sábado, 26 de octubre de 2024

La relojera

Una historia de amor




Sujete el reloj con una mano, tome con dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

JULIO CORTÁZAR, Instrucciones para dar cuerda al reloj

 

I.

Me enamoré de una relojera. Me recibía en su taller, a menudo con la lupa de relojero en la órbita ocular. Un día le expliqué la óptica de su instrumento y ella me sonrió con su ojo enorme y con su ojo más pequeño. En las manos, un destornillador diminuto con el que peinaba el tiempo. Un momento, me decía, y ese momento era de una precisión infinita, de una perfección de relojera que ajustaba con un leve giro de muñeca un segundero aherrojado en su errancia. Sólo entonces nos besábamos, y con su dedo me daba cuerda al corazón y yo podía seguir viviendo.

 

II.

Cuando nos besábamos, como ocurre siempre en los besos, el tiempo se detenía. A veces nos besábamos tan largamente que ella, desesperada, tenía que poner en hora todos los relojes de su tienda, pues se habían parado y, cuando yo le ofrecía otra vez mis labios, ella se resistía al principio, pero finalmente seguíamos subvirtiendo la cronología del establecimiento, gozosamente, y cuando los clientes irrumpían para decirnos que sus relojes de pulsera no marchaban bien les mirábamos sonriendo burlonamente y nuestros dedos hacían girar las pequeñas coronas para que el dios Saturno no se encolerizase aún más por el desorden de su reino.

 

III.

Hacíamos el boca a boca al tiempo agonizante, reanimábamos el tiempo póstumo, nos recostábamos en la pared de fuera del tiempo y a nuestro alrededor sólo había un acantilado circular bajo el cual conspiraba la rueda catalina de un mar ultravioleta. Nuestros besos eran bombas de relojería, y podía oírse nítidamente el tictac de nuestros corazones, y nosotros pensábamos en escaparnos de allí y viajar hasta el meridiano de Greenwich para hacerlo saltar por los aires con unos besos que ya no se atendrían a agenda alguna, que ya no se inscribirían en ninguna planilla, que ya no estarían sometidos a horarios. El planeta, mientras, no se atrevía a mirarnos y seguía en su órbita, muerto de frío y tedio, soñando a su vez con el disco de la luna.

 

IV.

Cuando me marchaba, ella me decía: cuando llegues a casa no te olvides de registrar los besos en su archivo, y yo, obediente, lo hacía, en el gran libro de cuentas de pastas marrones que había sobre mi escritorio. Y miraba a un firmamento engañosamente quieto, y en mi pecho se escuchaba la música de un carillón.

 

V.

Un día ella, muy despacio, se quitó el reloj de pulsera y me lo tendió, sonriendo. A mí me costó un poco reaccionar, pero también me quité el mío y se lo pasé. Cada uno se colocó el reloj del otro. Esos fueron nuestros esponsales.

 

VI.

Me enamoré de una relojera. Su taller estaba al lado del de Dédalo. Yo, al pasar, le veía tallando sus muñecas articuladas. En la pared, los grandes planos azules del laberinto. Él me sonreía sin mucho afán y yo creía ver siempre en sus ojos acuosos el reflejo de unas alas chamuscadas.

 

VII.

La familia de mi relojera había tenido una fábrica de norias. Su padre había dilapidado toda su fortuna en los casinos. En la última mesa, durante noches enteras, jugaba, apostando pernos y varillas, mientras, en la fábrica ya sin techumbre, esperaba el gran motor, pesado, con el momento angular definitivamente mutilado. En la mesa redonda las manos se sucedían dextrógiras y, a cada renuevo del ciclo, la entropía se había cobrado nuevas víctimas y el vislumbre de la extinción final se iba haciendo más nítido.

 

VIII.

Me enamoré de una relojera. Su sueño, me confesó, era que nos besásemos en el cuartito abuhardillado que hay detrás del gran reloj del campanario, donde las manecillas son levógiras. Nuestras sombras, sin duda, se verían del lado de la plaza, y nuestros cuerpos mostrarían su propia hora, y cada parroquiano tendría que decidir con qué tiempo se quedaba, con el de los besos o con el de la descomposición. Nunca subimos, ay, al campanario, mi vértigo no lo permitió. Ahora, cuando desde la plaza miro al gran reloj, que lleva parado tantos años, me la imagino transmitiendo con los brazos, en un extraño alfabeto náutico, el mismo mensaje siempre: no tardes. Y algunas mañanas la plaza se pone a girar, como un tiovivo de enormes figuras de animales mitológicos, o, mejor dicho, como un zoótropo. Del otro lado de sus rendijas nos contemplan, acaso, ojos multifacetados. Y nos intercambiamos el trébol de infinitas hojas.

 

IX.

También amaba las estaciones, en cuyas fachadas los arquitectos nunca habían olvidado reservar un sitio a una gran esfera en la que peleaban dos agujas demasiado grandes como para poder llamarlas manecillas. Ella las miraba fascinada y probablemente se soñaba arponera para clavarlas en el gran lomo circular de la ballena blanca que es el reloj.  

