“No entiendo”, dijo
Rice dando un paso atrás. “Casi es mejor”, dijo el hombre alto.
JULIO CORTÁZAR, Instrucción
para John Howell
1.
Acompañemos por un
momento al adolescente. Ha comprado su primer libro de cuentos de Cortázar. Ya
ha leído, absurdamente o no, Rayuela, con quince o dieciséis años y se
ha medido en desigual combate con semejante artefacto, combate que acabó en un
éxito razonable, a pesar de su nula experiencia de la vida y su masiva escasez
de recursos culturales. Enamorado como está de la colección El Libro de Bolsillo,
de Alianza Editorial, podemos imaginarlo seleccionando entre los estantes de la
librería, con mucha probabilidad la Casa del Libro de entonces, el tomito
blanco, que lleva el número 624 de la colección (a uno de un cuadrado
perfecto). Alianza había mezclado los relatos que había publicado Cortázar
hasta el momento (mediados de los setenta) en tres volúmenes, que dio en
denominar Ritos, Juegos y Pasajes. En ellos, quizá siguiendo
indicaciones del propio autor, quizá no, los criterios de inclusión y ordenamiento
obedecían más a ciertas afinidades entre los cuentos que a su cronología o
pertenencia a una u otra colección previa. El libro que el adolescente se lleva
para casa es el segundo, el titulado Juegos (era esperable). Por
supuesto, acabó comprando los tres en muy breve tiempo y luego decenas y
decenas de otros libros de Cortázar, hasta hoy. Pero no nos dispersemos. Estamos
en el entorno de 1982. Podemos saberlo porque ésa es la fecha de esa edición,
la cuarta, en El Libro de Bolsillo, y por tanto el adolescente está rondando o
acaba de superar su mayoría de edad.
2.
Hay, en todo caso,
una cierta tardanza en arribar al mundo de los relatos cortazarianos,
habida cuenta de que para entonces, poco menos que todo Borges y todo Sabato,
entre otros, formaban parte ya de su biblioteca, que aún era modesta pero que
iba creciendo a ritmo vertiginoso, para desesperación de sus padres, que veían
cómo los libros superaban ya la capacidad de almacenamiento de su habitación e
iban invadiendo otros espacios de la casa familiar. Hoy, esa biblioteca es
decididamente monstruosa y en ella sobrevive ese librito llamado Juegos,
por más que ciertas consideraciones de pura geometría le hayan relegado a una
deshonrosa segunda fila en el estante. Pero podemos sacarlo, aquí está, perfectamente
conservado, con muy pocas marcas. El subrayado compulsivo empezó después.
3.
El adolescente, es
decir, el escritor que es hoy, tantos años después, guarda memoria nítida de
muchos de sus encuentros literarios. También, a veces, puede haber cierta
impostación, dentro de un conocimiento bastante profundo del ser que fue
entonces, con el que se siente aún hoy estrechamente conectado. Así, el momento
en que compró Rayuela, en una librería que ya no está desde hace
muchísimo tiempo, y estaba en la calle Preciados de Madrid, está mucho más claramente
conservado que el de la adquisición de Juegos, que contiene algunos de
sus relatos favoritos desde entonces, y que le fue produciendo en breves días
una colección de deslumbramientos de los que en realidad, gozosamente, aún no
se ha recuperado. En esos casos fallan los detalles, digamos,
procesales, pero la cualidad prístina del recuerdo consiste en la emoción sentida,
en una emoción de lector ávido y aún primerizo que cada vez le cuesta más repetir.
4.
El primero de los
cuentos de la recopilación Juegos también abrió la colección original en
la que se insertó, bien que sólo en su segunda edición, Final del juego.
Se trata, además de uno de los más breves, si no el más, de los relatos de
Cortázar, y al mismo tiempo de uno de los más repetidos, analizados, incluidos
en antologías y leídos y releídos por generaciones en toda la anchura de la
tierra. Su título, ya de por sí enigmático, es Continuidad de los parques.
