miércoles, 27 de noviembre de 2024

Replicantes

 


 

No es ya nunca hora de dormir. Siento un terrible despertar físico.

CARLOS EDMUNDO DE ORY, Diario, 25.V.1952

 

1.

Nunca he dejado de escribir, pero los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI mi peripecia vital me absorbió sobremanera y mi producción, si puede hablarse en esos términos, fue escasa, y con una menor propensión a embarcarme en proyectos excitantes pero quiméricos. Los cuadernos que restan de esa época son pocos y aún no había adquirido la costumbre de portar siempre conmigo libretas o al menos hojitas sueltas para ir anotando continuamente lo que me va sobreviniendo en mis paseos por la ciudad.

 

2.

En un momento dado empecé a comprar bellos libros, pues eran cuadernos de muchas hojas, bien encuadernados, con pasta dura, en papelerías pijas como Ordning & Reda. Uno de ellos, azul, cubre el periodo de 2001 a 2004. En él, anotadas con tinta de estilográfica también azul, hay numerosas citas de los autores que iba leyendo por entonces, y textos míos de creación encerrados entre corchetes, porque la idea era más bien componer una especie de libro de jardines ajenos, como diría Bioy Casares, cosa que había venido haciendo en un par de cuadernos de espiral, mucho más modestos. Hasta ese punto había dejado de escribir, hasta convertir mi escritura en más bien una pequeña acotación entre los fragmentos de otros.

 

3.

En ese libro azul, no obstante, fueron aumentando los textos entre corchetes, y los poemas, hasta que fueron desapareciendo, prácticamente, las citas, y para el final de sus páginas, de algún modo, el escritor se había recompuesto, entre otras cosas porque su vida se había ido complicando notablemente, y cuando eso ocurre, el único refugio al que nos es dado ir es al puro centro que nos constituye, y el mío es, siempre ha sido, la literatura.

 

4.

Las citas del comienzo del libro azul provienen a menudo del Diario de Carlos Edmundo de Ory, enorme poeta gaditano en el que me estaba sumergiendo por entonces, hace ya casi su buen cuarto de siglo. Entonces manejaba un volumen llamado Diario I, publicado en la colección Ocnos por Barral en los años setenta, que había comprado seguramente en una Feria del Libro de Ocasión. Barral nunca publicó más tomos del diario de Ory, así que ese “I” de la portada se asemeja mucho al “I” de la Melencolia de Dürer, que no tuvo tampoco una continuación. Fue mucho más adelante, justamente en 2004 (el colofón señala el invierno como fecha de conclusión, posterior, por tanto, al final de mi libro azul) cuando la Diputación de Cádiz publicó en una elegante edición en tres tomos el Diario completo. El primer tomo corresponde básicamente al de Barral, y ahí se encuentran también, claro está, las citas que yo apunté en 2001.

 

5.

Releo ahora mis elecciones. Son, ciertamente, frases inolvidables. Ory tenía una facilidad extrema para los hallazgos verbales, y, no en vano, su producción aforística (reunida ahora también, póstumamente, en una colección de Aerolitos, que es como a él le gustaba nombrar a esos apotegmas) es abundante y a menudo sorprendente. Anoto el 21 de septiembre de 2001, el día en que abro el cuaderno:

¿Qué es la poesía sino una exclamación sobre el abismo, una interrogación respondida por la voz de la angustia en medio de las sombras? (19 de agosto de 1951)

y aún puedo fácilmente evocar el estremecimiento que ese respondida que el propio Ory subrayó provocaría sin duda al yo que entonces era, si es que alguno, alguna vez, fuimos o somos. Dos líneas después anoto:

¿Usted ha visto alguna vez el dolor? ¿Sabe de qué color es? ¿Conoce su forma? Sólo que tiene ojos terribles. (13 de octubre de 1951)

y me siento, claro, interpelado por esa interrogación del poeta, que establece un extraño monodiálogo en el que de nuevo las itálicas van a señalar con rotundidad una certeza: ese que nos habla de los ojos con los que nos mira el dolor.

 

6.

Ese mismo día, por mi parte, entre sus corchetes, yo he colocado un fragmento mío que luego usaré como lema para el blog que es de algún modo el antecedente remoto de éste y que mantuve durante bastante tiempo en el final de esa primera década de los dos mil, The Blue Parrot:

Jugaremos con las palabras hasta que empiecen los bombardeos. Cuando el ruido sea insoportable nos limitaremos a hacer muecas, y si se espesa el humo nos abrazaremos como dos ciegos.

 

7.

Me angustia la triste vigencia de esas líneas. Siempre hay una guerra a mano, siempre estamos en un estado de sitio, sobre nosotros siempre pesa una amenaza. Esa vigencia, no obstante, me reafirma: ante la violencia que se enseñorea, cabe sólo la rebelión de los versos, la comunicación entre los sitiados, aunque sea sólo por señas, la caricia de dos cuerpos que tiemblan juntos.

 

8.

Sigo hojeando el libro azul hasta que encuentro, unas páginas después, lo que estaba buscando. Corresponde a un apunte que realicé el 12 de octubre de 2001, fue lo único que escribí ese día. Es una cita de la página 275 del Diario de Carlos Edmundo de Ory (en la edición de Barral, en la de la Diputación de Cádiz figura en la página 363 del primer tomo). Estamos (en el tiempo de Ory) en el 29 de octubre de 1954, ha hecho hace pocos días setenta años de eso. Carlos acaba de abrir esa noche el Cuaderno XIII, que cubrirá los últimos días de 1954 y se extenderá hasta marzo de 1955, a caballo entre Madrid y París. La vida del poeta es complicada, desde todos los puntos de vista: económico (sobre todo), amoroso, literario, político… La primera anotación del cuaderno ese viernes ya es nocturna, habla de la visita de José Luis Prado Nogueira y la larga y agradable conversación mantenida con él esa noche.

 

9.

Ory, entonces, data las siguientes entradas: 11,45 de la noche. Estamos ya casi entrando en el día después, en la madrugada. Habla de su lectura de los Demonios de Dostoievski, menciona, sin más desarrollo La existencia bruta de los poetas, copia una cita sobre Heidegger y su relación con el pensamiento chino (la magia de Google permite localizarla: proviene de un trabajo de Vicente Marrero) y entonces, Ory, ya en la medianoche sin duda, escribe

Oigo sirenas en la noche, luego existo.

 

10.

¿Son las sirenas-pájaro de Odiseo las que visitan a Ory durante la fría y obscura noche madrileña de los cincuenta? ¿Le llevan a chocar su nave contra las rocas? ¿Son las sirenas de cola de pez que entonan con dulce voz los cantos de la añoranza de la tierra natal las que perturban el sueño del gaditano, que en la entrada inmediatamente posterior de su diario nos dice que Solamente hay claridad en mis sueños? Cabe pensar que no, que en esa noche de dictadura y soledad los sonidos que taladran el silencio son sirenas de coches de policía, en busca del próximo preso, sirenas de ambulancia que trasladan a un moribundo. No son sirenas de barco, pues el mar está a una distancia inconcebible, tanto más dolorosa para un poeta nacido en la Bahía. Pero son justamente esas sirenas las que le hacen a Ory establecer esa profesión de fe existencialista: oigo sirenas en la noche. Es decir, existo.

 

11.

La resolución del cogito cartesiano se hace, por lo tanto, cristalina. No es a través de la razón, no es a partir de argumentos más o menos alambicados o artificiosos, como hemos de adquirir una certeza que en realidad estaba ahí desde el principio. No somos en tanto que pensantes, no existimos en tanto que racionales: es el miedo, siempre fue el miedo, y con el miedo el dolor, el dolor de un cuerpo incontestable, quienes nos transmiten una certidumbre inquebrantable en nuestro propio estar aquí (no ahí, en un Dasein glacial por más que se quiera calentar con versos de Rilke: en un aquí sudorosamente íntimo, en un contacto pegajoso y familiar, como el olor de la vieja cama de los abuelos). Las sirenas de la noche con su ulular, con su aullido de perros desesperados por la falta de la luz que expresan su temor a una luna impertérrita, nos confirman lo que de ninguna forma podemos ignorar: estamos vivos.

 

12.

Cuando, muchos años después, el escritor, finalmente decidido a asumir su destino de siempre, su anhelo de juventud, escribió un relato titulado La noche de los lotófagos y puso en marcha una máquina que sigue funcionando, con buen rendimiento, hasta aquí, hasta esta página electrónica, colocó (coloqué, puesto que hablamos de lo inmediato, de lo íntimo, de lo indiscutible, y no cabe escudarse en artificios de las Personas del Verbo) como cita inicial la de C.E. de Ory. El tránsito por la noche de los lotófagos venía acompañado, quién lo duda, por un fondo de ruidos entre los que destaca, agobiante, abusivo, ese lamento que se percibe desde tan antes, que crece en su Doppler imparable, para alejarse dejándonos la certeza de que, donde vaya, habrá dolor. Las sirenas cantan blues toda la noche, escribí entonces, más adelante, en Morgana en Duino, y sí, lo que cantan las sirenas es triste, y azul, como el gato, azul como las luces de una ambulancia.

 

13.