 

X.

Aunque ella prefería las maquinarias, no ignoraba que el tiempo podía ser árido y también líquido, que los alemanes llaman al reloj de arena el vaso de las horas, y que la clepsidra la inventó, a decir de los clásicos, Ctesibio. Cada día que llovía imaginaba miles de clepsidras mal sincronizadas que iban marcando tiempos disímiles con su leve música pulsante. Y en las playas contaba olas y sabía que cada una tenía su propio huso horario y por eso se bañaba largamente y mientras nadaba sus labios iban besando a cada ola en el idioma que le correspondía.

 

XI.

Me enamoré de una relojera. Me dijo: todo lo que sé me lo enseñó Joseph Roth. Conservo su colección de relojes de bolsillo en la trastienda. Cada vez que se hacía con un reloj nuevo, Roth procedía a desmontarlo con destreza. Con el tiempo fue mezclando las piezas de sus relojes, generando bestezuelas híbridas que galopaban gozosas en su tiempo multicolor. Luego fue perdiendo el pulso, bebía demasiado. Pero le conocían todos los relojes de la ciudad y cuando pasaba le saludaban con campanadas subversivas. Las autoridades estaban desesperadas, pero él sonreía y pedía otro Pernod y seguía escribiendo en medio del estruendo del café, en el que las conversaciones se amontonaban como la arena en el vaso de abajo, justo cuando ya está a punto de llegar el momento de dar la vuelta.

 

XII.

Algunas noches, la tabernera, consciente de que el tiempo de Roth se iba agotando, hacía girar las manecillas hacia atrás, para que volviera a ser la hora del primer Pernod, y Roth, que apenas cabeceaba unos minutos entre frase y frase, empuñaba la pluma con nuevos bríos, y a su alrededor los parroquianos, que habían olvidado que el paso del tiempo no lo marcan los relojes, sino los astros, que existen en un exterior ya inalcanzable para ellos, alzaban sus vasos y repetían una vez más las mismas historias. Y la tabernera sonreía y decía: cuéntamelo otra vez, hay tiempo de sobra.

 

XIII.

Me enamoré de una relojera. Ella me escribía cartas circulares, en las que la punta del compás giraba muy, muy lentamente, tanto que a mí me parecía que se había olvidado de mí entre letra y letra, y cuando aparecía la siguiente ene, o la siguiente ele, me sorprendían, como si de los números de la esfera hubieran caído íes y uves y equis y el tiempo, blanco como la nieve, no pudiera ya decirse con nombre alguno. Y entonces la siguiente letra aparecía y yo sonreía, y así fueron pasando los años.

 

XIV.

Una noche, cuando era un niño, oí cómo mis padres rompían sin querer el vidrio del reloj que me habían regalado para la primera comunión. Ellos estaban en el salón, yo estaba en mi cama, pero no estaba dormido. No dije nada, tampoco a la mañana siguiente, pero lo cierto es que esa noche lloré en la habitación a obscuras. Cuando se lo conté a ella me dijo: llorabas porque era el tiempo de la niñez el que se había roto. Cambiamos el cristal, pero no sirvió de nada. No mucho tiempo después me compraron un reloj nuevo con la esfera negra y agujas fosforescentes. No sé qué ha sido de ninguno de esos relojes, no estaban en la casa de mis padres cuando la desmantelamos, no sé en qué extraña morgue de relojes pueden esconderse los relojes que contienen los minutos aquellos del no estar todavía dormidos, y mira la hora que es.

 

XV.

Mis padres me habían enseñado a descolgar el teléfono y marcar el cero el nueve el tres y entonces una voz mecánica declaraba en ritmo ternario la hora que era. Y colgábamos y volvíamos a descolgar y la voz era incansable y calculábamos los segundos para que cambiara el minuto y eso nos regocijaba. Pero lo cierto es que el tiempo seguía corriendo entre llamada y llamada y sigue corriendo ahora, cuando ya no hay teléfono alguno que descolgar en ninguna rinconera.

 

XVI.

Un día ella me dijo: ¿te gusta mi reloj nuevo? Era un reloj de pulsera cuya correa era una banda de Moebius. Yo la recorría despacito con mi dedo y volvía al lugar inicial después de haber transitado por las antípodas del Cosmos. Y las manecillas también recorrían sus propias bandas de Moebius y el tiempo se hacía inabarcable y contradictorio.

 

XVII.

Yo, entonces empecé a regalarle relojes cada vez más finos, que se confundían con su piel, colgantes con relojes diminutos, grandes relojes de pared en los que vivían bandadas de pájaros. No me daba cuenta de que cada reloj escribía un nuevo morse en la cacofonía en la que se iba convirtiendo el estar vivo. Ella se iba perdiendo en su selva de relojes. Preocupado, le regalé un espejo, con la esperanza de que la duplicación de esa selva anulase la entropía y nos permitiera habitar, siquiera a ratos, el tiempo estancado del que, dicen, gozan los bienaventurados. Pero los cucos empezaron a comunicarse con sus gemelos zurdos y pronto la casa entera estaba llena de reflejos discordantes y no había modo ya de orientarse en aquel laberinto de múltiples minotauros minúsculos.