Así pues, esa misma tarde de la adquisición, o quizás ya es de noche, después
de la cena familiar, el adolescente se retira al reducto sagrado de su
habitación, que preside, por derecho propio la máquina de escribir, una Olivetti
Lettera 35, en la que teclea y teclea poemas que componen libros que luego se
descomponen y se recomponen. Hay una pequeña butaca. No está, realmente, situada
de espaldas a la puerta, aunque ése puede ser (o no) un detalle irrelevante. En
todo caso, la puerta suele estar cerrada, para evitar ser molestado
mientras se vuelca en esa liturgia. Abre el volumen y lee Había empezado a
leer la novela unos días antes. Cinco minutos, acaso, después, quizá menos,
porque el lector es rápido, lee la cabeza del hombre en el sillón leyendo
una novela. Y entre esos dos espejos colocados paralelamente, en esa mise-en-abyme
sólo aparentemente modesta, queda atrapado (ah, fortuna) para siempre.
5.
Si convocamos, con
esa especie de ouija trucada que es la memoria, al adolescente, podemos
interrogarle sobre sus sensaciones, pero en ese momento, me parece, aún no
sabría expresarse con claridad. Conoce a Borges, sí. Conoce a Poe, traducido
por el propio Cortázar, ha leído ya una buena cantidad de cuentos, muchos de
ellos con trucos verdaderamente reseñables (la carta que se esconde a la
vista de todos, el tomo de una enciclopedia de otro mundo), pero lo cierto es
que nunca se le había ocurrido que se pudiera hacer eso con un cuento. Ese
asombro, esa incredulidad, reverberan aún, acaso más en sordina, porque
ha leído muchos más, centenares de relatos tanto o más asombrosos que
ése desde entonces (no pocos de ellos, de Cortázar). De hecho, en la tendencia
en los años futuros del adolescente, ahora ya tan inevitablemente inscritos en
un pasado que empieza a ser literalmente insondable, en general la nota
dominante ante Continuidad de los parques era más bien un cierto
desprecio, la idea de que se veía demasiado el juego de manos del prestidigitador,
la idea de que, puestos a hacer una trampa, no puede basarse simplemente en el nada
por aquí. Pero era una pose. A día de hoy, aunque Continuidad de los
parques de ninguna manera ocuparía su espacio en una hipotética lista de
los mejores cien cuentos que he leído, a cada nueva relectura, una
relectura breve y devastadora como un relámpago, hace aflorar una sonrisa y una
especie de comentario omitido del tipo qué cabrón, che, Cortázar.
6.
El asunto del
cuento. Es
difícil proceder a un resumen para un relato tan breve: el resumen sería el propio
relato. Al mismo tiempo, como pasa con los poemas, cualquier perífrasis desvirtúa
el objeto mismo de la creación, inútilmente además, pues se trata, no tanto de
una historia como de una impresión, de una sugerencia. Como ocurre,
pues, en ciertos podcasts de cine, convendría aquí proceder a una mínima
detención, enunciar el inevitable spoiler alert, y pedir amablemente a
la concurrencia, que lean el relato. Son dos páginas. Literalmente. Y, si a
estas alturas no tienen los relatos de Cortázar en casa, ya están tardando.
Pero, por supuesto, puede encontrarse en línea. Con extrema facilidad. Abran,
pues, una pestaña nueva, tecleen en Google continuidad de los parques
cortázar y sírvanse de cualquiera de
las direcciones. La primera que me sale a mí, probablemente por mi historial de
búsquedas previo, es justamente de la Complu. Les doy cinco minutos. O diez,
los que precisen. Ahí nos vemos. Hasta ahora.
7.
