una manera caprichosa y burda, generando nuevos cuerpos híbridos, en los que las costuras son perfectamente visibles ―y que en principio resultan muy inferiores a los cuerpos originales que tenía a su disposición―, que procede entonces, exitosamente, a reanimar, generando así una prole de monstruos deformes y contrahechos que se pasean dando tumbos por el laboratorio y que, incapaces de toda locución inteligible, se limitan a mirar con una mezcla de odio y perplejidad a su Criador. Interpelado el Doctor por sus estudiantes sobre este comportamiento aparentemente paradójico, él responde impertérrito: “Señores, su planteamiento es erróneo. El objetivo del experimento nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el perfeccionamiento en el arte del ensamblaje”.

El objetivo de este blog nunca fue la resurrección de la carne muerta, sino el perfeccionamiento en el arte del ensamblaje. Y, como hay confianza, y esto es un cuaderno de trabajo, en el que anoto los resultados de los experimentos, les diré que, torpe como soy en la sutura y el serrado, soy a cambio un avezado componedor de monstruos, y espero contar con su benévola acogida si un día produzco uno lo suficientemente bien (es decir, mal) acabado como para arrojarlo al mundo.

domingo, 8 de junio de 2025

El Gran Teatro

 


Verflucht sei wer uns nicht glaubt! Auf nach Clayton!

FRANZ KAFKA, Der Verschollene

 

1.

El 11 de noviembre de 1912, Franz Kafka le escribe a Felice Bauer:

Para que se haga usted una idea provisional, la narración que escribo, concebida para extenderse hasta el infinito, se titula El desaparecido y transcurre única y exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica.

Esa narración acabaría siendo la que, mucho tiempo después, en 1927, ya póstumamente, fue publicada por Max Brod con el título, de su personal autoría (como de costumbre), de Amerika. A partir de 1983, con la edición crítica de las obras del checo, se instauró de forma definitiva el título que Kafka eligió en su momento, El desaparecido. El término alemán es Verschollene y tiene una serie de connotaciones que sugieren una especie de desvanecerse, disolverse en el aire, como la partenaire del mago en el escenario. Desaparecido en castellano sugiere además, tristemente, otras resonancias, que llevan a abusos gubernamentales, detenciones ilegales, torturas y cadáveres nunca recuperados. En todo caso, la novela, como todas las de Kafka, quedó inconclusa y no sabemos en realidad qué hubiera acabado pasando con su protagonista, el joven Karl Rossmann.

 

2.

En los últimos meses de 1912 la actividad literaria y la productividad de Kafka, sin duda acicateado por el inicio de su relación epistolar con la berlinesa Felice (que luego acabaría derivando, como es sabido, en una tortuosa aventura sentimental de la que da buena cuenta el apasionante y por momentos profundamente doloroso epistolario que se conserva), es excepcional. Al estallido de La condena sucede una dedicación febril (Max Brod habla de éxtasis literario) al proyecto de la novela americana, que se solaparía con la redacción de nada menos que La transformación (este título ha acabado siendo también preferido, pues reproduce mejor el original, Die Verwandlung que La metamorfosis). En esa misma carta del 11 de noviembre Franz le enumera a Felice los capítulos que ya tiene terminados o casi de El desaparecido, que son los que constituyen el grueso de lo que se ha conservado de la novela:

Por el momento hay cinco capítulos acabados y el sexto lo está casi. Los capítulos se titulan: I. El fogonero; II. El tío; III. Una casa de campo junto a Nueva York; IV. La marcha hacia Ramses; V. En el Hotel Occidental; VI. El caso de Robinson. Nombro estos títulos como si permitieran imaginarse algo, lo cual no es así, claro está, pero me gustaría que quedaran bajo su custodia, mientras sea posible.

 

3.