 

XVIII.

Pasaba mucho tiempo entre beso y beso y el tiempo que pasaba no era igual para ambos. Yo me daba cuenta de que iba atrasando cada vez más, y ella, compasiva, no decía nada, pero, cuando me marchaba, ella miraba con desazón el gran reloj de péndulo que había junto a la puerta y asentía, incapaz de engañarle a él.

 

XIX.

Era demasiado pronto para morir y demasiado tarde para estar vivos. Éste es nuestro limbo, nos decíamos, aquí somos seres intermedios. Pero los relojes de nuestras muñecas se habían vuelto hemipléjicos y nuestra visión periférica no alcanza siquiera para vernos la mano contraria. Cuando ella blandía las herramientas de su cirugía, el temblor le impedía ajustar los minutos de arco y la gran rueda se lanzaba entonces por la pendiente, como la roca de Sísifo, y cada vez nos costaba más entender lo que decía la boca del otro.

 

XX.

Es la espiral, dijo ella un día, y supimos que el momento angular había empezado a agotarse, que ya no había gigante alguno para voltear el vaso de horas, que los jugadores de ajedrez se habían olvidado hacía ya tantos jaques de pulsar el botón del reloj alterno. Estábamos montados en el tiovivo asintótico, a la larga habría que aprestarse al último duelo, a la esgrima de manecillas en la que el reloj es siempre más diestro. Y, mientras, los números se iban diciendo unos a otros: ya queda menos.

 

XXI.

El laberinto se deshacía a ojos vista: sus muros, súbitamente arena, se desmenuzaban. Entonces nos dimos cuenta de que éramos topos y llevábamos una eternidad cavando en un reloj de arena. Y cerramos los ojos, y dormimos muchos siglos, y la fresa del tiempo fue tallando inclemente la forma de nuestro olvido.

 

XXII.

Yo, interminablemente, recorría la ciudad. Una vez crucé al otro lado del río. Allí vivía el zurcidor de máscaras. Le entregué mi rostro. Me lo prometió para dentro de una semana. Asentí, pero no podía sonreír, pues carecía de boca. De todos modos, en el mostrador, mi cara esbozó una mueca, lo que, dadas las circunstancias, resultó más que suficiente. Al otro lunes me entregó el paquete. Me coloqué la cara mirándome al espejo del río. Los labios estaban como nuevos.

 

XXIII.

Un día, en una tienda de discos, la relojera y yo nos volvimos a encontrar. Había pasado tanto tiempo. Nos sonreímos. Ella, entonces, dijo: la inmortalidad es irrelevante, porque el instante es irrepetible. Postergarlo sólo contribuye a difuminarlo. El tiempo no fue nunca cuestión de engranajes. Yo juego con los relojes precisamente porque carecen de importancia. El tiempo es justamente lo que habita en los intersticios, es el hueco inobservable de la danza del minutero, es lo contrario del transcurso, lo contrario del espacio. Nunca debimos acompasar los besos con los gongs, nunca debimos adoptar la escala tonal o creer que a cada noche Penélope deshacía la tela del relato. Nunca fuimos verdad, siempre fuimos ficticios, pero eso era lo que había que ser, había que ser los chayules que emborronan la lectura del libro de Scheherezade, había que ser los dobles que viven en nuestros sueños.

 

XXIV.

Salimos. El día era tan luminoso que la rotación parecía haber sido abolida. Fuimos paseando hasta la estación. Abordamos el primer tren. Nos bajamos en la estación siguiente. Nos cambiamos de vía, al azar. Cogimos otro tren. Jugamos a los viajeros durante ese día estático. Al final, cansados, recostados el uno en el otro, cuando finalmente la noche había acabado por imponerse, entramos en nuestra estación, como si todo el tiempo hubiéramos ido montados en el trenecito eléctrico con el que jugábamos de niños. Salimos de la mano. No volvimos la mirada al gran reloj. Él no se lo tomó a mal.

 

I.

Estoy enamorado de una relojera. Nuestro amor, por ello, es circular, cíclico, recurrente, interminable. Ella me recibe cada tarde en su taller. A menudo lleva la lupa de relojero calzada en la órbita del ojo. Yo entonces me sumerjo en ese ojo enorme y cierro los míos para que empiecen los besos. Y ella me susurra: me encanta acariciar el tiempo. Y en todos los relojes de la tienda suena el mediodía.


jueves, 10 de octubre de 2024

Mi corazón al desnudo

De la (im)posibilidad de la autobiografía


Le Dandy doit aspirer à être sublime sans interruption; il doit vivre et dormir devant un miroir.

CHARLES BAUDELAIRE, Mon cœur mis à un

Todo o esforço é un crime, porque todo o gesto é um sonho morto.

