sábado, 16 de noviembre de 2024

Final de la tarde, en el futuro

 


Cuando pronuncio la palabra Futuro,

la primera sílaba pertenece ya al pasado.

WISLAVA SZYMBORSKA

 

1.

La escena podría ser esta. En la habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre la puerta y alguien entra. Soy yo, y es mañana.

 

2.

La escena podría ser esta. Abro la puerta del hotel. Hay alguien escribiendo en la mesa. Soy yo, y es ayer.

 

3.

La escena es esta: la habitación del hotel está decorada con mobiliario pretendidamente de época, pero, extrañamente, el suelo está formado por baldosas luminosas, de un blanco fluorescente. En medio de la habitación hay posada una cápsula espacial.

 

4.

La habitación se ve desde el interior de la cápsula, en primer lugar. En el contraplano, el astronauta Dave Bowman, en su traje espacial, tiembla.

 

5.

Ha llegado allí, aparentemente, tras un alucinante viaje por un espacio fluido que se deshilacha en colores, como si avanzara por un extraño pasillo de luz que fuera a veces una flor y a veces un diamante. Y finalmente un ojo. El suyo, acaso. A cada parpadeo, una combinación de colores. Virados, complementarios. Al final, el ojo recupera su mirada, pero alrededor de él el rostro se ha poblado de arrugas.

 

6.

Entonces, se produce el primer desdoblamiento. Desde el interior de la cápsula (pero es la cámara la que mira, no se muestra a nadie dentro) se ve a Dave en la habitación, con su traje de astronauta naranja. Envejecido. En el primer plano se aprecian sus arrugas a través del vidrio del casco. Hay sucesivos vidrios en la escena, protecciones que se van perdiendo, como pieles que van cayendo. Por no hablar del vidrio del ojo de la cámara.

 

7.

Vemos a Dave en plano general andar por la habitación. Ya no hay rastro de la cápsula. La aparente continuidad de los planos ha permitido, no obstante, el escamoteo. El astronauta, siempre con su traje espacial, cruza un umbral: es el cuarto de baño. Allí también el suelo es un conjunto de placas luminosas, con la luz fría de los fluorescentes. Dave se mira en el espejo, se ve viejo. Gira la mirada. Vuelve a entrar en el dormitorio. Alguien está comiendo en una mesita, con una rica vajilla. Está de espaldas. Es el segundo desdoblamiento.

 

8.

En efecto, quien está sentado a la mesa es el mismo Dave, más viejo aún. Está bien peinado y afeitado, vestido con un elegante batín azul marino, sin traje espacial. Parece respirar sin dificultad, saborea la cena que se le ha servido en una rica vajilla. Entonces, el Dave sentado se vuelve, como habiendo notado algo a su espalda. Gira la cabeza. Se levanta, viene hacia nosotros (nosotros somos la cámara). No, no hay nada, no hay nadie. El Dave erguido con su traje de astronauta ha desaparecido, como antes desapareció su vehículo espacial. Lo sabemos, porque entonces se nos ofrece un plano general, desde una perspectiva muy elevada. ¿La de quién?

 

9.

El Dave inquilino de la habitación de hotel se vuelve a sentar, a continuar su cena. Intentando coger algo de la mesa, tira la copa de fina cristalería, que se rompe al chocar con el suelo. Se agacha, como para recoger los pedazos de vidrio. Al levantar la cabeza ve a alguien, un anciano vestido de blanco, tendido en el lecho, aparentemente moribundo. Es él, aún más viejo. Hay un tiro de cámara desde la esquina en el que se puede ver simultáneamente la parte trasera de la cabeza del Dave sentado y al Dave tendido. Es el tercer desdoblamiento.

 

10.

Como las otras veces, ya no volveremos a ver al Dave viejo, pero todavía aparentemente en forma, con su batín azul. La cámara se centra ahora en el viejísimo hombre del lecho. Éste, entonces, alarga el brazo hacia adelante, con su dedo índice extendido, como señalando algo. Es un gesto que hacen muchas veces los ancianos con demencia. Es también el gesto de Adán, al encuentro con el dedo del Creador en el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

 

11.

