Cuando pronuncio la
palabra Futuro,
la primera sílaba
pertenece ya al pasado.
WISLAVA SZYMBORSKA
1.
La escena podría ser esta. En la
habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre la puerta y
alguien entra. Soy yo, y es mañana.
2.
La escena podría ser esta. Abro
la puerta del hotel. Hay alguien escribiendo en la mesa. Soy yo, y es ayer.
3.
La escena es esta: la habitación
del hotel está decorada con mobiliario pretendidamente de época, pero,
extrañamente, el suelo está formado por baldosas luminosas, de un blanco
fluorescente. En medio de la habitación hay posada una cápsula espacial.
4.
La habitación se ve desde el
interior de la cápsula, en primer lugar. En el contraplano, el astronauta Dave
Bowman, en su traje espacial, tiembla.
5.
Ha llegado allí, aparentemente,
tras un alucinante viaje por un espacio fluido que se deshilacha en colores,
como si avanzara por un extraño pasillo de luz que fuera a veces una flor y a
veces un diamante. Y finalmente un ojo. El suyo, acaso. A cada parpadeo, una
combinación de colores. Virados, complementarios. Al final, el ojo recupera su
mirada, pero alrededor de él el rostro se ha poblado de arrugas.
6.
Entonces, se produce el primer
desdoblamiento. Desde el interior de la cápsula (pero es la cámara la que mira, no se
muestra a nadie dentro) se ve a Dave en la habitación, con su traje de
astronauta naranja. Envejecido. En el primer plano se aprecian sus arrugas a
través del vidrio del casco. Hay sucesivos vidrios en la escena, protecciones
que se van perdiendo, como pieles que van cayendo. Por no hablar del vidrio del
ojo de la cámara.
7.
Vemos a Dave en plano general
andar por la habitación. Ya no hay rastro de la cápsula. La aparente
continuidad de los planos ha permitido, no obstante, el escamoteo. El
astronauta, siempre con su traje espacial, cruza un umbral: es el cuarto de
baño. Allí también el suelo es un conjunto de placas luminosas, con la luz fría
de los fluorescentes. Dave se mira en el espejo, se ve viejo. Gira la mirada. Vuelve
a entrar en el dormitorio. Alguien está comiendo en una mesita, con una rica
vajilla. Está de espaldas. Es el segundo desdoblamiento.
8.
En efecto, quien está sentado a
la mesa es el mismo Dave, más viejo aún. Está bien peinado y afeitado, vestido
con un elegante batín azul marino, sin traje espacial. Parece respirar sin
dificultad, saborea la cena que se le ha servido en una rica vajilla. Entonces,
el Dave sentado se vuelve, como habiendo notado algo a su espalda. Gira
la cabeza. Se levanta, viene hacia nosotros (nosotros somos la cámara).
No, no hay nada, no hay nadie. El Dave erguido con su traje de
astronauta ha desaparecido, como antes desapareció su vehículo espacial. Lo
sabemos, porque entonces se nos ofrece un plano general, desde una perspectiva muy
elevada. ¿La de quién?
9.
El Dave inquilino de la
habitación de hotel se vuelve a sentar, a continuar su cena. Intentando coger
algo de la mesa, tira la copa de fina cristalería, que se rompe al chocar con
el suelo. Se agacha, como para recoger los pedazos de vidrio. Al
levantar la cabeza ve a alguien, un anciano vestido de blanco, tendido en el
lecho, aparentemente moribundo. Es él, aún más viejo. Hay un tiro de cámara
desde la esquina en el que se puede ver simultáneamente la parte trasera de la
cabeza del Dave sentado y al Dave tendido. Es el tercer
desdoblamiento.
10.
Como las otras veces, ya no
volveremos a ver al Dave viejo, pero todavía aparentemente en forma, con su
batín azul. La cámara se centra ahora en el viejísimo hombre del lecho. Éste,
entonces, alarga el brazo hacia adelante, con su dedo índice extendido, como
señalando algo. Es un gesto que hacen muchas veces los ancianos con demencia. Es también el gesto de Adán, al encuentro con el dedo del Creador en
el fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
11.
¿Hacia donde se extiende ese
brazo, qué pretende señalar o alcanzar esa mano sin fuerza? Se abre el plano y entonces
aparece el monolito, plantado a los pies de la cama, exactamente paralelo al
borde de ésta, frente a ella, no como la cápsula, que estaba hacia un lado. El
monolito, que hemos visto al comienzo de la película, entre homínidos, o en la
luna, entre exploradores. Ahora, aquí, en su pura negrura sobre la blancura
impertérrita del pavimento. Igualmente mudo, igualmente cerrado, igualmente
perfecto en su geometría. Dave ha llegado allí introduciéndose valientemente
con su cápsula en el monolito, que estaba suspendido en el espacio cerca de
Júpiter. Ahora, en este Hotel Júpiter, el anciano derrotado parecería inquirir
algo, solicitar algo, acaso volver a entrar, a atravesar ese portal hacia quién
sabe qué nuevas habitaciones de hotel. Lo que pide, le es concedido.