BERNARDO SOARES, Livro do desassossego

 

1.

Llegados a este punto, es preciso hacer una confesión. Bernardo Soares (o, por ser más precisos, B. Soares) es, a la par que autor, o co-autor (pues no cabe negar la primacía, al menos cronológica, de Vicente Guedes, por no hablar de la mirada supervisora de Fernando Pessoa) de esa obra incomparable que es el Livro do Desassossego (o Desasocego, como se presenta en la Edición Crítica de la Obra de Pessoa, atendiendo a las preferencias ortográficas de éste), Bernardo Soares, o B. Soares, digo, es el autor de la obra que en las (pocas) librerías en las que se pudo encontrar durante un (breve) tiempo figuró bajo la autoría de Agustín González-Cano, esto es, Morgana en Duino.

 

2.

Esa obra, de la que no hablaremos ahora aquí, pero que, por razones obvias, es de gran importancia para el autor de este texto (si es que este texto tiene un autor y si es que ese autor no es también Bernardo Soares, pues si algo resulta obvio es su desasosiego), llegó a ser publicada porque fue presentada a un concurso, y ganó ese concurso. El concurso exigía eso que los iniciados en esa melancólica tarea de enviar originales a un lado y a otro en busca de una suerte digna de la lotería de Babilonia (Bolaño fue uno de ellos, y eso basta para que quienes lo hemos intentado en otros momentos podamos sentirnos legitimados) conocen bajo el nombre de plica, esto es, que la obra sea presentada bajo pseudónimo (que no heterónimo, aunque también, qué duda cabe) y que se adjunte a ella un sobre (la presentación era bien real y bien hardcopy, nada de virtual ni E-mail, no entonces) en el que, amén del título o lema (jerga, de nuevo, de esta actividad cinegética), figuren, protegidos por la goma que cerraba la pestaña, los datos personales y biográficos del autor postulante. Esto, se supone, es la garantía de que la deliberación del jurado no se va a ver influida por el renombre o la carencia del mismo del remitente del manuscrito. Ciertamente, requiere de bastante ingenuidad pensar que en todos los casos ese fair play se cumpla. Aquí, parece que sí se cumplió. En la carátula de mi encanutillado texto figuraba el nombre de B. Soares, y bajo esa figura, plenamente evanescente, la historia de fantasmas que es Morgana en Duino concurrió al certamen. Y Soares, extrañamente, ganó, y sólo luego fue Soares identificado con Agustín González-Cano, tras la apertura del lacre (no había tal, estoy siendo voluntariamente engolado), y el resto es, pues, historia.

 

3.

He manejado varios single-use pseudonyms, que diría Tyler Durden o más bien el otro, siempre relacionados con mis particulares filias y fetiches. Fui mucho tiempo Roy Batty, que había visto cosas que yo no creería, y también Max Schreck, al que ya conocen por aquí, y llegó a tener su propio libro, que nunca ganó ningún concurso de entre los varios a los que se presentó y que por ello nunca fue publicado, La pasión de Max Schreck (2012). Fui igualmente un híbrido Max Chandos, y, claro, Viktor Laszlo, o Víctor Lázaro. Ninguno de esos nombres tuvieron el honor de ser rasgados en el acto supremo de la apertura de la plica, que es tanto como la apertura de la boca de la momia para los que, ingenuos como éramos, aspirábamos a la gloria instantánea de la flor natural en concursos progresivamente sórdidos y rurales. Malos tiempos para la lírica, nunca mejor dicho.

 

4.

Pero lo cierto es que el ajudante de guarda-livros, al que ustedes han visto por aquí en la fugaz compañía de su hermano en la irrealidad Viktor Laszlo, triunfó. Y en ese triunfo, que no fue acompañado por los clarines y los timbales, pero que fue acogido con una hermosa sensación de calor en el corazón por quien esto les escribe, había indudablemente una justicia poética, pues pocos textos han sido tan importantes para mí como el Libro del desasosiego, con el que me topé por primera vez allá por el 89, en la benemérita traducción de Ángel Crespo, un libro ya muy baqueteado que me ha acompañado todos estos años y del que por supuesto nunca me desprenderé, por más que en un momento dado empezase a coleccionar (el término es exacto) ediciones portuguesas de una obra que es por definición movediza, por póstuma, por indefinida, por desasosegada ella misma (Ana Maria Freitas, Richard Zenith, Jerónimo Pizarro, son algunos de los editores).

 

5.