¿Hacia donde se extiende ese brazo, qué pretende señalar o alcanzar esa mano sin fuerza? Se abre el plano y entonces aparece el monolito, plantado a los pies de la cama, exactamente paralelo al borde de ésta, frente a ella, no como la cápsula, que estaba hacia un lado. El monolito, que hemos visto al comienzo de la película, entre homínidos, o en la luna, entre exploradores. Ahora, aquí, en su pura negrura sobre la blancura impertérrita del pavimento. Igualmente mudo, igualmente cerrado, igualmente perfecto en su geometría. Dave ha llegado allí introduciéndose valientemente con su cápsula en el monolito, que estaba suspendido en el espacio cerca de Júpiter. Ahora, en este Hotel Júpiter, el anciano derrotado parecería inquirir algo, solicitar algo, acaso volver a entrar, a atravesar ese portal hacia quién sabe qué nuevas habitaciones de hotel. Lo que pide, le es concedido.

 

12.

El plano general de situación se transforma en un primer plano del monolito. Entonces el contraplano nos muestra que en el lecho ya no está el anciano, sino un feto en un saco transparente que parecería remedar una placenta de vidrio. El feto brilla. Hay un primer plano, que se abre entonces hacia el monolito. Cuarto desdoblamiento, el definitivo, el que cierra el ciclo, o abre un nuevo ciclo, de dimensiones indefinibles.

 

13.

Entonces, estamos en el espacio. El niño espacial flota en él. Aparentemente se dirige a la Tierra. El primer plano de su rostro muestra un gran ojo azul, como la Tierra. Empieza a sonar Also sprach Zarathustra, como lo hizo al comienzo de la película. Todo ha sido consumado.

 

14.

2001 A space oddyssey fue estrenada en 1968, pero se concibió algunos años antes, y se elaboró en un proceso muy complicado y dilatado en el tiempo, en el que Stanley Kubrick exacerbó su habitual minuciosidad, especialmente en lo que se refiere al diseño de las maquetas y los trucajes de filmación, para transmitir una sensación de realismo como nunca antes (y quizás nunca después, por muchos efectos digitales que se quieran usar) se había conseguido en las películas de ciencia ficción. Un género que, como todos los otros que toca Kubrick, redefine. La película es monumental, y tremendamente atrevida. Estamos en plena carrera espacial, es decir, estamos en plena guerra fría (una cosa llevó a la otra, no cabe engañarse) y, por lo tanto, el mundo está en el filo de la navaja. Las ambigüedades asociadas al desarrollo científico y tecnológico se ponen de manifiesto con absoluta claridad. Entonces, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick empiezan a escribir una película que acaba beyond the infinite. Sigue siendo un hito (un monolito) en la historia del cine. Un monolito, negro, enorme, un paralelepípedo perfecto, enigmático, incontrovertible. Mágico, pues la ciencia, cuando es suficientemente avanzada, no puede diferenciarse de la magia si el que la contempla no está al mismo nivel de desarrollo científico.

 

15.

El final de la película siempre fue controvertido, y han corrido ríos de tinta intentando interpretarlo, como si hubiera que interpretar el arte, como si el arte fuera substituible por una secuencia de palabras. Si renunciamos a eso, si nos quedamos en la pura fascinación, el relato que he esbozado en los apartados anteriores debería ser suficiente. Y puede resumirse así: miradas que miran a miradas, cámaras que encuadran la cámara anterior. Al final, el Último Ojo, de imposible encuadre. Al final, el monolito, más claramente que nunca una gran Lápida, el punto de fuga infinito en el que la mirada no hace pie, la negrura en la que nos sumergimos.

 

16.

El lenguaje cinematográfico es, así, usado de manera perversa. La identificación con el punto de vista de la cámara nos pretende hacer angélicos, omnipotentes: es el narrador supuestamente objetivo de la novela decimonónica. El juego de plano y contraplano nos lleva a otra identificación, sucesiva, con cada uno de los personajes. Esa gramática se quiere neta, nítida, y nosotros, que hemos crecido con el cine, que hemos aprendido a leer las secuencias, nos dejamos llevar por ese flujo y entonces decimos que hemos entendido la película. Como si se tratara de entender.

 

17.

Pero aquí, de repente, la mirada del sujeto se encuentra con el propio sujeto, devenido objeto. Y entre el acto de mirar y el ser mirado se cuela, demoledor, el tiempo. El envejecimiento se muestra en toda su cruda realidad. Apenas parpadeamos, ha cambiado el color, todo vira al amarillento de la catarata. Un día tiramos una copa y al recogerla nos vemos agonizar en la cama de un extraño hotel extraterrestre. Sic transit gloria mundi.

 

18.

Todo lo que nos acontece es ya observado por el que seremos. Desde el acuario se ve otro acuario, que contiene al acuario. Entre uno y otro, el vidrio, que impide el contacto, que determina, ya incontestable, la tiranía de la mirada, la fría. Banales mises-en-abyme del cotidiano envejecer. Por eso siempre es tarde, por eso lleva siendo tarde desde el principio.