¿Qué, cómo se han
quedado? Sí, sí, hay truco, se ve el tejemaneje del charlatán, pero tampoco nos
perdamos. El relato se publicó por primera vez en 1964, el año de mi
nacimiento, el año del nacimiento de aquel adolescente. En su primera lectura,
el cuento era, como quien dice, nuevo, sólo tenía dieciocho años. Ahora, ya
encarrila, pesaroso o no, la sesentena. Hay que pensar que en ese momento
no se escribía así, o no se escribía así tan a menudo. Esos juegos
metaficcionales, esos bucles metaliterarios, o espaciotemporales, o cualquier
otra milonga que ustedes quieran, no eran tan comunes. Y, en todo caso, qué
importa. Confiesen. ¿No han sentido justo ahí al final, un escalofrío perfectamente
localizable en la nuca? ¿No han mirado, con cierta aprensión para atrás?
¿No se han asegurado de que aún seguían en su casa, tras su puerta cerrada, del
otro lado del libro cerrado, disponibles para un número indefinido de
relecturas, es decir de reejecuciones? ¿Han ladrado los perros?
8.
El asunto del
cuento. Bueno,
como ya han visto, la historia es sencilla. Hay un personaje central,
innominado, que indudablemente goza de una buena posición, pues se desplaza a
su finca, tras haber ventilado unos negocios, dispuesto a zambullirse de nuevo
en la novela ya comenzada. Y tiene mayordomo. El ambiente, de hecho, es de
muchos relatos de Borges o Bioy que se desarrollan en estancias. Uno
tenderá a colocarlo mentalmente más en los cincuenta que en los sesenta.
Imposible el identificarse ya con ese propietario, no sé si cabe que exista ya
más que como estereotipo. Nosotros somos urbanitas del siglo XXI. Detalles sin
importancia, porque al final todo ese preámbulo sólo sirve para enunciar
mínimamente la escenografía. El personaje, solo, se sienta, de
espaldas a la puerta, en la que podemos pensar que es su butaca predilecta,
de muy característico terciopelo verde, y se sumerge sin dificultad en
las peripecias del texto que, por lo poco que nos cuentan, incluye una más o
menos turbia trama de adulterio que conduce a un crimen.
9.
¿Cuál es el juego,
dónde está el truco? Como en muchas otras ocasiones, Cortázar, nos dice mira
al pajarito mientras sus ágiles dedos escamotean el naipe o producen la
paloma que echará a volar de la chistera. El truco es la perfecta disolución
de fronteras entre lo que se nos cuenta (no se olvide que se trata
de un cuento, pero dentro de un rato subiremos también ese peldaño) sobre las
circunstancias personales del personaje-que-lee y lo que se nos cuenta (es
decir, lo que ese libro inventado por Cortázar cuenta) sobre lo que les ocurre
a los personajes de la historia. El juego es la desaparición de los pespuntes,
para pergeñar una inverosímil continuidad. De los parques, claro, pero
luego vamos con eso. Sí, porque mientras el personaje lee nosotros estamos
leyendo con él, y por lo tanto nos estamos metiendo en la historia igual que
él. Sin hacer violencia, sin optar por burdas o grandilocuentes estratagemas de
la avant-garde, Cortázar recurre al ABC de la mise-en-abyme,
ya definido, por lo menos, desde los tiempos del Quijote. Hablar en un texto de
otros textos, en un libro colocar otro libro.
10.
Así, ya no hay mucho
que decir, a partir del momento en que nuestro amigo lector ha adquirido el anhelado
privilegio de no ser molestado, de repantingarse con evidente placer en su suave
sillón de terciopelo verde para bucear en la lectura. Quiero decir, no hay
mucho que decir de ese plano del relato. Todo cabe enunciarse así: está
leyendo. Ahora les hablo de lo que lee. Entonces, como si hiciéramos un zoom
a las páginas del libro (¿acaso encuadernado con tapas verdes?) la imagen
cambia a la historia leída. Una mujer y un hombre, amantes, se
encuentran, en un lugar secreto. Decididos a cometer un asesinato, seguramente
el del marido de ella. Todo está preparado, saben que habrán de separarse, para
cumplir cada uno con su cometido, sea la ejecución del acto nefando o la
fabricación de un trampantojo de coartadas y encubrimientos. Él, el
amante (todo el mundo es anónimo en este cuento, y por eso todo el mundo es
nosotros) empieza a recorrer su camino, en busca de la casa. Todo se cumple
como estaba previsto. Los perros no ladran, el mayordomo no está. Se acerca
sigiloso, por la espalda, a su víctima, que lee, ajeno a todo, confortablemente
instalado en un sillón de terciopelo verde. Su víctima, que lee un libro en el
que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está leyendo una
novela en la que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está… et
voilà, estimado público, la mise-en-abyme.