Las siguientes palabras de la carta revelan la importancia que concedía Franz a la que sería su primera novela, después de haberse mantenido exclusivamente en el ámbito de las composiciones breves:

Es el primer trabajo más o menos grande en el que me siento cómodo desde hace un mes y medio, después de quince años de esfuerzo a veces desesperado. Es preciso que termine, y seguramente usted piensa lo mismo, así que, con su bendición, encauzaré el escaso tiempo que me cabe emplear en cartas imprecisas, terriblemente llenas de lagunas, imprudentes y peligrosas, dirigidas a usted, hacia este trabajo en el que todo, al menos hasta ahora, venga de donde venga, me ha tranquilizado y ha tomado el camino correcto.

Aparte del coqueteo (Kafka coquetea continuamente usando su literatura, aunque lo haga, como todo lo demás, muy a su manera) que supone la falsa amenaza de dejar a escribir a Felice, justo ahora que están empezando (sólo la ha visto una vez y en casa de Max Brod, en compañía de mucha otra gente, y pasará mucho tiempo hasta que se encuentren de nuevo), amenaza que no se cumplirá, pues justamente en este periodo inicial Kafka inunda de cartas a Felice, es obvio que está intentando transmitir el entusiasmo que le produce el desarrollo de un proyecto que es el más ambicioso que ha abordado hasta el momento. Sin embargo, ese entusiasmo durará poco. En enero de 1913, es decir, en seguida, Kafka abandona El desaparecido, y no lo retomará más que muy brevemente un año y pico después, ya veremos de qué modo. Queridísima señorita, no sé cuanto daría ahora por lanzar una mirada a sus ojos es la frase que cierra el párrafo. Sí, esa mirada.

 

4.

El primer capítulo de El desaparecido, bajo el título de El fogonero. Un fragmento, que muestra claramente su adscripción a una entidad narrativa de mayor rango, se publicó en mayo de 1913 en la editorial de Kurt Wolff en Leipzig, dentro de la colección Der Jüngste Tag, donde ya había aparecido La transformación. El nombre de la colección es significativo: Der Jüngste Tag, que admitiría una traducción literal de El día más joven (y el juego de palabras también seguramente está implícito, pues se trata de publicaciones de jóvenes autores) debe traducirse como El juicio final, el último día en la tradición apocalíptica cristiana. No cabe olvidar, por otro lado, que la formación de Kafka era jurídica, y que su primer relato de envergadura, más allá de otras piezas breves anteriores, se tituló Das Urteil, la condena. Esto acabará siendo importante también para los últimos fragmentos de El desaparecido, como veremos.

 

5.

Esos últimos fragmentos se redactaron, al parecer, ya en 1914, en otro clima muy diferente para Kafka, tras el incidente de la estruendosa primera ruptura del noviazgo con Felice, que el checo denominó el tribunal en Berlín y que, como bien analizó Canetti, está en el origen de El proceso. Coincidiendo con el comienzo del trabajo en esta su segunda novela, Kafka volvió sobre el abandonado proyecto del Desaparecido y añadió algunos episodios, sin título (aunque Max Brod se los colocó, claro), cuya continuidad con el corpus más o menos compacto de los seis capítulos redactados en 1912 no es tan obvia. Es ahí donde nos encontramos con uno de los fragmentos más misteriosos y kafkianos de Kafka, una de las decantaciones más sorprendentes y plenas de sugerencias de su arte del deslizamiento, el texto que constituye el objeto principal de esta entrada.

 

6.

