sábado, 26 de octubre de 2024

La relojera

Una historia de amor




Sujete el reloj con una mano, tome con dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

JULIO CORTÁZAR, Instrucciones para dar cuerda al reloj

 

I.

Me enamoré de una relojera. Me recibía en su taller, a menudo con la lupa de relojero en la órbita ocular. Un día le expliqué la óptica de su instrumento y ella me sonrió con su ojo enorme y con su ojo más pequeño. En las manos, un destornillador diminuto con el que peinaba el tiempo. Un momento, me decía, y ese momento era de una precisión infinita, de una perfección de relojera que ajustaba con un leve giro de muñeca un segundero aherrojado en su errancia. Sólo entonces nos besábamos, y con su dedo me daba cuerda al corazón y yo podía seguir viviendo.

 

II.

Cuando nos besábamos, como ocurre siempre en los besos, el tiempo se detenía. A veces nos besábamos tan largamente que ella, desesperada, tenía que poner en hora todos los relojes de su tienda, pues se habían parado y, cuando yo le ofrecía otra vez mis labios, ella se resistía al principio, pero finalmente seguíamos subvirtiendo la cronología del establecimiento, gozosamente, y cuando los clientes irrumpían para decirnos que sus relojes de pulsera no marchaban bien les mirábamos sonriendo burlonamente y nuestros dedos hacían girar las pequeñas coronas para que el dios Saturno no se encolerizase aún más por el desorden de su reino.

 

III.

Hacíamos el boca a boca al tiempo agonizante, reanimábamos el tiempo póstumo, nos recostábamos en la pared de fuera del tiempo y a nuestro alrededor sólo había un acantilado circular bajo el cual conspiraba la rueda catalina de un mar ultravioleta. Nuestros besos eran bombas de relojería, y podía oírse nítidamente el tictac de nuestros corazones, y nosotros pensábamos en escaparnos de allí y viajar hasta el meridiano de Greenwich para hacerlo saltar por los aires con unos besos que ya no se atendrían a agenda alguna, que ya no se inscribirían en ninguna planilla, que ya no estarían sometidos a horarios. El planeta, mientras, no se atrevía a mirarnos y seguía en su órbita, muerto de frío y tedio, soñando a su vez con el disco de la luna.

 

IV.

Cuando me marchaba, ella me decía: cuando llegues a casa no te olvides de registrar los besos en su archivo, y yo, obediente, lo hacía, en el gran libro de cuentas de pastas marrones que había sobre mi escritorio. Y miraba a un firmamento engañosamente quieto, y en mi pecho se escuchaba la música de un carillón.

 

V.

Un día ella, muy despacio, se quitó el reloj de pulsera y me lo tendió, sonriendo. A mí me costó un poco reaccionar, pero también me quité el mío y se lo pasé. Cada uno se colocó el reloj del otro. Esos fueron nuestros esponsales.

 

VI.

Me enamoré de una relojera. Su taller estaba al lado del de Dédalo. Yo, al pasar, le veía tallando sus muñecas articuladas. En la pared, los grandes planos azules del laberinto. Él me sonreía sin mucho afán y yo creía ver siempre en sus ojos acuosos el reflejo de unas alas chamuscadas.

 

VII.

La familia de mi relojera había tenido una fábrica de norias. Su padre había dilapidado toda su fortuna en los casinos. En la última mesa, durante noches enteras, jugaba, apostando pernos y varillas, mientras, en la fábrica ya sin techumbre, esperaba el gran motor, pesado, con el momento angular definitivamente mutilado. En la mesa redonda las manos se sucedían dextrógiras y, a cada renuevo del ciclo, la entropía se había cobrado nuevas víctimas y el vislumbre de la extinción final se iba haciendo más nítido.

 

VIII.

Me enamoré de una relojera. Su sueño, me confesó, era que nos besásemos en el cuartito abuhardillado que hay detrás del gran reloj del campanario, donde las manecillas son levógiras. Nuestras sombras, sin duda, se verían del lado de la plaza, y nuestros cuerpos mostrarían su propia hora, y cada parroquiano tendría que decidir con qué tiempo se quedaba, con el de los besos o con el de la descomposición. Nunca subimos, ay, al campanario, mi vértigo no lo permitió. Ahora, cuando desde la plaza miro al gran reloj, que lleva parado tantos años, me la imagino transmitiendo con los brazos, en un extraño alfabeto náutico, el mismo mensaje siempre: no tardes. Y algunas mañanas la plaza se pone a girar, como un tiovivo de enormes figuras de animales mitológicos, o, mejor dicho, como un zoótropo. Del otro lado de sus rendijas nos contemplan, acaso, ojos multifacetados. Y nos intercambiamos el trébol de infinitas hojas.

 

IX.