No hacían falta, pues, tantos rodeos. No hacía falta hacerse trampas en el solitario y descartar, por puro miedo, al genio maligno que nos pone ante los ojos la fantasmagoría de los palacios orientales. Descartes quería negar el cuerpo, quería hacerlo máquina, para discernirnos del animal, elevarnos hacia unos ángeles que, por supuesto, no escuchan nuestros gritos entre sus coros de monótona alabanza a un dios ausente, al hueco en donde debería estar la corola de la rosa de tantos pétalos. Pero negando el cuerpo negamos todo lo demás, porque no hay nada más. El alma cartesiana, que se regocija en su brillante orfebrería de palabras, que se convence de que es pensando como existe, es del todo semejante al cristiano de poca fe que ha de aferrarse al argumento ontológico de San Anselmo. Todo eso lo desbarata el dolor, basta una muela cariada, las cervicales machacadas por tantas horas de escritura, la pérdida, el luto, para que se desbarate todo ese castillo de naipes. Me duele, luego existo. Tengo miedo, luego existo. Oigo sirenas en la noche, luego existo.

 

14.

La replicante Pris se ha introducido mediante una estratagema en el apartamento poblado de juguetes mecánicos del envejecido J.F. Sebastian. Poco después, el colosal Roy Batty se reúne con ellos. Sebastian ha colaborado en su creación, los reconoce: sois Nexus, ¿verdad? Hay algo mío en vosotros. Ellos le tratan bien al principio, pero sólo lo están utilizando para su verdadero objetivo, llegar a Tyrell, el presidente de la Corporación que los ha construido, que los ha manufacturado como esclavos, como trabajadores sexuales, como operarios en labores de riesgo en las colonias del Mundo Exterior. (Cuando Batty sostiene al blade runner Deckard a punto de caer desde la azotea del The Bradbury le dice: Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser un esclavo.) En la conversación que tiene lugar en la cocina de Sebastian, hay alguna demostración de las proezas físicas que son capaces de realizar los androides de tan avanzada generación. Una mano en el agua hirviendo no sufre quemaduras. Pris puede hacer sus volatines. Pero entonces, seria, sonriendo, formula una frase que convierte en criminal todo intento de retirement, que define con claridad el sórdido trabajo de negreros de la Tyrell Corporation: I think, therefore I am. No hay más preguntas, señoría.

 

15.

Curiosamente, en el primer doblaje de la primera versión de Blade Runner, cuando todavía estaba incluida la voz en off de Deckard, que pretendía hacer más noir a un film que ya lo era de pleno derecho, al traductor se le pasó una referencia tan obvia y compuso una frase sin sentido: eso es lo que pienso que soy. Sólo cuando escuché la película en la versión original me di cuenta del desatino. Durante un tiempo se lo contaba a mis alumnos en la clase de Historia de la Óptica, al referirme a Descartes, una figura clave en el avance de la Dioptrique. Les decía que, en realidad, el Discurso del Método era el prólogo para el tratado sobre Óptica, que ejemplificaba justamente el método, resolviendo la ardua cuestión de la refracción. Les decía que Descartes no escribió entonces la primera vez cogito, ergo sum, sino je pense, donc je suis, y que I think, therefore I am es la traducción literal inglesa. Aunque no hay nada literal, y el ergo y el luego y el donc y el therefore no son lo mismo, no suenan igual. Por no hablar de Ich denke, also bin ich, en donde la norma gramatical del alemán obliga a invertir las posiciones del verbo y el pronombre, y convierte así a la frase en extrañamente simétrica, un paréntesis entre dos yoes. O el penso dunque sono de alguien que en Italia es Cartesio.

 

16.

Pris lanza así el reto: ¿te vale Descartes para ti, te deja tranquilo? Entonces, cuando yo lo formulo, ¿no habrá de valer para mí? ¿No gana mi silogismo a cualquier racionalización tuya que me intente arrojar al limbo de las nopersonas, que justifique tu racismo, tu superioridad instituida por ti mismo en el pleno ejercicio de tu arbitrariedad? Pero daba igual, en el fondo daba igual. Porque a Pris le duele, y cuando Deckard la dispara en el estómago se agita convulsionando en una imagen horrible, tan horrible como la que nos muestra los padecimientos de la peculiar replicante de neutrinos de Solaris, cuando, consciente de su extraño ser intenta suicidarse bebiendo oxígeno líquido. A Pris le duele, tiene miedo, oye sirenas en la noche, sirenas de coches de policía que la cercan, ya viene la perrera a deshacerse de las bestias descarriadas, ya están aquí los depredadores. Me están matando, luego existo, aún existo, todavía existo, y cuando muera, habré existido.

 

17.

En Blade Runner hay continuas referencias a los autómatas clásicos, de esa Edad de Oro de la relojería que corresponde a los siglos XVIII y XIX. Hay la clavecinista de Jaquet-Droz, que con sus finos deditos pulsa realmente las teclas de su pequeño clavecín y le extrae notas. Puede verse aún, y es un espectáculo increíble, en Neuchatel. La replicante Rachel, que no sabía que era replicante, y se tenía por humana, porque podía formular sin titubear cogito, ergo sum, como si fuera Descartes, toca el piano de Deckard, un extraño instrumento para encontrarse en un minúsculo apartamento de un policía más bien mísero, lleno de fotografías que parecen datar de principios del siglo XX. Deckard se despierta al oírlo y ella le dice, muy confusa (está en juego toda su identidad, toda su vida, se abre a un abismo profundamente inesperado para ella) que recuerda las lecciones, pero que ya no puede asegurar que haya sido ella quien las recibió, sino, quizás, la sobrina de Tyrell. Implants. Deckard, que es tal vez otro replicante, pero lo ha olvidado, zanja la cuestión: you play beautifully. Nos queda la música.

 

18.

Hay también un juego de ajedrez, por supuesto, y al fondo nos parece contemplar al famoso autómata de Maelzel que desenmascaró Edgar Allan Poe. Roy Batty derrota con una jugada maestra a Tyrell. Eso le flanquea las puertas de su santuario, donde podrá al fin realizarse el sacrificio. Tenemos también a Zhora, que danza con serpientes, como la famosa Zulma, una muñeca mecánica de Decamps, allá por 1890. Esos androides tienen (como nosotros tenemos) fecha de caducidad, y buscan (como nosotros buscamos, ay) vivir más. Cuando caen abatidos no podemos evitar sentir que hemos hecho algo terrible, que nada de esto tiene sentido, que no podemos seguir matándonos entre nosotros.

 

19.

De entre los pequeños y maravilosos autómatas de Jaquet-Droz destaca uno denominado el escribiente. Con una pluma que moja en un tinterito traza sobre un papel breves frases en una caligrafía exquisita. Los rodillos y engranajes que lo forman (y que se exhiben en un momento del espectáculo del Museo de Neuchatel) pueden ajustarse para que las frases que el replicante dieciochesco escribe vayan variando. Una de las frases posibles es, por supuesto,

Je pense, donc je suis.

Y ahí está de nuevo el callejón sin salida, ahí el pequeño muñeco nos mira interrogante, ahí vemos a Pris sonreír pícaramente, ahí vemos a Cartesio mesándose los cabellos. Si de lo que se trataba era de las palabras, helas aquí, si de lo que se trataba era de escribir, voilà! Pero no, claro, no se trataba de eso.

 

20.

Todas las criaturas oyen sirenas en la noche, los perros se asustan cuando oyen petardos, ladran desesperados, intentan esconderse debajo de la cama. Todas las criaturas existen, porque a todas las criaturas les duele. No hace falta más, lo único que hay que hacer es recordarlo. Una vez escribí un largo poema que titulé Optograma y en el que me refería a esa extraña técnica que tuvo su auge al final del siglo XIX, época dorada también para la fotografía de fantasmas, según la cual se podía acceder por medios técnicos a la imagen retiniana, literalmente. Eso, que ni desde el punto de vista óptico ni desde el fisiológico es sostenible, dio lugar a no pocas pretendidas fotografías peri mortem, extraídas por extraños manejos químicos de las retinas de ojos enucleados de reos ejecutados o animales sacrificados. Hay una, en particular, que se difundió. Correspondería a la última mirada de una res en un matadero. Digo en el final del poema:

Y recuerda siempre lo que, según se narra en un suelto de 1863,

bajo el título de Ce qu’il ya a dans les yeux d’un mort,

un fotógrafo inglés de nombre Warner

dijo haber contemplado con un microscopio

en la retina de un ternero

minutos después de su sacrificio:

un patrón de líneas perpendiculares,

un paisaje de cruces,

que el avezado Mr Warner identificó sin pudor

como el pavimento del matadero,

lo último que la res pudo contemplar

en aquel su holocausto perfecto

(que plugo, con toda seguridad, a los dioses)

cuando se produjo el golpe definitivo.

Es imposible imaginar nada más triste que eso,

y, por ello, ahora, yo, tras haber cometido

la impiedad de revelarte esa plenitud de tristeza,

agoto los corolarios de mi tratado,

dejo caer los instrumentos de escritura,

cubro mi rostro avergonzado y contrito,

rompo mi violín y me callo.

Y, siendo consecuente con ese último verso, que robé a León Felipe, y mientras, justamente (no les miento, acaba de ocurrir) suena una sirena al fondo, una ambulancia o un coche de policía que avanzan raudos por la calle de Embajadores, aquí, ahora, me callo.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Final de la tarde, en el futuro

 


Cuando pronuncio la palabra Futuro,

la primera sílaba pertenece ya al pasado.

