viernes, 28 de febrero de 2025

Continuidad de los parques


 

“No entiendo”, dijo Rice dando un paso atrás. “Casi es mejor”, dijo el hombre alto.

JULIO CORTÁZAR, Instrucción para John Howell

 

1.

Acompañemos por un momento al adolescente. Ha comprado su primer libro de cuentos de Cortázar. Ya ha leído, absurdamente o no, Rayuela, con quince o dieciséis años y se ha medido en desigual combate con semejante artefacto, combate que acabó en un éxito razonable, a pesar de su nula experiencia de la vida y su masiva escasez de recursos culturales. Enamorado como está de la colección El Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial, podemos imaginarlo seleccionando entre los estantes de la librería, con mucha probabilidad la Casa del Libro de entonces, el tomito blanco, que lleva el número 624 de la colección (a uno de un cuadrado perfecto). Alianza había mezclado los relatos que había publicado Cortázar hasta el momento (mediados de los setenta) en tres volúmenes, que dio en denominar Ritos, Juegos y Pasajes. En ellos, quizá siguiendo indicaciones del propio autor, quizá no, los criterios de inclusión y ordenamiento obedecían más a ciertas afinidades entre los cuentos que a su cronología o pertenencia a una u otra colección previa. El libro que el adolescente se lleva para casa es el segundo, el titulado Juegos (era esperable). Por supuesto, acabó comprando los tres en muy breve tiempo y luego decenas y decenas de otros libros de Cortázar, hasta hoy. Pero no nos dispersemos. Estamos en el entorno de 1982. Podemos saberlo porque ésa es la fecha de esa edición, la cuarta, en El Libro de Bolsillo, y por tanto el adolescente está rondando o acaba de superar su mayoría de edad.

 

2.

Hay, en todo caso, una cierta tardanza en arribar al mundo de los relatos cortazarianos, habida cuenta de que para entonces, poco menos que todo Borges y todo Sabato, entre otros, formaban parte ya de su biblioteca, que aún era modesta pero que iba creciendo a ritmo vertiginoso, para desesperación de sus padres, que veían cómo los libros superaban ya la capacidad de almacenamiento de su habitación e iban invadiendo otros espacios de la casa familiar. Hoy, esa biblioteca es decididamente monstruosa y en ella sobrevive ese librito llamado Juegos, por más que ciertas consideraciones de pura geometría le hayan relegado a una deshonrosa segunda fila en el estante. Pero podemos sacarlo, aquí está, perfectamente conservado, con muy pocas marcas. El subrayado compulsivo empezó después.

 

3.

El adolescente, es decir, el escritor que es hoy, tantos años después, guarda memoria nítida de muchos de sus encuentros literarios. También, a veces, puede haber cierta impostación, dentro de un conocimiento bastante profundo del ser que fue entonces, con el que se siente aún hoy estrechamente conectado. Así, el momento en que compró Rayuela, en una librería que ya no está desde hace muchísimo tiempo, y estaba en la calle Preciados de Madrid, está mucho más claramente conservado que el de la adquisición de Juegos, que contiene algunos de sus relatos favoritos desde entonces, y que le fue produciendo en breves días una colección de deslumbramientos de los que en realidad, gozosamente, aún no se ha recuperado. En esos casos fallan los detalles, digamos, procesales, pero la cualidad prístina del recuerdo consiste en la emoción sentida, en una emoción de lector ávido y aún primerizo que cada vez le cuesta más repetir.

 

4.

El primero de los cuentos de la recopilación Juegos también abrió la colección original en la que se insertó, bien que sólo en su segunda edición, Final del juego. Se trata, además de uno de los más breves, si no el más, de los relatos de Cortázar, y al mismo tiempo de uno de los más repetidos, analizados, incluidos en antologías y leídos y releídos por generaciones en toda la anchura de la tierra. Su título, ya de por sí enigmático, es Continuidad de los parques. Así pues, esa misma tarde de la adquisición, o quizás ya es de noche, después de la cena familiar, el adolescente se retira al reducto sagrado de su habitación, que preside, por derecho propio la máquina de escribir, una Olivetti Lettera 35, en la que teclea y teclea poemas que componen libros que luego se descomponen y se recomponen. Hay una pequeña butaca. No está, realmente, situada de espaldas a la puerta, aunque ése puede ser (o no) un detalle irrelevante. En todo caso, la puerta suele estar cerrada, para evitar ser molestado mientras se vuelca en esa liturgia. Abre el volumen y lee Había empezado a leer la novela unos días antes. Cinco minutos, acaso, después, quizá menos, porque el lector es rápido, lee la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. Y entre esos dos espejos colocados paralelamente, en esa mise-en-abyme sólo aparentemente modesta, queda atrapado (ah, fortuna) para siempre.

 

5.

Si convocamos, con esa especie de ouija trucada que es la memoria, al adolescente, podemos interrogarle sobre sus sensaciones, pero en ese momento, me parece, aún no sabría expresarse con claridad. Conoce a Borges, sí. Conoce a Poe, traducido por el propio Cortázar, ha leído ya una buena cantidad de cuentos, muchos de ellos con trucos verdaderamente reseñables (la carta que se esconde a la vista de todos, el tomo de una enciclopedia de otro mundo), pero lo cierto es que nunca se le había ocurrido que se pudiera hacer eso con un cuento. Ese asombro, esa incredulidad, reverberan aún, acaso más en sordina, porque ha leído muchos más, centenares de relatos tanto o más asombrosos que ése desde entonces (no pocos de ellos, de Cortázar). De hecho, en la tendencia en los años futuros del adolescente, ahora ya tan inevitablemente inscritos en un pasado que empieza a ser literalmente insondable, en general la nota dominante ante Continuidad de los parques era más bien un cierto desprecio, la idea de que se veía demasiado el juego de manos del prestidigitador, la idea de que, puestos a hacer una trampa, no puede basarse simplemente en el nada por aquí. Pero era una pose. A día de hoy, aunque Continuidad de los parques de ninguna manera ocuparía su espacio en una hipotética lista de los mejores cien cuentos que he leído, a cada nueva relectura, una relectura breve y devastadora como un relámpago, hace aflorar una sonrisa y una especie de comentario omitido del tipo qué cabrón, che, Cortázar.

 

6.

El asunto del cuento. Es difícil proceder a un resumen para un relato tan breve: el resumen sería el propio relato. Al mismo tiempo, como pasa con los poemas, cualquier perífrasis desvirtúa el objeto mismo de la creación, inútilmente además, pues se trata, no tanto de una historia como de una impresión, de una sugerencia. Como ocurre, pues, en ciertos podcasts de cine, convendría aquí proceder a una mínima detención, enunciar el inevitable spoiler alert, y pedir amablemente a la concurrencia, que lean el relato. Son dos páginas. Literalmente. Y, si a estas alturas no tienen los relatos de Cortázar en casa, ya están tardando. Pero, por supuesto, puede encontrarse en línea. Con extrema facilidad. Abran, pues, una pestaña nueva, tecleen en Google continuidad de los parques cortázar  y sírvanse de cualquiera de las direcciones. La primera que me sale a mí, probablemente por mi historial de búsquedas previo, es justamente de la Complu. Les doy cinco minutos. O diez, los que precisen. Ahí nos vemos. Hasta ahora.

 (Aquí, el relato. ;-))

7.

¿Qué, cómo se han quedado? Sí, sí, hay truco, se ve el tejemaneje del charlatán, pero tampoco nos perdamos. El relato se publicó por primera vez en 1964, el año de mi nacimiento, el año del nacimiento de aquel adolescente. En su primera lectura, el cuento era, como quien dice, nuevo, sólo tenía dieciocho años. Ahora, ya encarrila, pesaroso o no, la sesentena. Hay que pensar que en ese momento no se escribía así, o no se escribía así tan a menudo. Esos juegos metaficcionales, esos bucles metaliterarios, o espaciotemporales, o cualquier otra milonga que ustedes quieran, no eran tan comunes. Y, en todo caso, qué importa. Confiesen. ¿No han sentido justo ahí al final, un escalofrío perfectamente localizable en la nuca? ¿No han mirado, con cierta aprensión para atrás? ¿No se han asegurado de que aún seguían en su casa, tras su puerta cerrada, del otro lado del libro cerrado, disponibles para un número indefinido de relecturas, es decir de reejecuciones? ¿Han ladrado los perros?

 

8.

El asunto del cuento. Bueno, como ya han visto, la historia es sencilla. Hay un personaje central, innominado, que indudablemente goza de una buena posición, pues se desplaza a su finca, tras haber ventilado unos negocios, dispuesto a zambullirse de nuevo en la novela ya comenzada. Y tiene mayordomo. El ambiente, de hecho, es de muchos relatos de Borges o Bioy que se desarrollan en estancias. Uno tenderá a colocarlo mentalmente más en los cincuenta que en los sesenta. Imposible el identificarse ya con ese propietario, no sé si cabe que exista ya más que como estereotipo. Nosotros somos urbanitas del siglo XXI. Detalles sin importancia, porque al final todo ese preámbulo sólo sirve para enunciar mínimamente la escenografía. El personaje, solo, se sienta, de espaldas a la puerta, en la que podemos pensar que es su butaca predilecta, de muy característico terciopelo verde, y se sumerge sin dificultad en las peripecias del texto que, por lo poco que nos cuentan, incluye una más o menos turbia trama de adulterio que conduce a un crimen.