También amaba las estaciones, en cuyas fachadas los arquitectos nunca habían olvidado reservar un sitio a una gran esfera en la que peleaban dos agujas demasiado grandes como para poder llamarlas manecillas. Ella las miraba fascinada y probablemente se soñaba arponera para clavarlas en el gran lomo circular de la ballena blanca que es el reloj.  

 

X.

Aunque ella prefería las maquinarias, no ignoraba que el tiempo podía ser árido y también líquido, que los alemanes llaman al reloj de arena el vaso de las horas, y que la clepsidra la inventó, a decir de los clásicos, Ctesibio. Cada día que llovía imaginaba miles de clepsidras mal sincronizadas que iban marcando tiempos disímiles con su leve música pulsante. Y en las playas contaba olas y sabía que cada una tenía su propio huso horario y por eso se bañaba largamente y mientras nadaba sus labios iban besando a cada ola en el idioma que le correspondía.

 

XI.

Me enamoré de una relojera. Me dijo: todo lo que sé me lo enseñó Joseph Roth. Conservo su colección de relojes de bolsillo en la trastienda. Cada vez que se hacía con un reloj nuevo, Roth procedía a desmontarlo con destreza. Con el tiempo fue mezclando las piezas de sus relojes, generando bestezuelas híbridas que galopaban gozosas en su tiempo multicolor. Luego fue perdiendo el pulso, bebía demasiado. Pero le conocían todos los relojes de la ciudad y cuando pasaba le saludaban con campanadas subversivas. Las autoridades estaban desesperadas, pero él sonreía y pedía otro Pernod y seguía escribiendo en medio del estruendo del café, en el que las conversaciones se amontonaban como la arena en el vaso de abajo, justo cuando ya está a punto de llegar el momento de dar la vuelta.

 

XII.

Algunas noches, la tabernera, consciente de que el tiempo de Roth se iba agotando, hacía girar las manecillas hacia atrás, para que volviera a ser la hora del primer Pernod, y Roth, que apenas cabeceaba unos minutos entre frase y frase, empuñaba la pluma con nuevos bríos, y a su alrededor los parroquianos, que habían olvidado que el paso del tiempo no lo marcan los relojes, sino los astros, que existen en un exterior ya inalcanzable para ellos, alzaban sus vasos y repetían una vez más las mismas historias. Y la tabernera sonreía y decía: cuéntamelo otra vez, hay tiempo de sobra.

 

XIII.

Me enamoré de una relojera. Ella me escribía cartas circulares, en las que la punta del compás giraba muy, muy lentamente, tanto que a mí me parecía que se había olvidado de mí entre letra y letra, y cuando aparecía la siguiente ene, o la siguiente ele, me sorprendían, como si de los números de la esfera hubieran caído íes y uves y equis y el tiempo, blanco como la nieve, no pudiera ya decirse con nombre alguno. Y entonces la siguiente letra aparecía y yo sonreía, y así fueron pasando los años.

 

XIV.

Una noche, cuando era un niño, oí cómo mis padres rompían sin querer el vidrio del reloj que me habían regalado para la primera comunión. Ellos estaban en el salón, yo estaba en mi cama, pero no estaba dormido. No dije nada, tampoco a la mañana siguiente, pero lo cierto es que esa noche lloré en la habitación a obscuras. Cuando se lo conté a ella me dijo: llorabas porque era el tiempo de la niñez el que se había roto. Cambiamos el cristal, pero no sirvió de nada. No mucho tiempo después me compraron un reloj nuevo con la esfera negra y agujas fosforescentes. No sé qué ha sido de ninguno de esos relojes, no estaban en la casa de mis padres cuando la desmantelamos, no sé en qué extraña morgue de relojes pueden esconderse los relojes que contienen los minutos aquellos del no estar todavía dormidos, y mira la hora que es.

 

XV.

Mis padres me habían enseñado a descolgar el teléfono y marcar el cero el nueve el tres y entonces una voz mecánica declaraba en ritmo ternario la hora que era. Y colgábamos y volvíamos a descolgar y la voz era incansable y calculábamos los segundos para que cambiara el minuto y eso nos regocijaba. Pero lo cierto es que el tiempo seguía corriendo entre llamada y llamada y sigue corriendo ahora, cuando ya no hay teléfono alguno que descolgar en ninguna rinconera.

 

XVI.

Un día ella me dijo: ¿te gusta mi reloj nuevo? Era un reloj de pulsera cuya correa era una banda de Moebius. Yo la recorría despacito con mi dedo y volvía al lugar inicial después de haber transitado por las antípodas del Cosmos. Y las manecillas también recorrían sus propias bandas de Moebius y el tiempo se hacía inabarcable y contradictorio.

 

XVII.