WISLAVA SZYMBORSKA

 

1.

La escena podría ser esta. En la habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre la puerta y alguien entra. Soy yo, y es mañana.

 

2.

La escena podría ser esta. Abro la puerta del hotel. Hay alguien escribiendo en la mesa. Soy yo, y es ayer.

 

3.

La escena es esta: la habitación del hotel está decorada con mobiliario pretendidamente de época, pero, extrañamente, el suelo está formado por baldosas luminosas, de un blanco fluorescente. En medio de la habitación hay posada una cápsula espacial.

 

4.

La habitación se ve desde el interior de la cápsula, en primer lugar. En el contraplano, el astronauta Dave Bowman, en su traje espacial, tiembla.

 

5.

Ha llegado allí, aparentemente, tras un alucinante viaje por un espacio fluido que se deshilacha en colores, como si avanzara por un extraño pasillo de luz que fuera a veces una flor y a veces un diamante. Y finalmente un ojo. El suyo, acaso. A cada parpadeo, una combinación de colores. Virados, complementarios. Al final, el ojo recupera su mirada, pero alrededor de él el rostro se ha poblado de arrugas.

 

6.

Entonces, se produce el primer desdoblamiento. Desde el interior de la cápsula (pero es la cámara la que mira, no se muestra a nadie dentro) se ve a Dave en la habitación, con su traje de astronauta naranja. Envejecido. En el primer plano se aprecian sus arrugas a través del vidrio del casco. Hay sucesivos vidrios en la escena, protecciones que se van perdiendo, como pieles que van cayendo. Por no hablar del vidrio del ojo de la cámara.

 

7.

Vemos a Dave en plano general andar por la habitación. Ya no hay rastro de la cápsula. La aparente continuidad de los planos ha permitido, no obstante, el escamoteo. El astronauta, siempre con su traje espacial, cruza un umbral: es el cuarto de baño. Allí también el suelo es un conjunto de placas luminosas, con la luz fría de los fluorescentes. Dave se mira en el espejo, se ve viejo. Gira la mirada. Vuelve a entrar en el dormitorio. Alguien está comiendo en una mesita, con una rica vajilla. Está de espaldas. Es el segundo desdoblamiento.

 

8.

En efecto, quien está sentado a la mesa es el mismo Dave, más viejo aún. Está bien peinado y afeitado, vestido con un elegante batín azul marino, sin traje espacial. Parece respirar sin dificultad, saborea la cena que se le ha servido en una rica vajilla. Entonces, el Dave sentado se vuelve, como habiendo notado algo a su espalda. Gira la cabeza. Se levanta, viene hacia nosotros (nosotros somos la cámara). No, no hay nada, no hay nadie. El Dave erguido con su traje de astronauta ha desaparecido, como antes desapareció su vehículo espacial. Lo sabemos, porque entonces se nos ofrece un plano general, desde una perspectiva muy elevada. ¿La de quién?

 

9.

El Dave inquilino de la habitación de hotel se vuelve a sentar, a continuar su cena. Intentando coger algo de la mesa, tira la copa de fina cristalería, que se rompe al chocar con el suelo. Se agacha, como para recoger los pedazos de vidrio. Al levantar la cabeza ve a alguien, un anciano vestido de blanco, tendido en el lecho, aparentemente moribundo. Es él, aún más viejo. Hay un tiro de cámara desde la esquina en el que se puede ver simultáneamente la parte trasera de la cabeza del Dave sentado y al Dave tendido. Es el tercer desdoblamiento.

 

10.

Como las otras veces, ya no volveremos a ver al Dave viejo, pero todavía aparentemente en forma, con su batín azul. La cámara se centra ahora en el viejísimo hombre del lecho. Éste, entonces, alarga el brazo hacia adelante, con su dedo índice extendido, como señalando algo. Es un gesto que hacen muchas veces los ancianos con demencia. Es también el gesto de Adán, al encuentro con el dedo del Creador en el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

 

11.

¿Hacia donde se extiende ese brazo, qué pretende señalar o alcanzar esa mano sin fuerza? Se abre el plano y entonces aparece el monolito, plantado a los pies de la cama, exactamente paralelo al borde de ésta, frente a ella, no como la cápsula, que estaba hacia un lado. El monolito, que hemos visto al comienzo de la película, entre homínidos, o en la luna, entre exploradores. Ahora, aquí, en su pura negrura sobre la blancura impertérrita del pavimento. Igualmente mudo, igualmente cerrado, igualmente perfecto en su geometría. Dave ha llegado allí introduciéndose valientemente con su cápsula en el monolito, que estaba suspendido en el espacio cerca de Júpiter. Ahora, en este Hotel Júpiter, el anciano derrotado parecería inquirir algo, solicitar algo, acaso volver a entrar, a atravesar ese portal hacia quién sabe qué nuevas habitaciones de hotel. Lo que pide, le es concedido.

 

12.

El plano general de situación se transforma en un primer plano del monolito. Entonces el contraplano nos muestra que en el lecho ya no está el anciano, sino un feto en un saco transparente que parecería remedar una placenta de vidrio. El feto brilla. Hay un primer plano, que se abre entonces hacia el monolito. Cuarto desdoblamiento, el definitivo, el que cierra el ciclo, o abre un nuevo ciclo, de dimensiones indefinibles.

 

13.

Entonces, estamos en el espacio. El niño espacial flota en él. Aparentemente se dirige a la Tierra. El primer plano de su rostro muestra un gran ojo azul, como la Tierra. Empieza a sonar Also sprach Zarathustra, como lo hizo al comienzo de la película. Todo ha sido consumado.

 

14.

2001 A space oddyssey fue estrenada en 1968, pero se concibió algunos años antes, y se elaboró en un proceso muy complicado y dilatado en el tiempo, en el que Stanley Kubrick exacerbó su habitual minuciosidad, especialmente en lo que se refiere al diseño de las maquetas y los trucajes de filmación, para transmitir una sensación de realismo como nunca antes (y quizás nunca después, por muchos efectos digitales que se quieran usar) se había conseguido en las películas de ciencia ficción. Un género que, como todos los otros que toca Kubrick, redefine. La película es monumental, y tremendamente atrevida. Estamos en plena carrera espacial, es decir, estamos en plena guerra fría (una cosa llevó a la otra, no cabe engañarse) y, por lo tanto, el mundo está en el filo de la navaja. Las ambigüedades asociadas al desarrollo científico y tecnológico se ponen de manifiesto con absoluta claridad. Entonces, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick empiezan a escribir una película que acaba beyond the infinite. Sigue siendo un hito (un monolito) en la historia del cine. Un monolito, negro, enorme, un paralelepípedo perfecto, enigmático, incontrovertible. Mágico, pues la ciencia, cuando es suficientemente avanzada, no puede diferenciarse de la magia si el que la contempla no está al mismo nivel de desarrollo científico.

 

15.

El final de la película siempre fue controvertido, y han corrido ríos de tinta intentando interpretarlo, como si hubiera que interpretar el arte, como si el arte fuera substituible por una secuencia de palabras. Si renunciamos a eso, si nos quedamos en la pura fascinación, el relato que he esbozado en los apartados anteriores debería ser suficiente. Y puede resumirse así: miradas que miran a miradas, cámaras que encuadran la cámara anterior. Al final, el Último Ojo, de imposible encuadre. Al final, el monolito, más claramente que nunca una gran Lápida, el punto de fuga infinito en el que la mirada no hace pie, la negrura en la que nos sumergimos.

 

16.

El lenguaje cinematográfico es, así, usado de manera perversa. La identificación con el punto de vista de la cámara nos pretende hacer angélicos, omnipotentes: es el narrador supuestamente objetivo de la novela decimonónica. El juego de plano y contraplano nos lleva a otra identificación, sucesiva, con cada uno de los personajes. Esa gramática se quiere neta, nítida, y nosotros, que hemos crecido con el cine, que hemos aprendido a leer las secuencias, nos dejamos llevar por ese flujo y entonces decimos que hemos entendido la película. Como si se tratara de entender.

 

17.

Pero aquí, de repente, la mirada del sujeto se encuentra con el propio sujeto, devenido objeto. Y entre el acto de mirar y el ser mirado se cuela, demoledor, el tiempo. El envejecimiento se muestra en toda su cruda realidad. Apenas parpadeamos, ha cambiado el color, todo vira al amarillento de la catarata. Un día tiramos una copa y al recogerla nos vemos agonizar en la cama de un extraño hotel extraterrestre. Sic transit gloria mundi.

 

18.

Todo lo que nos acontece es ya observado por el que seremos. Desde el acuario se ve otro acuario, que contiene al acuario. Entre uno y otro, el vidrio, que impide el contacto, que determina, ya incontestable, la tiranía de la mirada, la fría. Banales mises-en-abyme del cotidiano envejecer. Por eso siempre es tarde, por eso lleva siendo tarde desde el principio.

 

19.