 

9.

¿Cuál es el juego, dónde está el truco? Como en muchas otras ocasiones, Cortázar, nos dice mira al pajarito mientras sus ágiles dedos escamotean el naipe o producen la paloma que echará a volar de la chistera. El truco es la perfecta disolución de fronteras entre lo que se nos cuenta (no se olvide que se trata de un cuento, pero dentro de un rato subiremos también ese peldaño) sobre las circunstancias personales del personaje-que-lee y lo que se nos cuenta (es decir, lo que ese libro inventado por Cortázar cuenta) sobre lo que les ocurre a los personajes de la historia. El juego es la desaparición de los pespuntes, para pergeñar una inverosímil continuidad. De los parques, claro, pero luego vamos con eso. Sí, porque mientras el personaje lee nosotros estamos leyendo con él, y por lo tanto nos estamos metiendo en la historia igual que él. Sin hacer violencia, sin optar por burdas o grandilocuentes estratagemas de la avant-garde, Cortázar recurre al ABC de la mise-en-abyme, ya definido, por lo menos, desde los tiempos del Quijote. Hablar en un texto de otros textos, en un libro colocar otro libro.

 

10.

Así, ya no hay mucho que decir, a partir del momento en que nuestro amigo lector ha adquirido el anhelado privilegio de no ser molestado, de repantingarse con evidente placer en su suave sillón de terciopelo verde para bucear en la lectura. Quiero decir, no hay mucho que decir de ese plano del relato. Todo cabe enunciarse así: está leyendo. Ahora les hablo de lo que lee. Entonces, como si hiciéramos un zoom a las páginas del libro (¿acaso encuadernado con tapas verdes?) la imagen cambia a la historia leída. Una mujer y un hombre, amantes, se encuentran, en un lugar secreto. Decididos a cometer un asesinato, seguramente el del marido de ella. Todo está preparado, saben que habrán de separarse, para cumplir cada uno con su cometido, sea la ejecución del acto nefando o la fabricación de un trampantojo de coartadas y encubrimientos. Él, el amante (todo el mundo es anónimo en este cuento, y por eso todo el mundo es nosotros) empieza a recorrer su camino, en busca de la casa. Todo se cumple como estaba previsto. Los perros no ladran, el mayordomo no está. Se acerca sigiloso, por la espalda, a su víctima, que lee, ajeno a todo, confortablemente instalado en un sillón de terciopelo verde. Su víctima, que lee un libro en el que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está leyendo una novela en la que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está… et voilà, estimado público, la mise-en-abyme.

 

11.

Si sólo fuera por su alucinante economía, por la certeza de su procedimiento, por la limpidez de su geometría, el relato ya sería memorable. Pero hay algo más, algo que va calando cuando uno lo lee una y otra vez, sobre todo si lo lee según van pasando los años, si ya han pasado más de cuarenta años entre aquella primera vez y la de ahora mismo. La mise-en-abyme, como toda mise-en-abyme que se precie, es infinita. Y por lo tanto, se desborda. Contamina nuestro espacio, nuestro tiempo, nos engulle. Y en ese engullirnos se refleja una vez más, y genera nuevos vástagos, que nos incluyen y en ese vértigo es, por supuesto, dulce naufragar. Veamos, si no. Primera vuelta de tuerca. Imagínense leyendo algo, un cuento, cualquier cosa. Imaginen, si no, que están paseando, o trabajando, o escuchando música. ¿Se acuerdan (no me digan que no) de esas sincronicidades, de ese extraño anudar de la cronología, que tantas veces acontece? Sí, estaba justo leyendo eso cuando apareció… hablaban de él por la radio y entonces… esta misma mañana alguien me ha dicho exactamente lo mismo… he soñado con esto esta noche. Apúntenlo. Si al final de todo esto sale una teoría habrá que tenerlo en cuenta. Quiero decir, que Continuidad de los parques se deja también leer de un modo perfectamente inocente pero igualmente abismal: simplemente es una casualidad. La siguiente frase podría ser: Sonrió, porque justamente en la novela había un personaje que estaba leyendo como él, en una butaca de terciopelo verde. Qué curioso, dijo, y cerró el libro. Se había hecho ya tarde y tenía que cenar.

 

12.

Siguiente giro de la noria: ¿cómo sigue la novela? No se sabe, no puede saberse, porque, si admitimos el extraño bucle que ha hecho que el amante vaya a asesinar justamente al lector, muerto éste, ya no hay lector que continúe la historia. El libro, con toda probabilidad manchado de sangre, se habrá quedado en el regazo, o habrá resbalado al suelo. Quizás después, levantado el cadáver, el mayordomo, visiblemente cómplice, lo reubique en algún estante, o lo arroje a la basura. No sabemos qué novela era, dónde buscar la continuación. Es decir: estamos obligados a inventarla. Podemos pensar que en efecto, el ataque a traición es exitoso, tanto que, a lo mejor, el difunto ni siquiera se enteró muy bien de lo que le ocurría, apuñalado en la nuca, como en una película de mafiosos. O hubo un forcejeo y finalmente el amante fue reducido y entregado a la justicia. ¿Qué fue de ella? Las infinitas posibilidades del film noir empiezan a desplegarse. Eso, todo eso, es lo que cercena el momento en el que torcemos el devenir y forzamos el bucle. El texto se cierra en sí mismo, y nosotros lo recorremos como hámsteres desesperados en una rueda infinita que nadie se atrevería a llamar noria, a salvo de afirmar que una jaula diminuta es un parque de atracciones.

 

13.

Sigamos. Un poco más, no se trata de agotar todas las posibilidades. Antes al contrario, esto es una invitación al juego (¿no se llama Juegos el libro?). Hay un parque frente al lector y hay un parque en el relato. ¿Comunican esos parques? ¿No comunican secretamente todos los espacios de la ficción y de la vida? ¿No estamos, tal vez, en Marienbad, el año pasado, en esa especie de repetición ritual de la desmemoria, enfrentados al mismo jardín rígido de sombras pintadas en el suelo? Afirmo esto: cualquier lector de verdad, cualquier lector consagrado a la lectura como a una religión, a la única forma de religión que le parece aceptable, no sólo sabe de esa continuidad, sino que habita en ella, entiende desde siempre (¿cómo, si no, podría experimentar todo lo que ha experimentado desde hace tanto simplemente leyendo?) que no hay un arriba y un abajo, un dentro y un fuera, una casa y un libro que se lee en ella, sino que todo es como un inmenso pantano, en el que a veces sacamos la cabeza para respirar y luego volvemos a hundirnos.

 

14.

Y no se olviden Uds. de los pisos superiores, igualmente inagotables (piensen en Las Meninas): la historia de alguien que lee un libro está en un libro que nosotros leemos. Acaso un libro blanco de 1982 que nos acompaña desde hace más de cuarenta años. Alguien ha escrito esa historia. Suele atribuírsele a Julio Cortázar, pero pensar que ahí se acaba la sucesión es ingenuo, porque Julio Cortázar es también alguien que lee, alguien que tiene un libro en las manos, alguien que escribe, en un cuaderno, o en una máquina de escribir, que será tal vez Remington en vez de Olivetti, alguien, por qué no, sentado en una butaca de terciopelo verde. En este piso que tal vez es el de complementos y novedades parecemos estar tranquilos, parecemos tenerlo todo muy claro, nosotros somos nosotros, sostenemos el libro, las palabras son de Cortázar, que habla de un lector que lee un libro que habla de… Pero piénsenlo un poco más: Cortázar está muerto desde hace cuarenta años. Cortázar escribió ese relato hace más de sesenta. ¿Qué relación hay entre ese texto y el garabateado por el argentino en unas cuartillas? ¿Qué estatus ontológico tiene ya ese texto, infinitamente descorporeizado y recorporeizado y compuesto y recompuesto a cada lectura? ¿Están ustedes seguros de que no se les puede aparecer, de repente, el fantasma de Cortázar? ¿Han cerrado bien la puerta?

 

15.

Por no hablar de mí. Soy yo el que escribe este texto, que es el que ustedes leen ahora. Que ya conocieran Continuidad de los parques o que lo hayan leído gracias a mi propuesta, o que no lo vayan a leer nunca, y sin embargo sigan aquí, conmigo, por amistad o por curiosidad, es irrelevante. La siguiente planta (¿caballeros?, para jóvenes me parece que ya no me da la cosa) es mi territorio, el que estoy generando con este acto sólo aparentemente inocente de juntar palabras, ya no en una Olivetti, sino en un portátil HP (detalles sin importancia, datos marginales que corroboran tan sólo que el tiempo pasa y pasa sin cansarse). Es decir, yo escribo un texto sobre un relato de Cortázar que habla de un lector que lee un libro en el que pasan las siguientes cosas. ¿Estoy ahí, con ustedes, mientras me leen, sospecho que ya no instalados en una butaca de terciopelo verde, sino andando por la ciudad o en el metro, en la pantalla de un móvil? Espero estar, porque, sinceramente, me da un poco de miedo estar solo y que el habitante del siguiente nivel, que me ha parecido ver acechándome, se acerque por mi espalda con un puñal.