12.
El plano general de situación se
transforma en un primer plano del monolito. Entonces el contraplano nos muestra
que en el lecho ya no está el anciano, sino un feto en un saco transparente que
parecería remedar una placenta de vidrio. El feto brilla. Hay un primer
plano, que se abre entonces hacia el monolito. Cuarto desdoblamiento, el
definitivo, el que cierra el ciclo, o abre un nuevo ciclo, de dimensiones
indefinibles.
13.
Entonces, estamos en el espacio.
El niño espacial flota en él. Aparentemente se dirige a la Tierra. El
primer plano de su rostro muestra un gran ojo azul, como la Tierra. Empieza a
sonar Also sprach Zarathustra, como lo hizo al comienzo de la película.
Todo ha sido consumado.
14.
2001 A space oddyssey fue estrenada en 1968, pero se
concibió algunos años antes, y se elaboró en un proceso muy complicado y
dilatado en el tiempo, en el que Stanley Kubrick exacerbó su habitual
minuciosidad, especialmente en lo que se refiere al diseño de las maquetas y
los trucajes de filmación, para transmitir una sensación de realismo como nunca
antes (y quizás nunca después, por muchos efectos digitales que se quieran
usar) se había conseguido en las películas de ciencia ficción. Un género que,
como todos los otros que toca Kubrick, redefine. La película es monumental, y
tremendamente atrevida. Estamos en plena carrera espacial, es decir, estamos en
plena guerra fría (una cosa llevó a la otra, no cabe engañarse) y, por lo
tanto, el mundo está en el filo de la navaja. Las ambigüedades asociadas al
desarrollo científico y tecnológico se ponen de manifiesto con absoluta
claridad. Entonces, Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick empiezan a escribir una
película que acaba beyond the infinite. Sigue siendo un hito (un monolito) en la
historia del cine. Un monolito, negro, enorme, un paralelepípedo perfecto,
enigmático, incontrovertible. Mágico, pues la ciencia, cuando es suficientemente
avanzada, no puede diferenciarse de la magia si el que la contempla no está al
mismo nivel de desarrollo científico.
15.
El final de la película siempre
fue controvertido, y han corrido ríos de tinta intentando interpretarlo,
como si hubiera que interpretar el arte, como si el arte fuera substituible por
una secuencia de palabras. Si renunciamos a eso, si nos quedamos en la pura
fascinación, el relato que he esbozado en los apartados anteriores debería ser
suficiente. Y puede resumirse así: miradas que miran a miradas, cámaras que
encuadran la cámara anterior. Al final, el Último Ojo, de imposible encuadre.
Al final, el monolito, más claramente que nunca una gran Lápida, el punto de
fuga infinito en el que la mirada no hace pie, la negrura en la que nos
sumergimos.
16.
El lenguaje cinematográfico es,
así, usado de manera perversa. La identificación con el punto de vista de la
cámara nos pretende hacer angélicos, omnipotentes: es el narrador
supuestamente objetivo de la novela decimonónica. El juego de plano y contraplano
nos lleva a otra identificación, sucesiva, con cada uno de los personajes. Esa
gramática se quiere neta, nítida, y nosotros, que hemos crecido con el
cine, que hemos aprendido a leer las secuencias, nos dejamos llevar por
ese flujo y entonces decimos que hemos entendido la película. Como si se
tratara de entender.
17.
Pero aquí, de repente, la mirada
del sujeto se encuentra con el propio sujeto, devenido objeto. Y entre el acto
de mirar y el ser mirado se cuela, demoledor, el tiempo. El envejecimiento se
muestra en toda su cruda realidad. Apenas parpadeamos, ha cambiado el color,
todo vira al amarillento de la catarata. Un día tiramos una copa y al recogerla
nos vemos agonizar en la cama de un extraño hotel extraterrestre. Sic
transit gloria mundi.
18.
Todo lo que nos acontece es ya
observado por el que seremos. Desde el acuario se ve otro acuario, que contiene
al acuario. Entre uno y otro, el vidrio, que impide el contacto, que
determina, ya incontestable, la tiranía de la mirada, la fría. Banales mises-en-abyme
del cotidiano envejecer. Por eso siempre es tarde, por eso lleva siendo
tarde desde el principio.