Para entender el alcance de ese episodio hemos de resumir muy brevemente el contenido de El desaparecido. Karl Rossmann es un adolescente alemán que ha tenido que abandonar la casa de su burguesa familia después de haber dejado embarazada a una criada. Se embarca hacia los Estados Unidos, que en ese momento (comienzo del siglo XX), es la tierra de promisión por excelencia, el paraíso de las oportunidades laborales y el territorio que permite cualquier desarrollo personal para todo tipo de gentes. O ésa es al menos la propaganda, la mitología. Una vez en Amerika, no obstante, las peripecias de Karl se van haciendo más enrevesadas, y sus ascensos y descensos en la escala social son vertiginosos. Todo, en esa narrativa del deslizamiento a la que me refería: un pequeño acontecimiento, un detalle inesperado y nimio, hace girar todo el relato, convierte un trayecto lineal por un espacio diáfano en un tortuoso y asfixiante deambular en un laberinto que, por demás, tiene paredes gaseosas y continuamente mutables, y es por ello de imposible modelización. El mundo de Kafka, claro: barcos, hoteles, mansiones, empresas desmesuradamente grandes, llenos de pasillos, escaleras, cuartos y recovecos inasequibles a cualquier cartografía, relaciones humanas de una complejidad y sutilidad incomprensibles para un protagonista pleno de vigor y capaz de aceptar cualquier revés sin perder su energía, pero evidentemente desorientado en una especie de planeta extraño para él.

 

7.

Así, el encuentro con el fogonero en el momento del desembarco a la llegada a Nueva York, cuando Karl se da cuenta de que ha olvidado su paraguas (!) y se lanza a buscarlo a contracorriente de la multitud que abarrota las rampas hacia el puerto, lleva a la aparición, como deus ex machina, de su tío, un emigrante que le precedió y que se ha convertido en alguien inmensamente rico y hasta senador, que acoge a su sobrino, pero que lo repudia un par de capítulos más adelante por un desaire tan complicado de desentrañar para Karl como para nosotros. Robinson y Delamarche, dos pícaros que empiezan por robar a Rossmann, se convierten luego en sus inseparables y estrafalarios compañeros de fatigas. Karl consigue un puesto de ascensorista en el inabarcable Hotel Occidental, en la ciudad inventada de Ramses. Acaba convirtiéndose luego en sirviente de la obesa Brunilda, cantante de ópera venida a menos, y aparentemente, a tenor de los fragmentos desconectados del final, termina por entrar en contacto con el hampa cuando se convierte en una especie de botones de burdel. El desarrollo de la trama es trepidante y cada situación sucede a la otra con la lógica absurda y también incontestable de los sueños. Y, como Franz avisa a Felice en su carta, aparentemente esto debía seguir transcurriendo así, como una especie de novela bizantina de principios del siglo XX en la Metrópolis que identificaba el futuro y el triunfo de la tecnología, hasta el infinito.

 

8.

Por supuesto, Kafka nunca ha estado ni nunca estará en Amerika. Lo que conoce de los Estados Unidos, más allá de algún testimonio personal de gente que ha estado allí, se basa sobre todo en películas y libros. Hay uno muy concreto que ostenta el título de Amerika heute und morgen: Reiseerlebnisse, es decir: América, hoy y mañana. Experiencias de viaje, cuyo autor es Arthur Holitscher, que se ha probado que resultó decisivo para la caracterización digamos imaginal (el libro contiene ilustraciones que influyeron mucho a Kafka para su relato) de esa especie de territorio mágico que serían unos Estados Unidos en el momento de su más espectacular aparición como potencia económica y política (la cercana Gran Guerra les convertiría también en un actor fundamental en el terreno militar), pero aún muy remotos, para los medios de transporte de la época, e inimaginablemente extensos. Así, la América de Kafka es un territorio ficticio, en el que poder dar rienda suelta a su peculiar fantasía, sin tener que, obviamente, preocuparse por realizar una crónica fidedigna.

 

9.

Llegamos así por fin al último de los fragmentos de El desaparecido (deberíamos decir el penúltimo, pues hay otro muy breve, ligeramente posterior, del que nos ocuparemos al final), que fue publicado como un capítulo más de Amerika por Brod bajo el título de Das Naturtheater von Oklahoma, es decir, el Teatro Natural (o el Teatro de la Naturaleza) de Oklahoma. Por supuesto, el título es de su cosecha, y por ello arbitrario. Primero, el fragmento no tiene título alguno. Luego, aunque se habla profusamente de un Theater, en ningún momento se emplea para él el calificativo de Natur, a lo sumo se habla del Gran Teatro. Y… el teatro no es de Oklahoma, sino de Oklahama, con una a que es decisiva, y que en última instancia es el motivo por el que estoy escribiendo esta entrada.