11.
Si sólo fuera por su
alucinante economía, por la certeza de su procedimiento, por la limpidez de su
geometría, el relato ya sería memorable. Pero hay algo más, algo que va calando
cuando uno lo lee una y otra vez, sobre todo si lo lee según van pasando los
años, si ya han pasado más de cuarenta años entre aquella primera vez y la de
ahora mismo. La mise-en-abyme, como toda mise-en-abyme que se
precie, es infinita. Y por lo tanto, se desborda. Contamina nuestro espacio,
nuestro tiempo, nos engulle. Y en ese engullirnos se refleja una vez más, y
genera nuevos vástagos, que nos incluyen y en ese vértigo es, por supuesto, dulce
naufragar. Veamos, si no. Primera vuelta de tuerca. Imagínense leyendo
algo, un cuento, cualquier cosa. Imaginen, si no, que están paseando, o
trabajando, o escuchando música. ¿Se acuerdan (no me digan que no) de esas sincronicidades,
de ese extraño anudar de la cronología, que tantas veces acontece? Sí, estaba
justo leyendo eso cuando apareció… hablaban de él por la radio y entonces… esta
misma mañana alguien me ha dicho exactamente lo mismo… he soñado con esto esta
noche. Apúntenlo. Si al final de todo esto sale una teoría habrá que tenerlo en
cuenta. Quiero decir, que Continuidad de los parques se deja también
leer de un modo perfectamente inocente pero igualmente abismal: simplemente es
una casualidad. La siguiente frase podría ser: Sonrió, porque justamente
en la novela había un personaje que estaba leyendo como él, en una butaca de
terciopelo verde. Qué curioso, dijo, y cerró el libro. Se había hecho ya tarde
y tenía que cenar.
12.
Siguiente giro de la
noria: ¿cómo sigue la novela? No se sabe, no puede saberse, porque, si
admitimos el extraño bucle que ha hecho que el amante vaya a asesinar
justamente al lector, muerto éste, ya no hay lector que continúe la
historia. El libro, con toda probabilidad manchado de sangre, se habrá quedado
en el regazo, o habrá resbalado al suelo. Quizás después, levantado el cadáver,
el mayordomo, visiblemente cómplice, lo reubique en algún estante, o lo arroje
a la basura. No sabemos qué novela era, dónde buscar la continuación. Es decir: estamos
obligados a inventarla. Podemos pensar que en efecto, el ataque a traición
es exitoso, tanto que, a lo mejor, el difunto ni siquiera se enteró muy bien de
lo que le ocurría, apuñalado en la nuca, como en una película de mafiosos. O hubo un forcejeo y
finalmente el amante fue reducido y entregado a la justicia. ¿Qué fue de ella?
Las infinitas posibilidades del film noir empiezan a desplegarse.
Eso, todo eso, es lo que cercena el momento en el que torcemos el devenir y forzamos
el bucle. El texto se cierra en sí mismo, y nosotros lo recorremos como hámsteres
desesperados en una rueda infinita que nadie se atrevería a llamar noria,
a salvo de afirmar que una jaula diminuta es un parque de atracciones.
13.
Sigamos. Un poco
más, no se trata de agotar todas las posibilidades. Antes al contrario, esto es
una invitación al juego (¿no se llama Juegos el libro?). Hay un
parque frente al lector y hay un parque en el relato. ¿Comunican esos parques?