19.
En los falsos despertares de la
parálisis del sueño nos creemos desdoblar. Nos levantamos de la cama, donde la
incómoda posición del cuello nos impide respirar correctamente. Nos complace el
haber salido de esa especie de trampa temporal de la inmovilidad. Así,
contemplamos, ya tranquilizados, el teatrillo de esa Sala de Espera, que
siempre limita con la agonía. Pero el otro (es decir, el mismo)
nos susurra: no, todavía no, todavía no te has despertado. Haz un esfuerzo. Te
va en ello la vida. Entonces, bruscamente, giramos la cabeza, abrimos los ojos.
Somos nosotros. Es hoy. Es ahora.
20.
Sí, es una historia de dobles,
una historia de playback. Somos los falsos figurantes, mantenemos a
duras penas la compostura en un escenario que se va poblando incesantemente de réplicas
nuevas. Cuando nos descuidamos un momento, nos empezamos a desvanecer. La carne
empalidece, se hace translúcida. Nos transformamos en el siguiente. ¿Nos
transformamos? ¿Se reconocería, acaso, la oruga en la polilla? ¿No ha muerto la
pupa en la crisálida, como defendía, airadamente en su travesía del Inferno,
August Strindberg?
21.
La tiranía nunca fue del Antes,
siempre es del Después. Los forenses del minuto siguiente se afanan en los sucesivos
levantamientos de cadáveres, sólo para caer entonces exangües ellos mismos. En
la parada triunfal de los dobles sucesivos el leitmotiv de la marcha que
atruena por los altavoces del paseo es: agostamiento. A mi espalda,
mientras escribo esto, acecha ya el Próximo. Es el que se levantará a tender la
ropa de la lavadora que acaba de terminar. Volverá a sentarse, seguirá escribiendo.
A su espalda, habrá nacido ya el Próximo, es el que ya habrá escrito. De
todos ellos, el único que sufre soy yo, ahora. Eso es lo que distingue el Ahora
del Después: el sufrimiento, la carne, la agonía en el Hotel Júpiter. Por eso
el Después relumbra con su promesa. Pero entonces el Después es el Ahora y todo
vuelve a empezar. ¿Hasta cuándo? Hasta el monolito. Porque lo cierto es esto: acabaremos
por desconocernos.
22.
Samuel Beckett comienza su pieza
de 1958 La última cinta de Krapp con esta acotación: A late evening
in the future. La obra se desarrolla en un futuro en el que el envejecido
y descuidado Krapp juega (la palabra no es exacta, porque lo que ocurre es de
absoluta transcendencia) con su magnetófono y su colección de cintas.
23.
Beckett había pasado a escribir
en francés (por ejemplo, En attendant Godot, que es anterior a Krapp’s
last tape, pues fue publicada ya en 1952), aparentemente con la idea de empobrecer
su lenguaje, pues había optado por la vía simétricamente opuesta a la de
Joyce para explorar justamente los límites de la literatura. Sin embargo,
retornó al inglés para escribir La última cinta, pues, según cuenta, la
voz que escuchaba en su cabeza recitando las palabras que compondrían la pieza,
era la del actor irlandés Patrick Magee, su favorito, quien le había impresionado
leyendo fragmentos de Molloy.
24.
Patrick Magee fue quien estreno Krapp’s
last tape, como una obra que acompañaba a Final de partida, en el
Royal Court Theatre londinense el 28 de octubre de 1958. Patrick Magee actuó
también en dos películas de Kubrick, Barry Lyndon y La naranja
mecánica. En A clockwork orange interpreta a Frank Alexander, el
escritor que, junto con su mujer, es violentamente asaltado y golpeado por Alex
y sus drugos y luego se toma cruel venganza con el joven Alex disminuido
por el tratamiento Ludovico. Ambas escenas son brutales. En la primera, vemos
como la estantería repleta de libros se derrumba. Las patadas y los puñetazos
se suceden entonces al son de Singin’ in the rain.
25.
En Krapp’s last tape, el
Krapp actual, de 69 años (Beckett tenía 52 cuando la escribió, así que
sus 69 eran el futuro, el año 1975, tan atrás en el pasado para
nosotros), elige una de sus múltiples cintas para reproducir en el magnetófono.
Corresponde a la que grabó en su 39º cumpleaños. Según lo que concienzudamente anotó
Krapp es su grueso libro de registro, la temática de esa cinta incluye un memorable
equinoccio y también una despedida (vuelve la página) del amor.
26.