 

10.

Oklahoma, tras un siglo de westerns y hasta algún musical, es un nombre tan familiar para nosotros como cualquiera de los de nuestra geografía. Lo asociamos a granjeros, o caravanas que van hacia el Oeste, a vastas extensiones despobladas, nos hace gracia su sonoridad, sólo a ratos recordamos que muchos de los topónimos de los USA provienen de los nativos americanos que fueron sistemáticamente exterminados y arrojados de sus poblaciones originales. Oklahoma para Kafka y para un lector promedio del Imperio Austrohúngaro en los comienzos de la segunda década del siglo XX sería sin duda un nombre mucho más exótico. Por ello, no cabría descartar que Kafka cometiera un error al transcribir ese nombre, que por supuesto, no corresponde en realidad al de ningún territorio existente, sino que en la dinámica del fragmento se plantea como una especie de tierra de Canaán, muy lejana, donde, al menos aparentemente, los deseos del protagonista (un trabajo estable y bien remunerado, unas condiciones de vida dignas, la integración en la comunidad) iban a alcanzarse. Así, la a de Oklahoma y el nacimiento del lugar-llamado-Oklahama podría plantearse como un mero azar, cuando no como una de esos “descuidos” del escritor sobre los que se lanzan los editores y los correctores de pruebas con saña digna de mejor causa… Pero no.

 

11.

No, porque la a de Oklahama se repite una y otra vez en el manuscrito de Kafka. Es el nombre elegido para ese territorio soñado. Sistemática y tristemente, no obstante, en prácticamente todas las ediciones de El desaparecido (muchas de las cuales, ay, siguen llamándose América) el encargado (me lo imagino con un lápiz en la oreja que acerca a su lengua antes de trazar, con un ojo medio guiñado, el tachón sobre la galerada) se toma la libertad de restituir (no sea que un tropel de granjeros cabreados asalte la editorial) el sagrado nombre del estado nº 46 de la Unión. Pero no: no se puede hacer eso. No se puede incluso si Kafka estaba equivocado. Se puede anotar esa supuesta equivocación. Si se opta por cambiar de vocal, se tiene al menos que señalar en una nota a pie de página esa alteración. De lo contrario, es como si un brillante funcionario de la corrección ortográfica decidiera que la letra K no es propia del castellano (véase güisqui)  y que por lo tanto Josef K. (ah, yo que tanto fui Josef K.) pasara a llamarse José C. (o Pepe Q. o vaya usted a saber, y lo cierto es que prácticas de ese tipo, que acababan en la invención de constructos como Guillermo Shakespeare o Carlos Dickens eran bien habituales hace algunas décadas). Kafka (ya saben, el señor Paco Grajo, pues kavka es grajo en checo, ya hablamos de esto hace unos meses) se obstinó en añadir la tercera a a las otras dos que ya tiene Oklahoma. Sería por algo…

 

12.

De entrada, y por decir una obviedad, Oklahama no es, no puede ser, el mismo sitio que Oklahoma. Lo primero, porque es un topónimo que es aplicable a un lugar puramente ficticio, un lugar que, de hecho, nunca es alcanzado por nuestro protagonista, un lugar que está en la lejanía, en la remota lejanía. Así, de igual manera que la existencia de un pueblo llamado Comala en algún lugar de México no implica que el Comala de Rulfo (que al principio, por ejemplo, fue Tuxcacuesco, un lugar que existe) sea ese sitio. Y, ya que estamos, obsérvese que Oklahama puede, si nos ponemos anagramáticos resultar en un Ah, Komala, una Comala kafkiana con K. Por otro lado, se me hace cuesta arriba pensar que Kafka no hubiera accedido siquiera a un mapa de esos Estados Unidos aún en proceso de formación (1907 es el año de la incorporación de Oklahoma a ese imperio del Go west!). En última instancia, él no editó Der Verschollene, ni Amerika, pues lo que él hizo es pedir, si creemos el relato de Brod, su albacea, que todo eso se quemase. Así que, sólo por esas razones, el lugar donde se ubica el Gran Teatro al que Rossmann aspira a pertenecer es, debe ser… Oklahama.