Sin un motivo aparente (casi nunca lo hay, en las libretas entran todo tipo de textos sobrevenidos y cimarrones), en mi Leuchtturm (circunstancialmente color burdeos) anoté el pasado 21 de agosto: Para un post, una biografía de Bernardo Soares, autor de “Morgana en Duino”. Pessoa es uno de los astros en torno a los que gravito indefinidamente, mi sistema solar es de una gran complejidad y mi danza se las arregla para no deshacerse a pesar de las muchas atracciones contradictorias que la sacuden. Nunca estoy lejos de Pessoa, pero me guardo muy mucho de acercarme demasiado a su luz, pues sé que me arrastra y compromete mi integridad de polilla. Hay algo de abismo (una geometría del abismo, titulé yo a mis primeros apuntes à la Soares, de hace veintitantos años, usando una cita del portugués) en la abundancia y la densidad y la variedad de los escritos pessoanos. Conozco el Livro desde hace mucho, y en ese sentido, me es algo familiar, propio. Al mismo tiempo, sé que no he penetrado ni mucho menos en todas sus profundidades, y que me esperan nuevas lecturas, progresivamente más maduras, menos imparciales. Así que apenas esbocé un vuelo sobre él, apenas escarbé mínimamente en las decenas de libros que tengo de y sobre Pessoa. Las notas de la libreta son volátiles, hay muchos temas que desarrollan paralelamente. Soares no tuvo mucha vida esa vez. Pero vuelve, vean ustedes mismos cómo vuelve.

 

6.

Aparte de Crespo, uno de los intérpretes más destacados de Pessoa es Antonio Tabucchi, otro de mis escritores predilectos. Desde hace mucho conocía algunos de sus estudios sobre la constelación Pessoa. Desde antes, de hecho, de que conociera las propias novelas de Tabucchi. El librito se llama Un baúl lleno de gente, y fue publicado en su día por Huerga y Fierro. No reúne, no obstante, todos los trabajos de Tabucchi sobre Pessoa. Hay, al menos, otro libro igualmente delgado, en el que se pueden encontrar algunos textos que corresponden, según se nos dice en el prólogo, a las lecciones que Tabucchi impartió en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, en noviembre de 1994, esto es, dentro de nada hace treinta años (esos treinta que son la bisectriz entre el 1964 de mi nacimiento y el 2024 de mi actual sesentena de jubilado). El libro fue publicado por la pequeña editorial Sellerio de Palermo, donde también se pueden encontrar otras obras de Tabucchi, en 1998, bajo el título L’automobile, la nostalgia e l’infinito.

 

7.

Desde que invertí un dineral en hacerme con los dos tomos de las Opere de Tabucchi publicados por Mondadori, me sentía razonablemente tranquilo, pues, si bien las obras no se presentan como completas, la colección, que supera ampliamente las dos mil páginas, contiene todo lo que cabe, en principio, necesitar de Tabucchi, al que antes había venido leyendo mayormente en castellano, en las traducciones publicadas por Anagrama. Sin embargo, ni el Baúl ni el Automóvil figuran completos allí. L’automobile, la nostalgia e l’infinito no figura en absoluto, de hecho. Por ello, y también para repetir un gesto amado (remito a los lectores menos aplicados o neófitos a mi texto "Evocaciones", donde narro el antecedente), este año, en mi último viaje a París, en la librería italiana La Tour de Babel, que está en el Marais, me compré el tomito azul marino, y lo empecé a leer allí mismo, anotando la fecha (26 de abril de 2024) en el lugar donde Tabucchi habla de su curso de Parigi, proponiéndome una mise-en-abyme del todo paralela a la ya conseguida con la compra de Autobiografie altrui en ese mismo lugar y en el viaje anterior, a saber, el 29 de julio de 2023. De esto es de lo que se habla en Evocaciones.

 

8.

Así, en esa noche del pasado 21 de agosto, súbita y efímeramente erigido en biógrafo del evanescente Soares, tras haber recorrido el ensayo de Tabucchi Bernardo Soares, uomo inquieto e insonne, incluido en Un baule pieno di gente, y otras obras, como los cuentos de Pessoa, atribuidos tempranamente a un Bernardo Soares casi podríamos decir que avant-la-lettre, me dispuse a abrir mi librito azul parisino-siciliano, que, no nos engañemos, había sido mayormente arrumbado desde mi vuelta de la Cité-Lumière, dado que no estábamos en temporada pessoana por ese entonces. O eso creía yo, porque lo cierto es que por más vueltas que le di a mi biblioteca (y eso son muchas vueltas, porque probablemente andaré ya por los cinco mil volúmenes dispuestos como buenamente se puede en una colección heterogénea y algo ineficiente de estanterías que colonizan mi modesto apartamento), L’automobile, la nostalgia e l’infinito no apareció.

 

9.

Dada mi tendencia a la obsesión y mi necesidad de mantener el control y el orden, rasgos estos poco deseables de mi carácter, pero al mismo tiempo, creo, inevitables, pues son la cara b de la más brillante cara a que me ha permitido ser un lector incansable, un trabajador responsable hasta mi reciente retiro y un ser humano, en general, bastante apañado, el que se me pierda algo, y mucho más un libro, es uno de los sucesos más desasosegantes que se pueda imaginar. Una vez renuncié a encontrar el libro perdido, casi ya invocando a San Antonio Bendito (san Antonio Tabucchi, asumo), procedí a lo único que podía calmar mi ansiedad: me compré otra copia. Y leí entonces allí otro texto de Tabucchi sobre el Livro: L’infinito disforico di Bernardo Soares, que no se puede encontrar más que en esa edición y que no está traducido, que yo sepa, al castellano. Y entonces, ya más calmado, me olvidé de la biografía de Soares sin mayor remordimiento.