En los falsos despertares de la parálisis del sueño nos creemos desdoblar. Nos levantamos de la cama, donde la incómoda posición del cuello nos impide respirar correctamente. Nos complace el haber salido de esa especie de trampa temporal de la inmovilidad. Así, contemplamos, ya tranquilizados, el teatrillo de esa Sala de Espera, que siempre limita con la agonía. Pero el otro (es decir, el mismo) nos susurra: no, todavía no, todavía no te has despertado. Haz un esfuerzo. Te va en ello la vida. Entonces, bruscamente, giramos la cabeza, abrimos los ojos. Somos nosotros. Es hoy. Es ahora.

 

20.

Sí, es una historia de dobles, una historia de playback. Somos los falsos figurantes, mantenemos a duras penas la compostura en un escenario que se va poblando incesantemente de réplicas nuevas. Cuando nos descuidamos un momento, nos empezamos a desvanecer. La carne empalidece, se hace translúcida. Nos transformamos en el siguiente. ¿Nos transformamos? ¿Se reconocería, acaso, la oruga en la polilla? ¿No ha muerto la pupa en la crisálida, como defendía, airadamente en su travesía del Inferno, August Strindberg?

 

21.

La tiranía nunca fue del Antes, siempre es del Después. Los forenses del minuto siguiente se afanan en los sucesivos levantamientos de cadáveres, sólo para caer entonces exangües ellos mismos. En la parada triunfal de los dobles sucesivos el leitmotiv de la marcha que atruena por los altavoces del paseo es: agostamiento. A mi espalda, mientras escribo esto, acecha ya el Próximo. Es el que se levantará a tender la ropa de la lavadora que acaba de terminar. Volverá a sentarse, seguirá escribiendo. A su espalda, habrá nacido ya el Próximo, es el que ya habrá escrito. De todos ellos, el único que sufre soy yo, ahora. Eso es lo que distingue el Ahora del Después: el sufrimiento, la carne, la agonía en el Hotel Júpiter. Por eso el Después relumbra con su promesa. Pero entonces el Después es el Ahora y todo vuelve a empezar. ¿Hasta cuándo? Hasta el monolito. Porque lo cierto es esto: acabaremos por desconocernos.

 

22.

Samuel Beckett comienza su pieza de 1958 La última cinta de Krapp con esta acotación: A late evening in the future. La obra se desarrolla en un futuro en el que el envejecido y descuidado Krapp juega (la palabra no es exacta, porque lo que ocurre es de absoluta transcendencia) con su magnetófono y su colección de cintas.

 

23.

Beckett había pasado a escribir en francés (por ejemplo, En attendant Godot, que es anterior a Krapp’s last tape, pues fue publicada ya en 1952), aparentemente con la idea de empobrecer su lenguaje, pues había optado por la vía simétricamente opuesta a la de Joyce para explorar justamente los límites de la literatura. Sin embargo, retornó al inglés para escribir La última cinta, pues, según cuenta, la voz que escuchaba en su cabeza recitando las palabras que compondrían la pieza, era la del actor irlandés Patrick Magee, su favorito, quien le había impresionado leyendo fragmentos de Molloy.

 

24.

Patrick Magee fue quien estreno Krapp’s last tape, como una obra que acompañaba a Final de partida, en el Royal Court Theatre londinense el 28 de octubre de 1958. Patrick Magee actuó también en dos películas de Kubrick, Barry Lyndon y La naranja mecánica. En A clockwork orange interpreta a Frank Alexander, el escritor que, junto con su mujer, es violentamente asaltado y golpeado por Alex y sus drugos y luego se toma cruel venganza con el joven Alex disminuido por el tratamiento Ludovico. Ambas escenas son brutales. En la primera, vemos como la estantería repleta de libros se derrumba. Las patadas y los puñetazos se suceden entonces al son de Singin’ in the rain.

 

25.

En Krapp’s last tape, el Krapp actual, de 69 años (Beckett tenía 52 cuando la escribió, así que sus 69 eran el futuro, el año 1975, tan atrás en el pasado para nosotros), elige una de sus múltiples cintas para reproducir en el magnetófono. Corresponde a la que grabó en su 39º cumpleaños. Según lo que concienzudamente anotó Krapp es su grueso libro de registro, la temática de esa cinta incluye un memorable equinoccio y también una despedida (vuelve la página) del amor.

 

26.

Cuando el actor pone en funcionamiento el mecanismo del magnetófono lo que se escucha es su voz anterior, la voz de treinta años antes. Y esa voz evoca a su vez a un Krapp anterior, de 25 ó 27 años, cuya cinta ha estado escuchando el Krapp de 39, en un ritual que se repite cumpleaños a cumpleaños desde hace más de cuarenta. Los recuerdos, congelados en esos dispositivos tecnológicos, se despliegan, fragmentarios, mentirosos, insuficientes, incontrovertibles. Una magdalena mecánica.

 

27.

Krapp graba entonces su última cinta (la cinta actual es siempre la última, en el Después que acecha puede haber o no lugar para otras cintas). En ella habla de lo que ha escuchado un momento antes al Krapp-de-39, que habla del fin del amor y de un memorable equinoccio y de la fatuidad del Krapp-de-27. Cada una de esas cintas se ha ido grabando, año tras año, bajo la tiranía del Después, para dejar constancia, como en una extraña acta magnética, para no olvidar. Y, sin embargo, eso es justamente el olvido: la imposibilidad de acceder al pasado si no es con una muleta electrónica que no contiene más que un paisaje desolado de ruinas. Pero el Después es insaciable, y contamina todo Ahora, pues nos obliga a pulsar una y otra vez la tecla del REC, como si lo importante fuera que no disminuyera la cuota de producción de souvenirs, y no el mero hecho de vivir, el mero hecho de vivir en la insubstancial cualidad de lo que es puramente desvanecimiento.

 

28.

Muchos otros actores han interpretado a Krapp, entre otros, John Hurt, cuya actuación se puede ver en vídeo en YouTube. David Kelly hizo de Krapp ya en 1959. Como todos los otros, grabó con su voz de entonces las cintas del Krapp-más-joven, que reprodujo en la escena. Entonces, en un salto temporal, volvió a representar a Krapp en 1996. Las cintas que reprodujo fueron las de 1959, con su voz de entonces, que ya no era la voz del Kelly-de-1996. ¿Se ve el truco? ¿Se ve el desastre del Después? Ese desastre del que Walter Benjamin nos hablaba al referirse al Angelus Novus de Paul Klee, arrastrado inclementemente por el viento de la historia, contemplando con su cuello girado una sucesión interminable de desastres.

 

29.

El 2 de noviembre de 1967 se emitió en la televisión española una adaptación de La última cinta. El actor fue Fernando Fernán Gómez. Al comienzo de la pieza, ese Krapp español hace una cosa que no está en la obra original de Beckett: se sienta y empieza a teclear en una máquina de escribir. La cinta de magnetófono y la cinta de la máquina de escribir: falsos bucles sobre los que se posan las polillas del tiempo. Una tecnología arqueológica ya. Pero un día escribimos en una máquina de escribir, escuchamos voces en un magnetófono. En el quicio de la puerta acechaba el yo-que-somos-ahora, el último en una larga dinastía de usurpadores, que se van alzando al trono tras el asesinato de sus predecesores. Sólo para ser ejecutados inmediatamente.

 

30.

Entre la primera cinta que grabó Krapp, si fue la primera, aquella de los 25 o los 27 años y la última, que acaso no será la última, a los 69, hay más de 40 años. Si tenemos en cuenta que los magnetófonos para uso particular se popularizaron durante los 50, eso nos llevaría a la década de los 90, ése podría ser el future de la acotación original. Beckett murió en 1989. Ese futuro es póstumo para él, pues. Pero todo es póstumo.

 

31.

Beckett, famosamente, escribió un atinado ensayo sobre Marcel Proust. En él se extiende sobre la cuestión de la memoria, especialmente la involuntaria, que es la clave de bóveda del monumental entramado de la Recherche, que se propone, justamente, extender la tiranía del Después hasta su última posibilidad: la anulación del transcurso, la simultaneidad de los aconteceres. El que ejecuta esa tarea sublime y blasfema es un moribundo, en una habitación acolchada, en otra de las estancias del Hotel Júpiter. Beckett no se engaña: de lo que se trata es de dar carta de naturaleza a la incongruencia de las sensaciones, a la imposible convergencia de lo vivido, pues cada vez somos otros, pues somos reemplazados. En palabras de Beckett: la exfoliación perpetua de la personalidad. Salvo que acontezca la magia, el juego de manos, y parezca que un pavimento desigual está a la vez en París y en Venecia, y estando en dos lugares distintos, está en tiempos distintos. Puede funcionar. O no, no puede funcionar, pero qué nos queda.

 

32.

En septiembre de 1905, Proust acompaña a su madre, de salud ya delicada, a una estancia en el balneario de Evian, frente al lago Léman. Allí se produce una violenta crisis de uremia y es preciso trasladar a Madame Jeanne Proust a París, donde fallecerá el 26 de septiembre, dejando a Marcel sumido en una profunda depresión. A final de año se internará en la clínica del doctor Paul Sollier, que había sido discípulo de Charcot en la Salpetrière, para tratar de superar ese estado de agotamiento nervioso. Sollier había escrito por entonces dos monografías muy innovadoras sobre la memoria. Hay una cierta conexión entre el pensamiento de Sollier y la teoría de la memoria involuntaria, que permite, no ya la rememoración, sino la reviviscencia de los instantes pasado, que Proust desarrolla en su obra.

 

33.