 

16.

¿Por qué hacemos estas cosas los escritores? ¿Para qué sirve? No creo poder generalizar, pero tengo clarísimo para lo que me sirve a mí desde siempre, como escritor y como lector. Se trata de una enmienda a la totalidad. Se trata de imponer una jugada prohibida, suicida incluso, en la partida de rígidas reglas a la que fuimos arrojados sin previa explicación y que se viene desarrollando, de manera cada vez más penosa, desde nuestro nacimiento. Se trata de hacer trampas. El otro día les decía que la literatura fantástica nace de la desdicha. Exactamente. En tanto la vida resulta inexplicable, dura, pesada de acarrear, insuficiente, terca en su repetirse sin objeto, en tanto que ya desde tan siempre aprendimos (aprendí, ya digo que no creo poder generalizar) que no habría sentido, que nuestros anhelos no se alcanzarían, que los dolores estaban garantizados de fábrica y las alegrías y las sorpresas eran breves y a veces inexistentes, en tanto recorrimos con ahínco y dedicación los territorios de la Ciencia para saber a qué atenernos, para que no nos dieran gato por liebre, para reafirmarnos en la orfandad y corroborar la fatiga, es a la literatura a la que acudimos como método de salvación, precisamente por su capacidad de diluir las fronteras entre lo real y lo ficticio, precisamente por su capacidad de establecer la continuidad de los parques.

 

17.

Trato de explicarme algo mejor (pero no se puede). La única posibilidad es que todo sea mentira. Nuestros cálculos son precisos, no cabe dudar de nuestro rigor. Si aceptamos que la recogida de datos es la adecuada, las conclusiones son insoslayables. Y desoladoras. La única posibilidad es el juego de manos. El despertarse y decir todo era un sueño. El musitar, como enajenados (como aquella tarde terrible mi padre, en el Hospital, enredándose la sábana en su dedo índice, devenido puro hueso), qué curioso, mientras todo lo que tenemos ante los ojos cae como un telón, desvelando nuevos colores, otras formas, inesperados modos de conectar los puntos para dar una figura insoportablemente bella. Apostamos por el cambalache, queremos que, en efecto, aquella noche que tan claramente sentimos como un punto de bifurcación, sea recuperable, para poder explorar el otro camino. Queremos ficciones que nieguen el tiempo o su irreversibilidad, que permitan desdoblar las identidades, retocar los recuerdos, inventar países nuevos, faunas enteras, enciclopedias extraterrestres. No nos importa si alguien nos alcanza por detrás, porque todo es mentira, y por lo tanto todo es posible. Es posible que nuestra nuca y nuestro rostro sean la misma cosa, es posible, no ya que tengamos alas, sino una cantidad inconcebible de ellas, alas contradictorias que nos proporcionan vuelos erráticos, que alguien registra en minuciosos mapas. Apostamos, a número imposible, a caballo perdedor, porque la ruleta, de repente, puede ser una banda de Möbius o acoger números transfinitos. No tenemos otra opción: esta vida no nos gusta.

 

18.

Es sólo un truco, ya lo saben. Bien pueden Uds. jugar igualmente. Yo, por ejemplo, he decidido empezar hablando de mí mismo, del que fui a mis dieciocho años, en tercera persona. ¿Es burdo ese proceder? Bueno, no es una originalidad impensada, la verdad, pero en todo caso es raro en mí. Háganlo. Piénsense en tercera persona: no es algo injusto, no nos parecemos ya tanto a aquel adolescente. Que hayamos crecido de su humus es una cosa, que nos alimentemos aún de sus sucesos es una cosa, pero ¿de verdad estarían dispuestos a defenderlo, de verdad le reconocerían? ¿De verdad él les dejaría decir aquello de confía en mí, tengo mucha más experiencia de la vida que tú? ¿De verdad aún podríamos entender la riqueza de su idioma interior, orientarnos por los frondosos parques de su pecho? Ya lo ven: todo es mentira. Cuando les duela la vida, recuérdenlo: todo es mentira, también eso. Alguien cerrará el libro porque habrá llegado la hora de la cena y nos quedaremos colgados en pleno cliffhanger, acaso para siempre, para un siempre insondable del tiempo que recorren los dioses, los dioses exteriores que saben de nosotros apenas como palabras. Los desdichados dioses que han de escribir ficciones porque la vida les duele hasta que los siguientes dioses cierran el libro. Y así sucesivamente. Todo es juego. Todo es una pura pavada.

 

19.

En Juegos está incluido también una especie de mellizo más crecidito de Continuidad de los parques, un relato titulado Instrucciones para John Howell. Recuerdo que, más o menos por la misma época en que compré el libro, vi en TVE, la única disponible entonces, una adaptación de ese cuento con Héctor Alterio, nada menos, como protagonista. Me impresionó, tanto que, de nuevo, no he olvidado esa emoción. He intentado volver a verla, no parece posible, pero ahí andará, en los archivos de RTVE. En el cuento tenemos de nuevo una cortazariana dilución de planos. Un espectador de una obra de teatro es, en un entreacto, invitado (por decirlo suavemente, más bien conminado) a asumir el rol de uno de los personajes, John Howell, que hasta entonces había sido interpretado por un actor. El espectador, perplejo, pero sin capacidad de rebelión, entregado a esa especie de lógica onírica, se incorpora a la representación, subyugado por la protagonista femenina que le susurra no dejes que me maten. Abracadabra, ya se ha girado todo. No sigo, lean el cuento. John Howell, que no es nadie, que no es el actor pelirrojo que lo encarna en el primer acto, que no es Rice, nuestro protagonista (que sería Alterio, y siguen multiplicándose los abismos) recibe unas instrucciones que no parece ser capaz de cumplir y entonces ya todo es pura amenaza. Algo así es estar vivo. De algo así es de lo que nos escapamos siendo otros, no Rice, no Howell, no pelirrojos, sin peluca, sin rostros, apenas palabras, apenas recuerdos, apenas guiños, apenas.

 

20.

Hay un universo en el que Final del juego es en realidad Final de juego. Ese universo es éste, o lo fue una vez. Ya he hablado de eso. Existe alguna edición, más bien escurridiza, en la que la preposición no ha sido substituida por la (menos adecuada a mi juicio) contracción. No me pregunten por qué. Para mí siempre fue de. Aún ahora me resisto al del. Hay un universo en el que el título del cuento de John Howell no es Instrucciones sino Instrucción. No sé qué universo es ése. Creí que era éste, pero aparentemente estaba equivocado. Recuerdo con absoluta claridad haber leído ese título. Seguí llamando así a ese cuento muchos años, lo he seguido llamando así hasta ahora. Imaginaba una nueva oscilación, acaso puramente editorial, entre el singular y el plural. Intenté confirmarlo, apelando a los poderes infinitos de Google. No, no existe, aparentemente nunca ha existido, un cuento de Cortázar que se llame Instrucción para John Howell en singular. Es decir, sí ha existido, puesto que yo he leído ese cuento, antes de una bifurcación que me trajo al universo equivocado, éste, el de ahora, en el que les escribo, tan perplejo como Rice, tan asustado ante el final de la obra, que otros han escrito, que otros dirigen. No, no teman, no me voy a acercar a su oído y decirles no dejes que me maten. Todo es un juego, ¿lo recuerdan? Les tengo que dejar ya, mi nuca lleva expuesta demasiado tiempo, estoy incómodo en la silla, me molestan las lumbares. Cosas del lado de aquí, cosas de esas que Nabokov escribiría con comillas. Espero que disfruten de la vista del parque que tienen frente a ustedes. O del que tienen a su espalda. Son el mismo parque. Su frente es lo mismo que su espalda. Y ustedes y yo somos, por supuesto, el mismo. Somos todos el mismo. Todos nos llamamos igual: John Howell. O no, tampoco importa. Que pasen buena tarde.


domingo, 16 de febrero de 2025

Obstinación

 


El concepto de revelación, en el sentido de que, de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y lo trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos.

F.W. NIETZSCHE, Ecce Homo

 

1.

Trazar una circunferencia no es nunca una operación inocente. Supongámonos dotados del instrumental pertinente. Digamos, una caja de compases Kern, en un estuche con interior de terciopelo rojo, recibida en un paquete desde Suiza, como regalo de mis tíos, allá por los setenta, cuando era un escolar proverbialmente torpe con todo lo gráfico. Extraigamos el compás, que ostenta dos puntas. En una de ellas se aloja una mina de grafito que puede substituirse cuando se gasta. Si queremos hacer dibujo lineal (nuestro particular suplicio, la adecuada metáfora de una vida que se sabía ya llena de borrones) esa pata del compás puede incluir, en vez de la mina, un pequeño receptáculo en el que depositar una gotita de tinta. La otra punta es aguda, una aguja que bien puede pincharnos el dedo si somos descuidados, y hasta hacer brotar una gotita de sangre en la yema. Abramos el compás, forcemos la separación entre sus dos brazos. Entonces es cuando llega el momento decisivo, irreversible.