 

10.

La brillante entrada sobre Soares, por lo tanto, dejó de escribirse. Y, de hecho, poco se escribió en el blog desde esos días, ya que no mucho después, mediando un periodo árido de desmantelamiento de mi despacho en la Facultad, del que ya les he hablado, me fui de viaje, y apenas he vuelto hace un par de días de dos periplos encadenados, placenteros y fructíferos, pero que no han dado ocasión del sosiego necesario para ejecutar esta no tan sencilla operación de alimentar el pálido fuego del Pálido juego. Como mis dinámicas son en el fondo impredecibles (y lo son gozosamente) no ha sido hasta hoy que he retomado el tema, aunque sea de una forma mutante, prefiriéndolo (es un decir) a otras muchas alternativas, que tendrán que seguir esperando a su inclusión aquí, quizá no tan lejana si retomo mi saludable rutina semanal. Y aquí podríamos terminar con este breve y abiertamente anodino jirón de mi autobiografía, pero no, justamente ahora es cuando empieza todo.

 

11.

Primer abismo: L’automobile, la nostalgia e l’infinito, de Sellerio editore, Palermo, adquirido en París, librería La tour de Babel en abril de 2024 por mí, ha aparecido. Es decir, el roto metafísico que se había producido en el tejido de mi realidad bibliófila y bibliófaga ha sido subsanado. De una manera bastante trivial, aunque también al mismo tiempo misteriosa y rotundamente literaria: el ejemplar me esperaba en un bolsillo lateral de una bolsa de viaje. La que empleé para el viaje a París, la que no empleé para mi viaje a Strasbourg (y otras ciudades) y la que volví a emplear para mi viaje a los Encuentros de Pamplona, una magna actividad que aún está desarrollándose. Todo ese tiempo el librito azul marino estuvo allí, olvidado, esperando. Ahora se ha encontrado con su clon, ha sido testigo de su mitosis. Pero no son dos libros iguales, por supuesto, nadie se engañaría al respecto. Para empezar, él ostenta el aura de ser el libro parisino, el libro que comparte esa condición con los apuntes de Tabucchi, y fue anotado en el Marais apenas fue comprado. Para seguir, los subrayados de uno y otro no coinciden (no pueden hacerlo, por más constantes que seamos en nuestras preferencias o escalofríos). Esta grieta aparentemente modesta que se ha abierto con este hecho en principio trivial, producto de una combinación bastante mía de despiste y ansiedad, da lugar a todo un paisaje que habrá de ser explorado, en el que meditar de qué modo un libro es y no es él mismo, es y no es lo que contiene, de qué modo un libro es, fundamentalmente, autobiografía, y no digo más, pues todo eso resta por escribirse y esto es sólo un anticipo, o, ni eso, una declaración de intenciones.

 

12.

Segundo abismo: en Bernardo Soares, uomo inquieto e insonne, Tabucchi cita a Edgar Allan Poe a propósito de la opinión de éste sobre la imposibilidad de conseguir la verdad autobiográfica sin que el papel se arrugue y arda al toque de la inflamada pluma (uso para esta transcripción la traducción de Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado, de la edición de Huerga y Fierro). Al término del artículo, Tabucchi nos proporciona con todo lujo de detalle sus fuentes, y allí declara que la observación de Poe proviene del ensayo On the impossibility of writing a truthful autobiography, que, nos dice, está ahora (o sea, entonces) incluido en E.A. Poe, Viking Portable, New York, 1968. En esos días de agosto anoté la cita y la fuente y no me tomé el trabajo de localizarla. Ayer, cuando estaba empezando a cocinar esta entrada, me di cuenta de que ese texto era inencontrable. ¿Nos hallamos aquí ante un juego borgiano? No, la realidad es más trivial, aunque no menos compleja: ese texto (ahora lo sé, pero sólo después de una ardua investigación) corresponde realmente a uno de los muchos fragmentos reunidos bajo el nombre de Marginalia que Poe fue publicando en las revistas y periódicos de su época. De hecho, en el Penguin Portable (que es y no es el mismo que el Viking, pero eso sólo lo descubrí ayer) figura el mismo texto, pero bajo otro título, igualmente memorable: The unwritable text, el texto que no se puede escribir, pues es imposible escribir una autobiografía veraz…

 

13.