Cuando el actor pone en
funcionamiento el mecanismo del magnetófono lo que se escucha es su voz anterior,
la voz de treinta años antes. Y esa voz evoca a su vez a un Krapp anterior, de
25 ó 27 años, cuya cinta ha estado escuchando el Krapp de 39, en un
ritual que se repite cumpleaños a cumpleaños desde hace más de cuarenta. Los
recuerdos, congelados en esos dispositivos tecnológicos, se despliegan,
fragmentarios, mentirosos, insuficientes, incontrovertibles. Una magdalena
mecánica.
27.
Krapp graba entonces su
última cinta (la cinta actual es siempre la última, en el Después que acecha
puede haber o no lugar para otras cintas). En ella habla de lo que ha escuchado
un momento antes al Krapp-de-39, que habla del fin del amor y de un memorable equinoccio
y de la fatuidad del Krapp-de-27. Cada una de esas cintas se ha ido grabando,
año tras año, bajo la tiranía del Después, para dejar constancia, como
en una extraña acta magnética, para no olvidar. Y, sin embargo, eso es
justamente el olvido: la imposibilidad de acceder al pasado si no es con una
muleta electrónica que no contiene más que un paisaje desolado de ruinas. Pero el
Después es insaciable, y contamina todo Ahora, pues nos obliga a pulsar una y
otra vez la tecla del REC, como si lo importante fuera que no
disminuyera la cuota de producción de souvenirs, y no el mero hecho
de vivir, el mero hecho de vivir en la insubstancial cualidad de lo que es
puramente desvanecimiento.
28.
Muchos otros actores han
interpretado a Krapp, entre otros, John Hurt, cuya actuación se puede ver en
vídeo en YouTube. David Kelly hizo de Krapp ya en 1959. Como todos los otros, grabó con su
voz de entonces las cintas del Krapp-más-joven, que reprodujo en la escena.
Entonces, en un salto temporal, volvió a representar a Krapp en 1996. Las
cintas que reprodujo fueron las de 1959, con su voz de entonces, que ya
no era la voz del Kelly-de-1996. ¿Se ve el truco? ¿Se ve el desastre del Después?
Ese desastre del que Walter Benjamin nos hablaba al referirse al Angelus
Novus de Paul Klee, arrastrado inclementemente por el viento de la
historia, contemplando con su cuello girado una sucesión interminable de desastres.
29.
El 2 de noviembre de 1967 se
emitió en la televisión española una adaptación de La última cinta. El
actor fue Fernando Fernán Gómez. Al comienzo de la pieza, ese Krapp español
hace una cosa que no está en la obra original de Beckett: se sienta y empieza a
teclear en una máquina de escribir. La cinta de magnetófono y la cinta de la
máquina de escribir: falsos bucles sobre los que se posan las polillas del
tiempo. Una tecnología arqueológica ya. Pero un día escribimos en una máquina
de escribir, escuchamos voces en un magnetófono. En el quicio de la puerta
acechaba el yo-que-somos-ahora, el último en una larga dinastía de usurpadores,
que se van alzando al trono tras el asesinato de sus predecesores. Sólo para
ser ejecutados inmediatamente.
30.
Entre la primera cinta que grabó
Krapp, si fue la primera, aquella de los 25 o los 27 años y la última, que
acaso no será la última, a los 69, hay más de 40 años. Si tenemos en cuenta que
los magnetófonos para uso particular se popularizaron durante los 50, eso nos
llevaría a la década de los 90, ése podría ser el future de la acotación
original. Beckett murió en 1989. Ese futuro es póstumo para él, pues. Pero todo
es póstumo.
31.
Beckett, famosamente, escribió
un atinado ensayo sobre Marcel Proust. En él se extiende sobre la cuestión de
la memoria, especialmente la involuntaria, que es la clave de bóveda del
monumental entramado de la Recherche, que se propone, justamente,
extender la tiranía del Después hasta su última posibilidad: la anulación del
transcurso, la simultaneidad de los aconteceres. El que ejecuta esa tarea
sublime y blasfema es un moribundo, en una habitación acolchada, en otra
de las estancias del Hotel Júpiter. Beckett no se engaña: de lo que se trata es
de dar carta de naturaleza a la incongruencia de las sensaciones, a la imposible
convergencia de lo vivido, pues cada vez somos otros, pues somos
reemplazados. En palabras de Beckett: la exfoliación perpetua de la
personalidad. Salvo que acontezca la magia, el juego de manos, y parezca que
un pavimento desigual está a la vez en París y en Venecia, y estando en dos lugares
distintos, está en tiempos distintos. Puede funcionar. O no, no puede
funcionar, pero qué nos queda.
32.