Incidentalmente, o no, Paul Sollier publicó en 1903 una obra sobre la autoscopia, el trastorno que algunos enfermos sufren y que consiste en la contemplación de uno mismo desde fuera, desde un punto de vista descarnado, el de la cámara omnisciente de Kubrick, el del monolito. Cuando estaba de moda hablar sobre las experiencias peri mortem, una constante era la observación del siniestro espectáculo del propio cuerpo tendido sobre la cama, mientras lo-que-fuera-que-no-es-el-cuerpo (como si hubiera otra cosa que cuerpo) volaba como un Starchild entre las paredes de la habitación mortuoria.

 

34.

Autoscopia es justamente el recordar, con el agravante de que es una autoscopia parcial, mentirosa, fragmentaria. El cuerpo-de-antes flotando en un acuario obsoleto mientras, orgullosos, o resignados, nadamos, sin mayor recorrido, en el acuario-de-ahora, que observa, ávido ya, el que estamos empezando a ser. Y así sucesivamente. Hasta la negrura.

 

35.

Lo cierto es esto: fabricamos, como esclavos, incesantes recuerdos, para alimentar la sed insaciable de los vampiros futuros que seremos, que somos, que siempre hemos sido. Mientras, nada permanece. Hasta que un día, simplemente, nos desconocemos. Ellos, es decir, nosotros, pero no, nosotros todavía no, los nosotros que seremos, nuestros sucesores, espían nuestros deseos, conociendo ya su consumación o su fracaso. Nada es como se esperaba, nada es lo que parecía.

 

36.

No avanzamos hacia el futuro. Es él quien nos invade, quien irrumpe. La Odisea nos alcanza.

 

37.

Cuando aparece el Libro, el vislumbre del Libro, nos lanzamos, con todo nuestro aparataje de forenses a practicar la disección más vistosa y minuciosa que se haya visto. Describimos en bellos periodos la historia repetida de la continua masacre del Ahora por el Después. Glosamos en hermosos hemistiquios la infinita fatiga de un continuo y estéril renacimiento. Sí: Alguien ya ha escrito esto. Alguien me ve escribirlo. Yo soy el único que sufre.

 

38.

Al final, queda lo escrito, encerrado en su caja de muerto, en su Libro, que colocamos orgullosamente erguido en la estantería, esa estantería que los vándalos no dudarán en derribar sobre nosotros a la menor oportunidad (esa oportunidad ya, ay, está aquí). El Libro erguido como el monolito. Dave Bowman muere frente al monolito. Todos lo hacemos.

 

39.

Al final queda lo escrito, pero lo que debería quedar es el escribir. El acto delicuescente de la floración de palabras. El instante inasible del dedo que se lanza, como un kamikaze, sobre la siguiente letra, que puede ser la l de letra. La l de entonces, porque ahora ya es la s de entonces, y todo gira, y todo empieza, y no nos volvemos, no giramos la cabeza, no movemos las manos del teclado, no sea que torpemente tiremos la copa. El otro espera en el quicio de la puerta. No queremos saber de él, bastante hemos pensado ya en el Futuro, bastantes veces hemos escrito ya, sumisos, para el Después. Es preciso escribir ahora, en el Ahora, en el Ahora que se desmigaja, se desmigaja, como el pan de Pulgarcito. No sirve para trazar el camino de vuelta, sólo hay camino de ida. No, no hay ni siquiera camino de ida, ahí está hablando otra vez el Después: sólo hay la miguita que cae sobre el suelo, ésta. La siguiente ya es asunto del Siguiente, eso no nos concierne.

 

40.

La escena, pues, podría, debería ser ésta. En la habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre la puerta y alguien entra. Eres tú, y es siempre.


lunes, 4 de noviembre de 2024

Sonrisas lentas

Diario para un cuento

 



Según Alain Resnais

hacia el final de su vida

Lovecraft fue vigilante nocturno

de un cine en Providence.

Pálido, sosteniendo un cigarrillo

entre los labios, con un metro

setenta y cinco de estatura

leo esto en la noche del camping

Estrella de Mar.

ROBERTO BOLAÑO

 

1.

De entre todos los concursos literarios locales de poca monta de España, el más famoso probablemente es el II Premio Alfambra de Relatos, convocado en Valencia en 1983. El ganador de esa edición fue, al parecer, Juan Gómez Saavedra, un autor que no debe de haber tenido una carrera literaria posterior muy destacada. La obra ganadora se tituló Encuentro en Praga, y de ella, junto con los diversos accesits otorgados, se hizo una edición a cargo de la entidad convocante, esto es, el Ayuntamiento de Valencia a través de la Editorial Prometeo. En la portada del libro, una imagen de Kafka. No cualquier imagen, puesto que en ese camafeo lo que se muestra es una porción de la foto célebre que se hicieron Franz y Felice Bauer, su prometida, adecuadamente recortada para que no quede en ella ni resto de la berlinesa, relegada una vez más a su desairado estatus de destinataria muda. Pero de Felice habrá que hablar otro día más largo y más tendido, pues acaso no hay obra literaria más desgarradora en el siglo XX que la correspondencia entre esos dos enamorados.

 

2.

Casualmente (o tal vez no tan casualmente, seguramente no) ese año, 1983, correspondía al centenario del nacimiento de Kafka, de igual modo que este, el 2024, corresponde al centenario de su muerte. Nos separa, pues, de esa publicación en principio de tan poco recorrido, y que aún hoy puede encontrarse en alguna librería de viejo u ofertada por Internet a precios más bien desorbitados, una vida-de-Kafka. Casualmente (o tal vez no tan casualmente, seguramente no) el escritor olvidado Gómez Saavedra decide situar en Praga un encuentro, sin que nos sea posible saber (bien, tal vez nos es posible, pues siempre podríamos conseguir ese libro tan poco accesible, pero en todo caso nos es complicado) quién se encuentra con quién en esa Praga de 1983 o de 1883 o de 1924, o incluso de 2024 si nos hallásemos ante un relato de ciencia-ficción, que todo podría ser, ya verán cómo sí podría ser. ¿Acaso es un encuentro del autor con Kafka? ¿Lo será con Gregor Samsa, antes o después de devenir bicho? ¿Andarán por ahí Fräulein Burstner o Frieda u Ottla Kafka o Milena Jesenská o incluso la propia Felice? Esto, como dice la cita inicial de The murders in the Rue Morgue, de Poe, que es nada menos que del Urn burial de Thomas Browne, es algo que no está más allá de toda conjetura, pero no deja de ser una cuestión tan ardua como el nombre que tomó Aquiles para esconderse entre las mujeres o la canción que las sirenas cantaban. Es una cuestión ardua porque muy poca gente ha leído ese relato y es previsible que muy poca gente en el futuro lo haga.

 

3.

Y, sin embargo, de todos los ganadores de los últimos cuarenta años de concursos literarios españoles de poca monta, no cabe pensar que Gómez Saavedra, a pesar del olvido que acaso injustamente le haya cubierto, sea el más desafortunado, pues es precisamente a través de los derrotados en ese concurso como siempre será recordado, al menos por un grupo notablemente nutrido (tanto que llamarnos secta parecería insuficiente) de connoisseurs. Al II premio Alfambra de relatos convocado por el Ayuntamiento de Valencia concurrieron un número indeterminado (de nuevo, no más allá de toda conjetura y hasta verificable por algún documentalista, pero en todo caso irrelevante aquí) de manuscritos, pero dos, que obtuvieron sendos accesits han pasado, ellos sí, a la historia de la literatura, y aún más que ellos el hijo que de ellos nació, con el correr de los años. Y ésa es la verdadera historia. Aunque no es, todavía no (pero quién sabe) la materia de mi cuento.

 

4.

El segundo premio, que puede ser el primer accésit, lo ganó un veterano escritor argentino que, como tantos otros compatriotas, había tenido que escapar del país y venir a Europa, concretamente en este caso a Madrid, Antonio di Benedetto. Periodista, a la par que finísimo y muy personal narrador, autor de una obra que le había consagrado ya hacía décadas, Zama, y de un puñado de cuentos irrepetibles, se ganaba la vida de editor de una revista médica y haciendo traducciones y correcciones. Apuntarse a todo tipo de concursos, por más de medio pelo que fueran, era una forma de suplementar sus ingresos. A Di Benedetto (a la fuerza ahorcan) no se le caían los anillos, y es curioso pensar (es curioso pensarlo yo, que durante años me apunté a todo tipo de concursos, para ganar tan pocos) que en la masa de postulantes, en la que a no dudar abundarían escritores aficionados de bajo vuelo, grafómanos insistentes pero sin recorrido, algún desubicado y muchos jóvenes con ansia y aspiraciones probablemente legítimas, se encontrara alguien de su nivel. Aunque no, no es tan raro, me temo. Esto de la literatura no es sencillo, que se lo digan a… bueno, a todo el mundo.

 

5.