Yo, entonces empecé a regalarle relojes cada vez más finos, que se confundían con su piel, colgantes con relojes diminutos, grandes relojes de pared en los que vivían bandadas de pájaros. No me daba cuenta de que cada reloj escribía un nuevo morse en la cacofonía en la que se iba convirtiendo el estar vivo. Ella se iba perdiendo en su selva de relojes. Preocupado, le regalé un espejo, con la esperanza de que la duplicación de esa selva anulase la entropía y nos permitiera habitar, siquiera a ratos, el tiempo estancado del que, dicen, gozan los bienaventurados. Pero los cucos empezaron a comunicarse con sus gemelos zurdos y pronto la casa entera estaba llena de reflejos discordantes y no había modo ya de orientarse en aquel laberinto de múltiples minotauros minúsculos.

 

XVIII.

Pasaba mucho tiempo entre beso y beso y el tiempo que pasaba no era igual para ambos. Yo me daba cuenta de que iba atrasando cada vez más, y ella, compasiva, no decía nada, pero, cuando me marchaba, ella miraba con desazón el gran reloj de péndulo que había junto a la puerta y asentía, incapaz de engañarle a él.

 

XIX.

Era demasiado pronto para morir y demasiado tarde para estar vivos. Éste es nuestro limbo, nos decíamos, aquí somos seres intermedios. Pero los relojes de nuestras muñecas se habían vuelto hemipléjicos y nuestra visión periférica no alcanza siquiera para vernos la mano contraria. Cuando ella blandía las herramientas de su cirugía, el temblor le impedía ajustar los minutos de arco y la gran rueda se lanzaba entonces por la pendiente, como la roca de Sísifo, y cada vez nos costaba más entender lo que decía la boca del otro.

 

XX.

Es la espiral, dijo ella un día, y supimos que el momento angular había empezado a agotarse, que ya no había gigante alguno para voltear el vaso de horas, que los jugadores de ajedrez se habían olvidado hacía ya tantos jaques de pulsar el botón del reloj alterno. Estábamos montados en el tiovivo asintótico, a la larga habría que aprestarse al último duelo, a la esgrima de manecillas en la que el reloj es siempre más diestro. Y, mientras, los números se iban diciendo unos a otros: ya queda menos.

 

XXI.

El laberinto se deshacía a ojos vista: sus muros, súbitamente arena, se desmenuzaban. Entonces nos dimos cuenta de que éramos topos y llevábamos una eternidad cavando en un reloj de arena. Y cerramos los ojos, y dormimos muchos siglos, y la fresa del tiempo fue tallando inclemente la forma de nuestro olvido.

 

XXII.

Yo, interminablemente, recorría la ciudad. Una vez crucé al otro lado del río. Allí vivía el zurcidor de máscaras. Le entregué mi rostro. Me lo prometió para dentro de una semana. Asentí, pero no podía sonreír, pues carecía de boca. De todos modos, en el mostrador, mi cara esbozó una mueca, lo que, dadas las circunstancias, resultó más que suficiente. Al otro lunes me entregó el paquete. Me coloqué la cara mirándome al espejo del río. Los labios estaban como nuevos.

 

XXIII.

Un día, en una tienda de discos, la relojera y yo nos volvimos a encontrar. Había pasado tanto tiempo. Nos sonreímos. Ella, entonces, dijo: la inmortalidad es irrelevante, porque el instante es irrepetible. Postergarlo sólo contribuye a difuminarlo. El tiempo no fue nunca cuestión de engranajes. Yo juego con los relojes precisamente porque carecen de importancia. El tiempo es justamente lo que habita en los intersticios, es el hueco inobservable de la danza del minutero, es lo contrario del transcurso, lo contrario del espacio. Nunca debimos acompasar los besos con los gongs, nunca debimos adoptar la escala tonal o creer que a cada noche Penélope deshacía la tela del relato. Nunca fuimos verdad, siempre fuimos ficticios, pero eso era lo que había que ser, había que ser los chayules que emborronan la lectura del libro de Scheherezade, había que ser los dobles que viven en nuestros sueños.

 

XXIV.

Salimos. El día era tan luminoso que la rotación parecía haber sido abolida. Fuimos paseando hasta la estación. Abordamos el primer tren. Nos bajamos en la estación siguiente. Nos cambiamos de vía, al azar. Cogimos otro tren. Jugamos a los viajeros durante ese día estático. Al final, cansados, recostados el uno en el otro, cuando finalmente la noche había acabado por imponerse, entramos en nuestra estación, como si todo el tiempo hubiéramos ido montados en el trenecito eléctrico con el que jugábamos de niños. Salimos de la mano. No volvimos la mirada al gran reloj. Él no se lo tomó a mal.

 

I.

Estoy enamorado de una relojera. Nuestro amor, por ello, es circular, cíclico, recurrente, interminable. Ella me recibe cada tarde en su taller. A menudo lleva la lupa de relojero calzada en la órbita del ojo. Yo entonces me sumerjo en ese ojo enorme y cierro los míos para que empiecen los besos. Y ella me susurra: me encanta acariciar el tiempo. Y en todos los relojes de la tienda suena el mediodía.


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