¿No comunican secretamente todos los espacios de la ficción y de la
vida? ¿No estamos, tal vez, en Marienbad, el año pasado, en esa especie de
repetición ritual de la desmemoria, enfrentados al mismo jardín rígido de sombras
pintadas en el suelo? Afirmo esto: cualquier lector de verdad, cualquier
lector consagrado a la lectura como a una religión, a la única forma de religión
que le parece aceptable, no sólo sabe de esa continuidad, sino que habita
en ella, entiende desde siempre (¿cómo, si no, podría experimentar todo
lo que ha experimentado desde hace tanto simplemente leyendo?) que no
hay un arriba y un abajo, un dentro y un fuera, una casa y un libro que se lee
en ella, sino que todo es como un inmenso pantano, en el que a veces sacamos la
cabeza para respirar y luego volvemos a hundirnos.
14.
Y no se olviden Uds.
de los pisos superiores, igualmente inagotables (piensen en Las Meninas):
la historia de alguien que lee un libro está en un libro que nosotros leemos.
Acaso un libro blanco de 1982 que nos acompaña desde hace más de cuarenta años.
Alguien ha escrito esa historia. Suele atribuírsele a Julio Cortázar, pero
pensar que ahí se acaba la sucesión es ingenuo, porque Julio Cortázar es también
alguien que lee, alguien que tiene un libro en las manos, alguien que escribe, en
un cuaderno, o en una máquina de escribir, que será tal vez Remington en vez de
Olivetti, alguien, por qué no, sentado en una butaca de terciopelo verde. En
este piso que tal vez es el de complementos y novedades parecemos estar
tranquilos, parecemos tenerlo todo muy claro, nosotros somos nosotros, sostenemos
el libro, las palabras son de Cortázar, que habla de un lector que lee un libro
que habla de… Pero piénsenlo un poco más: Cortázar está muerto desde hace
cuarenta años. Cortázar escribió ese relato hace más de sesenta. ¿Qué
relación hay entre ese texto y el garabateado por el argentino en unas
cuartillas? ¿Qué estatus ontológico tiene ya ese texto, infinitamente
descorporeizado y recorporeizado y compuesto y recompuesto a cada lectura?
¿Están ustedes seguros de que no se les puede aparecer, de repente, el fantasma
de Cortázar? ¿Han cerrado bien la puerta?
15.
Por no hablar de mí.
Soy yo el que escribe este texto, que es el que ustedes leen ahora. Que
ya conocieran Continuidad de los parques o que lo hayan leído gracias a
mi propuesta, o que no lo vayan a leer nunca, y sin embargo sigan aquí,
conmigo, por amistad o por curiosidad, es irrelevante. La siguiente planta (¿caballeros?,
para jóvenes me parece que ya no me da la cosa) es mi territorio, el que
estoy generando con este acto sólo aparentemente inocente de juntar
palabras, ya no en una Olivetti, sino en un portátil HP (detalles sin
importancia, datos marginales que corroboran tan sólo que el tiempo pasa y pasa
sin cansarse). Es decir, yo escribo un texto sobre un relato de Cortázar que
habla de un lector que lee un libro en el que pasan las siguientes cosas.
¿Estoy ahí, con ustedes, mientras me leen, sospecho que ya no instalados en una
butaca de terciopelo verde, sino andando por la ciudad o en el metro, en la
pantalla de un móvil? Espero estar, porque, sinceramente, me da un poco de
miedo estar solo y que el habitante del siguiente nivel, que me ha parecido ver
acechándome, se acerque por mi espalda con un puñal.
16.
¿Por qué hacemos
estas cosas los escritores? ¿Para qué sirve? No creo poder generalizar, pero
tengo clarísimo para lo que me sirve a mí desde siempre, como escritor y como
lector. Se trata de una enmienda a la totalidad. Se trata de imponer una
jugada prohibida, suicida incluso, en la partida de rígidas reglas a la que
fuimos arrojados sin previa explicación y que se viene desarrollando, de manera
cada vez más penosa, desde nuestro nacimiento. Se trata de hacer trampas.