 

2.

Sobre la hoja en blanco previamente preparada, que puede ser una lámina que habría que entregar en clase para ser evaluada, o una simple página de uno de los muchos cuadernos de los que nos dotábamos en la infancia, sin tanta trascendencia entonces lo que acabara dibujado allí, pero igualmente fascinados por la infalibilidad de tan simple construcción mecánica, sobre esa superficie, pues, presta para ser inscrita, clavemos la aguja del compás en el lugar designado como centro, y dejemos que, impulsado con un grácil movimiento de nuestra mano, que sujeta el compás por arriba, la otra punta vaya manchando con su tinta o su grafito la inmaculada blancura. Cuando la línea quede cerrada la tarea habrá concluido, aunque nada nos impedirá seguir y seguir haciendo girar el grafito para repasar una y mil veces la circunferencia, ya definitiva en sí misma, ya inescapable para la trayectoria del compás.

 

3.

Así pues, en el mero comienzo del trazado de la circunferencia hay, había en aquel entonces de largos días y esperanzas aún no agotadas, una herida. La aguja marcaba el papel, lo perforaba en un pequeño orificio ya irreparable, redondo él mismo, capaz de abrir en esa geometría bidimensional del plano de la hoja una profundidad inesperada, definiendo un pequeño vórtice por el que se escapaba la blancura. El centro había devenido, pues, un abismo, o un punto de fuga. Uno podía borrar acaso la figura trazada (no si habíamos empleado la tinta, por más que ciertas gomas de borrar lo intentaran, a costa de rasgar el papel, de arrugarlo, de dejar un rastro aún peor), pero no había modo de deshacer el orificio, de desdecir ese comienzo de un cosmos nuevo. Habíamos, pues, cometido, una vez más, un acto irredimible, habíamos generado un sumidero. ¿Era por ahí por donde se iban escapando las esperanzas?

 

4.

Del otro lado, el grafito iba dejando su huella. Había un comienzo, esencialmente arbitrario. Ahí, la primera mancha, el primer punto. Después del viaje circular, nos encontrábamos con ese origen. Es decir, nos encontrábamos en donde habíamos estado con quienes habíamos sido. Si seguíamos dando vueltas, nos llevábamos en nuestra rotación, en nuestro tiovivo monocromo, a ese punto de nuestro pasado al encuentro de un nuevo punto de nuestro futuro. ¿Idénticos? Sólo aparentemente. Sólo si confiamos en la vista, sólo si nos dejamos llevar por el agradable vértigo de la geometría euclidiana, ciencia de lo eterno. Pero el compás recuerda. El compás sabe que primero no hubo nada, y luego hubo una circunferencia, y que todo al final es una cuestión de tiempo. Ah, pero esa geometría temporal restaba por escribirse, aunque se barruntaba, bien que se barruntaba.

 

5.

Toda verdad es curva, nos dijo un día Nietzsche, temblando aún de la visión del Eterno Retorno, la más pesada que pueda concebirse. Lou Andreas-Salomé dejó escrito que Nietzsche sólo hablaba de esa verdad revelada entre susurros. Pensada, la idea del tiempo circular parece natural, puesto que toda nuestra existencia se asienta sobre la imprescindible repetición de ciertos ciclos, diurnos o estacionales. Sentida, esa idea se convierte en algo insoportable. Si de verdad todo se repite incesantemente, en todos sus detalles, la importancia de cada uno de los instantes se hace nula, o infinita. Se puede leer eso como una invitación al amor fati, independientemente de lo dolorosa o miserable que sea la vida, pero también es algo que nos produce la náusea del mareo, la pavorosa sensación del vértigo, es decir, del derramarse. Bien sabe la punta del compás (que acaso sostiene entre sus manos el Ángel de la Melancolía de Durero, por buenas razones) que lo que está haciendo es encerrarnos, definir un corral, una prisión circular, de la que él no es otra cosa que el guardián, el cerco, la frontera. Pero, incluso si fuera así, podría pensarse que todavía cabe una extraña esperanza, una esperanza obscura. La esperanza de que las cosas vuelvan a ser, de que nada se pierda, de que regresemos infinitamente. Ilusos…

 

6.

Vuelvo a Nietzsche, a quien empecé a leer en la adolescencia, de forma igualmente irreparable, incesantemente, como la araña en el claro de luna. Una de las últimas veces fue, como es lógico, durante mi segundo viaje a Turín, en agosto de 2022. Indago sobre su peripecia vital, sobre el modo en que la idea nefanda y gloriosa de la eterna recurrencia se le apareció en Sils-Maria en aquel agosto de 1881 (ya he hablado de ello por aquí). Voy y vengo, doy vueltas, anoto, soy la punta del compás insistiendo en el dibujo ya terminado hace tanto, amenazando con su continuo pasar por los mismos lugares de la página así torturada con perforarla también del lado de la circunferencia, con acabar por recortar ese círculo, escribiendo así otro abismo, de mayores dimensiones, el hueco de lo recortado. Soy lo que se llama una persona obsesiva. Siempre lo he sido, siempre lo seré. No hay modo de dejar de serlo, apenas pueden modularse la intensidad, los objetos, las situaciones, los temores o las personas con los que nos enganchamos. La eterna recurrencia de los temas de mis anotaciones en los cuadernos lo deja bien a las claras.

 

7.

En uno de esos cuadernos, pocos días después de ese retorno de Turín, cuando me he comprado nueva bibliografía de Nietzsche y he apuntado citas diversas, abro una nueva entrada. Es el 24 de septiembre de 2022. La transcribo aquí tal cual, con la fuerza de una iluminación de magnitud comparable a la de Sils-Maria.

Un hallazgo, precisamente hoy, día de la Mercè, un hallazgo terrible: el eterno retorno existe y es la demencia (y un demente lo formula, y en esa revelación establece la cartografía de un territorio que luego recorrerá durante años), en esa incesante recurrencia de la pregunta circular, en esa abolición del tiempo. Así, ese anhelo queda cumplido demoniacamente en ese dejarse ir que implica un desasimiento aniquilador. Pero ¿no era ésa acaso la promesa de la mística más radical? Ese teatro del absurdo de la búsqueda personal concluye sórdidamente en ese semisótano de la pérdida de identidad. Ahí se retorna siempre, a ese no sabernos crepuscular del que ya no se puede salir, pues no hay a dónde.

Es preciso que añada un par de datos para contextualizar las alusiones. Mi madre fue enferma de Alzheimer, y como todos los enfermos de Alzheimer, tuvo una fase inicial en la que preguntaba una y otra vez la misma cosa, incapaz de retener las respuestas que se le ofrecían con toda la paciencia del mundo. Mi madre se llamaba Mercedes.

 

8.

En efecto, lo que me enseñó la iluminación es que, una vez más, hay que tener cuidado con lo que se desea. Cuando avanzamos por la carretera del estar vivos, sometidos a la inclemencia del sol o al fragor de la tormenta, sin saber muy bien por qué, ni hacia dónde, acaso anhelaríamos que esa dura linealidad se curvara, se venciera hacia un retorno de lo vivido, que esa recta inquebrantable nos ofreciera desvíos y atajos que nos condujeran, con milagrosa rapidez, al beso aquel, a aquella sonrisa, al momento en que del paquete de Suiza salió la caja de compases. Pero ese volver es, inevitablemente, quedar atrapado. La subversión de lo que avanza no es un avance hacia atrás, no es un retroceso, es un carrusel al que seremos aherrojados, es un nebuloso empezar a no ser, a ser alguien que no se acuerda de lo que le han respondido y vuelve a repetir la pregunta. Y vuelve a repetir la pregunta. Y vuelve a repetir la pregunta. Trazar una circunferencia no es, desde luego, una operación inocente.

 

9.

Hay que tener cuidado con lo que se desea o, de otro modo: a la memoria la carga el diablo. Especialmente si uno está dotado, a la vez, como es mi caso, de una memoria de elefante y una propensión agotadora a la obsesión. Aparentemente asentado en la herida del ser que marcó la aguja del compás al definir el centro de operaciones, contemplo alucinado cómo a mi alrededor el tiovivo se reitera en su viaje a ninguna parte, incansable. Puede que la verdad sea curva, y que el tiempo lo sea, como supo Nietzsche, pero ésa no es una buena noticia, porque, a pesar de todo, somos el que avanza por la carretera, cubierto del polvo de tantos años vividos, y el destino final ya se insinúa. Quizás en forma de zanja, pero eso no importa, por supuesto.

 

10.