En septiembre de 1905, Proust
acompaña a su madre, de salud ya delicada, a una estancia en el balneario de
Evian, frente al lago Léman. Allí se produce una violenta crisis de uremia y es
preciso trasladar a Madame Jeanne Proust a París, donde fallecerá el 26
de septiembre, dejando a Marcel sumido en una profunda depresión. A final de
año se internará en la clínica del doctor Paul Sollier, que había sido discípulo
de Charcot en la Salpetrière, para tratar de superar ese estado de agotamiento
nervioso. Sollier había escrito por entonces dos monografías muy
innovadoras sobre la memoria. Hay una cierta conexión entre el
pensamiento de Sollier y la teoría de la memoria involuntaria, que
permite, no ya la rememoración, sino la reviviscencia de los
instantes pasado, que Proust desarrolla en su obra.
33.
Incidentalmente, o no, Paul
Sollier publicó en 1903 una obra sobre la autoscopia, el trastorno que
algunos enfermos sufren y que consiste en la contemplación de uno mismo
desde fuera, desde un punto de vista descarnado, el de la cámara
omnisciente de Kubrick, el del monolito. Cuando estaba de moda hablar sobre las
experiencias peri mortem, una constante era la observación del siniestro
espectáculo del propio cuerpo tendido sobre la cama, mientras lo-que-fuera-que-no-es-el-cuerpo
(como si hubiera otra cosa que cuerpo) volaba como un Starchild entre
las paredes de la habitación mortuoria.
34.
Autoscopia es justamente el recordar,
con el agravante de que es una autoscopia parcial, mentirosa, fragmentaria. El
cuerpo-de-antes flotando en un acuario obsoleto mientras, orgullosos, o
resignados, nadamos, sin mayor recorrido, en el acuario-de-ahora, que observa,
ávido ya, el que estamos empezando a ser. Y así sucesivamente. Hasta la
negrura.
35.
Lo cierto es esto: fabricamos,
como esclavos, incesantes recuerdos, para alimentar la sed insaciable de los
vampiros futuros que seremos, que somos, que siempre hemos sido. Mientras, nada
permanece. Hasta que un día, simplemente, nos desconocemos. Ellos, es decir,
nosotros, pero no, nosotros todavía no, los nosotros que seremos, nuestros
sucesores, espían nuestros deseos, conociendo ya su consumación o su fracaso.
Nada es como se esperaba, nada es lo que parecía.
36.
No avanzamos hacia el futuro. Es
él quien nos invade, quien irrumpe. La Odisea nos alcanza.
37.
Cuando aparece el Libro,
el vislumbre del Libro, nos lanzamos, con todo nuestro aparataje de forenses a
practicar la disección más vistosa y minuciosa que se haya visto. Describimos
en bellos periodos la historia repetida de la continua masacre del Ahora por el
Después. Glosamos en hermosos hemistiquios la infinita fatiga de un continuo y
estéril renacimiento. Sí: Alguien ya ha escrito esto. Alguien me ve
escribirlo. Yo soy el único que sufre.
38.
Al final, queda lo escrito, encerrado
en su caja de muerto, en su Libro, que colocamos orgullosamente erguido en la
estantería, esa estantería que los vándalos no dudarán en derribar sobre
nosotros a la menor oportunidad (esa oportunidad ya, ay, está aquí). El Libro
erguido como el monolito. Dave Bowman muere frente al monolito. Todos lo
hacemos.
39.
Al final queda lo escrito, pero
lo que debería quedar es el escribir. El acto delicuescente de la
floración de palabras. El instante inasible del dedo que se lanza, como un kamikaze,
sobre la siguiente letra, que puede ser la l de letra. La l de
entonces, porque ahora ya es la s de entonces, y todo gira, y
todo empieza, y no nos volvemos, no giramos la cabeza, no movemos las manos del
teclado, no sea que torpemente tiremos la copa. El otro espera en el
quicio de la puerta. No queremos saber de él, bastante hemos pensado ya en el
Futuro, bastantes veces hemos escrito ya, sumisos, para el Después. Es preciso
escribir ahora, en el Ahora, en el Ahora que se desmigaja, se desmigaja, como
el pan de Pulgarcito. No sirve para trazar el camino de vuelta, sólo hay camino
de ida. No, no hay ni siquiera camino de ida, ahí está hablando otra vez el Después:
sólo hay la miguita que cae sobre el suelo, ésta. La siguiente ya es asunto del
Siguiente, eso no nos concierne.
40.
La escena, pues, podría, debería
ser ésta. En la habitación del hotel escribo, en la mesa. De repente, se abre
la puerta y alguien entra. Eres tú, y es siempre.
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