El otro día les decía que la literatura fantástica nace de la desdicha.
Exactamente. En tanto la vida resulta inexplicable, dura, pesada de acarrear,
insuficiente, terca en su repetirse sin objeto, en tanto que ya desde tan
siempre aprendimos (aprendí, ya digo que no creo poder generalizar) que no
habría sentido, que nuestros anhelos no se alcanzarían, que los dolores estaban
garantizados de fábrica y las alegrías y las sorpresas eran breves y a veces
inexistentes, en tanto recorrimos con ahínco y dedicación los territorios de la
Ciencia para saber a qué atenernos, para que no nos dieran gato por
liebre, para reafirmarnos en la orfandad y corroborar la fatiga, es a la
literatura a la que acudimos como método de salvación, precisamente por su
capacidad de diluir las fronteras entre lo real y lo ficticio, precisamente por
su capacidad de establecer la continuidad de los parques.
17.
Trato de explicarme
algo mejor (pero no se puede). La única posibilidad es que todo sea mentira.
Nuestros cálculos son precisos, no cabe dudar de nuestro rigor. Si aceptamos
que la recogida de datos es la adecuada, las conclusiones son insoslayables. Y
desoladoras. La única posibilidad es el juego de manos. El despertarse y
decir todo era un sueño. El musitar, como enajenados (como aquella tarde
terrible mi padre, en el Hospital, enredándose la sábana en su dedo índice,
devenido puro hueso), qué curioso, mientras todo lo que tenemos ante los
ojos cae como un telón, desvelando nuevos colores, otras formas, inesperados
modos de conectar los puntos para dar una figura insoportablemente bella. Apostamos
por el cambalache, queremos que, en efecto, aquella noche que tan
claramente sentimos como un punto de bifurcación, sea recuperable, para poder
explorar el otro camino. Queremos ficciones que nieguen el tiempo o su
irreversibilidad, que permitan desdoblar las identidades, retocar los
recuerdos, inventar países nuevos, faunas enteras, enciclopedias extraterrestres.
No nos importa si alguien nos alcanza por detrás, porque todo es mentira,
y por lo tanto todo es posible. Es posible que nuestra nuca y nuestro rostro sean
la misma cosa, es posible, no ya que tengamos alas, sino una cantidad
inconcebible de ellas, alas contradictorias que nos proporcionan vuelos erráticos,
que alguien registra en minuciosos mapas. Apostamos, a número imposible, a
caballo perdedor, porque la ruleta, de repente, puede ser una banda de Möbius
o acoger números transfinitos. No tenemos otra opción: esta vida no nos gusta.
18.
Es sólo un truco, ya
lo saben. Bien pueden Uds. jugar igualmente. Yo, por ejemplo, he decidido
empezar hablando de mí mismo, del que fui a mis dieciocho años, en tercera
persona. ¿Es burdo ese proceder? Bueno, no es una originalidad impensada, la
verdad, pero en todo caso es raro en mí. Háganlo. Piénsense en tercera persona:
no es algo injusto, no nos parecemos ya tanto a aquel adolescente. Que hayamos
crecido de su humus es una cosa, que nos alimentemos aún de sus sucesos es una
cosa, pero ¿de verdad estarían dispuestos a defenderlo, de verdad le
reconocerían? ¿De verdad él les dejaría decir aquello de confía en mí, tengo
mucha más experiencia de la vida que tú? ¿De verdad aún podríamos entender
la riqueza de su idioma interior, orientarnos por los frondosos parques de su
pecho? Ya lo ven: todo es mentira. Cuando les duela la vida,
recuérdenlo: todo es mentira, también eso. Alguien cerrará el libro
porque habrá llegado la hora de la cena y nos quedaremos colgados en pleno cliffhanger,
acaso para siempre, para un siempre insondable del tiempo que recorren los
dioses, los dioses exteriores que saben de nosotros apenas como palabras. Los
desdichados dioses que han de escribir ficciones porque la vida les duele hasta
que los siguientes dioses cierran el libro. Y así sucesivamente. Todo es juego.