¿Es esto desolador? ¿No hay alternativa entre la circularidad inhumana de los astros que ejecutan sus elipses, ajenos a la gratuidad de esa tarea y la recta del transcurso, que se afana en procurarnos lejanías, desamparos, agostamientos? ¿Cómo vivir en esas geometrías? No hay en realidad fórmula posible, pero al menos sí conviene darle una vuelta a todo eso, una vuelta más, nunca la última, pues nada puede parar hasta que se para y entonces no hay nadie para decir: hemos parado. Si lo miramos bien, el problema siempre estuvo mal planteado, porque no hay circunferencia posible, porque no hay movimiento circular, porque las órbitas también acaban por agotarse y los astros acaban por desplomarse unos sobre otros.

 

11.

La forma geométrica adecuada sería la hélice. Imaginen un muelle, o una escalera de caracol. Somos el punto que está queriendo ser circunferencia, pero según hemos ido avanzando, el plano de la hoja se ha convertido en cuña. Obedecemos (¿qué otra opción nos queda?) a la tirana ligadura del compás, a la rigidez de sus materiales, y rotamos en torno a ese centro sangrante. Pero, completada la vuelta, no nos encontramos con el lugar de entonces, no nos encontramos con quienes fuimos. Estamos más arriba, si somos optimistas y confiamos en que la trayectoria sea ascendente, como en una subida al Monte Carmelo, o por las gradas de la montaña del Purgatorio de Dante. O estamos más abajo, si es que pensamos en que todo decae, todo se desordena, es decir, si somos, como debemos, fieles observantes de la única religión posible, la de la Entropía. De una vuelta a otra el paisaje cambia un poco. Reconocemos, recordamos, evocamos, pero el ángulo es otro, el espacio anota que el tiempo ha transcurrido. No nos hacemos trampas en el solitario.

 

12.

Seamos algo más precisos. Una hélice es una curva que se escribe sobre la superficie de un cilindro. Su curvatura y su torsión son constantes. Si tenemos una montaña, o un pozo como el del Inferno dantesco, esa hélice se está trazando sobre la superficie de un cono, en busca de su ápice, aéreo o subterráneo. Cada vez estaremos más adentro, daremos las vueltas más de prisa. Ahí parecerá que hay sentido, que de algún modo hemos vuelto a vencer a la Carretera Perdida incorporándola a nuestro trazado. Sí, la entropía nos impone que nada vuelva a ser igual del todo, sí, la entropía, es decir, la vida, nos impone un avance imparable hacia el final que es la aniquilación. Pero hay una cima del Purgatorio en la que empieza el Paradiso. Simplemente no estamos dotados para la escalada, no disponemos del equipamiento adecuado, hemos de renunciar a la vertical, no podemos circular por una carretera tan empinada. Pero, al final, llegaremos, tanto rodeo tendrá un objeto. Sí, así son las hélices cónicas: están llenas de esperanza.

 

13.

La verdadera hélice, la del muelle, la de la escalera de caracol, es, empero, la cilíndrica. La pasarela helicoidal se desarrolla sin fin hacia arriba y hacia abajo. No sabemos muy bien cómo estamos ahí, in medias res, en algún piso de esa estructura, y seguimos nuestra marcha. ¿Hacia arriba? Concedámoslo, en el fondo da igual. Lo cierto es que en nuestra marcha vamos siempre sobre un plano inclinado. No hay horizontal en esa rampa. La gravedad amenaza siempre con derribarnos, tenemos que colocar el cuerpo en consecuencia. Si vamos hacia abajo (y vamos hacia abajo) conviene contrapesar un poco, para que la aceleración no sea demasiada, y nos vertamos irreparablemente. Así transcurre el tiempo de nuestra vida: día a día, con la rotación terrestre, mes a mes, con las fases de la luna, año a año, con la traslación en torno al Sol, hacia abajo porque nuestras células se van agotando. La Tierra, la Luna y el Sol también se van agotando, pero duran demasiado para que nos demos cuenta.

 

14.

Este conflicto entre tiempo circular y tiempo lineal reaparece una y otra vez en la historia del pensamiento humano. Es, de algún modo, el tema. La permanencia aparentemente inquebrantable de la escenografía y la linealidad imparable de la obra que en ella representamos. La sucesión de las generaciones y el drama personal del nacimiento y la muerte. Los tiempos de siembra y recolección frente a los rituales de paso y a las fórmulas de acogida y despedida. Desde siempre, la sospecha de que, en efecto, no hemos sido creados cíclicos, hay algo en nosotros que se va derramando, frente a la indiferencia cósmica de los astros, afanados en su escritura, ajenos aún a púlsares y quásares y enanas blancas, otras cosas que fueron abriendo en el cielo otras tantas heridas, que fueron recordando que también se muere el mar, que también esos relojes van atrasando y acaban por pararse.

 

15.

La pasarela helicoidal de nuestra memoria tiene barandillas, no tan altas como desearíamos, que nos permiten asomarnos al gran Hueco central. Son tantos los pisos, lleva tanto tiempo aconteciendo este absurdo certamen de la tortuga, que nuestra vista se pierde cuando miramos. Nuestra propia visión, de hecho, nos traiciona, traduce mal la geometría, tiende a hacer converger las paralelas, cerrar los anillos. Nos parecerá, en efecto, que recorremos un cono, no un cilindro, nos parecerá, en efecto, que las líneas se fugan hacia detrás y hacia adelante. Pero la trayectoria helicoidal no concede respiro. Siempre estamos igual de lejos del otro lado, siempre estamos pisando sobre un suelo diagonal, en el que una moneda rodaría y rodaría hasta perderse.

 

16.

¿Podemos dar la vuelta? Podemos, pero nos toparemos con el resto de los réprobos que ascienden por la Montaña del Purgatorio. Nos toparemos con los que fuimos, visiblemente más jóvenes, más fuertes, no tan secretamente más desdichados. ¿Lo haremos, entonces? Lo haremos, porque somos obsesivos, porque siempre nos parece que se nos ha perdido algo, que hay algo que hemos dejado un par de pisos más abajo, que hemos ido demasiado de prisa y nos hemos distanciado de los que queríamos por compañeros de viaje. Lo haremos, lo hacemos, escribiendo, sobre todo soñando, porque los sueños se desarrollan en una sucesión interminable de sótanos en esa estructura helicoidal, como ya sabemos.

 

17.

¿Y tú, estás en el tren? ¿Estás aquí, en este extraño palacio, en esta rara pagoda, en esta Torre del Silencio? ¿Te paseas conmigo, con Nietzsche, por la arcada circular? ¿Juegas también a avanzar mirando hacia atrás, como el Angelus Novus para intentar así cancelar el futuro, anudándolo como una goma con la que recogemos el pelo de la cabellera que no puede evitar descender hacia los hombros? ¿Arrastras también una roca y sonríes a escondidas cuando vuelve a caer porque sabes que eso te hará retroceder unos pasos, engañar a la entropía, como si eso fuera verdad, como si la entropía no estuviera dotada de ascensores? ¿Eres, en suma, feliz, como Sísifo?

 

18.

He ido mucho al cine esta semana. Tres de las películas que he visto, de algún modo, se inscriben en este raro tiempo helicoidal de la creación artística. Encerrados en sus latas, cuando aún todo era celuloide, en unas latas que bien podrían tener dibujada en su tapa una espiral (como en los motores de los aviones), esos films se dejan exhibir una y otra vez, han encapsulado su propio carrusel, dan vueltas y vueltas sobre las mismas imágenes, y nos reconforta de algún modo que al menos en ellas nada cambie, por más que sepamos que hay que restaurar esos materiales, cambiar de soporte, por más que apreciemos la usura, los colores más desvaídos, por más que entendamos que los actores que las interpretaban han ido desapareciendo. Tres películas: L’année dernière à Marienbad, La Jetée, Mulholland Drive. De todas ellas ya he hablado por aquí: me repito, es mi modo de hacer que el compás gire, aunque la circunferencia que esté trazando se alargue como una elipse, porque la mano cada vez tiene menos fuerza. En todas esas películas, en tantas otras obras, se plantea la cuestión candente: el avance del tiempo, la posibilidad del bucle, la reconstitución del pasado, la resucitación de los recuerdos y de los que habitaban en ellos. Es decir, la aceptación de la pérdida de identidad, la entrada en ese tiempo inhumano de la pregunta circular, el Sils-Maria del Alzheimer. Sí, hay que tener cuidado con lo que se desea, y también con aquello que se admira.

 

19.

Y sin embargo… Nabokov decía que the spiral is a spiritualized circle. Justamente la imposibilidad de retorno es la imposibilidad del cierre, es la puerta abierta del corral. Anclarse a los rituales, ser indulgente con las obsesiones, repetir una y otra vez los mantras, las películas, los libros, las palabras, funciona para moderar la inquietud, para narcotizarnos, para marearnos como nos mareábamos girando y girando cuando éramos pequeños, hasta caer al suelo. Todo eso está bien, es aceptable, es imprescindible incluso, hay que seguir haciéndolo. Pero no hay que inventarse la horizontal del suelo, no hay que ignorar que el paisaje se va viendo con ángulos distintos, hay que recordar que estamos pasando por lugares que se parecen, pero que no son el mismo. Hay que estar atentos a las respuestas, para no repetir las preguntas. En suma, hay que aceptar el argumento de la obra.

 

20.