Fui, ya lo he dicho aquí alguna vez, un lector voraz y precoz de Poe, y mis lecturas incluyeron algunos de sus Ensayos, en la edición que Alianza publicó con traducción de Julio Cortázar. Ahí, en los años ochenta, supe ya de la Marginalia, pero lo cierto es que no he dispuesto, hasta muy recientemente, de una colección más completa de la obra ensayística del bostoniano (ahora tengo la de la Library of America, de más de mil páginas, que no es estrictamente completa, pero casi, y también se puede rastrear toda la obra de Poe, que es ya de dominio público, en la Red). Fatigué en vano las abundantes páginas. Sólo tras una pesquisa supe que el fragmento en cuestión corresponde a un texto publicado en el Graham’s Magazine en enero de 1848.

 

14.

Y entonces se abre el tercer abismo. Más allá de la discusión sobre la posibilidad o no de elaborar un texto autobiográfico veraz, lo que se propone en esas breves líneas es que el ambicioso autor que pretenda revolucionar el entero mundo del pensamiento (nada menos) se limite a escribir un libro, uno solo, bajo el título de My heart laid bare, esto es, Mi corazón al desnudo. Pero, eso sí, ese libro habría de ser fiel a su título, y ahí es cuando las páginas comienzan a arder. Pues bien, justamente ese texto perdido en la inmensidad de la obra crítica de Poe fue el que inspiró a Charles Baudelaire, tan sumamente influido por la obra del americano, a quien tradujo, para concebir una vasta obra memorialística, paralela a las Confesiones de Rousseau, precisamente bajo el título de Mon cœur mis à nu, Mi corazón al desnudo.

 

15.

En esos días, y en estos, y quizá eso tenga reflejo en alguna entrada próxima, me estaba, me estoy ocupando mucho de Poe y Baudelaire, en torno al relato de El hombre de la multitud, y la lectura de Benjamin sobre el flâneur que Baudelaire cree encontrar en el cuento de Poe. Así que esa resonancia, inesperada, me complació, o me conmovió, si es que esos son dos verbos diferentes. Por otro lado, yo conocía Mi corazón al desnudo desde hace mucho, porque me compré hace años, creo, en una Feria del Libro de Ocasión, como la que ahora mismo está emplazada en el madrileño Paseo de Recoletos, un tomito de la colección Visor con una edición de esos textos íntimos de Baudelaire (profundamente fragmentarios, escritos en los últimos años de su vida y que nunca desembocaron en la pretendida obra autobiográfica) traducidos por Antonio Martínez Sarrión, cuya destacada versión de Las flores del mal había yo venido manejando por entonces. Así pues, esa resonancia me llevaba también a territorios de mi propia educación sentimental, por más que mi relación con Baudelaire se haya ido obscureciendo de algún modo a lo largo de los años.

 

16.

El Livro do Desassossego es calificado por su autor de autobiografia sem factos, autobiografía sin hechos. La inseguridad ontológica del ayudante de contabilidad le lleva a desdibujarse en el paisaje de la Baixa, mimetizarse con sus cambiantes fenómenos atmosféricos (hay un bello artículo de Ángel Crespo sobre ello), confundirse en los juegos de su luz. Hace años, en 2013, en ese viaje a Suiza en el que perseguí a Rilke, me llevé el manoseado tomo de la traducción de Crespo y lo releí y lo anoté en Basilea, ciudad a la que iba por primera vez, y donde el Kunstmuseum me deslumbró. Compruebo la libreta de esos días, que entonces era una Moleskine. Roja. He apuntado Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo. Corresponde al fragmento 18 de esa edición de Seix Barral. El número cambiará en otras ediciones. Puedo evocarme copiando el texto. Recuerdo dónde estaba, ese lugar, de todos modos, está también anotado, junto a la fecha, el Hotel Victoria de Basel. Ahora he vuelto una vez más a Basel, desde Strasbourg, para visitar el Kunstmuseum. No he estado en el Victoria, pero sí me tomé un café en otro hotel de los que rodean la Centralbahnhofsplatz, haciendo tiempo para coger el tren de vuelta. Ahí anoté (este pasado 22 de septiembre, en ese vacío de blog que ahora intento llenar): los cuatro yoes de Basilea, en su creciente condición fantasmática, reunidos en esta mesa, conversando. Esos cuatro yoes son los Agus sucesivos que fueron viajando a lo largo de los años (2013, 2018, 2022, 2024) a Basel. Los recuerdo bien, o tal vez no. A lo mejor es verdad y no se puede escribir una autobiografía veraz.

 

17.