Todo es una pura pavada.
19.
En Juegos
está incluido también una especie de mellizo más crecidito de Continuidad
de los parques, un relato titulado Instrucciones para John Howell.
Recuerdo que, más o menos por la misma época en que compré el libro, vi en TVE,
la única disponible entonces, una adaptación de ese cuento con Héctor Alterio,
nada menos, como protagonista. Me impresionó, tanto que, de nuevo, no he
olvidado esa emoción. He intentado volver a verla, no parece posible, pero ahí
andará, en los archivos de RTVE. En el cuento tenemos de nuevo una cortazariana
dilución de planos. Un espectador de una obra de teatro es, en un entreacto,
invitado (por decirlo suavemente, más bien conminado) a asumir el rol de
uno de los personajes, John Howell, que hasta entonces había sido interpretado
por un actor. El espectador, perplejo, pero sin capacidad de rebelión,
entregado a esa especie de lógica onírica, se incorpora a la representación, subyugado
por la protagonista femenina que le susurra no dejes que me maten. Abracadabra,
ya se ha girado todo. No sigo, lean el cuento. John Howell, que no es nadie,
que no es el actor pelirrojo que lo encarna en el primer acto, que no es Rice,
nuestro protagonista (que sería Alterio, y siguen multiplicándose los abismos)
recibe unas instrucciones que no parece ser capaz de cumplir y entonces ya todo
es pura amenaza. Algo así es estar vivo. De algo así es de lo que nos
escapamos siendo otros, no Rice, no Howell, no pelirrojos, sin peluca, sin rostros,
apenas palabras, apenas recuerdos, apenas guiños, apenas.
20.
Hay un universo en
el que Final del juego es en realidad Final de juego. Ese
universo es éste, o lo fue una vez. Ya he hablado de eso. Existe alguna
edición, más bien escurridiza, en la que la preposición no ha sido substituida
por la (menos adecuada a mi juicio) contracción. No me pregunten por qué. Para
mí siempre fue de. Aún ahora me resisto al del. Hay un universo
en el que el título del cuento de John Howell no es Instrucciones sino Instrucción.
No sé qué universo es ése. Creí que era éste, pero aparentemente estaba
equivocado. Recuerdo con absoluta claridad haber leído ese título. Seguí
llamando así a ese cuento muchos años, lo he seguido llamando así hasta
ahora. Imaginaba una nueva oscilación, acaso puramente editorial, entre el
singular y el plural. Intenté confirmarlo, apelando a los poderes infinitos de
Google. No, no existe, aparentemente nunca ha existido, un cuento de Cortázar
que se llame Instrucción para John Howell en singular. Es decir, sí ha
existido, puesto que yo he leído ese cuento, antes de una bifurcación que me
trajo al universo equivocado, éste, el de ahora, en el que les escribo, tan
perplejo como Rice, tan asustado ante el final de la obra, que otros
han escrito, que otros dirigen. No, no teman, no me voy a acercar a su oído
y decirles no dejes que me maten. Todo es un juego, ¿lo recuerdan? Les
tengo que dejar ya, mi nuca lleva expuesta demasiado tiempo, estoy incómodo en
la silla, me molestan las lumbares. Cosas del lado de aquí, cosas de esas
que Nabokov escribiría con comillas. Espero que disfruten de la vista del
parque que tienen frente a ustedes. O del que tienen a su espalda. Son el mismo
parque. Su frente es lo mismo que su espalda. Y ustedes y yo somos, por
supuesto, el mismo. Somos todos el mismo. Todos nos llamamos igual: John
Howell. O no, tampoco importa. Que pasen buena tarde.