 

13.

Pero es que hay algo más, algo muy importante que hace girar nuestra historia. Antes mencionamos el libro de Holitscher del que, de manera muy evidente, Kafka toma elementos para la construcción de su América particular. Como también dijimos, ese libro incluía una serie de fotografías, si no me equivoco a cargo del propio explorador Holitscher, que ilustraban diferentes aspectos de la vida en el nuevo continente. De todas ellas hay una que se ha hecho famosa, por su crudeza, y por el acto terrible que representa. Está incluida en el capítulo dedicado a Der Neger, el Negro y se puede ver en ella a un conjunto de sonrientes granjeros, todos de raza caucásica, por utilizar el eufemismo al uso, y a otros dos miembros de otra raza, dos personas de color, dos personas a las que esos honrados granjeros del Midwest se habrían referido utilizando la nefanda N-word. Esos dos negros no forman parte del alegre grupo, no comparten espacio con los festejantes. No están siquiera en el mismo suelo, por la sencilla razón de que cuelgan de sendas sogas, en las que sus cuerpos, si el estatismo de la foto permitiera la realización de un anacrónico gif, se verían balanceándose. En resumen, es la foto de un linchamiento, un género muy popular en la fotografía de los finales del siglo XIX y los principios del XX, época dorada para esa práctica de justicia popular (ejem…) que recibió el nombre de Ley de Lynch.

 

14.

Pues bien: en el pie de foto de ese horror hay una errata. O, de nuevo (pero no se trata de escalar el debate, que se haría interminable) acaso Holitscher simplemente transcribió mal el nombre del lugar, acaso la ortografía de la transcripción de un topónimo de origen alejado del inglés fuera inestable: lo cierto es que ese pie de foto indica que lo que se ve allí, haciendo un evidente uso del sarcasmo es un Idyll aus Oklahama, un idilio de Oklahama, con a, una escena campestre en una Arcadia en la que, cuando la cosa apetece, se cuelga a uno o más seres humanos por las buenas. Parece indudable que de ahí tomó Kafka el nombre del lugar lejano, suposición que puede apoyarse en el hecho de que también otras fotografías del mismo libro, como una que muestra el palco del Presidente de los EE.UU. en un teatro, aparecen citadas de algún modo en el fragmento sobre el Gran Teatro.

 


15.

Pero aún hay más. Sin entrar en los muy jugosos detalles del texto del fragmento, cuya lectura recomiendo vivamente (puede hacerse bastante bien incluso ignorando el resto de El desaparecido, como si fuera un relato independiente, aunque esto, claro, no sea lo más deseable), Karl se ve envuelto en una de esas pesadillas emergentes de la escritura kafkiana, en la que, atraído por un elocuente y hasta estridente cartel, se desplaza hacia el Hipódromo de Clayton (de nuevo, un nombre común para muchos pueblos de USA, pero en este caso haciendo referencia a un lugar estrictamente ficticio), a donde llega en metro. Hipódromo remite inevitablemente a Bizancio, y las dimensiones de éste, como no puede ser menos, son de nuevo desmesuradas. Ahí es donde se hace el reclutamiento para el Teatro de Oklahama. Todo el mundo es bienvenido, la empresa es de una vastedad tal que tiene capacidad para proporcionar empleo a todos los solicitantes, independientemente de su origen, cualificación o aspiraciones. Rossmann se adentra en el laberinto burocrático en que inevitablemente se convierte toda aventura en el país de Kafka. Finalmente, y contra toda lógica (o a favor de la lógica de los sueños, que es donde estamos), es contratado. Sin que quede muy claro tampoco por qué, no se anima a proporcionar su verdadero nombre al escribiente que está incluyéndolo en la lista de los elegidos y, a cambio, dice llamarse Negro, para la incredulidad del reclutador. Como Negro (tal cual, usando ese término que procede del castellano, pero se incorpora al inglés para indicar, no ya a una persona de raza negra, sino a una persona con la que se está comerciando como esclavo) queda, pues, incorporado a esa entidad que parece equivaler al propio Universo, exactamente como ocurre con el Congreso del Mundo de Borges (Alberto Manguel en una publicación reciente relaciona ambos objetos conjeturales), y entonces marcha hacia la remota Oklahama en un propiamente último fragmento que describe un interminable viaje en tren por un peculiar paisaje.