Sólo así podremos reencontrarnos. No con quienes fuimos, ni en donde estuvimos, sino con los que somos, aún más, con los que seremos, porque ahora, aquí, escribiendo, aún no estamos juntos. En alguna de las vueltas de la hélice nos esperamos, los dos mirando por la barandilla al espectáculo incomparable de los coros angélicos de la Nada. Nuestra historia siempre fue divergente, pero hay segmentos compartidos que nos unen más allá del tiempo. Es cierto que cada uno miraba desde un lado, es cierto que los relatos difieren en algunos matices. Pero qué importancia tiene eso cuando el enemigo a batir, la entropía, es tan poderoso. Bien nos podemos conceder un receso en el ascenso, bien podemos sacar de la mochila la caja de compases, bien podemos sentarnos en el suelo sólo tan levemente inclinado, notando que nuestra flexibilidad no es ya la de los ocho años, bien podemos trazar una circunferencia en el suelo, bien podemos permitirnos un borrón de tinta, muchos borrones, una constelación entera de ellos, un nuevo cosmos de borrones que dejar ahí, en ese preciso punto por el que otros pasarán tarde o temprano. Bien podemos convertirnos en agentes del Eterno Retorno, en subversivos generadores de instantes insondables. Bien podemos perforar con la punta de nuestro compás todos los dolores para abrir en ellos la espita de la alegría. Bien podemos, pues, abrazar el vértigo, como en aquella escalera de caracol de Chartres que no nos atrevimos a acabar de subir, pero que nos brindó muchas, muchas ventanas a través de las cuales contemplar la puesta del sol, una de las que nos queda aún por contemplar, y ya van siendo menos.


lunes, 3 de febrero de 2025

La Biblioteca

 


Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

JORGE LUIS BORGES, La biblioteca total

 

1.

Convendría dejarlo claro desde el principio: la literatura fantástica nace de la desdicha. Esto no es decir mucho, porque en realidad toda la literatura nace de la desdicha, como de la desdicha nace en última instancia todo. Por otro lado, se podría argüir que toda literatura es fantástica, que toda literatura trata de lo que no es, de lo que acaso podría ser (pero no, no puede), de lo que quizá se desearía que fuera. Incluso cuando la literatura cree tratar de lo que hay, de lo que existe, no hace sino crear réplicas, falsear, inventar: ése es, al cabo, su cometido. A veces, no obstante, lo hace más abiertamente, perforando nuevas vías en el tiempo, explorando universos tangentes, reescribiendo memorias que siempre fueron falsarias. Entonces hablamos de literatura fantástica, porque así lo quisieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo cuando hicieron su antología, allá por el cuarenta. Y nosotros adoramos la literatura fantástica. Porque somos desdichados.

 

2.

Hubo un tiempo, largo, en el que Borges era escritor, pero no narrador. De hecho, sus grandes cuentos clásicos, los que se reúnen en las dos colecciones decisivas, Ficciones y El Aleph, se escribieron en menos de una década, allá por los cuarenta del pasado siglo. Desdichado, lo fue siempre. O al menos lo fue parcialmente, como lo somos todos. Enamoradizo, reincidió una y otra vez en esa religión cuyo dios es falible (Borges dixit) y fue rechazado y se tuvo por alguien que producía repulsión y que ostentaba un rostro obeso y epiceno. De sus amores frustrados nacieron no pocos de sus mejores cuentos. Como nos pasa a todos.

 

3.

No todos somos Borges, empero. Cuando Borges comienza a derivar hacia la narrativa, aunque nunca fuera capaz de abordar la composición de una novela (hubo algún intento, al parecer, rápidamente abortado) tiene tras de sí ya una larga trayectoria de poeta y ensayista de renombre, al menos en los medios porteños. Es, así mismo, una de las firmas recurrentes de la revista Sur, dirigida por la muy relevante Victoria Ocampo, la hermana de Silvina (es de justicia que, por esta vez, se inviertan los términos de esa consabida relación familiar). En Sur, como en otras publicaciones periódicas, Borges ejecuta reseñas de libros y de películas de cine, y publica también breves piezas en las que no deja de hacer patente su erudición, proclive, como es sabido, a paralelismos sorprendentes, manipulaciones más o menos descaradas de citas y hechos históricos (su tendencia a lo apócrifo y a la mera invención de personajes y obras irá creciendo y se convertirá en una de sus principales señas de identidad en sus relatos) y juegos lingüísticos y conceptuales. Es ahí, en Sur, en el número 59 del año IX, correspondiente a agosto de 1939 (unos días después, ya sabemos, Kafka se iría a nadar mientras comienza la Segunda Guerra Mundial), donde Borges publica La biblioteca total.

 

4.

Por más que aproveche para arrojar algunos nombres más o menos esperables, haciendo así una especie de recorrido sobre una idea que, según él, nace ya en la Metafísica de Aristóteles, lo cierto es que ese texto es, no declaradamente, una reseña o comentario sobre un relato de un autor alemán de cierto predicamento en la época, y hoy básicamente olvidado, Kurd Laβwitz. Por comodidad, transcribiré en el resto del texto, como es posible hacerlo, la eszett (β) por una doble ese. Pero siempre es un placer recordar que un día, allá cuando estudié alemán con mucha dedicación, en mis años de estudiante de Física, aprendí a trazar ese símbolo, que no es claro, una beta, sino la unión de una ese alta, de las que se pueden encontrar tan a menudo en los manuscritos medievales y una zeta como acogida en esa media ojiva que la ese dibuja. Pero divago. Divagar es uno de los placeres de la literatura, que no ha de cumplir en absoluto los requisitos de la vida, siempre tan exigente en sus tiempos y sus espacios.

 

5.

Lasswitz (1848-1910) llegó, al parecer, a ser denominado el Jules Verne alemán, por sus novelas futuristas y sus cuentos fantásticos. No hay edición en castellano de la obra de Lasswitz, al menos que yo sepa. Sí hay una traducción del cuento del que parte Borges, titulado La biblioteca universal, dentro de un volumen llamado “Ficciones” de Borges. En las galerías del laberinto, a cargo de Antonio Fernández Pérez, una muy estimable obra, extremadamente rica en información, en la que se pasa revista al contenido de todos los relatos de Ficciones. Conseguí un librito de Lasswitz en italiano (mi alemán, a pesar de aquella formación a la que me he referido, nunca acabó de desarrollarse propiamente y ahora está oxidadísimo, así que me cuesta leer en él, ay) llamado La biblioteca universale e altre fantasie. Allí, en efecto, se encuentra el cuento de marras (1904), que habla del concepto de la biblioteca total, que, a pesar de la prosapia que le adjudica Borges en su ensayo, es bastante original del tudesco, al menos en la formulación que él emplea. A saber: la Biblioteca Universal (que otros llamarán Total) es la que contiene todos los libros posibles. Es más, la que contiene todos los libros imaginables.

 

6.

En efecto, puesto que la materia de la que se componen los libros son las palabras, y las palabras de cualquier idioma son una cantidad finita, por más que sus permutaciones posibles fueran un número astronómico, es concebible una biblioteca en la que todas las ordenaciones entre palabras, o entre letras y caracteres ortográficos, se agoten, una biblioteca exhaustiva (y extenuante, sin duda) en la que todo libro que concebirse pueda, y también todos los inconcebibles, estaría en algún anaquel, disponible para que, por ejemplo, el protagonista del relato, un tal Burkett (el destino obra por vías misteriosas, y da casi para otra historia que ese nombre resuene con el de un Borges que apenas tiene cinco añitos cuando Lasswitz está proponiendo su juego; por no hablar de que también hay una Fräulein Brigger ahí) elija el que quiera para su colaboración diaria en un periódico, ahorrándole así el trabajo aparentemente absurdo de escribir él una cosa que de algún modo ya existe, aunque sea en el virtual mundo de la combinatoria.

 

7.

Ahí está, pues, in nuce (y algo más que eso, pues Borges fusila con descaro alguno de los pasajes) el origen, no ya de La biblioteca total, sino de La biblioteca de Babel, sin duda uno de los relatos más conocidos del argentino, acaso el que ha producido más revuelo a lo largo de las décadas, por la simplicidad aparente de su argumento y las profundas resonancias que suscita en el agua del pensamiento. Me parece relevante, en este caso, en el que disponemos con claridad del substrato en el que germina la poderosa imaginación borgiana, señalar dos cosas. La primera: la evidente superioridad del cuento de Borges respecto del de Lasswitz. Éste no deja de proponer un juego de ingenio, y lo desarrolla con una probidad decimonónica exenta de toda capacidad de asombro. Es, de hecho, algo fatigoso, pues se plantea como una especie de lección de un pedante profesor que va desgranando las peculiaridades de una biblioteca tan fácil de concebir como inconcebible en sus dimensiones e implicaciones. Hay, claro, cálculos matemáticos, ejecutados con rigor y sin emoción, y una especie de nonchalance que hace que, ya que inevitablemente el destino nos ha llevado a leerlo sólo mucho después de haber sido deslumbrados en la adolescencia por Borges, nos parezca una especie de hermano desmañado al que no cabe prestar mucha atención, si no fuera porque pertenece a la misma prole. Que es más o menos lo que ha pasado históricamente, pues Lasswitz es conocido ahora apenas por este relato, y sólo en tanto que nota al pie en las Obras Completas de Borges (en las de la Pleiade, en francés, he de decir, porque las de Emecé no disponen de aparato filológico…).