 

19.

En los falsos despertares de la parálisis del sueño nos creemos desdoblar. Nos levantamos de la cama, donde la incómoda posición del cuello nos impide respirar correctamente. Nos complace el haber salido de esa especie de trampa temporal de la inmovilidad. Así, contemplamos, ya tranquilizados, el teatrillo de esa Sala de Espera, que siempre limita con la agonía. Pero el otro (es decir, el mismo) nos susurra: no, todavía no, todavía no te has despertado. Haz un esfuerzo. Te va en ello la vida. Entonces, bruscamente, giramos la cabeza, abrimos los ojos. Somos nosotros. Es hoy. Es ahora.

 

20.

Sí, es una historia de dobles, una historia de playback. Somos los falsos figurantes, mantenemos a duras penas la compostura en un escenario que se va poblando incesantemente de réplicas nuevas. Cuando nos descuidamos un momento, nos empezamos a desvanecer. La carne empalidece, se hace translúcida. Nos transformamos en el siguiente. ¿Nos transformamos? ¿Se reconocería, acaso, la oruga en la polilla? ¿No ha muerto la pupa en la crisálida, como defendía, airadamente en su travesía del Inferno, August Strindberg?

 

21.

La tiranía nunca fue del Antes, siempre es del Después. Los forenses del minuto siguiente se afanan en los sucesivos levantamientos de cadáveres, sólo para caer entonces exangües ellos mismos. En la parada triunfal de los dobles sucesivos el leitmotiv de la marcha que atruena por los altavoces del paseo es: agostamiento. A mi espalda, mientras escribo esto, acecha ya el Próximo. Es el que se levantará a tender la ropa de la lavadora que acaba de terminar. Volverá a sentarse, seguirá escribiendo. A su espalda, habrá nacido ya el Próximo, es el que ya habrá escrito. De todos ellos, el único que sufre soy yo, ahora. Eso es lo que distingue el Ahora del Después: el sufrimiento, la carne, la agonía en el Hotel Júpiter. Por eso el Después relumbra con su promesa. Pero entonces el Después es el Ahora y todo vuelve a empezar. ¿Hasta cuándo? Hasta el monolito. Porque lo cierto es esto: acabaremos por desconocernos.

 

22.

Samuel Beckett comienza su pieza de 1958 La última cinta de Krapp con esta acotación: A late evening in the future. La obra se desarrolla en un futuro en el que el envejecido y descuidado Krapp juega (la palabra no es exacta, porque lo que ocurre es de absoluta transcendencia) con su magnetófono y su colección de cintas.

 

23.

Beckett había pasado a escribir en francés (por ejemplo, En attendant Godot, que es anterior a Krapp’s last tape, pues fue publicada ya en 1952), aparentemente con la idea de empobrecer su lenguaje, pues había optado por la vía simétricamente opuesta a la de Joyce para explorar justamente los límites de la literatura. Sin embargo, retornó al inglés para escribir La última cinta, pues, según cuenta, la voz que escuchaba en su cabeza recitando las palabras que compondrían la pieza, era la del actor irlandés Patrick Magee, su favorito, quien le había impresionado leyendo fragmentos de Molloy.

 

24.

Patrick Magee fue quien estreno Krapp’s last tape, como una obra que acompañaba a Final de partida, en el Royal Court Theatre londinense el 28 de octubre de 1958. Patrick Magee actuó también en dos películas de Kubrick, Barry Lyndon y La naranja mecánica. En A clockwork orange interpreta a Frank Alexander, el escritor que, junto con su mujer, es violentamente asaltado y golpeado por Alex y sus drugos y luego se toma cruel venganza con el joven Alex disminuido por el tratamiento Ludovico. Ambas escenas son brutales. En la primera, vemos como la estantería repleta de libros se derrumba. Las patadas y los puñetazos se suceden entonces al son de Singin’ in the rain.

 

25.

En Krapp’s last tape, el Krapp actual, de 69 años (Beckett tenía 52 cuando la escribió, así que sus 69 eran el futuro, el año 1975, tan atrás en el pasado para nosotros), elige una de sus múltiples cintas para reproducir en el magnetófono. Corresponde a la que grabó en su 39º cumpleaños. Según lo que concienzudamente anotó Krapp es su grueso libro de registro, la temática de esa cinta incluye un memorable equinoccio y también una despedida (vuelve la página) del amor.

 

26.