 

16.

Rossmann, pues, se identifica con la minoría oprimida, con la que es objeto de linchamiento. Negro y Oklahama resuenan entre sí. Por eso es un crimen corregir (no hay corrección, sino todo lo contrario) el supuesto error. Incluso, hoy en día, en ediciones en alemán (no hablemos de las que hay en castellano) eso se hace impunemente. La excepción, de entre las que conozco, es la publicada por Fischer a partir del manuscrito original. Allí, religiosamente, cada vez que se habla del Teatro se dice que es el de Oklahama, ese país de los sueños que está empezando a resultar siniestro. Si alguien se llama Negro y va a Oklahama, puede tal vez encontrarse con una escena idílica como la del libro de Holitscher.

 

17.

Y esto es muy importante, porque, además, muchísimos críticos y comentadores se han empeñado en repetir que el pasaje del Teatro Natural (ya sé que Kafka nunca lo dijo, pero en este caso hay que reconocerle a Brod que ese epíteto condice bien con la grandeza cósmica de la entidad que quiere denominar) es esperanzador, que Kafka en este supuesto final apunta, por una vez, a la posibilidad de que los deseos se cumplan, a diferencia del wie ein Hund de la ejecución de Josef K. en El proceso o al bucle interminable del agrimensor K. en El castillo, por no hablar del cadáver del bicho sucintamente barrido en La transformación. Pero no, claro que no. En una (más bien ignorada, a lo que se ve) entrada de su diario, del 29 de noviembre de 1915, cuando El proceso ya es, Kafka apunta:

Rossmann y K., el inocente y el culpable, a la postre ajusticiados ambos, el inocente con mano más leve, más bien empujado a un lado que derribado a golpes.

Karl Rossmann, nuestro simpático, algo atolondrado, pero pleno en recursos, joven amigo, va a Oklahama a ser ajusticiado, a ser linchado, porque el Teatro Natural es una vasta compañía, tan vasta que incluye a todo el mundo, también a nosotros, que se dedica a representar una sola obra, interminablemente: el Juicio Final. El exterminio entendido como Gesamtkunstwerk. ¿Les suena?

 

18.

Y no será por falta de detalles o guiños. Al acercarse al Hipódromo, sobre un tablado hay un número elevadísimo de pedestales (de altura desigual) donde centenares de mujeres ataviadas como ángeles hacen sonar las trompetas. Las trompetas del Juicio Final. Una de ellas es Fanny, a la que Karl conocía de antes. Ella le explica que las ángelas se van turnando con hombres vestidos de demonios. Cuando Rossmann se anima a entrar va siendo dirigido a sucesivos despachos en función de una clasificación que parece a ratos la de aquella enciclopedia (apócrifa) china que Borges famosamente cita. En esos despachos se le examina. Tienen que sopesarse, como en el pesaje del alma en el Libro de los Muertos egipcio, sus méritos para ser aceptado, para ser incluido en la pizarra en la que se da cuenta de los incorporados a la Compañía. Tras ese paso por el tribunal, es invitado a un gran banquete fúnebre, del que hay que salir a toda prisa para tomar el tren a Oklahama. Nadie lleva equipaje. Negro, ayudando a otro postulante que ha conocido en la cola a arrastrar el carrito de su infante, que lleva en brazos su esposa, accede así a esa barca de Caronte que, como no podía ser menos en el país de la tecnología, es una máquina de vapor.