 

8.

La segunda cosa que cabe decir es que, dado que Borges ejecutó primero un ensayo sobre la cuestión de la Biblioteca Total, justamente en el momento en que empezó a coquetear con las formas narrativas (cabe recordar El acercamiento a Almotásim, esa reseña falsa que primero se presentó como un ensayo y luego fue incorporada a Ficciones como relato), el modo en que el argentino combina los ingredientes es realmente fascinante. No es que no haya en cualquier página de Borges, incluso el Borges más circunstancial, incluso el más bisoño, notas para el asombro, es que en este caso, el juego de manos que implica, entre otras cosas, una apuesta por la grandeza, un decidido elevar la materia del cuento de Lasswitz y de su propia reseña a un infinito difícilmente abarcable con el pensamiento, nos proporciona una dimensión emocional rara en lo que se presenta tan a menudo como un puro tour de force intelectual.

 

9.

Así, en la primera línea del cuento ya estamos apabullados: El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Estamos ante la exposición de una geometría, que, se nos dice, tesela el Universo todo. La equivalencia entre universo y Biblioteca lleva resonando en mis oídos desde que un adolescente entusiasta y raramente dotado para la Matemática, como yo era, se topó con Ficciones. Borges había crecido en el mundo de la biblioteca de su padre, que él, niño, juzgó infinita. Yo, como Borges, me figuraba el Paraíso bajo la forma de una biblioteca. Ahora poseo una, vivo en una, con incontables volúmenes. No sé si hubiera sido así (aunque sí, si lo hubiera sido) si Borges no me hubiera dicho, aquella tarde, con un libro recién estrenado de Alianza Editorial, que el universo y la Biblioteca eran la misma cosa.

 

10.

Sólo después, quizá sólo ahora mismo, no sé, comprendí que en realidad Borges estaba describiendo una prisión. Los esfuerzos por exponer la matemática de esa prisión nos hacen pensar en los grabados de Piranesi. La estructura básica de la colmena, esa celda hexagonal, se repite incesantemente, en todas las direcciones. Hay, en cada hexágono, cuatro paredes pobladas de anaqueles repletos de libros todos con el mismo formato. Hay, en las dos paredes sin libros, pasajes a los hexágonos continuos. Hay, en cada uno de esos zaguanes, las instalaciones mínimas que permiten la supervivencia de los ya no tan numerosos (epidemias, suicidios) bibliotecarios: a saber, un cubículo en que dormir de pie; una letrina en la que satisfacer las necesidades fecales (que se transformaron, no sabe uno muy bien por qué, en necesidades finales en sucesivas ediciones de las obras de Borges). El pozo central está rodeado, ya hemos visto, por una baranda bajísima, como para hacer más sencillo el despeñarse por ese hueco sin final posible, ya que cada hexágono es sucedido por otro también en la dirección vertical, ad nauseam. Una escalera de caracol y un pérfido espejo completan el mínimo ajuar del cuarto. Así es la Biblioteca, que otros llaman el Universo.

 

11.

No agotaré los pormenores de la narración, entre otras cosas para obligarles a Uds. a que la recorran por sí mismos. A estas alturas, sabrán ya que es útil, si uno profesa de lector de Pálido juego, dotarse de los Cuentos completos de Borges. Hay un vaivén de datos, de cálculos. Hay también una provisión de historias y leyendas. Hay hallazgos inolvidables: un volumen en el que, tozudamente, en sus cuatrocientas diez páginas, en cada uno de los cuarenta reglones de cada una de esas páginas, se repite sin término la secuencia m c v. Hay insensatas cacofonías, fárragos verbales, incoherencias. La razón última es que la Biblioteca es demente, no obedece a ningún principio organizativo, el contenido de sus libros no parece haber sido pensado por nadie, no parece poder comunicar nada. La Biblioteca es, como la de Lasswitz, meramente permutatoria. Los veinticinco signos (las letras, el espacio, el punto, la coma) se han barajado interminablemente para proporcionarnos todas las variaciones posibles. El mero uso de los tiempos verbales ya es incorrecto, puesto que todo bibliotecario sabe que la Biblioteca es eterna. Todos los libros están en ella, siempre han estado, siempre estarán. Todos los textos están allí. También éste. También cualquier variante de éste, que acoja cualquier errata. Un texto exactamente igual a éste, pero en el que de repente aparece, sin que tenga sentido una letra aislada. Una l, una n. Pero hay otra copia en la que la l es la n. Y hay otra en la que puede leerse, con claridad, oh tiempo tus pirámides. Y también hay libros en los que este texto es simplemente algo así: efyugsi yarpiye p,ouka daiy.

 

12.

Borges era desdichado y yo también lo era cuando lo leía y lo soy ahora cuando escribo esto, pero por eso mismo, Borges y yo y el Agus de entonces gozamos enormemente de estos juegos, amamos la literatura fantástica. Porque nos permite formular lo que no es, y eso, o ésa es la idea, permite socavar lo que es, permite disminuir la tiranía de lo que realmente acontece. A saber, la fatiga, el desamor, el rechazo, la usura del tiempo, el sinsentido, es decir, la vida. Lo que ocurre es que a veces los mundos se nos van de las manos. Así, nuestro bibliotecario, que ha entendido el truco de la Biblioteca (no ha sido él, es un saber que se viene transmitiendo desde siglos), concede, qué remedio, que la inmensa mayoría de los libros, compuestos por el mero Azar, son ilegibles. Son desoladoramente inútiles. Hay un sitio web que se llama libraryofbabel.info que permite generar páginas de la Biblioteca de Babel, que incluso las sitúa en el hipotético hexágono donde se ubicarían (el número de hexágonos excede las posibilidades del Universo y de una infinidad de Universos como éste, por no hablar de los libros, pero esto no nos preocupa aquí). Hay una cantidad abismal de libros, por ejemplo, en el que todas las páginas están en blanco (es decir, los caracteres en ellas se limitan a una sucesión de espacios) salvo por una, en una de cuyas líneas puede leerse agus. O cualquier otra cosa. No es difícil hacer la cuenta del número de libros posibles, del número de combinaciones posibles. Al adolescente no le resultó difícil hacer esa cuenta. Hay muchos lugares en los que está hecha. Puede expresarse en notación exponencial. Fácil, elegantemente. El número de átomos del espacio es mucho menor que esa cifra inabarcable. Todo esto no sirve de mucho, salvo para aquellos a los que la Matemática les suena como un territorio vedado, como una especie de recinto sagrado para místicos incomprensibles. No, la magia del relato no está ahí.

 

13.

El número es finito, por más que absurdamente enorme, y nuestro bibliotecario, que ha pasado su vida intentando encontrar algún libro con sentido, alguno que se refiera a él, su Vindicación, o el catálogo de catálogos de la biblioteca, o los libros arcanos del Hexágono Carmesí, o la inimaginable celda circular en la que hay un solo libro de lomo igualmente circular que recorre toda su circunferencia, el narrador, que está a punto de morir, que se ha quedado ciego, como Borges ya se estaba quedando desde siempre, se obstina en mantener la infinitud de la Biblioteca, pues le parece aún más difícil una escalera de caracol bruscamente interrumpida que no conduce a otro hexágono, un zaguán que no lleva a la habitación de al lado. Postula así que el universo, que otros llaman la Biblioteca, es infinito y periódico, que el caos que es el orden inexistente de la sucesión de libros es en realidad el Orden, el canon, que un ser eterno que recorriera la Biblioteca acabaría por entender esa sucesión de textos, que todo ese artificio sería, al fin, justificado.

 

14.

Es conocida la idea, que acaso procede de Thomas Huxley, de que todo texto, toda obra maestra de la literatura, puede ser ejecutada por azar si disponemos del tiempo suficiente, que todo puede generarse, por ejemplo, por un ejército de monos tecleando en una máquina de escribir indefinidamente (Borges apostilla, con acierto, que sería suficiente con un solo mono inmortal). Por supuesto, ese tiempo es mucho más del que disponemos, no sólo nosotros, sino el Universo, y esa cuenta lo que acaba revelando justamente, es que no es por el azar como componemos las obras. Aunque en el fondo probablemente sí lo sea, bastaría con ajustar mejor los pesos de las funciones, por definir un mejor modelo, porque lo cierto es que nuestra mera presencia aquí es el resultado de un encadenamiento de azares tan brutal (piénsese en el más bien sórdido modo en cómo somos generados, y en cómo esa generación depende de las contingencias más banales) que no cabe hacerse ilusiones sobre la trascendencia o el sentido de nada de lo que acontece. Pero no es eso lo que está en juego aquí, y no es esa la magia del relato.

 

15.