Cuando el actor pone en funcionamiento el mecanismo del magnetófono lo que se escucha es su voz anterior, la voz de treinta años antes. Y esa voz evoca a su vez a un Krapp anterior, de 25 ó 27 años, cuya cinta ha estado escuchando el Krapp de 39, en un ritual que se repite cumpleaños a cumpleaños desde hace más de cuarenta. Los recuerdos, congelados en esos dispositivos tecnológicos, se despliegan, fragmentarios, mentirosos, insuficientes, incontrovertibles. Una magdalena mecánica.

 

27.

Krapp graba entonces su última cinta (la cinta actual es siempre la última, en el Después que acecha puede haber o no lugar para otras cintas). En ella habla de lo que ha escuchado un momento antes al Krapp-de-39, que habla del fin del amor y de un memorable equinoccio y de la fatuidad del Krapp-de-27. Cada una de esas cintas se ha ido grabando, año tras año, bajo la tiranía del Después, para dejar constancia, como en una extraña acta magnética, para no olvidar. Y, sin embargo, eso es justamente el olvido: la imposibilidad de acceder al pasado si no es con una muleta electrónica que no contiene más que un paisaje desolado de ruinas. Pero el Después es insaciable, y contamina todo Ahora, pues nos obliga a pulsar una y otra vez la tecla del REC, como si lo importante fuera que no disminuyera la cuota de producción de souvenirs, y no el mero hecho de vivir, el mero hecho de vivir en la insubstancial cualidad de lo que es puramente desvanecimiento.

 

28.

Muchos otros actores han interpretado a Krapp, entre otros, John Hurt, cuya actuación se puede ver en vídeo en YouTube. David Kelly hizo de Krapp ya en 1959. Como todos los otros, grabó con su voz de entonces las cintas del Krapp-más-joven, que reprodujo en la escena. Entonces, en un salto temporal, volvió a representar a Krapp en 1996. Las cintas que reprodujo fueron las de 1959, con su voz de entonces, que ya no era la voz del Kelly-de-1996. ¿Se ve el truco? ¿Se ve el desastre del Después? Ese desastre del que Walter Benjamin nos hablaba al referirse al Angelus Novus de Paul Klee, arrastrado inclementemente por el viento de la historia, contemplando con su cuello girado una sucesión interminable de desastres.

 

29.

El 2 de noviembre de 1967 se emitió en la televisión española una adaptación de La última cinta. El actor fue Fernando Fernán Gómez. Al comienzo de la pieza, ese Krapp español hace una cosa que no está en la obra original de Beckett: se sienta y empieza a teclear en una máquina de escribir. La cinta de magnetófono y la cinta de la máquina de escribir: falsos bucles sobre los que se posan las polillas del tiempo. Una tecnología arqueológica ya. Pero un día escribimos en una máquina de escribir, escuchamos voces en un magnetófono. En el quicio de la puerta acechaba el yo-que-somos-ahora, el último en una larga dinastía de usurpadores, que se van alzando al trono tras el asesinato de sus predecesores. Sólo para ser ejecutados inmediatamente.

 

30.

Entre la primera cinta que grabó Krapp, si fue la primera, aquella de los 25 o los 27 años y la última, que acaso no será la última, a los 69, hay más de 40 años. Si tenemos en cuenta que los magnetófonos para uso particular se popularizaron durante los 50, eso nos llevaría a la década de los 90, ése podría ser el future de la acotación original. Beckett murió en 1989. Ese futuro es póstumo para él, pues. Pero todo es póstumo.

 

31.

Beckett, famosamente, escribió un atinado ensayo sobre Marcel Proust. En él se extiende sobre la cuestión de la memoria, especialmente la involuntaria, que es la clave de bóveda del monumental entramado de la Recherche, que se propone, justamente, extender la tiranía del Después hasta su última posibilidad: la anulación del transcurso, la simultaneidad de los aconteceres. El que ejecuta esa tarea sublime y blasfema es un moribundo, en una habitación acolchada, en otra de las estancias del Hotel Júpiter. Beckett no se engaña: de lo que se trata es de dar carta de naturaleza a la incongruencia de las sensaciones, a la imposible convergencia de lo vivido, pues cada vez somos otros, pues somos reemplazados. En palabras de Beckett: la exfoliación perpetua de la personalidad. Salvo que acontezca la magia, el juego de manos, y parezca que un pavimento desigual está a la vez en París y en Venecia, y estando en dos lugares distintos, está en tiempos distintos. Puede funcionar. O no, no puede funcionar, pero qué nos queda.