 

19.

Y, mucho antes de eso, aún en El fogonero, en el mero comienzo de la novela, Karl relata la entrada en el puerto de Nueva York y la impresionante visión de la hercúlea Estatua de la Libertad, que alza su brazo portando en su mano una espada. Una espada, no una antorcha. La Estatua de la Libertad no nos ilumina ni nos acoge, no es una representación de la Ilustración ni de la igualdad de los hombres. Es el querubín con la espada flamígera que guarda las tapias de un jardín del Edén al que nunca regresaremos. Cuando Rossmann llega a América está llegado a los Infiernos o, si somos benévolos, al Purgatorio, y todo lo que le ocurre, a pesar de su inveterada resiliencia, es terrible. Y no es de extrañar, pues, que el final de la novela apunte justamente a Der jüngste Tag, a ese último día en el que todos seremos asignados a nuestro puesto en el Teatro Divino en el que se representa interminablemente el auto sacramental del dolor, la vergüenza y la sumisión. No en vano, el referente remoto de la Vernichtung de los Lager nazis es la propia creación de Yahveh, que nos formó para que muriéramos, que introdujo la muerte en la Creación y decretó que todo lo vivo pereciese. No, no cabe pensar que en el inmenso palco presidencial del Teatro de Oklahama pueda sentarse un anciano benévolo, sino el terrible dios de los ejércitos del Antiguo Testamento.

 

20.

Billie Holiday cantó muchas veces Strange fruit, ese obscurísimo poema que habla de los extraños frutos que cuelgan de los southern trees. Cuerpos negros que se balancean mecidos por la brisa, pastoral scene of the gallant south. Un idilio, en suma. Billie Holiday, que cantaba como una ángela negra, y que tuvo la vida más terrible que imaginarse pueda, no habría sido tan ingenua como Fanny. Los imperios, aunque se presenten en sus vertientes más teatrales, más espectaculares, se basan en la crueldad, en el desprecio, en la violencia. Del Árbol del Bien y del Mal colgaba una extraña fruta, un cuerpo muerto, un linchado: lo que se consumaba allí era la introducción irrevocable de la Muerte. Así los cuervos, primos hermanos de las kavka, tendrían algo que picar. Cuencas de ojos.

 

y 21.

Se quiere leer siempre a Kafka como si hubiera sido omnisciente y profético, como si sus textos contuvieran claves que permitirían comprender el terrible futuro que acechaba ya a Europa en ese siglo cruel que fue el XX. Pero eso lo podemos seguir haciendo. Una sola letra, una a de Angst, sirve también para leer el fragmento del Naturtheater como un anticipo de lo que vivimos en el XXI, un siglo en el que todo parece estar derrumbándose, en el que los linchamientos, los exterminios, las desigualdades, los abusos a las minorías, la arbitrariedad de los dirigentes van a favor de corriente, en el que vuelve a estar de moda ser el sonriente granjero de Oklahama que se hace un selfie sobre un fondo de patíbulos rústicos de los que cuelga el género humano entero. No hay truco. No es necesario suponerle a Kafka clarividencia o convertirlo en una Casandra de la Mitteleuropa. Simplemente, todo es siempre así. La constante que nunca desaparece de la historia es la barbarie. Eso es lo que contempla horrorizado el Angelus Novus arrastrado por el viento hacia el futuro cuando vuelve la cara, como nos reveló Walter Benjamin. Un paisaje desolado. Es en esos escenarios donde nosotros representamos incansablemente desde hace milenios la misma tragedia, que no ha escrito ningún Guillermo Shakespeare, sino Nadie, el Nadie que somos nosotros mismos, todos nosotros, los desaparecidos. Kafka, simplemente, se da más cuenta y entonces nos lo cuenta mejor. Por eso hay que leerlo como a un oráculo, como si fueran las Sagradas Escrituras, y cualquier exégeta y cualquier cabalista saben que a esos textos revelados no hay que cambiarles ni tan siquiera una letra.