El relato de Di Benedetto para el concurso se tituló Intensa mirada filial, aunque luego acabó publicándose como En busca de la mirada perdida. Es un cuento de ciencia-ficción, distópico incluso. No entraré en el detalle, pero les recomiendo su lectura. Fue incluido en un volumen llamado Cuentos del exilio y forma ahora parte de la magnífica edición de los Cuentos completos de Di Benedetto, a cargo de Adriana Hidalgo. En todo caso, apunto algunas cosas: hay unos padres que pierden a un hijo. Hay una huida de la privilegiada Ciudad del Aire, suspendida en la atmósfera, a las Comarcas, de vida tradicional, en la ardiente, inhabitable superficie terrestre. Hay una mirada final a un pozo, donde el agua completa la tétrada: el aire de la Ciudad abandonada, la tierra de la superficie, el fuego que asola inesperadamente esa superficie, debido al calentamiento producido por no se sabe qué catástrofes nucleares, el agua del fondo del pozo donde nos mira el ojo del hijo, donde nos llama. El narrador es, según nos dice, un exescritor, incapaz de abordar la tarea solicitada por el editor de imaginar la humanidad del año 2900, ni siquiera desde ese punto indeterminado del tercer milenio en el que nos cuenta la historia (téngase en cuenta que el cuento es de 1983 a lo más tardar, todo nuestro presente es futuro lejano para su autor). Es un cuento tristísimo, como su autor, un hombre triste, que, interpelado por el inefable Soler Serrano en la inolvidable entrevista de A fondo, de Televisión Española (localícenla, está disponible en YouTube) sobre su tristeza, tan evidente (tan justificada), esboza una sonrisa para decir que no, que pese a todas las apariencias, ese día, el de su entrevista, era uno de los mejores.

 

6.

El tercer accésit, que si no nos descontamos es el cuarto premio, correspondió a un joven chileno de apenas treinta años, que envió al concurso su primer cuento (era poeta, y como tal se tuvo siempre), un cuento que siguió inédito, salvo en esa publicación del Encuentro en Praga, durante muchos años, hasta la edición de sus Cuentos completos, ya en el 2019, ya, ay, póstuma. El cuento se llamaba, de forma bastante tremebunda, El contorno del ojo (Diario del oficial chino Chen Huo Deng, 1980), y el joven chileno, que se ganaba malamente la vida en diversos oficios por la Catalunya del comienzo de la década, tras haber llegado desde México, donde estuvo los años suficientes como para convertirse en una particular leyenda infrarrealista, se llamaba, claro, Roberto Bolaño.

 

7.

El contorno del ojo, y ya tenemos otro ojo que añadir al del hijo perdido que brilla en el pozo en el cuento de Di Benedetto, tiene la forma de un diario. Un diario peculiar, en el que, a la enunciación escueta (y no, desde luego, correlativa) del día de la semana, no acompaña numeral alguno, ni mes, ni año, como si esos detalles del calendario fueran irrelevantes, en la estasis de la sociedad inmutable y extrañamente indescifrable de la China roja en la que se sitúa. Pasamos de un jueves a un martes y luego a otro jueves, y se pueden contar (lo he hecho por encima, puede haber error) hasta catorce o quince semanas, en las que la acción parece, no ya estancada, sino en un continuo rotar hasta un desagüe que mágicamente no acaba nunca por tragársela, como si la Coriolis de un hemisferio luchase con la de otro (chileno afincado en Catalunya) y el eterno retorno se nutriera de noticias de periódico crecientemente inverosímiles, pero recurrentes y por ello cada vez más sólidas, y lejanas fogatas que los carboneros (pero quiénes) encienden allí enfrente, pero dónde, cómo, diría Cortázar. Es un cuento notable, a pesar de todo. Nada le asemeja al de Di Benedetto. Salvo dos cosas. La primera, es un cuento tristísimo. La segunda, acaba también con un suicidio.

 

4.

Un día, a Bolaño, que debía de vivir entonces en su famoso piso de la calle Tallers de Barcelona, le llegó el libro de la Editorial Prometeo (Prometeo…) y alucinó al comprobar que otro de los premiados, o, más bien, otro de los derrotados en el concurso era el gran Antonio Di Benedetto, al que Bolaño conocía y admiraba, un autor que había nacido más de treinta años antes que él. En aquellos días Bolaño, como Di Benedetto, pero del lado opuesto de la vida, aunque no menos acuciado económica y vitalmente, también se apuntaba a todo tipo de concursos literarios. En la era en la que Internet no cabía aún ni como temática de un cuento distópico, conocía de la existencia de esos certámenes, repartidos por toda la geografía española, como se diría en el No-Do (no desdeñando pueblos de pocos habitantes, que frecuentemente solicitaban para el premio de Ensayo una glosa de la ciudad convocante, su historia, sus recursos naturales, la belleza de sus parajes y la gloria de sus monumentos), se enteraba de la existencia, digo en algún lugar de la parataxis, a partir de publicaciones periódicas de papel en notas insertadas entre las necrológicas y la información meteorológica o entre los deportes y los sucesos. Bolaño, como Di Benedetto, tiraba a todo lo que se movía. En algún momento, alguno de ellos, probablemente, inventó aquello de cazadores de cabelleras. Yo también lo fui, bien modestamente, mucho tiempo. Kafka escribió una breve y enigmática pieza titulada Deseo de ser piel roja. Exactamente.

 

5.

Lo que he dicho en el epígrafe anterior puede o no ser exacto. Me he basado, no en una crónica o en una obra biográfica, sino en otro relato. Un relato que ya no gira en torno a un desagüe, sino que se eleva en una hélice prodigiosa. Es el que abre el primer libro de relatos publicado por Bolaño, titulado Llamadas telefónicas. El cuento se titula Sensini, y en él Bolaño (o, por mejor decir, el narrador, que no se nombra, ni siquiera como Arturo Belano) cuenta que se presentó una vez a un concurso convocado por el Ayuntamiento de… Alcoy, y que no ganó, pero quedó lo suficientemente bien como para que publicaran su historia, y entonces se dio cuenta de que otro de los premiados era justamente el gran Luis Antonio Sensini, autor de una obra inmortal, Ugarte, y trasunto más que evidente de Di Benedetto.

 

6.

Sensini es un gran cuento. Es más, es un cuento brutal, magnífico. Narra la relación, solamente epistolar, entre el narrador y el tristísimo Sensini, que vive exiliado en Madrid, y se apunta a concursos. En las cartas Sensini y el narrador intercambian información sobre concursos en Plasencia o Écija o Don Benito. También hablan de otras cosas. Por ejemplo, del hijo ausente de Sensini, fruto de su primer matrimonio, un periodista perdido por Latinoamérica, que es el eufemismo que Sensini utiliza para no formular lo que siguió negando hasta el final: que era un desaparecido en la atroz dictadura argentina. Sensini tiene también una hija de su segunda pareja, que vive con ellos en Madrid y es una joven estudiante de Medicina, Miranda. Bolaño, o nuestro narrador, fantasea con Miranda, y acabará conociéndola, una vez se haya producido el fallecimiento de Sensini. Y eso es todo lo que les diré del cuento. Es preciso que, sin tardanza, lo lean. Me lo agradecerán.

 

7.

Bolaño escribió Sensini en “1995-96”, según figura al final del mismo cuento, y Llamadas telefónicas se publicó en 1997. Muchos años después del II premio Alfambra, y una década después de la muerte de Di Benedetto. Bolaño no es ya tan joven, y está a punto de consagrarse como una bestia sagrada de la literatura universal, cosa que ocurrió sobre todo a raíz de su triunfo en otro premio, de mucho más nivel y trascendencia que el de cualquier ayuntamiento de Alcoy o Écija o Don Benito, el Premio Herralde de 1998 con Los detectives salvajes. Cinco años después murió, con apenas cincuenta años, como resultado de las complicaciones de salud que había venido padeciendo hacía años, enfermo hepático a la espera de un trasplante que nunca llegó. Es real, al parecer, que Bolaño escribió a Di Benedetto y mantuvieron durante un tiempo una correspondencia que se vio demorada por el retorno del mendocino a Argentina, concluido el Proceso, y truncada finalmente por su muerte, también temprana, pues Di Benedetto estaba apenas por cumplir los 64 años cuando falleció. Es enternecedor cómo en Sensini Bolaño recuerda esa historia de su juventud y rinde homenaje a un maestro distante e inesperado.

 

8.

Pero Bolaño es Bolaño, y siempre lo fue, pues nació ya armado, como Atenea de la cabeza de Zeus. En Sensini hay también mucho juego. Para empezar, Di Benedetto no tuvo nunca un hijo varón. Fue él quien fue torturado y tuvo que huir. Para incluir de algún modo eso en el cuento, Bolaño le inventa un hijo, y le coloca el nombre de… Gregorio. Al saber por una de las primeras cartas de Sensini que ése es el nombre, el narrador conjetura que acaso fue bautizado así como homenaje a Kafka, cosa que luego acabará siendo corroborada por Miranda. Eso es, además de muchas otras cosas, un chiste, pues el relato ganador (que nuestro narrador juzga mucho peor que el suyo, pero así son siempre las cosas) en el mundo real en el que el premio era de Valencia y no de Alcoy era Encuentro en Praga. Es más, cabe incluso suponer que la elección de Sensini como apellido, además de corresponder al de un futbolista argentino célebre en la época, que jugó muchos años en el Calcio, es otro chiste, para que el malogrado periodista tuviera el nombre de Gregorio Sensini, que es lo más parecido a Gregor Samsa que se puede encontrar por estos lares, o los lares de allende los mares.

 

9.