Al comienzo de L’automobile, la nostalgia e l’infinito, Tabucchi se refiere a un concepto que para él identifica a Pessoa: nostalgia del possibile. Una nostalgia al cuadrado, no de lo que se ha tenido, sino de lo que se podría haber tenido. Nostalgia es, paradójicamente o no, un concepto suizo. Lo sé porque se lo leí a Pascal Quignard un día justamente en Zürich. Ahora he podido ver en directo a Quignard en Pamplona dialogando con Ramón Andrés. Nostalghia es la película de Tarkovski que cité cuando Rosa Rius, en el seminario sobre Melancolía al que asistí con ella hace unos días en Barcelona, nos pidió algún ejemplo de obras de arte que considerábamos que identificaban bien esa afección del alma, que me es tan propia. Le mencioné también algunas otras representaciones obvias. El Monje frente al mar, de Caspar David Friedrich, que tanto me impresionó cuando lo vi en Berlín, o el paisaje invernal de Brueghel, que he revisitado a menudo en Viena y que aparece, además de en Tarkovski, en la Melancolía de Lars von Trier. Son territorios familiares para mí, y en esta crónica un poco alucinatoria de los días pasados viene bien citarlos para saber exactamente cuáles son los instrumentos de la Pasión (que aparecen en tantos cuadros, algunos de los cuales están en Basel), o los elementos del desastre mutisianos, o, también (y sobre todo) los instrumentos y elementos del goce, pues gozoso ha sido retornar a algunos de los lugares sagrados y volver a enfrentarse a esa obra inexpresable que es el Retablo de Isenheim de Matthis Grünewald en Colmar.

 

18.

¿Es posible, pues, escribir una autobiografía? ¿Es eso lo que hacemos aquí? La respuesta a ambas preguntas es no. O, como mucho, sí, pero… Tampoco, en realidad, importa demasiado. Lo que importa es escribir. Estos días, anotando en cafés, o en la habitación del hotel, pensando en entradas como ésta, como otras que irán viniendo, me sentía bien. Aún no soy plenamente dueño de mi tiempo, en esta nueva condición ilimitada (limitada sólo por lo que algunos llamaron en otras circunstancias el hecho biológico), pero empiezo a vislumbrar la grandeza de unas perspectivas que siempre habían estado obscurecidas por obstáculos nada vaporosos. Lo importante es que haya juego, que el juego nos lleve a ir hilando un collar que empieza por Bernardo Soares, autor de “Morgana en Duino” y acaba con Grünewald. O que, por ser completamente precisos, no acaba, como lo que el amor hace, a decir de JRJ en Espacio. Esta entrada es la primera que escribo en mi portátil nuevo, el portátil que me he comprado tras mi jubilación, pues todos mis portátiles anteriores pertenecían a la Universidad y hay que devolverlos. Me gusta escribir en él: me parece que de estas teclas saldrán textos increíbles, jugadas insospechadas.

 

19.

En el Kunstmuseum de Basel hay muchas obras que me interesan. De hecho, había otra entrada que se estaba preparando, y que tal vez se haga, sobre las obras de Hans Holbein der Junge que contiene. Ahora, aquí, para acabar este texto, que ya está en su penúltimo epígrafe (pues es bueno prescribir normas, gozosamente arbitrarias, a nuestros juegos, y estaba decidido que serían 20 los fragmentos y que todo habría de girar en el 10, como ha ocurrido en algunas entradas recientes), me quiero limitar a Arnold Böcklin, pintor simbolista suizo, cuya obra me fascinó desde el primer momento en que la conocí, justo en aquel viaje a Berlín en que me enfrenté con el Monje de Friedrich. Hay un cuadro de Böcklin que debía haber citado cuando se me preguntó por obras melancólicas, y es absurdo que no lo haya hecho, pues es un cuadro decisivo en mi vida: Ulises y Calipso. En Morgana en Duino, B. Soares diserta largamente sobre él. Copio un breve fragmento: No hay, en todo caso, duda posible en el gesto del aqueo, ni en la desolación de la diosa. Calipso contempla la nuca de Odiseo, que siente en su espalda el frío del regreso y se envuelve en su manto, azul como el partir, y fija su mirada en esa línea de imposible confluencia entre el mar gris y el cielo blanco, en el lugar de los espejismos, y esa tensión de sus ojos se transmite a su cuerpo entero. Se envuelve en su manto azul, aterido, mientras Calipso se exhibe desnuda sobre una tela roja como los besos. Así, mirando a un mar que se confunde con el cielo he vuelto a ver a Odiseo en Basel hace unos días. Cada vez siempre puede ser la última. Por eso es bueno que vayamos a saludarnos, que puede ser despedirnos. Odiseo y yo somos viejos conocidos.

 

20.

El cuadro (o, por mejor decir, los cuadros, pues hay hasta cinco versiones del mismo tema) más conocido probablemente de Böcklin es La isla de los muertos. El que hay en el Kunstmuseum es la primera versión. Una figura erguida, vestida de blanco, es conducida en una barca a una isla desolada en el mar. Miro, un poco detrás de ella, reconozco ese espacio, lo he habitado mucho, me lo he encontrado continuamente. No hay temor alguno, la autobiografía aún no tiene por qué tener un punto y final, no tiene por qué cerrarse. Hay otros capítulos, y su número no viene prefijado: las reglas de ese juego son otras. Hago una foto al detalle del viajero de la barca. Al hacerla, mi sombra se refleja en el brillante barniz del cuadro, incluyéndome así en la escena, como al Náufrago de la Isla de Morel: cuarto y definitivo abismo. Al fondo, me llamas. Me llamas corazón, o mon cœur, y yo voy hacia ti, y no me importa para nada estar desnudo.