 

32.

En septiembre de 1905, Proust acompaña a su madre, de salud ya delicada, a una estancia en el balneario de Evian, frente al lago Léman. Allí se produce una violenta crisis de uremia y es preciso trasladar a Madame Jeanne Proust a París, donde fallecerá el 26 de septiembre, dejando a Marcel sumido en una profunda depresión. A final de año se internará en la clínica del doctor Paul Sollier, que había sido discípulo de Charcot en la Salpetrière, para tratar de superar ese estado de agotamiento nervioso. Sollier había escrito por entonces dos monografías muy innovadoras sobre la memoria. Hay una cierta conexión entre el pensamiento de Sollier y la teoría de la memoria involuntaria, que permite, no ya la rememoración, sino la reviviscencia de los instantes pasado, que Proust desarrolla en su obra.

 

33.

Incidentalmente, o no, Paul Sollier publicó en 1903 una obra sobre la autoscopia, el trastorno que algunos enfermos sufren y que consiste en la contemplación de uno mismo desde fuera, desde un punto de vista descarnado, el de la cámara omnisciente de Kubrick, el del monolito. Cuando estaba de moda hablar sobre las experiencias peri mortem, una constante era la observación del siniestro espectáculo del propio cuerpo tendido sobre la cama, mientras lo-que-fuera-que-no-es-el-cuerpo (como si hubiera otra cosa que cuerpo) volaba como un Starchild entre las paredes de la habitación mortuoria.

 

34.

Autoscopia es justamente el recordar, con el agravante de que es una autoscopia parcial, mentirosa, fragmentaria. El cuerpo-de-antes flotando en un acuario obsoleto mientras, orgullosos, o resignados, nadamos, sin mayor recorrido, en el acuario-de-ahora, que observa, ávido ya, el que estamos empezando a ser. Y así sucesivamente. Hasta la negrura.

 

35.

Lo cierto es esto: fabricamos, como esclavos, incesantes recuerdos, para alimentar la sed insaciable de los vampiros futuros que seremos, que somos, que siempre hemos sido. Mientras, nada permanece. Hasta que un día, simplemente, nos desconocemos. Ellos, es decir, nosotros, pero no, nosotros todavía no, los nosotros que seremos, nuestros sucesores, espían nuestros deseos, conociendo ya su consumación o su fracaso. Nada es como se esperaba, nada es lo que parecía.

 

36.

No avanzamos hacia el futuro. Es él quien nos invade, quien irrumpe. La Odisea nos alcanza.

 

37.

Cuando aparece el Libro, el vislumbre del Libro, nos lanzamos, con todo nuestro aparataje de forenses a practicar la disección más vistosa y minuciosa que se haya visto. Describimos en bellos periodos la historia repetida de la continua masacre del Ahora por el Después. Glosamos en hermosos hemistiquios la infinita fatiga de un continuo y estéril renacimiento. Sí: Alguien ya ha escrito esto. Alguien me ve escribirlo. Yo soy el único que sufre.

 

38.

Al final, queda lo escrito, encerrado en su caja de muerto, en su Libro, que colocamos orgullosamente erguido en la estantería, esa estantería que los vándalos no dudarán en derribar sobre nosotros a la menor oportunidad (esa oportunidad ya, ay, está aquí). El Libro erguido como el monolito. Dave Bowman muere frente al monolito. Todos lo hacemos.

 

39.

Al final queda lo escrito, pero lo que debería quedar es el escribir. El acto delicuescente de la floración de palabras. El instante inasible del dedo que se lanza, como un kamikaze, sobre la siguiente letra, que puede ser la l de letra. La l de entonces, porque ahora ya es la s de entonces, y todo gira, y todo empieza, y no nos volvemos, no giramos la cabeza, no movemos las manos del teclado, no sea que torpemente tiremos la copa. El otro espera en el quicio de la puerta. No queremos saber de él, bastante hemos pensado ya en el Futuro, bastantes veces hemos escrito ya, sumisos, para el Después. Es preciso escribir ahora, en el Ahora, en el Ahora que se desmigaja, se desmigaja, como el pan de Pulgarcito. No sirve para trazar el camino de vuelta, sólo hay camino de ida. No, no hay ni siquiera camino de ida, ahí está hablando otra vez el Después: sólo hay la miguita que cae sobre el suelo, ésta. La siguiente ya es asunto del Siguiente, eso no nos concierne.

 

40.

La escena, pues, podría, debería ser ésta. En la habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre la puerta y alguien entra. Eres tú, y es siempre.


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