¿Dónde está mi cuento? ¿Es éste mi cuento? Probablemente no, pero quién sabe. Ahora mismo lo único que cabe es seguir cavando, a ver si aparece en algún momento el asa del cofre. ¿Cuándo supe de Sensini? Tarde, ay. Imbuido de una devoción casi religiosa por los autores del boom hispanoamericano, que eran los que me correspondían por mi edad en mi educación literaria (y sentimental), no supe detectar a Bolaño a tiempo, cuando aún andaba entre nosotros, no supe descubrirlo, y me apunté a la veneración bolañiana que cubrió en tiempo récord el planeta cuando ese tsunami era ya imparable y demasiado evidente como para negarlo. Y empecé por el final, y por lo más gordo, la monumental 2666, para ir retrocediendo, hasta llegar a los cuentos casi por último. Fui conociendo la historia real (si hay tal, si no hay que escribir “real” siempre con comillas, como recomienda Nabokov) detrás del cuento e indagando por mi parte. Busqué en Iberlibro Encuentro en Praga, estuve tentado de comprarlo. Empecé a leer a Di Benedetto, que era otra de esas presencias conocidas, pero nunca atendidas. Lo hice gracias a haber sabido de Sensini. Recuerdo una tarde en el Parador de Gredos (hablaré un día de ese lugar y de los sucesos literarios que en él me han acontecido) leyendo del tirón Los suicidas, de Di Benedetto, una obra deslumbrante. Todo ha sido así con ambos, con el chileno y con el mendocino, à rebours, de adelante hacia atrás. Hasta colonizar esos territorios, yo, el cazador de cabelleras más tardío e incapaz que imaginarse pueda.

 

10.

El 20 de mayo de 2023 estoy en Barcelona, en un seminario sobre Bolaño. Lo imparte Valerie Miles, una personalidad muy importante del mundo editorial y cultural en general. Es fascinante. Nos cuenta del Archivo Bolaño (ella comisarió una exposición que yo llegué a ver en la Casa del Lector del Matadero de Madrid, aquí, al ladito de casa), de la edición de sus obras póstumas. Leemos Sensini, hablamos de ojos, hablamos de Nabokov. Apunta que, rizando el rizo, en una coda irónica, al final de Sensini (en la edición original; en la que yo manejé de los Cuentos completos la información está torpemente colocada al principio, como una nota al pie) se anota que el cuento ganó el premio de narración Ciudad de San Sebastián en 1997 “patrocinado por la Fundación Kutxa”. Se cierra el círculo póstumo: el cazador de cabelleras ha cobrado su último trofeo y se lo ofrenda al guerrero muerto en la lejana Argentina. Es una mañana maravillosa.

 

11.

Llevo un cuaderno al seminario. Anoto algunas cosas, más bien pocas, deslavazadas, en realidad estoy embelesado escuchando, y también participando en el diálogo, no levanto acta alguna. En un momento dado, Valerie habla de Amberes, la que sería en realidad la primera novela de Bolaño, aunque publicada muchos años después, y concebida originalmente como una sucesión de poemas en prosa titulada Gente que se aleja (así recogida en La Universidad desconocida y ahora también en la Poesía completa). Yo entonces no he leído completa Amberes, aunque la tengo en casa. Valerie nos cuenta de esa obra, no recuerdo los detalles exactos de lo que nos dice. Yo anoto en mi cuaderno Amberes – Robbe-Grillet – Marienbad – Purple Rose of Cairo. En Amberes estamos en un camping. Hay un cine improvisado al aire libre, una sábana que se coloca extendida, atándola con unos cordeles a los árboles. Las escenas que se suceden, sin ilación evidente, pueden ser parte de las películas allí proyectadas. Puede incluso no haber separación entre el mundo de dentro del film y el mundo del camping. Por eso la mención a la película de Woody Allen, seguramente. Entonces, anoto (y lo encierro entre estos paréntesis picudos <…> para avisarme de que eso no es una nota de lo que se está contando, sino un fragmento o una idea o un verso o un juego literario que se me ha ocurrido al hilo de lo que estamos hablando, cosa que me sucede a menudo): Una película proyectada sobre un sudario. Y ahí sí, ahí ya está empezando el cuento.

 

12.

Pero no corramos. Hagamos caso a las autoridades: leamos a Felisberto Hernández. Felisberto, otra de mis bestias sagradas, tiene un texto titulado Explicación falsa de mis cuentos, en el que dice: En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. Pero no se puede hacer más que acecharla por el momento, con el deseo de que eso, esa idea, no fracase: sin embargo, nos dice Felisberto, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento: sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. En Barcelona, el 20 de mayo de 2023, pensé que en un rincón de mí nacería una planta, y coloqué ese germen en un cuaderno instantáneamente olvidado, pues es diferente al cuaderno en que escribo las cosas que escribo. Era el cuaderno en el que anotaba las cosas que oía en los seminarios como el de Valerie. ¿Está creciendo la planta? Yo creo que sí, pero no puedo hacer mucho más que contemplarla. Y ustedes, si quieren, conmigo.

 

13.

Es mejor no ir muy de frente, ni acercarse mucho. Es una vegetación delicada. Les cuento algo, mientras. La primera vez que oí el nombre de Felisberto, creo que ya lo he dicho por aquí, fue de labios de Julio Cortázar, vivo entonces (hablo quizá de los setenta aún), en un programa de la Televisión Española, en una entrevista. Me quedó siempre ahí (el otro nombre que conocí esa noche fue el de Roberto Arlt, que inventó a un jorobadito que se pasea muchos años después por el camping de Amberes). Un día empecé a ver en las librerías un bello tomo de la colección Libros del tiempo de la entonces exquisita (hoy algo menos) editorial Siruela. Se llamaba Narraciones incompletas y era de Felisberto Hernández. Lo codicié. No me lo compré. Desapareció pronto. Se convirtió en poco menos que inencontrable. Me fui comprando todo lo de Felisberto, y hasta repetido. Las obras completas en tres volúmenes de Siglo XXI, las sucesivas y fragmentarias ediciones de sus cuentos, Las Hortensias, la Narrativa completa que acabó apareciendo en El Cuenco de Plata, su Correspondencia, numerosos estudios sobre su obra. El libro de Siruela ya resultaba profundamente redundante. Y, sin embargo, esa codicia juvenil nunca apagada me impulsó a acometer finalmente su adquisición, en Todocolección, a un particular de Córdoba (de la Córdoba española, no de la argentina). Encargué el libro el 1 de febrero de este año, lo recibí poco después. Era un ejemplar impecable, apenas leído. Sólo había en él una anotación, una dedicatoria. Rezaba De Miguel a Candelaria 21-12-91.

 

14.

No es infrecuente que en los libros usados aparezcan ese tipo de anotaciones. En mi abundante comercio con las librerías de viejo me he encontrado cosas muy dignas de mención al respecto, algunas ya se las he ido contando por aquí. Al final, hay un vértigo particular en ese testimonio indeleble que eterniza el presente que un Miguel (pero quién, cómo) entregó a una Candelaria pocos días antes de la Navidad (pero no en Navidad, a saber por qué) de 1991. Candelaria es un nombre poco común. Remite a ritos antiguos en los que las velas procesionan en la festividad de la Presentación de Nuestro Señor en el Templo. El día de la Virgen de la Candelaria es el 2 de febrero. El 2 de febrero de este año mis Narraciones incompletas estaban viajando de Córdoba a Madrid. ¿Es esto el cuento? Podría ser. Julio Cortázar, que me presentó a Felisberto, que escribió un bellísimo texto sobre él, tiene un relato titulado Diario para un cuento en Deshoras, que es una colección que también ha aparecido por aquí al hilo de Botella al mar, esa carta a Glenda. El Diario para un cuento tiene la forma, realmente, de un diario, como El contorno del ojo de Bolaño, y narra, tramposamente, cómo se va escribiendo un cuento que acaba siendo el propio diario. Ese diario comienza un 2 de febrero, el día de la Candelaria.

 

15.

Al comienzo del Diario para un cuento, Cortázar invoca, como si de encomendarse a un santo (o a una virgen, acaso la de la Candelaria) se tratara, a Adolfo Bioy Casares. Es en el relato de El otro laberinto (¿el otro?) donde, muy de pasada, Bioy menciona algo tan fascinante como una fábrica de norias en Budapest. A mi relojera de hace una semana la hice descender de una familia de fabricantes de norias, en ese delirio circular en el que la marcha dextrógira del reloj acababa siendo apenas opcional. Como aquí, sin duda. Bioy Casares tiene un libro que aún no he leído (cosa rara, pues llevo leyéndole muchos años con gran placer, pero su obra es, quién lo duda, vasta) que se llama Dormir al sol. Una vez dormí al sol, o por mejor decir a la intemperie. Acaso lo hice algunas veces más, pero ésa la recuerdo especialmente. Era una playa. La playa de un camping. El relato empieza a armarse sólo.

 

16.