He dicho que Borges describe una prisión. Para que una prisión, una prisión real, es decir, finita, nos sea gravosa lo fundamental no es la privación ni la incomodidad. La clave en todo castigo reside en la esperanza. Por eso el Infierno clásico no funciona. Los tormentos, por mucha inventiva que le ponga Yahvé (y le pone bastante, otra cosa no, pero crueldad no le falta al Dios de los Ejércitos) acaban por hacerse viejos, tediosos, irrelevantes. Uno se acostumbra, pierde toda esperanza. Hay algo peor: el infinito, que lo lamina todo. La esperanza se basa en que las cosas pueden ser de otro modo, en que hay posibilidades no exploradas, o vías de retorno a paraísos, verdaderos o no, donde se cree haber morado en un pasado idílico. La Biblioteca de Babel es, brutalmente, por su propio carácter exhaustivo, el lugar donde las esperanzas se agotan, ya que todo en ella ocurre e igualmente no nos sirve y por ello debería ostentar, justamente como el Inferno de Dante, en su puerta (pero no hay puerta, porque es infinita, isótropa, indiferente) el letrero del Lasciate ogni. Así es la Biblioteca, que otros llaman el Universo.

 

16.

Me explico (o no) con algo más de claridad. En todos los juegos del desdichado Borges con la Matemática, con la ciencia, con el espacio, el tiempo, la memoria, las cantidades, las imposibilidades, las paradojas, los laberintos, nos topamos con el mismo esquema. El infinito nos lamina, y era nuestra apuesta. El infinito nos lamina y sin embargo la vida no puede vivirse. El infinito nos lamina y sin embargo somos desdichados. Así, Funes el memorioso ha desterrado el olvido, contiene dentro de sí todos sus pasados, con el detalle absoluto de lo que ha ocurrido una vez y está ocurriendo para siempre. Puede recordar cada beso, cada caricia. Pero nadie besa a Funes, nadie lo acaricia. Funes es un tullido en un galpón que no puede dormir. La memoria no excluye el tiempo. La memoria no substituye la acción. Algo peor: la memoria no puede cambiarse, Funes no puede inventarse un pasado, no puede deformar sus recuerdos. En la Biblioteca de Babel están todas las obras que quisiéramos escribir, todas las obras que los días más faustos pensamos que podríamos escribir, pero son inencontrables, nunca llegaremos a poner nuestras manos en esos volúmenes. Y aunque lo hiciéramos, de qué serviría. La población de bibliotecarios está diezmada, el universo es un lugar permanentemente iluminado por luces insuficientes. No hay forma, además, de saber si cualquier otra colección ininteligible de caracteres no es la verdadera obra maestra, escrita en un inalcanzable idioma extraterrestre, en una lengua angélica para la que no hemos sido elegidos.

 

17.

El infinito nos lamina. Cuando somos niños nos parece absurdo estar muertos. Nos aterra saber que, de todos modos, la gente se muere. Poco a poco vamos experimentándolo. Abuelos, algún amigo en algún accidente. Empieza a rondar la idea del suicidio: somos adolescentes torturados. Luego, el tiempo pasa, uno comprende aquello del argumento de la obra. Pierde la fe si es que alguna vez la tuvo. Otros no, otros no pierden la fe, suben la apuesta. Creen que no morirán, creen que morir es aparente, creen que existe otra vida, la vida eterna. No sólo creen eso: lo encuentran deseable. Pero la vida eterna es la Biblioteca de Babel. Una sucesión interminable de instantes en los que todo acaecerá necesariamente. En los que todo acaecerá necesariamente un número infinito de veces. Todas las posibilidades acabarán por darse. Y eso hará que nada tenga ningún valor, que ninguno de los tomos sirva para nada, puesto que toda nuestra alegría, toda nuestra felicidad, se predica del hecho de nuestra finitud. La eternidad acaba por repetirse, acaba por encerrarnos, acaba por convertirse en una prisión. O se hace más angosta, va reduciendo el periodo de las oscilaciones: es un solo instante sin duración, es una visión extática fuera del tiempo. Sí, pero entonces ya no somos, porque lo que  somos es esto que se agota, somos nuestro extinguirnos.

 

18.

Hay un relato positivamente espeluznante del que la fama cuenta que Borges lo eligió como el más memorable que conocía. Se trata de Donde el fuego no se apaga, de May Sinclair. La trama del relato puede resumirse en el consabido adagio: ten cuidado con lo que deseas. La eternidad prometida de un amor sin fin acaba revelándose como un infierno. La presencia inextinguible del amado, eso que nos juramos cuando sabemos que no puede ser, cuando sabemos que lo estamos diciendo en un instante que desaparece, es el peor de los castigos. El infinito nos lamina. Todo lo que deseamos, todo lo que juzgamos deseable, todo lo que realmente constituye una fuente de placer, un contrapeso a la desdicha del vivir (la malheur de Simone) es necesariamente efímero.

 

19.

En Send her victorious (aquí traducido por La hipótesis de la Reina Victoria), Brian W. Aldiss juega con la historia de los monos tecleadores mostrando un experimento en el que hay ratones que tienen que accionar unas palancas para conseguir una descarga de placer. Para que el mecanismo se active tienen que ser capaces de componer una palabra: SHAKESPEARE (el chiste es más evidente porque la hipótesis de los monos infinitos siempre se formula acudiendo a las obras de Shakespeare). Nos dice Aldiss (leí también ese cuento hace tanto ya) que los ratones saben como hacerlo, pero con la excitación se les olvida, y empiezan a proponer secuencias aleatorias, hasta que aciertan de nuevo y consiguen otro orgasmo. Es sabido que en experimentos (reales ahora) con animales algunos optan por morir de placer accionando una y otra vez el botón del éxtasis. Conocemos bien ese comportamiento, esa obsesión, esa tendencia a la adicción. Es, de nuevo, una búsqueda de la tangente, una corrección del relato. Pero la eternidad nos lamina. No sirve.

 

20.

La cita inicial que Borges coloca en el encabezamiento de La biblioteca de Babel es apropiadamente de la Anatomía de la melancolía de Burton, ese compendio casi infinito él mismo sobre la cuestión clave: la melancolía. Esa perpetua insatisfacción lo es, ante todo, porque se sabe de una satisfacción, una que en realidad no ha tenido lugar, pero que parece recordarse, como proveniente de un antes en el que todo estaba bien. Los dados se arrojan, se mojan los pinceles en los pigmentos, se empuña el cincel, se mira a la luna en busca de inspiración, se teclea, como si uno fuera uno de esos monos, que acaso son doce, en busca de Hamlet. Se vislumbra el Paraíso en la forma de una Biblioteca. Se aprende matemáticas, y física, y filosofía. Se llenan los anaqueles. Se mira de reojo al pozo central, se aparta uno con cuidado de la baranda bajísima. Artificios. Sirven, al menos a veces.

 

21.

Lo que cabría hacer, lo que convendría hacer ya de una buena vez, tal vez, si se pudiera, es abandonar toda esperanza. Abandonar esa dudosa operación hipotecaria, esa especie de inversión a fondo perdido que esquilma nuestros magros recursos. Dejar de creer en el futuro, limitarse a vivir. No pensar en los otros volúmenes, recorrer éste, aceptar su cacofonía, su ininteligibilidad. Apurar el beso, que siempre es el último, que siempre es el único. Aceptar sus perpendiculares, verlas emerger, verlas florecer en geometrías que no son ya penosamente hexagonales, ver cómo eso se desvanece, hacerlo florecer una vez más, verlo agostarse una vez más. Construir así un nuevo universo en el que no haya ya planta hexagonal alguna en la que apoyarse, en la que realmente uno sepa que no es, y que no ser es la mejor forma de estar, y que estar significa sobre todo no ser bibliotecario, ni ser escritor, ni ser nada, ni buscarse entre los libros, ni desearse parte de los libros, ni obstinarse en localizar cada agus que aparezca en ese azar monstruoso del estar vivo. Y sobre todo, sobre todo, no desear, ni en las horas más negras, que exista la vida eterna, que exista un universo infinito, que uno no pueda morir, porque morir, al final, es lo único a lo que realmente siempre podremos aferrarnos.

 

22.

Sí, todo eso sería lo deseable, y probablemente es algo que Borges no ignoraría. Pero Borges es desdichado, y todos lo somos, y por ello no podemos alejarnos de la teratología, no podemos dejar de enarbolar nuestros monstruos familiares, de pavimentar carreteras perdidas, de ejecutar palacios pródigos en estancias, de soñar con mundos alternantes en los que estamos y también no, de reescribir nuestra historia, y de apostar por el multiverso para al menos tener así la chance de que en la ruleta vuelva a salir el catorce. Es preciso ser indulgentes con nosotros mismos, somos niños asustados y necesitamos un abrazo, un abrazo circular, inagotable. Por eso, mientras recorremos la ciudad, las manos en el bolsillo del abrigo, es mejor que nuestra cabeza dé vueltas sobre el argumento del próximo relato, que se desarrolla en un mundo que es casi éste, pero no éste, porque quién quiere vivir en este mundo y sobre todo quién quiere contar lo que pasa en este mundo.