¿Les he explicado ya que quiero escribir un relato para presentarlo a un concurso y ganarlo, o, mejor aún, obtener el segundo puesto, un relato que fuera el tercero, el hijo de Sensini, que es el hijo de El contorno del ojo y de En busca de la mirada perdida? Esa fue la idea desde el principio. No es algo extraño: todo el rato anoto ideas para cuentos o novelas. No las desarrollo casi nunca. Se me dan mejor esos chispazos, esos fogonazos, he tenido siempre poco tiempo, me digo, tengo en realidad poca disciplina, admito, lo cierto es que mis decenas de cuadernos están llenas de frases sueltas, pequeñas imágenes, títulos sólo a veces. Cuando fui releyendo Sensini en el tren de camino a Barcelona en mayo de 2023 ya se me iba ocurriendo algo así. Pero juro que no sé por qué anoté lo que anoté en el cuaderno, no sé de dónde me vino lo del sudario, más allá de que, claro, había una sábana en la que se proyectaba cine en el camping que cuidaba Bolaño, porque Bolaño fue vigilante nocturno del camping Estrella de Mar en Castelldefels durante los primeros años ochenta, eso lo sabe todo el mundo, él lo ha contado, ha escrito poemas, ha escrito Amberes. Si había un sudario había un crimen. Por supuesto, siempre hay un crimen. También, aunque quién sabe, en Amberes. También en La pista de hielo. Y qué decir de 2666. Es un relato policial, entonces. Ni tan mal.

 

17.

Sí, algo así: la sábana permanecía en su lugar, atada por sus cuatro esquinas a los pinos, cerca de la entrada del camping. A veces el viento era fuerte y la batía, haciéndola resonar como un tambor. Bolaño seguramente le dijo al inglés, si fue el inglés quien la colocó allí: sería mejor que desatáramos la sábana, esta noche podemos volver a colocarla, pero nadie lo hacía y la sábana seguía esperando la llegada de las imágenes, blanca como la pantalla vacía del comienzo de Persona. Hasta que hubo finalmente que desatarla para cubrir el cuerpo ensangrentado. Nadie tenía nada mejor a mano. El vigilante, siempre con el cigarrillo entre los labios, cortó los cordeles con su navajita y lanzó el lienzo sobre la chica desnuda. Entonces, y sólo entonces, la sábana comenzó a ser sudario. Las imágenes de la película, mientras, sin nada que las contuviera, sin nada sobre lo que apoyarse, se fugaban hacia la noche interminable, se rompían la cabeza en la tapia del otro lado del camping. El año pasado en Marienbad, sin duda. La película de Robbe-Grillet y Alain Resnais que se basa (pero ellos no lo dijeron, nunca lo dijeron, por evidente que fuera) en La invención de Morel, de Bioy Casares. Bolaño sí lo dijo, aunque cambió los nombres. En otro cuento, El viaje de Álvaro Rousselot, que está incluido en El gaucho insufrible, el último libro que entregó en vida a su editor, pocas semanas antes de morir en la Vall d’Hebron.

 

18.

¿Es esto el cuento? Claro, todo es el cuento, porque este cuento se alimenta de todos los otros cuentos, es un cuento póstumo entre los cuentos, es el tercero, el nieto, el irreparable. ¿Quién lo escribe? Lo escribe un joven madrileño, muy delgado (se le marcan todas las costillas en ese torso desnudo que exhibe porque estamos en la playa), con el pelo rizado. Está en un camping de Catalunya, apenas ha cumplido veinte años. Hay una mesita plegable, un camping gas, junto a la tienda en la que duerme su amigo, que se llama Miguel. Escribe ese cuento antes de saber quién es Bolaño, antes de que nadie supiera quién es Bolaño, quién es Di Benedetto, antes de que Sensini fuera otra cosa que un jugador de fútbol. Miguel le dice: apaga el puto camping gas de una puta vez, se nos va a llenar esto de mosquitos. Pasa el vigilante. Mide un metro setenta y cinco y es pálido. También es delgado, también tiene el pelo rizado, también tiene gafas redondas. Saluda apenas, el cigarrillo en los labios. El madrileño le contesta con un movimiento de la cabeza, una sonrisa. Han estado de copas con él la noche anterior. Es un tío interesante, cuenta muchas historias, ha vivido en México, es poeta, es chileno. Le gusta la ciencia-ficción, las novelas policiales. Al madrileño también. El madrileño, a veces, se tumba debajo de una tumbona. No encima: el sol es demasiado fuerte: debajo. En contacto con la tierra húmeda. Entonces lee un libro, que ya no resplandece tanto bajo el sol cegador. Un libro de Kafka probablemente. Quiere ser escritor. ¿Lo será? Sin duda, para ser escritor basta con escribir. Escribir así, escribir esto, escribir mentiras como ésta, escribir sueños como éste.

 

19.

¿Es esto el cuento, entonces? ¿Un relato barroco, enroscado sobre sí mismo, en el que un escritor en ciernes (es decir, a punto de desplomarse sobre el duro suelo) anota a la luz de un camping gas en el camping Estrella de Mar sobre un crimen que tendrá lugar en un libro que está escribiendo el vigilante nocturno, pero que todavía son poemas que se llaman gente que se aleja, y sí, todo se aleja, especialmente el mar, especialmente la gente que está enferma del hígado y fuma tanto, tanto? ¿Este relato va a ganar un concurso? Es posible, porque ahora, de repente, al escritor, que es una persona ya en la sesentena, en una casa de Madrid muy cerquita del Matadero, se le ha presentado una imagen en la que en el pinar que rodea al camping algo siniestro ocurre, algo como si fuera una película de Lynch, del Lynch que tanto le gustaba a Bolaño, algo así como si el Special Agent Cooper le tomara de la mano a Laura Palmer en un lugar fuera del tiempo que está en la Costa Brava de los años ochenta. La sábana nunca fue descolgada, la película sigue, nadie ha muerto todavía. Ah, cómo abrazaría al joven escritor que está empezando a tener frío, ahí, sin camiseta, de noche, en el Estrella de Mar, en su mesita plegada. Apaga de una puta vez, joder. Sí, ya apago. Total, no se me ocurre nada.

 

20.

En alguno de esos cuadernos de 2023 anoté otra idea para un cuento. Se titulaba Segundo puesto. Cuentan que Bolaño llevaba años apuntado en la lista de trasplantes de hígado, que un trasplante era la única opción que le quedaba para poder sobrevivir. Había ido, quizás, postergando el afrontar ese destino, que le era, de todos modos, conocido, y que le llevó a escribir como un poseso, como si no hubiera un mañana (no lo había) 2666 para poder legar a su familia un bienestar económico. Cuentan, no sé si es verdad, pero no importa, que en el momento de su muerte, que fue más repentina de lo esperado, estaba en el segundo puesto de la lista. No sé si es verdad, ya digo, no sé si esas listas son públicas, si hay un ranking, todo depende de otras cosas, de compatibilidades, de donantes, de distancias. No importa, repito. El cuento se titularía Segundo puesto, y hablaría de quedar segundo. Segundo en un concurso literario. Segundo en el amor de una mujer. Segundo, casi, ahí, ahí, pero, apenas, qué pena, qué lástima, qué bien hubiera estado, qué bien, sí, qué bien hubiera estado ser el primero. De fondo sonaría el Segundo premio de Los Planetas. Bien podría ser el día de la Candelaria, el 2 del 2. Entonces acabaría la canción de Los Planetas y se oiría a Bolaño recitando ese dodecálogo que legó a la posteridad. Ese precioso documento donde se nos insta a proyectar sonrisas lentas en las memorias de algunos amigos con un margen de diez años para que exploten. Y el cuento acabaría con fuegos artificiales de sonrisas, porque los campings están en pueblos que celebran sus fiestas en verano y en las fiestas siempre hay fuegos artificiales.

 

y 21.

Siempre fui timorato, pudoroso, cobarde. Siempre tendí a mirar la vida de lejos. Mis memorias de juventud lo son más de lecturas que de besos. Y, sin embargo, hubo algunas noches. A la mañana de una de ellas me desperté desorientado en la playa. Hacía un calor insoportable en la tienda, habíamos empezado a dormir en la playa del camping. Miguel fue el primero que lo hizo, una noche. Al día siguiente nos contó que había visto algo increíble, surrealista: al alba, una señora muy mayor, obesa, con un gran flotador, hacía unos extraños ejercicios gimnásticos en la arena. Era una bella alucinación, un bello sueño, una buena broma. Un par de noches después yo me fui a dormir a la intemperie, y algo, alguien, me despertó justamente a tiempo de ver ese espectáculo mágico e inverosímil, esa danza que no sabría describir. Como si fuera una película de David Lynch. Volví a cerrar los ojos. Entonces, horas después, me despertó una guitarra. Me di cuenta de que mucha otra gente que no conocía había estado durmiendo junto a mí, en la misma zona de la playa. Un italiano tocaba la guitarra. A mi lado había una chica muy joven. Mi rostro estaba enfrentado al suyo, abrimos los ojos al mismo tiempo, nos sonreímos vagamente. Estábamos casi desnudos. Me recompuse. Estaba resacoso. Localicé a mis amigos. Nos fuimos a desayunar. El italiano seguía tocando la guitarra. Nunca supe más de la chica. Así son mis historias de juventud: Bolaño se hubiera reído de mí. Y, sin embargo, me parece, creo que aquí hay un cuento, un cuento en el que nadie muere. Un cuento que un día será una película que se proyectará sobre una sábana que el viento bate y hace sonar como un tambor. Este cuento. Este cuento que aquí está hecho, que aquí termina. Como el soneto de repente que le mandó hacer Violante a Lope de Vega: contad si son catorce, y está hecho.